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CARTA SOBRE LA POBREZA

Pedro Arrupe SJ
9 de Enero de 1973

Me ha pedido dejar por escrito las ideas sobre la pobreza de las cuales hablamos durante nuestra
última entrevista. Con esta carta quisiera compartir con usted mis sentimientos sobre el tema,
esperando que será de utilidad para el gobierno de su Provincia.

Para mí la pobreza se ha transformado en un tema de grave preocupación. Creo firmemente que a


todo nivel -personal, comunitario, institucional- la Compañía tiene dificultades serias para practicar la
pobreza. Incluso me atrevería a ir más lejos diciendo que los numerosos abusos que se han difundido
entre nosotros en el terreno de la pobreza, podrían indicar que muchos carecen de espíritu sobrenatural
y que nuestra determinación de ser pobres no es del todo sincera.

No hay duda que ciertos jesuitas nos dan un ejemplo remarcable de pobreza y que en algunos
lugares hay esfuerzos maravillosos para encontrar maneras de vivir una vida verdaderamente pobre.
Pero, por otro lado, ¡qué cantidad de casuística gastamos para justificar, legal y jurídicamente, actos y
actitudes que están completamente contra el espíritu de la pobreza! Miremos nuestro nivel de vida. Para
decirlo con moderación, es algo que ciertamente no da testimonio de pobreza. Miremos el desarrollo de
las cuentas privadas, autorizadas o no. Miremos la imagen que dan tantos jesuitas, la cual no tiene
ninguna diferencia de aquella que da un laico acomodado. Al mismo tiempo, vivimos un período de la
historia donde el mundo, a pesar de todo su secularismo y de su increencia, está profundamente
preocupado por la justicia social, por la pobreza del Tercer Mundo y por los que son económicamente
débiles. Estos “signos de los tiempos” ¿No indican acaso que el Espíritu Santo empuja al mundo y a la
Compañía en dirección opuesta a la de nuestra sociedad de consumo y a la de nuestro hedonismo
moderno? ¿No será él, el Espíritu, quien está despertando en el corazón de los hombres,
particularmente en el corazón de esa juventud que construye el mundo del mañana, un respeto
particular por el testimonio de aquellos que viven una vida de pobreza?

La pobreza constituye un elemento esencial del carisma ignaciano. En efecto, nuestro carisma
está fundado en el amor por la persona de Jesucristo; un amor que nos conduce necesariamente a ser
como Cristo pobre “para imitarlo y seguirlo”. Nuestro carisma de jesuitas significa ir al Padre a través
de Cristo pobre y obediente. La pobreza evangélica es un misterio para la mente humana. La razón, por
sí sola, es incapaz de explicarla y de justificarla. Para el hombre hay sólo una manera de comprender el
significado y la riqueza de este misterio: Es indispensable experimentar la pobreza real, no basta sólo
con desear ser pobre. Para estar seguros que aceptamos efectivamente la pobreza es esencial que
efectivamente la experimentemos. ¿Cómo podremos amar y desear sinceramente la pobreza si no la
conocemos por experiencia? Si experimentamos la pobreza real, sentiremos también sus maravillosos
frutos. En efecto, aquellos que la abrazan con amor sienten la alegría, la dicha y una libertad interior
que nunca antes habían sentido.

Para hablar de mi propia experiencia, hubo tres períodos en mi vida donde el Señor me dio la
posibilidad de conocer una pobreza verdadera. El primero fue en Marneffe, Bélgica, durante las
semanas que siguieron nuestra expulsión de España; el segundo, cuando fui detenido por las
autoridades militares en una prisión de Yamaguchi, y el tercero fue en Hiroshima, después de la
explosión de la bomba atómica. ¡Qué alegría y qué unión de corazones había en las comunidades de
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Marneffe y de Hiroshima. Nunca antes había visto tanta unión y tanto gozo; nunca antes había
conocido una libertad de espíritu tan profunda, una alegría tan grande. De esos tres períodos de mi vida,
aprendí personalmente lo poco que necesita el hombre para llevar una vida feliz! Muchas veces me he
preguntado si hoy en día no gozaríamos de mayor unión y felicidad en nuestras comunidades siendo
menos ricos y practicando mejor la pobreza.

Una palabra a propósito de nuestro apostolado: la pobreza da un valor quasi-sacramental a


nuestro trabajo apostólico, no sólo porque ella prepara al apóstol para su trabajo, sino también porque
ella es “signo” de Jesucristo, quien trae bendiciones especiales de Dios sobre el apóstol y sobre
aquellos por los cuales él trabaja.

Un jesuita debiera ser siempre pobre de espíritu y en su corazón debiera desear ardientemente
vivir en pobreza. No se trata de vivir la indigencia, sino la pobreza, es decir, tener y utilizar sólo
aquello que es estrictamente necesario para la vida y el trabajo, renunciando así a todo lo que es
superfluo. Cuando por el bien de las almas el jesuita se ve obligado a aceptar formas de apostolado que
le hacen demasiado difícil vivir efectivamente como pobre, experimentará una tensión que es fruto de
su deseo de ser pobre y de no poder, por el bien de aquellas almas, dar curso libre a este deseo.
Paradojalmente, esta tensión le aportará una gran paz, ya que está haciendo la voluntad de Dios.

En nuestra vida cotidiana todos debiéramos experimentar al menos algunos efectos de la pobreza,
ya que sería ridículo decir que somos pobres si no tenemos ninguna experiencia de las privaciones que
tienen los pobres. Si alguien no siente los efectos de la pobreza, debiera comenzar a preguntarse si es
realmente pobre en algún sentido, cualquiera que sea, incluso en espíritu y en deseo; debiera
preguntarse si, aún pretendiendo ser “pobre con Cristo pobre” – algo que cada jesuita está llamado
esencialmente a ser –, no será quizás un hombre rico que teniendo que ser pobre no lo es.

Ahora bien, aquello que digo del jesuita tomado en forma individual, lo digo también de la
comunidad jesuita. No podemos satisfacernos de una comparación con laicos de medios modestos, si
en el fondo las únicas privaciones que experimentamos son las privaciones del laico medio de
condición modesta.

No poseer nada “de jure” es una forma radical de pobreza que es muy meritoria, pero esto puede
ser compensado por la posesión de objetos y el goce de privilegios “de facto” que van mucho más lejos
que aquello que puede esperar “la gente de condición modesta” (CG D. 18, n. 7). Esta pobreza radical
de los nuestros podría ser escondida y, aún más, destruida por la abundancia de bienes materiales que
no tienen nada que ver con el ciento por uno prometido en el Evangelio.

Si nuestra pobreza no es más que la “pobreza” normal del laico de medios modestos, si
agregamos a esto el sostén que nos llega de una “institución” tan poderosa como la Compañía y si
tomamos en cuenta los privilegios y las numerosas ventajas de las cuales gozamos en tantos países
(invitaciones, tratamientos gratuitos en las mejores clínicas y asegurados por doctores y religiosas que
son nuestros amigos, la ayuda y la influencia de nuestros antiguos alumnos, nuestras familias, los
bienhechores, etc…), podríamos entonces preguntarnos dónde se encuentra nuestra pobreza
“verdadera”, y prefiero no hablar de nuestro testimonio de pobreza. ¿No serán acaso verdaderas las
palabras irónicas de los sacerdotes diocesanos cuando declaran que nosotros hacemos voto de pobreza
y que ellos lo practican? Recuerdo un hombre de dudosa reputación que decía cínicamente: “Si la
Compañía de Jesús interpreta el voto de castidad de la misma forma que el voto de pobreza, encantado
podría ser jesuita”.

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Para concluir, querido padre Provincial, me hago, e invito a mis hermanos jesuitas, a hacerse
seriamente las siguientes preguntas:

- ¿Amo realmente la pobreza como una madre? (Const. 282, p. III c. I n. 25)
- Después de mi noviciado, ¿he experimentado los efectos de la pobreza durante cierto tiempo?
- Si no es así, ¿Por qué? ¿Soy capaz de darme cuenta que en gran parte eso depende de mí, que
“debo elegir pobreza más que riquezas”? (Ex. 166)
- ¿Cuántas cosas tengo en mi poder y no las necesito (concretamente, tomando una por una
todas las cosas que tengo)? ¿De qué manera puedo reducir mis necesidades?

Pidamos a Dios la gracia de cumplir aquello que hemos prometido. Me encomiendo a sus
oraciones.

Esta carta fue enviada el 8 de enero de 1973 al padre Vicente D’Souza, provincial de Goa-Poona (India),
durante el encuentro de Provinciales de lengua Inglesa (29 de diciembre – 11 de enero) en Old Goa.

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