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Con un lenguaje seductor, pleno de hallazgos

y una técnica narrativa depurada, Miguel Án-


gel Fornerín, conduce al lector por el mundo
de un grupo de niños que de pronto toca las
puertas de la adolescencia y la adultez, sin sa-
ber lo que les esperaba, en un tiempo – entre
el merengue y la bachata− signado por el se-
xo, la corrupción política, la lucha foquista y
el asesinato de Estado. Carlos, el poeta, El Co-
jo, La Monja, Juliette y el Diputado, entre
otros actores juegan en un fresco cruzado por
la Historia que transcurre entre 1968 a 1980.
Tú siempre crees que viene una guagua es la épi-
ca de una generación atrapada en la sordidez
que se desplaza del barrio a la ciudad hasta
llegar a la estructura nacional. Una crónica de
las prácticas políticas bajo el gobierno de los
doce años de Joaquín Balaguer, el inicio del
reino de la bachata y la emigración.

Tú siempre crees que viene una guagua 2


Miguel Ángel Fornerín

TÚ SIEMPRE CREES QUE VIENE UNA


GUAGUA

Novela

EN EL JARDÍN DE MAMA VICA Y TATA IOAN


PARA MI AMADA ESPOSA GABRIELA

Tú siempre crees que viene una guagua 3


ÍNDICE

Azul el cielo | 9
Uno | 11
Dos | 25
Tres | 35
Cuatro | 45
Cinco | 49
Seis | 57
Siete | 61
Ocho | 65
Nueve | 79
Diez | 83
Once | 89
Doce | 93
Trece | 99
Catorce |105 Quince |109
Dieciséis |113
Diecisiete |117
Dieciocho |123
Diecinueve |127
Veinte |133 Veintiuno |141
Veintidós |147
Veintitrés |151
Postfacio |157

Tú siempre crees que viene una guagua 4


Azul el cielo y el mar que nos circundan; ro-
tunda la pena por la muerte del amigo. Famé-
lica la angustia, difamada la flor del futuro. El
mundo que nos vio crecer es violencia, dispa-
ro, realidad que acuchilla los sueños. Éramos
cardúmenes, bandadas de pequeños instantes
que se juntaban, crecían; forjábamos memoria,
tejíamos la historia, desde el barrio, la ciudad,
la República. Armas, fuego, metralleta, perse-
cución. La muerte nos perseguía a cada paso.
Los guardias vigilaban las enredaderas. No
había amor en los balcones, porque no tenía-
mos balcones. Ahora lo que sigue es en honor
a Carlos: una llama, una idea, como la lucha
misma… y luego, claro, la tarde volver{ a caer
como una naranja. Porque nos vamos ponien-
do viejos y nos mata el recuerdo…

Tú siempre crees que viene una guagua 5


UNO

La muerte de Carlos me sumió en la medita-


ción más profunda de mi vida. Todavía inten-
to recuperar los hechos, el tiempo que pasa
como una guagua amarilla. Trato de poner en
claro los sucesos que en mi memoria borran el
fluir de los días y soy como un viejo trashu-
mante que cuelga de las ramas del viento.

Habíamos salido de la casa con la alegría de


dedicarnos por entero a los juegos. La tarde
era tan redonda como nuestra esperanza. Co-
rríamos hacia el campo de aviación, al que
llegaban los inversionistas hoteleros. En esos
días se había inaugurado una línea aérea que
cubría rutas en toda la isla. Al acercase los
aviones salíamos en tropel a ver la gente que
llegaba. Los hombres, de gruesos anteojos y
las mujeres delgadas, de gafas negras y chal
violeta. Conformábamos una pandilla que se
regustaba en el polvo de la carretera, y los

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merengues de Johnny Ventura. Las tardes nos
arropaban con el sol canicular y los rayos ana-
ranjados de las seis. Caminábamos cada calle
del barrio, conocíamos sus callejones, las casas
en construcción, los graffitis; los clubes cultu-
rales y las guirnaldas de Navidad, todo el
mundo era nuestro. Apenas eran unos metros,
las casas en hileras, las esquinas, que cono-
cíamos con su gente, sus puestos de chimichu-
rri; sus olores. Desde hacía un tiempo el barrio
se había llenado de putas y luces rojas.

La música se escuchaba en cada casa. Era el


reino de la radio, del son, del merengue; pa-
samos rápidamente del campo a la ciudad; del
perico ripiao al saxofón de Félix del Rosario y
al ritmo endiablado de Juan de Dios Ventura
Soriano. Cada esquina era un rumor, cada ca-
sa una nota musical. Allá, en la Juan XXIII
abajo, un cuero corría detrás de El Cojo, gri-
tándole que le pagara el polvo de la noche an-
terior. Nuestro mundo era pequeño, tan pe-
queño como los pies de un niño: la pandilla

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(el poeta, El Cojo, La Mujer y Carlos, como fi-
gura que nos agrupaba). Una tarde nos dije-
ron que venían los políticos, y ese día empezó
la desgracia para nosotros. Una desgracia lar-
ga que aún no ha terminado.

Llegó Carlos, que era el más grande; alto, mo-


reno y de pantalones largos, y nos dijo que
desarrollaríamos un plan. Pero antes dijo que
tendríamos que realizar el juramento de los
Trinitarios. Nos contó y se cercioró de que
éramos cinco y faltaba uno; al final quedamos
tres. Y a El Cojo podíamos meterlo en el gru-
po. Total, deberíamos reclutar a un compañe-
ro. Le preguntamos por el plan, pero se negó a
dar detalles. Dijo que, para que la conspira-
ción tuviera efecto, debíamos ser un grupo
original de tres o seis personas y ahora falta-
ban dos o sobraba uno. Y dijo que se fuera La
Mujer. Así le decíamos porque no era macho
macho. El día que nos hicimos adolescentes,
nos habíamos ido donde la puta de todas las
putas. La puta Filo y allí nos hicimos hom-

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bres, por veinticinco centavos. Con una chica
mayor, de grandes tetas, fuimos llamados uno
a uno. Pero La Mujer se negó. Y de ahí su
nombre. Lo aceptamos a regañadientes en el
grupo.

Cuando La Mujer se marchó, diciendo impro-


perios y maldiciendo a la madre de Carlos,
quien lo persiguió por varias cuadras sin po-
der alcanzarlo. Porque eso sí, era veloz como
una gacela. Carlos volvió jadeante y nos dijo
que debíamos hacer el juramento de los Trini-
tarios si queríamos que nos confiara su plan.
Eran las vacaciones y no teníamos forma de
conseguirlo, por lo que nos propusimos bus-
car copia del juramento en la escuela que es-
taba cerrada. La noche avanzó y, luego de
contarnos muchos chistes y reír al recordar la
tarde en que vimos a La Brugalita corriendo
detrás de El Cojo para que le pagara el último
polvo, nos fuimos a dormir. A la mañana si-
guiente el barrio se levantó muy animado. Era
día de cobro, y los comerciantes sacaron sus

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mesas, hicieron mercado. Las carnes jugaban
con las moscas y las longanizas colgaban en
los escaparates. Mi padre era carnicero y yo
tenía que salir a vender la carne, unas veces
de chivo y otras de pollo. Pero esa mañana
nos fuimos a la escuela. Entramos por un por-
tillo de la verja. Sabíamos como distraer al
guardia cuando hablaba con la gente, luego de
una noche de borrachera. Y entramos a la ofi-
cina del director, que siempre estaba abierta.

Quedamos de juntarnos esa noche para reali-


zar el juramento. Nos dijo Carlos, nuestro jefe.
Más tarde llegó El Cojo, que no se dejaba ver
por la esquina, por el temor de que La Bruga-
lita le cobrara con sangre el placer que le ha-
bía regalado la noche anterior. Nos había di-
cho que viniéremos bien vestidos. Esta acción
inusual podía despertar la sospecha de nues-
tros padres; cómo salir de casa a jugar al ba-
rrio ataviados como si fuéramos para un
cumpleaños. Esto llamaría la atención, pensé.
Así que la ropa de domingo, un viernes, nos

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obligaba a salir a hurtadillas a la media noche,
cuando todos dormían.

Allí, mis pensamientos, recorrieron el globo


terráqueo. La campana que nos dada el mere-
cido reposo a las 5:15 de la tarde, y un librero
polvoriento, con libros amarillentos... Allí en-
contramos los envejecidos libros de Alcides
García Lluberes, y buscamos el juramento de
los Trinitarios. Arrancamos la página. Carlos
se la echó en el bolsillo. Sin soltar una palabra
sobre el plan, a pesar de nuestra insistencia.
Nos fuimos a beber refrescos Dumbo. A pegar
chivos en los coches que pasaban despacio. Y
quedamos de encontrarnos en el local que los
grandes tenían en el barrio, como un Club cul-
tural en defensa de no sé qué cosa, ahora está-
bamos completos. Yo nunca entendía cuando
hablaban en voz baja, para que nadie los oye-
ra; ni tan siquiera los policías que pasaban en
motoras mirando con sus ropas y sus perfiles
grises. Sólo se les iluminaba el rostro cuando
veían a las muchachas en faldas cortas o en

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eso que estaba de moda en el barrio, los
shorts. Esos pantalones pegados que usaban
las muchachas y ponían en actitud rabiosa a
las mujeres serias del barrio, como a Olga, la
esposa del Cabo de la guardia que vivía en la
calle Cambronal.

Salí de casa. Y qué susto, vi a doña Provida,


como un fantasma, depositar unas flores y al-
gunos objetos en el cruce de la calle Abelardo
Pérez con la Adamanay. Sí, a una esquina de
Leoncito, el negro que celebraba cada año la
fiesta de palos del barrio. Lo recuerdo como
ahora, se pasaba todo el día frente a la Basílica
pidiendo limosna. En la tarde regresaba con
sus bártulos, vestido de fuerte azul; el rostro
negro y aceitoso.

Parecía un hombre bueno. No supe sino mu-


cho tiempo después que los variados trabajos
que aparecían en la esquina eran una escena
más de las pendencias entre espiritistas.
Cuando pasé por la esquina me encontré a El

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Cojo que, haciendo una reverencia cristiana,
cogió el dinero que había depositado en el
trabajo la Provi y desapareció como alma que
lleva el diablo.

En el local de la calle Juan XXIII, al lado de la


iglesia, nos reunimos. Como no había luz,
prendimos una vela y Carlos comenzó a leer
el juramento.

Yo tuve miedo de lo que pasaría; mi corazón


latía fuerte; no sé qué tenía que ver esa cere-
monia con el trabajo espiritista que había visto
en el cruce. Pero Carlos aplacó mis temores y,
poco a poco, pude adaptarme a ver a los tres
conjurados frente a la bujía que nos dejaba
configurados en las paredes. Entonces, Carlos
comenzó a leer el juramento.

Y el poeta le dijo que no se podía jurar como


los trinitarios. En primer lugar porque no sa-
bíamos qué vaina íbamos a hacer. Y que los
trinitarios, tenían novias, vestían muy bien…
era gente de clase y nosotros, unos pelagatos

Tú siempre crees que viene una guagua 13


que no teníamos novias ni nada y que no sa-
bíamos qué queríamos. Que de una vez nos
explicara, coño, en qué consistía el juramento
y por qué juraríamos.

Carlos agarró a el poeta por el cuello y casi lo


ahorca: “No sabes que debes respeto al Jefe de
la pandilla, maricón. Aquí se hace lo que yo
digo.” Y yo temblé una vez m{s. Y quise sepa-
rarlos. Pero me contuve. La sangre no llego al
río. Carlos, serenamente, nos explicó que para
leer el juramento teníamos que hacernos una
herida como Duarte, Sánchez, Mella y los de-
más fundadores de la Trinitaria. Rompió una
botella de ron que había dejado el sacristán
Perdomo y todos presentamos la mano dere-
cha, y uno a uno nos fue saliendo la sangre sin
saber cuál era en realidad el plan que debía-
mos ejecutar.

Leímos y repetimos a coro y en voz baja el ju-


ramento de los Trinitarios. Luego nos mar-
chamos a la casa llevando en nuestros cora-

Tú siempre crees que viene una guagua 14


zoncitos una idea, como una luz que no po-
díamos comunicar a nadie. Así comenzó la
adolescencia. La infancia había quedado atrás.
Teníamos que buscar una novia, vestir bien,
leer muchos libros, como los trinitarios y so-
bre todo, constituirnos en una nueva genera-
ción para la República.

Corrían los años setenta. El barrio se había


ampliado con nuevas casas y algunos chalés
de beneficencia social. Los nuevos residencia-
les eran el lujo del lugar. La gente más com-
prometida con el nuevo gobierno había reci-
bido casas en Savica y Nazaret. Allí fueron a
parar los desalojados de los terrenos donde se
construyó la Basílica.

El verano era caluroso y nos pasábamos los


días jugando en la calle. Muchas veces nos
íbamos a matar lagartijas en la ribera del arro-
yo, a tirar piedras a las aves rapaces que lo
circundaban. Otras, con Marino y Joselo, nos
íbamos al río. Aunque a mí nunca me dejaron

Tú siempre crees que viene una guagua 15


bañar en sus aguas. Alguna gente pescaba;
otros se dedicaban a bañarse en el río con el
temor a la bilharziasis.

Recuerdo la tarde del verano anterior cuando


Carlos organizó la visita de la pandilla a la ca-
sa de la Filo. Sé que por esa esquina del barrio
pasaban muchos hombres y que, en las noches
más oscuras, merodeaba una patrulla de la
policía, y entraba a buscar lo suyo. Cobraban
en dinero o en especie. La Filo tenía allí algu-
nas muchachas, pero en verdad cuando vino
al barrio era una puta administradora; se ha-
bía jubilado, pero de ese oficio nadie se retira
del todo.

Tenía una linda michera, con la cara redonda,


iba uno a uno pasándonos la mano por el ca-
bello, miraba con picardía, nos miraba el pipí
y nos lo lavaba con manos virginales, como si
fuera con agua bendita. Pero antes, la Filo mi-
raba socarronamente y extendía sus manos
huesudas y usadas en los menesteres del amor

Tú siempre crees que viene una guagua 16


hasta que dejábamos caer los veinticinco cen-
tavos. La madama iluminaba su cara con una
sonrisa, mientras la muchacha colocaba las
manos blancas detrás de la nuca y apretaba al
iniciado abriendo su mundo caliente. Dejaba
ver su montañita negra y hasta que hacía un
comentario: “cuanto has crecido, papito.” Y
suspiraba profundamente, y el mundo se iba
poniendo jugoso y redondo.

Ese día cada uno tuvo en su corazón un peda-


zo de cielo. Luego, aprendimos a pelar chinas.
A hablar duro. A montar yeguas. A fornicar, a
tener pelos en el pecho. A guerrear como
hombres verdaderos, porque el amor com-
prado era nuestro. Ya éramos unos hombreci-
tos con pantalones largos.

Habíamos pasado por la mano de una admi-


nistradora del amor. Sabíamos lo que era tra-
bajar para lograr la satisfacción del sexo com-
prado; ahora teníamos que desenvolver la
tradición, acostarnos con un pasado de vio-

Tú siempre crees que viene una guagua 17


lencia y sangre y salir a la calle como los nue-
vos pollitos del barrio a coger a las chicas, en-
gañar a las cueras, bailar el merengue, quemar
la bachata y expandir el pecho como si fuéra-
mos Charles Atlas.

Ya comenzaba la internalización de Johnny


Ventura. “Los indios, los mismos indios…”
“El tabaco es fuerte pero hay que fumarlo.” La
oposición se retiró y el vice de Balaguer orga-
nizó otro partido. Mi padre fue a una de esas
reuniones, a pesar de que, luego del incidente
del Central Romana, no se había vuelto a me-
ter en actividades públicas. Era siempre muy
callado, prefería no tratar temas de política en
la casa, pero le brillaban los ojos cuando ha-
blaba de las conquistas de los trabajadores,
del sindicalismo y todas esas cosas.

Mi madre, por su parte, tenía el dolor por mi


tío muerto en la guerra del 65, en la toma del
palacio, y veía con mucha distancia las cosas
que ocurrían en el país. Por lo menos eso era

Tú siempre crees que viene una guagua 18


lo que yo podía entender.

Los precios del azúcar habían subido. La


siembra de caña iba en aumento en la región
del este y seguían llegando campesinos al ba-
rrio que, de momento, se llenó de gente veni-
das del valle de la Magdalena, donde la Gulf
and Western compraba todas las tierras.

En la radio continuaban los anuncios y uno


sin darse cuenta los tarareaba: “donde hay un
hombre, hay Brugal.” Había muchos propa-
gandistas, que luego se reunían a dar los pre-
mios en el Teatro. Mi padre no faltaba. Era
como una guerra entre Brugal y Bermúdez.
De vez en cuando, el león le daba duro a mi
padre, pero no puedo decir que lo viera nunca
de mal humor o enfermo por el mal que pro-
duce el alcohol al día siguiente. “Síguele el
pasito al setenta.”

Eran los años en que cada día amanecía al-


guien muerto. Todo porque había estado en la
guerra o porque no simpatizaba con el go-

Tú siempre crees que viene una guagua 19


bierno. Mi madre comentaba las noticias que
se escuchaban en la radio con Julio César, un
sindicalista amigo de mis padres, que siempre
pasaba por la casa y, de vez en cuando, me
daba bola en la guagüita azul que tenía y que
la llenaba de campesinos que venían a la ciu-
dad a reclamar sus derechos. O venían para
que les dieran algún pedazo de la tierra que se
perdía entre los códigos de las leyes agrarias.

En diciembre del setenta mandaron a hacer


mis primeros pantalones largos. Eran de po-
liéster, que estaba a la moda. En el barrio,
Nelson abrió una moderna tienda en la que se
hizo habitual que la pandilla comiera pan con
salsa de tomate y refresco de melocotón, que
llamábamos merengue. Había que estar por
esos lados aunque uno no encontrara qué ha-
cer. Escuchando historias de chulos y cueros.
Allí aprendimos cuál era el color de la cosa de
las mujeres, el mal sabor del ron, la Presidente

Tú siempre crees que viene una guagua 20


con clamatto e, imperturbable, la presencia de
los esbirros de Balaguer, que llenaron el ba-
rrio.

Ese año comenzaron la construcción de la ca-


rretera de Yuma. Venían muchos camiones.
Yo recuerdo como desviaron el arroyo, cons-
truyeron un puente en el que jugábamos a
lanzarnos al vacío. Los pájaros de la ribera del
arroyo pronto se fueron.

Eran muchos los trabajos con modernas palas


mecánicas, el asfalto apestoso, el removido de
lodo. Detrás de los camioneros, las putas. En-
tonces trabajé un poco como limpiador de
camiones. Los brillaba y me encantaba llenar
el tanque de gasolina en la estación del viejo
Pancho. Era algo grande para mí. En un tiem-
po me olvidé de la pandilla. Quería ser ca-
mionero de peso pesado, o arquitecto cons-
tructor de calles.

Mientras seguía el desarrollo de la ciudad el


asma prematura me mataba. Había mucho

Tú siempre crees que viene una guagua 21


polvo en la avenida José Audilio Santana. La
radio seguía pasando noticias sobre la muerte
de Amín Abel Hasbún. La lucha seguía en la
universidad. Tiempo atrás, cuando Balaguer
vino al pueblo en un carro presidencial, toda
la pandilla estuvo allí, siguiendo las órdenes
de Carlos. Cuando bajó el cristal de su carro
negro, para repartir unos pesos, me quedé mi-
rando fijamente sus manos; luego vimos como
se alejaba “el muñequito de papel” que todos
odiábamos. Alargó la mano y me dio un triste
peso. Lo doblé con rabia. Pero mi mundo y mi
rencor no eran del tamaño del de mi madre
que lloraba a solas la pérdida de su hermano.

No recuerdo si Balaguer vino a inaugurar la


carretera o a hacer campaña política. Descarto
lo segundo porque la oposición se retiró al no
haber garantía de elecciones libres. La noche
anterior, Carlos pasó por casa y me dijo que
teníamos que reunirnos. Los que habíamos ju-
rado con sangre, afirmamos de nuevo no ha-
ber hablado con nadie sobre nuestro com-

Tú siempre crees que viene una guagua 22


promiso y nuestras acciones; secretos que lle-
varíamos a la tumba, como algo nuestro. Ya
éramos hombres y entrábamos a la vida con
una responsabilidad ineludible.

La arenga de Carlos me reconfortó y poco a


poco fui perdiendo el temor. Allí estábamos
en el viejo club los que habíamos coreado el
juramento de los Trinitarios. Carlos nos dijo
que debíamos dedicarnos más a los estudios
porque si queríamos salir con vida de la em-
presa que nos proponíamos ejecutar, debe-
ríamos estar preparados para lo que fuera.

Nos invitó a ver el mitin de Balaguer. Nos dijo


que observáramos todo y que no le quitára-
mos la mirada a los policías. Que una de nues-
tras tareas era poder identificar a los soplones,
a los guardianes secretos que lo acompaña-
ban. Yo no le entendí. Nos fuimos con la pro-
mesa de juntarnos pronto si la situación lo
permitía. Carlos, en los últimos años, se dedi-
caba como ningún otro a los estudios. Leía de

Tú siempre crees que viene una guagua 23


todo. Siempre nos prestaba libros, aunque es-
taba muy claro en lo que pensaba, algo muy
raro en un niño de su edad. Su padre era un
abogado y su familia tenía un colegio en el
centro de la ciudad, donde estudiaban las ri-
quitas del pueblo.

El poeta y él se pasaban los veranos leyendo


enciclopedias. Hablaban de literatura, de so-
ciología. Y últimamente de filosofía. Pero yo
estaba más dedicado a las cosas del mundo.
Pasaba los días entre la gente que iba a las ba-
rras y las noches entre borrachos y putas y de
vez en cuando estudiaba. En ese tiempo me
gustaba el diseño. Y dejaba mi marca en la ca-
lle junto a mi amigo Kirova quien en una sola
noche grafiteó toda la ciudad. Decía que era
pintor. Pero yo no. Apenas estudiaba. En la
escuela, el profesor Pastor Castillo me enseñó
a amar la Historia. Eran unos años felices. Re-
cuerdo mi salón, mis libros. Las maestras jó-
venes que venían a coquetearle al profesor,
que era guapo, elegante e inteligente. Era mi

Tú siempre crees que viene una guagua 24


héroe pedagógico. Teníamos que aprender, a
la buena o a la mala. No había términos me-
dios.

Por la noche comenzaban las verbenas. Llega-


ban las orquestas. Había una disputa entre Fé-
lix del Rosario y Johnny Ventura. En un prin-
cipio tomé partido por el jazz y el saxo de Fé-
lix, pero el ritmo loco del Combo Show lo des-
tronó con la gracia de Luisito, Pablito y luego
el Kinder, el nuestro, el hatomayorense, Ant-
hony Ríos… la vida se hacía divertida y jugo-
sa. En una fiesta del Combo Show en el patio
español del Hotel Naranjo conocí a Carmen.
Era una muchacha dulce que vivía cerca de mi
casa. Yo no lo sabía, había llegado de El Seibo
recientemente.

Aquella noche fue sensacional, estaban en la


fiesta todos los de Savica, los de San Martín,
Cambelén y el Centro. Había terminado el ve-
rano y la escuela nos esperaba. Me encontré
con ella y bailamos merengue. Disfrutamos la

Tú siempre crees que viene una guagua 25


noche haciendo filigranas, jugamos a la velo-
cidad de la tambora y al ritmo frenético de los
saxos de Félix del Rosario. En verdad que esa
noche “se rompió el muñeco”, y “a burujún
puñao”, al día siguiente, le dolían los pies. Me
dolía la cabeza, por primera vez me habían
hecho tomar Brugal y los sesos se me explota-
ban y no dejaba de sentir el mal olor de los
yaniqueques y comenzaba a soñar con ella.
Desde entonces, mi vida se ha llenado del
amor y del erotismo de una muchacha de ba-
rrio que no puedo borrar de mis pensamien-
tos, y de una pena tan larga que no puedo re-
correr a toda la redonda de la ciudad.

No hubo pleitos esa noche entre los de San


Martín y Savica. No podíamos robarles sus
mujeres ni andar confiados por sus calles. Ese
día la Banda hacía de las suyas. Habían apare-
cido muertos varios estudiantes de la UASD,
Expresión Joven, en su conjunto estaba en la
cárcel; a Luis Días, los guardias le rompieron
la boca y la ciudad se llenó una vez más de

Tú siempre crees que viene una guagua 26


guardias vestidos de verde olivo. Un verde
que aprendí a odiar desde que tuve mis pri-
meros pantalones largos. Esa tarde, pasé por
la casa de abuela, preparé un café y leí varios
capítulos de Over.

Luego salí a buscar a los muchachos, me pre-


guntaron que si no sabía la noticia del día. Un
comando, dijo, Carlos mantenía a rayas a todo
el ejército de Balaguer en la capital. La cosa se
estaba poniendo buena. Pronto al mariquita lo
iban a echar del poder. Escuché, no dije nada
porque nada sabía decir. Pero regresé a casa
de la abuela y puse el radio Sharp azulito en
sintonía. Se escucharon los tiros. Los periodis-
tas competían con Lilín Díaz, narraban los
acontecimientos como un partido de béisbol.

Al día siguiente, salieron en El Nacional las


fotos de los jóvenes que heroicamente habían
enfrentado al ejército sanguinario, a la policía,
a los helicópteros artillados que llegaron de
Puerto Rico, a todos los duros de la bolita del

Tú siempre crees que viene una guagua 27


mundo. Se habló de un tal La Chuta y un
Amaury Germán Aristy. Tipos que salieron de
la guerra, se educaron en China y combatie-
ron con honor en la trinchera. Dicen que tum-
baron a un coronel que entró a la cueva. Que
duraron todo el día y casi toda la noche arti-
llados, Amaury subía y bajaba con una ame-
tralladora. Y no se rendía. Y tiros por aquí y
tiros por allá.

Y Balaguer asustado. “Ay, jardinera tú que es-


t{s tan tiste. ¿Dime qué fue lo que te pasó?”
Hasta a los forasteros les había quedado muy
mal el meterse en nuestra tierra. “Yanqui,
vuelve a tu casa. Vuelve a tu casa yanqui.”
Esos días todos quisimos ser guerrilleros ur-
banos. Para darle duro a Balaguer, “el muñe-
quito de papel” y su maldita Banda Color{.

El día siguiente no hubo clases en el Liceo, pe-


ro sí en mi escuela, la Hermanos Trejo; fuimos
todos llenos de dolor y gloria porque la juven-
tud se respeta y la juventud es el camino de la

Tú siempre crees que viene una guagua 28


patria. Esa mañana, Pastor estaba distraído y
nosotros repasábamos la lección de historia en
el libro de Núñez Molina; aquella maestra que
siempre lo sacaba de sus deberes, vino a la
puerta, coqueta, bella, y lo llamó: “¡Pas-
toooor!” Mientras hacía ciertos movimientos
que no podíamos descifrar. Y él se echó el ca-
bello negro hacia un lado y salió a hablar con
ella. Entonces aprovechamos para dejar los
útiles escolares. Margarito vigilaba. Y nos pu-
simos a escenificar golpes y patadas a lo Kung
Fu y a representar la escena de los guardias de
Balaguer muertos por los jóvenes revolucio-
narios.

Nuestra lucha llegaba a su fin cuando una pa-


tada alcanzaba a alguien o un dedo se metía
en el ojo de otro y llegaba la voz de alarma:
que ya viene el profesor, y todos salíamos co-
rriendo hasta alcanzar los pupitres y quedar
en un mutis que el profesor mismo no creía. Y
entonces, sacaba la correa, lisa, pequeña, a la
moda, que corría quinientos kilómetros por

Tú siempre crees que viene una guagua 29


hora entre los tirantes de poliéster, e iba de-
jando ronchas y marcas en nuestros cuerpos;
pero habíamos desafiado la autoridad y a Ba-
laguer y a los guardias de quienes nos mofá-
bamos.

Por la tarde salíamos de la escuela en bandas;


nos tirábamos gajos de china. Nos hacíamos
maldades lanzando cadillos y lagartos a las
muchachas y así atravesábamos las calles y
doblábamos las esquinas, con libros viejos
comprados de segunda mano, uniformes mal
cosidos y zapatos del año pasado. Reíamos y
gozábamos. Y nos burlábamos los unos de los
otros. Nada era extraordinario, ni los autos
modernos que nos dejaban su estela de polvo.
Ni El Cojo corriendo frente a La Brugalita, que
no cesaba de pedirle que le pagara el polvo de
la última noche.
®Derechos reservados de acuerdo a la ley. Prohibida le reproducción por cual-
quier medio.

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