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Gianluca Sadun Bordoni, Linguaggio e realtá in Aristotele, Bari, Laterza, 1994

(trad. de Claudia Mársico e Ivana Costa)

CAPÍTULO 3:
EL PENSAMIENTO Y SU EXPRESIÓN

1. El isomorfismo de pensamiento, lenguaje y realidad

Revisar los principios de la semántica filosófica de Aristóteles significa


inevitablemente –aunque no exclusivamente– analizar con rigor y cuidado los primeros
capítulos del De interpretatione que constituyen, por su brevedad, el texto que más ha
contribuido a la definición del pensamiento lingüístico tradicional de Occidente, y que en por
eso fue establecido y es todavía el principal objetivo para cualquier pensamiento que intente
subvertirlo en su fundamento.
En el capítulo anterior habíamos intentado mostrar la amplia perspectiva que es
posible evidenciar en los textos de Aristóteles sobre el problema del lenguaje. Se necesita
además remarcar que los dos excursus fundamentales que sobre este problema se pueden
rastrear en la obra del Estagirita se encuentran en el De interpretatione (dedicado al análisis
del discurso declarativo, portador de verdad) y en el capítulo 20 de la Poética (donde el
lógos es independiente de la calidad veritativa), casi para verificar la equivalencia de la
atención que se presta a la semántica de la expresión estética y noética. Eso sin embargo no
quita, como se dice, que en conformidad con su posición filosófica general Aristóteles
focalice además la mirada sobre la capacidad del lenguaje para expresar el conocimiento
mediante el cual el hombre intenta captar los principios del ser. Es, por eso, en las obras
lógicas y en algunos pasajes de la Metafísica y De anima, que son enunciados los
fundamentos de la semántica filosófica.
Entre estos pasajes ocupan una posición eminente los primeros capítulos del Perì
hermeneías (en adelante PH), sobre los cuales se depositaron, como se puede intuir
fácilmente, controversias exegéticas seculares, así como algunas delicadas cuestiones
textuales. Afrontar el análisis implica por eso un trabajo preliminar, cuidadoso de
interpretación “literal”, sólo después del cual se podrá emprender el intento de extraer del
texto su sentido filosófico.
La obra, en general, está dedicada principalmente al análisis del discurso declarativo
(lógos apophantikós) (cfr. 17a6), pero tal análisis está precedido por cuatro capítulos en los
cuales Aristóteles fija algunos conceptos fundamentales en torno del lenguaje, de los
elementos primarios significativos, es decir nombre y verbo,1 y lo que resulta de ellos, es
decir el lógos como tal. Es en primer lugar al capítulo inicial que se necesita prestar atención,
refiriéndose por comodidad al texto, para comenzar con la primera mitad, acompañada de
una traducción lo más apegada posible al texto:








1


Se necesita establecer en primer lugar qué cosa es un nombre y qué cosa un verbo, y en
seguida qué cosa son afirmación, negación, enunciado y discurso. Entonces, las expresiones
presentes en la voz son símbolos de las afecciones del alma, y las expresiones escritas son
símbolos de las de la voz. Y como las palabras y las frases escritas no son las mismas para
todos, así tampoco las pronunciadas; además, estas expresiones son por sobre todo signos
de las afecciones del alma que son las mismas para todos, y estas últimas son imágenes de
objetos, que son los mismos para todos. Pero de estos argumentos se ha hablado en los
libros sobre el alma: pertenecen, de hecho, a otra disciplina.

Así, Aristóteles inicia la exposición enumerando programáticamente los objetos sobre los
cuales tratará la investigación. Respecto del tratamiento paralelo del capítulo 20 de la
Poética salta a la vista la diferencia principal: allí, en efecto, la lista de las partes del lenguaje
(léxis) comprendía “letra, sílaba, conjunción, nombre, verbo, artículo, desinencia, discurso”
(1456b20), elementos que son distinguidos, de modo natural, en “semánticos” (como
nombre, verbo y discurso) y “asemánticos” (todos los demás), y los últimos son sólo
constituyentes y relacionantes de la expresión significativa. Es claro que en el PH, de
acuerdo con el enfoque lógico-semántico propio de esta obra, la consideración se restringe a
los componentes semánticos del lenguaje (los únicos que son “símbolos” de las afecciones
del alma) dado que los otros son relevantes sólo en el análisis lingüístico en sentido estricto.
Esto ofrece una indicación preliminar, aunque bastante obvia, en la exégesis de la
primera cuestión relevante que postula el texto del PH. ¿Qué entiende Aristóteles por tà en
têi phonêi (literalmente “las cosas en la voz”)? Waitz, inspirando probablemente a muchos
traductores y comentadores posteriores, interpretaba la frase como “quaecumque preferuntur
per linguam”, lo cual comportaba la inclusión de las voces asemánticas, que son claramente
excluidas aquí, dado que no son símbolos de afecciones. De aquí se siguen algunas
traducciones corrientes que, como “i suoni Della voce” (Colli) o “the spoken sounds”
(Ackrill), son cuando menos ambiguas. La exégesis antigua, enderezaba más
convenientemente la atención a las formas lingüísticas enumeradas al principio: Amonio y
Boecio identificaban tà en têi phonêi con nombre y verbo, mientras que Tomás, de manera
más verosímil, extendía la identificación también a los enunciados. Se ofrecen indicios
precisos en esa dirección en algunas formulaciones que recorren el PH: en el último capítulo,
por ejemplo, al discutir las opiniones entre sus contrarios, Aristóteles dice que “las
afirmaciones y las negaciones expresadas en la voz son símbolos de las que están presentes
en el alma” (
) (24b1-2); el paralelismo con 16a3-4 es evidente, y deja pocas dudas de que con
tà en têi phonêi el filósofo intentaba aludir también a los enunciados (y además a fortiori a
sus componentes, es decir nombres y verbos). De manera similar, por confirmación posterior,
siempre a propósito de las opiniones (dóxai) se dice en el último capítulo que “las
expresiones presentes en la voz derivan de los objetos que están en la mente” (
) y además, dadas las relaciones entre las opiniones
contrarias en el plano lógico “será necesario que las cosas sean del mismo modo también a
propósito de la afirmación expresada en la voz” (
) (23a32-35). Fuera del PH, para testimoniar la generalidad de tales
expresiones en Aristóteles, se puede citar el pasaje del libro IV de Metafísica, donde el
filósofo, polemizando contra los negadores del principio de contradicción, dice que cuantos
fueron inducidos a tal negación a causa de reales dificultades del pensamiento, pueden ser
convencidos racionalmente, porque proponen argumentos y hacen uso de la razón (diánoia),
mientras que los erísticos, que discuten por el puro gusto de la discusión, son refutados en
razón de su verbalismo, de su discurso de meras palabras (
) (1009a21-22).
Parece, por lo tanto, más que plausible identificar tà en têi phonêi con nombres,
verbos y enunciados (afirmativos y negativos). ¿Bajo qué perfil debemos entenderlo,
concretamente? Después de haber excluido que estén en cuestión los sonidos de la voz
considerados singularmente, excluimos además que se trate en general de nombres, verbos y
enunciados tomados como “significantes” fonéticos (respecto de los cuales los pathémata
serían los “significados”); con respecto a eso, en efecto, la articulación en nombre, verbo,
enunciado es irrelevante, y si en lugar de eso Aristóteles intenta llamar la atención sobre ella,
es por eso improbable que sea allí pertinente el plano de los significantes (sin considerar que
el par significante-significado se arriesga a proyectar sobre Aristóteles una impostación
saussuriana que le es extraña). Además, esta exégesis presume que tà en têi phonêi son “los
sonidos de la voz”, y no las formas lingüísticas enumeradas precedentemente, mientras
nosotros intentamos mostrar que el listado de estas formas es precisamente lo fundamental
que tiene Aristóteles en mente.
Pero –se dirá– si excluimos los significantes fonéticos, ¿qué cosa queda para que
Aristóteles pueda aludir con tà en têi phonêi? La respuesta es que quedan los elementos de
los que se está hablando, esto es nombre, verbo, enunciado, considerados bajo un triple punto
de vista: en primer lugar, como formas lingüísticas constitutivas; luego como vehículo de la
tipología de los pathémata de los cuales son símbolos; y finalmente como concreta variedad
de ocurrencias. Veamos mejor.
Habíamos notado que nombre, verbo y enunciado son llamados en general
“símbolos” de las afecciones del alma, y también que las afirmaciones expresadas en la voz
“derivan” de los objetos presentes en la mente, en el pensamiento (23a32-33), es decir
dependen de éstos como de sus condiciones: en consecuencia, dice el filósofo, así como las
opiniones son contrarias en el pensamiento, también deben serlo sus afirmaciones “en la
voz”. De esto surge que, en general, Aristóteles intenta proponer un estricto isomorfismo
entre el plano psíquico y el plano lingüístico: según nosotros eso vale por sobre todo en el
sentido de que el lenguaje refleja la estructura del pensamiento. Una ilustración precisa y
crucial de esto la encontramos en la segunda mitad del primer capítulo del PH (que
examinaremos más en detalle más adelante): dice, en efecto, Aristóteles que “como a veces
en el alma está presente un concepto, que prescinde de lo verdadero y lo falso, a veces está
aquello a lo que pertenece necesariamente lo verdadero y lo falso, y así también en la voz”
(
) (16a9-11). En tanto la mente
piensa por medio de conceptos debe haber en el lenguaje algo que los represente, y esa es la
función de los nombres y verbos, como se dice poco después en el texto (16a13-14); y en
cuanto la mente une estos conceptos en proposiciones, en el lenguaje debe reflejarse también
esto, y a tal fin se producen los enunciados. La atención de Aristóteles, entonces, en un
momento primero y fundamental, está dedicada a la correspondencia estructural entre formas
del pensamiento y formas del lenguaje (oral, y mediatamente escrito). La enigmática
sequedad de la expresión inicial oscurece fácilmente este primer nivel de análisis –que parece
en efecto que se le ha escapado a los intérpretes–, pero la comparación con los pasajes
siguientes del PH permiten identificarlo con certeza. Antes que las expresiones orales y
escritas sean analizables como símbolos de afecciones particulares del alma, debemos
sopesar la estructura general del pensamiento (según la articulación que veremos enseguida).
Pasar por alto este punto, que está presente en la mente de Aristóteles desde el comienzo,
significa comprometer radicalmente la comprensión del proemio del PH, en particular y en
su sentido general. Con tà en têi phonêi Aristóteles quiere evidentemente aludir, en suma, a
lo que está en general en el lenguaje, pero ese contenido está implícitamente considerado en
su articulación interna, a partir de su estructura general.
Un aspecto fundamental de esta tesis, que contrasta con la interpretación tradicional,
es que, naturalmente, así como las formas del pensamiento son necesarias y universales, así
deben serlo las formas correspondientes de la expresión lingüística. Aristóteles descuenta,
aunque no lo diga explícitamente, que las formas lingüísticas y lógicas (afirmación y
negación) con cuya enumeración se abre el PH son universales: como en toda mente hay
conceptos y proposiciones, así en toda lengua debe haber nombres, verbos y enunciados, con
la misma necesidad con que estos últimos deben ser (por el principio de tercero excluido)
afirmativos o negativos. Esto está subrayado, porque tradicionalmente se dice que en este
primer capítulo Aristóteles plantea cuatro planos de realidad: la palabra pronunciada, la
escrita, las afecciones del alma y las cosas (prágmata): dos serían convencionales, y por eso
variables, es decir la palabra pronunciada y la escrita, y dos naturales y universales, es decir
afecciones y cosas. De ese modo se ignora que el plano del lenguaje es considerado por el
Estagirita no sólo en su concreta realización en la variedad de las lenguas, sino sobre todo en
su morfología esencial, que como la del pensamiento es universal y constitutiva. No hay
presente ninguna arbitrariedad: las formas lingüísticas son símbolos en el sentido que son
“correlatos” (ese es el sentido propio de sýmbolon) de las formas del pensamiento, pero su
articulación está vinculada a priori con la estructura del pensamiento que debenexpresar.
Podemos decir, entonces, que con tà en têi phonêi Aristóteles intenta referirse, en
primera instancia, a las formas lingüísticas universales de la hermeneía, de la expresión del
pensamiento. El primer motivo teórico que se perfila es claramente de extrema importancia:
se trata del planteo de la necesidad de una gramática filosófica y de la indicación sumaria,
que será continuada en el primer capítulo del PH, de sus principios fundamentales. Tal idea
de una gramática universal ha gozado incontrastable favor durante siglos, luego fue
violentamente controvertida, y ha vuelto recientemente a tener auge a través de la obra de
Chomsky, en una formulación innatista. Retomaremos el problema en el parágrafo siguiente,
cuando hayamos acumulado otros elementos del pensamiento de Aristóteles sobre el tema.
En segundo lugar, las formas lingüísticas que están “en la voz” son consideradas por
Aristóteles como isomórficas con la articulación específica o tipología del pensamiento.
También aquí está la confirmación con los pasajes siguientes que guían la interpretación. Así,
nombre y verbo corresponden a la doble articulación de los conceptos, que están relacionados
con los hypokeímena (conceptos del sujeto) y los kath’hetérou legómena (conceptos del
predicado) (ccf. 16b6-10). El enunciado declarativo, que en general es símbolo del
pensamiento proposicional, es en concreto un símbolo, por ejemplo, de opiniones, mientras
que, como dice el pasaje ya citado, la oposición del pensamiento se encuentra
especularmente en los enunciados (cf. todo el capítulo 14). Estos son sólo algunos ejemplos:
este segundo nivel de análisis resultará más claro después del examen de los pathémata
correlativos, examen que de algún modo debemos anticipar. Naturalmente, también para este
segundo nivel la correspondencia afirmada por Aristóteles vale universalmente (todos los
hombres piensan objetos, afirman o niegan, poseen opiniones, etc.).
Finalmente, tà en têi phonêi son las varias phonaí, esto es las varias ocurrencias de
nombres, verbos, enunciados que, como el texto del PH recuerda, son diferente en diferentes
lenguas. La correspondencia con los pathémata se hace, por lo tanto, arbitraria o
convencional (katà synthéken).
Esa es, por lo tanto, la triple articulación a la cual Aristóteles alude con la elíptica
expresión tà en têi phonêi, que resulta de las comparaciones intratextual. Si no se tiene
presente esta articulación el primer giro del PH queda irremediablemente comprometido.
Intentemos ahora extender nuestro análisis a los otros elementos en juego, correlativos con el
lenguaje.
El segundo problema relevante que postula la apertura del PH es la identificación de
los pathémata (las “afecciones”) de las cuales las expresiones lingüísticas son símbolos. ¿A
qué se refiere exactamente Aristóteles con “las afecciones del alma”? El problema se asocia
tradicionalmente de modo natural con el precedente, condicionando la interpretación.
Aquellos que, comoAmonio y Boecio, piensan que tà en tê phonêi son los nombres y los
verbos, deben considerar que los pathémata son los noémata, los conceptos (y aquí los sigue
también Tomás). El problema obvio -y según nosotros insostenible- para esta interpretación
es que no se ve razón por la cual Aristóteles, si tenía en mente los noémata, habría debido
escribir pathémata, dado que de noémata hablará pocas líneas después explícitamente. Los
comentadores en cuestión estaban preocupados sobre todo por explicar la “pasividad” que se
le atribuye a los conceptos llamándolos pathémata, y lo explicaban en general refiriendo a la
noción de “intelecto pasivo” (noûs pathetikós), en virtud de la cual los conceptos pueden ser
llamados “afecciones”. Pero aquì el problema parece más sencillamente que no se encuentra
razón suficiente para el uso de un término genérico (pathémata) en lugar de uno específico,
apropiado y del todo habitual (noémata), cuando el significado es exactamente el mismo. Tal
interpretación parece, simplemente, una consecuencia de la identificación previa de tà en têi
phonêi con nombres y verbos: como en el caso precedente, no está totamente equivocada,
pero es indebidamente restringida a un único contenido, el concepto, con la consecuencia,
entre otras, de que la pluralidad de los pathémata vendría simplemente a indicar la
multiplicidad de conceptos particulares, de los cuales no sería fácil captar cómo Aristóteles
podría decir pocas líneas más abajo que son “los mismos para todos” (16a6-7), que ya
suscitaba perplejidad en Hermino, el maestro de Alejandro de Afrodisia y en Aspasio.
A esto se agrega que la dificultad de encontrar en el De Anima (al cual como se ha
visto refiere Aristóteles) una simple identificación entre pathémata y noémata fue lo que
indujo a Andrónico a sospechar de la autenticidad del PH, al menos según el relato que nos
hace llegar Amonio, cuya respuesta a la perplejidad de Andrónico consiste esencialmente en
la apelación a la doctrina del noûs pathetikós, que pudo ayudar a explicar la “pasividad” que
resulta comunmente atribuida también a las facultades superiores del alma (volveremos al
problema), pero, como se ha dicho, no justifica la presunta sinonimia de pathémata y
noémata.
Se necesita, por lo tanto, buscar otra explicación, y poca ayuda viene de los
intérpretes modernos, que, con la excepción de Nuchelmans, han repetido la identificación de
afecciones y conceptos, o peor, han propuesto ver expresados en los pathémata las afecciones
de la sensibilidad, que con los símbolos lingüísticos tienen verdaderamente poco que ver.
Procediendo con orden, no parece en general posible tender dudas sobre el hecho de
que Aristóteles, como también Platón, designa como pathémata el pensamiento y sus formas.
Comencemos con Platón. En la conclusión del libro VI de la República explone la famosa
teoría de la línea, en la cual imagina los cuatro grados del saber (y sus correspondientes
objetos, distinguidos en sensibles e inteligibles) representados en otros tantos segmentos en
los cuales se divisa una línea; estos grados son la eikasía (que algunos traducen con
“imaginación”, otros con “conjetura”), la pístis (creencia, opinión), la diánoia (pensamiento
discursivo) y la nóesis (pensamiento intuitivo). El punto relevante para nosotros es que son
llamados por Platón pathémata en têi psychêi gignómena, “afecciones que tienen lugar en el
alma” (511e). Entonces, no sólo los sentidos, sino también el pensamiento es afección, es
decir un experimentar algo del exterior.
Tal idea, y su correlativo uso lingüístico, son mantenidos por Aristóteles. En el inicio
del De Anima se pregunta si las afecciones del alma conciernen todas también al cuerpo, o si
hay algunas propias solamente del alma (de eso depende que haya una parte separable del
cuerpo y por lo tanto inmortal), y responde que el pensamiento (tò noeîn) parece ser en
verdad un páthema sólo del alma (403a3-11). En cuanto al género el pensamiento, como lo
esperaríamos nosotros, es un páschein, un “experimentar” (429b24-25), y en cuanto tal un
análogo del percibir (429a13-14), de donde el intelecto finito del hombre es llamado noûs
pathetikós (430a24-5). Vale la pena subrayar que toda esta doctrina está llena de cruciales
inplicancias teóricas. Lo que cuenta para nosotros es la evidente inclusión del pensamiento
en general en el ámbito de los pathémata tês psychês, de donde resulta extrañoq ue alguien
pueda haber tenido dudas sobre esto.
Volvamos al PH. Debería ser suficientemente claro que las afecciones de que se habla
no pueden ser las de los sentidos, dado que no son éstas las que son simbolizadas por el
lenguaje (de otro modo incluso los animales podrían en principio tener lógos). Esa era la
opinión de la mayoría de los comentadores antiguos, de Alejandro, de Boecio. También aquí,
como en el caso precedente de tà en têi phonêi, el contexto sugiere la dirección exegética,
llevando a considerar en este caso las afecciones del pensamiento. En este ámbito no vemos
ningún sostén (y sí múltples contraindicaciones) para la restrictiva identificación de los
pathémata con los noémata. Según nuestra interpretación, que coincide plenamente con la
ofrecida acerca de “las expresiones de la voz”, que Aristóteles tiene en mente, en un sentido
análogo al pasaje platónico antes mencionado, las “formas” del pensamiento, son sobre todo
conceptos y proposiciones, y en segundo lugar sus varias tipologías, por ejemplo
afirmaciones y negaciones, pasibles de verdad y falsedad, contrariedad o contradictoriedad,
opiniones, etc., que son los temas de los cuales se hablará en los sucesivos capítulos del PH.
Por último, naturalmente, los pathémata incluyen también la concreta multiplicidad de los
conceptos y de los juicios particulares.
Prescindiendo de la demostración (que será examinada en los Analíticos), se trata del
pensamiento que se expresa en el lógos apofántico (y en sus células, que son los conceptos).
No es casual, como ya recordamos, que la última página del PH se refiera a la primera, y que
después de haber analizado las opiniones contrarias Aristóteles concluya repitiendo que la
contrariedad lógica de las opiniones debe reflejarse en el lenguaje, dado que “afirmaciones y
negaciones expresas en la voz son símbolos de lo presente en el alma” (24b1-2), de lo cual se
desprende que las afecciones “en el alma” incluyen las opiniones, y en general los juicios.
Para confirmar esto se puede aducir un pasaje explícito de Categorías -4b8-, en el cual el
lógos y la dóxa son designados como páthe.
En lo que respecta a la demostración y el silogismo, hay un pasaje bien conocido de
los Analíticos posteriores, que se conecta idealmente de modo lineal con la problemática que
estamos examinando, y que completa el abanico de las afecciones que están en el alma y sus
símbolos lingüísticos, repitiendo la interpretación que estamos desarrollando: dice de hecho
el Estagirita que “la demostración, como el silogismo, no se refiere al discurso pronunciado
(tòn éxo lógon), sino al que está en el alma (tòn en têi psychêi)” (76b24-5). Es claro que tòn
èxo lógon es lo que está en têi phonêi, que está contrapuesto, en referencia a la demostración
y a la deducción, a lo que está en têi psychêi. Está implícito -por analogía con el PH- que el
primero es en general símbolo del segundo, aunque posee características propias que pueden
conferirle una plausibilidad meramente “verbal”.
No creemos que sean necesarios argumentos adicionales para sostener la
verosimilitud de nuestra interpretación: contrariamente a una tesis corriente, los pathémata
que tiene en mente Aristóteles en el inicio del PH no son, primariamente, los conceptos
particulares, como “mesa” u “hombre”, sino las formas del pensamiento, es decir conceptos y
proposiciones, y sus especies (comprendida la demostración, aunque ésta no es tratada en el
PH). Esta interpretación es el derivado natural de aquella apenas desarrollada acerca del
significado de tà en têi phonêi, y se necesita sólo mostrar cómo no contrasta con el uso
aristotélico de páthema. Lo que está en cuestión es sobre todo la correspondencia estructural
o isomorfismo entre pensamiento y lenguaje (a los cuales se agregan, como tercer elemento,
los objetos). Aristóteles dice que las formas semánticas del lenguaje, es decir nombre, verbo,
enunciado, son correlativos de las formas del pensamiento, es decir conceptos y
proposiciones: a la presencia de una en el lenguaje debe corresponder la presencia de la otra
en el alma. Tal correspondencia se especifica más tarde en relación con las varias tipologías
del pensamiento, que corresponden a otros tantos tipos de juicio y componentes del juicio, y
finalmente de modo natural sobre el plano empírico, como correspondencia entre conceptos
simples y juicios y nombres simples y enunciados. Esto, sin embargo, no significa que todas
las propiedades que valen para el isomorfismo estructural se encuentren en el plano empírico,
por ejemplo que la universalidad del primero implique también la de sus especificaciones
empíricas: en otras palabras, el hecho de que todos tengamos conceptos no implica que todos
tengamos los mismos conceptos.
Afirmada, entonces, la correlación, o relación simbólica, entre pensamiento y
lenguaje, considerado en su expresión oral, Aristóteles agrega que la misma relación rige
también en relación con las expresiones escritas (tà graphómena), que son símbolos de los
orales; es decir, la propiedad de la traducción simbólica del pensamiento en la expresión oral
se conserva en la traducción ulterior de ésta en la escritura.
Aristóteles pasa luego a la explícita enunciación de la variedad histórico-geográfica
de las expresiones lingüísticas, orales y escritas: “y como las palabras escritas no son las
mismas para todos, así tampoco lo son las pronunciadas”. No hay razón para considerar este
conjunto phonaí/grámmata como plenamente equivalente a la anterior, tà en têi phonêi/tà
graphómena. Con esta última se aludía también a las formas lingüísticas como tales, mientras
ahora se pone en evidencia la variedad de las lenguas: los nombres, los veros y los
enunciados de se componen de éstos (es decir precisamente las phonaí) son diferentes en las
diferentes lenguas, y esto vale naturalmente también para su trascripción gráfica. Esto
depende, como es claro, de la mencionada posibilidad de modular la voz humana (como
condición material) y de la convencionalidad del lenguaje.
El punto fundamental que empuja a Aristóteles a afirmar esto es que tal carácter
convencional no afecta para nada la universalidad y la objetividad de la experiencia que
viene comunicada mediante el lenguaje. Para enfrentar el problema, se necesita tener
presente que en la gran polémica en torno de la naturalidad o convencionalidad del lenguaje
desarrollada en Grecia en la época de los sofistas, la tesis de la convencionalidad tendía a ser
parte integrante de una perspectiva unitaria relativista, es decir de un convencionalismo
gnoseológico más radical, del cual eran cultores los sofistas. Huellas precisas de esto las
encontramos en el Crátilo de Platón. En ese diálogo, el punto de vista convencionalista es
desarrollado por Hermógenes, que, interrogado por Sócrates, enuncia su tesis acerca de la
completa arbitrariedad de la imposición de los nombres, sosteniendo que “es lícito llamar a
cualquier objeto con el nombre que me plazca darle, y es lícito que tú lo llames con el que te
plazca” (385e). Es precisamente en este punto del diálogo que Sócrates amplía
prudentemente la perspectiva, preguntando a su interlocutor: “Hermógenes, observemos si te
parece que también para los entes es así: que la esencia de las cosas no pertenezca en
particular a ninguno, como pretendía Protágoras diciendo que el hombre es 'medida de todas
las cosas', de modo que como las cosas me parezcan, así son para mí, y como son para ti, así
son para ti; ¿o te parece que hay alguna estabilidad en su ser?”. De modo revelador,
Hermógenes confiesa su inseguridad: “Hace ya tiempo, Sócrates, que también yo, al entrar en
duda, fui arrastrado hacia lo que dice Protágoras. Sin embargo, no me parece que las cosas
sean exactamente así” (386a). Para Platón, entonces, era claro que el convencionalismo
lingüístico podía ser asociado con el relativismo puro, y que, entonces, era indispensable una
discusión en el ámbito de una crítica de la sofística. La cuestión es de gran trascendencia,
porque en el pensamiento contemporáneo, tal vez por otra vía, se reproduce la misma
asociación, en el sentido de que “la arbitrariedad del signo” es hoy corrientemente
interpretada en sentido relativista. Conviene, por lo tanto, prestar atención a lo que Platón y
Aristóteles oponen a este tipo de pensamiento.
En el caso del Estagirita, que aquí nos interesa, la respuesta consiste en contraponer a
la variedad de las lenguas la identidad del pensamiento y de la realidad que en él se expresan;
esto sucede en dos líneas de texto densas y complejas como pocas otras: hôn méntoi taûta
semeîa prótos, tautà pâsi pathémata tês psychês, kaì hôn taûta homoiómata prágmata éde
tautá (“sin embargo, estas expresiones son sobre todo signos de afecciones del alma que son
las mismas para todos, y estas últimas son imágenes de los objetos, que son los mismos para
todos”).
Varios son los problemas interpretativos que se presentan. El primero es la referencia
del taûta inicial, que parece natural conectar con phonaí y grámmata (incluso con los más
lejanos tà en têi phonêi y gramphómena, como proponen algunos), porque es evidente la
contraposición instituida por Aristóteles entre lo que no es universal, precisamente las phonaí
y los grámmata relativos, y aquello de lo cual éstos son a su vez signo.
Sigue la interpretación de semeîon, que en tiempos recientes se ha propuesto
distinguir radicalmente de sýmbolon, mientras los comentadores antiguos los habían
entendido como sinónimos. Es efectivamente dudoso que la equivalencia de significado sea
total, porque -prescindiendo de la ocurrencia no técnica de 16a16- el uso de los dos términos
en los primeros tres capítulos del PH parece ser más sistemático, a partir de lo cual se está
tentado inevitablemente a encontrar alguna diferencia. Es necesario para eso repetir que la
relación entre el plano psíquico y el plano lingüístico está caracterizado por lo que habíamos
llamado “correlación”, en el sentido de que el lenguaje es una traducción o codifica el
pensamiento (dentro del lenguaje, la escritura es una traducción o codifica la voz); a partir
del lenguaje será por eso posible, inversamente, salir al pensamiento (y de la escritura a la
voz de la cual es símbolo). En otras palabras -y prescindiendo por simplicidad de la escritura-
la correspondencia puede ser vista a partir del pensamiento, del cual deriva el lenguaje, o a
partir del lenguaje mismo, a partir del cual se puede inferir el pensamiento. Nuestra hipótesis,
brevemente, es que con sýmbolon Aristóteles indica en el PH la correspondencia vista desde
el pensamiento, y con semeîon la misma relación vista desde el lenguaje: una misma entidad
lingüística, entonces, es un sýmbolon en cuando deriva del pensamiento, y un semeîon en
cuanto refiere al pensamiento, de modo que indica (semaínei) una afección del pensamiento.
En este sentido, por ejemplo, el rhêma (“verbo”) es llamado tôn kath'hetèrou legómenon
semeîon (16b7-8), “signo de aquello que se dice de otra cosa”, es decir del predicado. Es
usual e inmediatamente plausible que las entidades lingüísticas sean llamadas “signos” de las
afecciones del alma en cuanto refieren a ellas, como a aquello que les confiere su
significatividad. Menos obvio es, a su vez, que “símbolo” tenga el sentido que conjeturamos.
En favor de esta hipótesis se puede aducir el pasaje ya citado en el cual Aristóteles dice que
“las expresiones presentes en la voz derivan de los objetos presentes en nuestra mente”
(23a32-33), cuyo paralelismo con 16a3-4 deja suponer que la derivación a partir del
pensamiento está en juego en la noción de símbolo, es decir que se trata precisamente de la
correlación en tanto ésta está instituida a partir del pensamiento. Como ya se dijo, las formas
lingüísticas son en sí universalmente simbólicas, mientras las palabras de las varias lenguas
son símbolos convencionales variables.
En el mismo sentido parece que se puede leer la ocurrencia de sýmbolon en el
segundo capítulo, donde los nombres del lenguaje humano son contrapuestos a los sonidos
inarticulados de las bestias: comentando la definición del nombre como phonè semantikè
katà synthèken (16a19), “sonido de la voz significativo por convención”, Aristóteles plantea
que ningún nombre es una voz significativa “por naturaleza”, sino sólo cuando la phonè
semantiké deviene símbolo (16a28). De hecho, agrega, aunque los sonidos inarticulados de
las bestias “manifiestan algo”, por lo tanto -es preciso colegir- son “voces significativas” (en
el sentido visto en el capítulo precedente), pero ninguno de ellos es nombre en cuanto
precisamente no es un símbolo, es decir no deriva del pensamiento, sino de la sensibilidad, de
donde no puede surgir otra cosa que lo que es por naturaleza, no puede hacerse receptáculo
de una intención semántica no predeterminada naturalmente. Un rugido, en suma, es una
“voz significativa por naturaleza”, en tanto indica un páthos de la sensibilidad animal,
mientras cualquier nombre es una “voz significativa por convención” en tanto es la
objetivación de un “concepto”, una correlación convencional del pensamiento, que opera la
phoné elevándola a símbolo. En el concepto de convencionalidad está naturalmente incluida
la idea de que tales realizaciones son variables, difiriendo en las varias lenguas, pero
cualquiera de ellas, en tanto es un símbolo, deriva del pensamiento. Un nombre, por lo tanto
(y obviamente cualquier otra entidad lingüística semántica), es tal cuando la phonè semantiké
“deviene símbolo”, siendo expresión significativa del pensamiento. En tanto las phonaí se
vuelven símbolo, resultan semeîa, es decir signos de las afecciones del alma de la que
derivan, y a la cual, por lo tanto, refieren.
Nuestra sugerencia es, entonces, que sýmbolon y semeîon son distintos, pero dentro
de una estrecha complementariedad funcional.
Prosiguiendo el análisis, el tercer problema que el pasaje crucial que estamos
examinando presenta es el significado exacto del adverbio prótos, “primeramente” o
“primariamente”. Aristóteles, en rigor, contrapone a la variedad de phonaí el hecho de que
son, en principio o primariamente, signos de las afecciones del alma que son las mismas para
todos, las cuales son a su vez “imágenes” de los objetos, que son los mismos para todos.
Ahora bien, ¿respecto a qué cosa hay que entender esta “primariedad”? De hecho, si se dice
que las “voces” son primariamente signos de algo, es decir de ciertas afecciones, esto postula
que son secundariamente signos de alguna otra cosa. La interpretación tradicional, llena de
implicaciones, sobresale esta vez en Amonio (pero está ya presente en Alejandro, como
testimonia Boecio). Amonio sostenía que el segundo término en comparación no podía ser
otro que los prágmata (“objetos”) evocados poco después por Aristóteles. Según su exégesis,
el Estagirita había dicho que nombres y verbos son, en primer lugar, signos de los conceptos
(tal, recordamos, era para Amonio el valor de pathémata) y, en segundo lugar (mediante los
conceptos), signos de las cosas -empleadas, sin embargo, de modo indeterminado- (24,7-9
Busse).
Esta interpretación amerita una atenta consideración, ya sea por la autoridad de los
que por primera vez la postularon, ya sea porque ha sido aceptada por la mayoría de los
intérpretes sucesivos. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, está probablemente
equivocada. Dos son las objeciones de fondo que intentamos plantear. La primera es que
parece tener o deslizarse hacia la identificación restrictiva de pathémata con noémata y de las
phonaí con nombres y verbos. Con respecto a estos últimos, de hecho, no constituye un
problema grave decir que son signos de las cosas. Pero si el discurso de Aristóteles se orienta
a juicios (afirmativos y negativos), opiniones, etc., como para nosotros es indudables,
entonces que el filósofo afirme de estos últimos que son signos de las cosas es ampliamente
improbable. La relación entre lógos y objeto no es en rigor de denotación, sino de
“reconfiguración”: el lógos -como veremos en breve- es un homoíoma del objeto, no un
semeîon. Es cierto que el lógos puede ser llamado hèn semaínon, “expresión o signo de una
unidad” (cf. Poet., 1457a28-9), pero es fácil mostrar que con tal afirmación Aristóteles
intenta referirse sólo a una unidad presente en la mente, y no a las cosas; en realidad,
discurso unitario (no por conjunción), es decir precisamente un hèn semaìnon (incluso hèn
delôn -“indicador de una cosa”-, como se dice en el PH, 17a16) es también la negación (PH,
17a8ss.), y la negación, operando una separación, no indica de ningún modo una cosa única,
sino una pluralidad, afirmando que cualquier cosa no pertenece a cualquier cosa -y por lo
tanto es distinta, diversa (cf. Met. 1051b,11 y 1004a14). El sentido en el cual una negación
puede ser llamada discurso unitario indica la unidad del acto de juicio, no la unidad de la
cosa: esto se dice explícitamente en De Anima (cf. 430b5-6). Se puede concluir de ello que la
exégesis de Amonio presume la identificación restrictiva acerca de las phonaí y los
pathémata y en eso falla.
La segunda objeción es que, incluso concediendo, como hipótesis, que Aristóteles
esté hablando sólo de nombres y conceptos, la interpretación de prótos que da Amonio sería
igualmente dudosa. En efecto, el sentido principal del psaje en cuestión es la contraposición
entre la variedad de las phonaí, por un lado, y la mismidad de los pathémata y los prágmata
por otro. La variedad de las lenguas, quiere decir en suma Aristóteles, no tiene repercusión
sobre la objetividad del pensamiento, que en él se expresa (y la relación entre el pensamiento
y su expresión en el lenguaje es precisamente el tema central del PH). Con respecto a esa
línea de argumentación, afirmar que los nombres son, mediatamente, signos de las cosas,
parece introducir una consideración que es sólo paralela a la principal: no es el problema de
la designación lo que está en el núcleo del texto, de donde parece extraño que Aristóteles lo
introduzca de modo tan elíptico.
Pero luego, los pasajes siguientes del PH no confirman la tesis que Amonio atribuye a
Aristóteles: el tercer capítulo ilustra como ejemplo toda la dificultad de considerar el rhêma,
indistintamente, como “signo de un objeto”, dado que el verbo “ser”, que es el verbo
fundamental, implícito o explícito en todo rhêma, no denota ningún objeto (cf. 16b22-3). El
rhêma, ante todo, es signo, como habíamos visto, de un predicado, no de un objeto (16b6-7),
y es asimilable a los nombres sólo en el infinitivo. Por otra parte, en más puntos el filósofo
afirma que está en juego la referencia existencial en el ámbito problemático que está
tratando, como muestra claramente el ejemplo del ciervocabrío (16a16-7), donde para los
mismos nombres la referencia a la “cosa” debe ser oportunamente precisada.
Parece necesaria, por lo tanto, otra interpretación, que en nuestro caso se sigue
naturalmente de lo dicho hasta aquí. Para explicar el texto, hace falta tener presente que
Aristóteles pasa de la consideración general de las formas lingüísticas (tà en têi phonêi) a la
enunciación de sus ocurrencias variadas y concretas (hai phonaí): esto es lo que plantea el
adverbio prótos. El Estagirita quiere decir allí que las varias phonaí son sobre todo signos de
las formas del pensamiento iguales para todos, primero incluso que como signos de
afecciones particulares (que como tales no son por cierto iguales para todos), como signos de
estructura y articulación universal del pensamiento: por ejemplo, como habíamos recordado,
el rhêma es llamado “signo de lo que dice de otra cosa” (16b7), es decir del predicado, pero
el mismo discurso se aplica obviamente a los nombres y a los enunciados. Porlo tanto, una
phoné (semántica) cualquiera en cualquier lengua es signo sobre todo o del concepto de un
objeto o de un predicado o de una proposición, por lo cual la variedad de las lenguas resulta
irrelevante (desde el punto de vista lógico), porque la universalidad subyacente de las formas
de pensamiento que expresan por sobre todo garantizan por principio la universal
traducibilidad de toda lengua en cualquier otra, es decir la universalidad de la comunicación.
Por lo tanto, la explicación del pasaje se obtiene entendiendo los pathémata de los
cuales habla Aristóteles como las formas del pensamiento, luego su tipología y sólo en último
lugar las afecciones particulares. Esto resuelve naturalmente también el problema que, como
se mencionó antes, ya trataron Hermino y Aspasio, y que en tiempos más recientes había
suscitado la atención de no pocos intérpretes modernos, esto es que Aristóteles pudo afirmar
la universalidad de las “afecciones” de la mente: mientras sería de hecho verosímil afirmar
que todos tienen los mismos conceptos, y resultaría grotesco que todos tengan los mismos
juicios (si en tal sentido se debe entender, como creemos, el abanico de los pathémata en
cuestión), no suscita dificultades (no al menos tan comunes) afirmar que las estructuras
intelectuales son universales. Todos pensamos a través de conceptos o proposiciones, pero no
todos con los mismos conceptos o proposiciones.
Aclarado este punto, ahora podemos examinar de qué manera define Aristóteles las
relaciones de los pathémata con el tercer elemento fundamental que está en juego más allá
del pensamiento y del lenguaje, esto es, “las cosas”, las prágmata. Las afecciones,
recordemos, se dice que son “imágenes” (homoiómata) de cosas que son desde el comienzo
las mismas para todos. Con esta última observación se decreta la prioridad lógica de la
realidad objetual y se completa, según el clásico procedimiento aristotélico, el ascenso de lo
que es “primero para nosotros” por encima de lo que es “primero en sí”, desde el lenguaje, al
pensamiento, a la realidad, que precede y todo lo determina.
Se extiende así y define el tipo de correlación que antes habíamos proyectado para la
relación entre expresiones lingüísticas y pensamiento, al que ahora resulta natural agregarle
los objetos, que se dirán anteriores en el quinto sentido de “anterioridad” distinguido en las
Categorías (14b9 y ss.): ellos, entonces, son causas de las afecciones, que de ellos derivan el
ser (cfr. Cat. 14b 12) y que son, a su vez, imágenes de los objetos
Todo esto puede ser resumido en el siguiente esquema:

prágmata

aitía homoiómata

pathémata

sýmbola semeîa

phonaí

Naturalmente, queda por clarificar –más allá del valor exacto de homoíoma,
“imagen”—la naturaleza de los prágmata evocados por Aristóteles. De acuerdo con la
interpretación propugnada hasta aquí, sostenemos que Aristóteles no pretende referirse aquí,
en primer lugar, a la multiplicidad de los objetos concretos de experiencia, árboles o
números, sino más bien a lo que se puede denominar la estructura del mundo objetual, de la
cual de hecho desciende la estructura del pensamiento. Se trata pues de la articulación de los
objetos, sobre todo, en simples (objetos de los conceptos) y compuestos (objetos de los
enunciados), luego en universales y particulares, contrarios y contradictorios, necesarios y
contingentes, según perfiles de consideración que serán en su mayoría discutidos
precisamente en el PH. Veamos por orden.
La distinción, primaria, entre concepto y proposición deriva de la distinción de los
objetos en simples o indivisibles y compuestos o divisibles, sobre la cual habrá forma de
regresar ampliamente, y que no aparece en el PH sino que es teorizada en el De anima (al
cual nuestro texto no casualmente remite) en el importante capítulo 6 del libro Gamma, y
además, obviamente, in varios lugares, por ser una distinción de importancia fundamental.
Nótese --en el caso de que pudiera surgir una duda sobre esto—que Aristóteles llama prâgma
no sólo al objeto del concepto sino también al del juicio: cf. Cat. 4a 34ss.; 4b 8ss.; 14b19.
La distinción de los objetos en universales y particulares se introduce en el capítulo 7
(17a 38ss.) y a ella corresponde evidentemente una distinción paralela de los conceptos y de
los nombres (propios y comunes).
También es relevante la distinción entre objetos contrarios y contradictorios, que
reaparece en varios puntos del PH y naturalmente en las Categorías, donde entre otras cosas
se dice precisamente que “como la afirmación se contrapone a la negación –por ejemplo la
expresión ‘está sentado’ a la expresión ‘no está sentado’—así el objeto (prâgma) contenido
en la afirmación se contrapone al objeto contenido en la negación, por ejemplo el estar
sentado al no estar sentado” (12b 12-16; según la trad. de Colli), lo que ilustra de la forma
más precisa que se podría desear el tipo de cosas que Aristóteles tiene en mente, según
nuestra interpretación, también en el primer capítulo del PH, y que fácilmente se puede poner
en correlato con el esquema propuesto antes: el enunciado en la voz “Sócrates está sentado”
es signo de la correspondiente afirmación en el alma, la cual es “imagen” (homoíoma) del
objeto (Sócrates-sentado); recíprocamente, el objeto es causa del páthema, de la “afección”
que se expresa simbólicamente en el enunciado.
El mismo tipo de análisis se aplica naturalmente a los objetos moralmente y
temporalmente determinados, a los cuales se les dedican cruciales capítulos del PH, como el
noveno sobre el problema de los futuros contingentes y de la verdad, en donde Aristóteles
enuncia la notable tesis, que está en perfecta sintonía con el punto de vista que estamos
exponiendo, según la cual “los discursos son verdaderos análogamente a como lo son los
objetos” (homoíos hoy lógoi aleteéis hósper tá prágmata) (19a 33): de modo que por ejemplo
la oposición lógica de los enunciados se conforma con la estructura modal de los objetos,
donde en el caso de los objetos contingentes futuros, ilustrado en el famoso ejemplo de la
batalla naval, resulta suspendido el principio de bivalencia.
Del mismo tenor es, luego, la distinción de los objetos en potenciales y actuales, a la
cual corresponde una análoga situación del pensamiento (y también de la sensación): “la
ciencia y la sensación se dividen en correspondencia con los objetos: la que está en potencia
corresponde a los objetos en potencia, la que está en acto, a los objetos en acto” (De an. 431b
24-26).
Todo esto es suficiente, nos parece, para ilustrar que es completamente sensato
extender nuestra propuesta exegética también a las prágmata, afirmando que también
respecto de ellas Aristóteles tiene en mente sobre todo la correspondencia estructural, el
isomorfismo esencial entre mundo objetual y formas del pensamiento: el lenguaje es un
símbolo de esta conformidad originaria, sólo en virtud de la cual éste es posible. La
conformidad empírica, esto es, la correspondencia de conceptos y juicios particulares con
objetos particulares, proviene de la conformidad metafísica, en la cual ésta encuentra su
condición primera.
De lo anterior, se manifiesta también la interpretación correcta de la homoíosis, que
quiere decir precisamente isomorfismo, en un sentido que evidentemente no tiene nada que
ver con la representación espacial propia, por ejemplo, de una “imagen pictórica”.
La explícita confirmación de nuestra impostación exegética nos parece ofrecida,
como se tuyo ya modo de anticipar, por la segunda mitad del capítulo 1. Antes de verla, sin
embargo, es oportuno analizar el modo en que termina la primera mitad hasta aquí
examinada, constituida por la controvertida remisión al De anima, que suscitó la sospecha de
inautenticidad de parte de Andrónico.
La remisión está ciertamente determinada por el problema relevado en las últimas
líneas, acerca de la relación entre afecciones y objetos (ya que de las cuestiones precedentes,
es decir, la de los símbolos lingüísticos y de las variedades de las phonaí, no hay rastro
alguno en el De anima). En primer lugar debe notarse que el carácter genérico de la remisión
operado por Aristóteles aconseja indentificaciones restrictivas de los pathémata, como la de
Amonio (y de todos los que lo siguieron), sugiriendo considerar todo el espectro de las
actividades intelectuales, focalizando además la atención, en primer lugar, sobre sus formas o
estructuras generales, de acuerdo con el tramado del De anima.
Pero el motivo quizá de mayor interés de la remisión es que ella signa implícitamente
la superación de toda una fase de la reflexión sobre el lenguaje, centrada sobre el problema
de la “corrección” de los nombres (al cual está dedicado también el Crátilo de Platón). Es
claro, de hecho, que la remisión significa que para el Estagirita la correspondencia del
lenguaje con la realidad está radicada en el pensamiento y que, entonces, el lenguaje, de por
sí, no es ni correcto ni incorrecto; el que posee estas últimas propiedades es, en cambio, el
pensamiento, como se evidencia propiamente en un pasaje del De anima, donde se distinguen
los modos del pensar correctamente (orthós) de los contrarios (427b 9-11).
Podemos referirnos ahora a la segunda mitad del capítulo, donde Arist´ñoteles ilustra
y clarifica lo que tiene en mente, introduciendo agunas nocones que completan el cuadro
preliminar y preparan el tratamiento de los capítulos sucesivos. Veamos sobre todo el primer
período:

Por lo tanto, como en el alma se encuentra a su vez un concepto, que prescinde


de lo verdadero y de lo falso, y a su vez en cambio algo a lo cual necesariamente
pertenecen al una o al otro, así ocurre también en la voz. (16a 9-11).

El sentido general del pasaje es más bien claro: Aristóteles distingue entre concepto y
proposición, como entre las dos modalidades fundamentales del pensamiento “en el alma” y
afirma que esta distinción se reencuentra –y no podría ser de otra manera—en el lenguaje,
representada por nombres y verbos, por una parte, y discursos, por la otra. En semejante
afirmación, isomorfismo de pensamiento y lenguaje, respecto de la dimensión estructural de
los dos planos, nuestra exégesis encuentra confirmación sustancial, que tal correspondencia
puso en evidencia desde el comienzo, al ver en ella un sentido fundamental, a menudo dejado
de lado, del proemio al De Interpretatione.
Queda por ver cómo Aristóteles caracteriza la relación entre conceptos y nombres (y
verbos): estos últimos, dice de hecho el Estagirita, “representan los conceptos en cuanto no
conjugados con nada o separados de nada“ (éoike toi anéu synthéseos kaí diairéseos noémati
– 16a 13-14). Hemos traducido éoike como “representan” antes que con el más usual “se
asemejan”, porque nos parece es aquí dispersante hablar genéricamente de semejanza.
Aristóteles quiere decir, evidentemente, que nombres y verbos corresponden a los conceptos
tomados por fuera de su acontecer in proposiciones; ellos no son “imágenes” en el sentido
de íconos, sino más bien representaciones, traducciones, en el medio alotrio de la voz, de los
conceptos presentes en el alma.
Podemos entonces tirar los hilos de manera sintética. El tema del proemio es el del
isomorfismo de pensamiento, lenguaje y realidad, considerado también relativamente según
las variedades de las lenguas. El límite de las interpretaciones precedentes resulta entonces
que consiste en el haber restringido indebidamente el así llamado isomorfismo al plano
empírico, dejando de lado los indicios que nos permiten ver claramente cómo Aristóteles
tiene en mente sobre todo la correspondencia estructural o metafísica entre formas
lingüísticas, del pensamiento y de la realidad objetual; aquella en suborden respecto de las
varias articulaciones de tales formas y sólo por último la empírica. Para este fin, son
decisivos, como vimos, los elementos intertextuales que chocan. La universalidad de la
correspondencia, luego, concierne sólo a los dos primeros niveles (o, si se prefiere, las dos
escansiones del primer nivel), así como el carácter convencional del símbolo se aplica sólo
sobre el plano de la concreta variedad de las lenguas. Esta variedad, por otra parte, se
neutraliza y resulta irrisoria a partir de la posibilidad, que estaba en línea ya desde un
principio, de una traducción universal: desde el momento en que todos pensamos del mismo
modo, y que la estructura de la realidad es desde siempre la misma para todos, existe un
“fondo” universal común, del cual deriva la posibilidad de resolver cualquier dificultad
empírica de la comunicación. La fórmula de Jakobson, según la cual “toda experiencia
cognoscitiva puede ser expresada y clasificada en cualquier lengua existente” deriva de los
principios enunciados por primera vez con claridad por Aristóteles en el PH. Por el contrario,
la tesis de Quine acerca de la imposibilidad de la traducción radical deriva de un rechazo de
este principio.
Para concluir, ofrecemos entonces de nuevo el texto que hemos discutido, esta vez en
una traducción libre, o mejor en una paráfrasis:

Las formas lingüísticas que están en la voz (y en forma mediata en la escritura), esto es,
nombre, verbo, enunciado (y sus especies), son co-respectivos de las afecciones del
pensamiento (esto es, concepto, proposición y sus especies) que como tal tienen lugar en
el alma.

Las palabras y los discursos, luego, no son los mismos para todos, ni los orales ni los
escritos (varían en las diversas lenguas).
Con todo, las afecciones del alma de las cuales estas expresiones son en primer lugar
signos (esto es, las así llamadas formas del pensamiento) son las mismas para todos, y los
objetos respecto de los cuales esas afecciones son isomórficas son ya desde siempre los
mismos para todos.
Pero de estos argumentos ya se habló en los libros sobre el alma; ellos pertenecen de
hecho a una disciplina diferente.
Por lo tanto –retomando—como el alma piensa a veces por conceptos, a los que,
como tales, no se les aplica la alternativa verdadero/falso, y a veces por proposiciones que
son necesariamente verdaderas o falsas, así debe ser también en el caso de la voz.
En efecto, lo verdadero y lo falso consisten en la conjunción y separación (de
conceptos). En consecuencia, nombres y verbos representan los conceptos que ellos son, no
conjugados en una proposición, como “hombre” o “blanco”, los cuales no son verdaderos o
falsos. (Las proposiciones, en cambio, representarán precisamente las conjugaciones –o
divisiones—de los conceptos que son verdaderas o falsas).
Examinado el proemio, podemos pasar a los capítulos sucesivos del PH. Nuestra
atención se concentrará sobre dos problemas fundamentales: la relación entre gramática y
lógica y la función de la mente en la determinación del carácter significativo de los nombres.

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