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Silvina Perugino

Tortita de manteca

Colección
Narrativa y poesía

Buenos Aires, 2010

SILVINA PERUGINO 5
Tortita de manteca. - 1a ed. - Buenos Aires : El Colectivo, 2010.
Silvina Perugino
104 p. ; 14x20 cm. - (Narrativa y poesía; 4)
ISBN 978-987-1497-25-6
1. Feminismo. 2. Narrativa. 3. Título.

Fecha de catalogación: 23/02/2010

Diseño de tapa: Florencia Vespignani


Diseño interior: Fernando Stratta

Editorial El Colectivo
www.editorialelcolectivo.org
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Agradecimientos

Este trabajo consta de diez cuentos escritos durante el año 2007, y co-
rregidos incansablemente hasta estos días. Los lugares de vida de estos
personajes fueron recreados en el taller –no diría de escritura, diría en
el cálido taller de “Cómo amar a los personajes”, a las personas de estos
cuentos– que compartí con el maestro Dalmiro Sáenz durante todo ese
año, a quien agradezco sinceramente.
También es riguroso agradecer a familiares, amigos y amigas que por
instantes me han hecho creer que vale la pena sentarme a escribir una
y otra vez.
A las autoridades y empleados/as del Fondo Nacional de las Artes, sin
cuyo trabajo y préstamo esta edición no hubiera sido posible.
A la editorial El colectivo por el respeto con que han tratado a los
cuentos y el trabajo que desplegaron en esta edición.
A Carmen Perugino por contar estos cuentos.
Agradecer por último a César Zubelet, sin cuyo aliento, este sueño
hubiera quedado en el olvido.

Silvina Perugino
La Plata, febrero de 2010

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8 TORTITA DE MANTECA
Índice

Las Marías 13

Las almas olvidadas 23

Pajuerana 27

La Pocha de Bernal 33

Violeta intensa 59

Cristina de los recuerdos 51

Elizabeth de las tijeras 67

Ella 81

Pestañas postizas 87

La de los sueños 95

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10 TORTITA DE MANTECA
A Jerónima Ledesma

A Norma Bracamonte

A Claudia Perugino

A Carla Zimerman

A todas las mujeres de mi vida

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Las Marías

L a primera vez que vi a María de los Ángeles Alonso fue en una


nota en la revista Nosotras en marzo de mil novecientos sesenta
y tres, faltando tres meses para que diera a luz; recuerdo el titular de
la noticia que decía: “En tres meses la familia Alonso Iriarte recibirá
a su séptimo hijo”. Nunca entendí esa afirmación teniendo en cuenta
que la estadística familiar se inclinaba ciertamente por las féminas, en
fin. Desde allí cobraron cierta fama, hacía nada menos que diecisiete
años trataban de engendrar al machito, como decía José Luis Iriarte, el
esposo de María.
¿Que por qué aceptó hacer la nota? Fue por los pocos pesos que le
pagaron y la necesidad que tenían... a ella no le gustaba la exposición,
ni la propia, ni de su marido y mucho menos de sus hijas, pero como era
una fotito ni muy grande ni muy chica, y algunas preguntitas –así le dijo
el periodista–, aceptó. Jamás se imaginó la repercusión que esa notita
–como decía ella– iba a tener. En algún punto les convino la fama: em-
pezaron con ese pago, que no fue gran cosa, pero algo es algo. Después,
de ahí nomás vino la nota en el diario Hoy por Hoy y en esa ocasión el
periodista convino con la fábrica de pañales Abracitos, para sacar una
publicidad en la misma página de la nota a cambio del compromiso
por parte de la empresa de donar a la familia, si nacía el varón, pañales
por cuatro años para el cuidado de Josecito Juniors. Así lo nombraban,
increíble. Recuerdo que ese diario lo compré, la publicidad no era muy

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ingeniosa: “Abracitos al cuidado de su niñito”, ese era el lema oficial; y
agregaban: “toda la fuerza para que venga Josecito”. Ese día, se convir-
tió en una causa nacional.
La ola de notas periodísticas fue incontenible, fueron tapa de Amas de
Casa, Fachas, Los semejantes, La casera, y qué se yo de cuántas revis-
tas más. Y ahí llegaron los beneficios, la marca de chupetes Chupetito
les ofreció cien chupetes para Josecito, bueno, no te quiero mentir, pero
en la radio un mes antes del nacimiento, esa era la publicidad oficial,
“Chupetito, cien chupetes esperando a Josecito”, como ese ejemplo te
puedo dar mil. Así las cosas, un mes antes del nacimiento tenían todo
arreglado: ropa, libros de cuentos, leche, comida, golosinas, zapatillas,
hasta la educación... acá tenían para elegir; el municipio les había ofre-
cido una beca completa de libros y materiales para la escuela primaria
y secundaria en caso de realizarla en un establecimiento público; por
otra parte el Colegio San César, de la iglesia ortodoxa creo que era, o
algo así, dijo en palabras de su director, un cura que no me acuerdo el
nombre... esperate que lo leo, no te quiero mentir... “debido a tal acto de
entrega de este matrimonio unido al amparo de la santa cruz, que pese a
las adversidades sigue el camino marcado por nuestro santo cristo y no
resigna la búsqueda del hombre que dará continuidad al tronco funda-
dor de la familia, es que esta institución decide dar a Josecito una beca
completa para primario y secundario...”. Yo estaba el día del anuncio, lo
anoté como pude, después lo pasé prolijo, fue todo el pueblo, al palco
lo armaron en el patio que antecede a la capilla. Allí se ubicaron los
curas, capellanes, sacerdotes, monjas, novicias, el intendente y la fami-
lia Iriarte, las mujeres almidonadas de punta en blanco, las seis chicas
con un idéntico moño en la cabeza, la más grande ya tenía diecisiete
años, la más pequeña todavía era beba, todas de vestidos blancos, con
encajes y puntillas, parecían sacadas de una película; ¡y qué anuncio!
¡El del cura! ¡Qué anuncio! Lástima que no se acordaron antes, con
las peripecias que habían vivido María y las chicas, y bueh, tarde pero
seguro, ahora tenían la vaca atada. Claro que esto era todo después del

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nacimiento, algo disfrutaron un tanto antes, algo de fama, popularidad,
y algún que otro pago de alguna que otra revista, pero cuando los pe-
riodistas se avivaron que les convenía el canje de productos a cambio
de obtener la nota, en vez de pesos para la familia, eran canjes para
Josecito, y así fue.
Y en el afán de saber si realmente vendría Josecito, el matrimonio
consultó a manosantas, brujas, parapsicólogos, adivinos, hasta un psi-
cólogo dicen que vieron, lo del psicólogo yo no lo sé, dicen... Una vez
–María me contó–, fueron a la provincia de Córdoba, viajaron quince
horas, los llevó en su auto un compañero de trabajo de José Luis, tu-
vieron que subir hasta la cumbre de una montaña donde vivía en una
casita muy humilde, de barro, una anciana conocida por sus poderes
clarividentes. Era la madrugada, golpearon las manos pero nadie salió,
decidieron entrar, la anciana los miró en silencio y luego de unos minu-
tos puso su mirada sobre la mirada de María, y le dijo:
—No hay formas de anticiparnos a nuestro destino, pero sí podemos
gestarlo.
—No entiendo —respondió María.
—En el último momento antes del alumbramiento, en el instante mis-
mo donde sientas que tu vida da inicio a otra vida, cerrá los ojos y con
tu alma y tu corazón pensá fuerte en tu deseo más íntimo, y todo va a
salir bien.
¡Y eso fue todo, tanto viaje para eso! ¡Válgame Dios! Pero por lo
menos no les cobró ni un centavo...
Y mientras no nacía Josecito, la vidas de Las Marías –así las llama-
ban en el pueblo– seguía igual que siempre. La mayor se llamaba María
Eugenia, para la época que te cuento tendría unos diecisiete años. Era
muy compañera de María, desde muy pequeña digamos desde cuando
nació su segunda hermana María Laura, comenzó a trabajar en la casa
a la par de su madre, tenía siete años y hasta sabía planchar, por eso
descuidó bastante el colegio. José Luis decía que era “dura de entende-
dero”, pero lo duro era el trabajo en la casa, más después del nacimiento

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de la tercera niña: se levantaban al amanecer, antes que José Luis sa-
liera a trabajar, le preparaban el desayuno y la vianda para el almuerzo,
también preparaban las dos mamaderas para las chiquitas, Eugenia se
encargaba de María Emilia que para ese entonces tendría unos tres años
y María se encargaba de María Laura, la recién nacida. Después del
aseo de la casa y del almuerzo Eugenia caminaba dos kilómetros hasta
el colegio, más tarde en la clase se quedaba profundamente dormida
recuperando las fuerzas para ayudar a su madre con la cena y el baño
de sus hermanas. Al otro día lo mismo, por más que el sueño la volteara
se levantaba al alba sin necesidad de escuchar ni el canto del gallo y
muchas veces era ella quien silenciosamente se acercaba en puntas de
pie, hasta la orilla de la cama de su madre y su padre y con un gesto casi
imperceptible tocaba el hombro de María avisándole que ya era hora de
levantarse. En muchas ocasiones Eugenia parecía haberse cargado casi
como un juramento la responsabilidad de sostener junto a su madre esa
casa que se caía a pedazos, y más de una vez, cuando el trabajo en la
casa con las seis niñas era incontenible y apretaba el hambre, lloraban
juntas de cansancio, de impotencia y a veces también de desamor.
María Emilia –la segunda hija– era la más graciosa de las Marías,
daba una alegría inusitada a la familia con sus ocurrencias, descansaba
de sus obligaciones mimada por Eugenia, tuvo más tiempo para imagi-
nar, imitaba personajes de su entorno y los ridiculizaba hasta el límite
de lo imposible. Una vez, cuando nació María Catalina, habían vivido
en el hospital –María y sus cinco hijas– una situación horrible. Después
del nacimiento de Catalina, cuando se encontraban en el cuarto del hos-
pital en medio del alboroto por el nacimiento, el médico que atendió a
la mujer entró en la habitación y levantando la voz, dijo:
—¡Dígame, señora, para qué trae tantos hijos al mundo si no tiene
con qué darles de comer! —y se fue dando un portazo. El alboroto y las
risas pronto fueron silencio y algún que otro sollozo y culpa, esa culpa
por ser tan pobres, tan pobres y reír y festejar a pesar de la pobreza. A
pesar de la culpa. Más tarde en la casa, Eugenia preparaba pan casero,

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Laura y Mercedes observaban a Catalina, todas tenían esa sensación de
tristeza que les quedó del hospital. Entonces Emilia apareció con un so-
lero celeste de María y un bigote inmenso tomando con sus manos dos
botellas de ginebra viejas, imitando al médico, que además se sabía que
tomaba, totalmente ebrio, tropezándose, casi cayendo, diciendo:
—¡Sheñora hip! ¡Sheñoraaaa hip! ¡Qué verrrrguenza! ¡Shheñoraaaa
hip! —causó tanta risa que María debió volver al hospital esa noche
porque se le habían soltado los puntos.
Seguía María Laura de doce años, ella era la única que le alzaba la
voz a José Luis, y se horrorizaba con esa idea fija de buscar al hermani-
to varón, y se revelaba contra ello.
María de las Mercedes, la cuarta niña, andaba por los ocho o nueve
años. Ella sufrió los arrebatos de José Luis, yo no lo sé pero dicen que
esa chica es medio bruja, porque al nacimiento de María Clara cuando
hasta los manosantas habían dicho que era varón, ella decía que iba a
ser mujer y al final fue mujer. Creer o reventar. Mirá, yo no creo en las
brujas, pero...
Las más pequeñas eran María Catalina –Cata– y María Clara –Clarita–,
las mimadas de todas, las muñecas de las demás. Recuerdo que una vez
les pregunté:
—¿Están contentas con el hermanito que va a venir?
Y me respondieron casi al unísono:
—Nosotras ya tenemos hermanitas...
También es cierto del desprecio que sufrieron esas nenas, hasta el
momento eran las dos últimas decepciones que nos llevamos en el pue-
blo esperando a Josecito y el desencanto lo terminaron pagando ellas.
Y María de los Ángeles... ella estaba un tanto cansada, claro que en
su casa la habían educado para ser una esposa fiel y una madre dedi-
cada, pero se sentía cansada, no renegaba ni maldecía, pero alguna vez
me confesó cierto cansancio, sólo eso, cansancio. No es menos cierto
que José Luis era un marido ejemplar, ese marido que cualquier mujer
desearía tener; trabajador, fiel, compañero, nunca les hizo faltar nada

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ni a María de los Ángeles ni a sus seis hijas, trabajaba de sol a sol de
lunes a sábado. Claro que los domingos se iba con Rodolfito, el chico
de enfrente, a jugar a la pelota, pero bueno, su único deseo en la vida era
tener un hijo varón... sí, era muy trabajador pero ganaba una miseria, y
también se tomaba todos los días en la cantina su buen vino, sí, sí, era
muy trabajador pero las peripecias por las que pasaba María para hacer
la comida, esas las sé yo.
Eran las tres de la tarde, del doce de junio de mil novecientos se-
senta y tres. María de los Ángeles Alonso estaba sentada en la cocina
de su casa bordando baberos que hizo con retazos de un viejo mantel,
de pronto supo que ese día daría a luz. En ese momento casi sin darse
cuenta comenzó un repaso de las anteriores veces que había pasado
por ese momento. Recordó el nacimiento de María Eugenia, recordó
el miedo que le generaba ser mamá y que no tuvo mayores complica-
ciones, pudo verla a ella tan compañera, tan madraza, tan cercana, tan
perseverante, luchando todavía por terminar la secundaria, y pensó que
tal vez Eugenia ya sería bachiller si no fuera por la familia tan numero-
sa. Tuvo la primera contracción. Y como un relámpago apareció Emilia
con sus ocurrencias, sin ella tal vez nunca hubieran sonreído en esa
casa, recordó que el día de la primer payasada de Emilia se dio cuenta
que había estado años sin sonreír, y estaba contenta de haber engendra-
do ese despilfarro de felicidad. La segunda contracción. Cuando nació
María Laura también hacía frío, y la vio con la boina que lleva puesta
desde que se la regaló la dueña de la cantina del pueblo, esa chica, con
esas ideas, tan contestataria, tan altanera, tan desafiante de José Luis,
alguna vez María de los Ángeles la habría mirado con ganas de imitar
esos actos irreverentes, diciendo lo que su madre no se animaba a decir.
La tercera contracción. María de las Mercedes, con ocho años y tan sen-
tada en su íntima convicción que nunca tendría un hermanito varón. La
cuarta contracción. María Catalina, que con apenas cuatro años, unos
días después del nacimiento de María Clara y ante la protesta a gritos de
José Luis por la incapacidad de María de engendrar hijos varones, se le

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acercó a María y le dijo: “Mamita, no impota que Caita no yea vaón”.
La quinta contracción. Clarita, la beba que ahora la mira preocupada.
María deja el bordado y hace un recorrido por la habitación...
—¡Eugenia, Laura, vengan! ¡Voy a dar a luz!
Y lentamente las Marías inician el peregrinaje al hospital. Salen a la
calle, todas, las mujeres, las niñas. Contentas, sonrientes; María Laura
avisa a su vecina de enfrente, la madre de Rodolfito, ella rápido hace
correr la noticia.
En la esquina las encuentra el auto de la municipalidad, entraron
como pudieron, ¡eran tantas! José Luis estaba trabajando, la lejanía del
trabajo haría que seguramente no estuviera en el momento del parto,
como las otras veces. Viajaron las casi treinta cuadras que las separaban
del Hospital, y María detuvo lentamente su mirada sobre ellas, sobre
cada una de ellas, responsables, alegres, visionarias, compañeras, lu-
chadoras...
—No importa si no es varón —le dijo un día María Clara.
Y se acordó de José Luis, de cómo lo había querido, de cómo lo había
dejado de querer. Recordó cuando ni siquiera quiso ver a María Clara
en la sala de parto, porque había nacido mujer. Recordó el día que le
dijo de amarse para buscar a Josecito y que ella, como las últimas ve-
ces, le había suplicado que no, que estaba cansada, que el cansancio
había penetrado en sus huesos, en su sangre, que ya le dolía mucho
ese cansancio... cómo explicarlo para que se entienda, no era falta de
amor... y que él la tomo entre sus brazos y la besó pese a ella y le dijo
que sabía que en el fondo le gustaba... y que no se podía gritar por las
nenas.... y que intentó empujarlo bien fuerte y sacárselo de encima y no
pudo... y cerrarse las piernas y tampoco... no tenía fuerzas, y José Luis
lastimaba con sus manos y sus rodillas y su cuerpo... y que después sólo
tenía ganas de llorar bastante, con el abrazo de Eugenia y de Laura y
de todas, pero había que esperar hasta el otro día, porque despertarlas,
a esa hora...
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Te estoy diciendo que llegamos!

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—Está bien.
Bajaron las Marías del auto de la Municipalidad, entraron al hospital
en medio del alboroto, estaba todo el pueblo agolpado en la puerta,
mujeres, niñas, varones, niños, alborotadas, alborotados, gritando, pi-
diendo, exigiendo, la llegada de Josecito.
—¡Fuerza Josecito!
—¡Arriba Josecito!
María de los Ángeles asentía:
—Gracias, ¡gracias! ¡Sí, pronto vendrá Josecito!
Y pasaron las Marías entre los gritos y apretujones de la gente, sor-
prendidas ante semejante bullicio, Eugenia trataba de sostener a María
y protegerla de las manos desesperadas que querían tocar su panza de
embarazada; María Emilia cargaba a Clarita entre los empujones y se
burlaba de los manifestantes, María Laura cargaba a María Catalina y
protestaba ante el griterío y María de las Mercedes que había quedado
última caminaba entre la gente lentamente arrastrando una vieja mu-
ñeca de trapo mientras les preguntaba con su voz aguda y persistente:
—¿Acaso no entienden que mi madre jamás alumbrará a un varón, ya
se los he dicho, no lo entienden?
Y entraron las Marías al hospital. Pronto las enfermeras transportaron
a María de los Ángeles a la sala de parto. Las niñas quedaron afuera,
María las observaba una junto a la otra en una fila irregular, María Emi-
lia con Clarita en brazos, María Laura con María Catalina, Eugenia casi
llegando a la puerta de la sala como queriendo entrar y María de las
Mercedes llegando última a unirse al grupo, todas en silencio mirando
cómo lentamente se cerraba la puerta de la sala. María de los Ángeles se
relajó por unos instantes, pensó en las niñas, pensó que tal vez si naciera
Josecito se terminarían los tormentos y la miseria. ¿Y si se pareciera a
José Luis? ¿Si fuera como él? Enseguida entró en la sala la médica que
la iba a asistir.
—No es el médico de siempre —pensó María. Se intercambiaron
sonrisas y comenzó el trabajo de parto.

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Y en el último momento antes del alumbramiento, en el instante mis-
mo en que sintió que su vida daba comienzo a otra vida, cerró sus gran-
des ojos negros humedecidos de amor, apretó fuerte en sus manos las
sábanas gastadas del viejo hospital, tomó una bocanada de aire y con el
deseo mas íntimo de su alma y de su corazón, pensó:
—Que sea mujer —. Y parió.

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22 TORTITA DE MANTECA
Las almas olvidadas

E sa tarde Ana Rosa Cabrales se sentía especialmente cansada por el


duro trabajo, en el triste y pobre almacén propiedad de Don Álvaro
Espinoza, un estanciero bien acomodado del vecino pueblo de Villa-
nueva, y que su padre mal administraba a duras penas, a cambio de
comida –escasa– y techo –también escaso.
Era una tarde primaveral en el olvidado pueblo de Jéppener, al nores-
te de la provincia de Belisario, allí donde la primavera cae como una
ráfaga de luz y calor insoportable atravesando como un látigo las almas
olvidadas del lugar. En el almacén, ese calor que se mezcla con el olor
de las conservas y el ruido de los viejos motores de las viejas heladeras,
y la tierra del piso y la suciedad en las mesas y las moscas y las ratas
que buscan con desesperación su alimento, provoca algo más terrible
que ganas de morirse bastante.
Todos los días Ana Rosa trabajaba en el almacén a la par de su madre.
Trabajaba hasta las cuatro de la tarde, llegada esa hora se vestía con el
único vestido que tenía, herencia de su abuela materna, tomaba sus dos
libros de novelas y se perdía hasta las postrimerías del pueblo entre
los pastizales y los árboles y las flores y los bichos bolitas y algún que
otro perro vagabundo, a comenzar, como una cita irrenunciable, sus dos
horas diarias de lectura.
Hacía cuatro años que realizaba esta ceremonia, desde los diez, cuan-
do después de la peste de sarna que azotó al pueblo allá por el año mil

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novecientos treinta y tres, y que obligó a las pocas familias aristocráti-
cas que quedaban a dejar el lugar huyendo de la peste, Enriqueta Alonso,
la dama más distinguida de Jéppener, le obsequió casi con fastidio lo
que le quedaba por obsequiar, las únicas dos novelas que tenía y que
tuvo en su vida y que jamás había leído: “La cautiva” y los “Cuentos de
las niñas de Villanueva”.
El día en que Enriqueta partió del pueblo, necesitó comprar en el
almacén reservas para el viaje. Allí se percató que, por un descuido
inexplicable, quedaban en su bolso las novelas y en un acto exasperado
las arrojó sobre el mostrador del almacén.
—Quedátelos, así aprendés a leer.
—Gracias, señora Enriqueta, tanto mi madre como yo le estaremos
muy agradecidas por su obsequio y esperamos que usted pueda ser muy
feliz en el nuevo pueblo donde...
Claro que Enriqueta no escuchó las últimas treinta palabras que pro-
nunció Ana Rosa en agradecimiento, salió corriendo, espantada no sólo
por la peste de sarna, sino también por esa pobreza tan real, tan cerca-
na, tan humana que veía en el almacén y en los ojos cansados de Ana
Rosa, que eran tan jóvenes y capaces de destilar semejante cantidad de
pobreza, por eso Enriqueta aceleró su paso saliendo de ese almacén que
nunca había pisado en su vida, y que no volvería a pisar jamás. Ana
Rosa siempre tomó el obsequio como una muestra de afecto.
De ese éxodo sólo quedaron las familias más pobretonas de Jéppener
y el edificio de la vieja iglesia abandonado a la buena de dios. Tres años
tardó el arzobispado en enviar un nuevo sacerdote.
Así, desde los diez años, Ana Rosa –que aprendió a leer con esas
novelas a instancias de su madre, quien a su vez aprendió a leer en
la iglesia cuando la época del padre Tomás, él mismo en persona, se
encargaba de evangelizar y enseñar a leer a las y los habitantes de
Jéppener– leía y releía las viejas novelas.
Esa tarde de primavera que relato, al llegar las cuatro Ana Rosa se
vistió con el único vestido que tenía, lastimado no sólo por los años,

24 TORTITA DE MANTECA
sino también por la vida, tomó los libros ajados con sus manos tristes y
partió rumbo a su ceremonia de lectura. Caminó media hora y se sentó
a la sombra del viejo álamo, y una vez sumergida quién sabe en qué
vez en las pasionales historias, escuchó a lo lejos unos pasos pesados y
gastados que se acercaban, alzó la vista y vio a la petisa y sobre ella, al
hombre que, cuando confundía su propia vida con la vida de La Cauti-
va, imaginaba raptándola y llevándola quién sabe a qué zonas apartadas
de las pampas para amarla como nadie lo haría jamás en su vida. Podía
verlo acercándose cada vez más y cada vez más cerca y así, sin decir
palabras, como los indios de la novela, con la exigencia del amor y la
autoridad de un hombre hecho para amar a una mujer, y porque además
las palabras sobraban con tanto amor y tanta entrega en esa tarde ahora
más fresca al amparo del viejo álamo y de los besos y de las caricias y
del viento que rozaba los cuerpos ahora desnudos y la mirada tranquila
del amante.
Así pasaron tardes y tardes de amor furtivo y prohibido tal vez por
los compromisos de él o la corta edad de ella o porque en realidad no
era amor o porque lo era demasiado; pero a pesar de esto y a pesar de
ellos, se amaron incesantemente. La petisa los transportaba bajo el sol
cada vez más lejos del álamo y del pueblo, para evitar las miradas in-
discretas, los transportaba y los arrojaba en los pastos y ellos parecían
muy cercanos a la felicidad.
Ana Rosa volvía puntualmente a su casa al caer la tarde, con las últi-
mas luces del día, y rápidamente se cambiaba el viejo vestido y volvía
por inercia a renunciarse a las tareas del hogar. Así pasaron sus días y
sus años. Hasta que un día Ana Rosa no volvió al caer la tarde, ni al
entrar la noche, ni al asomar el amanecer. El padre y la madre de la ado-
lescente comenzaron rápidamente la recorrida por las casas del pueblo,
pero nadie había visto ni oído nada. Corrieron a la iglesia y el padre,
que estaba preparando su partida del pueblo por la llegada del reempla-
zo, tampoco sabía del paradero de la niña. Pronto todas y todos, niños,
niñas, varones, mujeres y el cura salieron a la búsqueda de Ana Rosa,

SILVINA PERUGINO 25
caminaron entre pastizales, fueron hacia el álamo, recorrieron cada rin-
cón del pueblo y de los alrededores y volvieron entrada la madrugada a
reunirse sin noticias de la adolescente.
Las y los habitantes de Jéppener conmocionadas, conmocionados, le
solicitaron al padre Esteban que oficiara una misa para pedir a dios que
Ana Rosa apareciera pronto sana y salva. No pudo resistirse. En primer
lugar porque el transporte que venía del arzobispado y que esperaba
en la madrugada no había llegado aún a buscarlo y porque además lo
inquietó la actitud del pueblo que siempre vio tan parco y tan falto de
estímulo y de sueños y de ideales y que nunca imaginó tan conmovido
y tan luchador y creyente.
A las diez de la mañana comenzó la misa, jamás había entrado tanta
gente en la iglesia, ni siquiera cuando el padre Tomás cincuenta años
atrás había echado a correr el falso rumor de la virgen que lloraba lágri-
mas de vino tinto, sólo para sumar adeptos a la causa de dios.
La iglesia parecía no contener, por su estructura vieja, casi en ruinas,
a todo el pueblo que entraba sin detenerse para pedir por la vida de la
chica; todas y todos consternadas y consternados, muertas y muertos de
miedo, dispuestas y dispuestos a todo, al borde del llanto y la desespera-
ción. Todas y todos de pie estaban, mientras el padre Esteban pedía por
dios y maría santísima que apareciera con vida Ana Rosa Cabrales. En
ese momento se escucharon a lo lejos unos pasos pesados y gastados,
todas y todos volvieron la vista a la puerta de la iglesia y, como una
espantosa aparición, o como un milagro, entró la petisa –cuya ausencia
había pasado desapercibida ante la desaparición de Ana Rosa– arras-
trando el paso, con sus ojos tristes como humanos, cargando sobre su
lomo el cuerpo ensangrentado y sin vida de Ana Rosa Cabrales, muti-
lada por el amante horas atrás. El cuerpo que, con el último esfuerzo
antes de desplomarse de cansancio, la mula arrojó a los pies de su amo,
el padre Esteban, como un acto de amor o venganza, o simplemente
como una ofrenda.

26 TORTITA DE MANTECA
Pajuerana

C uando Pablo cruzó la mal improvisada cortina de trapo que sepa-


raba la única habitación del rancho, cuando la cruzó por anteúl-
tima vez desde la cocina hacia la habitación en la cual hacía semanas
su madre agonizaba, cuando por fin la cruzó y entró a la habitación
pudo ver como un hecho inevitable, previsible pero espantoso, que su
madre había muerto. Entonces, cruzó nuevamente la cortina, esta vez
desde la habitación hacia la cocina, y se detuvo conteniendo el llanto
ante los cuatro ojos enormes que lo miraban. No dudó. Su madre se lo
había dicho:
—Si algún día me pasa algo, te vas con tus hermanos a la casa de
Norma Álvarez allá en el pueblo, cruzando el riacho, agarrás por el
camino de ripio derechito, derechito hasta la entrada de la Villa, ahí
mismo preguntás por ella.
Eran las dos de la tarde del catorce de agosto de mil novecientos cua-
renta y cuatro, Pablo recordó las recomendaciones, tomó de su mano
derecha a Juan y de su mano izquierda a Martín, salieron del rancho y
empezaron a caminar.
Ellos vivían en el rancherío a las afueras de Villa La Victoria, con su
madre y un padre casi imaginario que Pablo había visto dos veces en su
vida y Martín una y Juan ninguna, pero que conocían casi perfectamente
gracias a las historias que mal inventaba Juana –la madre– haciéndolo un
hombre valiente, que peleaba muy lejos del rancherío en batallas contra

SILVINA PERUGINO 27
increíbles bestias para salvar al mundo del hambre, del mismo hambre
que hacía crujir sus barrigas insatisfechas mientras escuchaban asom-
bradísimos esas historias.
Villa La Victoria era un pueblo próspero de hacendados y estancieros
donde la vida era más feliz, con padres en sus casas, con puertas de ma-
dera, con madres saludables y sin apretujones de barriga. Pero ellos no
vivían en ese pueblo, ellos vivían en las afueras, bien afuera, bien hacia
afuera, allá donde podían vivir los que no eran hacendados ni estan-
cieros, ni mucamas de los hacendados y estancieros, ni esposas de los
hacendados y estancieros, ni peones de los hacendados y estancieros, ni
sirvientes de los hacendados y estancieros, ni propiedad de los hacen-
dados y estancieros, ni nada de nada de los hacendados y estancieros,
los que no eran nada, absolutamente nada, pero que en algún punto sí
eran, porque algo eran, eran los más pobres, eran más pobres que los
pobres que en el pueblo se repartían las migajas que les sobraban a los
hacendados y estancieros.
Y salieron Pablo, Martín y Juan, con sus seis, cinco y cuatro años
respectivamente, sin nada que llevar porque en ese rancho no había
nada para llevar, y con la ropa que tenían puesta que además era la única
ropa que tenían: esos pantalones demasiado pequeños incluso para los
pequeños cuerpos que ellos tenían por la mala alimentación, y las ojotas
gastadas de Martín y las alpargatas rotas de Juan y los pies descalzos
de Pablo y las remeras pequeñas, muy pequeñas, de Pablo y Juan y la
camiseta enorme de Martín y las pequeñas ramas que llevaban Juan y
Martín en sus manos y que imaginaban soldados. Caminaron por más
de cinco horas por el camino de ripio que conducía al pueblo. Pablo
memorizaba: derechito, derechito, Norma Álvarez.
Llegaron al atardecer, en la entrada de Villa La Victoria los encon-
tró Herminia, que era de las sirvientas que por ser sirvienta y peona y
propiedad de los hacendados y estancieros podía vivir a escasos metros
de la entrada a la Villa. Herminia los miró extrañada, no sabía quiénes
eran, nunca antes había visto a esos niños, se detuvo frente a ellos y los

28 TORTITA DE MANTECA
miró con una falsa desconfianza...
—¿Ustedes quiénes son?
—Nosotros estamos buscando a Norma Álvarez...
—¡Pero si Norma Álvarez murió hace como tres años! ¿Qué es esto,
una mala broma? ¿De dónde vienen ustedes?
—¿Cómo que murió? Nuestra madre nos dijo que cuando le pasara
algo a ella, vengamos al pueblo a lo de Norma Álvarez, ¡no puede estar
muerta, ella también!
—¿Quién es tu madre?
—Mi madre es Juana Rodríguez, vivimos en el rancherío a las afueras
del pueblo, pero ella hoy temprano murió porque estaba muy enferma...
—¡Dios y María santísima, por los santos sacramentos, la desgracia
ha caído en Villa La Victoria! —gritaba Herminia mientras tomaba a
Pablo de una mano y a Juan de la otra y empezaba una carrera apresura-
da y firme hacia la casa del intendente, Don Abelardo Atilio Arriola.
—¡Que el santo Dios nos ayude! —gritaba Herminia y corría y Mar-
tín corría a la par tratando de atrapar la mano de Pablo que lo buscaba.
Herminia no conocía personalmente a Juana Rodríguez, pero había
escuchado hablar de ella, como se hablaba de toda la gente que vivía en
el rancherío, de los pajueranos y pajueranas de quienes se tenía, inclu-
so, una sana duda de su condición humana. Y así se metieron entre las
casas del pueblo que los chicos miraban como podían entre la apresu-
rada caminata y los gritos de Herminia. Era el pueblo tan lindo como
lo habían imaginado, la única diferencia –pensaba Martín– era que lo
creía habitado por gente de verdad y no por esa especie de fantasmas
que miraban detrás de las cortinas de telas blanquísimas de las ventanas
y desaparecían a su paso. Herminia detuvo su carrera ante una enorme
puerta de madera con un llamador inmenso y dorado, lo hizo sonar tres
veces y esperó murmurando extraños rezos, que les causaban bastante
gracia a los chicos que se miraban cómplices y reían. Atendió Amanda,
la ama de llaves del intendente:
—Amanda, son los hijos de Juana Rodríguez, una de las pajueranas

SILVINA PERUGINO 29
que viven en el rancherío, la mujer ha muerto esta mañana y están bus-
cando a Norma Álvarez, ¡no saben que la mujer está muerta! ¡Tenemos
que hablar con Don Abelardo, a ver que hacemos!
—Sí, Herminia, esperame, voy enseguida— siguieron esperando
ahora con Herminia más calmada por el corto desahogo y la expectativa
de la ayuda que habían venido a buscar. Se abrió nuevamente la puerta,
y salió Don Abelardo.
—Éste es el que pelea con las bestias —pensó Pablo— sé que es él,
¡estoy seguro!
—Señor Abelardo, los encontré en la entrada de la Villa, cruzando el
riacho, son los hijos de la pajuerana Juana Rodríguez de allá, del ran-
cherío, ella ha muerto hoy y vinieron a buscar a Norma Álvarez. Pobres
criaturas de Dios, ¡si Norma Álvarez murió hace ya más de tres años!
—Bueno, Herminia, gracias por todo, yo me encargo.
—Sí, señor, yo no sabía que hacer y pensé en traerlos acá, no sé si
hice bien...
—Hizo bien, Herminia, quédese tranquila. Dígame ¿alguien más en
el pueblo los vio?
—Señor, yo vine desde la entrada de la Villa caminando con ellos y
vio cómo es la Villa, nadie salió a la calle, en las ventanas siempre hay
gente, señor, pero contacto con los chicos... sólo yo, Amanda y usted,
señor.
—Está bien, Herminia, vaya tranquila y descanse, yo me encargo... y
una cosa, Herminia: no diga nada de este suceso en el pueblo, ¿estamos
de acuerdo?
—Sí, señor.
—Ni a la familia.
—Sí, Señor, como usted diga... —dijo Herminia y salió corriendo
para su casa. Don Abelardo se dio media vuelta y le ordenó a Amanda
que llevara a los niños a la cocina. La ama de llaves se acercó, los rodeó
con sus grandes brazos y los fue llevando en ese abrazo afectuoso.
Don Abelardo Atilio Arriola fue para su despacho, unos minutos des-

30 TORTITA DE MANTECA
pués entró su mujer, se miraron, ella se sentó junto a su escritorio, y
quedaron allí en un silencio agotador. Mientras en la cocina los niños
comían, Pablo le preguntó a Amanda si ese señor era el que peleaba
con las bestias, a lo que Amanda contestó que no, pero que ante la in-
sistencia después contesto que sí, que peleaba contra las bestias y Pa-
blo reafirmó su certeza que ese era el hombre que había visto llegar a
caballo a su rancho en dos oportunidades y, sin decir palabra, cruzar
la misma cortina de trapo que él cruzo esa mañana por última vez y
cruzarla y quedarse un rato a solas con su madre y luego cruzarla
para salir hasta el caballo y bajar bolsas y bolsas de alimento que
él –Pablo– festejó, la primera vez solo y la segunda vez con Martín, y
nada más porque no hubo tercera, o tal vez sea ésta la tercera vez que
este hombre les daba alimento para el cuerpo y esta vez lo festejaban
con Juan, aunque sin Juana pero con Amanda que les dijo que después
de comer les daría un baño caliente y ropa limpia.
En el despacho del intendente se interrumpe el silencio:
—¿Qué vas a hacer?
—No sé —y quedaron mirándose detenidamente el uno a la otra y
viceversa, como reconociéndose una vez más después de miles, mirán-
dose a los ojos en un instante donde las preguntas amenazaban y las
respuestas eran inadmisibles. Habían estado otras veces así mirándose
interminables, y en esos momentos la vida caía en sus espaldas con todo
su peso. Se tomaron las manos, y una vez más se reconocieron: en el
odio acérrimo a la pobreza, se reconocieron en el punto de la impuni-
dad, la omnipotencia, el desprecio, se reconocieron en la necesidad im-
periosa del sostén que soportaba con el hambre toda la omnipotencia, y
el odio, y el desprecio que él y ella tenían. Entendieron lo inentendible,
aceptaron como cotidiano lo inaceptable y planificaron lo terrible.
El día quince de agosto el diario local de Villa La Victoria titulaba:
“Conmoción en la Villa por el hallazgo de tres cuerpos sin vida a las
orillas del riacho a la entrada del pueblo. Los cuerpos pertenecen a tres
niños de seis, cinco y cuatro años aproximadamente. Fuentes informa-

SILVINA PERUGINO 31
ron que, tras haber sido descubiertos por peones intentando saquear la
casa del intendente, se dieron a la fuga siendo sorprendidos por la pro-
fundidad del riacho donde perdieron la vida. Los jóvenes eran prove-
nientes del rancherío.
A pesar del accionar delictual de los jóvenes, el intendente Don Abe-
lardo Atilio Arriola invita al pueblo a la misa que se celebrará hoy en
la capilla a las cinco de la tarde en memoria de los chicos, sin dejar de
advertir a los buenos vecinos de la Villa del cuidado que deben tener
ante cualquier otro ataque a la propiedad por parte de habitantes del
rancherío. Por ello aconseja cerrar bien puertas y ventanas”.
A las cinco se ofició la misa, donde los hacendados y estancieros
lloraron y pidieron por las almas de los tres jóvenes delincuentes. El in-
tendente también lloró junto a su esposa, que también lloraba, pero que
hubiera llorado aún más de saber que estaba llorando por la muerte de
los tres hijos bastardos del luchador faraónico que lloraba junto a ella.
Después, todos y todas volvieron cada cual a su casa, seguras, se-
guros, muy seguras, muy seguros, que el llanto lava las culpas, que el
tiempo trae el olvido. Y descansando en el silencio que asegura el terror.

32 TORTITA DE MANTECA
La Pocha de Bernal

B ernal, partido de Quilmes. A los veintinueve días del


mes de abril del año mil novecientos noventa y nueve,
siendo las veinte horas en circunstancias que nos hallábamos
patrullando la zona, el cabo primero, agente Javier Gómez,
y el cabo segundo, Leonardo González, ambos numerarios de
la comisaría segunda de Bernal, recibimos un alerta radial
informando que en la intersección de la avenida Los Talas y
la calle Güemes a la altura del Coto de Bernal, se habría
producido un intento de robo y tiroteo con dueño de todo por
dos pesos, por lo que se hallaban dos delincuentes abatidos.
Nos constituimos en el lugar y observamos sobre la acera de
la calle Güemes, a dos metros aproximadamente de la avenida
Los Talas, dos cuerpos aparentemente occisos y en esas cir-
cunstancias nos percatamos que uno de ellos se encontraba
con vida, por lo que llamamos a la emergencia del hospital
de agudos “San Martín” de Quilmes, que hasta tanto se acer-
caba la ambulancia al observar que el delincuente poseía un
tiro en la pierna, pero que se encontraba en perfecto uso
de sus facultades mentales, procedemos a identificarlo por
lo que dice ser y llamarse MARÍA JOSEFA GALEARZI, documento
nacional de identidad número treinta y dos millones doscien-
tos cuarenta y tres mil noventa y cuatro, de veintidós años
de edad, de profesión desocupada, con domicilio en la calle
ciento cuarenta y cuatro, pasillo treinta, puerta once del
barrio “La esperanza” de este medio, seguidamente se le en-
tera y notifica que por este acto queda aprehendida a dispo-

SILVINA PERUGINO 33
sición de la fiscalía de turno. Que se hacen presentes en el
lugar los refuerzos identificados como el cabo Enrique Acuña,
el cabo Jacqueline Urrusola y el cabo Lorena Hernández. Que
en estas circunstancias se apersona en el lugar la ambu-
lancia del hospital “San Martín” de Quilmes identificado el
personal como la Dra. Noelia Lozana y el Dr. Andrés Fidalgo,
que proceden a trasladar a la rea (...).

El traslado no fue fácil, toda la fuerza que pareció perder con la corri-
da y con el tiro en la pierna y con el esfuerzo inútil que hizo para levan-
tarse del asfalto y huir, de pronto le volvió, irreverente, incontrolable y
la Pocha luchó con todo su cuerpo herido y con toda la desesperación
para zafar del arresto y del traslado; así fue como en el trabajo de tras-
ladarla, a la médica y al médico se les sumaron los cinco agentes de la
policía que no con poco esfuerzo lograron reducirla, al menos hasta
subirla a la ambulancia. Luego la ataron a la camilla, pero ella seguía
intentando zafar, aunque era demasiado para sus veintidós años, zafar
de la camilla y de las tiras de nylon que le atravesaban los brazos, las
muñecas, las piernas, los pies, la cadera, la cintura y el pecho; y zafar
de los varones y las mujeres de azul que veía como un manchón, con
sus ojos nublados por el llanto, esos varones y esas mujeres que no
dudarían en dispararle ante cualquier posibilidad de fuga; y zafar de
esa médica y ese médico que con cara de lástima la miraban moverse
para zafarse sin resultado y con cara de jactancia hablaban del trabajo
de ellos de curar y asistir pero que llegaban cuando todo parecía haber
terminado; y zafar de esa ambulancia que corría sin piedad entre las
luces que se veían como ráfagas en una ciudad ajena a la angustia que
cargaba esa ambulancia, esa ambulancia que anunciaba su paso ligero
con la sirena, con esa sirena que además anunciaba certeramente que, al
menos por un tiempo, la vida se terminaba.

34 TORTITA DE MANTECA
Así, fue trasladada al Hospital San Martín de Quilmes, llegó fuera de
sí, la bajaron esposada, con un torniquete mal improvisado en la pierna,
tenía la cara raspada y ensangrentada por los golpes que no lograban
ocultar su belleza, entre el moreno de su piel, sus ojos marrones rasga-
dos y su pelo crespo de un colorado incipiente cayendo desprolijo sobre
la frente. La bajaron entre los ojos atentos de la gente que esperaba la
guardia y que trataba de fotografiarla con la mirada para después po-
der describirla perfectamente en la cola del almacén, o del colectivo, o
mientras esperaban que le despachen el pan, o simplemente mientras
barrían el cordón de la calle junto a otros vecinos y otras vecinas de
la cuadra. La llevaban las policías y la escoltaban la médica y el mé-
dico mientras trataban de tranquilizar a esa gente, que además estaba
tranquila pero demostraba un falso nerviosismo provocado por estar
a escasos metros de una delincuente, a la que querían acercarse más y
más para ver un poco mejor.
La llevaron a un cuarto individual, austero y limpio desde cuya ven-
tana podía verse esa noche despejada de abril y enseguida la Pocha
comenzó a pedir a los gritos asistencia médica. Lo que llegó a las pocas
horas, fueron dos secretarios de la fiscalía con sus trajes grises arruga-
dos, las camisas sucias y las caras de sueño, vinieron con una máquina
de escribir vieja a la cual le faltaban las teclas de varias letras, motivo
por el cual los secretarios lastimaban sus dedos al escribir. La Pocha
los observó detenidamente y tuvo un sentimiento de lástima por esos
varones tan formales, tan rígidos que lastimaban sus dedos para hacer
un acta que seguramente nadie leería en su vida, pero no fue por lástima
que se negó a declarar, ni por temor a inculparse: se negó a declarar
sólo para acelerar el trámite burocrático. En ese mismo instante se le
comunicó que quedaba detenida en carácter de imputada del delito de
“robo doblemente calificado por ser en poblado y en banda y por ser
con el uso de armas en concurso real, con abuso de armas y tenencia
ilegal de armas de guerra”. Esa fue la única vez, en los seis años que
duró el proceso penal, que la Pocha tuvo contacto con algún represen-

SILVINA PERUGINO 35
tante del poder judicial, ya nunca más volvería a cruzarse ni siquiera
con su abogado defensor oficial, que por otra parte tampoco la asistió en
la declaración indagatoria. Pero la Pocha no se detuvo ni un segundo a
pensar en ello; ella pensaba en otra cosa. Ella no desaprovechaba opor-
tunidad de preguntarle a cuanta enfermera, policía, empleado judicial,
médica o médico que se le acercaba, sobre la suerte del Bocha, que esa
noche había caído con ella. Pero no había respuestas, tampoco visitas,
ni televisión, ni diarios, ni nada que le pudiera dar algún indicio de la
suerte de su compañero.
Así la Pocha concentró sus fuerzas en pedir asistencia médica y el
traslado. La asistencia médica tardó en llegar pero llegó, de la mano
de una médica olvidable y de calmantes conservables, y también llegó
–aunque una semana después– la orden del traslado.
Luego del último almuerzo en el hospital vinieron a trasladarla, la
ayudaron a levantarse de la cama y salir del cuarto modesto y luminoso
del hospital desde el cual, La Pocha, podía ver algunos árboles, donde
las enfermeras pasaban cuatro veces al día a traer las comidas y los cal-
mantes, donde cuando llovía podía escuchar las gotas de lluvia golpear
contra el vidrio de la ventana bien cerrada y mientras escuchaba ese
ruido podía acurrucarse –tanto como le permitía su pierna herida– y
abrigarse con la frazada y sentir algún tipo de extraño bienestar que no
era tal porque estaba presa, en una soledad terrible, y con el cuerpo do-
lorido. Por eso cuando abandonó el cuarto del hospital se alegró aunque
lo cambiara por un cuarto oscuro, miserable, desde el cual no se podría
ver ninguna clase de árbol y al cual nadie vendría para acercar comida
ni calmantes, un cuarto donde la lluvia no golpea sobre los vidrios bien
cerrados de la ventana porque no hay ventanas, sólo una especie de
hueco enrejado bien arriba de la pared en el ángulo con el techo desde el
cual chorrea la lluvia mojando todo, provocando esa humedad que pe-
netra en las ropas, en las mantas, en los huesos, y en el alma. Pero en ese
cuarto del penal, sí podría recibir visitas y estar con las suyas, sus amigas
presas, y saber y enterarse qué había pasado con el Bocha y la bandita.

36 TORTITA DE MANTECA
II

La Pocha de Bernal era la hermana mayor de una familia numerosa,


con una madre activa y trabajadora que en las épocas más duras, casi
al mismo tiempo que la Pocha, cayó en desgracia. Había empezado a
comandar un comedor barrial en la villa donde vivían angustiadas por
el hambre que no es joda cuando es tanto y con un padre que quedó
desocupado en los noventa y que nunca más supo qué hacer de su vida,
por lo cual decidió hacer nada por el resto de su vida.
Vivían en una de las tantas villas que se formaron por larguísimos
años en el sur del conurbano bonaerense, donde familias y más familias
se fueron aglutinando, sobre terrenos tomados y con la vida a la intem-
perie. En estas villas también se armaban las banditas de pibas y pibes
que salían a las ciudades del centro a juntar dinero con el que después
compraban comida, que por último repartían entre los más necesitados.
Por eso las banditas, entre ellas la de La Pocha, eran queridas y respeta-
das en Bernal, porque salían a buscar la comida y salían porque era duro
escuchar el llanto de hambre de los bebés. Eso lo sabían. Una noche la
Pocha estaba jugando a las cartas con Juan Ignacio Gómez, el Bocha, su
vecino, y desde el rancho de al lado se escuchaba que un bebé no paraba
de llorar. En un momento la Pocha y el Bocha se miraron y pensaron
que tal vez se estuviera muriendo. Después escucharon los gritos de
la madre y el llanto y después la vieron salir y miraron detenidamente
cómo ella ponía su dedo gordo en la boca del bebé y el bebé succionaba
y por unos segundos no lloraba y luego empezaba su llanto, y ella en
unos instantes volvía a intentar engañarlo. Esa noche se miraron y sin
decir palabra salieron caminando a las calles del centro. Ella tenía trece
años, el Bocha catorce... Volvieron a las dos horas, corriendo, moja-
dos en sudor, con los ojos húmedos de alegría con tres latas de leche
en polvo que llevaron al rancho donde aún lloraba el bebé. Después,

SILVINA PERUGINO 37
tirados en la puerta del rancho, recordaron cada instante de esa noche,
y mientras sin saberlo decidían su destino, se prometieron nunca más
quedarse quietos esperando que el hambre termine con ellos. Así se
armó la bandita de Pocha, mientras escuchaban cómo el bebé se iba
callando ahogado en un manantial de leche en polvo.

III

La tarde que por fin la trasladaron desde el hospital San Martín a la


unidad penitenciaria, la Pocha sintió una rara sensación de alivio. Cuan-
to más se acercaban a la unidad, más fuerte le latía el corazón. Desde
que había caído no pudo tener noticias de nada; al Bocha lo había visto
tirado junto a ella, pero imaginaba que ahora podría estar siendo trasla-
dado también a una unidad. Había resistido a tantas...
El Bocha también debería haber zafado de ésta. Cuando salieron co-
rriendo del “Todo por dos pesos” de Bernal, el Negro llevaba la delan-
tera; lo seguía el Piti, después la Pocha y por último el Bocha. Ella los
vio correr al Negro y al Piti, en el momento que su corrida se detuvo
por un impacto en la pierna y cayó de geta en el asfalto con un dolor
enorme que se desparramaba rápidamente por todo el cuerpo y cuando
pudo levantar la cabeza vio la cara de espanto del Piti retrocediendo
hacia ella...
—¡Rajá, boludo! ¡Rajá, maricón! ¡Rajá! —y el Piti corrió. Ahí no-
más entre los tiros escuchó el grito del Bocha y el ruido de su cuerpo
cayendo sobre el asfalto. Y lo vio tirado justo tras ella pero no le veía
la cara, y no lo pudo tocar porque no se podía mover del dolor, pero lo
llamaba y él no respondía. Después llegó la policía, los patrulleros, las
ambulancias y toda esa gente que se acercaba a chusmear y no la dejaba
ver cómo estaba su amigo.
El trámite burocrático del ingreso tardó más de lo habitual y cuando
por fin llegó hasta el pabellón, la estaban esperando las chicas. Eran

38 TORTITA DE MANTECA
treinta y cinco mujeres, en el pabellón de población, de ellas aproxi-
madamente quince la conocían, por lo menos diez alguna vez habían
escuchado hablar de ella y el resto aunque no la conocía con el revuelo
que se armó la última semana con la caída de la Pocha y la expectativa
que generó que la trajeran al penal, terminaron por conocerla. Las po-
cas que pretendieron quedar fuera de esa especie de idolatría infantil,
esa noche cuando entró al pabellón, con su sonrisa amplia compradora,
con la seguridad que transmitía, con esos ojos agudos que en un segun-
do miraban todo lo que había por ver y con ese talante soberbio pero
bondadoso, allí cuando entró con su metro setenta y siete, sus sesenta
y cinco kilos, su cuerpo de atleta y sus insolentes rulos colorados de
pelo reñido y florecido, allí cuando entró, en ese preciso momento, no
pudieron resistirse a quererla conocer. Primero fueron los abrazos, los
reencuentros, los apretones de manos y una vez todas más tranquilas
vino el guiso que habían preparado para ella. Comían en el pabellón,
en una ronda irregular que se armó en torno de la recién llegada. Y la
Pocha se animó a sacar el tema del que nadie hablaba.
—¿Qué saben del Bocha?
—¿Qué saben del Bocha? —repitió.
Y el silencio. El silencio infranqueable. El silencio que aturde. El
silencio y la oscuridad del pabellón y la pobreza de las ropas, el silencio
y las cabezas gachas y las manos venosas silenciadas y los brazos silen-
ciados, el silencio y los ojos esquivos, el silencio y los platos de plás-
tico viejos y los vasos descartables usados y usados, el silencio y ellas
las mujeres presas y silenciadas. Ninguna habló, por impotencia por
tristeza por bronca, ninguna habló... Y la Pocha entendió que aquella
noche cuando sintió el grito de dolor del Bocha y el golpe de su cuerpo
cayendo sobre el asfalto cuando ella lo llamaba y él no respondía había
sido porque él ya no podía responder. Alguien entre las chicas acercó
un diario que en cinco renglones, en tan sólo cinco renglones, explicaba
la captura de ella, la profugación del Piti y el Negro y la muerte, la estú-
pida muerte del Bocha. La Pocha prefirió dejar de comer, prenderse un

SILVINA PERUGINO 39
pucho y recostarse en un catre, donde no durmió, sólo recordó y recordó
aquella noche para tratar de entender cuáles habían sido los errores,
en qué se habían equivocado y pensó y lloró, entre el silencio que esa
noche no abandonó el pabellón.
A primera hora de la mañana consiguió una tarjeta de teléfono y ape-
nas abrieron el pabellón salió a llamar a Humberto Cañadom.

IV

María Josefa Galearzi había conocido a Humberto Cañadom hacía un


año atrás, en mayo de mil novecientos noventa y ocho, cuando recién
comenzaba su campaña a concejal para las elecciones de octubre de
ese año. Lo conoció en una peña que organizó la sociedad de fomento
“El Progreso” de Bernal. Al principio a la Pocha le pareció patético
ese hombre que desentonaba bastante con el resto de los invitados a la
peña, no sólo por la vestimenta reluciente en colores pastel que en la
villa ningún varón usaba, sino también por su sonrisa artificial y fingida
que llevaba como dibujada en su cara. Pero Humberto, desde que entró
en la peña traspasando la puerta de hierro despintada de la sociedad
de fomento y apoyó sus zapatos de cuero lustrosos sobre el contrapiso
polvoriento, no le sacó los ojos de encima, hasta la sacó a bailar y ella
se resistió un poco por vergüenza y un poco porque el baile no era su
fuerte, pero al final accedió y bailaron y la sonrisa no le pareció tan
patética y fingida sino bastante natural.
Después se volvieron a ver en el buffet de la sociedad de fomento
donde la bandita se juntaba todas las tardes a tomarse unas cervezas y
jugar a las cartas. Humberto empezó a visitar seguido la sociedad de fo-
mento, pronto se familiarizó con la villa y al poco tiempo era uno más.
Él les explicaba todo lo que faltaba hacer para arreglar los problemas
más urgentes del barrio, que no eran pocos, y una vez llevó los papeles
para la expropiación de las tierras y los repartió en una reunión que se

40 TORTITA DE MANTECA
armó en la sociedad de fomento, la gente se fue emocionadísima con
la posibilidad de la expropiación. Así Humberto pronto se convirtió
en un personaje bastante popular, todas y todos lo admiraban aunque
él sólo centraba su atención en la Pocha. No dejaba pasar oportunidad
para manifestar su admiración por la belleza, la gracia y la inteligencia
de la Pocha, se había encargado que cada integrante de la villa supiera
sin dudas del metejón que tenía con ella. La Pocha no pudo permanecer
indiferente a tantas muestras de afecto por parte de Humberto y, aunque
no estaba del todo convencida –sobre todo porque hacía poco tiempo
había terminado su infructuosa relación con el Bocha– aceptó una de
las tantas propuestas de salida que el candidato a concejal le había he-
cho. Salieron a comer a un restaurante de mala muerte de la ciudad de
González Catán, lejos de Bernal porque Humberto era casado y tenía
un hijo varón de seis años y una hija mujer de nueve, por eso salieron a
comer lejos de Bernal, para evitar indiscreciones. Él no tardo en mani-
festarle su amor y en explicarle la delicada situación familiar por la que
estaba atravesando y lo desesperante de esa situación cuando se tienen
dos hijos tan pequeños y más aún cuando se encontraban tan próximas
las elecciones y la mala imagen pública que generaría un divorcio y
cómo influiría esto en las elecciones perjudicándolo no sólo a él sino
también a la villa porque no había otro concejal que se preocupara como
Humberto de las necesidades de la villa. Allí se detenía la Pocha, en ese
punto, específicamente en el punto donde Humberto hablaba de las ne-
cesidades de la villa, de cómo solucionarlas. Allí escuchaba y trataba
de aprender. Porque Humberto, según él mismo decía, si llegaba a ser
electo concejal podría solucionar en un corto plazo esas necesidades.
Y la Pocha pensaba que tal vez en largas charlas con Humberto podría
acercarse a la solución que estuvo buscando desde los trece, desde el
día que salió con el Bocha para hacerse de tres latas de leche en polvo
y que ahora con veintiún años de edad todavía no podía conseguir. Más
por esto que por amor, accedió a noviar con él, y a los pocos meses del
noviazgo más por amor que por convicción se puso al frente de la orga-

SILVINA PERUGINO 41
nización de la campaña “Cañadom Concejal”.
Fue la mejor campaña que ningún candidato a concejal pudo tener,
a expensas de la Pocha, el Bocha, el Piti y el Negro que era la bandita
fiel de la Pocha y que “trabajaba para el concejal”, como decían ellos,
haciendo hechos, y juntando algunos mangos que luego utilizarían en
pintadas y afichadas.
También el barrio trabajó duro el día de las elecciones, y esa noche
festejaron que Humberto fuera electo concejal, festejaron con una cho-
ripaneada en la que no faltó nadie, aunque no estuvo Humberto porque
él ya tenía arreglado otro festejo. Después se lo vio menos en el barrio
pero era lógico ya que las funciones de concejal le impedían tanto pa-
seo, por eso con la Pocha y la bandita se juntaban en un café del centro
cerca del consejo deliberante y después con la Pocha a solas en algún
hotel sobre ruta cuatro.
En el café del centro arreglaban algunas cosas, “trabajos” para el con-
cejal a cambio de protección para cuando los “trabajos” eran en beneficio
de la villa. Porque a pesar de la exitosa campaña y de la asunción del
concejal, la realidad de la villa no cambió demasiado y seguía siendo
necesario conseguir comida para los pibes y las pibas y medicamentos
para las enfermas y los enfermos y ropas y zapatillas y champúes y ja-
bones y todas esas cosas que los villeros algún día quieren tener porque
nunca tuvieron y porque tienen derecho a tenerlas por lo menos una
vez, pero que no pueden tener si no es metiendo caño, ese caño que
enerva la conciencia de la gente decente que siempre tuvo esas cosas y
que jamás le importó que haya villeros que nunca las tuvieran pero que
entienden que un villero no sólo no tiene derecho a tenerlas sino que
tampoco tiene derecho a meter caño para conseguirlas.
En esas tardes arreglaban con Humberto esos trabajos y no otros, por-
que Humberto no podía conseguirles otros trabajos. Fue en una de esas
tardes en el café cuando por primera vez empezaron a hablar del pro-
blema que tenía Humberto con el dueño del “Todo por dos pesos”, que
trataba de traer negocios al barrio, negocios que –según Humberto– con el

42 TORTITA DE MANTECA
tiempo irían en detrimento de la villa y la bandita se ofrecía para correr-
lo y Humberto se negaba y siempre quedaba pendiente la solución del
conflicto; también quedaba pendiente, no en el café del centro sino en
el cuarto del hotel de ruta cuatro, la formalización de la relación entre
la Pocha y Humberto.
Hasta que la tarde del veinte de abril de mil novecientos noventa y
nueve en un café del centro a expreso pedido de Humberto, la Pocha
y su bandita comenzó a planear la apretada al dueño del todo por dos
pesos del centro de Bernal. El hecho consistía en entrar de noche al
negocio, minutos antes del cierre y por medio del amedrentamiento,
“convencerlo” de desistir de meterse con la gente de la villa y de irse
definitivamente de Bernal. Pero una vez dentro del negocio todo se
complicó, inexplicablemente parecían estar esperándolos varios varo-
nes armados y se desató un tiroteo a mansalva contra ellos...

La tarjeta telefónica la consiguió prestada y la usó hasta terminarle el


crédito. Hizo veintitrés llamadas, las primeras diez al celular de Hum-
berto, siete al despacho del consejo deliberante, cinco a su casa particu-
lar y por último no pudo concretar el tercer intento de la segunda tanda
que hizo por comunicarse nuevamente al celular –ya se había agotado
el crédito de la tarjeta–. Los días siguientes no pudo resistirse a la nece-
sidad de intentar la comunicación con los restos de tarjetas que les que-
daban a las chicas, restos que no eran muchos, hasta que la visita trajera
más crédito telefónico. La visita vino dos días después y trajo crédito y
también trajo el último número del diario “El Fuerte” de Bernal, donde
Humberto Cañadom puesto entre la espada y la pared por la prensa que
sacó a relucir su amistad con la y los delincuentes, declaró abiertamente
su desconocimiento de las actividades delictuales de la banda, y conde-
nó una y otra vez el delito y alegó a favor del apresamiento inmediato

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de los prófugos, e instó a los jueces a aplicar todo el rigor de la ley penal
sobre la detenida y concluyó que el muerto... muerto está.
Era entendible esta reacción de Humberto, para no poner en juego su
carrera política y su buen nombre. En este sentido también era enten-
dible que no contestara el teléfono porque podría tenerlo intervenido,
pero lo que nunca entendió la Pocha fue el sostenimiento de esa au-
sencia, esa ausencia sostenida por horas y días y semanas y meses y
años, seis años, seis larguísimos años, seis terribles años, sosteniendo
semejante ausencia, semejante desconocimiento, semejante abandono,
no se podía entender cómo Humberto no hubiera hecho llegar por lo
menos una explicación que clarifique o una señal de arrepentimiento,
o de amor o de lástima, ni siquiera eso, ni siquiera lástima, ni por la
muerte del Bocha, ni por ella, ni lástima, nada.
Cuando le anunciaron la libertad faltaba un día para que se cumplan
exactamente seis años desde su detención. La Pocha salió a las siete de
la tarde de la unidad penitenciaria ciento treinta y tres de La Plata, ca-
minó cuarenta y dos cuadras hasta la estación de trenes, viajó cuarenta
minutos en tren hasta Bernal y caminó las otras veinte cuadras hasta la
villa. Ni bien pisó la villa se escucharon los gritos alborotados de todas
y todos:
—¡Llegó la Pocha!
—¡Volvió la Pocha!
Entró escoltada por una multitud que saltaba a su alrededor, niñas,
niños, mujeres, varones, palmeándola, abrazándola, besándola. Pronto
llegaron los vinos y las cervezas y los choripanes y la cumbia y el baile
y el festejo. El festejo duró hasta el amanecer, y el sueño hasta el me-
diodía. Cuando la Pocha se despertó recordó inmediatamente que ese
día se cumplían seis años de su detención. Todavía recostada comenzó,
como un ejercicio de la memoria, a recordar cada instante de esa noche,
recordó que antes de salir al hecho charlaron con el Bocha de Hum-
berto, que ya pensaban que era tiempo que cumpliera las promesas de
la campaña pero que él cada vez se encontraba más reacio a visitar el

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barrio. Recordó que a pesar de ello, decidieron continuar con el plan
porque la bandita de la Pocha tenía palabra y ya habían dado la palabra
de ponerle fin al tema del dueño del “Todo por dos pesos” y además
porque la Pocha tenía un sentimiento hacia Humberto no de amor, no
totalmente de amor, sino más bien de necesidad, de necesidad de te-
nerlo cerca para mantener también cerca esas posibles soluciones a los
viejos problemas de la villa.
Y recordó cuando entraron en el negocio, el Bocha, el Piti y ella y que
el Negro quedó afuera de campana y el Bocha le puso el treinta y ocho
en la cabeza al tipo y recordó que en un momento se miraron los tres
desconcertados por la tranquilidad del hombre. Ellos sabían que nadie
se queda tranquilo cuando le apoyan un caño en la cabeza y en ese ins-
tante aparecieron los otros detrás del mostrador, entre las góndolas, por
todos lados, estaban adentro como esperando. Recordó que el Bocha
dio la orden:
—¡Corré! —y ella a su vez al Negro, y así salieron, y recordó la co-
rrida y también recordó que cuando ella sintió ese impacto en su pierna,
pudo escuchar al Bocha gritar:
—¡Nos vendieron! —y enseguida el Piti que retrocedió y ella que
lo obligó a seguir y el cuerpo del Bocha cayendo sobre el asfalto con
ese ruido tan terrible, ese ruido de su cuerpo cayendo en ese asfalto,
que fuera un asfalto efímero cuando corrían y que ahora era un asfalto
eterno, que aún hoy después de seis años seguía sosteniendo la terrible
muerte del Bocha.
Se levantó, se cambió y se fue a buscar al Piti y al Negro. Cuando
se juntaron, recién allí, la Pocha pudo empezar a saber, supo a ciencia
cierta lo que nadie le adelantara ni siquiera en la visita, supo que desde
la muerte del Bocha y la caída de ella, en la villa empezaron a operar
los que eran conocidos en el lugar como la banda de “los chacales”.
Esos meses también sucedieron otros hechos como la muerte del ne-
gro Aguirre y del ñato que comandaban otras banditas de la zona, al
estilo de la Pocha, y las villas empezaron a ser comandadas por estas

SILVINA PERUGINO 45
bandas que daban protección a los habitantes de las villas a cambio de
pagos mensuales, los protegían de robos que, paradójicamente, habían
aparecido casi al mismo tiempo de la aparición de estas bandas “protec-
toras”. Ahora, los mismos que antes robaban para el barrio, roban para
las bandas que además funcionan como puente para la entrada de droga,
incluso para consumo de los más chicos.
Todo esto supo la Pocha. También supo que a los pocos días de su
caída el Piti y el Negro tuvieron la visita de los chacales que les ofre-
cieron tranquilidad y la posibilidad de no caer en cana a cambio de una
onerosa cuota mensual, y entonces entendió esas caras de tristeza que
tenían sus viejos amigos y la ausencia interminable de Humberto.
La Pocha no tardó en armar el plan.

VI

Eran las veinte horas del viernes veintitrés de mayo del año dos mil
cinco. Humberto Cañadom terminaba de acomodarse el moño del frac
que alquiló para lucir en el cumpleaños número quince de su hija Milva,
se engominó rápidamente el pelo, salió del baño hacia su cuarto, tomó
de una percha el saco negro del frac, se lo calzó y se dirigió al living
donde su mujer ultimaba los detalles del vestido pomposo que llevaba
la niña, junto a abuelas, abuelos, tías y tíos que ayudaban con los últi-
mos detalles y trataban de ponerle el traje al hijo menor de Humberto.
—¿Estamos listos? —le dijo a su hija con la sonrisa fingida y patética
que llevaba como dibujada en su cara, acercando su brazo al cuerpo de
ella que no con poca emoción lo amarró junto al suyo.
A treinta cuadras de la casa de Humberto, María Josefa Galearzi ter-
minaba de atarse los cordones de las zapatillas de lona negras abotinadas,
salió de su cuarto completamente vestida de negro con calzas y buzo
con capucha, fue hasta el baño, se lavó la cara, se ató su pelo enrulado,
se colocó sus guantes de lana sin dedos, fue hacia la cocina donde su

46 TORTITA DE MANTECA
madre preparaba la cena rodeada de hijos, nietas, sobrinas, vecinos y
ante la mirada interrogante de su madre, la Pocha se adelantó:
—No tardo en volver.
Y mientras mojaba un pan en la olla de tuco sellaba esa suerte de
falsa despedida con un beso a su madre en la frente. Así salió ella de
su casa, cargando la escopeta de caño recortado, herencia de su abuelo,
simulada en un bolso con forma de cilindro deportivo color negro y con
un revólver calibre treinta y ocho calzado en la pantorrilla de la pierna
derecha sostenida con una cartuchera elástica. Así salió de su rancho
deteriorado por la vida ante la mirada de admiración de niños y niñas
que jugaban en los pasillos de la villa con juguetes rotos y ropas deste-
ñidas mientras les caía el rocío sobre los pelos mugrientos y sus cabecitas
pensaban en algún día poder llegar –aunque más no sea– a parecerse a
esa leyenda que ahora veían salir sola del rancho confundiéndose con
el negro de la noche.
Humberto Cañadom salió del brazo joven y bronceado de su hija
Milva, salió reluciente, de punta en blanco, salió acompañado de su
mujer, su hijo menor, su padre, su madre, su suegra y su suegro; salió
aplaudido por vecinos y vecinas, amigos y amigas y curiosos y curiosas
que querían ver a Humberto y a su hija camino a la gran fiesta, a la que
muchos de los que miraban no estaban invitados o invitadas a asistir,
y que hubieran dado bastante por la invitación. Salieron del brazo y
subieron al auto rojo, alquilado para la ocasión.
La Pocha llegó cuatro minutos más tarde al lugar antes acordado, allí
la esperaban el Piti, el Negro y Jacinto. Casi al mismo tiempo que ella
llegaron la Sosa y el Tarta, después cayó la Negra. Se encontraron en
una pequeña plaza a media cuadra de la ruta cuatro, una placita con un
monumento a la madre en el centro al que le faltaba la placa de bronce,
una placita todavía embarrada por la lluvia de hacía dos días, sin focos
de luces y sin bancos en pie, una placita sin juegos y casi sin pasto, don-
de nadie vendría a molestarlos, una placita sin placita. Allí ultimaron
los detalles del plan. Salieron en grupos de dos: el Negro y el Piti; el

SILVINA PERUGINO 47
Tarta y la Sosa; Jacinto y la Negra; y la Pocha se quedó esperando.
Humberto y Milva llegaron al parque Lezama del centro de Quilmes.
Allí había cinco parejas recién casadas y ocho quinceañeras que entre
los fotógrafos y los maquilladores trataban de perpetuar algunos instan-
tes de felicidad mediante fotos que en su mayoría serían defectuosas y
que no tardarían en formar parte de un álbum que no tardaría en encon-
trar un lugar en la parte superior del placard de los ahora felices, para
terminar enterrado en una gruesa capa de polvo. Pronto se confundieron
entre flashes y sonrisas, y llamaron la atención de quienes ya conocían
la sonrisa de Humberto por haberla visto en afiches mal pegados en el
centro de Bernal, ya por dos elecciones consecutivas. Así quedó per-
petuada en polaroids la antesala de la fiesta inolvidable de la familia
Cañadom.
El anuncio del arribo de la quinceañera fue proseguido por el encen-
dido de las velas blancas que oficiaban de centro de mesa rodeadas de
ramilletes de flores secas amarillas y rosas. Se apagaron las luces y en la
entrada del salón aparecieron a trasluz las figuras de Humberto y Milva
al ritmo de una canción de moda; al prenderse las luces ellos pudieron
ver a invitados e invitadas, todas y todos aplaudiendo y llorando de la
emoción. Luego, uno por una, saludaron a la cumpleañera y al padre,
para por fin sentarse cada quien en su respectiva mesa a disfrutar de la
cena.
Cuando los diez mozos del servicio comenzaban a servir el pollo al
champiñón, los dos guardias que custodiaban la puerta fueron reduci-
dos con gas paralizante por el Piti y el Negro que simulaban ser invita-
dos a la fiesta, los lugares de la vigilancia fueron ocupados por el Tarta
y Jacinto mientras los otros dos, amarraban y ocultaban a los guardias
tras el cerco del terreno de al lado.
Después del pollo vino el primer baile y la apertura fue el vals, se
bajaron las luces, y los invitados –algunos ya pasados de copas– se
disponían a pasar por uno de los momentos más emotivos de la fiesta.
María Josefa Galearzi recibió en su celular el llamado que hacía exacta-

48 TORTITA DE MANTECA
mente una hora y cuarenta y un minutos estaba esperando:
—Empieza el vals —tres palabras que por un momento sintió haber
esperado desde hacía seis años, desde toda la vida.
—Empieza el vals —le dijo el Piti y la Pocha cortó el teléfono celu-
lar, se montó llevando sobre su espalda la mochila cilindro y salió al
galope por la colectora de la ruta cuatro hasta llegar a la calle Los Talas,
por donde dobló dos cuadras y se frenó sobre la yegua justo frente a la
puerta del salón donde se llevaba a cabo el cumpleaños de quince y que
ahora estaba custodiado por Jacinto y el Tarta. La mochila cilindrada la
tomó Jacinto al vuelo, mientras junto al Tarta abrían de par en par las
dos hojas del portón de madera inmenso de entrada al salón.
Así entró la Pocha a la fiesta de quince, con un galope fuerte y corto
que detuvo justo al lado de Humberto y Milva Cañadom, que bailaban
el vals y que ahora quedaron aterradamente inmóviles frente a la ima-
gen de esa mujer sobre esa yegua. Nadie en la fiesta quedó sin mirarlas,
sólo que la yegua tuvo que relinchar levantando las patas a la altura de
la cabeza de Humberto para que el diskjockey comprendiera que el vals
había terminado. La Pocha entró sosteniendo las riendas con su mano
izquierda y con la derecha sosteniendo la escopeta de caño recortado,
que cuando la fiesta por fin se hundió en un silencio increíble, apoyó
justo sobre la frente de Humberto Cañadom, a quien se le desdibujó
casi milagrosamente la sonrisa fingida y patética que nunca más se le
vería en la vida. Milva retrocedió hacia su madre, quien la abrazó junto
a su hijo menor hundiendo la cabeza entre ellos para no ver lo que por
años nunca quiso ver. Desde la puerta, Jacinto, el Tarta, el Negro y el
Piti apuntaban a la gente. La Sosa entró al salón y le quitó impercepti-
blemente la cámara fotográfica al fotógrafo y la filmadora al filmador y
salió del salón sin mayores inconvenientes. La Negra vigilaba la entrada.
Se sabe que la Pocha se dirigió con algunas palabras a invitados e
invitadas, todavía no se pudo saber cuáles fueron sus exactas palabras,
porque faltan certezas sobre esa noche. Lo único certero fue cómo la
cabeza de Humberto Cañadom se deshizo en pedazos producto de un

SILVINA PERUGINO 49
disparo efectuado con una escopeta de caño recortado apoyada sobre su
frente. Se sabe que la Pocha salió al galope montada en la yegua que la
acompañaría por las calles de Bernal hasta el fin de su larga vida. Des-
pués llegó la policía, pero todavía en la causa no hay imputado, porque
nadie, ni siquiera la mujer de Humberto, pudo aportar datos certeros
acerca de quién mató al concejal.

50 TORTITA DE MANTECA
Violeta intensa

C uando por fin pude verme de cuerpo entero reflejada en el espejo


de pie, verme vestida de blanco, completamente de blanco con el
corsette de brocato y seda italiana cuidadosamente bordado en canuti-
llos y lentejuelas con hilos de plata, ajustadísimo marcando firmemente
las líneas de mi cuerpo y ver cómo, desde mi cintura, la falda amplísima
de seda caía hasta el suelo formando en la parte trasera una suerte de
cola que arrastraba ligeramente por el piso, con los zapatos de cue-
ro blancos impecablemente nuevos, con las medias de lycra tostadas
brillantes, con el ramo de jazmines en las manos, la pulsera de oro, el
cintillo, la cadenita, los aritos, todo regalo de papá, con la fransecita en
las uñas de pies y manos, con ese peinado fabuloso que le costó más de
tres horas a la peluquera y los claritos recién estrenados, maquillada de
tal forma que se disimulaba cualquier imperfección del rostro, cuando
por fin pude verme de cuerpo entero frente al espejo finalmente vestida
de novia, sencillamente no lo pude creer.
Al salir desde la habitación hacia el living, la ovación fue unánime.
La improbable cantidad de familiares que pugnaron por estar presentes
en ese momento se abalanzaron sobre mi persona entre lágrimas, ex-
clamaciones, transpiración y rubores y me apretujaron en incontenibles
muestras de afecto. Recuerdo que papá con buen tino los fue sacando
uno por una de encima mío mientras yo disimulaba con una sonrisa
mentirosa las ganas que tenía de salir corriendo, como cuando a lo largo

SILVINA PERUGINO 51
de mi adolescencia sentía la necesidad de huir de mi casa natal.
En el momento en que papá intentaba despegarme del cuello a la tía
Isabel a la que hacía prácticamente diez años no veía, pero que por un
extraño mecanismo de la mente o del corazón se mostraba especialmen-
te conmovida, en ese momento llegó Violeta. Llegó y clavó su mirada
sobre la mía y su sonrisa fresca sobre mi sonrisa que ahora era sincera,
traía puesto un vestido de gasa pintado a mano, color violeta –elegido
en honor a su nombre–, que parecía literalmente pintando sobre su cuer-
po, traía sandalias color plata y un sobre al tono, allí estaba ella parada
frente a mí. Violeta, que con su pelo negro azabache cayendo alisadísi-
mo sobre sus hombros finos y huesudos, sus ojos verdes enormes y ese
rostro perfecto imperceptiblemente maquillado sería sin dudas, la mujer
más atractiva de la fiesta.
No hicieron falta palabras para que ella entendiera lo difícil de la
tarea e inmediatamente se sumara a mí y a papá en el trabajo de despla-
zar familiares y amigos hacia la calle. El último en irse fue Don Tito,
nuestro vecino de enfrente que se había acomodado en un banco de la
cocina convencido que la fiesta era en casa y que ya había comenzado.
Hubo que subirlo a la fuerza al auto de la tía Isabel para que mi primo
Bruno, que conducía, lo llevara a la iglesia y después al salón. Papá pro-
testaba contra todas esas gentes que, aparentemente sin ningún tipo de
carga etílica en la sangre, eran capaces de provocar este tipo de revuelo
en casa ajena y con Violeta nos reíamos de cómo protestaba el viejo.
Después ultimamos los detalles con mi amiga:
—¿Llevás algo azul?
—Una liga.
—¿Algo nuevo?
—El vestido, los zapatos.
—¿Algo regalado?
—La cadenita, los aros, la pulsera...
—¿Algo prestado?
—El corpiño, me lo prestó mi hermana.

52 TORTITA DE MANTECA
—¿Algo robado?
—¡Ésta! —le dije divertida levantándome el vestido hasta la cintura
y mostrando la tanga que llevaba puesta.
—¡Me afanaste la tanga de leopardo! —me dijo con sorpresa.
Lloramos de risa, mientras imaginábamos las caras que pondría Ni-
colás cuando en la noche de boda me viera con esa tanga vieja y aguje-
reada que le robé del placard a mi amiga. Cada vez que nos juntábamos
con Violeta nos moríamos de risa. Siempre al final de nuestras largas
charlas terminábamos sacudidas por convulsiones propias de las carca-
jadas desmedidas que en un punto se confunden con el llanto y que al
rato de vivirlas una no sabe a ciencia cierta si se estaba riendo o si estaba
llorando, así nos poníamos cuando nos juntábamos. Papá sintetizaba
muy bien la escena:
—¡Parecen dos borrachas! —decía cuando nos veía en ese estado
de éxtasis y nosotras lo mirábamos simulando una falsa seriedad, en
silencio por algo así de tres segundos y estallábamos nuevamente en
carcajadas mucho más intensas que las anteriores.
Ese día, el día de mi casamiento, nos escuchó llorando nuevamente
de risa, se metió en la habitación y sin sorpresas para nadie, dijo:
—¡Parecen dos borrachas!
Lo miramos serias y tres segundos más tarde estallamos esta vez los
tres, muertos de risa en un abrazo que me hubiera gustado conservar
por el resto de mi vida. Salimos los tres, ahogados de alegría, como
borrachos, hacia la iglesia.
Esas ganas de salir huyendo, esas ganas que sentía en la adolescencia
cuando quería huir por motivos diversos de mi casa natal, esas ganas
de salir corriendo que tuve cuando mis familiares se me abalanzaron
en el living de casa, esas mismas ganas las sentí en un momento de la
ceremonia religiosa.
—Pánico nupcial —pensé. No sabía si existía un sustento psicológico
de eso, ni siquiera sabía si existía ese término así planteado, pero al ver-
me de pronto frente a un sacerdote que llevaba un traje blanquísimo, tal

SILVINA PERUGINO 53
vez tan blanco como mi vestido y por cierto demasiado parecido, con
una especie de chal rojo bordado en dorado que le rodeaba el cuello por
detrás y luego caía por sobre sus hombros hasta el piso, con una especie
de cofia en el centro de su cabeza, escoltado por dos jóvenes vestidos
como sacerdotes de miniatura que miraban con aburrimiento y fastidio
al resto, que éramos nosotros, al verme junto a Nicolás que lucía un
traje gris sobrio y una rara cara de felicidad... allí me volvieron esas
ganas incontenibles de salir corriendo de la Iglesia. De la misma iglesia
que mi madre y mis hermanas habían decorado durante gran parte de la
tarde, con jazmines a expreso pedido de mi abuela Elba; y salir huyendo
de ese sacerdote que estaba uniendo en santo matrimonio a un par que
ni siquiera conocía, y que nunca había visto en su vida, porque el día
que hicimos con Nicolás el curso pre-nupcial, el cura no fue y al curso
lo dio uno de sus monaguillos, justo el que ahora estaba ubicado a la
izquierda del sacerdote, justo el que tenía una cara parecida a la mía, el
que también parecía con ganas de salir corriendo del lugar.
—Pueden besarse —dijo el sacerdote sonriendo animado, y nos be-
samos. Después sonó el ave maría –a pedido de Carmen, la mamá de
Nicolás, ahora mi suegra– y salimos de la iglesia tomados del brazo
ante los saludos complacientes de una cantidad de gente increíble, que
en un momento me parecieron extraños, extrañas y pensé que estarían
esperando la próxima boda, pero que después supe que habían venido a
la mía en la medida que esos rostros desconocidos me arrojaban arroz
en el atrio divertidos y después me besaban emocionados y me decían:
—Te felicito.
—Te felicito.
Nunca en mi vida me dieron tantos besos juntos, eso en algún punto
estuvo bueno, ese amontonamiento de gente haciendo cola para besar-
me. De pronto la vi entre la gente, estiré mis brazos y ella estiró los suyos
y me tomó las manos y yo a su vez tomé las suyas y las arrimé hacia
mí, entonces cuando por fin la sentí cerca le solté las manos y le tomé
la espalda y ella tomó mi cintura, nos apoyamos las cabezas cada una

54 TORTITA DE MANTECA
en el hombro de la otra y nos quedamos así, en un abrazo larguísimo,
del que no quería despertar. En ese momento me lagrimearon los ojos,
un poco por emoción, un poco porque todas y todos lloraban y otro
poco no sabía muy bien por qué, o si sabía pretendí seguir como si no lo
supiese. Cuando alguien que quería saludar a la novia logró separarnos,
pude ver que ella también lloraba.
Tras no quedar más conocidos ni desconocidas por saludar me arri-
mé a Nicolás que, a su modo, también estaba emocionado, y por un
momento nos quedamos mirando cómo los invitados caminaban hacia
la calle y cómo el casero de la iglesia cerraba las enormes puertas de
madera clausurando definitivamente la última boda de la noche. En el
atrio sólo quedábamos nosotros dos en una especie de extraña soledad
entre las luces de la noche, que parecen más lindas en las noches de
boda, pero a mí me parecieron más tristes. Me sequé las lágrimas, tomé
la cola del vestido con mi mano derecha y con la izquierda lo tomé a
Nicolás y comenzamos a caminar, dispares, como somnolientos, pati-
nando sobre el arroz que quedó desparramado en el piso empedrado del
atrio de la iglesia, hacia la calle.
Apenas cuarenta minutos más tarde me encontraba del brazo de Ni-
colás entrando en el salón. Hoy aparecen como borrosas las imágenes
de lo acontecido en la fiesta y recordarlas me provoca exactamente la
misma sensación de asombro que esa noche me provocó vivirlas.
Estábamos pasando por las mesas para las fotos de estilo, cuando el
ambiente comenzó a enrarecerse y mientras el fotógrafo nos indicaba
las poses pudimos ver cómo mi papá y el papá de Nicolás eran reque-
ridos con urgencia por el servicio de admisión que se encontraba en
la entrada del salón. Ambos se desplazaron hacia la entrada con paso
presuroso y caras de preocupación cuando los perdí de vista. Sentí el
flash rebotarme en la cara y enseguida perdí a Nicolás, que también
se encaminó hacia la puerta. Yo quedé atrapada entre los saludos y los
besos de las recién fotografiadas, totalmente ajenas a la situación que
se estaba viviendo. Creo que esa fotografía fue la última de esa noche,

SILVINA PERUGINO 55
la última de las que pueden verse aún hoy en papel fotográfico, porque
hay más fotografías que quedaron retratadas en el recuerdo. Cuando
pude deshacerme de ellos comencé a caminar y mientras me acerca-
ba iba viendo sorprendida sin entender qué pasaba, cómo un grupo de
varones pugnaban por entrar a la fiesta y cómo eran desplazados hacia
fuera por algunos invitados, mi papá, mi suegro y el propio Nicolás; y
cuando casi llego a tomar a Nicolás de la espalda para frenarlo, el vidrio
de una de las ventanas del salón estalló en mil pedazos cayendo como
una lluvia nutrida sobre las cabezas de la tía Isabel, de mi primo Bruno
y de Tito, nuestro vecino de enfrente, que estaban sentados en la mesa
junto a la ventana. Fue un instante donde todo pareció congelarse, todo
quedó inmóvil, no pude ver qué tiraron desde afuera para romper la
ventana, no entendía por qué razón del destino ocurría esto, por qué un
grupo de conocidos del club de fútbol donde frecuentaba Nicolás pre-
tendían entrar en la fiesta si no habían sido invitados, y por qué Nicolás
no intentaba hablar con ellos y por qué arrojaban un objeto provocando
este daño, al que siguió un silencio expectante. Tres segundos más tar-
de mi primo Bruno levantaba una silla tomándola entre sus manos y la
arrojaba destilando una furia inusitada, hacia fuera del salón por el hue-
co que había dejado la rotura del vidrio. Quise decir ¡basta! Pero a pesar
de hacer todos los esfuerzos posibles, mi voz no salió e inmediatamente
mi fiesta de casamiento se convirtió en una verdadera batalla campal.
Los varones se aglutinaron en la puerta de entrada en un esfuerzo
intestino por impedir la entrada a la fiesta de los quince o veinte que
desde afuera luchaban por entrar. Al momento esa lucha de la puerta se
trasladó al centro del salón, las mujeres huían aterradas hacia la cocina
o el baño. Yo no, yo no quise irme, preferí seguir viendo segundo por
segundo cómo se iba deshasiendo mi esperada fiesta de casamiento, ver
cómo las sillas revestidas en tafeta blanca con lazos de la misma tela en
color rojo terminados en un moño enorme que caía en la parte trasera,
eran levantadas una por una por los trajeados que se las lanzaban sin
contemplaciones los unos a los otros, y ver cómo las mesas blanquísi-

56 TORTITA DE MANTECA
mas con los centros de mesas de vidrio y las velas de vainillas rodeadas
de flores secas y colmadas de exquisitos vinos y exquisita comida se
rompían bajo los trajeados que caían sobre ellas, y ver cómo la mesa
de souvenirs –una mesa enorme, redonda, revestida en tela blanca en
la que permanecían inmóviles doscientas parejas de vidrio entrelazadas
en una danza eterna– caía lenta e inexorablemente sobre el suelo en un
vuelo magnífico dejando despedazadas en el piso las doscientas pare-
jas danzantes. Y ver después cómo sobre la torta, la increíble torta de
tres pisos cuidadosamente decorada, caían dos varones abrazados en
un duro combate. Allí pude ver a Nicolás que parecía cada vez más
lejano a esta especie de mutación terrible de nuestra esperada noche
de casamiento, ajeno a esta suerte de desmembramiento de esa noche,
ajeno a esta sensación de pánico que a mí me atravesaba y cercano a
un salvajismo inusitado y placentero que se reflejaba en su rostro feliz
mientras, ya sin saco y sin corbata y con la camisa afuera, peleaba y
peleaba contra otros varones tan felices como él.
Ahí retrocedí muy despacio, pero no hacia la cocina o el baño, sino
hacia el patio. Quise tomar aire. Violeta se apresuró a mi lado, no re-
cuerdo cómo terminamos sentadas en la terraza del salón con una bo-
tella de champagna, y mientras la tomaba tuve que confesarle que en
un momento de los destrozos pensé que era preferible que aquello ocu-
rriera allí y no durante el resto de mi vida, que tuve todo el tiempo la
sensación que éste era el final de mi matrimonio, que mientras veía caer
a pedazos esa noche, pensé –como una terrible afirmación– que era ese
el daño menor por un hecho soñado por todo el resto que no éramos
nosotros. Entonces le confesé que en un momento de la noche, durante
esa batalla campal también barajé la posibilidad de tomar los hechos
como causal de divorcio, todo esto le confesé a Violeta, después lloré
angustiada y Violeta me abrazó fuerte, después nos miramos con una
mirada profunda y silenciosa y pensé que esa mirada tal vez sí sería una
causal de divorcio y también pensé en mi madre y en mi padre, espe-
cialmente en papá que era tan compinche nuestro, pero también pensé

SILVINA PERUGINO 57
que las sirenas que ahora escuchábamos, eran por pensar tanto en ellos
y tan poco en mí.
No sé qué fue lo que pensó Violeta, hasta el día de hoy nunca me
lo dijo, pero lo cierto fue que en ese momento, por primera vez en la
noche, no tuve ganas de irme, ni de salir corriendo. Todo lo contrario,
tuve ganas de quedarme, de quedarme mientras veía cómo mi vestido
blanco, blanquísimo, se iba tiñendo de un color Violeta. Violeta intensa.

58 TORTITA DE MANTECA
Cristina de los recuerdos

L a tarde que Cristina llegó a su casa de Ramos Mejía cargando el


violonchelo de madera, carcomido por los años aunque de un ta-
maño monumental, Carlos y Esteban que tomaban mate sentados en la
mesa de la cocina quedaron petrificados en sus lugares por el asombro
de ver cómo Cristina con sus sesenta y siete años, su solero verde de
flores amarillas y su monederito de puntitas de plástico cruzaba la calle
cargando el instrumento con la ayuda de Roque, el verdulero de la vuel-
ta. Claro que no entendieron cómo Cristina había sido capaz de traerlo
desde donde lo había traído, desde la lejana casa de la tía Ernestina. No
lo entendieron porque lo que ellos no sabían era que Cristina lo trans-
portaba no sólo con la fuerza de su cuerpo, también lo transportaba con
la fuerza de su alma; porque el único esfuerzo del cuerpo no hubiera
bastado para transportarlo desde la parada de colectivo que quedaba
a la vuelta de la casa, cruzando la calle justo frente de la verdulería de
Roque, y entrarlo en el porche y luego con malabares e ingenio pasarlo
por la puerta hasta colocarlo en el living; el solo esfuerzo del cuerpo
tampoco hubiera bastado para subirlo al colectivo número doscientos
setenta y tres, línea C, ante las miradas sorprendidas de pasajeros y
pasajeras; por eso, para subir el violonchelo al colectivo, Cristina usó
la fuerza del alma y también requirió ayuda extra cuando intentando
subirlo no pudo, y entonces gritó:
—¡¿No hay ayuda?! —y una mujer que estaba sentada en el primer

SILVINA PERUGINO 59
asiento ayudó a cumplimentar la tarea de subir el violonchelo al dos
setenta y tres. Después, discutió con el bolsillo la mala intención del
colectivero de cobrarle boleto al violonchelo y finalmente descansó con
la vida, plácidamente sentada en el tercer asiento individual de espaldas
a la ventanilla y de frente al pasillo, apoyando sus manos arrugadas
sobre el violonchelo que volvía a tener junto a ella, después de casi
medio siglo.
La casa donde Cristina vivía hacia cuarenta y nueve años no era gran-
de, era más bien pequeña. La construyeron en una porción de un terreno
propiedad de un tío de Cristina, que se los cedió para que tuvieran “un
lugar donde caerse muertos”, como decía el tío. Allí construyeron la
casa una a la par del otro, en esos momentos de la vida donde todo está
por hacerse, en esos momentos de la vida de la primera o de la segunda
felicidad, cuando una sabe muy bien dónde está pero siente que podría
ir a quién sabe qué lugar con el afán de poder ser alguna de la de los
sueños, alguna de ellas, alguna de las mujeres soñadas, alguna de las
que tocan el piano o el violonchelo, alguna de esas mujeres, aunque sea
sólo una de esas miles de mujeres que, alguna vez, una soñó ser.
En esos momentos construyeron la casita, recién casados pudieron
hacerla, dos habitaciones, un baño, una cocina, un living-comedor, y
apenas un jardincito para un jazmín y un rosal, eso era todo, ese era
todo el espacio que se necesitaba, para los sueños que aún estaban por
cumplirse.
Cuando Cristina trajo el Violonchelo, Carlos ya había olvidado por
completo que ella alguna vez había tocado ese instrumento. Ella tam-
bién lo había olvidado y el día que lo recordó decidió ir a buscarlo
por temor de volverse a olvidar. Trató de explicar esta necesidad a su
familia pero ellos prefirieron no darle mayor importancia, “cosa de mu-
jeres”, resumieron sin imaginarse cómo terminaría esta historia. Apenas
dos semanas más tarde, Cristina, presa de un nuevo recupero de la me-
moria volvió a la casa de la tía Ernestina. Durante la visita recordaron
viejos tiempos y tantos fueron los recuerdos que Cristina volvió a su

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casa munida de tres lámparas de pie, un baúl con fotos de la familia, tres
jaulas para pajaritos, un bebedero para gallinas, una frutera de vidrio y
la colección completa de botellas de güisqui del abuelo Antonio. Trató
también de explicar los hallazgos pero los varones prefirieron no darle
mayor importancia a las locuras de Cristina que, insistían, ya iban a pa-
sar; pero ella fue por más. Una tarde mientras recordaba viejos tiempos
junto a la tía Ernestina, recordaron la vieja casa del tío Miguel, en Claypole,
y la pérgola, la fabulosa pérgola llena de historias de ellas. La tía Ernes-
tina aún conservaba la tarjeta de la casa de demoliciones que arrasó con
la casa del tío Miguel, vendida por sus ingratos herederos cinco años
atrás. Buscaron la tarjeta entre los papeles de la tía y la encontraron:
“Demoliciones el Sol”, al dos mil cien de la ruta cuatro, Claypole. Allí
nomás salieron las dos desde Don Torcuato hasta Claypole en busca de
la pérgola, y mientras viajaban en el colectivo trescientos diez y ocho,
recordaban la espléndida pérgola donde la tía Ernestina fue cortejada
por su primer y único novio muerto en esa época en una epidemia de
fiebre amarilla. También recordaron que durante las tardes de verano
Cristina tocaba el Violonchelo bajo esa misma pérgola ante la sonrisa
de su madre, sus tías y su abuela, la pérgola florida de rosas y madre-
selvas. Bajaron del colectivo a la altura indicada en la tarjeta entre la
polvareda del camino, cruzaron imprudentemente la ruta tomadas del
brazo hasta la chatarrería y la encontraron porque entre ese amontona-
miento de hierros y alambres inútiles y maderas y puertas y ventanas
de todo tipo, la pérgola se imponía. Se detuvieron las dos frente a ella y
permanecieron algunos minutos mirándola, como atontadas.
Cristina se dirigió a los empleados y les explicó de qué se trataba todo
esto, les explicó del recupero de la memoria y les contó que en su casa
la esperaba un violonchelo para ser tocado bajo esa misma pérgola. No
hubo más que explicar, sólo pagar el precio y los chicos la subieron al
camión para transportarla. También compró dos bancos de plaza y una
mesa de jardín que Cristina insistió en llevar por si eran del tío Miguel.
La pérgola ocupó todo el patio y todo el jardín, Carlos intentó persuadir

SILVINA PERUGINO 61
a los chicos de la demolición para que no la amuraran, pero Cristina
había pagado también por la colocación. Después intentó hacer entrar
en razón a su mujer con quejas subidas de tono, todo fue inútil.
Debajo de la pérgola quedaron los dos bancos de plaza, la mesa de
jardín, las jaulas para pajaritos, el bebedero de gallinas y la colección de
botellas de güisqui, y apenas si quedaba lugar para abrir la puerta que
conectaba el patio con la cocina, digamos que se abría por la mitad.
—Suficiente para que pasemos — decía Cristina. Y así fue.
El baúl con las fotos quedó junto al violonchelo y las dos lámparas
de pie, en el living-comedor. Así pasaron los meses mientras Cristina
diariamente limpiaba uno a uno los objetos valiosísimos de su pasado
intentando afinar su memoria, porque tenía la certeza de estarse olvi-
dando todavía de algunas cosas. Durante este tiempo la familia volvió
a encontrar el equilibrio cotidiano de su vida, equilibrio que hubo de
romperse el día que Cristina llegó de la cuarta visita que hizo, esta vez
a su tío Luis.
Era una tarde de noviembre, ella había salido temprano de su casa y
no llegaba aún entrando el atardecer. Carlos se sentía realmente fasti-
diado por la falta de previsión de su mujer de no haber dejado preparada
la cena frente a una posible tardanza y Esteban coincidía con su padre
en ese fastidio. Un instante después coincidieron también, pero esta vez
en olvidarse de la coincidencia por el fastidio de la cena no prepara-
da, viendo cómo estacionaba frente a la casa una camioneta estanciera
blanca destartalada y cómo bajaba de la misma un señor robusto y de-
trás de la camioneta bajaban tres jóvenes atléticos y del lado del acom-
pañante bajaba Cristina con el batón floreado con florecitas rojas y el
monederito de puntitas de plástico apretado con sus dos manos sobre el
pecho y que con una cara de tremenda felicidad miraba y guiaba a los
muchachos que ahora bajaban de la estanciera un piano.
—Un piano —dijo Esteban.
—Un piano —repitió Carlos, sin sacar los ojos de la escena que como
una película de terror se reflejaba desde la ventana. Un piano que metie-

62 TORTITA DE MANTECA
ron como pudieron en el cuarto de Esteban, donde además acomodaron
una guitarra, una mecedora de mimbre y dos bombos legüeros. En el
único espacio que quedaba del living pusieron el armario verde para
vasos de la tía Clarita y en la cocina quedó la vitrola del vecino del tío
Luis. Desde ese día entrar en el cuarto de Esteban o ir por cualquier
asunto al living fue tarea prácticamente imposible. Él hizo escuchar sus
reclamos y Cristina se enfrentó por primera vez en su vida a su propio
hijo y le dijo que fuera pensando en desocupar ese cuarto, porque ella
todavía no acababa de recuperar su memoria. Él trato de resistir pero
Cristina estaba decidida, tan decidida que el día en que trajo el reloj de
pie y Esteban desató su ira a gritos, ella misma entró haciendo mala-
bares al cuarto de su hijo, le armó un bolso con la ropa y se lo dio en
sus manos y también le dio un volante de una pensión que quedaba en
Alsina tres cuatro tres.
—Esteban ya es grande para vivir con sus padres, a los treinta y cua-
tro años ya es edad para independizarse —decía sin pena mientras aco-
modaba sobre la que ya no era la cama de su hijo, el lustroso reloj de
pie.
Pasaron –no podría precisar cuántos– meses desde que Esteban dejó
la casa hasta la mañana que Carlos se levantó y se dio cuenta que para
poder bajarse de la cama tenía que arrastrarse hasta los pies de la misma
y recién desde allí pisar el suelo, y caminar con laterales hasta la puerta
que también se abría hasta la mitad pero que bastaba para entrar y salir,
como decía Cristina, porque en su cuarto había un total de cuatro mesi-
tas de luz, dos aparadores, cinco lámparas de pie, tres percheros de pie,
dos canastos para ropa y un ventilador de pie, además del que ya tenían
en el techo. Esa mañana decidió hablar seriamente con su mujer, no
podía seguir permitiendo esta suerte de invasión inocente de recuerdos
que ya había echado a su propio hijo de la casa y que ahora no dejaba
lugar siquiera para caminar a él, al mismísimo que levantó con sus pro-
pias manos esa casa que ahora parecía la casa de otra.
Carlos llegó a duras penas a la cocina, Cristina ya estaba en la mesa,

SILVINA PERUGINO 63
lustrando dos ceniceros de bronce de la abuela Amelia mientras tomaba
mate, y Carlos empezó con los reclamos. Pero ella no lo escuchó, no
le contestó, ni siquiera lo miró, pudo ignorarlo sin mayores complica-
ciones y seguir con sus labores. Carlos la increpó más severamente y al
ver el desinterés de su mujer, la tomó fuerte del brazo para obligarla a
dejar la labor. Cristina soltó la gamuza y el cenicero, levantó lentamente
la cabeza y lo miró fijo. Pero no lo miró sólo con sus ojos, no sólo con
los ojos, lo miró con los hombros, con los brazos, con los dientes, con
la cabeza, con todo el cuerpo y no sólo con el cuerpo, lo miró con los
años, con los sesenta y siete años que cargaba sobre sus espaldas y lo
miró con los odios de los sueños incumplidos y lo miró con los gritos
silenciados y lo miró con la decisión de mirarlo, de mirarlo todo con
esa mirada que no era sólo la mirada con los ojos, era la mirada con la
decisión que él supiera que ella era capaz de mirarlo como nunca antes
lo había hecho.
—Soltame —sólo esa palabra pronunció y Carlos se aterró ante esa
extraña que no solamente lo amenazaba con la mirada.
Ella tomó los ceniceros y los guardó en la mesa ratona que había
traído de la casa de no recuerdo qué tío, y guardó el limpia bronce y la
gamuza, tomó el monedero de puntitas de plástico entre sus manos y
se encaminó hacia la puerta. Carlos permanecía perplejo con la saliva
atragantada, con los ojos desorbitados, con la vida que le caía encima
cobrando deudas y a esta edad...
—En la pensión de Esteban hay lugar —le dijo Cristina, y se fue.
Carlos tardó en irse de la casa, pero cuando por fin se fue Cristina
pudo ejercitar más libremente que nunca el recupero de la memoria.
Recuperó las hamacas de su niñez, recuperó las flores y los animales
con los que jugaba de niña, recuperó los versos que escribía, recupe-
ró las historias que le contaba su nona en la cocina entre los vapores
saborizados de las ollas de pucheros, recuperó los habanos del abuelo
Antonio, recuperó los vestidos de puntillas y las ganas de ser cantante,
recuperó los disfraces de bataclana y las ganas de ponérselos, recuperó

64 TORTITA DE MANTECA
los ruleros, los lápices labiales y el polvo volátil para rostro y cuerpo. Y
quedó por la vida ejercitando durante años el recupero de la memoria,
en un presente sin espacio para quienes destruyen los sueños.

SILVINA PERUGINO 65
66 TORTITA DE MANTECA
Elizabeth de las tijeras

A llanaron todo. Cada rincón de la casa. No encontraron nada, ab-


solutamente nada. Eran cinco varones y una mujer de uniforme,
traían orden judicial con sello, sellito, sello medalla, sello de agua, fir-
ma y todo. La orden estaba en regla, ella se fijó detenidamente en esto
antes de dejarlos entrar, y lo hizo sin oponer resistencia, sabía que en
la casa no había nada, y no lo hubo, sólo que igualmente la detuvieron.
Fue muy rápido, demasiado rápido como para saber qué fue primero,
qué fue después. Los cajones del dormitorio los dieron vuelta uno a
uno, cortaron el colchón en cinco partes, revisaron entre la goma es-
puma, desarmaron el placard: le sacaron las puertas, el piso, el techo,
al sillón del living lo cortaron a navajazos, los cajones de la cocina, la
heladera, la alacena, todo rompieron, todo desarmaron y no encontraron
ni una sola prueba.
Cuando terminaron de allanar la casa, la detuvieron. Ella no quiso
llevarse nada. La esposaron y la condujeron hasta el patrullero que es-
peraba en la puerta, salió con la cabeza gacha porque no quiso ver. No
quiso ver a Mario el almacenero de enfrente, a Marta la vecina de al
lado parada junto a su suegra y sus hijos, no quiso ver a doña Rogelia,
la mujer que le alquilaba la casa, no quiso ver a Stella y Eduardo los
profesionales que vivían junto al almacén, no quería verlos, de ninguna
manera, verlas a ellas a quienes ella misma había salido varias veces a
buscar desesperada, en horas de la noche a los gritos pidiendo auxilio,

SILVINA PERUGINO 67
pidiendo que por favor alguien la ayude y nadie contestaba, a ellos a
quienes les había golpeado las puertas de las casas la noche en que
el marido le rompió los dientes, y chorreando sangre había salido a
buscar auxilio y nadie salió, nunca salieron, ninguno, ninguna. Por eso
Elizabeth prefirió no ver a quienes ahora salían a la calle, indignados
por la visita al barrio de un patrullero de la policía, comentando por lo
bajo quién sabe qué cosas, en una tarde fría de agosto, más fría entre las
miradas frías de esa gente esencialmente fría.
Salió caminando más despacio que la oficial que la llevaba, desgana-
da, y con una terrible sensación de lástima, no en dejar esa casa que en
cierta medida nunca había sentido suya, ni en dejar ese barrio que nunca
sintió suyo, lo que le dio lástima fue no haberse ido antes de esa casa y
de ese barrio, mucho tiempo antes de esta detención.
La llevaron a la Comisaría de la Mujer, en Ezeiza. Bajó del patrulle-
ro mirando el piso y se recordó caminando sobre ese mismo camino
hecho entre el jardín, que rodea la casa antigua devenida en comisaría,
se recordó caminándolo entre tumbos en una noche cálida, con la ca-
beza gacha como ahora, se recordó mirando cómo ese mismo camino
de baldosas color crema, ásperas, marcadas con hendijas, gastadas por
el tiempo, se iba manchando con gotitas de sangre que caían desde su
boca y que apenas podía contener con sus manos, sus manos que tam-
poco alcanzaban para contener, no las lágrimas, no sólo las lágrimas,
sino esa catarata de indignación y de bronca que le salía a chorros por
los ojos, esa catarata contenida apenas por sus manos, las mismas que
iba limpiando entre sus ropas, mientras caminaba. Después se recordó
caminándolo tiempo atrás, también de noche, mirándolo apenas con
el ojo que le había quedado sano perdiendo el equilibrio a causa de un
dolor severo en el lado izquierdo de su cabeza, por lo cual caminaba
también sobre el jardín verde de pasto parejo con flores amarillas, es-
forzándose por no torcerse y luchando por encaminarse nuevamente en
ese camino, en momentos donde buscaba que alguien la rescatara del
infierno. Y se vio parada una vez más ante esa misma puerta, sólo que

68 TORTITA DE MANTECA
ahora una oficial la custodiaba. Entraron y esperaron unos minutos ante
el escritorio regenteado por la misma mujer que en las dos oportunida-
des que Elizabeth se había acercado por sus medios a esa comisaría, una
vez con los labios partidos y las encías en sangre y la segunda vez con
un ojo en compota, le había dicho:
—No hay personal para tomarle la denuncia, señora. Tranquilícese
y vaya para su casa, las cosas de una, no hay que andar ventilándolas
por ahí...
Esa misma mujer que ahora con un llamado, con un sencillo y corto
llamado, conseguía que cinco mujeres policías aparecieran inmediata-
mente a cumplimentar una serie interminable de trámites para la deten-
ción, y mientras observaba cómo le pasaban una y otra vez un rodillo
teñido de tinta azul sobre las gemas de sus dedos, recordó que la última
vez que fue a esa comisaría, hacía más de un año, se había prometido no
volver a pisarla nunca más en carácter de víctima. Sonrió al acordarse
de la promesa y se jactó de haberla cumplido en cierta medida.
Pasó la noche en un calabozo, junto a dos chicas detenidas por contra-
venciones, durmió mal sobre un colchón más húmedo que el piso, entre
los gritos y las quejas de las otras chicas detenidas en otros calabozos.
Dormitó añorando los momentos felices, las sonrisas, los momentos de
amor y compañía, se durmió añorando esa felicidad que nunca tuvo.
A la mañana siguiente la llevaron a tribunales, a la Unidad Funcional
de Instrucción número treinta de Ezeiza.
—¿Nombre?
—Elizabeth.
—¿Con th?
—Sí.
—¿Apellido?
—Sánchez.
—¿Edad?
—Treinta y nueve.
—¿Estado civil?

SILVINA PERUGINO 69
—Casada.
—¿Domicilio?
—Perales mil trescientos, departamento ocho.
Así comenzó el interrogatorio que Elizabeth contestó de principio a
fin durante una tarde increíblemente gris de abril, más gris a través de
los vidrios de las ventanas de las fiscalías que dan a los otros vidrios
de las otras ventanas de las otras fiscalías, por cierto increíblemente
grises.
Allí le explicaron que en la causa donde se investigaba la desapari-
ción de su esposo ocurrida dieciséis meses atrás, se habían encontrado
indicios vehementes como para sospechar que su esposo más que desapa-
recido podría estar muerto, y que ella podría estar involucrada en esa
muerte. A pesar de las simples respuestas que Elizabeth encontró sin
complicaciones para las simples preguntas que la secretaria hacía con
cierto desgano, quedó de todas maneras detenida. Pasaron varias sema-
nas hasta que el fiscal dictó el sobreseimiento provisorio por falta de
mérito, pero junto al sobreseimiento llegaron los antecedentes. Eli-
zabeth Sánchez había sido excarcelada hacía cinco años en una causa
que se le seguía por el delito de robo agravado, por ser en poblado y
en banda, hecho ocurrido en San Martín y por el que fuera condenada
hacía dos años y medio a la pena de cinco años y siete meses de prisión
de cumplimiento efectivo por la totalidad de la pena, ya que a la fecha
del robo se encontraba cumpliendo una probation por un delito anterior,
un hurto simple, sucedido en Temperley. Visto esto, Elizabeth quedó a
disposición del tribunal oral número tres de San Martín –que la había
declarado prófuga– y que ahora tenía la oportunidad de cobrarle las
cuentas que ella le debía a la justicia. Por aquel robo, el día veintitrés
de agosto del año dos mil cinco, Elizabeth Sánchez quedó detenida en
el penal de mujeres. La trasladaron a las dos semanas, viajó durante dos
horas y llegó al lugar donde había estado hacía casi veinte años, cuando
cayó por primera vez, por el primer robo simple. Aquella vez la recibida
al penal se la hicieron los guardias, que eran seis: el negro Ramírez, el

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bombero loco, el doctor, el pulga y el lagarto. Primero fue la requisa a
cargo de dos guardias femeninas, en un cuarto grande y cementado don-
de la dejaron sola un buen tiempo. Fue allí cuando ella sintió por prime-
ra vez en su vida cómo el frío le subía desde los pies dando puntazos, le
traspasaba la piel, le llegaba a los huesos, y cómo se le iba durmiendo el
cuerpo y después sólo frío. Cuando terminaron con la requisa la dejaron
en ese mismo cuarto del penal, con una manta en la que se acurrucó
en un rincón. Era un cuarto interno sin ventanas, en el hueco del techo
para la iluminación colgaba un foquito con luz mínima, había un silen-
cio de ultratumba, no se escuchaba nada ni siquiera cerca de la puerta
de hierro celeste. Sabía que había llegado temprano pero a esta altura
había perdido la noción del tiempo, hasta que llegaron ellos, ellos seis,
y Elizabeth enseguida supo de qué se trataba. El más grandote, Ibáñez,
la llevó de un brazo al centro del cuarto, la rodearon, dos de ellos le
sujetaron las piernas, otros dos le sujetaron cada uno de los brazos y era
demasiado, no hacía falta tanto porque ella de todas formas no podía
defenderse y empezó el negro, el negro Ramírez y se turnaron uno por
uno los seis. Primero le hirvió la sangre y sólo pensaba en el momento
de liberarse de ese tormento. Después empezó a sentir cómo los brazos,
las piernas, la espalda se raspaban una y otra vez sobre el cemento del
piso helado mientras cada centímetro de su piel empezaba a lastimarse
por esa presión que ejercían sobre ella, desde su cuerpo hacia el piso.
Después ni siquiera eso, después ya no sintió nada. Estuvo consciente
hasta el último minuto y los observó detenidamente hasta que el último
en irse de los seis cerró la puerta, los miró uno por uno para no olvidarse
nunca de esas caras por si se las volvía a cruzar en otras circunstancias.
Cuando la llevaron al pabellón, se desplomó.
Con los años supo que a Ibáñez lo mataron en un motín en Valle
Grande y al bombero loco lo mató un agente de la fuerza confundién-
dolo con un ladrón. El negro Ramírez y el lagarto permanecían en la
unidad de mujeres, pero como choferes, ya no podían ingresar en el
penal por una resolución basada en “la tentación que les implicaba a los

SILVINA PERUGINO 71
varones ver tantas mujeres todas juntas”. El doctor y el pulga se habían
jubilado.
Esta vez la requisa fue mas rápida y no hubo recibida. Elizabeth no
tardó en adaptarse, se encontró con algunas de las chicas que se había
cruzado alguna vez en los penales y empezó a trabajar en el taller de
costura, además de retomar sus estudios. Pero el día que le anunciaron
que empezaría a dictarse en el penal un curso de peluquería, fue la pri-
mera en levantar la mano para anotarse.
Desde chica Elizabeth había tenido pasión por la peluquería, más
precisamente por los cortes de cabellos. En su casa desde niña era la
encargada de los cortes de pelo de abuelas, abuelos, tíos, tías, hermanas,
hermanos, vecinas y vecinos, y así se las rebuscó para sobrevivir, entre
otras cosas, incluso hasta antes de caer presa.
Al curso de peluquería lo impulsó la secretaría de cursos para el tra-
bajo del penal. Eran dos clases semanales, durante cuatro meses, las
inscriptas eran un total de treinta y cinco, la academia de peluquería
“Frida” era la encargada de dictar el curso. Elizabeth no tardó en des-
tacarse. Hizo cortes de cabellos increíbles y rápidamente fue convoca-
da como ayudante en las clases, al cierre del taller recibió el diploma
de honor y mérito y empezó con las demostraciones públicas de sus
habilidades. Daba clases magistrales en las que se invitaba a las auto-
ridades no sólo del penal sino de otras cárceles cercanas, además de
los miembros de otros poderes del estado como diputados y senadores
y en una oportunidad el mismísimo ministro presenció con asombro y
entusiasmo cómo Elizabeth apenas en treinta minutos realizaba entre
cuatro y cinco cortes de estilo punk, por ejemplo, flequillos plumeros,
flequillos rollingas, flequillos dobles y hasta verdaderas esculturas de
pelos en las cabezas de las voluntarias. Las autoridades del penal de
mujeres no pudieron resistirse a la precisión de las tijeras de Elizabeth,
lo que ayudó a cambiar el look tan formal y rígido. Incluso abogadas y
abogados de renombre en el trabajo en cárceles cambiaron el estilo bajo
sus tijeras. Así fue como ella rápidamente se convirtió en instructora

72 TORTITA DE MANTECA
de cursos de peluquería dando clases a las internas de los diferentes
penales y a personas libres que venían desde distintos lugares de la
provincia y del país.
Dio entrevistas a diarios, revistas y hasta canales de televisión de-
mostrando las técnicas de peluquería, en su mayoría inventadas por ella
pero que a la hora de los cortes provocaban aspectos increíblemente
buenos. A los pocos meses de estar detenida se había convertido en
una presa super-star, había ganado fama y popularidad. La popularidad
no fue sólo a partir de los cortes de cabellos, también se generó por la
profundidad de temas que comenzaron a abarcar las entrevistas donde
Elizabeth se vio contando los sucesos que la llevaron, primero desde
pequeña a andar por la calle y que, de grande, la llevaron a ir terrible-
mente golpeada por su esposo a la comisaría de la mujer para hacer la
denuncia, la denuncia que nunca le quisieron tomar. Y las circunstan-
cias que la hacían permanecer presa cumpliendo la pena por un robo
ocurrido hacía más de cuatro años. Así fue como Elizabeth comenzó
a recibir una increíble cantidad de cartas de solidaridad escritas por
mujeres de distintos lugares de la provincia y del país dando muestras
de gratitud y apoyo.
El cinco de abril de ese año llegó al penal de mujeres la invitación
para que Elizabeth Sánchez participara del “Tercer certamen nacional
de peluquería” a realizarse en la provincia de Córdoba del veintinueve
de abril al seis de mayo. Elizabeth comenzó a preparar los cortes que
expondría en el concurso, coincidieron esos días con la libertad de Ana-
bella Peralta una de sus compinches. Elizabeth le pidió que fuera a la
casa que ella alquilaba en Ezeiza primero junto a su marido y después
sola desde la ausencia del mismo. La dueña de la casa vivía a dos casas
contiguas sobre la misma vereda, mirando la casa de frente hacia la
izquierda.
—Fijate si la vieja me vendió todo, si no, te podés quedar a vivir allí.
Si la vieja no quiere alquilarte, llevate lo que te sirva y si podés llevarte
todo, llevate todo. Eso sí, la gata llevátela vos que seguro la cuidás, se

SILVINA PERUGINO 73
llama Catalina. Fijate si la vieja esa me la cuidó, si no buscala por ahí,
si no ya fue.
A los diez días de estar en libertad, Anabella fue con Ramón, su pa-
dre, hasta la dirección que le dio Elizabeth. Cuando llegó tocó la puerta
en la casa de Rogelia García, la mujer atendió desde la ventana:
—Doña, vengo de parte de la Elizabeth Sánchez. Ella está encerrada,
vio, y me dijo que venga a buscar las cosas de ella, si están, si no, no
sé...
—¡Gracias a dios y a maría santísima! —gritaba Rogelia mientras
abría la puerta y abrazaba sin contemplaciones a la muchachita simpá-
tica y divertida que traía la buena noticia.
—Yo no sabía qué hacer, tengo la casa prácticamente vendida y no
sabía qué hacer porque la vi en televisión y en el diario, pero como no
se acercó, ¡yo no sabía qué hacer!
—¿Acercar? Qué se va a acercar doña, si está encerrada hasta la ma-
nija la otra... ¡Acercar! ¡Ja!
La mujer los acompañó hasta la casa, era una casa antigua evidente-
mente remodelada, con ocho departamentos en propiedad horizontal.
El de Elizabeth era el del fondo, tenía un gran parque con el pasto cre-
cidísimo y abandonado, la señora abrió la puerta y Anabella y Ramón
no disimularon la cara de asco y se voltearon para evitar sentir ese olor
nauseabundo que salía de la casa, una mezcla de encierro y comida
podrida.
—Yo entré una sola vez a buscar a la gatita, pobrecita, la tengo en
casa.
Cuando Anabella entró, la impresionó ver todo revuelto como si el
allanamiento hubiera ocurrido en ese mismo instante, sabiendo que ya
había pasado bastante tiempo. Le entregó una carta firmada por Eli-
zabeth a Rogelia –la carta número dos–. Anabella se había hecho un
machete con las indicaciones:
—Si la vieja me tiró todo, le das la carta uno. Si la vieja me bancó, le
das la carta dos.

74 TORTITA DE MANTECA
En la carta uno le reprochaba haberle tirado todas sus pertenencias y
la insultaba por la falta de consideración, afirmando que no podía espe-
rar otra cosa de una vieja careta como ella. Le decía que si la gata Cata-
lina andaba todavía por ahí, le indicara a Anabella para que se la llevara
y que por lo que hizo ya dios le daría su merecido porque en esta vida
todo lo que va, vuelve. En la carta dos le agradecía enormemente haber-
la bancado en estos momentos tan difíciles, que realmente no esperaba
otra cosa de ella, una mujer tan humilde y sensible, que por favor le
entregara –en caso de conservarla– la gata Catalina a Anabella aunque
no sabía si la gata podría estar mejor en otras manos que no fueran las
suyas y que pronto iría personalmente a agradecerle tanto aguante. Así
que Anabella repasó el machete y le entregó la carta dos.
—Acá tiene, doña, le manda la Eli, la carta dos —dijo Anabella y
Rogelia no entendió a qué se refería con la numeración, pero cuando
empezó a leerla se emocionó hasta las lágrimas.
—¿Usté alquila la casa, doña?
—Nooo, querida, ¿no te digo que la tengo prácticamente vendida?
Estaba esperando qué hacer con las cosas de Elizabeth, si aquí no que-
dan departamentos alquilados, los fui desalquilando uno por uno, sólo
queda el de Elizabeth.
Anabella cargó lo que pudo en la furgonera de Ramón, se llevaron la
gata y prometieron volver a la semana siguiente.
—¡Por favor vuelvan, yo ya voy avanzando con la venta! —les grita-
ba Rogelia mientras se iban.
Cuando volvieron según lo prometido, esta vez en un camión para
cargar lo que quedaba, en la fachada de la casa había un cartel enorme
de la constructora “Mercedes Alonso”.
—No sabés, Eli, el cartelón que pusieron. Van a hacer un edificio de
cincuenta departamentos, mirá, no sé si son cincuenta o ciento cincuen-
ta, ¡pero son un montón! ¡Con cocheras subterráneas!
—¿Cocheras subterráneas?
—¡Sí! ¿No es increíble?

SILVINA PERUGINO 75
Y Elizabeth abrió los ojos enormes y la boca más enorme, empalide-
ció y pareció no seguir escuchando a Anabella, que estaba emocionada
con el mega emprendimiento.
—¡La vieja está como loca! Pobre infeliz, se cree que van a ser de ella
los departamentos, si ella vendió todo, ¿no que no le corresponde nada?
Porque mi viejo dice que a lo mejor algo le corresponde, pero yo creo
que no, porque si lo vendió ¿o no que no le corresponde nada? ¿Eli?
—No, seguro que no.
—Es lo que yo digo, ¡pero vos no sabés lo que es ese cartel! Bueno,
cambiando de tema, las cosas las llevé todas, algunas sirven y otras no
y la gata esta divina...
—¿No sabés si empezaron con la obra del edificio?
—La vieja me dijo que empezaban en tres o cuatro días... a ver...
empezarán...
—¿Pasado mañana, no?
—Sí, pasado mañana.
Y Elizabeth se fue para el pabellón, con el corazón que se le salía y
con la garganta seca, buscó con desesperación en su carpeta de pelu-
quería y confirmó que en tres días estaría viajando al concurso nacional
de peluquería.
El veintisiete de abril a Elizabeth la levantaron a las cuatro de la ma-
ñana, la sacaron esposada llevando como podía el bolso con la ropa,
la correspondencia y la valija con el set de peluquería, en la mesa de
entrada del penal cumplimentó una serie interminable de firmas para el
permiso y esperó unos minutos para que llegara la guardia designada
para acompañarla en el viaje. En la calle las esperaba la combi azul del
servicio penitenciario, en marcha desde hacía unos minutos. Ella y la
guardia subieron al vehículo, se sentaron en la parte de atrás y la combi
arrancó.
Ese mismo día en la calle Perales al mil trescientos de Ezeiza, pu-
sieron las excavadoras en funcionamiento a las cinco de la mañana.
Durante una hora las mantuvieron encendidas para que calentaran, era

76 TORTITA DE MANTECA
el cuarto día de trabajo en la obra. Primero se demolieron los departa-
mentos, después se sacaron los escombros y ahora con el terreno pe-
lado comenzaban las excavaciones. Desde el comienzo de la obra el
barrio estaba convulsionado, los vecinos y las vecinas se levantaban a
la madrugada con el sonido de los motores y luego salían a presenciar
el trabajo de los constructores. Algunos guiaban con sugerencias a los
peones, otros observaban atónitos y las mujeres les convidaban a los
obreros con mate y tortas fritas como en agradecimiento a esta suerte
de desagravio al barrio después de tanto olvido.
Apenas el vehículo arrancó, Elizabeth observó a los choferes. Eran
ellos, eran dos de los seis, eran el negro Ramírez y el lagarto, con va-
rios años encima y que parecían no reconocerla. De hecho no la reco-
nocieron, ella pudo darse cuenta de eso a lo largo de la conversación
que entablaron durante las interminables horas de viaje, entre el mate
que preparaba la guardia y que a Elizabeth se le dificultaba tomar por
las esposas. Entonces el negro Ramírez le dijo a la guardia que se las
sacara, que no eran necesarias en el viaje, sólo cuando bajaran a cargar
gas y nafta, y así fue como la liberaron del tormento de las esposas.
La idea también era ir practicando con algunos cortes de pelo, para el
concurso.
Un poco antes del mediodía las excavadoras estaban en el fulgor del
trabajo. Algunos de los peones trataban de persuadir a los vecinos y a
las vecinas para que no se acercaran tanto al lugar por su seguridad. Ha-
bían llegado los arquitectos y los ingenieros, doña Rogelia permanecía
parada sobre un montículo de tierra, con los zapatos de taco negros, con
la pollera negra recta y el saquito de lana verde, teñidos del marrón de la
tierra que volaba en el lugar, con la mano derecha sobre las cejas tapan-
do el sol, asombradísima por el trabajo monumental de esas máquinas
que nunca antes había visto en su vida. Era la hora de trabajo más con-
currida por vecinos y vecinas, niñas y niños del lugar. Las máquinas se
encontraban en el parque que alguna vez fue de Elizabeth. Uno de los
peones manejaba la excavadora, que hundió en la tierra dura del jardín,

SILVINA PERUGINO 77
la hundió y la hundió, más y más hasta donde daba la máquina y empe-
zó a elevarla con el solazo del mediodía de frente a la excavadora, que
traía tierra negra, negrísima, húmeda que se iba de a poco desprendien-
do y dejaba ver enormes huesos largos de color blanco grisáceo. Más
se elevaba y más se desprendía la tierra, más se asomaban los huesos
dándole forma a un tórax, un enorme tórax, más enorme ante la mirada
de horror de los asistentes al trabajo de las excavadoras.
Pronto Elizabeth puso en funcionamiento su set de peluquería. Em-
pezó por Mariana, la rubia lánguida que la custodiaba, que tenía el pelo
larguísimo y lacio que le pasaba la cintura. Comenzó a recortarle el pelo
mientras cantaban canciones de moda viajando entre el verde increíble
del campo, con el sol alumbrando ese viaje insólito en la combi azul del
servicio carcelario. Mariana quedó irreconocible con el corte, tenía otra
expresión en su rostro, como si con el pelo le hubieran sacado algunos
pesos de encima. Cargaron nafta y gas entrando a la provincia de Cór-
doba, después del mediodía, y siguieron camino ahora con dos cortes
de pelo por hacer.
En la calle Perales pararon las excavaciones y llamaron a la unidad
funcional de instrucción de turno de Ezeiza. El agente fiscal junto con
cinco secretarios y diez empleados de la policía científica se presen-
taron en el lugar del hallazgo y constataron que se encontraban ante
huesos humanos que a simple vista llevarían varios meses enterrados.
Pronto cayó la sospecha que estos huesos podrían pertenecer al marido
de Elizabeth Sánchez, cuya desaparición era investigada por la misma
fiscalía. El fiscal volvió a su oficina y mientras se realizaba el estudio
sobre los huesos hallados, mandó un oficio en carácter de urgente para
citar a Elizabeth a fin de tomársele ampliación de la declaración inda-
gatoria. Cuando el oficio llegó al penal se provocó un revuelo increíble,
trataron de comunicarse por medio del radio a la combi, pero fue inútil.
Tuvieron que llamar a la policía caminera de la provincia de Córdoba
para que intercepte la combi lo antes posible.
Elizabeth sabía de qué se trataba. Primero supo de qué se trataba la

78 TORTITA DE MANTECA
exclusión y por eso después supo de qué se trataban los hurtos, los
robos y los robos a mano armada. Después, a los veinte, supo qué sig-
nificaba caer presa y lo que otros podían hacer sobre su cuerpo sin re-
presalias. Después supo que sobre su cuerpo se podían hacer muchas
otras cosas, cosas que nunca había imaginado, ni en el peor pabellón
de la cárcel de mujeres, cosas terribles, que se hacían en la cocina de su
casa, o en el baño o en el dormitorio. Después supo lo que es ir a una
comisaría con los dientes rotos y las encías en sangre y que te digan que
“no-hay-per-so-nal-pa-ra-to-mar-la-de-nun-cia”. Después supo de qué
se trataba tener ganas de morirse, después supo cómo era tener ganas
de matar. Eso lo supo el día que, cuando recuperó la conciencia, estaba
debajo de la cama con un tajo en la cabeza mientras su marido vestido
con el uniforme le pateaba los tobillos y la apuntaba con la reglamenta-
ria, mientras le decía “nunca más llamés a los vecinos”. Allí se imaginó
recortándolo pedacito por pedacito, mientras estuviera durmiendo, con
las tijeras, con las tijeras que manejaba desde los seis, haciendo por su
bien lo único que ella sabía hacer. Recordaba cada instante, mientras
practicaba sobre la cabeza de Ramírez otro corte de pelo y mientras
miraba de reojo el bolsito que traía donde guardaba, como un tesoro,
entre sus ropas, las miles de cartas de mujeres que también sabían de
qué se trataba.
A toda velocidad, se desplazaban por la ruta. Eran cinco camionetas,
dos iban con dirección este-oeste, tres en la dirección contraria. A las
primeras dos las escoltaban tres patrulleros y cinco motos y a las otras,
tres patrulleros y cuatro motos. Sobrevolaban la zona dos helicópteros.
Encontraron la combi recién a las veintidós horas de la noche, estacio-
nada a un costado del camino justo bajo un enorme algarrobo y con
las luces apagadas, por lo que se había dificultado un poco el hallazgo.
La rodearon. Bajaron de los patrulleros apuntando hacia la camioneta
temiendo qué podían encontrar. Con un altoparlante se llamaba a los
ocupantes a salir con los brazos en alto, pero no había respuesta. Tu-
vieron que acercarse. A los cabos que encabezaban les temblaban las

SILVINA PERUGINO 79
manos y los revólveres. Se acercaron dos, uno de cada costado de la
combi, se acercaron más y vieron al chofer tirado sobre su volante y al
acompañante como recostado sobre la guantera. Primero dieron vuelta
al negro Ramírez que conducía, tenía un corte de pelo estilo punk y una
tijera clavada en la yugular. Luego el cabo más novato observó dete-
nidamente la cabeza del lagarto completamente rapada, con una cresta
que iba desde la frente hasta la nuca, lo tomó del cuello del uniforme y
lentamente lo volvió para atrás, y allí lo vio con una tijera clavada en
su frente y los ojos abiertos en sangre. El cabo gritó horrorizado y al
unísono se escuchó otro grito de horror que venía de la parte de atrás de
la combi. Observaron los asientos de atrás y allí estaba ella, Mariana,
completamente fuera de sí, irreconocible, con su corte de pelo rarísimo,
que no paraba de llorar y de temblar. La bajaron del vehículo, trataron
de tranquilizarla y de tomarle alguna declaración que pudiera guiarlos
en la búsqueda de Elizabeth, pero ella no podía dejar de repetir las úni-
cas catorce palabras que pronunciaría por el resto de su vida, aún en su
larga internación en un hospital para enfermas psiquiátricas:
—Vos te salvás porque sos mujer, me dijo. Y se la tragó la tierra.

80 TORTITA DE MANTECA
Ella

a Santiago Perugino
a Agustín Zimerman

ELLA EN PRIMERA

Es tarde. Es muy tarde en la oficina, ya ha caído el sol hace rato y los


coches del centro se esconden en una noche que de a poco empieza a
imponerse. Hace frío, pero en la oficina el clima es cálido. Ella está sen-
tada en una silla junto al escritorio de madera, deslucido ante el amon-
tonamiento de papeles con miles de anotaciones, de cartas, de notas,
de pedidos. La luz está encendida, pero ella además usa la luz de una
lámpara de escritorio que la ilumina, la ilumina más. Está encorvada,
demasiado encorvada, sobre el escritorio con una lapicera de tinta en la
mano, anotando a qué personas derivó el pedido que acaba de atender.
Este pedido, el que ahora anota, era de una mujer muy mayor, que lle-
gó desde una ciudad balnearia del interior de la provincia al centro de
la ciudad y tenía un pedido como miles. Ella ya la había atendido, ya
había derivado rápidamente ese pedido que debería estar resuelto en el
término de dos días, pero igualmente anotaba, registraba esa entrevista,
como registraba cada una de las entrevistas, las que tomaba en la ofici-
na. Había otras que no podía registrar porque las tomaba en las calles,
en los clubes, en las sociedades de fomento, esas no las podía registrar
porque no hacía a tiempo, esas quedarían registradas en la memoria, en
la de ella, en la de ellas y en la de ellos. Esas quedarían registradas en
la memoria histórica del pueblo, de su pueblo y mientras anotaba recor-

SILVINA PERUGINO 81
daba a esa mujer, que recién atendió con el pelo negrísimo y los ojos
negrísimos, y esa piel arrugada de frío y de calor y de intemperie y esas
ropas desteñidas por la pobreza y el hambre. ¿Cómo es posible? ¿Tanto
odio? ¿Cómo es posible? Se pregunta mientras escribe y le vuelven las
ganas de abrazarla como recién lo hizo, al despedirla, fuerte muy fuerte.
Y le dan ganas de quedarse abrazándola siempre, pero no puede, hay
otras cosas que hacer.
Termina de registrar la entrevista, y deja caer la lapicera sobre el es-
critorio iluminado, apoya sus codos sobre el papel que recién acabó de
escribir, deja caer los ojos cerrados sobre las palmas de las manos y con
los dedos se despeina un poco el peinado tirante, se refriega la cara y el
cansancio le recorre la espalda, le marca cada hueso de su columna ver-
tebral desde la cintura hasta el cuello que mueve de un lado hacia otro
y suena. Se tira para atrás sobre su sillón y mira la ventana, ve la plaza
envuelta en la noche inmensa, majestuosa, piensa que será de otros y de
otras pero no de ella, como no lo es para la inmensa mayoría esa noche.
Se descalza los zapatos de cuero marrón y mueve los pies, advierte las
ampollas pero piensa que no hay tiempo ahora para eso. La secretaria
toca a la puerta y le avisa de los compromisos de agenda: un cóctel, el
estreno de una película y la inauguración de un restaurante. Ella mira
nuevamente por la ventana y de nuevo esa noche magistral pregunta si
quedan personas por atender.
—Sí, señora, siete —contesta la secretaria.
Ella mira la hora, son las veintidós horas de un día de media semana,
pero piensa que los días siempre pueden estirarse un poquito más y
quiere hacer lo que siente, lo que la hace sentirse libre, lo que ella vino
a hacer.
—Disculpame de esos compromisos —le dijo a la secretaria— y que
pase el que sigue.

82 TORTITA DE MANTECA
ELLA EN SEGUNDA

Es temprano, todavía de madrugada y llueve en la ciudad balnearia.


Ella baja del colectivo y cruza corriendo la calle casi derribada por la
tormenta. Está empapada, tiene las manos frías y el rostro frío, entra al
hotel número ocho del complejo turístico mojando todo, camina desga-
nada hacia la oficina de personal y marca tarjeta, son las cinco y cin-
cuenta y tres de la mañana. Junto a ella llegan otras mujeres, empapadas
de lluvia y de frío en una mañana de un invierno indeseable. Todas van
marcando sus tarjetas, ninguna habla, ella pasa al vestuario, se pone el
uniforme y camina hacia el salón de comidas.
Es un salón enorme, desolado, frío. Ella se acerca hacia el armario y
toma un pilón de platos, el capataz le dice que lleve más, ella hace caso
y toma más platos de porcelana blanca con el sello de la fundación, se
sienta en un banquito junto a uno de los enormes tambores metálicos
desparramados simétricamente a lo largo del salón. Ella mira deteni-
damente el pilón de platos, toma uno entre sus manos que le tiemblan
inconteniblemente, se aprieta los dientes y lleva el plato tembloroso
hasta el borde del tambor, junta las fuerzas que no tiene y espera un
instante, levanta la vista y recorre el salón con su mirada que en un
punto se encuentra con la mirada del capataz que detiene su marcha en
dos pasos. Ella baja la vista, se esfuerza, entrecierra los ojos y estrella
el plato sobre el borde metálico del enorme tambor. Deja caer los trozos
de porcelana blanca dentro del tacho y una sensación de desamparo la
envuelve, le duele el pecho, siente que le falta el aire, baja la cabeza, se
agita, toma con sus manos el borde del tacho.
—¿Todos los días la misma escena? —pregunta el capataz con tono
irónico—. Ponete a trabajar, querés.
Ella vuelve la vista hacia el pilón de platos, necesita el salario, toma
otro entre sus manos y repite una y otra vez la misma escena, despacio,
muy despacio como tratando de alargar el tiempo de permanencia de
esa vajilla condenada a muerte.

SILVINA PERUGINO 83
Había servido en esos platos, había servido exquisiteces para esa gen-
te pobre que venía al complejo turístico a conocer el mar, había servido
comida caliente en cada uno de los platos que ahora debía romper. Ha-
bía servido comidas en el trabajo que le dio aquella mujer, que le dio el
día que su madre viajó desde la ciudad balnearia hacia la capital para
hacer un pedido como miles y a los dos días ella tuvo que presentarse
en el complejo turístico para trabajar sirviendo las mesas en el comedor
donde alguna vez hubo risas y ahora sólo se escuchan sollozos y un
continuo estallido de vajilla que las obreras rompen muy lentamente
una y otra vez contra los bordes metálicos de los enormes tambores
desparramados en el salón, ante la mirada atenta, terrible, del capataz.

ELLA EN TERCERA

Es la media tarde, ella desliza el bolso de mano por encima de su


hombro izquierdo, lo cruza por su cuerpo y empieza a caminar. Mira
la hora en su reloj de pulsera, son las doce y cuarenta y cinco y un sol
persistente le cae inexorable sobre sus ojos oscuros. Prende un ciga-
rrillo y acelera la marcha, camina rápido, con paso firme, aprieta entre
sus manos el lazo del bolso de lona, lo mira de reojo, lo toca y puede
sentir dentro los materiales, los volantes que imprimieron ayer hasta la
madrugada. Mientras camina mira a su alrededor atenta a la gente que
despreocupada pasa a su lado. Se va alejando lentamente de la ciudad,
los adoquines que pisa pronto son lodo, los enormes edificios pasan a
casitas de un piso, y las casitas de un piso pasan a ranchos de madera
más alejados entre sí.
Ella entra en el barrio saludando a la gente que ya la conoce, se le
acerca a su paso otra de las chicas.
—Hoy nos reunimos después de la clase en la casa de Ana, traje los
volantes, podemos organizarnos para hoy a la noche...
—Está bien, en algún momento me voy de la clase a avisar a los otros

84 TORTITA DE MANTECA
compañeros...
—Bueno...
Están terminando el almuerzo en el comedor comunitario, ella aco-
moda sus materiales para la clase en la mesa que cada fin de semana le
asignan. Después de la clase, la reunión en la casa de Ana y a la noche
la tirada de volantes en la ciudad. Se sienta junto a la mesa y repasa la
clase que dará hoy, trajo los trabajos de la semana pasada corregidos,
los separa a un costado para repartirlos luego. Mira su reloj pulsera, to-
davía faltan unos minutos para comenzar la clase, aprovecha a terminar
una carta que escribe a su madre. Le cuenta que la facultad anda bien,
que según sus cálculos en un año más podrá terminar sus estudios, por
lo cual el sacrificio de ella por fin dará sus frutos. Lo de las clases en la
villa, la reunión en la casa de Ana y la volanteada de la noche no, eso no
lo escribe en la carta, eso se lo dirá personalmente, en un par de sema-
nas, para el fin de semana largo, cuando ella viaje a visitar a su madre
a la ciudad balnearia. Allí le dirá que ella se ha organizado con muchos
otros, tantos como miles para que nunca más deba romper la vajilla
de la fundación y para que vuelva a ser como antes, como cuando su
abuela fue para hacer un pedido como miles y aquella mujer se lo dio, o
mejor que eso, para que ya no haya que hacer pedidos como miles, pero
eso no lo escribe en la carta, eso se lo dirá personalmente para además
abrazarla como contaba su abuela que la había abrazado aquella mujer
de peinado tirante, de la capital.
Ya están organizados los alumnos y la villa es escuela. Ella empieza
con la clase de alfabetización, y un silencio expectante la escucha.

SILVINA PERUGINO 85
86 TORTITA DE MANTECA
Pestañas postizas

N o era sólo el dolor esa mañana, no sólo el dolor aunque era sufi-
ciente ese entumecerse los músculos de las piernas, ese entume-
cerse los muslos y las pantorrillas y ese cuerpo tirado sobre la cama
de dos plazas desordenada y con apenas dos sábanas baratas sucias y
enroscadas que hacían que el cuerpo también se apoyara en el colchón
de goma espuma forrado en tela de nylon oloriento y gastado, reclinado
en un costado del marco de la ventana enrejada, que daba al patio in-
terno del hotel por donde entraba ese tufo terrible a comida recalentada
una y mil veces.
Era sentir sobre la piel transpirada, humedecida, ese viento cálido de
olor nauseabundo deslizarse impregnando el cuerpo desnudo, ese cuer-
po de apenas cuarenta y siete kilos que Eugenia cargaba desde hacía
treinta meses como la peor cruz que hubiera imaginado en su vida.
Fue intentar abrir los ojos y sentir que no podía, que las pestañas
postizas habían sellado los párpados, fue sentirlo y no tener las fuerzas
para llevar las manos hasta los ojos y quitarlas y fue sentir la boca seca,
reseca y abrirla y cerrarla una y otra vez hasta humedecerla, respirando
ese aliento profundo y mal oliente.
Fue recuperar la conciencia pero seguir con los ojos cerrados, con el
cuerpo inmóvil en la cama, boca arriba con los brazos derechos a los
costados del cuerpo, con las piernas derechas, como tratando de estar
bien muerta con la respiración mínima indispensable, que inspiraba y

SILVINA PERUGINO 87
exhalaba y ese martillar obstinado en la sien y ese sentir que ningún
movimiento del cuerpo podrá y querrá ser dirigido por una cabeza que
no logra despertarse plenamente de la inconciencia y que aún despierta
no puede entender.
Pasaron minutos, podrían ser dos o veinte o ciento cincuenta, no im-
porta y es imposible precisarlo, hasta que la primer arcada contrajo los
músculos del estómago y llegó a la garganta con un líquido espesísimo
y amargo. Ese fue el primer movimiento de la mañana, esa contracción
del estómago, ese impulso que eleva el cuello y la cabeza y arrastra
los hombros encorvando la espalda en una arcada asquerosa. Ese fue
el primer movimiento de la mañana que Eugenia acompañó como por
acto reflejo apoyando su mano izquierda sobre el estómago, su mano
izquierda con las uñas cortas, perfectamente pintadas de un color rojo
chillón y en sus dedos dos anillos de brillantes, fantasía barata. Esa
arcada en uno o dos segundos, a la que le siguió un desplomarse casi
automáticamente de vuelta hacia la cama en un rebote continuo de la
cabeza sobre la almohada y con un líquido agrio llegando a la entrada
de la boca, provocando una tos constante que sirvió como continuación
de las arcadas, esta vez más intensas, por lo que Eugenia durante la
nueva contracción del cuerpo bajó su pie derecho con las uñas cortas,
también pintadas del mismo rojo chillón, y lo apoyó en el piso helado
entre colillas de cigarrillos, cenizas, restos de wisky y de botellas va-
cías, arrimó la pierna izquierda y apoyó su pie izquierdo sobre parte de
una copa de cristal que se rompió bajo su pie y se incrustó en él, pero
que Eugenia sólo percibiría varias horas después. Cuando apoyó sus
dos pies sobre el suelo, recién pudo sentarse en el borde de la cama, to-
davía con la mano izquierda sobre el estómago y los ojos entreabiertos
y la mano derecha apoyada sobre el borde de la cama. Respiró hondo, y
enseguida la tercera arcada le contrajo nuevamente el cuerpo, apoyó sus
dos manos en el borde de la cama y se dio el envión que en dos pasos la
condujo hasta el marco de la puerta de la habitación, del que se agarró
con sus dos manos mientras le chorreaba un líquido espeso desde la

88 TORTITA DE MANTECA
boca entreabierta. A los tumbos caminó los cinco pasos que todavía la
separaban del baño y cayó desnuda sobre la cerámica helada en un vó-
mito terrible, tomada del inodoro. Después de vomitar pensó en lavarse
la cara en la pileta y también los dientes, creyó estar haciéndolo en el
mismo instante que se durmió en un profundo sueño junto al inodoro,
en posición fetal mientras desde el dedo gordo del pie izquierdo empe-
zaba a deslizarse un hilo de sangre roja, bien roja, como las uñas de pies
y manos o como los labios o como el anillo de fantasía que le brillaba
burlonamente en un dedo de su mano.
Recién dos horas después percibió un puntazo profundo en el dedo
gordo de su pie izquierdo, un puntazo que parecía atravesarlo todo. In-
mediatamente intentó abrir los ojos y pensó ya haber vivido la sen-
sación de querer abrir los ojos y no poder, impedida por las pestañas
postizas pegoteadas en los párpados. Se las arrancó y mientras veía ese
corte en su dedo sintió frío, se vio las manos moradas, la piel erizada, se
vio desnuda apoyada en la cerámica fría, se reincorporó frotándose los
brazos con sus manos, miró el vómito desparramado y la sangre, trató
de recordar cómo había llegado allí, cómo había vomitado, cómo se
había hecho esa herida en el dedo, pero no pudo. Se levantó y saltando
sobre su pie derecho, llegó al cuarto, improvisó un torniquete con un
pedazo de media de nylon en el dedo sangrante, tomó unas toallas y
volvió al baño, abrió la ducha y el agua tibia empezó a deslizarse por su
cuerpo, caía en la cabeza, en la nuca y en los hombros. Sólo allí Eugenia
empezó a sentir una rara sensación de bienestar que enseguida transfor-
mó en llanto, un llanto que caía sobre las mejillas y sobre el pecho y se
deslizaba por todo el cuerpo como el agua de la lluvia.
Eugenia salió del baño y con tela y cinta adhesiva resguardó la heri-
da, se vistió con un jeans y una remera y empezó a limpiar el baño y la
habitación, limpió el piso, el inodoro y el bidet, con un trapo enjuagó
una y otra vez las manchas de sangre que se iban desdibujando del piso
mientras con un movimiento circular apretaba el trapo contra ellas, así
desaparecía poco a poco la sangre del piso, mientras era absorbida por

SILVINA PERUGINO 89
el trapo, el mismo trapo que parecía también hacerla revivir cuando lo
estrujaba y por entre sus dedos se deslizaban hilos de sangre aguada.
Sacó las sábanas sucias y las puso en una bolsa de nylon, levantó
una por una las colillas de cigarrillos, limpió las cenizas, levantó las
botellas, las vacías las colocó en otra bolsa de nylon, las que tenían
restos de bebidas las acomodó una al lado de la otra sobre la mesa de
luz después de pasarle una gamuza, vació el cenicero y le pasó un trapo,
abrió la ventana de par en par y ventiló las cortinas, limpió con un trapo
las manchas del piso de la habitación, encontró la copa de cristal rota
y ensangrentada, nuevamente trató de recordar cómo fue el corte en su
pie, pero tampoco esta vez pudo. Perfumó con desodorante de ambiente
barato y salió de su cuarto en suite llevando la bolsa con las sábanas
sucias y la bolsa con la basura, caminó el pasillo interminable, bajó los
dos pisos por escalera y llegó a la cocina del hotel.
En la cocina Susana preparaba un guiso y Ana permanecía parada en
camisón con una mañanita de lana gastada, junto a la ventana, como
permanecía todas las mañanas desde su llegada al hotel. Eugenia saludó
sin levantar la vista, dejó la bolsa en el tacho y colocó la ropa sucia en la
lavadora, calentó agua en la pava, preparó mate y se acomodó en una de
las sillas junto a la mesa, tomó la pava y observó detenidamente cómo
se deslizaba el agua tibia vaporosa hacia el mate, dejó la pava al costa-
do, tomó el mate en su mano y lo llevó a su boca, miró el cielo sólo en el
recuadro que se formaba entre la medianera del patio interno del hotel y
el marco de la ventana. A esa hora del día el sol permanecía justo en el
centro del recuadro, entraban los hilos de luz y se apoyaban en la mesa,
se quedó quieta mirando cómo el sol se acomodaba y cuando estuvo
justo en el centro empezó a recordar.
Justo en ese lugar estaba el sol el día que llegaron ellos. Yo tomaba
mate como ahora estaba sentada en la misma silla apoyada sobre la
misma mesa observando cómo el sol se centraba exactamente en el re-
cuadro que se formaba entre la medianera y el marco de la ventana, y
se sintió un ruido. Primero fue un ruido como un estallido, se sintieron

90 TORTITA DE MANTECA
gritos y corridas, voces de “alto”, y al unísono se abrieron las puertas
de la cocina, la que comunicaba al patio y la que comunicaba al estar y
al pasillo que comunicaba a su vez con el bar y el salón principal. En-
traron una cantidad incalculable de policías uniformados, una cantidad
que ahora no puedo precisar, tenían armas y nos apuntaban. Susana,
Clarisa y Marta también estaban en la cocina ese día, Ana no, Ana vino
meses después. Nos llevaron hasta el salón principal, allí permanecían
otras siete u ocho chicas y de las habitaciones bajaron otras tres. En esos
momentos llegaron tres varones de traje y dos mujeres vestidas como
abogadas. Traían orden de allanamiento, la mostraron y una de ellas se
adelantó y dijo sin que le temblara la voz:
—Si alguna de ustedes está aquí contra su voluntad, les pido que se
nos acerquen y la llevamos a casa.
Hubo un silencio expectante, nadie se movió de sus lugares y no-
sotras nos intercambiamos miradas terribles, de pronto se escuchó un
grito desesperado. Era Sofía, una chica de quince años que estaba en el
hotel desde los trece, corrió hacia la mujer y se arrojó a sus pies lloran-
do en un lamento que todavía hoy me parece seguir escuchando. Fueron
segundos y también Soledad corrió y Mariana y Mara y Griselda y casi
todas corrieron. Susana y Marta miraban la escena resignadas y vol-
vieron caminando hacia la cocina, los uniformados se fueron retirando
del lugar uno a uno, yo quedé parada en el salón, creo que en algún
momento la vista se me dificultó porque recuerdo como borroneada la
cara del señor que me dijo:
—¿Y vos, no querés venir?
Yo di un paso adelante y apreté los puños, tanto hasta que las uñas
empezaron a incrustarse en las palmas de mis manos. Di un paso ade-
lante para irme, pero no pude.
La presión de sus uñas sobre las palmas la despierta del recuerdo, está
llorando, se seca las lágrimas y sigue con el mate.
—No sé por qué no te fuiste ese día.
—Sí, sabés...

SILVINA PERUGINO 91
—Excusas, sólo excusas... no por esto lo vas a contener toda la
vida...
—Por lo menos verlo...
—Hasta que se avergüence de vos y sea él quien no te quiera volver
a ver... a esa altura ya nadie va a venir a rescatarte...
Son las quince y cuarto, Eugenia se retira a su habitación, entra, cierra
la ventana y las cortinas, hace la cama con sábanas limpias, se cambia,
se pone las medias de red, los zapatos de taco, uno de los vestidos que
forman su placard, toma un trago de wisky y en el baño se coloca rubor,
se deliña los ojos, pinta su boca y se coloca cuidadosamente las pesta-
ñas postizas. En el espejo no se reconoce. Vuelve a la habitación y es-
pera unos minutos sentada hasta que un varón aparece, ella no habla, él
dice cosas sin sentido, toman una, dos, tres copas de wisky, él se desliza
torpemente sobre ella y busca desesperado el sexo, jadea a sus oídos,
transpira, grita, da órdenes, ella cierra suavemente los ojos y la escena
queda tras el telón de sus pestañas, ella cierra suavemente los ojos y
un hilo de lágrima cae por sus mejillas, y ya no está allí, ahora está en
Pergamino, es de tarde, hay un sol que raja la tierra, había lavado el piso
y tendido la ropa, en la casa que tenía las ventanas abiertas se respiraba
olor a lavandina y suavizante. La casa recién la estaban construyendo
con su marido hacía año y medio, vivieron en la construcción pero era
preferible para tener algo propio, Juan ahora estaba trabajando y llegó
la madre de Eugenia para cuidar a Ismael mientras ella trabajaba en la
panchería del centro, pero faltaba comida y Eugenia salió a buscarla,
caminó hasta la despensa las ocho cuadras y a la vuelta alguien desde
un auto le pregunta algo pero ella no lo escucha y se acerca y sigue sin
escuchar y se acerca un poco más y eso es todo.
Si no hubiera ido a comprar comida, o si hubiera ido a la mañana, o
si no hubiera respondido a esa pregunta... Ella piensa que tal vez otro
día vuelvan a buscarla, tal vez las chicas que salieron aporten datos,
pero tendría que ser un martes, ojalá se den cuenta de decir que sea un
martes, como por ejemplo mañana, que es martes y que sea a la tarde

92 TORTITA DE MANTECA
pasadas las cinco, cuando Andrés viene con Ángela, cuando Andrés
viene a verla a Eugenia, así sería más fácil, un martes como mañana,
cuando la puerta de la cocina se abra y entre Andrés y tras él Ángela
con esa mirada repugnante y los deje solos y él la salude y la abrace y
la bese y la llame mamá.

SILVINA PERUGINO 93
94 TORTITA DE MANTECA
La de los sueños

E ntraban en el hospital psiquiátrico cinco personas, cuatro de ellas


eran personal del hospital, sólo una de ellas no lo era. Caminaban
aplomadamente sobre el blanco, blanquísimo del hospital. Las cuatro
del personal se acercaron a sus lugares de trabajo, la quinta se condujo
hasta la mesa de entrada:
—Vengo a una visita.
—Acompáñeme, señora —le dijo la enfermera y la acompañó hasta
la sala de médicos y médicas.
—La señora viene por una visita —dijo y un médico la observó pen-
sativo.
—¿A quién viene a ver?
—A Edith Bracamonte.
—¿Es familiar?
—No, tengo permiso del juez.
—¿Me lo permite?
—Sí —y la señora muestra una hoja con membrete oficial que auto-
riza la visita.
—Está bien, señora, aguarde un instante —y la señora espera sentada
en un banco en el pasillo del hospital. Pasaron varios minutos y una
enfermera vino en su búsqueda.
—Acompáñeme, por favor.
—Sí.

SILVINA PERUGINO 95
Caminaron por pasillos interminables, impecables y silenciosos, sólo
por instantes se escuchaban gritos a lo lejos y voces incomprensibles.
Pasaron un pasillo externo que comunicaba el edificio principal del
hospital con los salones exteriores, allí las voces eran mas nítidas y los
gritos más cercanos, la locura más palpable. Doblaron al final del pa-
sillo hacia la izquierda, pasaron dos puertas y se vio un inmenso salón
con aproximadamente diez mujeres vestidas en camisones blancos. Se
detuvo la enfermera ante la puerta de rejas que abrió lentamente.
—Es ella —le dijo la enfermera señalando a una de las mujeres—
Puede acercarse, en este pabellón las internas son inofensivas, yo me
quedaré durante la visita, además hay tres enfermeras permanentes en
el pabellón.
La señora se acerca a la mujer que está parada junto a una columna
como asomándose a algún lugar.
—Hola —atina a decirle, pero Edith no le contesta. Sabe que está
allí, sabe que la saludó, pero su mirada permanece perdida, no puede ni
quiere decirle nada, la han interrumpido en su monólogo y ahora trata
de retomarlo.
—Hola —repite insistente la señora, y ella que la ignora, le da la es-
palda y recuerda en qué parte de su repetida historia la interrumpieron.
—¿Ustedes lo han visto? ¿Han visto sus ojos? Cuando me pregunta,
¿hay amor? ¡Sí, ustedes lo vieron! ¡Lo han visto miles de veces! ¿Lo en-
tienden? ¿Pueden entenderlo? ¿Si hay amor? —ríe desesperada— ¿Si
hay amor? ¿Cómo puede preguntarme eso, cómo puede preguntarme
eso a mí? ¡A mí! ¿Si hay amor?... Si yo soy quien llora cada noche, yo
he llorado cada noche, sólo yo he llorado en la soledad de mi cuarto,
cada noche en la soledad de mi cuarto pobre mientras mis niñas, mis
niñas, mis seis niñas me pedían de comer y yo no tenía alimento, ni un
solo alimento, ni uno solo de los alimentos para darles y con mi panza
enorme las miraba resignada, con mi panza enorme que cargaba día a
día como una cruz, cómo no va a haber amor. Él lo pregunta, él lo dice,
él lo afirma, ¿acaso él sabe qué es cargar un vientre enorme, ultrajado

96 TORTITA DE MANTECA
una y otra vez hasta desear la muerte? ¿Acaso él sabe lo que es llorar
del hambre mío y de mis propias hijas, de mis niñitas? ¿Saben acaso us-
tedes lo que es llorar por la vergüenza del hambre? Algunas sí lo saben,
¡y lo callan! Yo no lo callo, ¡ya no!
—Yo he pasado la prueba del amor, debo decirles que en mi vida
pasé cada una de las pruebas del amor, en mi vida goteé cada gota de
mi sangre, manché el piso con una y otra gota de mi sangre y las pa-
redes y las ropas, todo manché con mi sangre, manchas que yo misma
he limpiado, yo misma limpié todas y cada una de las manchas de mi
sangre, en el encierro, en el secuestro con los guardianes cómplices
de quienes dicen imparten justicia —da media vuelta y señala a la vi-
sitante con un dedo—. Usted ahora aquí, señora, ha venido con todos
ellos —señala como si hubiera más gente— ahora han venido. ¿Por qué
tan tarde? ¿Por qué tan tarde, si los he llamado? Los he llamado tantas
veces y recién ahora llegan, ahora es tarde. Los llamé la noche que salí
corriendo de mi casa con la cara rota chorreando sangre, los llamé una
y otra vez antes de volver a mi casa, antes de volver al infierno, golpeé
con mis manos las puertas de sus casas, cada una de las puertas de
sus casas, hasta cortarme los nudillos de las manos. ¿No escucharon?
—ríe nerviosa— ¡No escucharon! ¡No escucharon! —grita— ¡¿Cómo
pueden ahora decirme que no me escucharon?! Si golpeaba, si yo gol-
peaba —Llora— Ahora es tarde... —se seca las lágrimas— tuve que
encargarme sola de mi asunto, tuve que encargarme sola, del asunto,
de mi asunto... ahora es tarde. ¿Qué vienen a preguntarme? Nada es
necesario que me pregunten. ¿Acaso no cumplí con los requerimientos?
¿No fui yo quien entró en esa iglesia vestida de blanco para bienestar
de familiares y amigos, en contra de mi propia voluntad? ¿No fui yo
quien salió de esa iglesia bañada por una lluvia de arroz... no fui yo?
¿O quién fue? ¿No fui yo? No pude más que eso, perdón, no pude más,
eso es todo lo que pude hacer, pero ya me condenaron lo suficiente tam-
bién por eso. Con la muerte de mis hijos me condenaron, con la muerte
de mis tres hijos bastardos me condenaron ustedes mismos, señores,

SILVINA PERUGINO 97
ustedes mismos que oficiaban las misas por la memoria de sus propias
víctimas de sus propios hijos bastardos que fecundaban producto de la
violencia a cambio de sacos de comida —está como confundida, llora
angustiada, y se sienta en la silla tomándose del respaldo como para
no caerse— ¿Cómo pudieron organizar semejante crimen? ¿Cómo pu-
dieron? Eran sólo tres niños, sólo eso, tres niños... pero hay más que
matan día a día y ni siquiera salen en los diarios. ¿Cómo pudieron?
¿Cómo pretendieron hacerme cómplice de semejantes crímenes? Con
tan sólo veinte años... tuve que irme de esa casa, tuve que irme antes de
que vinieran a buscarlo y él pretendiera hacerme pasar como cómplice
de sus crímenes. ¡Tuve que irme de esa casa donde asistí impávida a la
muerte de mi madre y quedé desamparada y encerrada y sola! ¡Tuve
que irme! Después me dicen que no hay amor... yo viví cada noche en
esa casa, yo escuchaba el llanto de dolor de mi madre, yo sé lo que es
tener miedo... pero también supe qué es sentir amor. Tuve que irme o
debí echarlos, echarlos para siempre, echarlos y quedarme, quedarme
para siempre con mis sueños, tuve que hacerlo, tuve que echarlos, uno a
uno a los dos o a los tres o a los miles o a los que sean para no morirme,
perdonen, tuve que hacerlo para recuperar mis sueños... —se arrodilla
en el suelo— los mismos sueños que me dio esa señora... —se levanta
de repente— ¡Yo la vi! ¡Yo la vi! —ríe contenta—. Ustedes la vieron,
la vieron, ustedes la han visto y no lo dicen, ¿por qué lo ocultan? ¡Por
qué no lo dicen! ¡Yo he venido a decirlo millones de veces! Yo he ve-
nido a decirlo, ella nos dio los sueños, los mismos que rompí con cada
vajilla, los mismos que fui a rescatar en cada marcha, los mismos
sueños... porque los sueños siempre son los mismos, son los mismos,
de nosotras, de las mismas —vuelve a caer al piso sollozando, queda
de rodillas—. ¿Fue en esas marchas? ¿Fue en esa noche? ¿Cuando caí
al suelo con un tiro en la pierna? ¿Fue allí... cuando fui presa? —llora
desconsolada— ¿Fue allí? Nunca más vuelvas a preguntarme si hay
amor aquí en estas letras, nunca más... —la señora se inquieta por el
llanto y pide salir, no sé si pudo— Porque yo vi el amor derrumbarse en

98 TORTITA DE MANTECA
mis entrañas abiertas en una tarde clara junto al viejo álamo, allí vi el
amor derrumbarse, mi amor derrumbarse, su odio enaltecerse, entonces
sé qué es el amor... Aquí —se toma el pecho— sólo puede haber amor.
Mi amor, el mío... el nuestro. Porque soy yo, nadie más que yo y ellas
y ustedes y usted señora, las que vivimos y morimos en estos cuentos...

SILVINA PERUGINO 99
100 TORTITA DE MANTECA
Otros títulos de la colección
Narrativa y Poesía

Estado de gracia
Guillermo Cieza

En el barro
Leandro Albani

Buen Momento
Marina Bailo

De próxima aparición

La pasión del piquetero


Vicente Zito Lema

SILVINA PERUGINO 101


ESTA EDICIÓN DE 500 EJEMPLARES SE TERMINÓ
DE IMPRIMIR EN EL MES DE ABRIL DE 2010
EN IMPRENTA DOCUPRINT, TACUARÍ 123,
CIUDAD DE BUENOS AIRES, ARGENTINA.

102 TORTITA DE MANTECA

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