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SEÑAS EN LA HOGUERA

POR

CLAUDIO MARCO

PREMIO NACIONAL DE CRÍTICA Y ENSAYO ARTE

CONTEMPORÁNEO

ENSAYO EXTENSO

MINISTERIO DE CULTURA- UNIVERSIDAD DE LOS

ANDES

CONVOCATORIA DE ESTÍMULOS 2011


SEÑAS EN LA HOGUERA

(De una conflagración en el arte contemporáneo)

“Si hay aún algo infernal y verdaderamente maldito en nuestro tiempo es la


complacencia artística con que nos detenemos en las formas, en vez de ser como
hombres condenados al suplicio del fuego, que hacen señas sobre sus hogueras.”
Antonin Artaud.

LA VIGILIA (1)

Son fotografías. Lo son en cuanto a su pertenencia al orden de la imagen que queda

registrada bajo esa tecnología que rechazó Baudelaire y vindicó Walter Benjamin. Aquí

están plasmadas sobre el vidrio. Estas fotografías también son algo más. Son un río,

muchos ríos, los ríos que tanto muerto arrastraron y aún arrastran sus corrientes. Pero no

hay cadáver, no hay cuerpo, no hay sujeto. Solamente la prenda, el objeto que lo

devuelve sin el ser y que lo convierte en una entidad de la memoria. Tuvieron vientre,

pero no tuvieron tumba. Al mirar las fotografías, la camisas de cuadros, el pantalón

blanco, la gorra azul engañan con el colorido y con la sensación acuática que los

envuelve. No delatan aún nada sombrío.

Dolente

LA VIGILIA (2)

Los Columbarios están vacíos. Los muertos, lo que quedaba de ellos: ceniza o hueso,

debieron exhumarse; exiliados del lugar de reposo vieron perturbada su posible

eternidad. El Cementerio Central quedó así disponible para los propósitos urbanos que

vetaron el uso funerario de un espacio sagrado para los dolientes, pero que estaba fuera

de lugar ante la trasformación y desarrollo de la ciudad. El abandono hizo su tarea, los

columbarios sin el ritual que los justificaban comenzaron su deterioro, botín para la

sentenciada demolición. A la muerte que allí habitaba, le vino una muerte más, ruinosa

y desolada. Entonces tanta tumba abandonada en contraste con tanto muerto sin tumba:-

desaparecidos, arrojados al río- motivaron la intervención de Beatriz González.


Dolore

AL VALIDAR UNA PREGUNTA

Un intento de dialogar con las múltiples apreciaciones acerca del Arte Contemporáneo,

incita a generar un punto de vista partiendo del clásico método de inquirir por el asunto

a saber ¿Qué nombra o qué no se nombra en la alusión a lo Contemporáneo? La

formulación de este interrogante anuncia la guía de nuestro indagar. No es de nuestro

tiempo el interés por volver al procedimiento de la pregunta esencial; al parecer ya toda

pregunta está resuelta y todo el preguntar quiere dejarse como una inquietud del pasado.

Arriesga quien pregunta, arriesga quien contesta y los conceptos alarman porque

suscitan la polémica.

Todo decir peligra y podrá argumentar, en la más inmediata respuesta, que

contemporáneo es toda producción en correspondencia con su época; contemporáneo

reúne las confluencias de un tiempo, visibles en sus trasformaciones y diferenciables de

un pasado del cual se libera, para potenciar una conciencia de temporalidad que pone

sello a lo que genera y a su vez se abre a lo por venir, le da opción y libertad, por que

no puede, ni bebe anular el futuro. Desde la comodidad de una apreciación así, las

expresiones y formulaciones respaldadas por un saber o por el obrar mismo del artista,

se disponen sobre seguro como la voluntaria que conoce el pulso de quien arroja la daga

y temeraria, desafía la nerviosidad de la mano al ejecutar mecánicamente esa acción que

ya no asombra al espectador. Ilusa conveniencia. Ocurre que este acto, pleno de

convicciones y donde el riesgo es un montaje o una escenificación libre de amenaza, es

también un camino sobre el filo de la espada.


Sin acercarnos aún a las implicaciones de la pregunta, mermemos su distancia y

desatemos algunas de las caracterizaciones de la estética contemporánea, en ellas

derivamos rasgos y matices sobre los cuales identificamos vertientes y tendencias que

ya no pertenecen a lo que antes se agrupaba como corriente; se posicionan justo en la

disolución de las fronteras para desacralizar la gran obra y dar fin a su privilegio.

Victoria esta atribuida a la proporción del objeto: la cosa, el acto o el acontecimiento se

rescatan de lo trivial para dimensionarlo en la sala de exposición. Y no solamente ahí,

pues también acaece el derrumbe de la ventaja espacial museal para darle cabida al

afuera; exterioridad que rebasa todo límite, hidra que extiende sus ramajes incluso más

allá del escenario urbano al acudir a territorios impensados para el arte. Se abre por

cierto el asombro y lo inusitado participa en un dialogo que rompe el silencio de lo que

ante nuestros ojos era elemental o preso en la obediencia de las formas. No hay ya el

dominio de una direccionalidad, ni un compromiso con los cánones impuestos por la

estética clásica, no se reconoce tampoco un modelo cultural único: cada grupo social se

expresa en culturas, diversidades, pluralidades, multiplicidades.

Quizás, en algunas décadas atrás hubo un desencuentro para entender lo

contemporáneo; discusión que presumía la autoridad crítica o el argumento del

informado frente a la decisión del artista con el lenguaje y los formatos de su obra. Un

cierto servilismo a las modas infundaron desconcierto entre quienes no se atrevían a

seguir su olfato creativo, les atormentaba el temor a quedar por fuera de las tendencias

que ilusionaron y rindieron culto a las abstracciones. Con cierta sombra vergonzante se

acomodaba lo figurativo al lado del reinado de lo conceptual. Alivio fue reencontrarse

con las nuevas dimensiones y los alcances de una obra que como la de Francis Bacon,
Wilfredo Lamn o Roberto Matta, incitaban a explorar lo que la figuración posibilita en

un contexto contemporáneo, su decisión de socavar las formas o desprender un diálogo

en los desafíos del color como acontece en las insinuaciones figurativas del pop.

Convicciones como las de Luis Caballero, Oscar Jaramillo, Germán Londoño muestran

un camino en donde la representación deja de ser inofensiva y se desentraña en su poder

conceptual, la expresión logra desmedirse en su capacidad y despliega el poder de su

decir, de su significación. La sospecha de que la obra de Santiago Cárdenas no es otra

cosa que la pintura en si misma, virtuosa en su dominio técnico pero carente de un

discurso - tan reclamado por tendencias inclinadas al puro decir- no agota empero su

brillante contemporaneidad y vale por eso, volver la mirada hacia las apuntaciones de

Martín Heidegger que discurre su meditar frente a lo grandemente trivial para dilucidar

como, el acontecimiento esencial se revela en las cosas mismas, puestas así en su ser, tal

como lo realiza Cezanne en su pintura. La realidad no es tan precaria y plasmarla

permite retomar en la figura, el más allá de las formas, los símbolos que de ella

emergen; allí aflora un universo que contiene lo que se ve o lo que requiere descifrarse

desde la reflexión, o en las alusiones con las cuales se compromete: los entornos de un

mapa espacial urbano, su geografía intima.

Toda creación hace parte del espíritu de la época, esa disposición creativa se le nombra

tal como se define un determinado período social y político, o al menos así ocurrió,

hasta que lo contemporáneo irrumpe, ya no desde una dadiva de la época, sino como

una separación del orden social y político. Lo hace, asumiendo el fin, la muerte de todo

código instaurado por la modernidad: muere ahora también el hombre, muere el reino de

la forma y muere el arte mismo. Esa tajante ruptura libra al arte de cualquier fidelidad,
incluso le libera de escuelas, movimientos, tendencias y lo pone ante la tarea de

resolver la necesidad estética desde las respuestas- que pueden prescindir de cualquier

pregunta- descubiertas desde la confrontación- ya no inspiración- entre el ser que es y

la obra que concibe en un contexto en el cual lo contemporáneo – que es todo y es nada-

demanda un hecho artístico, tan perdurable o tan efímero, según la intencionalidad y el

motivo de la labor creadora.

Hay acuerdo en definir el arte contemporáneo en un momento temporal e histórico -

pues se está inmerso en su movimiento- que apropia, asume y da realidad a un hecho

artístico; comparte una significación, inserta un lenguaje y dialoga, combate o confronta

al destinatario de la obra: persona, grupo, comunidad, región; salón, barrio, museo. No

necesariamente hay un sujeto. No necesariamente hay un objeto. Hay la fusión de

sujeto-objeto, la muerte del primero, la destrucción del segundo, para posibilitar un acto

mediador.

Lo contemporáneo democratiza el misterio que acuna toda obra de arte y lo lleva a

extremos que suprimen nuestro miedo a lo sublime; hace posible la cercanía y esa

aproximación- que al igual es tan insondable como toda lejanía- nos enfrenta al hecho

artístico, a su presencia desafiante. El reto que nos exige nos incita a decodificarlo y

motiva nuestro esfuerzo para aceptarlo allí dónde ha sido redimensionado, más allá de

su ámbito habitual: en la ligera invasión a los espacios antes reservados para lo

intocable. En esta acordada burla del espacio o en el arrojo al caos del afuera, aparece,

en los elementos que la conforman, el perfil amable de la obra contemporánea.

Sin la tiranía de los fundamentalismos, sin la obligante dirección hegemónica de valorar


desde la apreciación racional el hecho artístico, se nos hace éste más cercano y el toque

que hace a la cotidianidad otorga su secreto, cualidad de la cual sigue gozando la obra

artística en la actualidad. Se está en cierto modo frente a un goce, a un asunto tangible

que nos pertenece; no se requiere ni se exige la adquisición de un saber, se llama más

bien a los saberes que por naturaleza tiene cada individuo para estimular su

disponibilidad , para enfrentar lo que allí está como un posible relato-¿metarelato?- que

extiende su continuidad en el otro y dinamiza su percepción. No digamos se apunta,

según señala el dedo, sino que se abre el elemento comunicativo en donde no hay una

totalización de la realidad, sino un encuentro de percepciones, alteraciones, citas de esa

realidad que se deja aprehender y se trasforma mediante la práctica artística.

Y el espectador importa, y mucho. La obra contemporánea no es cómplice de la

intimidad, soledad o dolor de su creador; se valida en el otro, él forma parte de ese

universo que se desprende del hecho artístico, cuyo propósito, está basado en el

explorar, y es esa la dimensión que enfatiza las denominadas prácticas artísticas,

exploración que continúa frente al efecto del espectador, ante él lo puesto en escena

interactúa, preguntándose, preguntándonos o preguntándole. Las respuestas vendrán de

parte y parte. Lo circunstancial y su destino efímero, obligan a apropiarse de esa

aparición instantánea. Todo está ahí. Nada está ahí. El registro es la arqueología

temprana, la evidencia, pero la huella la ha trasegado inicialmente quien participó, se

formó o medió en la construcción de la obra y luego, quien se expone a su

intencionalidad o reflexión.

Todo lo anterior no debe llevar a esa confusión dónde presuntamente aparece una

dificultad para diferenciar el hecho artístico - decididamente sometido al examen de


quien lo concibe- de la llana realidad; la nuestra que aquí y allá sostiene numerosas

puestas en escena, similares a aquellas que lograron derribar la formalidad museal

tomada por la sociedad moderna. Esa pródiga cotidianidad no puede generar el

malentendido de trastocar la conciencia que implica el acto creador- en el acontece

todavía una experiencia: la exploración como plataforma de un proceso que ha de negar

o afirmar un valor estético- con su exigencia de mantener una actitud de irrenunciable,

búsqueda cuyo hallazgo resuelve el destino de la obra, no equiparable por esto mismo

con el espontáneo despliegue de ese sinfín de fragmentos rutinarios que encontramos a

diario: semáforos en donde se disputa la sobrevivencia bajo los despliegues acrobáticos;

plazas de ciudad que son ágoras de discusiones sin resolución; escenificaciones de

nuestra ruina moral que se ritualizan semanalmente en las incoherencias de un travesti o

en la anacrónica fidelidad de un pareja de teatreros que amenaza con la versión casera

de la Naranja Mecánica.

Lo artístico es una incisión, extracción más bien a la mutante torre de Babel que detiene,

congela, evidencia, una manifestación de las múltiples realidades puestas bajo el efecto

de una reflexión; en ella, la atrevida incursión o incluso el distanciamiento, funda un

hecho que se instala o bien una realidad propia o bien un llamado de atención que nos

desafía y provoca. He aquí lo que tienen de novedosos, muchos de los lenguajes

artísticos contemporáneos, nos incluyen, no cómo sujetos, ni cómo objetos,

concepciones ya rebasadas, sino como señales que rotan en sus múltiples

interpretaciones. Y estamos ahí como en la imagen que describió Antonin Artaud para

dar cuenta de la muerte de las formas y dar mejor prioridad a las señales.
LA VIGILIA (3)

Al enterarse el espectador de lo que se trata: son las prendas de desaparecidos, de

personas que arrojaron al río; son los recuerdos de quienes el río nunca devolvió-. Una

bofetada le devuelve a la realidad y la realidad le reclama una postura; no la simple

conmoción de la tragedia que cada objeto relata. El hombre al cual pertenece cada

objeto, más bien su ausencia, demanda el por qué aceptamos tanta inhumanidad. A la

sala entran y salen los pueblerinos; los que han quedado y sobrevivido, los que partieron

y volvieron, los que huyeron y a pesar de la amenaza o lo perdido, retornan. No sólo son

los habitantes de Granada, municipio en donde se realiza la exposición de Erika Diettes,

vienen también de Marinilla, de la Unión, de Santuario, de San Luis; algunos de quienes

asisten son padres, madres, cónyuge, hijo, hermana, amigo de quien está representado

en ese objeto que no es retrato sino recuerdo que guarda la memoria.

Dolore

LA VIGILIA (4)

La iconografía de los cargueros del siglo XIX, el trasporte centrado en el cuerpo como

medio, fuerza y voluntad; el oficio de cargar y ser cargador con las literas y silletas,

vuelven en la serie de grabados que, ahora los representa trasportando los miles de

cadáveres de quienes han sufrido la descarnada violencia de un conflicto ensañado en la

supresión del otro. En la simbología allí implícita, los cargadores recogen a los muertos

no encontrados y los llevan a los 8957 nichos vacíos que, en otros tiempos, alojaron

cuerpos y en esta metáfora da hospitalidad a las auras, a su huella inmaterial, a su

permanencia en el recuerdo de algún doliente que lamenta la pérdida.

Dolente
ENTRE LAS SEÑAS

Precisamos ahora un referente para rastrear las apariciones del arte contemporáneo.

Inevitable acudir al Salón Nacional, a algunos de su momentos más definitorios, a su

legado y respuesta con nuestro acontecer histórico. Aún respira cerca a nuestro oído los

ecos de la ultima versión, en número la 42; algo de los efectos de su discusión nos pisan

los talones. De ayer casi, fue el despliegue que lo anunciaba como el mayor evento

cultural de la nación; lo proclaman así los comunicados de prensa que subrayaron,

además de su permanencia y vigencia, su efecto trasformador, haciendo alarde de la

concepción contemporánea que lo caracteriza y del desprendimiento de poner su

organización en manos de un colectivo artístico Mal de ojo.

Independientemente, a solas, a secas; Independientemente, no independencia; así se

pregonó el matiz que puso nombre a la orientación y donde se puede intuir una alusión

al desboque de la malograda libertad o, en un mejor sentido, a lo independientemente

que puede, o debe ser, el conjunto y el resultado del transitar de los procesos de

curadoría que, en las regiones, convocaron una lectura sobre los comportamientos y

trazos culturales; acuerdo en cuyo consenso se reta el ingenio de los artistas para

resolver temáticas que deben verterse a una propuesta estética, quizás incómodas,

difíciles, altamente reflexivas o responsables de un decir que otros saberes, diferentes al

del arte, discurren con eficaz dominio: la macroeconomía o la geopolítica; o los

discernimientos antropológicos en torno al ser y al cuerpo; o tareas de responsabilidad

vital como la reconstrucción de los legados de la memoria; o las contradicciones y

autocríticas frente a que es eso de ser curador y hacer curaduría. Todo este despliegue

de contemporaneidad generó a su vez una cierta acusación de invisibilidad, polémica


cómo tantas otras no ajena a la historia del Salón Nacional.

Inmerso siempre en la controversia, el primer Salón es una muestra de círculo, de ese

arte que se abrió paso conservando una postura estética autoprotegida ante los asaltos de

la modernidad; no en vano arrastró la discutida exclusión de la obra de Débora Arango:

la representación de esas figuras que se distorsionaban para dejar emerger una crítica

ocre que desacralizaba y anunciaba la catástrofe por venir, contenían demasiada libertad

para un medio, cuyo nerviosismo acogía solamente la grandilocuencia del arte, de un

arte ascendente en la escala de valores regida por un pasado acaso ya raído y fuera de

lugar.

La espera dejó puesta la deuda y sólo en la década del cincuenta, con el aporte de

jóvenes artistas, empiezan los asomos de contemporaneidad: Enrique Grau, Pedro

Alcántara, Eduardo Ramirez Villamizar, Fernando Botero. Presencias cruciales que

nutren el impulso para abrir el espacio a quienes osan ponerse al día con los pasos, ya

aventajados, de las corrientes mundiales contemporáneas. Tensa decisión que se

enfrentó a las tradiciones decorativas impuestas desde la autoridad de artistas, que ya

habían hecho historia, escandalizados ahora ante las precipitadas provocaciones que

daban muerte a sus inmodificables visiones.

Los vientos eran favorables para las rupturas, el ambiente auguraba el desocultamiento

y una cierta idealidad dominaba los desafíos estéticos que chocaron con la custodia

oficial del Salón, resistente al abandono de la cautela estatal; guardián de un orden que

no permitiría quebrar la urna de cristal en la cual pretendió encerrarse, durante esa

calma chicha, entregada a la desmemoria de la reciente violencia partidista. Era preciso


exorcizar las revueltas estéticas, en ellas podía intuirse que iban tras los pasos de la

fiebre de revoluciones, seductoras del ímpetu juvenil de los sesenta. Lo que arrastró de

frustrante esta actitud política, que se amparó bajo una entronización del Salón, incidió

en las aperturas que nutrieron las Bienales de Arte de Coltejer en Medellín.

La entusiasta apertura de la Bienal nace con la convicción de mostrar el más allá de una

modernidad con pasos de cangrejo; en sus visos de retroceso aparecían los temores ante

los rompimientos que clamaban y pedían espacio en un contexto tenebrosamente

silencioso. Impacto y novedad, no sólo en las obras de los artistas internacionales

invitados, sino en aquellos artistas colombianos que encarnaban las expresiones de una

contemporaneidad. Nombres que inauguraron los asomos de modernidad en el Salón

Nacional: Botero, Alcántara, acudieron allí para encontrarse con un aire más liviano en

la liberal actitud de la convocatoria de la Bienal, invitación que irrumpe en una ciudad

cerrada culturalmente e inexperta en la divulgación artística, pero que fraccionó el

cristal y dejó correr una tolerancia inesperada para dar paso a una libertad candente que

tocó, con sutil irreverencia, íconos de su cultura: El Gardel en llamas, la Piedra del

Peñol intervenida con una gramática monumental. Con el tardío nombre de Cámara de

Amor - obra hito, incompleta en el envió y en cierto modo dispersa en la memoria de las

nuevas generaciones- Caballero, un joven de 24 años, obtuvo el premio de la I Bienal

de Arte con una propuesta que, sin temor a recurrir a la figuración, conjura la dictadura

dimensional mediante el montaje y la disposición de los 13 paneles de la obra, acertada

conjugación entre el acto de contemplar y la experiencia espacial del espectador.

Las Bienales de Arte de Medellín propiciaron la cita y la confluencia de complicidades

que fortalecieron allí sus cimientos, luego, esos nombres responderían, desde la
continuidad de su obra, por la consolidación de un arte con una identidad reconocible y

que configuraba un panorama vital del arte colombiano: Darío Morales, Oscar Muñoz,

Felix Ángel, María de la Paz Jaramillo o Luis Caballero.

El pulso para confrontar la trasformación y el alcance de contemporaneidad acontecía

en medio de lo que suscitaban el Salón Nacional, las Bienales- Col tejer y Artes

gráficas- y otras Salas y Salones que fortalecieron la intencionalidad de novedosas

concepciones y temerarias propuestas, inciertas frente a un medio ciertamente sumido

en el letargo, carente de los territorios propicios para exhibir el fragor creativo y a quien

correspondía entregar un arte que, diera cuenta de nuestro ser colectivo y poner en el

escenario nacional, a los exponentes de esa contemporaneidad, la que aún no era, la que

debía ser: la búsqueda y el encuentro, ejercicios y necesidades expositivas que llevaron

a la creación de espacialidades propias para las nuevas alternativas estéticas: el Museo

de Arte Moderno.

No ha de obviarse cierta incomodidad en aquella conciencia temprana, desde la cual,

abundaron intentos de validar lo que el tiempo ya estaba dejando atrás en Europa o

Norteamérica y aquí se hacían como réplica, eco; postura motivada por el afán de

novedad de algunos artistas. Sin embargo entre lo uno y lo otro, se forjaban las rutas

que emprendieron creadores- hoy esenciales en la caracterización y expresión de la

estética contemporánea- al encuentro con los lenguajes, formatos y los temas de una arte

que se propuso definir su identidad y responder a la temporalidad que le reclamaba. Así

entre revisiones y cruzamientos se cumplió la labor de evidenciar el aprendizaje, el

riesgo, el valor y la construcción de lo que Marta Traba reclamaría al arte colombiano,

al menos en lo que tiene que ver con su espíritu descifrable y confrontador frente a la
realidad.

Los tiempos cambian y nos cambia. Y así mientras la historia va sin la prisa que el

vértigo del pensamiento exige, nuestra escena local saltó de la magnanimidad de los

Salones Nacionales iniciales, con los vetos que imponía un poder celoso de las

expresiones de la inteligencia, hasta la incursión regional. El Salón acoge sus

mutaciones, las lecciones golpean y el aprendizaje obliga a mirar y a reconocer la

opción de otros espacios.

Al finalizar la década de los setenta, su dinámica, incluye las muestras previas

regionales que van dando forma al Salón Central, produciendo un horizonte más

participativo y en él un efecto de circulación, mayor acceso y amplia convocatoria. Para

llegar a esta visión del Salón, muchas corrientes diversas atravesaron el río; en el curso

de los años se vio cercado por manifestaciones que le desafiaban desde una

contemporaneidad más atrevida- las Bienales y los salones ya aludidos- pero además se

sintió cuestionado por lo que externamente provocaron algunos artistas quienes, en

virtud de la coherencia de su obra, generaban más ruido que el conjunto de las obras que

entraban y salían de los Salones en cumplimiento de un ritual que se consumía en si

mismo.

El gran paso fue ciertamente su aceptación de trasteo, no bastaba la inclusión de los

salones regionales, era preciso moverse para librarse de su ostracismo y la concha se

guardó en el ático cuando, en un total gesto de desprendimiento con respecto a su

centralidad, alojó en el desalado aeropuerto Olaya Herrera de Medellín el XXXII Salón

nacional año 1987. Crucial evolución que altera su historia y modifica su quietud para
propiciar su errancia y en ella las cercanías posibles.

Tal democratización tiene también sus debilidades, se es de alguna manera un blanco

visible y vulnerable ante la inacabable critica de críticos, creadores y espectadores,

sumada a decisiones políticas tomadas unilateralmente. Todo esto desemboca en sus

necesidades de redefinición, las mismas que le permiten su permanencia, al lograr

mantener una práctica de autoexamen para superar las agonías que siempre saben

volver, o incluso para tentarse por la posibilidad de auto aniquilarse. Al menos esa fue

la sospecha de un acto confeso, que se desata al acudir a la consabida retrospectiva de

ganadores. También se tambalea, arrastrando la amenaza de desaparición, cuando debe

afrontar la controversia y las centenares voces que protestan ante el inesperado cambio

de guión en los criterios de selección: los artistas y las obras escogidas, vieron llegar y

montar, en la versión 36 de 1996, el grupo de 40 invitados, artistas de reconocida

trayectoria exentos de competición; decisión que altera los ánimos y provoca la

indignación de uno de los invitados, Antonio Caro, quien rechaza el llamamiento y

hace voz con otras numerosas voces que escribieron su descontento. Turbia felicidad del

acto inconforme.

Al entrar a la última década del siglo y al iniciar el nuevo siglo, se está innegablemente

ante una significación de temporalidad que recoge lo logrado y abre curiosas

expectativas. En un periodo así resurge, entre las pugnas o las reconciliaciones

generacionales, la inevitable pregunta sobre la misión cumplida, el interrogante de lo

que depara un porvenir que puede sumar todos los actos creativos de un milenio y a su

vez traspasar un siglo que trampeaba con su imagen global y agredía la filosofía social

en el salvaje culto a la riqueza, mientras que en lo local la historia finalizaba siglo y


milenio con un conflicto vivo que sumaba y daba cabida a una sangrienta estela de

supresión del otro.

Interesa resaltar la mirada, que el proyecto investigativo y curatorial Pentágono, puso

como retrospectiva y perspectiva del arte contemporáneo en el cenit ilusorio del año

2000; valido examen en cuanto a las dilucidaciones que se derivaron de los hallazgos y

la experiencia de las cinco exposiciones cuya itinerancia aunó investigación y

percepción abordando asuntos de revisión, vigencia y posibilidad. La novedad que trae

este esquema de la acción expositiva se basa en la suerte que corre el curador, su perfil -

no ya de autoridad o experto- se pluraliza hacia una actitud de acompañamiento;

renuncia a las decisiones unilaterales que ahora son mano extendida, debate consensual

del cual se desprende el criterio y da forma a los contenidos para generar confianza a un

proceso en el cual artistas, obras y espectadores visibilizan su responsabilidad en la

aparición de la práctica artística.

El papel del espectador experimenta a su vez las modificaciones que, en el tiempo y en

los periodos aquí aludidos, implicaron la participación del sujeto expuesto a la obra de

arte o ante lo que hoy la refleja o la contiene: la práctica artística. No ha de negarse el

protagonismo del sujeto en el destino de la obra, incluso desde la aparición del primer

Salón, y así lo pretendía el agitado ministro de educación Jorge Eliecer Gaitán, que

añoraba un despertar de fervor popular frente al arte y convocaba a la sensibilidad de un

pueblo que experimentaba desde su dolor la idealidad de la belleza, y con ello

evidenciar, además de la obra y al obrador, al espectador ideal posible.

El espectador pasivo es hoy una figura lejana, se pierde en un paisaje borroso donde la
contemplación mina su poder e involucra y reclama la inserción del grupo, de la

comunidad actuante en la obra y mediadora del artista. Se valida así la permisión de la

presencia, el contacto, la incursión en el proceso que suprime la pura contemplación

para devolver el origen y el lugar oculto en el cual antes no podía estar. El Encuentro

MDE 2007 es un buen espejo de las implicaciones de un proyecto expositivo que

involucran a toda una ciudad, escenario que se riega y disemina por sus múltiples

espacialidades. La sala del museo o el salón comunal se brindan hospitalarias y acogen

la dinámica que se extiende en un período de tiempo en el que acontece un proceso, se

prioriza la experiencia y se da vida a un transcurrir, que si bien ha de llevar a un

resultado, no es el objetivo esencial; lo es sí la puesta de un diálogo en el cual la

convergencia de todas las expresiones posibles: creaciones y cotidianidades, y todos los

actores: artistas y comunidad, dan forma a un hecho, a una práctica, a un acto que

consolida los alcances y las apropiaciones de la estética contemporánea.

Esta visión a saltos de segmentos temporales y alusiones al Salón Nacional, o a las

Bienales, Salas o Encuentros, dan cuenta de un cruce de enfoques; en ellos es factible

adivinar una lectura de esa apuesta, sin azar, sobre las direcciones del arte colombiano y

hacia el encuentro de su ser contemporáneo. Este seguimiento se nos revela, con sus

yerros y aciertos, en el legado de nuestras expresiones estéticas, su vigencia o no, puede

validarse desde la pregunta inicial de esta reflexión, pregunta que antes de llegar a una

respuesta se obliga a indagar, en nuestro comportamiento cultural, si históricamente,

nosotros, actores y espectadores de nuestra realidad, somos consecuentes con una

actitud contemporánea.

LA VIGILIA (5)
Con la malicia de la guerra, hombres armados entran por las calles que desembocan al

centro del pueblo, a la plaza indefensa. Lo han hecho numerosas veces. Por esas mismas

calles, con el dolor de la pérdida, hombres, mujeres y niños, entran en esta noche

portando velas, cuya luz desanda y conjura la infamia de la toma. El silencio da grito a

las llamas de las velas. Invaden ordenadamente la sala de exposición y en un gesto

espontáneo ponen, al frente de las fotografías, la vela que no hace el milagro de darle

cuerpo a los objetos que en los paneles y en esa oquedad delatan la ausencia.

Dolente, dolore.

LA VIGILIA 6

El símil del mármol da consistencia a la lápida, no hay un texto que de cuenta del

epitafio, esta función la cumplen las ocho imágenes grabadas que se instalan creando un

cierto relato en torno a los muertos que rescatan la labor del carguero. La concepción

ha sido respetuosa y el proceso ha sido riguroso: los materiales han de estar a la

intemperie y resistir por lo menos dos años, tiempo suficiente para recuperar el sentido

ceremonial y permitirle al otro, a quien ha perdido a los suyos, darle nombre y sitio a

quien nunca pudo volver.

Dolente, dolore.

ENTRE LA HOGUERA

Los intervalos narrativos o descriptivos de las obras Rio Abajo de Erika Diettes y Auras

Anónimas de Beatriz González coinciden con un elemento que nos alarma: la

desaparición del sujeto. Del desaparecido queda el objeto, del exhumado la aura. El
objeto devuelve, por la pertenencia, el nombre; la aura da sitio en la tumba vacía, pero

no da nombre. Terrible es también la advertencia, de que en ambas obras, la supresión

del sujeto, no es la analogía filosófica de la muerte del sujeto, es por el contrario un acto

real de aniquilación del otro.

No vemos allí la insinuante desconfiguración del hombre que asumen muchas de las

tendencias del Arte Contemporáneo, como ocurre en los Alientos de Oscar Muñoz: el

espejismo del sujeto, cuyo reflejo, desaparece por efecto de su aliento y deja que emerja

un rostro, tan efímero, como la disolución del vapor que lo figura. ¿O acaso ese sujeto

fugaz tiene la inmaterial consistencia del espectro, el fantasma, recurrente tema de

Germán Londoño, el no sujeto- desprovisto de su ser, insinuante forma de una realidad

perdida?

!No¡ Ni inmaterial, ni aliento. Desafortunadamente Río Abajo y Auras Anónimas nos

enfrentan a la aceptación de no encontrar la figura humana en la prenda sin dueño o en

la tumba vacía. Lo que en la reflexión filosófica: anulación del sujeto o desaparición del

otro, es una interpretación cultural, cita política o juego poético, aquí en nuestro

contexto social y cultural es una devastadora realidad, una cita textual que acusa y

reclama la ausencia del ser que ya no es.

Ante el sentimiento que despierta contemplar estas- que como tantas otras obras

manifiestan el desconcierto ante un sombrío panorama que no absuelve nuestras

actitudes- duele concluir que no es la nuestra una sociedad contemporánea, carece de

los logros del espíritu- concepto ciertamente decimonónico y alentado por un Hegel que

aún no está enterrado- que la pongan en dialogo consigo misma y frente a la conciencia

de su colectivo social, de tal manera que, asuma para si, la valoración de su realidad y la
conservación de su integridad.

Ante los hechos que retratan la inhumanidad del conflicto, se delata la aceptación de

quienes indiferentes pasan la pagina que nos delata, se acepta la impunidad y se olvida

el pacto que todo presente tiene con la memoria. La indolencia nos margina del rasgo de

contemporaneidad que se supone debe haber alcanzado el mundo moderno, aquel que se

erigió desde la proclamación de los derechos humanos. Este inmenso paso no es un

logro exclusivamente político, es así mismo un paso estético que arrastra una larga

estela de creaciones, ellas exaltan la soberanía del individuo y entregan al artista una

enorme responsabilidad moral por el aporte que, debe, y puede hacer en la construcción

de una sensibilidad que autorice nuestra pertenencia a la modernidad. Toca dejar el

nerviosismo de un debate, sacrificando el elogio de haber logrado una estética, para

reclamar esa personalidad moderna aún no lograda.

Mientras tanto, de espaldas a los alcances que la creación ha tenido, nuestra estructura

social marcha en despedida, retrocede en su derecho, en su contemporaneidad y se

devuelve, arrastrada por la corrientes que la llevan Río Abajo. No tendrá tampoco, el

consuelo de una tumba que conserve su luminosidad. No quedarán, después de la

conflagración, ni las señas tras la consumación de la hoguera.


BIBLOGRAFÍA

En la consulta historiográfica:

Traba Marta, Martha, Seis Artistas Contemporáneos en Colombia. Editorial Antares.


Bogotá.1963.

Barney Cabrera, Eugenio, Temas para la Historia del Arte en Colombia. Divulgación
cultural, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1970

Traba, Martha, Historia abierta del arte colombiano. Museo La Tertulia, Cali, 1974

Angel Félix, Nosotros, Museo el Castillo, 1976

Jaramillo Agudelo Darío, El arte colombiano, una historia contada con la colección del
Banco de la República, Ed Banco de la República, 1977.

Medina, Álvaro, Procesos del Arte en Colombia. Colcultura, Bogotá, 1978.

Rubiano Caballero Germán. "Arte colombiano (1920-1980). Ed. Arte moderno en


America Latina. Madrid, Taúrus; 1985.

Serrano Eduardo. Cien Años de Arte en Colombia". En Nueva historia de Colombia:


VOL. VI. Museo de Arte Moderno, Bogotá; Villegas Editores, 1985.

Gil Tovar Francisco. El arte colombiano. Bogotá, Plaza y Janés Editores; 1985.

V Bienal Americana de Artes Gráficas. Museo de Arte Moderno La Tertulia, Cali,


octubre de 1986. s. p.

Gil Tovar Francisco. Colombia en las Artes. Biblioteca familiar presidencia de la


República. Bogotá 1997.

En el rastreo del Salón Nacional:

Luis Vidales: I Salón Anual de Artista Colombianos. Revista de las Indias, Bogotá
1940.

Catalogo del XI Salón Anual de Artistas colombianos. Ministerio de Educación.


Bogotá.1958.

Calderón Scharader Camilo, ed.50 Años Salón Nacional de Artistas. Bogotá, Instituto
Colombiano de Cultura, 1990.

36 SALÓN NACIONAL DE ARTISTAS Bogotá 1996 Instituto Colombiano de


Cultura.

37 SALÓN NACIONAL DE ARTISTAS Bogotá 1998 Por: Ministerio de Cultura


38 Salón Nacional de Artistas. Cartagena. 2001. Ministerio de Cultura.
39 SALÓN NACIONAL DE ARTISTAS Bogotá 2004 Por: Ministerio de Cultura
En el sustento filosófico y conceptual está la lectura de

Roca José Ignacio La monumentación museal, en: POST Reflexiones sobre el último
Salón Nacional, Bogotá, Ministerio de Cultura, Artes Visuales, febrero de 1999

De especial utilidad la publicación en PDF de:

INVESTIGACIONES SOBRE ARTE CONTEMPORÁNEO EN COLOMBIA-


PROYECTO PENTÁGONO 2000 Por: Miguel Rojas Sotelo, Juan Fernando Herrán,
Consuelo Pabón, Jaime Cerón, Humberto Junca, María A. Iovino Moscarella, Javier Gil
y María Claudia Parias.

X SALONES REGIONALES DE ARTISTAS 2004 Por: Ministerio de Cultura.


Proyecto pedagógico 41 Salón Nacional de Artistas Cali 2009
Por: Florencia Mora, Maria del Pilar Verge,l Luz Adriana López, Hernán Casas, Ernesto
Ordóñez, Braulio Lucumí, Javier Gil, Gonzalo González .

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