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J.

Stuart Mill y la enseñanza de la religión

(ABC Tribuna 27-1-2004)

La opinión del pensador británico del siglo XIX J. Stuart Mill sobre la enseñanza de la
religión, bien podría servir para desmantelar en España las trincheras que se han
excavado sobre este nuevo casus belli entre izquierdas y derechas. La relevancia de
dicha opinión estriba en que J.S. Mill era -según se definía el mismo- un agnóstico, un
liberal, un utilitarista y un socialista, y al mismo tiempo defendía la obligatoriedad de la
enseñanza de la religión, tanto para creyentes como para no creyentes. ¿Cómo es esto
posible?

La principal preocupación intelectual de Mill fue conciliar la libertad individual y la


democracia. Para el pensador británico el despotismo de la mayoría podía ser tan
peligroso o más que el despotismo de uno o unos pocos. En su ensayo «Sobre la
Libertad», Mill se ocupa de esta cuestión y considera que hay un conjunto de libertades
individuales (la libertad de pensamiento, acción y asociación) que correctamente
ejercitadas no afectan para nada a los demás, y por este motivo la sociedad debe
respetarlas de un modo absoluto.

Cuando Mill, en el último capítulo de su mencionado ensayo, aplica este principio de la


libertad individual al problema de la educación, llega a varias conclusiones que merece
la pena considerar.

Para Mill es un deber de los padres educar a sus hijos. Pueden enviarles a las escuelas
de su preferencia o educarles personalmente, como hizo su padre con él, con resultados
espectaculares. Pero al mismo tiempo, Mill piensa, en contra de la opinión dominante
en su época, que el Estado está legitimado para exigir a sus ciudadanos un cierto grado
de educación, e incluso puede crear y dirigir centros escolares si los ciudadanos no son
capaces de hacerlo por sí mismos. Así se asegura que todos, con independencia de su
condición social, puedan recibir una adecuada formación, requisito imprescindible para
lograr la igualdad de oportunidades, una de las conquistas más anheladas por Mill.

Si el Gobierno se ve obligado a dirigir la educación -bien por la falta de iniciativa de sus


ciudadanos o bien por tener que proporcionársela a los menos favorecidos- debe
entonces garantizar el mayor grado de pluralismo ideológico. No sólo deben ser
estudiadas materias científicas (como las matemáticas o la física), o materias
instrumentales como la lengua), o materias sobre los hechos pasados (como la historia),
sino también materias como la religión, la moral o la política. Pero estas materias, al
versar sobre cuestiones discutibles, deben abordarse del modo más objetivo posible y no
tratar «sobre la cuestión de la verdad o falsedad de las opiniones o creencias», sino
«sobre la cuestión de hecho de que tal opinión está mantenida con tales fundamentos,
por estos o los otros autores, escuelas o iglesias». Pero, además, señala Mill,
considerando el legítimo derecho de los padres a proporcionar a sus hijos las ideas
religiosas que sean de su agrado, «nada impediría que se enseñara religión, si sus padres
lo deseaban, en las mismas escuelas en que se enseñaran las demás cosas».
De este modo cree Mill que se asegura el mayor grado de pluralismo y, al mismo
tiempo, el mayor grado de instrucción. El resultado serán ciudadanos creyentes o no
creyentes, pero instruidos. En ningún caso recomienda Mill tener miedo al
conocimiento y a la libre discusión de ideas. Él mismo estudió, como cuenta en su
Autobiografía, mucha religión, mucha historia sagrada y mucha filosofía de la religión.
Así lo hizo por expresa recomendación de su padre, James Mill, a pesar de que éste
consideraba sin paliativos que «la religión era el mayor enemigo de la moralidad...».

Mill, no obstante, evolucionó del ateísmo en el que fue educado hacia un refinado
escepticismo religioso. Según él -como comenta Isaiah Berlin- es bastante improbable
que Dios exista, pero no imposible. Este pequeño margen de posibilidad no debe
desdeñarse. Dada nuestra ignorancia acerca de estos temas, dice, lo mejor es la
tolerancia. Como buen liberal, Mill defendía el derecho a pensar o creer lo que cada
cual quisiera, aunque no compartiera sus ideas y creencias. Como hombre ilustrado
sabía que el conocimiento y la educación en todo tipo de cuestiones, también las
religiosas, eran el mejor antídoto contra el fanatismo. Sólo ciudadanos educados serán
capaces de vivir como hombres libres y conducir la democracia a buen puerto. El peor
de los males está, para Mill, no en el conocimiento sino, más bien, en la ignorancia.

La reforma del Gobierno sobre la enseñanza de la religión puede considerarse liberal -al
menos en el sentido definido por Mill- en la medida en que contempla el estudio de la
religión y deja entera libertad a los padres para que sus hijos estudien el hecho religioso,
ya sea desde un punto de vista confesional o aconfesional. Difícilmente puede decirse
que dicha reforma nos retrotrae a la época del franquismo cuando la religión era una
asignatura obligatoria impartida de un modo confesional puro. Esta afirmación es
sencillamente una deformación de los hechos. Con la actual reforma se pueden enseñar,
no sólo la religión católica, sino el resto de las confesiones religiosas (que reúnan
lógicamente un determinado número de alumnos), y, aquellos que no quieran ninguna
instrucción por parte de ninguna iglesia pueden estudiar el hecho religioso desde un
punto de vista no confesional. Nada, pues, que ver con el nacional-catolicismo
franquista.

No parece, por otro lado, que en esta reforma haya ninguna agresión a la libertad de
pensamiento, ni a la libertad religiosa. Más bien parece que hace compatible el derecho
que tienen los padres de instruir a sus hijos en las creencias religiosas que quieran y el
mismo derecho que les asiste de no hacerlo, con la necesidad de estudiar todos el hecho
religioso. Obligar a quienes no quieran religión, desde un punto de vista confesional, a
cursar una materia sobre el hecho religioso en su dimensión histórica, fenomenológica y
filosófica, no puede entenderse como una vulneración de la libertad de creencias, ni de
la aconfesionalidad del Estado que reconoce nuestra Constitución, pues dicha materia
no reviste un carácter confesional, ni va a ser impartida por miembros de ninguna
iglesia. ¿Qué daño puede hacer este tipo de conocimiento? En mi opinión -y creo que
Mill lo suscribiría plenamente- ninguno.

La cuestión, pues, no resulta tan grave. Lo preocupante más bien han sido las proclamas
que, como último argumento, se han lanzado en contra de cualquier tipo de enseñanza
sobre la religión: ¡No queremos que enseñen a nuestros hijos religión, ni siquiera como
el estudio de un fenómeno cultural e histórico! ¡No queremos, tampoco, que enseñen
religión en las escuelas públicas a los hijos de los que sí quieren que se les enseñe
religión! ¡No con nuestro dinero y de ninguna manera en la escuela pública de un
Estado aconfesional! Estas dos soflamas sí que son preocupantes. La primera, porque es
un alegato en favor del no conocimiento y la ignorancia, como si la religión no existiera,
no hubiera existido nunca, y no tenga el tema ningún interés, al menos, histórico o
cultural. Y la segunda, porque en el fondo es el reflejo de una actitud nada liberal que
pretende censurar el conocimiento de la religión a los que sí quieren que se les enseñe
religión en las escuelas públicas, olvidando que los españoles que son católicos,
protestantes, judíos o musulmanes, también son ciudadanos que pagan sus impuestos y
contribuyen al sostenimiento de la enseñanza pública y concertada.

En esta situación creo que la posición de J. Stuart Mill, uno de los grandes pensadores
liberales del siglo XIX, bien visto incluso por muchos intelectuales de izquierdas,
podría traer algo de cordura en este tema. Que un escéptico en materia religiosa
defienda, tanto para creyentes como para no creyentes, el estudio de la religión en las
escuelas públicas (y no su misteriosa ocultación) es en sí mismo un magnífico ejemplo
de tolerancia, libertad de pensamiento e ilustración. Como le he escuchado en más de
una ocasión a Esperanza Guisán, la izquierda española debería inspirarse más en Mill
que en Marx. Estoy de acuerdo.

Que un escéptico en materia religiosa defienda el estudio de la religión en las escuelas


públicas es un magnífico ejemplo de tolerancia.

MARCIAL IZQUIERDO JUÁREZ


Catedrático y Doctor en Filosofía

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