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Algunas palabras sobre el autor
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Para concluir, le deseo al lector que disfrute, sufra, se procupe
y se desespere junto con los personajes de los cuentos, como lo he
hecho yo. Si ello ocurre, creo que Andrés Aldao habrá cumplido con
su propósito.
Esther Susana Durman • Enero, 1998
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Una historia como tantas
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Eliseo vivía con Juana, su mujer, en una pequeña casita
de la calle Nicasio Oroño, en Caballito. Al principio no se
inquietó: visitaba a los tres hijos, veía a sus nietos, se
levantaba un poco más tarde. Después salía a recorrer las
callecitas del barrio. Como un jubilado.
“Siempre enterrado en la fábrica -recordó- trabajando
dos turnos, haciendo horas extras, años y años sin conocer
esta tibieza que da el solcito. ¿En qué se me fueron los
años, mi Dios?”. Un día cualquiera, pues, descubrió que su
vida ya no tenía sentido.
Se sintió ultrajado, vencido. No encontraba ocupación.
Quería sentirse nuevamente útil, vivo. Percibía su
marginación, el rechazo de la sociedad. Los ahorros se iban
consumiendo; como su futuro. Carecía de ingresos. La
“depre” se fue adueñando de Eliseo. Casi sin darse cuenta,
lentamente, comenzó a deslizarse cuesta abajo por un
tobogán cínico y malandra.
Harto de la rutina, que ya detestaba, esa mañana salió
de su casa bordeando el Policlínico Bancario. Andaba sin
apurarse por Donato Alvarez, cruzó Gaona y entró en la
plaza Irlanda. Las diez de la mañana de un invierno bien
porteño, fumigado por esa humedad displicente.
Buscó un banco con sol. Mientras se sentaba, encendió
un “Particulares” y replegó los ojos. Los cálidos rayos solares
dieron algo de vida y color a su rostro, arrugado y cenicie
El frío le penetraba como un escalpelo inescrupuloso.
Pájaros de plumajes coloridos jugaban a las escondidas en
las copas de los árboles, pero el hombre no tenía humor
para diversiones.
Algunos jubilados acarreaban sus cuerpos por los
senderos de la plaza. Al verlos, Eliseo recordó la figura del
padre, con esos bigotazos que parecían almidonados,
siempre tiesos, regresando extenuado del frigorífico Anglo. Y
la tos aquella, con modulaciones de bajo, que parecía
provenir de una caverna prehistórica. Un día lo trajeron en
ambulancia, con la máscara de oxígeno sobre el rostro. El
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padre nunca más volvió al frigorífico. La evocación lo
angustió. Ahora, Eliseo se preocupaba por sí mismo.
Un mes antes, precisamente el día en que cumplió los
cincuenta y seis años, Eliseo buscó su oportunidad en un
taller de partes para autos. El capataz lo recibió mirándolo
con lástima grosera, y sin andarse con vueltas le acertó un
gancho, que lo dobló por toda la cuenta:
-Pero viejito, esto no es para vos: estás muy veterano
para este laburo. no me vas a decir que te falta el mango
para morfar -le dijo. -Vamos, viejo, dejá el trabajo para la
muchachada. dedicate a tus nietitos, andá al café, jugate
una partidita de truco con otros viejos como vos, o al dominó:
esto ya no es para vos. Metételo en la cabeza, ya te pasó el
cuarto de hora. ¿Me entendiste, viejito? Andá a tu casa,
andá.
Eliseo se fue, cabizbajo, silencioso. El, tan hombre,
inescrutable, remiso a expresar sentimientos, casi lagrimeó
de la bronca. El incidente le quitó las pocas esperanzas que
tenía. Regresó a su casa contrito y taciturno.. Todos los días
daba la vuelta del perro desentendiéndose de lo que ocurría
a su alrededor. Comía frugalmente, se desmejoraba. Juana,
la mujer, comenzó a preocuparse. Eliseo no quer
escucharla.
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-¡Roque! Cuánto hace que no te veía: desde que te
fuiste de la fábrica. ¿Y qué es de tu vida, Pelado?
-No me va tan mal, Eliseo; tengo mi propio taller
mecánico: ¿Y a vos, como te trata la vida? le preguntó el
antiguo amigo.
-Hace un año y medio que no trabajo, Roque. me
despidieron: estoy hecho un trapo de piso. como si no
sirviera para nada, yo. un mecánico de tantos años.
Eliseo y su antiguo compañero rememoraron viejos
tiempos mientras recorrían la plaza. Eliseo le contó sus
cuitas, le habló de las esperanzas que se le fueron borrando
a causa del despido. Se quedaron un rato mirando jugar a
los pibes, y en el momento de la despedida Roque le dijo:
-¿Querés trabajar en mi taller, Eliseo? Aquí te dejo mi
tarjeta, venite mañana. a las siete: vení a verme y
arreglamos “tutti”, no me fallés Eliseo: acordate, Lacarra al
400 ¡Chau!
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-Eliseo, quiero decirte algo pero no te sulfures, por
favor: ese compañero tuyo, Roque, ¿era un tipo algo gordito
y medio pelado? le inquirió con prudencia.
-Sí, Juana, ¿y qué hay con eso? le replicó ofuscado.
-¿Pero ese hombre no es el que murió de un ataque al
corazón? insistió Juana.
Empalideció; la ira le cambió los rasgos del rostro. Sus
arrugas se acentuaron: parecían profundas estrías
cruzándole la frente y los pómulos.
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Revisó en sus bolsillos, revolvió la casa, subió a la
terraza, entró sigilosamente en el dormitorio, buscó en todos
los rincones. Nada. Ella lo vió hacer, pero fingió dormir.
Eliseo recordó que antes de irse Roque le había dicho:
“Lacarra al 400”. Subió al colectivo 113 hasta Lacarra y
Rivadavia. El miedo lo tomó por asalto. Miraba por la
ventanilla. La duda le dio un certero golpe de furca. Ahora
temía llegar a destino.
En la casita de Nicasio Oroño, mientras tanto, Juana
que se levantó al rato- se reprochaba: “Tal vez no debí
dejarlo salir; tendría que haber hablado con él una vez más,
incluso a riesgo de pelearnos”. La mujer estaba segura de
que Roque había muerto y que a Eliseo le ocurría algo raro.
Como para preocuparse.
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Abrió la puerta, entró en la casa. Juana lo vió llegar, le
sonrió con cariño y se quedó esperando. Eliseo lagrimeó en
silencio mientras abrazaba a su mujer. Fue hacia el
dormitorio, se desvistió, y metiéndose en la cama se durmió
profundamente.
Cuando despertó no quiso levantarse. Juana le cebó
unos mates y le trajo una picada, que apenas si probó. Ella
lo dejó en paz: sin comentarios ni reproches.
Se sentía como el toro en el rodeo: esperaba la
estocada que lo liberase de la angustia, de ese vivir
crucificado en este cosmos alucinante, donde él era una
partícula superflua, relegada.
Volvió a dormirse. Al día siguiente, después del mate, se
despidió de Juana con una imprevista caricia. Ella lo besó
con ternura dándole unos golpecitos en el hombro.
Eliseo salió a su recorrida habitual, compró el diario y al
llegar a la plaza se sentó en un banco. El viento, áspero y
rudo, jugaba con las hojas caídas. Se enroscó el echarpe, y
le dió una ojeada ausente al “Clarín”.
Algunos chicos pateaban la pelota, entre ellos Damián,
el vecino. Eliseo lo llamó.
-Decime, Damián: ¿vos me viste anteayer, no es cierto?
-Claro, don Eliseo. ¿no se acuerda de que yo lo saludé?
le dijo el pibe.
-Sí, sí, me acuerdo. y decime una cosa: ¿vos me viste
hablar con alguien?
-Yo no lo ví hablando con nadie, don Eliseo.
-¿Estás seguro, Damián?
-Más que seguro. no me olvidaría, don Eliseo; ¿por qué
me lo pregunta?
-Por nada, pibe, andá nomás, seguí jugando con tus
amigos.
Los pibes aprovechaban las vacaciones torturando a la
pelota. Garúa; el viento y la llovizna eran para Eliseo un
fastidio, una conjuración . Regresó a su casa; las dudas lo
prepearon: ya no estaba seguro de nada. Maldijo su mala
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pata: “Mirá que extraviar la tarjeta: estoy enyetado”, pensó.
Entró en silencio pero Juana lo escuchó. Almorzaron el guiso
de mondongo sin cambiar palabras. Se tomó un par de
vasos de tinto y se fue a dormir.
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-Usted es el único cliente que entró en la última ho
señor: ¡con este tiempo la gente no sale! le dijo el mozo
-Me habrá parecido. Déjelo, no tiene importancia.
Eliseo estaba convencido de que su compañero de la
escuela técnica, Oscar, estuvo sentado en el bar: “¿Pero
cómo puede ser? Era él, yo lo ví!”, pensó con aflicción.
Salió del bar. Una pareja intercambiaba arrumacos en
un portal, umbrío como la noche. Los colectivos pasaban
vacíos y no se veía gente por las calles. Abandonó Gaona y
se internó por las calles de Caballito, oscuras y tristonas.
Una piña en el plexo solar lo habría afectado menos que los
dos últimos incidentes. “¿Qué fue? ¿alucinación, locura,
pesadilla?”, se preguntó.
El chirrido de la frenada lo devolvió a la realidad. Eliseo
quedó anonadado, y el conductor del taxi vociferó como un
poseído:
-¡Viejo pelotudo!.¿adónde tenés los ojos? tendría que
haberte dejado chato, como a una milanesa. ¡Andá a tu
casa, viejo hijo de puta!
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grito: “¡Viejo, viejo! ¿qué hacés aquí? ¡¡pero si vos estás
muerto!” La figura envuelta en el gabán negro lo miró con
una dulce sonrisa. Él creyó escuchar.: “Es cierto, hijo; pero la
muerte no impide a los padres compartir las penas de los
hijos, consolarlos, ¿comprendés, Eliseo? Es lo que nos
queda a los difuntos”.
Eliseo, demudado, vió como la sombra se disipaba
hasta desaparecer. Retornó a su casa; ya era de
madrugada. Penetró sigilosamente; Juana lo esperaba
inquieta, acostada en la cama.
-No podía dormirme, Eliseo. ¿qué te pasó, adónde
estuviste?
Eliseo no la hizo partícipe de sus visiones. La besó con
ternura y le dijo que iba a la cocina a prepararse una bebida
caliente.
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El Tío del Cuento.
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la treintena de la vida, casados; Paco ya tiene un crío.
Hinchas de Ferro, naturalmente.
Entran en el bar, se sientan al lado de la ventana cerca de
las mesas de billar. El viejo reloj, colgado detrás del
mostrador de estaño, señala las cinco y media. Una ingenua
brisa otoñal juega con las hojas caídas de los árboles, ya
medio pelados, que alfombran la vereda del bar. Algunos de
los habituales atorrantes de la vecindad están trenzados en
frenéticos combates de carambola a tres bandas: el
“Lecherito” -hijo de un vasco lechero-, Adel el “Turco”, Luisito
el “Pacho”, los hermanos Toker y otros cuyas fachas son
desconocidas.
-Don Julio, traiga dos cafés. uno cortado -pide el Paco.
-Fíjense como le dan al paño con los tacos. son unos
bestias -vocifera don Julio, uno de los dueños.
Los dos amigos se encogen de hombros y sonríen.
Sorben el café mientras comentan problemas del trabajo.
Rosendo es carpintero de muebles, y Paquito oficial
lustrador.
-El domingo, después del partido, ¿no querés que
vayamos a comer por ahí? ¿que te parece, Paco?
-Vos sí que te das la buena vida, Rosendo. Van al bío, los
sábados morfan en “El Rancho Grande” o en la “2 de Mayo”:
yo tengo un pibe. Pero para que no me digas amarrete,
¡vamos! le dijo sonriendo.
De una de las mesas de billar llega un barullo
descomunal. el Lecherito le acomoda un tacazo a uno de los
Toker. Los dos hermanos se le van al humo y estalla la
gresca. El “gaita” los pianta a todos.
Se hace un silencio que horada los tímpanos. El bar
enmudece, los parroquianos hacen causa común y callan.
Inspiran el aire en cómodas y silenciosas bocanadas. Sólo el
“shshshshsh” de la máquina expreso, arrogante y desdeñosa
como una pebeta pintona, se anima a desafiar la cólera de
don Julio. Afuera, las penumbras se despliegan
alevosamente. La brisa otoñal se quita la careta bonachona
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y pretende jugar al huracán temerario. Pero le faltan agallas.
Aunque siga desprendiendo la hojarasca atornasolada,
mustia y quejumbrosa. como un fuelle tristón que llora por la
mina que se rajó del bulín.
“El Gato Negro” recupera los murmullos, las risotadas.
Vuelven a escucharse las toses con variación de los
fumadores crónicos. Y los “truco. quiero retruco” estentóreos
hacen danzar a los porotos del puntaje.
Entra un desconocido, se detiene, ojea a los ocupantes
de las mesas con mirada esquiva. Tiene cara de caballo,
trompa prominente, y los dientes de dinosaurio dan pavura.
Los orificios de la nariz se abren y cierran
candenciosamente; las orejas, medio paradas y triangulosas
en la parte superior. Sólo los ojos, medio achinados, tienen
rasgos humanos. Lleva un par de días sin rasurarse; viste un
traje gris claro, vejete y arrugado.
Se dirige pausadamente hacia la mesa de los dos amigos.
los carpetea de reojo, se para, y mientras se quita el “funyi”
les dice con voz monocorde:
-Discúlpenme, caballeros, tengo un problema muy serio y
tal vez ustedes me pueden ayudar. Rosendo y Paco se
hacen los desentendidos. Pero “cara de caballo” vuelve a la
carga.
-No les pido una limosna: soy poseedor de un billete de
lotería premiado pero mi mujer está muy enferma. Yo vivo en
Mendoza; tengo que viajar ahora mismo y no tengo plata ni
puedo esperar. -les aclara.
-¿Porqué te voy a comprar el billete? ¿Cómo puedo saber
si lo que me decís es cierto? le dice Rosendo mientras lo
semblantea.
-Tiene mucha razón, caballero, pero debo viajar y
puedo ir a cobrarlo: la lotería está cerrada y yo necesito el
dinero ya -susurra, imperturbable, el hombre de la quijada
equina y dientes de dinosaurio.
Paco le murmura quedamente a su amigo: “Compraseló,
ganás guita”. Con seductora humildad y parsimon
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hombre extrae de su bolsillo el mentado billete y se lo ofrece
a Rosendo. Éste lo toma, lo observa del derecho y del revés,
lee el número (24234) y el copete: “Lotería Nacional -
ordinario - se juega el 23 de abril de 1946”: era la jugada del
día anterior.
Rosendo, medio intrigado, le propone que vayan juntos
hasta el quiosco para verificar si ese billete realmente salió
premiado el día anterior.
El quiosquero revisa el billete con parquedad y le confirma
a Rosendo que el 24234 salió premiado con quinientos
pesos. Regresan. A pesar de la fresca brisa, Rosendo
transpira, duda. la cabeza le da vueltas como una calesita.
Hace sumas y restas. Finalmente, sopesa en silencio: “Por el
billete cobro $500, yo le doy a este otario los $250 que cobré
en el laburo y el resto es mi ganancia. mmm. me van a
quedar $250 limpitos!”.
Entran en el bar. Paco mira a Rosendo y éste le hace un
guiño mientras se sienta. Saca el sobre, extrae los billetes,
los cuenta sin prisa y se los da a “cara de caballo”. Éste se lo
agradece con sonrisa equina, exhibiendo sus terroríficos
dientes de percherón. Y se va trotando lentamente.
-Qué tarro que tenés, Rosendo. mirá que comprar un
billete premiado por la mitad. –le dice Paco mientras salen
del bar.
Se abrochan las camperas. Las lucecitas de Gaona
parpadean alegremente en la noche otoñal. Rosendo
compra “La Crítica” quinta, le echa una ojeada a los titulares
mientras Cacho, el canillita, cuenta el vuelto. Caminan p
Gaona hacia Espinosa; los dos amigos comentan los
incidentes del bar y el gran negocio que hizo Rosendo con la
adquisición del billete.
-¿No te dió pena aprovecharte del pobre infeliz? le dice
Paco mientras se ríe a carcajadas.
Llegan hasta la vidriera del espiedo de los hermanos
Dagraddi, frente a la iglesia. Paco decide comprar allí
algunas vituallas y ambos amigos se despiden.
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Rosendo cruza Gaona. El tranvía 99 pasa como un soplo
y la luz que fisura el vaho de las ventanillas le dibuja raras
figuras en la cara. El viento gorgorea trinos y el frío le pone
un copo carmín en la punta de la nariz. Pasa delante de la
seccional 13ª. Una lucecita roja destella fugazmente y
desaparece en la penumbra: es el cana de la puerta que pita
con sigilo.
Dobla en Planes; su casa está un poco antes de Pujol. Allí
vive con su mujer, Esthercita. Alquila una pieza con cocina,
en una de esas casonas antiguas de varias habitaciones,
cada una con su cocina y el baño compartido. Mira la hora:
las siete en punto. Rosendo piensa: “Y ahora chau, ya me
palpito la bronca”.
Abre la puerta del bulín, entra haciéndose el
despreocupado y se acerca a Esther para darle un besucón.
Ella está enfadada. se le nota en la trompa, levantada como
un embudo invertido.
-¿Adónde te metiste, eh? lo interroga con voz de cabo
primero.
-Calmate, Negrita, que voy a contarte algo que te va a
poner chocha; y preparate unos ricos amargos con espumita.
andá, Negra -le dice Rosendo con esa cara de pibe bueno.
El viento se torna húmedo, algo borrascoso. En el cielo
navegan nubarrones mal entrazados. Esther y Rosendo
salen de la pieza rumbo a la cocina. Mientras ella prepara el
mate, el muchacho le narra la historia del billete de lotería.
La mujer lo mira con cara contrariada.
Discuten, se arma la tremolina pero Rosendo consigue
aplacarla. Finalmente hacen las paces y luego de la cena
escuchan la radio, hojean el diario, charlan, se van a la
pieza, juegan al amor, y luego, satisfechos y cumplidos, s
duermen como dos cachorros.
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Durand; cruza Parral, entra en Díaz Vélez y llega con su
carga a la sala de guardia. Es cerca de la medianoche.
Algunos vecinos curiosos, que desafían el viento y hacen
caso omiso de la fina garúa que los fastidia, comentan las
peripecias de lo ocurrido en el barrio y la llegada de la
ambulancia.
(Ese viernes Rosendo dejó el trabajo al mediodía y viajó
al centro de Buenos Aires. Fue a cobrar el premio de su
billete. Entró en el edificio de la Lotería Nacional, se acercó a
una ventanilla y mientras saludaba a los empleados le pasó
el billete a uno de ellos. Al que le vió cara de simpático.
En contados minutos el empleado regresó con otra
persona, que encaró a Rosendo diciéndole:
-Dígame, señor, ¿dónde compró este billete?.
Rosendo le explicó, al que parecía el encargado, lo
ocurrido el día anterior en “El gato negro”. Preocupado, le
interrogó sobre el motivo de la pregunta.
-Este billete tiene un número adulterado: buen trabajo,
pero le hicieron el cuento del tío, señor.
Rosendo comenzó a tiritar. Lagrimones, como muecas
sarcásticas, le humedecían las mejillas de pibe bueno Se
sintió estúpido, humillado: ni la plata del billete “premiado” ni
el salario de la quincena.
Regresó a Caballito; entró en la casa, fue a la cocina para
no ver a su mujer, pero ella estaba allí. Esther, presintiendo
algo, le preguntó: “¿Qué pasó, Rosendo?”. El “pibe” se echó
a llorar y abrazándola le dijo: ”Me jodieron, Esthercita, nos
dejaron sin un mango”.
Estaba deprimido; no tenía ganas de comer. La mujer no
lo regañó; quería consolarlo pero no sabía cómo. Se
acostaron a dormir.
A las once y pico Rosendo se despertó. Pálido, bañado en
un frío sudor, sentía una opresión intensa en el pecho. La
mujer se levantó atemorizada y le pidió a un vecino que
telefonee a la Asistencia Pública. La ambulancia,
alborotando con su sirena letífica, llegó en breves minutos.
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El practicante, mientras lo auscultaba, profetizó: “Esto puede
ser un ataque cardíaco. tenemos que llevarlo a la sala de
guardia sin perder tiempo, es urgente”.
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Todo ha muerto. ya lo sé
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Las huellas rosadas de cuatro (de los cinco) dedos de la
maestra quedaron de muestra en su mofletudo rostro. Estoy
seguro de que en ese embarazoso instante el gordo decidió
hacer un elegante mutis. Desde ese infausto día cesó de
dibujar a la Amelia Soto. O, dicho con propiedad, a las
piernas tersas y blancas que, sin duda, le quitaban el sueño.
En lugar de bocetarlas mientras la modelo “posaba”, el
gordo dibujaba de memoria, agregando detalles fruto de su
imaginación proficua. Joaquín había iniciado la etapa
creativa de su carrera. Al día siguiente, todavía agraviado, el
gordo me propuso, de sopetón, tomarnos un día de “franco”:
“Flaco. -me dijo- ¿Porqué no nos hacemos la rabona?”.
La proposición, elocuente y atractiva, me sedujo. Y nos
hicimos la rabona. El sol nos acompañó en la aventura,
yéndose a pasear por otras galaxias. Las nubes, sonrientes,
tenían todo el cielo para ellas.
El gordito y yo estábamos unidos en las travesuras, los
juegos y las confidencias. Expresábamos con verguenza el
cariño que nos ligaba. Éramos buenos compinches, uno
flaco, yo, y el otro regordete y bien alimentado, Joaquín
Solanas.
Vivíamos en Caballito, en la calle Figueroa. La casona
de los Solana era de estilo antiguo, con entrada para auto y
bellos vitrales, vajilla de plata y porcelanas, sirvienta con
cama y la mar en carroza.
Nosotros teníamos nuestra casa pegados a la casona,
en un departamento al que se llegaba atravesando un largo
pasillo. En realidad, era un conventillo, medio hotel de
inmigrantes, para laburantes que vivían del fiado. Y a veces
de la caza y la pesca.
Fuera del gordo, todos los esquenunes éramos reos
diplomados en la escuela de la calle, aunque algunos
pisamos el palito de la lectura (Carlos de la Púa, Edgar
Wallace, Verne, Salgari, Sexton Blake, y lo que venga). El
gordo y yo leíamos todo lo que caía en nuestras manos:
historietas, libros, revistas. Ibamos descubriendo con infantil
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asombro lugares remotos, o nos extasiábamos con
secuencias de un mundo más simple, sin ordenadoras, con
personajes buenos y malos, en el que siempre triunfaban
Dock Savage, Dick Tracy, el Agente X9.
El tiempo nos pasaba entre juegos, lecturas y fechorías
tales como tocar timbres y salir disparando, o patearle el
cajón de fruta a algún vendedor ambulante.
Fueron tiempos de ingenuidad; Caballito era un inmenso
bosque encantado, con brujas y hadas; una aldea mágica
con trapecistas y payasos, calles adoquinadas y tranvías que
nos desafiaban a bajarle el “trole”, muertes y delirios que no
entendíamos. Compinches inocentes, a veces tiernos, otras
torpemente crueles, huíamos de la tiranía de los viejos y
incomprensión de la gente mayor, atados a reglas y
costumbres rígidas. Queríamos saber, aprender los misterios
de la vida. O, como suspiraríamos tiempo después, “tomar el
cielo por asalto”. Pobres gilunes, nosotros, enfrascados en
sueños que iban a terminar como crueles pesadillas.
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La niñez quedó atrás. Al terminar la elemental,
seguimos estudiando en la secundaria. Allí calentamos los
bancos durante cinco adolescentes años. Aunque el gordo y
yo ya no vivíamos en Caballito, nos veíamos a menudo. Casi
todos los días nos juntábamos con los antiguos amigos en el
bar Gaona, al lado del cine Pellegrini. Descubrimos el placer
del primer cigarrillo; el paño verde nos hacía sentir
“hombres”; saboreábamos aquellos balones espumosos
acompañados con tostadas de crudo y queso.Y las
estruendosas polémicas sobre la guerra, Perón, el
marxismo, Codovilla, el origen de la vida y el revisionismo
histórico. Joaquín, mientras tanto, se había transformado en
un hábil dibujante. Su talento artístico se perfeccionaba en
relación directamente proporcional a sus ensoñaciones
eróticas.
En esa etapa de su vida el gordo, por fin, halló una
nueva modelo: Angélica Dubois, la profesora de francés.
Alta, áspera y mandona, la “Dubuá” era una mujer de clase.
Nos mantenía a distancia con aquella mirada felina que,
pueden creerme, nos acobardaba.
Mas Joaquín era un apostador de cuna: la dibujaba al
pastel y al óleo. Los arrogantes senos de la profesora
recibían una meticulosa dedicación de orfebre. Los labios de
la Dubuá, decididamente eróticos y acicate para nuestras
fantasías, resaltaban en sus obras como dos frambuesas
afrodisíacas.
Antes de terminar los estudios nuestras vidas fueron
tomando rumbos divergentes. Nos veíamos
esporádicamente. La relación se desvanecía, como la
infancia, esa hermosa vivencia del comienzo, del echarse a
andar, del aprendizaje. Nos perdimos de vista.
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desaparecía, se esfumaba como se disipan nuestros sueños
nocturnos a la mañana siguiente.
Pasaron muchos años. En realidad, casi toda la vida. Ya
no vivo en Buenos Aires, mi patria chica. En una de mis
visitas, viajando una mañana cualquiera en colectivo, subió
un tipo medio pelado, panzón y envejecido. Era uno de esos
vendedores de baratijas de la fauna porteña.
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Mientras unas lágrimas boludas se deslizaban por mi
facha, pensé: “Soy el forastero extraviado en el pasado
que rastrea su ayer atesorado en alguna magnitud
impenetrable”. Inflado como una pulga debido a mi “brillante”
metáfora, y como inútil responso por los tiempos idos,
emponchados en un melancólico sudario de recuerdos,
pensé para mí: «Ché, viejos compinches, déjense de joder:
Todo ha muerto. ya lo sé» •
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¿Adónde te fuiste, Pajarito?
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“azar” preferidos; todavía no captábamos la crueldad de ese
solaz. Pajarito nos observaba y a veces alguien la daba una
rama pelada. Él las perseguía con la piernita enclenque, y
casi siempre la pifiaba. Entonces se iba, ovillado en la
vergüenza de ser menos.
Una mañana, Pajarito nos dijo que quería subir al árbol
para cortarnos las ramas.Nos miramos: Osvaldo “el Peluca”
propuso que lo dejáramos. Nos acercamos a uno de los
ejemplares más frondosos: lo izamos, se tomó de una rama
y fue trepando hasta pararse en ella. Comenzó a cortar
ramas pequeñas y las iba tirando.
“¡Dale Pajarito, dale!”, lo alentábamos. Una sonrisa le
pintaba el rostro. No recordaba haberlo visto tan alegre y
satisfecho, tan compinche nuestro.
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Ché Gaona
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“Ruso”y se me hacen agua los recuerdos, pero la bronca que
me daba en aquellos tiempos. ¿Sabés?
Y luego, el encuentro con Osvaldo “Peluca” Rolón; sí, el
que el padre era el encargado del correo en Gaona, entre el
pasaje Amberes y Paramaribo. “Ché, Peluca -le digo con un
corcho en la garganta-, ¿dónde andan todos los pibes?”,
mientras me abrazo con mi amigo de la barra de Figueroa al
1200.“Los pibes, los pibes. están todos repartidos, Rusito”,
me dice sin alegría. “¿Y adónde están repartidos, viejo?”, le
pregunto con ingenuidad de oveja en el matadero: “Están
repartidos por los cementerios. algunos en el de Flores, otros
en la Chacarita, y los que viven. yo qué sé, ché! Pero estate
seguro que al de Recoleta no llegó ninguno”, me dice, y los
dos nos cagamos de risa!!
El barrio se aquieta. La euforia del reencuentro se va
apagando, como un fósforo, como la vida. Las baldosas
media chuecas bostezan resignadas. Me pareció ver a
algunos árboles hacerme una especie de reverencia. Y juro
que no me bajé ni un solo vaso de moscato.
Peluca y yo íbamos caminando por Gaona, a paso
lerdo. Las vidrieras, tímidas y coquetas, seguían guiñándome
el ojo. Yo me sentía con un pibe, 62 pirulos más joven.
Y en lo mejor, en el momento más agradable, me vengo
a despertar. ¡¡Pucha digo, ché Gaona! ¡¡Qué bronca!
¿sabés? •
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Cajitas de música
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internacional, metidos en aquellas latas de sardinas de
ladrillo y revoque.
¿Pero sabés una cosa? En esos tiempos levantabas la
cabeza y allí, en el cenit, bien de noche, las estrellas se
deslizaban por la pasarela del cielo exhibiendo cenefas
fascinantes. Hoy, para ver las estrellas tenés que alquilar un
helicóptero o treparte a una torre de treinta pisos.
Todo era abierto, simple. Los ladridos de perros a la luna,
como dice el tango; el trino de los pájaros, las broncas de las
parejas y las biabas que recibíamos de nuestros viejos. La
vida era otra cosa. Más linda, pucha digo. ¿La verdad? te
estoy macaneando: es nostalgia por los días de la infancia,
por el pasado que se fue; por la pérdida de nuestros viejos.
Y ahora, cuando ya somos veteranos de la vida, nos duele lo
que no pudimos, no supimos o no alcanzamos a decirles. lo
que tal vez nuestros hijos querrán decirnos cuando ya no
estemos pa’ oirlos.
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minga de dejarlas “toquetearse” con los varones: “Que las
nenas jueguen a las figuritas, a la rayuela, a la ‘mamá’. pero
con las muñecas solamente”. ¿Sabés qué? Uno ya debe
nacer con esa ligereza de manos, con ese manejo
crapuliento de los deditos hurgando en esas cositas
chiquititas que tienen las nenas; y esas ganas locas que
teníamos de violarlas, como si nos vinieran “desde el fondo
de la historia”; como un ancestro heredado de nuestros
abuelitos antropopitecos.
Tené paciencia; tengo para contarte más historias que las
de “Las mil y una noches”. Por ejemplo, las chácharas
mañaneras que ocupaban a las matronas de aquellos años.
Las mujeres de Caballito eran inagotables.Los secretos,
voceados de casa a casa, parecían el código Morse vecinal;
o burbujas que atravesaban el éter y llegaban a todo el
barrio. Como globos de muchos colores y tamaños, que
volaban y volaban y luego se desinflaban solitos. Aquellas
cajitas de música, resonancia del pasado y veta de tantos
recuerdos guardados en el arcón de la vida.
34
“¿También usted se dió cuenta? Que me dice de esa
mocosa, revolcándose por ahí. Y bueno, cuando falta la
madre mire lo que pasa.”, aprobó la Rosa regocijada. De
tanto en tanto, groseras y concupiscentes, las dos mujeres
se reían a carcajadas. Sus cabecitas aburridas llevaban un
relevamiento completo del barrio. Una especie de archivo
vecinal que renovaban día tras día.. Tiempo después,
cuando la inocencia se me fue quedando en el camino,
empecé a descifrar aquellas imágenes ingenuas y esópicas;
a recordarlas con melancolía, enternecido por el candor de
aquellas minas. ¡Qué sé yo porqué!
35
siempre se vestía como una atorranta; o comentando que el
marido de la modista desapareció; o que hacía mucho que
no veían a la mujer del vigilante: (“¿Qué habrá pasado?”
insinuaban maliciosamente). Los hombres, agotados y con
algunos vinitos encima, cabeceaban. Los párpados parecían
la Torre de Pisa a punto de confirmar la ley de Newton. Los
más exhaustos roncaban. El calor húmedo, la brisa caliente,
el sudor pringoso, no hacían mella en la energía vocal de las
ñatas.
Nosotros aprovechábamos los blablás de las mujeres y la
modorra de los hombres para entretenernos con la redonda
de trapo. Pero no perdíamos una sola palabra: algo
pescábamos y lo que no, lo fuimos aprendiendo en el tiovivo
de la vida. Nunca faltaba la lechuza buchona que daba la
alarma: ”¡Pero estos chicos! ¿Qué hacen levantados a estas
horas?” Y el coro de gordas y flacas nos amenazaba con los
dedazos estropeados de tanto jabón pinche y lavandina: “¡A
la cama, a dormir!” Aterrizábamos en los catres y al rato
soñábamos con Pedernera y Cherrito, o con la vecinita del
cuatro, desnuda, la piel suavecita y blanca -como las
sábanas que nuestras viejas lavaban con “azul y lavandina”
invitándonos a compartir su cueva encantada.
Al poco tiempo, también cansadas, las cotorras se
ensobraban en los lechos de matrimonio mientras oían a los
maridos albañiles, carpinteros, peones o sastres roncar,
gemir, soñar. La noche les abría sus brazos y ellas,
maltrechas, ataviadas con aquellos camisones baratieri,
mofletudas y engrudadas al cuerpo de los “b
durmientes” (que no querían saber nada de guerras
nocturnas), se entregaban en los brazos de Eros y Morfeo.
También ellas tenían su pedigrí: que las compras, la cocina,
la limpieza, el cuidado de los críos, el lavado y planchado de
la ropa. y el cotorreo ¡Minas guapas, ¡te lo juro!
36
pisándole los talones se reiniciaban los coloquios vecinales.
Las cotorras ensayaban el nuevo repertorio, coleccionaban
flamantes habladurías. Las campanas de las comadres
tocaban a rebato; se refaccionaban las sillas y todo se ponía
a punto: las funciones asomaban en levante. todo listo para
la flamante temporada.
37
La cola.
38
erguido, todavía ágil, Julio ha recorrido un largo trecho en su
vida.
Fresca noche de mayo. Se anuda el echarpe y protege
sus manos con guantes de cuero. Poca gente en Lavalle; se
detiene en Maipú. Quiere fumar pero no le quedan cigarrillos;
Julio se recuesta en la ochava. no se anima a pechar.
Prosigue la caminata; su destino ya está a la vista. Viste
un traje veterano, exhausto, listo para la jubilació
tamangos (como los llamaba el padre) acanalados por las
ajaduras de la capellada; y las suelas, pobres suelas,
parecían una feta de salame milán. Julio conoció épocas
mejores.
Allí los ve; son unos veinte más o menos. Están haciendo
la cola; tiesos, no conversan; algunos están apoyados en las
luminosas vidrieras de Florida. La gente pasa y los observa
con curiosidad. Julio se acerca a paso tardo: “¿Aquí termina
la cola?”, pregunta con voz pausada. Uno desde la fila le
dice que sí, y lo mira discretamente. Julio ocupa su puesto y
no bien se detiene, una pareja se ubica a continuación.
“Parece que el negocio marcha”, se dice a sí mismo.
Contempla a los integrantes de la cola. Gente de todas
las edades, en especial gente mayor. Por allí adelante ve a
un par de bolivianos que conversan entre sí. Uno de los que
esperan está vestido como un dandy de los años cuarenta.
El traje le queda un poco holgado y tiene anudado al cuello
un lengue estrafalario. Las ondas del cabello canoso y la
pinta lo hacen parecido a un antiguo actor de cine, un Fl
Delbene envejecido.
Una tos dodecafónica lo devuelve a la realidad. La cola se
ha alargado un poco. Julio echa un vistazo: otros seis o siete
clientes la han engrosado. Algunos llevan abrigos y
paraguas, otros están vestidos con sobretodos o tricotas
descoloridas. Todos aguardan; se nota que les sobra el
tiempo y la paciencia.Mira la hora en su “longines”, recuerdo
de los buenos tiempos.
39
-A la flauta, ya se hizo la una de la mañana -
media voz.
La mujer que está detrás recoge el coment
Dirigiéndose a su pareja le susurra suavemente:
-Estamos aquí desde las doce menos cuarto. ¿no es
cierto, Floreal?
-Qué le vamos a hacer, vieja: tenemos que esperar. no
tenemos más remedio -le contesta el hombre mirándola con
pena. -Ayer a esta hora ya estábamos volviendo a casa; tené
paciencia, no faltará mucho, vieja.
-Ustedes vienen a menudo? les pregunta Julio
animándose.
-Y sí; no nos queda otra.¿Usted sabe? Nosotros venimos
desde Villa del Parque, así que imagínese -le responde la
mujer.
Julio asiente con la cabeza y se queda pensativo. “Altri
tempi, eh, viejo? Altri tempi. la pucha digo, viejo. Cuánto
tiempo hace que te me fuiste: pero creo que ahora estamos
más cerca que nunca, eh?”, musita en silencio.
La cola comienza a moverse. Se escuchan
murmullos, vuelve la vida, la gente recobra el ánimo; se
observan tímidas sonrisas. Julio descubre en ese muestrario
de seres que hacen la cola un rasgo común y comovedor:
son un fragmento de la condición humana, son sus
hermanos. los vencidos, los sin esperanzas.
La corriente lo lleva; los primeros de la cola ya se están
yendo. También el “Florén Delbene” arrugado, con la pinta
de dandy de cartón, se le va borrando por Florida al norte.
Se está acercando; llega por fin y también Julio estira la
mano: el paraguayito del Burger Ranch le entrega la bolsa
de plástico, colmada con las sobras del día. Se sonroja, le da
las gracias y se pierde entre la gente que todavía pasea por
Florida. Hacía dos días que Julio no comía. Mira el
“longines”: las dos y cuarto. es la primera vez. Su primera
vez. En Buenos Aires, modelo Menem, 1997. •
40
Crónica del Planeta Tierra
41
vuelven a levantarse: como si se deslizaran por una inmensa
y patética pista de patinaje.
El silencio mustio, cóncavo, reflecta por contraste la
estridencia ensordecedora de la muchedumbre que marcha.
El onomatopéyico trram. trram. trram resuena sobre el
asfalto como un eco estereofónico, brutal, violento e
insolente.
Algunos transeúntes contemplan a la gente con
curiosidad; otros, con pena. O lástima. El mutismo,
fantasmal y macabro, boceta un cuadro de alucinación y
delirio.
Alguien de la multitud susurra una pregunta: “¿Hacia
dónde vamos? ¿Cuál es nuestro rumbo?”
“No tenemos metas, hijo. excepto sobrevivir”, murmura,
como en un rezo, un anciano de hirsutos cabellos blancos y
una nariz en forma de pico.
Una jovencita los ve pasar. Está vestida con elegancia.
Una gargantilla le acaricia el delicado cuello, y los pendientes
de oro parecen causarle un extraño placer. Encara al mozo
del bar y lo sondea con un tono ingenuo que encrespa:
-¿Quiénes son estas personas? ¿Contra quién protestan?
¿Están de huelga, qué es lo que quieren?
-Perdóneme, señorita, ¿usted no lee el diarionet, no mira
nunca su digitelevisión portátil? inquiere el mozo, fastidiado.
El sol trepa entre los confines celestes y brumosos del
horizonte. Ahora parece un deslumbrante e inmenso círculo
de fuego. Su rojez anaranjada se destaca contra el cielo,
tiernamente azulado.
Cómodos vehículos con motor de energía solar se
desplazan veloces, silenciosos y seguros por las avenidas y
autopistas. Grupos familiares, en la habitual pausa de la
alienación hebdomedaria, se dirigen a sus placenteros fines
de semana en las zonas verdes, alejadas de las urbes
superpobladas.
El transporte público, los colecópteros, vuela por las rutas
aéreas asignadas a cada línea. No hay muchos pasajeros.
42
Los que viajan observan, en el este, el matiz escarlata del
promisorio crepúsculo. Y en el oeste, ven a las columnas de
la desesperanza que se mueven con ese ritmo tristón,
monocorde e indolente, que conmueve y angustia.
Nuevas muchedumbres grises surgen por los bulevares y
suburbios metropolitanos. Las piernas parecen
enmohecidas, los ojos sin expresión. Los tacos martillan
sobre las calles y resaltan el silencio. Otros restriegan sus
gastadas suelas contra el empedrado; muchos caminan sin
calzado.
De vez en cuando se escuchan llantos de bebés
escuálidos. Hambrientos y exhaustos, succionan pechos
estériles de madres agotadas. Los niños imploran lo
imposible; finalmente callan y duermen. Algunos agonizan
mansamente, ya sin fuerzas para los gemidos que preceden
el fin.
Las columnas no se detienen. a veces se lanzan a la
conquista de residuos de comida, volcados indolentemente
en los recipientes de desperdicios de los restauranes y
bares. No hay para todos: rige la ley del más fuerte. Los
débiles van cediendo. Se tambalean pero prosiguen.
Finalmente se desploman. Los que tienen familiares reciben
ayuda; sobreviven a pesar de todo.
Otros, acurrucados, quietos, esperan que la caridad
pública los traslade a algún hospital. Los demás agonizan,
aguardando resignados que la muerte se apiade de ellos y
los libere.
43
Las columnas de menesterosos se han convertido en el
estiércol marginado de la sociedad de la opulencia. Es la
masa gris que marcha por los arrabales de la democracia,
informe en su esperanza y uniforme en sus carencias. Desde
hace años, la muchedumbre retoma cotidianamente su
calvario, su peregrinación al Gólgota de la sociedad de la
abundancia, en la que es crucificada sin que sepa por qué.
¿Existen? ¿Sueñan acaso? ¿ Perciben aún el amor? ¿O
son figuras de cera, muñecos de escaparate, títeres en el
proscenio cruel y humillante de la existencia humana? El
mundo que se autoproclama cuerdo no les presta atención:
hace tiempo que dejaron de ser noticia.
44
acoplados descargan en gigantescos depósitos las
mercaderías que no se consumen en el mercado de la libre
competencia. Muchedumbres famélicas, depósitos
abarrotados.
En los “shopping’s”, entre tanto, se exponen sofisticados
aparatos computerizados y digitales, delicados alimentos,
confituras deliciosas o atractivas indumentarias. No para los
marginados. Ellos no son parte del mundo cuerdo. Esto
acaece en el planeta tierra, año 2011, siglo XXI •
45
El accidente
46
voz de su mujer, avinagrada y sentenciosa, obsesionaba sus
sentidos; una angustia hosca invadía sus pensamientos.
Luego, el salir a caminar por la ciudad recorriendo recovecos
que no conocía le proporcionaba, por momentos, una calma
desconocida, un sosiego bienhechor. Como una amnesia
temporal que lo hacía olvidar de la realidad, ingrata y
lacerante.
“Es raro -pensó-, me siento tranquilo, sin angustias ni
acosos. No tengo ganas de volver a casa. No; estoy podrido
de ser el blanco de su agresión. No quiero oírle el vozarrón
monocorde y punzante. Cuando ella me regaña es como ver
su dedo acusador delante de mis ojos. No; todavía voy a
seguir andando por estas calles desconocidas”.
47
Siguió su marcha; se detuvo un rato, contempló los
alrededores. Y de pronto se acordó: “¿Dónde está la mujer
que me gritó ‘cuidado con el auto’.? ¿Y el que manejaba el
coche? ¿Porqué no se detuvo para ver qué me sucedió?”
Las respuestas eran burlonas, crueles. Su mente no las
admitía.
Ese silencio cóncavo que lo escoltaba desde hacía rato;
las ausencias, la soledad espectral de las calles que iba
recorriendo; el apacible y lejano tañido de campanas; ese
murmullo de gemidos que parecía un réquiem coreado a
capella, le produjeron congoja. Un lagrimón furtivo le birló la
sonrisa. Por que sólo entonces comprendió la verdad de la
historia: estaba muerto. Irremisiblemente muerto •
48
El «Profe»: a modo de prefacio.
Las historias y los personajes que presento a continuación son una
mezcla rara de “Museta y de Mimí”. Los protagonistas conforman
una conjunción de gente que conocí. Con algunos nos brindamos
una afectuosa amistad. En definitiva, tomé rasgos de unos,
chifladuras de otros, sentimientos y pasiones de todos, y así pude ir
elaborando los diversos prototipos de gente que aparecen en mis
relatos. Como Orlando. Pero Orlando Roig es, sin lugar a dudas, el
eje de estas historias.
Tengo en mente un parangón absurdo, alevoso e insolente: en la
medida en que también el “Profe” es un ‘antihéroe’, tiene puntos de
comparación, y también de disenso, con el inolvidable Philip
Marlowe. Éste actúa en el mismo escenario que Orlando Roig, sólo
que Marlowe está del lado de la ley, pero de acuerdo a ciertos
principios capaces de situar a esa ley, y a sus representantes, en la
picota pública. Sabe que la ley y la moral no van de la mano. Por
eso opta por la moral, y a la ley que la parta un rayo.
Orlando y sus amigos no se compadecen con la ley, ni con sus
agentes. Entienden, por su propia y dura experiencia, que las leyes
tienen, como las monedas, dos caras, dos interpretaciones.
Pero Roig y Marlowe tienen normas comunes: el honor en su
trabajo, el odio a los poderosos y al poder que se gesta, al margen
de la ley, en nombre de la ley. Rechazan la mentira y la violencia,
vengan de donde vinieren. Son, a su modo, ingenuamente cínicos.
Pero puros; de una pureza que en este mundo de aldeas
globalizadas, robotes y mediática, sólo los marginados y los
vencidos pueden entender. Por eso Roig y Marlowe, los antihéroes,
son en realidad los auténticos héroes de este fin de siglo. Y lo van a
ser del próximo, del siglo XXI, tan al alcance de la mira. (*)
49
maestros y discípulos del arte del choreo y el “levante”, son nada,
cero, comparado con los crímenes, las defraudaciones, el soborno,
el chantaje, el espionaje, la tortura y todo el catálogo de crueles
delitos que cometen los gobernantes, políticos, policías, jueces,
fiscales, funcionarios de alto nivel y los insignificantes mandaderos
que, aún en sus minúsculos predios de poder, exprimen a los
pobres habitantes del planeta ¡Unos nacen con estrella y otros
nacen estrellados!
El “Profe” tiene un código de honor: no arranca carteras de
ancianas indefensas; no roba el sobre del sueldo a nadie; no viola
mujeres ni menores; no asalta bancos ni negocios bajo la amenaza
de un bufoso sembrador de muertes; no le curra los ahorros de
toda la vida a personas inocentes, como lo hacen las empresas y
aves negras que, generalmente, actúan en connivencia con los
poderes y los poderosos. Odia la falopa y a los traficantes de la
muerte. Y a los consumidores los consuela con su piedad, pero se
aparta, porque sabe muy bien que un drogado es carne de la yuta.
Él sí respeta la vida humana: del “no matarás” hizo un culto laico.
sin alharacas. Se niega a portar armas y no trabaja con asesinos.
¿Qué presidente, qué primer ministro, qué miembro de un
gobierno, qué jefe de policía o que tira rastrero, insecto del poder,
puede exhibir un “prontuario” como el del “Profe” Orlando Roig?
Con respecto a las historias. Así como los prototipos que describo
en los cuentos son auténticos, pero fragmentados por la conjunción
de varios personajes, también las anécdotas forman parte del
folclore del choreo entreverado con una pizca no pequeña de
imaginación. Los lugares, los hechos y los personajes secundarios
son elaboraciones circunstanciales que dan una base al tiempo y el
espacio de mis relatos. Todas esas precisiones son conjeturales y
están a mi servicio, como autor.
50
No soy yo el que va a juzgar la calidad de mis relatos; pero me valió
la pena describir calles, momentos, gentes. Como quedaron
hibernadas en mi memoria a partir de mi exilio, en octubre de 1975.
Con mi afecto desgarrado por una ausencia impuesta a mi pesar.
El amor a Buenos Aires, melancólico y sencillo como una chirola
de cinco guitas, la piantadura congénita e incurable que tengo por
mi barrio de la infancia, ¡¡arriba Caballito, nomás! fueron la
inspiración, la breva madre alojada, silenciosa y compinchera, en
un rinconcito perdido de la zabeca. O como una esquirla afectuosa
durmiendo la siesta en alguna esquinita invisible del “bobo”.
Los personajes de los años setenta tienen algunos rasgos,
no! de antiguos esquenunes que fueron amigos míos en la infancia,
allá por el treinta y pico, en Figueroa entre Paramaribo y Paisandú.
Sin ruborizarme, confieso mis pecados de purrete, que Dios los
tenga en la gloria amén. Es que para sobrevivir en aquellos años,
los rantes pobres como nosotros teníamos que pegarle un biabazo
a una manzana que te hacía señas desde el carrito ambulante, y
chacar el Tit-bis o El Tony cuando el canillita contaba un vuelto, y
manotearnos unos caramelos y salir de raje, y buscar chirolas en el
enrejado de los desaguaderos de las calles. Y así, tantas
aventuritas que también otros narraron.
Espero que el lector disfrute con estas historias. No hay en ellas
conflictos sicológicos, ni personajes retorcidos o mansiones
suntuosas. Hay vida cotidiana. Tramas con gente de carne y hueso
que le saca la lengua a la sociedad formal y bien educada, atrapada
en estúpidas moraliñas y prejuicios castrantes.
Mis personajes no son como la “teoría gris”, sino como el “árbol de
la vida”, que es ”verde, eternamente verde”. Por eso los amo; y
deseo que el lector comparta conmigo esos sentimientos •
(*) Esta mención de Philip Marlowe es una cálida alusión al más grande
de todos, al mítico Raymond Chandler, cuya filoso busturí penetraba en
los recovecos y las alcantarillas sucias de las urbes, hurgando en el
trasfondo de honorables ciudadanos, cuyas máscaras de respetabilidad
ocultaban la lujuria y sus instintos de destrucción. Chandler no fue un
mero escritor de “policiales”: fue el patólogo de una sociedad enferma de
soledad y crímenes. Sólo que él crucificó la hipocresía de los ricos y
poderosos con la ayuda de Marlowe.
51
1. El Polara se Convierte en Guanaco
52
“Jockey”, retomó hacia la Av. Mitre por Iriarte, llena de
pozos. La cruzó, también la Belgrano, y estacionó detrás del
Fiorito. Lentamente caminó hacia la Mitre; nada lo apuraba.
Entró en un bar; pidió café y una ginebra. Los ojos de
águila, semicerrados. Tomaba el café en sorbos corti
bien aspirado. El Profe cavilaba meneando la cabeza: “Le
pedí poco al Chiappe ese: ¡qué boludo que soy!” Pensó en
eso, cabrero. Se dió un trémolo sobre el cuore, apuró el café
y la Bols, otra pitada y miró la hora: casi medianoche. Pagó y
se fue.
Se arrimó al valiant, abrió la puerta, prendió otro
cigarrillo y se dirigió a su puesto de vigía. Noche de un calor
bochornoso; el gran Buenos Aires exudaba ese sudor ácido,
bravucón y maloliente. Enero en el verano rioplatense.
Húmedo, pendenciero, agobiante.
También Orlando transpiraba y fumaba sin pausa. Sus
ojos escrutaban implacablemente las tinieblas de las
callecitas del Dock sud. De pronto lo vió: rutilante, pulido,
como nuevo. el polara ese, esquivo, taimado, provocativo y
seductor.
En la casa había luces. Adelante el jardincito, con flores,
helechos, plantas y una medianera petisa y coqueta. Al lado
de la puerta enverjada, una placa: “Fulano de tal,
rematador”. El auto lo deslumbró más que la placa fulgiente.
La noche fue cerrando sus ojos. las sombras se hacían
más sombrías. El Profe dejó el valiant a unas cuadras,
apagó las luces y fue caminando lentamente.
53
Hasta allí no llegaban las aguas tumultuosas del Riachuelo,
la sudestada con los nocivos olores que agobiaban a los
vecinos de allende la Av. Roca.
Orlando dió una vuelta, contempló el mundillo de las
sombras; miró hacia atrás, a los costados. Escuchaba los
gemidos de la noche; los apasionados y apenas audibles
cuchicheos y suspiros de los lechos copulados. El Profe era
un veterano del escruche y el espiante. Cientos de
nochecitas levantando autos en las propias narices de los
dueños. Hijo pródigo de madrugadas ociosas llenas de
cuentos de hadas, miserias y crueldades. Orlando tejía y
destejía ilusiones en las noches del gran Buenos Aires.
Respiraba y tosía con esa flema en sol mayor que pugnaba
por salir, ¡y no había caso!
Prestó atención; silencio lúgubre en la casa del
rematador. Tal vez dormían, o quizá fornicaban empapados
de sudores acres y porfiados. El rematador nocheaba
mientras el polara, estacionado frente a la casa, parecía un
diamante legítimo extraviado en un basural.
Miró la hora: casi las dos de la madrugada. Estaba
excitado; el polara lo engualichó. Entre pitada y pitada fue
construyendo su plan de acción; necesitaba un
“aguantadero” para el dodge. Los nombres giraban en su
bocho como una perinola descontrolada: los iba
deshechando uno a uno. De pronto, una sonrisa humanizó
su porte aguileño; un nombre surgió en su mente: primero
como una bruma tramposa que no le daba foco; y luego la
imagen nítida: el “Bizco”. Con aprensiones, pero fue a verlo.
54
teléfonos marcó el número de Pedro, alias el “Bizco”. Sonó
largo rato; por fin, el Bizco atendió: “Voy para tu casa”, le
anunció Orlando. Resignado, el Bizco aceptó.
Las tres de la madrugada; encendió un Jockey, secó su
sudor y se fue acercando sigilosamente a la morada del
Bizco. Pasó de largo; nada a la vista: tan sólo un gallo
desmemoriado que tocaba a diana. Demasiado temprano. El
Profe dejó el coche a unas cuadras.
Recorrió la distancia a pie. Apretó el timbre una vez y la
“yapa”. El Bizco, sin duda un personaje pintoresco, estaba
vestido con una bata de seda púrpura. Le abrió la puerta.
Jubilado del “levante” activo, en el fondo de la casa tenía un
galponcito que a veces le “prestaba” a los viejos compinches
del choreo. Por unos módicos mangos, naturalmente.
Al Profe, el bizquete no le gustaba mucho. Tenía el
convencimiento de que Pedro era medio soplón de la yuta:
«Así les garpa la vista gorda que hacen con sus negocios»,
pensó. Pero estaba acorralado; necesitaba la biyuya a
cualquier precio, y el Bizco era su única posibilidad.
Charlaron de bueyes perdidos, recordaron las viejas
fechorías, escabiaron ginebra y cerraron trato para el jueves
de esa semana: Orlando iba a “levantar” el polara y Pedro le
haría de campana.
Luego del encuentro con el Bizco, el Profe fue a vigiar
otras dos madrugadas. La misma rutina, noche tras noche.
Todo igual, sin cambios. Llegó finalmente el jueves.
Se aproximaba la medianoche y la tormenta se venía
desafiante. Un viento malhumorado silbaba desafinando.
Estrellas solitarias e irascibles aparecían y desaparecían en
el cielo, que fue adquiriendo una negrura cabrera y
provocativa.
Orlando se aproximó a la casa del Bizco: éste lo
esperaba en el zaguán. Los truenos resonaban a repetición.
parecían un coro de barítonos y bajos practicando escalas
en un ensayo. El Bizco se ubicó al lado del Profe; se notaba
55
nervioso, intranquilo: “Lo hago por vos, Orlando. yo ya no
ando en ésta”, le susurró con voz apocada, apenas aud
El Profe no le dió ni la hora. Y pensó: «Flor de hijo de
puta sos vos». Se fueron acercando al Dock sud.
Relámpagos en cortejo, y tomados del brazo, le dieron un
toque dantesco a la lluvia, que caía con fuerza inusitada.
Ambos callaban. Mientras, una procesión de arrogantes
gotas tamborileaban un candombe acompasado sobre el
techo del valiant. Orlando, imperturbable con su pucho entre
los labios, estaba alerta, en tensión. ¿La lluvia, la tormenta?
No le hacían ni fú ni fá. Fuera del polara, el mundo e
no existía. Él era un artista del levante, el Picasso del
choreo, el rey del safari en la selva del asfalto.
56
Orlando se escurrió hasta el polara, sacó el manojo de
llaves, fue probando: a la tercera intentona percibió que el
pestillo subía saludándolo con un alborozado “tac”. No perdió
tiempo: abrió la portezuela, arrancó las conexiones del
tablero, empalmó los cables del arranque y el polara resopló.
En unos segundos se desplazaba, soberbio, en la
madrugada aguachenta. Enfiló hacia la Mitre no sin pasar
antes delante del valiant. El Bizco lo vió, arqueó el pulgar con
el índice y le hizo una seña.
El Profe se estaba guisando dentro del auto. Las gotas
de lluvia danzaban sobre el parabrisas y al rebotar parecían
minúsculas perlas de cristal. Su bobo brincaba desbocado,
arrítmico. Una vez más atravesó esos barrios del sur que
conocía tan bien. En cada recoveco, la mirada atenta. No
había signos de peligro. Ya estaba cerca; la adrenalina fue
serenándose. Percibió entre la niebla la casa del Bizco;
apagó los faros, se introdujo por la senda de pedregullo
hasta la entrada del galpón.
Una vez adentro, Pedro cerró el portón y encendió la
bombita: la belleza del polara encandiló al Profe: el blanco
inmaculado de la chapa, el negro azabache del techo
vinílico.
Llegó la hora de los cambios. Al día siguiente fue al
taller de la línea 24; el polara de Chiappe lo esperaba. Le
quitó el motor, las gomas y otras chucherías, cargó todo en
una camioneta y partió rumbo a Ramos. Mientras tanto, el
fuego letal de la autógena, bajo la diestra batuta de Néstor,
disolvió la carrocería del dodge de Chiappe. Luego, Orlando
cargó los restos esparciéndolos en un basural de Soldatti.
Pero “de todo te olvidas, cabeza de novia”: Orlando recordó
de pronto que no había quitado las chapas del auto de
Chiappe. Volvió al basural. Con una ridícula linternita
husmeó entre los desperdicios y tuvo tarro: chapaleando un
rato en el lodo las encontró. Sonriéndose, se las tomó.
57
El Profe trabajó duro. El Bizco, de a ratos, le daba una
mano. Puso el motor de Chiappe en el dodge robado y lo iba
armando con cuidado. Parecía un maestro relojero: ajustó
las partes del motor, conectó la batería, empalmó las
conexiones eléctricas y atornilló las chapas. La tarea llegó a
su fin. “También la mishiadura”, pensó alegremente Orl
Era la madrugada del jueves, una semana después del
choreo. Finalizó algunos detalles, cambió las radios (no
quería dejar ninguna pista del polara desaparecido). Acarició
el volante y con las flamantes llaves lo puso en marcha. El
polara rugió, de a ratos se atragantaba pero al final se
aquietó. Risueño, el Profe fue relajándose y el Bizco le
estrechó la mano.
La historia de Orlando y el polara entró en su último
capítulo. Comprobó si todo estaba en orden y volvió a su
casa. La brisa de la madrugada le lamía el rostro exhausto.
Antes de zambullirse en la cama, le habló a Néstor dándole
una cita para Chiappe.
58
Orlando el Profe siguió levantando autos, cambió
motores, rateaba cubiertas de camiones por pedido, pero
nunca más entregó “mercadería” sin antes recibir el vento.
De todos modos, como a los quince días fue a visitar
Néstor. El muchacho no supo darle datos de posta: Néstor
conoció al tipo en la casa de los suegros. Pero se había
mudado. El Profe anduvo buscando al polara por la zona de
Patricios. Como hallar a Juan Pérez en la guía de teléfonos.
59
2. Historia de “Merceditas”.
60
Diamante: ¡¡las cubiertas no estaban!. Algún “colega” le ganó
de mano: “Estoy enyetado, alguien me ojeó”, farfulló colérico.
Orlando repasó esa noche sus últimos fracasos. Afuera,
la luna se paseaba frívola y casquivana entre nubes
anémicas. El vecindario dormía; un perro insensato,
pulguiento y solitario entretenía a los vecinos con sus
ladridos insolentes.
El Profe pensaba en el camión. Plegaba las pupilas y
apretaba los puños. Las visiones lo llevaron a enlazar el
camión que buscaba con otro, mucho más pequeño e
inofensivo, que “levantó” sin que tuviera que arriesgarse. en
pleno día, sin botones, sin temor a la gayola.
Orlando tendría entonces nueve o diez años. Iba camino
a la escuela, por la Av.Cobo, cuando vió tirado un camión de
juguete al que le faltaban las ruedas traseras. Mientras lo
observaba, canturreó: “La cucaracha/ la cucaracha/ ya no
puede caminar /porque no tiene/ porque le faltan/ las dos
patitas de atrás.”. Lo alzó, se lo puso en la cartera y siguió su
camino. Pero ese día no apareció en la escuela. Al mediodía
retornó a su casa, le pidió a la madre un carretel de hilo
vacío, con una sierrita que sacó del galpón del padre
serruchó los dos extremos con esmero. Un pedazo grueso
de alambre le sirvió de eje, dobló los extremos y ya tuvo su
camión propio, reparado.
Orlando se levantó decidido: “Es hora de ponerse a
trabajar. ya sé cómo voy a hacer las cosas”, pensó.
Miró la hora: las dos y media de la mañana; descalzo,
entró en la cocina y discó un número en el teléfono. Una voz
gutural balbuceó un “hola” somnoliento y colérico.
-Manolo ¿me escuchás? susurró el Profe.
Manolo reconoció la voz de su primo, pero la bronca lo
cegó.
-¿Qué carajo querés, Orlando?.¿qué mierda de hora
es? rugió fuera de sí.
61
-Escuchame, pibe, son las dos y media, pero no pude
llamarte antes por Marta, ¿entendés? dale fregar y lavar
hasta que se fué a apoliyar, ¿me estás escuchando?
-Pero sí, guachón, dale. desembuchá! -
impaciente el primo.
-Oíme bien: me encargaron un “merceditas. ¿querés
hacerlo a medias? Hay buena biyuya: ¿que te batís, Manolo?
Del otro lado de la línea se captó un bufido de bronca.
Manolo se iba despabilando, pero el bocho del caco no
funcaba.
-Escuchame, Orlando, tengo a la yuta encima, pero
estoy pasando una mishiadura de la san puta: nos vemos
mañana y me batís el dulce, ¿estamos, primo?
-Te espero mañana en Boedo y Salcedo. en el bar, sí, a
las cinco, ¡chau!
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Orlando frunció la nariz aguileña, volvió a estregarse el
bobo, pisó a fondo y le preguntó:
-¿Para qué necesitás aguantarlo un par de días? ¿y en
la Capital?
Manolito le contó el plan que se le había ocurrido esa
mañana. Orlando no podía creer lo que escuchaba: pensó
que el primo andaba rayado.
-Flaco: traéme un especial de crudo y queso,
“cargado”, che. Y traé otra vuelta de café y ginebra -encargó
Manolo. Orlando le sonrió: era la manera de darle el visto
bueno al plan del primo.
-Escuchame: vos ocupate de conseguir un taller que
tenga autógena y compresor, dos chapas y los papeles.
Haceme caso: es más fácil lo que te bato; mejor que andar
por ahí de yira y piante en la “cheno”.
Manolo le dió más detalles, y el Profe quedó encargado
de pizpear por el lugar donde estaba el camión, en Garay
entre Boedo y Colombres. Se despidieron pero Manolo se
ufanó en contarle la última gracia:
-No sabés lo que me pasó hace unos días. entré en el
bar de San Juan y Boedo y me lo veo a Lechuga sentado
con dos tipos: ¡eran tiras! Me dió el “esparo” y rajé
alegremente.
El Profe se preguntó, mientras se iba yendo: “¿Para
qué coño me contó lo de Lechuga? No manyo nada.
tiene un raye de san puta!! “.
63
Subío al valiant y enfiló hacia Valentín Alsina. Cruzó el
viejo puente; en Remedios de Escalada se detuvo frente a
un bar y le telefoneó a Manolo. Conversación lacónica.
Orlando prometió dar una nueva vuelta por la zona y
entonces iban a decidir si levantaban el “merceditas”.
-Mirá, Manolo, el lugar no es malo pero me empavura la
hora ¿cachás lo que te bato?
-A las siete de la tarde es de noche, estamos en
invierno, ¿me seguís, primo? vociferó Manolo.
-Calmate, Manolo. Ya tengo el “aguante”: hay que
llevarlo después de la siete de la tarde y sacarlo a la
mañana. Con los papeles no hay problema: ¿todo en claro?
¿cachás el yeite?
Manolo cortó, y Orlando siguió viaje hasta su casa.
Marta estaba en la cocina con trucha de guerrera veterana.
Él le sonrió mientras secuestraba una papa frita de la fuente.
-¿Vos te creés que yo soy gila, no? le zampó la Marta.
Morocha, en los años treinta de su vida, de espigada figura,
bien parecida y con picardía natural, la mujer del Profe
conocía las actividades y “negocitos” de su marido.
-¿De qué me estás hablando, nena? la increpó
Orlando, haciéndose el otario.
-¿Pero vos te pensás que soy estúpida, no? Anteayer
de madrugada te escuché hablar por teléfono. yo no me
perdí una sola palabra. ¿Así que yo fregaba, lavaba y te
molestaba? Vos mejor cuidate y sentá cabeza: tuviste mucha
suerte en los últimos años, Orlando. ¡Y tu primo es un loco
sin frenos!
El Profe se acercó, le revolvió el ondeado cabello negro,
le estampó un tierno beso y le dijo que estaba hambriento.
¡Se acabó la riña! Cenaron en silencio. Marta lo observaba
mientras servía la comida. La angustia le recorría la boca del
estómago: era una sensación que le volvía siempre que
Orlando tenía en preparación algún “trabajo”.
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Continuó campaneando los movimientos en la esquina
de Garay y Colombres, aunque no desechó la idea de
buscar algo en la provincia. La noche anterior vió uno en
Gerli, que no estaba mal. “Lo que no me gustó es que la
cana pasó cuatro veces”, masculló.
Manolo lo apretó; finalmente resolvieron hacer el
trabajito el viernes, algo después de la seis y media de la
tarde. Orlando fue a ver a su amigo, el chapista de la calle
Cobo.
-¿Cómo andás, Jacinto? ¿te acordás del “arreglo” del
que hablamos hace unos días?. Bueno, mañana te traigo el
camión a ver si me podés hacer el laburo ¿te parece bien? le
dijo el Profe. Orlando levantó un poco la voz. quería que los
operarios de Jacinto escucharan. No los conocía. Se
despidió del amigo, saludó a los muchachos y retornó a
Valentín Alsina.
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“fato”, cruzaron la calle despreocupados; eran las seis y
media pasaditas. Entraron en la agencia de la Mercedes
Benz “Soriano y Cía”; un atento vendedor se les acercó.
-¿En qué puedo ayudar a los señores? susurró con voz
de batata empalagoso.
-Nosotros estamos interesados en un camión, como
este modelo de Mercedes que tiene en exhibición. tenemos
una empresita de transporte, ¿nos comprende? le explicó
Orlando. -No lo tome a mal, pero queremos ver al dueño
para cerrar trato ya mismo -agregó.
El empleado esbozó una sonrisa algo estúpida,
susurrándoles con voz de cantante de boleros:
-El gerente de la agencia se fué al mediodía. para
aprovechar el fin de semana, ¿saben? Pero no se preocupen
porque yo los voy a atender con la misma responsabilidad.
adujo el elocuente papanatas con un mohín estereotipo..
Al fulano comenzaron a inundarlo sentimientos de
regocijo y presunción. ya se veía cobrando la suculenta
comisión.
-De todos modos, señores, hasta el lunes no se puede
terminar la operación; pero es posible adelantar las cosas.
¿Porqué no lo prueban? Pónganlo en marcha, escuchen el
motorazo de estos “ursos” -dijo mientras reía
convulsivamente: “Ya los tengo agarrados”, pensó.
-¿Cómo es posible darles arranque? ¿acaso tienen
nafta?- preguntó Orlando haciéndose el otario. Los dos
primos se miraron intercambiando una sutil guiñada.
-Es muy simple: el importador los envía desde el
con combustible -aseguró el empleado.
-Oigame, muchacho, nosotros lo pagamos “taca taca”,
así que háganos una buena rebaja ¿estamos?
-Quedense tranquilos: les voy a hacer un precio bárbaro
-les prometió el gilún mientras se dirigía a la oficina pa
preparar el papelerío.
Manolo ascendió al estribo, se sentó, reguló los espejos,
tomó el volante y giró la llave del arranque mientras Orlando
66
subía a la cabina por el otro lado. El gigante emitió
pavorosos estampidos. El vendedor, mientras tanto, los
miraba con indisimulada emoción. y entró por fin en la
oficina.
Manolo metió la primera y el merceditas atravesó el
ancho ventanal, haciendo añicos los vidrios en medio de un
estruendo infernal. Seguramente en la cancha de San
Lorenzo también escucharon el estrépito: parecían los
fragores que iban a preanunciar el día del juicio final.
Manolo sonrió. El Profe lo miraba: la cara cuadrada del
primo era igual a la uno uno de los “picapiedras”. El camión
acortaba distancias y de sopetón se metió en el taller de
Jacinto. Las luces exteriores estaban apagadas. El dueño
cerró el portón y los dos primos se pusieron a trabajar.
Cambiaron las chapas, lo prepararon para una repintada y
modificaron los números de chasis y motor. Orlando colgó
del espejo retrovisor un zapato de bebé, puso calcamonías
sobre el tablero y las puertas, quitó la radio original y le
conectó una usada. El ‘mionca’, luego de cambiarle el
maquillaje, estaba disfrazado y listo para lucirse en las rutas.
A la madrugada, salieron sigilosamente. Orlando condujo el
Mercedes y Manolo manejó su auto. El “Picapiedras” no
pudo con su genio: pasó delante de la agencia de Garay y
contempló al botón de consigna, parado al lado del gigante
buco del ventanal. A Manolo se le inflaron los carrillos.
67
El informativo había comenzado. Al llegar el turno de las
noticias policiales, el locutor anunció: “En la tarde de ayer fué
asaltada la agencia Mercedes Benz del barrio de Boedo.
Según declaró a la policía el único empleado que se hallaba
en el lugar, minutos antes del cierre penetraron cinco
individuos armados y amenazándolo con sus armas lo
obligaron a encerrarse en la oficina. Los delincuentes
pusieron en marcha uno de los vehículos exhibidos en el
local, atravesaron el amplio ventanal y desaparecieron del
lugar a toda velocidad. La policía está investigando el audaz
hecho”.
La mirada de Marta, dura y agresiva, buscó los ojos de
Orlando. Éste engullía ya el segundo plato del pulpo que
preparó la suegra; su semblante se arrugó con una sonrisa
pícara. Sin mirarla, Orlando le comentó a Marta, con la boca
semillena:
-¿Te das cuenta, Martita, qué gente loca que hay en
el mundo? ¡Cinco tipos con armas van a robar un camión!
¡Es para no creer! Remató su comentario con una sonora
carcajada, atorándose hasta las lágrimas •
68
3. Sobre Avernos y muertes.
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-Perdió la memoria: dejálo, que después del
“tratamiento” la va a recuperar. Además nos va a cantar
algunos tangos, ¿eh, Manolo? lo amenazó otro, mientras le
daba un par de piñas.
Lo arrastraron a otro cuarto. Le vendaron los ojos
hinchados; lo desnudaron, y atándolo sobre un camastro le
echaron una jarra de agua y comenzaron a picanearlo.
Manolo rugía, puteaba, se retorcía; los sádicos seguían la
faena, imperturbables. Dialogaban entre ellos mientras
despellejaban la res.
-Che “Gatica”: ¿vas a la cancha, mañana? le
preguntaron al que manipuleaba los electrodos.
-No puedo, estoy de guardia y nadie me puede cambiar.
-respondió sin dejar de picanear. “Gatica” era uno de los más
eficientes torturadores: las víctimas hablaban o pedían el
pase al infierno.
Era tanto el dolor que ya no lo sentía. Medio
inconciente, Manolo navegaba por sombríos canales: “Así de
negro debe ser el infierno; esta vez me emparrillan hasta el
final: vieja, ayudame”, imploró sin mover los labios, mientras
les sonreía a los yutones en la jeta.
Repitieron la pregunta: “¿Dónde estuviste esta
noche?”.Lo zarandeaban sin miramientos: “¿Por casualidad
no anduviste por el barrio de Boedo?” La picana le provocó
espasmos; se contrajo. La zona genital estaba carbonizada.
Le rastrillaron los electrodos en las encías, en todo el
cuerpo. Manolo aullaba pero no respondía. Uno de los tiras
reía histéricamente: el ver torturar a Manolo lo llevaba al
orgasmo.
De pronto, el cuerpo tuvo una convulsión terrible. Los
“investigadores” lo dejaron; estaba quieto, sin moverse.
Tampoco respiraba: el “bobo” se le fue a barajas. Uno de los
sádicos puso el dedo en la yogular: “Se nos piantó la mano,
muchachos, este tipo espichó fulero: ahora hay que ver que
hacemos”.
71
Uno de los tiras entró en la oficina del comisario y lo
puso al tanto. Deliberaron un rato y el jefe dió su veredicto:
“Suicidio, el detenido se suicidó”. El cana le explicó que
había obvios signos de torturas.
-Pues se “tiró” del tercer piso en “su” intento de fuga.
dictaminó el comisario dando por terminada la entrevista. En
realidad, para el jefe era un asunto de rutina: ¡Qué tanto
joder por un chorro de mierda!
72
el ataúd desaparecía: Picapiedras iniciaba su gayola
perpetua.
El Profe se acercó a Delia, la estrechó entre los brazos
y le dejó en la mano la parte de Manolo por el último
“negocio”.Él se sintió apenado por la muerte de su primo,
pero no dudaba de que, tarde o temprano, ese sería el fin de
Manolo. Se encogió de hombros: “De algo hay que espichar,
¿no?”, pensó consolándose. El Profe sabía que Manolo
había muerto en su ley, sin largar ni media parola •
73
4. Historias de fuegos y cenizas.
74
-Pobre. lo leí en el diario. Sé que era primo tuyo, pero
siempre fue un inconciente -dijo Hormiga.
Los dos ex-clientes de la penitenciaría de Caseros
tomaron el café masticando, entre sorbo y pitada, algunos
crocantes bizcochos de grasa. Recuerdos de la penitenciaría
afloraron en la charla; fueron compañeros de ranchada un
par de años. De vez en cuando uno de los muchachos del
taller venía a consultar con Rogelio sobre algún problema de
trabajo. Pasó un rato y Orlando lo apuró:
-Me mandaste buscar, no? ¿Qué andás necesitando,
Hormiga? si puedo, y me conviene, cacho viaje. –le dijo.
-Mirá, viejo, te propongo un buen negocio y el vento
“taca taca”. Necesito cubiertas de primera para un Dodg
200. pero en muy buen estado, Orlando: a medio palo cada
una. Vos me avisás y me las traés a la noche. Pero el
negocio es sólo con vos: no quiero “perder” otra vez.
explicó Rogelio.
-Decime una cosa, ¿para quien es este fato? lo apretó
el Profe.
-Eh, no te preocupés, compadre, es para un familiar.
quedate tranquilo, Orlando.
-¿Así que es para alguien de la “familia”? le volvió a
preguntar Orlando. No le creyó.
El Profe lo semblanteó, y luego, un poco dubitativo, le
aceptó el “encargo”. Le advirtió, sin embargo, que levantar
un camión sin ayuda es un “yeite” complicado. Pero le dijo
que no se preocupe.
Retornó por Zelarrayán, se metió en el valiant, y
mientras observaba las caprichosas figuras que bocetaba el
humo del cigarrillo, el Profe repasó sus relaciones con
Rogelio. Arrancó y enfiló hacia Valentín Alsina. Algo del
asunto lo fastidiaba, pero no sabía exactamente qué.
Cruzó el Puente Alsina, siguió por Remedios de
Escalada y se detuvo frente a su casa. Marta volvía de la
panadería y lo alcanzó en la puerta. Lo besó y entraron
75
juntos. El instinto comenzó a darle a la jermu la señal de
alerta.
Era casi mediodía; Orlando se sentó en la cocina y le
pidió a Marta que le sirviera un Gancia blanco. Mientras ella
se afanaba entre cacerolas y sartenes, el Profe comenzó a
elucubrar el plan de trabajo. Esa noche pensaba salir en
busca de la mercadería. Iba a iniciar su recorrida por Villa
Caraza, Fiorito, Villa Diamante, Domínico y Sarandí. Conocía
la zona palmo a palmo.“Es cuestión de suerte”, pensó en
silencio.
Marta lo miró al pasar, se frenó delante de él con un par
de cebollas en la mano, y le dijo intrigada:
-Estás muy callado y pensativo. ¿En qué andás? Mirá
que te conozco, Orlando. -y mientras esperaba la respuesta
paseó la lengua por los cantos de su boca, resecos de
disgustos.
El Profe sonrió con candor; los labios apretados
parecían una avenida de dos manos y en sus ojos
veces insinuaban fugaces rasgos de fiereza- se advertía un
extraño fulgor.
-¡Ay! Martita, Martita, vos siempre viendo cosas
raras:¡no ando en ningún corno -le aseguró él sin convicción.
Ella siguió con sus faenas; pero la cabeza le bombeaba
recuerdos desagradables. Pretendió evadirse, no mirar ni
volver al pasado. El Profe se encaminó al vestíbulo, hizo una
llamada telefónica, averiguó, anotó en un papel y se despidió
de su interlocutor. La mujer le anunció que el almuerzo
estaba listo.
La cocina parecía un salón de baños turcos. Los
vapores de las ollas flotaban en el ambiente, se olían frituras
y aromas de exóticos guisos catalanes. Orlando se sentó al
lado de Estrellita, su hija mayor. El almuerzo transcurrió sin
mayores incidentes. El Profe dejó el plato limpio y bruñido;
terminó el vaso de Crespi y regresó al valiant no sin antes
besar a sus hijas y a Marta. Ésta le recordó que estaban a
76
principio de mes, que debían ir de compras. la despensa se
estaba vaciando.
77
Después del almuerzo, Marta se ocupó de ordenar la
cocina. Luego se dirigió al dormitorio y se recostó sobre la
cama: “Por Dios, no quisiera volver a esas colas en la puerta
del penal, entregar el paquete en seguridad, pasar la
revisación y el toqueteo de las botonas brutas y tortilleras,
visitar a Orlando en medio de ese barullo infernal”,
rememoró angustiada.
Alejó los recuerdos pero no pudo dormir y decidió
levantarse. Regresó a la cocina y se preparó un mate;
entró la hija, Estrellita. Conversaron sobre temas de la
escuela y Marta, ya serena, salió a hacer algunas compras.
Regresó enseguida y encontró al Profe en la cocina. Se
mostró seria, con mala cara. De todos modos, arregló el
mate y le cebó algunos. Pero luego le largó el rollo.
-Decime un poco ¿vos querés volver a la gayola? Otra
no me aguanto, Orlando. Pensá bien lo que vas a hacer
imploró la mujer.
-Escuchame, piba, yo nací chorro y voy a morirme
chorro; y vos lo sabés muy bien ¿O de qué creés que
estamos viviendo? ¿Con la ayuda de San Cayetano? No
sirvo para negocios “limpios”, que al fin de cuentas son
sucios y rastreros, mucho peor que las cosas que hago yo.
Esos negocios honorables son una macana más grande que
el obelisco, y los comerciantes son ladrones de corbata y
cuello duro que te “arreglan”las balanzas, te “achican” el
metro, te curran en los vueltos, te encajan falopa por seda y
percal por terciopelo, falda por asado y gofio como el tónico
de la salud eterna. Dejame, Marta, que yo soy chorro y no la
voy de santo o Jesucristo. ¡Viví en la realidad y no soñés al
pedo! Marta se quedó seria, sin animarse a seguir la
discusión. Desde antes del casorio ella sabía que Orlando
Roig vivía del escruche y el levante. Lo miró a los ojos; lue
se ablandó, sonriéndole. Dieron vuelta la página. En
realidad, esa era una función que se repetía con
periodicidad. Como la gripe.
78
Orlando viajó con el auto a la estación de servicio, cargó
especial, compró cigarrillos y pegó la vuelta ya preparado
para la ronda nocturna. Ataviada de gala, la luna fulguraba
en el firmamento mientras un viento morboso y sádico
congelaba orejas, narices y dedos de viejitos desprevenidos.
Después de medianoche el Profe salió con el valiant y
rumbeó hacia el sur, cruzó la Hipólito Yrigoyen y se fue
acercando a Sarandí. En las calles ni un alma; las gentes se
arrebujaban en sus cuchas. Él conocía al detalle las
callejuelas y los recovecos de Avellaneda y Dock Sud.
Abrió la ventanilla y con un pañuelo limpió el
parabrisas; su mirada escrutaba todos los resquicios de la
noche: el cazador en busca de la presa. un Dodge 200.
La luna en cuarto menguante, sensual y seductora, se
solazaba pervirtiendo las virginales sombras de la noche. Era
un juego picaresco que distraía a los escasos noctámbulos
del suburbio. Mientras tanto, Orlando se desplazaba por las
callecitas de Sarandí. y allí lo vió, oculto en parte por un
tímido arbolito prematuramente calvo, esperándolo
impaciente: el camión y sus gomas.
Detuvo el auto a un par de cuadras; prendió otro
cigarrillo y se encaminó con plácida pachorra al lugar de la
cita. Relojeó las gomas y se decepcionó: no eran gran cosa.
Liberó la presa y continuó la cacería. En la quisquillosa
penumbra escuchó a un colectivo que paraba y reanudaba la
marcha. Al rato, resonó el taconeo cadencioso de algún
penitente solitario; o quizá el de un ebrio que perdió el
rumbo; o tal vez de una minusa que volvía exhausta, luego
de ardientes escarceos amorosos en algún encuentro furtivo.
Los pasos se fueron acercando y siguieron de largo,
evanesciéndose en la noche.
Gratuitamente, el viento repartía fríos a granel. Orlando
levantó los solapas de su abrigo y pensó en abandonar,
cuando al costado de una cortada emergió, soberbio, el
camión de sus sueños. Se acercó, acarició las cubiertas.
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“suaves como la piel de una piba de quince pero duras como
sus pechos”, pensó, mientras una sonrisa lo gratificaba. Dió
una vuelta alrededor del Dodge, observó la vecindad y
aprobó en silencio.
El valiant partió, tan alegre como su dueño. Los
despojos de la noche acompañaban la soledad del Profe. El
frío gateaba entre sus huesos congelados. Se le había
acabado el paquete de cigarrillos. Buscó en las sombras el
destello de algún quiosco que se apiadara de su vicio. Nada.
En Villa Fiorito, un bar solitario parecía llamarlo por su
nombre: el Profe no lo escuchó. Entonces divisó, a un
costado y alejada, una luz mortecina. Compró dos atados de
su marca, se rascó el pecho satisfecho y continuó viaje.
Llegó a su casa de madrugada, cuando el sol, con pereza,
desenfundaba sus cálidos rayos aprestándose para una
nueva jornada. Orlando ya no vería el amanecer: dormía
herméticamente. Con placidez de pibe que había hallado,
por fin, el “chiche” de sus sueños.
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buchones al servicio de la yuta. Orlando asumía el mundo
del delito como un proscenio donde el riesgo era dueño y
señor. O como una apuesta en la que se jugaba la libertad o
la vida.
Esa tarde la consagró a la búsqueda de un “albergue”
para el Dodge. Después del levante tendría que sacarle las
gomas para Rogelio, y luego dedicarse a las “reformas”:
alterar los números de la patente, cambiarle los documentos,
filetearlo de tanga, meterle ruedas “cozí cozá” y vendérselo a
un reducidor (lo que era un riesgo), o llevarlo al interior y
venderlo ‘de apuro’.
Recorrió el espinel del “aguante”. Unos “ocupados”,
otros cerrados por “fuerza mayor”(léase: clausurado por
orden judicial); desestimó algunos porque no le gustó la jeta
de los dueños. Se acordó una vez más del Bizco Pedro.
Estaba muy alejado, allí en el fondo de Ramos Mejía. Pero
nada de lo que vió lo satisfizo; finalmente apostó por Pedro.
Le telefoneó desde el vestíbulo:
-¿Como andás, Pedrito? Sí. soy yo, Orlando.
Escuchame, necesito tu galpón para hoy o mañana a la
noche. ¡sí, sí! hoy o el jueves a medianoche. ¿Med
para vos está bien? ‘tamos’, Pedro, chau, nos vemos. ¡sí!:
luego o mañana. Chau.
Se tremoleó el bobo. “Las cosas marchan al pelo”,
opinó, mientras la tos le sacudió el esqueleto. Impaciente,
esperó la noche. Iba a ir con Fideo a buscar la revancha.
los últimos tiempos las cosas, por hache o por be, no se le
daban.
Más tarde pensaba confirmar los datos, asegurarse de
que ese era el predio habitual en el que estacionaban el
Dodge, recorrer la vecindad y estudiar la ruta para llegar al
fondo de Ramos Mejía atravesando Tapiales, La Tablada y
San Justo. Detestaba riesgos inútiles, aunque era conciente
de que el peligro era inseparable de su profesión.
81
La llovizna y las solitarias apariciones de un febo
esclerótico y acomplejado aburrieron la tarde. Orlando se
entretuvo en el galpón del fondo. Revisó y ordenó sus
herramientas de “trabajo”. En un aro agregó ganzúas y llaves
de contacto, preparó cables con los extremos despuntados,
alambres con diversas dobleces (el “anzuelo”) para destrabar
los seguros de las puertas.
A las once de la noche tocaron el timbre. Marta abrió la
puerta y Renato entró en la casa. Se conocían de las visitas
en Caseros. Cambiaron algunas frases de cortesía y fue
hacia la cocina.
-Estás más flaco que nunca, Fideo -le comentó el Profe
mientras se abrazaban. -¿Como llegaste aquí? ¿Viniste en
auto?
-Tengo un “Isard” que se desarma solo: pero viaja
explicó Renato. Los dos ex-presos se rieron a carcajadas.
Tomaron el café preparado por Marta. Luego de servirlo, los
dejó solos.
Orlando le dió detalles precisos del asunto y le narró lo
de la noche anterior. Cerca de medianoche los dos
compinches partieron hacia Sarandí en el auto del Profe.
-Quería decirte algo: yo te llamé a vos para que me dés
una mano: ahora no tengo en quien confiar, Flaco. Sé que
no te gusta el choreo y vos no vas a largar tus laburos con la
pluma.¿no es así? Yo estaba seguro de que no agarrabas
viaje, ¡te lo juro! le dijo Orlando.
82
-Fideo, yo levanto autos, soy chorro, pero no ando en la
pesada. Yo laburo en la oscuridad, sólo de noche; te lo bato
pa’ que estés tranquilo: ¡conmigo nada de fierros!
83
No perdieron tiempo; trabajaron con dos gatos, uno de
cada lado. Sacaron las cubiertas con las llantas y metieron
debajo los caballetes. Empezaron por las delanteras; le
aflojaron media rosca a todas las tuercas. Al rato terminaron.
Orlando le pidió prestada la camioneta a Pedro, cargó las
gomas y cerró la lona. Al otro día se las iba a llevar a
Hormiga Negra; pensaba manguearle las ruedas viejas para
ponerlas en el Dodge robado en Sarandí.
Fideo le prometió que al día siguiente iba a volver con
los documentos retocados. El Profe cambió la numeración
del motor y el chasis; Renato retocó los números de las
chapas y pintó dobles filetes en las puertas. Con las gomas
viejas que Rogelio pensaba tirar, Orlando iba a terminar el
maquillaje del Dodge. Tenía la intención de ‘reducirlo’ en
Chacabuco o Junín.
Mañana gris, opaca. La neblina, sarcásticamente, se
burlaba de los conductores que apenas si distinguían el
frente de sus autos. Eran las ocho y pico de la mañana.
Orlando y Renato acabaron su faena en el galpón del Bizco.
El valiant viajaba hacia Valentín Alsina: los dos amigos se
veían exhaustos pero jubilosos. El Profe le propuso que
durmiera en su casa. Renato agarró viaje pero de todos
modos iba a tener que ir a buscar los elementos de dibujo.
Orlando habló por teléfono con Hormiga y le avisó que
esa noche le entregaba el pedido. Y que se acuerde del
“taca taca”. Saborearon algunos mates y se ensobraron.
Debían terminar ese día. Sin falta.
84
a la Capital. Renato estaba con Orlando pero se bajó antes:
el Profe no quería que Hormiga los viera juntos.
Viajaron sin contratiempos y Orlando entró en
Zelarrayán; en unos minutos arribó al taller: el morochón lo
estaba esperando. Cerró el portón y se acercó a la
camioneta; se saludaron. Rogelio liberó el toldo y revisó las
cubiertas. Su cara exhibió una amplia sonrisa, satisfecho
como un chimpancé empachado con bananas.
-Te portaste, Orlando: son gomas de primera -le dijo en
estado de trance.
-¿Que esperabas, viejo? -le retrucó el Profe.
Escuchame: vos dijiste que las gomas viejas no las
necesitás. ¿Me las pasás, Rogelio?
-Si me ayudás a cambiarlas, son tuyas -le ofreció el
amigo.
En menos de media hora los dos compinches
cambiaron las ruedas, Orlando cargó las gastadas en la
camioneta, recibió el toco, se estrecharon las manos y el
Profe pasó a buscar a Fideo. Partieron nuevamente hacia la
provincia. Los dos amigos, con la colaboración del Bizco,
montaron las gomas en el Dodge en un santiamén. Orlando
le dió a Pedro su parte y una vez más la caravana se puso
en movimiento. Empezaba el último acto de la obra.
85
documentos, hizo un par de chistes, convidó a los
muchachos con cigarrillos y les pasó, sin disimulo, algunos
billetes para la “cañita”.
-Todo en regla, señor, ¡buen viaje! recitaron a coro los
botones.
En pocos minutos llegó a la entrada de la “Capital del
Maíz”. Enzo ya estaba allí y Orlando lo siguió con el Dodge.
Al rato arribó a un pequeño depósito; se sentaron en la
oficina y fueron derecho al negocio. El Enzo Dogliatti ese
parlaba y guiñaba el ojo sin pausa; y el Profe le retrucaba las
guiñadas hasta que se avivó de que el tipo tenía un tic
nervioso. ¡¡por un tris no se largó a reír! Al rato salieron y
Dogliatti inspeccionó el camión, levantó el “capó”, se lo hizo
arrancar: “Acelerá. hacé los cambios. a ver el embrague.“. Lo
volvió colifato. Después lo manejó. Cuando regresaron le
propuso una miseria.
Orlando se rechifló. Enzo subió la oferta, lloró un poco
hasta que cerraron trato. Se dieron un apretón de manos. El
Tano intentó meterle un cheque. ¡Para qué!
-Decime, Enzo, ¿qué corno te pasa? En estos asun
no hay chirimbolos: la cosa es tome y traiga: dame el vento y
agarrate el camión, -le dijo furioso. -¡Y que lo disfrutes!
-No te sulfures, Orlando; tomá, es todo lo que tengo. Y
decime, che, ¿como te volvés pa’ Buenos Aires? ¿Vas a
esperar el primer micro?
-No te aflijas, Tano, un amigo me viene a buscar
Orlando.
Se desearon buena suerte y el Profe empezó a patear
por las calles aledañas. Fue probando las puertas: cuatro,
cinco, seis autos, y todas cerradas. No tenía “herramientas”
y la iba de “descuidista”. La noche era bien oscura y fresca.
Vió un Falcon azul, pasó, pegó el manotón y se largó a
chillar una alarma vocinglera. No se alteró. Continuó
caminando con sus piernas combadas, el cigarrillo pegado al
labio y la mirada de rapiña oteando hacia los cuatro puntos
cardinales. Transpiraba a pesar del frío. Se acercó a un 404
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“bien frappé”, presionó el botón de la puerta. y se encontró
sentado al volante, cortó los cables. En segundos el Peugeot
comenzó a viajar por la carretera de salida de Chacabuco
rumbo a la Capital. Los de la caminera lo reconocieron y lo
saludaron alegremente.¡Viva la pepa!
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interrogaron unas cuantas veces. Finalmente, dejaron a dos
tipos para esperarlo. Marta le dijo que se habían ido hacía
una media hora. Ella salió a hacer algunas compras, se fijó si
andaban merodeando pero no los vió. Tampoco a los autos.
Orlando le anunció que no iba a ir a la casa por unos
días y que le mandaría guita con la suegra. Además, le pidió
que empaquete todas las cosas de la casa dado que se iban
a mudar: “Esa vivienda -le explicó- está quemada y allí no
nos podemos quedar. Marta, escuchame otra cosa: yo voy a
hacer algunas diligencias y averiguaciones. Cuando decida
hacer la mudanza te voy a avisar con tiempo; vos hacé los
paquetes. que los muebles los compramos nuevos. Era
hora, ¿no te parece? agregó con una carcajada. Se despidió
y prometió llamarla a diario.
El Profe y Renato tomaron por la Av. Sáenz hasta
Zelarrayán. El Profe dobló por ésta y pasó por el taller de
Hormiga. Estaba cerrado. Miró la hora: las once. Ya no tuvo
dudas.
-Éste me batió, Renato. Seguro que el infeliz encargó
las gomas para un reducidor. Y el reducidor, después que
las recibió, le mandó la yuta para no pagarle y empavurarlo.
sentenció el Profe.
Orlando le entregó a Fideo una parte de lo convenido.
Resolvió borrarse por unos días; pensaba visitar a algunos
amigos para averiguar qué pasó con Hormiga.
-Escuchame, pibe: vos borrate por un tiempo y no se te
ocurra comentar con nadie, pero con nadie, que anduviste
en este fato. ¡Cuidate, pibe!
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-Escuchame, Orlando: ¡no sabés las que pasé! El tipo
que compró las gomas es de Quilmes. me jodió! La cana de
Ezpeleta se me vino al humo apenas el tipo se fue con las
cubiertas. Estaba todo arreglado: me fajaron, me sacaron
todo el vento y encima les tuve que garpar una millonada
para que no me abran causa. no tuve más remedio: flaco, ¡te
lo juro!
-Callate, buchón: me diste el manyamiento. Yo me fuí
de tu taller antes de las diez de la noche y a las dos horas
llegaron a mi casa. Te creía más hombre. sos una basura,
Hormiga. Y ahora por tu culpa mi expediente, que estaba
tapado en algún armario lleno de polvo, está entre los
primeros! ¡No querías que trabaje con socios y vos me
engrupiste con un reducidor! ¡Andá, infeliz! le gritó el Profe.
-Orlando, oíme, estoy arruinado. voy a tener que cerrar
y vender el taller. Estoy endeudado y con la guita que tuve
que pagarles me dejaron sin resto, hermano. Creéme por
favor, Orlando, me arruinaron la vida, estoy terminado.
lloriqueaba Hormiga.
Cortó la comunicación. El rostro de Orlando exteriorizó
la fría cólera que lo invadía. Esa noche se encontró con un
viejo compinche de la ranchada de Caseros. Le pidió una
gauchada muy especial.
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se aseguró de que nadie los seguía. Cuando llegó al lugar
convenido, Orlando le dió los datos y terminaron la mudanza.
La familia, como en los cuentos con final feliz, se
reencontró en la nueva vivienda. Se podría agregar que
“Marta y Orlando se casaron, tuvieron hijos hermosos y
sanos y fueron muy felices.” La cuestión es que ello
estaban casados, tenían dos hijas -realmente hermosas
su modo eran felices. Aunque el Profe siguiera levantando
vehículos, gambeteándole a las sombras y a la yuta.
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5. Mandrake en el asfalto
91
Los aires de Almagro no le gustaron y se afincó en
Mataderos, en Alberdi y Oliden, en una casita con entrada de
auto, jardincito adelante y un fondo que daba a Lafuente.
“Hay que cubrirse el espiro”, pensó el Profe, mientras
revoleaba los ojos y calculaba las ventajas de tener una
“salida de emergencia”.
El valiant de Orlando había tenido un choque fiero. La
carrocería quedó más arrugada que el fuelle de Pichuco y,
naturalmente, el Profe se ocupó de encontrar un siamés de
color negro. Lo halló, le puso el motor salvado del siniestro e
incluso le cambió las partes mecánicas deterioradas por el
uso.
Decidió ir a visitar a Néstor, el mecánico de la línea 24.
Desde el asunto del polara las relaciones entre ambos
quedaron un poco tensas. Pero Orlando sabía que el
muchacho no tuvo la culpa y a las pocas semanas se
amigaron. Néstor le ajustó el motor del valiant y de vez en
cuando le “encargaba” boludeces. Como para ir
puchereando.
Salió de su casa mientras en el cielo fulgían estrellas
fisgonas. Las copas peladas de los árboles se columpiaban
al compás del viento nocturno. La noche se esbozó fría,
desagradable. Tomó hacia el sur y entró por San Juan. En
Alberti se detuvo un par de minutos para comprar cigarrillos.
Y entonces lo vió.
-Rabanito, ¡me cacho en dié! Mirá dónde te vengo a
encontrar, hermano! le dijo el Profe
Pedro Perico Bonetti (a “Rabanito”) parecía un fósforo
de madera con dos piernas lungas, y los brazos como
de piragua. La cara era un triángulo ahuevado, con el vértice
en la cabeza. La cabellera, una jungla roja acomodada entre
rulitos ensortijados, y algunas canas solitarias cruzándole el
bocho. Su andar se asemejaba a un muñeco de cuerda,
cuya cabeza marcaba el compás. Como si la batuta de
D’Arienzo le señalara el ritmo: movimientos cortos, rápidos y
92
secos de todo el cuerpo. Se sonrió, miró al Profe y meneó la
cabeza.
-A vos te mandó Dios, Orlando, ¿como sabías que te
andaba buscando? Tengo un yeite de varios palos y necesito
un chofer. mita y mita, colo, mita y mita! le dijo en un suspiro.
Fueron a tomar un café, y mientras el Profe templaba su
bobo Perico le explicó el negocio. Su voz era media
roncoroni, como un trombón desafinado que a veces se
atascaba. Un caso clavado para el foniatra.
-El dato viene de adentro, te lo bato seguro. Un tirifilo
que trabaja en la aduana anda con la hermana de mi jermu
es “descuidista” en los ratos libres ¿manyás? Hablando de
pavadas me contó detalles del fato. Una carga muy grande
de cigarrillos importados. por lo menos cincuenta palos de la
reventa. Tengo todo planeado. El camionero va a viajar con
un acompañante: van a Córdoba por la ruta ocho. Los
podemos apretar entre Venado Tuerto y La Carlota. Ese
tramo de la ruta es una papa, Orlando: trabajo fácil.
Comentario [AZ2]: s Además, tengo el comprador con vento en la mano.
Orlando no se impresionó. Los ojos de ave de rapiña
perforaron a Perico; el colorado sintió que lo estaban
punzando con un estoque de punta fina. Entornó los ojos
contempló a los clientes del bar.
-Dame más detalles, Perico. ¿Qué me batís con eso de
“apretarlo”? Yo hace mucho que trabajo limpio; en el levante
no uso chumbo, ¿entendés? Si hocico mala suerte: máximo
me como un garrón. Si pirás o vas pesado te bolete
siempre fué así pero hoy te buscan y te revientan sin asco
le dijo el Profe
-Escuchame, Flaco, ¿como podés hacer un laburo de
“pirata” sin pesada? No hay manera. Batime vos, Orlando,
como salís de la seca sin arriesgar –le retrucó Rabanito.
Se quedaron en silencio. El Profe sorbía el café, la
mirada ausente y el bocho carburando con el acelerador a
fondo. Puso cara de gil, miró a Perico con una sonrisa muy
peculiar y se acodó discretamente. Desde una mesa cercana
93
se escucharon risotadas: parecían el escape de un tractor
diesel.
-Yo tengo la precisa: hay que hacer magia, como
Mandrake: nada de fierros. Creeme lo que te bato, varón
dijo Orlando mientras arrugaba la frente y aspiraba con
fruición el humo de su cigarrillo.
El Profe se apoyó en la mesa y le chamuyó un rato en la
oreja. El Perico lo miró de costeleta; primero sorprendido y
escéptico. Luego, pareció cautivado.
-¿Pido otra vuelta, Flaco? Dejame masticarlo un poco.
no sé si es la precisa pero vale la pena tomarla en cuenta
aseguró Rábano.
-Mirá Perico, yo iba hacia Barracas por un “encargue”.
Ando corto y necesito biyuya: te doy hasta mañana al
mediodía. Dejame tu teléfono y yo te llamo, ¿estamos? le
propuso Orlando.
-No puedo, me dieron el “manyamiento” y ando a los
saltos: dame el tuyo o nos encontramos donde quieras. Te
funciona el carburador, Orlando -le dijo con una pizca de
admiración.
-Fenómeno, ni una palabra más ¿te queda bien en
Boedo y Independencia a las doce? le sugirió.
Quedaron de acuerdo. Orlando pagó la cuenta, se
estrecharon las manos y salieron. El Profe agarró para su
casa. Era tarde; seguramente Néstor ya no estaba en el
taller.
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marmota. Le pidió que lo llevara hasta Murguiondo y
Echandía, en Mataderos. Durante el viaje el hombre no
paraba de blablear y Orlando, a pesar del frío irrespetuoso
que hacía esa noche, tenía calor. En el bolsillo de la
campera apretaba medio nervioso la Beretta calibre 22. Se la
había comprado a un feza puro espamento por unos
mangos. Cuando el taxi llegó a destino, Orlando metió la
mano en el bolsillo, tragó saliva y la nuez de la garganta, que
parecía un ascensor sin chaveta subiendo y bajando sin
pausa, lo atragantó: no podía preguntarle cuánto era el
importe. De pronto tomó coraje; la mirada fiera del Prof
clavó como una cimitarra en la cara del viejo y le gritó
“¡Dame la guita o te quemo!” El tachero no se empavuró: era
bastante mayorcito. Sin perder la compostura le habló:
-Tranquilo, pibe, te voy a dar la guita pero no me
apuntés. estás muy nervioso: tomá, agarrá la guita pero no
me boletiés. no te vale la pena, sos muy pibe y para vos
sería una desgracia; también para tus viejos. Tranquilo, pibe;
el trompa no va a creer que me fanaron pero a mis años
tengo que trabajar de noche, no quiero perder el l
¿entendés? Tomá, cachá la guita y andate.
-¿Para qué mierda me contás tu historia? ¿A mi que me
importa si sos el trompa o peón? Bajá del coche, tomatelá,
tomatelá! le gritó Orlando con un gargajo en la garganta.
-Tomá la plata, pibe, dejame unas chirolas para volver a
mi casa, y rajá del choreo, haceme caso -le dijo el viejo
taxista mientras bajaba del tacho.
-No quiero tu plata, ¡metétela en el culo! le gritó
Orlando, y poniendo la primera con la palanca en el volante
salió disparando. La mirada fiera se le esfumó. Estaba con
bronca, recordó Orlando, pero esa noche aprendió que él no
estaba hecho para el “aprete con el fierro”: él no iba a ser un
asesino.
95
sordidez de la noche puso la nota jovial. El olor rancio,
persistente y seboso del matadero se le filtró por la nariz de
ave de rapiña. Entró en su casa acompañado por el
de la calle. Marta, la mujer, con su perspicacia intuitiva pescó
al vuelo que el marido barruntaba “algo”.
-¿Las chicas duermen, Marta? Si tenés algo para picar
me tomo un Gancia, ¿me acompañas? le dijo.
Cortó un salamín, algunos cachos de provolon
acercó un par de vasos. Las “figazitas” estaban medio
gomosas. Con el cigarrillo en la boca Orlando escanció el
vermú, echó soda y le alcanzó el vaso a Marta. Ésta lo miró
fijamente; luego de pegarle un sorbo y agarrarse una feta de
salame lo encaró:
-¿En qué andás, Orlando? ¿Preparando un fato raro,
no? Estás demasiado amable para mi gusto.
-Otra vez con lo mismo; mirá que ya hablamos del
asunto muchas veces -le recordó él.
96
lo estaba esperando. Estacionó sobre Independencia y se
encaminó hacia el bar. Lo vió sentado en el fondo, tapado
por una columna. La cabeza parecía una antorcha olímpica y
sus ojos, en estado de alerta, observaban el movimiento del
bar. Se saludaron y fueron derecho al grano.
-Tu idea es buena, Orlando, pero tiene un punto flojo.
hay que “aguantar” el camión después de levantarlo: máximo
en media hora tiene que desaparecer de la ruta -sopló el
trombón de Rabanito.
-Si vos estás de acuerdo con mi proposición, tengo
también la precisa para después del aprete. Pero tenemos
que saber qué día y a qué hora sale con la carga. Sin ese
dato estamos jodidos -le dijo Orlando.
-Te lo bato ya mismo: el próximo lunes por la mañana
saca la carga de la aduana y a las nueve de la noche sale
para Córdoba. Alrededor de las dos de la matina va a andar
por Venado Tuerto. Nosotros tenemos que esperarlo allí en
la zona y pegar el manotazo ¿Qué te parece?
-Antes de Venado Tuerto no va a parar. Tampoco tiene
adónde. Yo te digo lo que vamos a hacer. -Bajó la voz hasta
convertirla en un susurro inaudible. Perico iba asintiendo. Ya
no preguntó más.
El Profe le sugirió a Perico que viajara hasta Venado
Tuerto en colectivo.
-Escuchame, Perico. Vos tomate el ómnibus de las
cuatro de la tarde: vas a llegar a las diez. Pero no te quedés
en el bar de la parada. Después de la Esso hay una fonda en
la que comen los camioneros. Sentate a morfar: yo voy a
llegar con el tacho entre diez y diez y media, ¿estamos?
-Entendeme, Orlando: si topamos una barrera de la yuta
me manyan y pierdo. Prefiero comerme el garrón
esperándote en el boliche, y no hocicar en la gayola. Sí,
mejor nos encontramos allá. Además, el que me dió el “dato”
quiere venir en yunta conmigo: ¿ a vos que te parece? le
preguntó Perico.
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-Por lo que me batiste del tipo, no me gusta. Decile
cualquier cosa pero no me lo traigás. ¡Borrálo! le advirtió el
Profe.
98
A las seis de la tarde del lunes el valiant, lustroso de un
negro betún, compadreaba por la Panamericana. Al pasar
Talar del Pacheco prendió la radio; Jorge Vidal dramatizaba
“Vieja Recova” y los fueyes y violines de Pugliese le
bordoneaban un fondo sentimental. Los ojos, agazapados en
la oscuridad y alertas, no perdían ningún detalle. A las nueve
dejó atrás Pergamino y metió “pata”. Cerca de Venado
Tuerto desaceleró. conocía a los bribones de la policía
santafesina. Ya tenía el rollito con los billetes entre los
dedos. Cuando lo paró la caminera y luego de las frases
consabidas Orlando le pasó el “paco” y siguió hasta la Esso,
ya fuera de Venado. A unos ciento cincuenta metros estaba
la fonda. Dejo el auto a un costado, lejos de los camio
Entró fichando a los comensales. Vió a Rabanito en un
costado, atacando un bife de chorizo bien jugoso. Con el
gorro de lana encasquetado sobre el bocho parecía un
caníbal disfrazado de Caperucita Roja.
99
hacia una YPF, entró, dejó el vehículo en la parte de atrás, y
los dos camioneros desaparecieron en el bodegón pegado a
la estación de servicio. El Profe paró a un costado de la ruta
y le explicó a Perico cómo llegar al aguantadero, diez
kilómetros antes de La Carlota. Eso por si se perdían d
vista.
-Esto es un regalo del cielo, Rabanito: yo pensé que
este gilastrón iba a parar en Venado. Pero ahora estamos
más cerca. menos joda en la ruta. Así tenemos tiempo de
amurarlo antes de que los choferes batan el asunto a la yuta.
Vos acercame al fondín y después que levante el bulto
veníte atrás mío. Chau, colorado.
Lo dejó en la ruta. Orlando se acercó al Ford; por azar
había unos cuantos peso pesados estacionados al tun tun.
Se subió al estribo, con el anzuelo destrabó el pestillo y se
sentó al volante. La primera ganzúa maestra que probó le
trajo buena suerte. Puso la primera y salió haciendo un
rodeo por detrás de la fonda. Al entrar en la ruta prendió
todas las luces y enfiló para el aguantadero que le “arregló”
el santafesino. La carga olía a tabaco y el aroma penetraba
por la ventanita. Con la zurda se dió un trémolo sobre el
cuore: el yeite en camino.
100
hay tierra laburada o cría de animales. Nosotros nos
volvemos con el valiant. Esto se nos complicó debute
batió el Profe.
-¿Es por el Falcón ese que venía detrás mío, no? Yo
también lo juné: los cornudos se acercaban y después
parecía que se iban a barajas. Yo ya estaba listo con los
fierros, Orlando, te dije que uno no puede saber lo que le
espera.
Metidos en la cintura del pantalón sobresalían las
culatas de dos revólveres bastantes macizos. El Profe no
exteriorizó ningún gesto, pero sus ojos irradiaban ondas
secas, frías y hostiles. La exhibición no le gustó nada. Ya se
lo iba a recordar.
El incidente con el Falcon les enmarañó el negocio.
Perico propuso seguir adelante pero el Profe le dijo que a
esa hora la yuta ya estaba alertada, que tenían que buscar
otra solución y olvidarse de ese vehículo. Pero si lo dejaba
abandonado perdían el negocio, porque a la mañana de
seguro lo encontraba la yuta. Tenían un par de horas para
hallar la solución.
-Yo sé lo podemos hacer: perdidos por perdidos, vamos
a jugarnos -dijo Orlando-. Estamos cerca de Alejo Ledesma.
Vamos para allí, subite al auto. no discutas, ¡dale!
Llegaron a la ruta y tomaron en dirección a La Carlota.
Al rato entraron en Alejo Ledesma; negros nubarrones
tapaban la luna y un chaparrón amistoso les tendió la mano.
En una loma pegada al caserío, vieron un Leyland con
la lona armada. El Profe le cuchicheó un par de frases y bajó
del valiant. Mientras Perico tomaba el volante, Orlando se
acercó al camión, dió una vuelta y comprobó que estaba
vacío. Tenía chapa de Santa Fé aunque estaban en
Córdoba. Encontró la puerta abierta; sonrió satisfecho y se
puso a trabajar. Levantó la tapa del motor, unió los cables y
uno vez dentro del Leyland puenteó la corriente. El motor
estaba frío y no arrancaba; pero al destrabar el freno de
mano el camión se deslizó loma abajo y enseguida comenzó
101
a roncar. Miró la hora: las dos y media. “Sólo pasó una hora,
todavía podemos salvar el yeite”, pensó.
Al divisar el final de la curva, que ya era como de la
familia, Orlando dobló hacia adentro. La lluvia castigaba a la
lona: como virtuosos bailarines zapateando un malambo
Divisó el bosquecillo y a duras penas columbró al valiant,
que venía esquivando charcos.
Con la barreta forzó las puertas traseras del Ford: el
Profe aculató los dos camiones y empezaron a trasegar la
carga. El frío les pasmó las manos aunque sudaban. El ritmo
del trabajo era enloquecedor Los dos parecían una cinta
transportadora pasada de revoluciones.
-Tenemos que jugarnos, colorado: vos seguime a mí,
pegado y sin perderme de vista. La yuta nos va a esperar en
La Carlota, pero nosotros los vamos a joder. Vamos a pasar
Venado Tuerto y Pergamino de costeleta, y luego bajamos
hacia Rojas, Salto: tenemos que llegar a Chacabuco por que
allá estamos arreglados, tengo un amigo. Y a lo mejor
podemos vender el muerto -le dijo Orlando.
102
-Buenos días, muchachos. Che, Orlando, vos me vas a
hacer agarrar un síncope. ¡A la cinco de la matina! Pucha
que sos exagerado. ¿Qué miércoles de apuro, tenías?
Bueno, desembuchá, ¿qué tenés? inquirió el tano.
-Escuchame, Enzo, tengo una papa lista para vos: un
camión cargado con cajas de fasos importados. Te vendo la
mercadería y el camión te lo dejo por chauchas porque no
está “preparado” ¿qué te batís? Tenés que decidirte ahora
mismo; lo vamos a ver ahora, y si tu oferta es buena
cerramos trato: te quedás con la mercadería y el Leyland
propuso Orlando en un discurso de corrido.
El tano Enzo se relamió en silenció mientras guiñaba su
ojo a repetición. Perico pensó que el tipo los estaba
jodiendo: casi se rechifla.
-¿Y quien es el coso éste? preguntó señalando a
Rabanito, mientras iba a buscar la cafetera y algunos vasos
que hacía mucho tiempo que no veían detergente. Sirvió el
café y se quedó esperando.
-Me extraña, Enzo: ¿cómo se te puede ocurrir que voy a
venir con un gilún? Éste fue mi compañero de ranchada en
Caseros, un punto de muñeca, de los buenos. me extraña,
Enzo. -lo untó Orlando.
-Quiero ir a ver la mercadería: si vale te doy la pasta, y
si no llevatelá -le dijo Enzo.
Los tres se acomodaron en el rastrojero de Dogliatti. El
“comerciante” dió una vuelta larga antes de viajar hacia el
lugar. Bajó con una linterna, corrió la lona y ojeó el
cargamento caminando alrededor del Leyland. Después miró
el camión. Era casi nuevo. Se aproximó a los dos socios y
les hizo una oferta. Orlando lo contempló con su mirada
helada y penetrante, diciéndole con ira no disimulada:
-Pero vos querés culearnos, ¿nos ves jeta de gilunes?
Nosotros hacemos todo el laburo, arriesgamos el culo y vos
nos querés arreglar con chirolas? No cambiás más, tano.
Subí la oferta o nos piramos.
103
Volvieron a la oficina. Ya era de día, pero el cielo estaba
encapotado y una bruma remolona jugueteaba en las calles
de Chacabuco. Los tempraneros, con prisa de laburantes,
bostezaban el madrugón. La oficina de Enzo parecía una
heladera SIAM sintonizada en “extrafrío”.
Dogliatti dibujó una cifra en el anotador, con prolijidad y
esmero. Los dos socios se miraron y el Profe le dijo que esa
proposición no incluía el camión. El tano no se amilanó;
subió un poco más su oferta y les batió que ese era el último
precio. Agarraron viaje. Les dijo que iba a buscar la guita:
“Orlando no me acepta cheques”, le comentó a Perico con
una sonrisa. Y el guiño.
Salieron de Chacabuco después de las ocho de la
mañana. Las bocas ufanas como buzones; y los rostros,
cenizas pero radiantes, expresaban el alivio de la faena
cumplida a pesar de los contratiempos.
Perico se acomodó en el asiento, la cabeza girada hacia
la ventanilla. Los primeros esbozos del nuevo día se
esfumaban entre los pliegues cerrados de la niebla, que caía
cortante sobre el asfalto. Cuando el Profe alcanzó a ver la
barrera de la cana ya fué demasiado tarde. La bruma los
jodió bien debute..
Cuando les pidieron que se identifiquen, Rabanito les
dió el documento original. La yuta tenía la lista de capturas y
en el acto le dieron el manyamiento. “El Perico ese: ni viveza
tuvo para engrupir a los botones con un documento de
prestado”, pensó más tarde. Menos mal que el Profe enterró
la artillería en los fondos del depósito de Enzo y de la
revisión del auto no saltó nada. Pero también Orlando estaba
prontuariado. Los llevaron a San Andrés de Giles; incluso al
valiant. Un abogado malandra que le puso Marta sacó al
Profe en quince días, cerrándole el prontuario sin caratular.
Ducho y relacionado el leguleyo ese.
Le dieron la libertad desde la delegación de Luján. Marta
y el abogado lo estaban esperando. En el auto del abogado
viajaron hasta San Andrés de Giles. Después de un trámite y
104
el papelerío que iba y volvía, le devolvieron las pertenencias
y las llaves del valiant.
Orlando y Perico tenían el “espiche” conversado desde
antes de salir de Chacabuco. A Pedro Bonetti lo llevaron a
Buenos Aires. Se comió un garrón más largo que la avenida
Rivadavia. Pero el Profe le puso el mismo ave negra, que le
alivió el prontuario y lo sacó limpio como al año, a pesar de
que estaba pegado a una causa bien gorda.
Marta y Orlando llegaron a Mataderos después del
mediodía. El Profe metió el valiant dentro de la casa, y
aunque estaba lloviendo corrió el toldo del patio, pese a los
alaridos de Marta y las chicas. Se tiró debajo del auto y luego
de cortar el alambre que la sujetaba, sacó de arriba de la
junta del caño de escape una bolsa de papel estañado que
le dió el tano Enzo.
Llamó a la mujer, entraron en el dormitorio y el Profe
abrió la bolsa: un imponente paco deslumbró a la morocha.
Aunque no quiso, se rió como una gila provinciana, abrazó a
su hombre, y luego se largó a hipar. Orlando la miraba con
una sonrisa relajada. Le aclaró que la mitad era del amigo.
El robo de la carga de los fasos se convirtió en un
enigma, en “ser o no ser”; “estar o no estar”. A los fasos se
los tragó la tierra. Los tiras investigaban todos los datos,
todas las pistas. Pero los importados se habían esfumado o,
como lo contó Orlando con su risa contagiosa “Se hicieron
humo. como un truco de magia hecho por Mandrake”
105
6. El que roba a un ladrón.
106
“chomba”, de enorme que era, se mecía como una bandera
enroscada en su mástil.
107
Luego del intercambio de arrumacos, los Roig ocuparon sus
lugares y atacaron los vermichelis a la manteca, con más
parmesano que pasta.
Orlando preparó una “sangría” con Crespi, le metió el
jugo de un limón y una cascada de cubos de hielo. El calor
apretaba y el ventilador sólo espantaba a los mosquitos cara
rotas que andaban por el techo. Los más sádicos se
prendían a las piernas y las dos hijas empezaron a chillar
como pollitas histéricas. Marta encendió un Buda pero no
sirvió de mucho. El Profe, haciéndose el oso, alegó un
pretexto y salió de la casa. Al rato estaba viajando por la
Hipólito Yrigoyen en dirección a Turdera.
Mucha gente de vacaciones en febrero. El tránsito era
fluido, y los semáforos les hacían guiños a los conductores
que pasaban en rojo.
Cruzó las vías del tren y enseguida tomó ha
derecha. Vió a lo lejos los rectángulos fosforecentes de la
fábrica. Estacionó el valiant y fue caminando hacia ellos.No
pudo acercarse: esparcidos a unos ciento cincuenta metros
de la edificación estaban los desperdicios. Extrajo una
linternita y alumbró; se acuclilló y recogió un trozo en forma
de ele. Era aluminio y por los alrededores había cualquier
cantidad de lomas de aluminio. Se internó unos diez metros
y le llamaron la atención unos caños. Levantó uno; dedujo
que era cobre. Vió pilas y pilas de esos cañitos en medidas
de treinta a cuarenta centímetros. No necesitó más. Ahora
venía la consulta con Elbio el Lechuga. Se metió en el auto
mientras un alegre trémolo sobre la zurda le recordó que
hacía ya un par de minutos que no fumaba. Volvió a su casa.
Marta lo estaba esperando medio dormida. Esa noche la
leona no estaba para convites sensuales.
108
meresunda”, filosofaba Orlando. Ese paso no le resultaba
muy complicado. Tomaba el café, pitaba, y se daba la
rascadita revoleando los dedos sobre el costado izquierdo.
La venta era su problema. Los malandrines que él conocía
se dedicaban al desarme. Pensó en Lechuga.
Se acostó al lado de Marta. La cabellera oscura de la
mujer contrastaba con la blanca almohada. La brisa le
provocaba un manso placer. Una frescura reparante envolv
también al Profe. Contempló a su mujer. La mirada de águila
bravía se fue enterneciendo. Parecía un gato inofensivo,
disponiéndose a cortejar a una puma hembra peligrosa,
extraviada en la jungla. Su ternura fue muy fugaz: Orlando
no era hombre de mimos.
Se durmió. Una pesadilla le arrasó la noche y al
despertarse no quiso rememorarla. “Que no joda, que se
raje”, murmuró pegando un manotazo. Se levantó y empezó
a telefonear.
Recurrió a sus compinches tratando de obtener la
dirección de Lechuga. La morocha oyó palabras sueltas
desde el lecho. Le bastó para captar: Orlando comenzaba
una nueva ronda.
-Qué bien que te levantaste, Marta. tengo que salir para
chamuyar con alguien -le dijo.
-¿Es para buscar trabajo, Orlando? ¡Ah, me parece
bárbaro! le insinuó Marta con sorna.
109
elucubrando los negocios más inverosímiles, que siempre
tenían algún viso de ser posibles. Hasta que recibía un
adelanto y se hacían humo, él y el negocio, puras prome
de guita fácil. Generalmente, emperifollaba a gilunes
codiciosos y avaros, cuya ambición inescrupulosa los
tumbaba en las redes tejidas por Lechuga. Los tiras de
“defraudaciones” lo tenían remanyado. Después que le sopló
los “ahorros” a un oficial inspector de la jefatura de La Plata,
recibió unas palizas de órdago.
Hacía un par de años que se dedicaba a la compra y
reventa de residuos industriales, metales, textiles y plásticos.
Tenía reducidores, medio en ley y medio del otro lado. Esa
era la razón por la cual el Profe decidió recurrir a Lechuga.
Lo esperó en la puerta de calle. Fueron hasta Belgrano
y entraron en un bar. No paraba de hablar. Empezaron con
café y Bols: el Profe no tuvo más remedio que seguirle el
tren. Le explicó el yeite a Lechuga y le preguntó todo lo
concerniente al mercado de la reventa.. El Profe no le dijo de
donde venía el fato, aunque Lechuga intentó sonsacarle
datos.
-No tengo problema en venderte la “fatura”, pero me
tenés que dar la cuarta parte. Y otra cosa: después de
cargar el camión yo se lo llevo al comprador: el tipo sólo trata
conmigo, Orlando -le dijo.
-¡¡Qué carajo pasa, Lechuga! ¿Tengo que probarte
algo? le dijo el Profe mirándolo fiero y resentido.
-Pero entendeme, viejo, ¡no soy yo! El que compra se
cubre, ¿cachás lo que te bato?
Una nueva ronda de ginebra atemperó los ánimos y
finalmente arreglaron los detalles. Los ojos de Lechuga se
veían como círculos rojos y en el centro dos pequeñas
aceitunas verdes. De tanto en tanto lo ahogaba una tos
escabrosa y enfisemática, mientras el rostro se empurpuraba
y unas lágrimas solitarias le bajaban de los ojos. Orlando
prometió tenerlo al tanto de las novedades y enfiló hacia
110
Turdera. Quería conocer el terreno de día, ver las calles, las
viviendas y los “rajes” posibles.
111
carajo me lo tuve que encontrar al “Cinco ‘e gofio” ese”,
pensó. “Seguí en la tuya, arreglate solo, Orlando. Para qué
carajo te metés en fatos que no sabés como mierda van a
terminar: Lechuga, Cinco e’ gofio, reducidores que no
baten ni medio, ¡rajá, abrite que estás a tiempo!”. Salió
dispuesto a cancelar todo.
Entró en la cocina. La mujer le cebó unos mates y
cambiaron algunas palabras.
-A vos te pasa algo, Orlando, ¿no me querés contar? le
dijo Marta con mucha prudencia.
-Tengo algo en vista pero no me gusta. No sé, voy a
carburarlo -le dijo el Profe
Se quedó en la casa hasta la medianoche. El calor lo
envainaba con un sudor espeso; eran como pegajosos
coágulos de alquitrán. Se duchó de raje y rumbeó con el
valiant hacia Lugano. Iba por Cosquín; antes de llegar a
Tabaré advirtió el Volvo. La grúa, proyectada por el trasluz
fantasmal que le daba la luna, parecía la torreta de un
tanque de guerra en una espectral imagen fotográfica,
cincelada en blancos y negros puros, definidos y acabados.
No había gente. El silencio parecía una pausa
conspirativa. Las tinieblas se hallaban trepadas sobre las
paredes, difuminadas como sombras chinescas. Estacionó
más adelante y se fue acercando al urso. Probó las puertas
con suavidad y destreza: nada. Estaban cerradas con una
hermeticidad enfermiza. Iba a tener que levantarlo. “Para un
corno”, pensó con rabia.
Tenía que avisarle a Lechuga: lo iba a escurrir a la
noche siguiente. Se tremoleó el cuore. El cigarrillo le
pistoneaba entre los labios y la cólera fue cediendo. Inició la
retirada caminando con sus piernas combadas. Contempló
al Volvo con ternura: fue como una terapia “al paso”. Pegado
al mionca, se olvidó de la chatarra, de Lechuga y de ind
mais.
Hizo varias llamadas a los viejos compinches; se
interesó por el precio de metales y quiso saber si conocían
112
algún fierrero de ley. A la postre se convenció de que la
cotización de Elvio “Lechuga” estaba en la precisa. Pero no
le gustó un pito eso de darle la mercadería.
El bocho del Profe carburaba en “primera”. Casi desiste.
De pronto se le ocurrió una salida. Se comunicó con un
antiguo compinche, Antonio, el “Cabezón”. Antonio, o
también Tonio, era un tipo sin muchas luces pero leal y
firme, en las buenas o las otras.
Se encontraron en Boedo y México, en un bodegón que
se caía de jovato. Tonio se emparvó con un par de moscatos
bien fríos. Orlando le explicó el yeite y le habló de Lechuga.
-Mirá Orlando, este Elvio está regalado: tené cuidado
porque oí chamuyos de algunas hocicadas -le advirtió Tonio,
mientras se empalmaba el tercer moscato relamiéndose de
gusto.
-Yo te bato la justa: te venís conmigo. vos con tu Gordini
y después hacés el laburo, ¿te parece bien, Cabezón? Mirá
que confío en vos -le aseguró el Profe.
113
Dispararon hacia Turdera. Orlando viajaba por calles
segundonas, sin lustre, porque lo importante para él era
eludir toda posibilidad de toparse con barreras de la cana.
Entró en la Hipólito Yrigoyen, pocas cuadras antes de cruzar
las vías del tren. El calor los asaba, como a un espiedo bien
adobado. Orlando y Elvio sudaban, y el olor ácido los
impregnó. Pasaron las vías medio chuecas y penetraron en
la oscuridad pantanosa de la noche. Contemplaron los
ventanales de la fábrica. Parecían rectángulos refulgentes de
un planeta inmóvil y lejano.
Algunos vecinos, sentados en las puertas de sus casas,
se apantallaban con diarios viejos y cartones que,
seguramente, empleaban para avivar el fuego del asadito.
-Escuchame, Lechuga, no tenemos tiempo y no pienso
volver más tarde o mañana: tenemos que hacerlo ahora
mismo. Acercate a esa gente y chamuyátelos: deciles que
nosotros venimos a cargar los deshechos porque mañana
hay una inspección de limpieza. Vendeles cualquier fato,
Elvio, y yo mientras tanto cargo todo lo que puedo -le dijo el
Profe en un susurro maratónico.
Lechuga fue a embadurnar a los vecinos con su
cháchara. Orlando lo veía gesticular mientras la grúa del
Volvo cargaba los metales. Alguien, incluso, le alcanzó un
vaso con algo: “¿Grapa o agua?”, se preguntó el Profe
mientras el guinche no descansaba.
Terminó su faena. Lechuga llegaba en ese momento. Le
narró al Profe como envolvió a los gilunes, y partieron. Por el
retrovisor vio seguirlos al Simca Gordini del Cabezón. Sonrió
satisfecho. Estaba convencido de que todo iba según lo
planeado.
114
matina. Una brisa repentina dispersó el aire caliente. Don
Cosme, el viejo trompa del boliche, le sirvió una ginebra con
hielo y le trajo una jarrita con agua helada. La cancha de
bochas, desierta, roncaba suavemente. Un par de
parroquianos veteranos fumaba en silencio, en tanto la
canícula decidió no dar tregua. Orlando le murmuró algunas
palabras al dueño. Sus ojos señalaron el teléfono y
enseguida regresó a la mesa.
Alrededor de las cuatro se escuchó el timbre del
teléfono, uno de esos antiguos aparatos con horquilla, listos
para el museo.
-Orlando, es para vos, un tal Tonio. -le dijo don Cosme.
Tomó el tubo, escuchó en silencio y asentía, mientras
los ojos aguileños se le iban ajustando igual que un tragaluz.
Colgó, pagó su cuenta y se fue.
Un taxi oportuno lo dejó en Belgrano. Al rato vió al
Simca de Antuña. Fue a su encuentro y le dijo que doble por
Castro Barros. Frente a la casa de Lechuga estaban la mujer
y el pibe, con dos pedazos de baúles. Un fresco agradable
quebraba la pesadez. El auto se detuvo discretamente en la
vereda de enfrente y el Cabezón se escurrió en un zaguán.
El Profe se ovilló cuanto pudo relojeando por el retrovisor y el
espejo de la puerta. Después de un buen rato fue
acercándose el Volvo. Se detuvo un momento, y sin bajarse,
Lechuga cambió algunas palabras con la mujer y luego
siguió viaje. Orlando esperó a Tonio y siguieron al camión.
Lechuga lo estacionó pasando Venezuela. Empezó a
caminar hacia Don Bosco. Tonio, como una flecha, salió del
coche, rodeó con su largo brazo el cuello de Lechuga, y
empezó a apretarlo con fuerza. Orlando bajó del auto. Sin
apuro. Miró a Lechuga con frialdad de morgue. Como
dándole la extremaunción. Elvio temblequeaba; se meó en
los pantalones y ronroneaba con la garganta apretada por el
abrazo “pico de loro” del Cabezón. Ya estaba medio violeta y
sollozaba. Parecía una hiena en estado de trance final.
115
-¿Se iban de paseo, Lechuga? ¿Te olvidaste de que
tenías un encuentro conmigo? ¿Y qué pasó con la biyuya?
¿La perdiste en el camino?.Ahora dame el vento, dámelo.
Sos una rata de albañal, un curda mal parido.¡El vento! le
dijo el Profe mientras le daba un cachetazo de lujo.
El cabezón le aflojó la presión. Lechuga empezó a sacar
manojos de billetes de los cuatro bolsillos del lompa. El olor a
ginebra volteaba y sus gemidos no generaron la lástima del
Profe. Éste guardó los billetes mientras le hacía un guiño a
Tonio, que con un par de trompadas lo tumbó. Orlando y el
Cabezón se fueron mientras el Volvo quedó varado en
Castro Barros.
-Me da lo mismo dejarlo aquí o abandonarlo en el
obelisco -le dijo Orlando a su amigo.
-Es un flojo este Lechuga, Orlando. Tiene la carne fofa:
está podrido y regalado. Te juro que daba lástima pero lo
fajé sin asco, ¿no te dije yo que la muchachada comenta?
dijo Tonio.
-El hijo de puta este tenía todo preparado para rajarse
con la mujer: ella y el pibe estaban amurados con las valijas,
esperándolo. Seguro que cerró la sapie con cadena y
candado. Conozco a esta clase de bosta de gayola: es carne
podrida -le aseguró Orlando.
Le dió a Tonio la parte que iba a recibir Lechuga,
advirtiéndole que no se hiciera ver por unos días y que no se
diera carpeta con los amigos.
-Olvidate del fato, escuchá lo que te bato. Mira que hay
muchos buchones en el gremio. Chau, Cabezón, ¡te
portaste! le aseguró el Profe.
116
-Che Orlando, te hiciste humo. No volví a verte por el
barrio. Y.: ¿pensaste en el negocito que te propuse?
-Mirá, pibe, no es para mí. Es muy jodido. No, no lo
puedo hacer. Buscate a alguien más piola que yo; y que
tengas mucha suerte. ¿Tomás algo, Cinco ‘e Gofio? Dale,
que invito yo. ¿que te pedís? le ofreció Orlando
117
“levantador” de mirada aguileña, las piernas combadas, el
pucho colgado de los labios y los trémolos sobre el bobo ha
desaparecido, aunque todos los veteranos del oficio lo
recuerdan como a uno de los más grandes, un auténtico
profesor del levante, ojo clínico, prolijo e infalible, sin fierros.
De una clase que desapareció del mapa •
118
La cuenta impaga
119
La visión de mis relatos es antitriunfalista, con
personajes de carne y miedo, imbuídos de heroísmo,
llanto, delirio y tragedia, arrojados irresponsablemente
a la aventura de una muerte atroz, anónima y solitaria,
o víctimas del funesto plan de represión diseñado por
la inteligencia militar y ejecutado en gran medida por
los infiltrados de los servicios vestidos con ropaje
activista.
Cada uno de estos relatos ha sido para mí un desgarro
muy profundo. Como “La Huída”, que recrea mi
experiencia personal; el joven militante de “Madre
Orga”, que deambula entre el miedo físico, el temor a
la muerte, y el sentimiento de culpa que le generaban
los compañeros caídos; el pequeño botija uruguayo (“Y
entonces vinieron esos hombres”), víctima del horror e
inocente de toda inocencia; los dos viejos de “La
sospecha”, lastimados por los fariseos del martirologio
sacralizado, porque el hijo (“.un pendejo de 17 años”)
no pudo soportar los tormentos que le infligieron sus
victimarios; el cinismo oportunista de ese profesor que
se montó en la gratuidad trepadora del escalaf
social, pisoteando a los centenares de colegas
perseguidos, exiliados o muertos, e incapaz de
brindarle a su mujer “Tan sólo una flor”. Y finalmente
está Euzkadi Baztarrica, el Vasco huraño de “El
Ajuste”, que perdió a su hermano y renegó de la fe
militarista, que tiene desaparecida a esa novia
adolescente con la cual pateaba piedritas en la
antológica plaza Irlanda de Caballito, que afronta un
destierro que los años han convertido en voluntario y
desgarrador al mismo tiempo, porque su vida
transitaba en los páramos de la nostalgia partida por
un navajazo que le hurtó tantas mañanas y noches,
extrañado de su mundo cotidiano; arrojado de su
cultura a las fauces de la adversidad. Fingía una
aclimatación que le curtía el epitelio, pero un lacerante
120
desgarro penetraba en su profunda soledad, en su ser
más íntimo, desgajado de los amigos, la música y los
aromas de su ciudad,. Y de la poesía y el policromo
sabor de una urbe que ya no sería jamás la misma.
Que sentía como suya, desoladoramente propia; y sin
embargo extraña, inmisericorde y lejana. Ese Vasco,
gladiador solitario que pretendió redimir a los muertos,
a los torturados, a los hijos sin padres, a los padres sin
hijos, a las abuelas y abuelos que han perdido a sus
nietos, no importa si su ajuste solitario es válido, si
trasciende o no. Porque esas balas que le
“atravesaron” la vida a uno de los asesinos, es todo un
símbolo y genera un comprensible bienestar. Porque
asesinos como esos no merecen disfrutar las tibiezas
de la vida cotidiana.
Los relatos no buscan adhesiones o aplausos: tan s
compartir un momento de dolor con la gente que vivi
la tragedia latinoamericana. Pero quise hacerlo sin
máscaras ni falsedades. Rescatando a las víctimas,
pero sin dejar de condenar a aquellos que pensaron en
el acto revolucionario como una misión de delirio y
muerte, o denunciar a los Firmenich y su guardia
pretoriana, primos hermanos y compinches de Videla,
Massera, Suárez Mason, Menéndez, Bussi y toda la
carroña militar que ha sobrevivido gracias a los
políticos, que han querido cerrar, sin honra, el nefando
período que comenzó con López Rega (gracias al acto
senil y final del Viejo). Sé muy bien que mi auto de fe
no es atractivo ni triunfalista, ni va a concitar las
simpatías de los delirantes, o los que desenfundan el
dedo fácil de la crítica tóxica. No procuro complacer a
nadie. Odio las medias tintas. En esta época sin
principios puedo asegurar que éstos, los principios, y
una conducta limpia, son mis únicos bienes. Me
alcanzan y sobran •
Andrés Aldao • junio 10, 1998
121
LA HUÍDA
122
Él los ve: no vacila. Llega al patiecito de su casa y se
desliza hacia la vivienda de abajo. El vecino le pide que se
vaya. que no lo comprometa. Abelardo atraviesa el largo
pasillo, sale, y sin pensarlo corre y corre, jadea y jadea, llega
a la esquina, dobla y escucha el chirrido de los frenos, los
gritos de la patota, y los disparos. esos mensajes agoreros
de sombra y muerte.
123
Madre Orga
124
Se incorporó con violencia mientras la transpiraci
empapaba el rostro sin afeitar. Las ojeras, aviesas y oscuras,
no se compadecían de su juventud. Reconstruyó el sueño:
“Truculento y tan vívido”, pensó, mientras se pasaba la mano
por la mejilla.
La preocupación le inundó los pensamientos. Fue in
ya no pudo remontarse a otra cosa y la figura de la sombra
convertida en un guiñapo sin vida retornó con punzante
nitidez. Se estremeció.
Con gesto exasperado se lavó la cara. Tenía que ir al
empleo pero esa pesadilla le arrasó el humor. Salió apurado
y alcanzó a treparse al colectivo. Contempló a los pasajeros
buscando una figura que encajara en el molde arcano de su
visión.
Rastreó las causas que generaron ese sueño tan
cercano a la memoria de sus noches pretéritas, recientes.
Percibió el miedo. Como una realidad suya, enteramente
propia y profunda. Reprodujo entonces en su mente las
escenas que supuso ver desde ese umbral onírico, unien
imagen tras imagen. Como un rompecabezas, o los vidrios
esparcidos de un espejo roto, que lograba recomponer en un
todo homogéneo, hasta que el eco de los disparos
fragmentaba nuevamente la imagen en innumerables
partículas salpicadas de sangre.
Casi se pasó. Bajó apurado y llegó a la oficina a tiempo
para firmar la entrada. Los otros empleados lo miraron con
curiosidad. Él no tenía ánimos para enhebrar coloquios
estúpidos acerca del tiempo o el fútbol. Se abroquel
escritorio e inició su labor cotidiana. Se puso a examinar
bocetos de tapas para libros próximos a aparecer. Su mente
navegaba. Retrocedió tercamente a la esquina de barrio que
vio en su sueño, a los ladrillos rugosos cuyos resaltes
picaneaban al hombre convertido en sombra. Su mirada se
extraviaba en algún punto infinito que cruzaba el espacio,
más allá de este universo que se le antojó cruel y conflictivo.
125
La tarea devino en una sensación fastidiosa, como si
estuviera sentado en un cepo que lo mantenía maniatado a
la silla.
Alguien le dijo que en receptoría habían dejado una nota
para él. Se sobresaltó pero fue a recogerla:
«Estate a la hora convenida; hoy tenés el solo de
trombón. Traélo. Pepi», leyó en silencio.
Fue al lavatorio, rompió la nota y la quemó en el inodoro.
Lo invadió la angustia; como un rubor insolente que tiñe las
mejillas y no pide permiso. Pensó en el «Yorugua» Walter y
en el Negro. «Cayeron con honor y valentía cumpliendo una
tarea revolucionaria», recuerda haber leído en el bolet
la Orga. Lacónico y conciso, pero desajustándose de la otra
verdad, más triste, menos heroica, mucho más simple,
insulsa y terrible.
Él sabía que esos cumpas, y otros que no volvió
cayeron en acciones cuestionadas por irresponsables e
improvisadas. Los rumores, que fisuraban la presunta
hermeticidad de la Orga, se filtraron por canales dudosos y
anclaron en su ánimo, ya percudido.
Al pensar en el compartimento se ofuscó. como si
alguien le hubiese restallado un látigo en los oídos. Cerr
ojos y sintió que un sudor helado descendía desde sus
sienes y la frente; lo percibió como hilos de sangre que se
iban coagulando. Pretextó una indisposición y abandon
oficina. En un teléfono público habló con la madre. Hac
de tres meses que no la veía: desde que alguien que
conocía cayó en una inexplicable emboscada.
126
heroicidad de los combatientes, artífices de las victorias
populares: «La Orga ya es parte de los sentimientos del
pueblo», le recordaban sin darle resuello. Descreía. Dudaba
angustiándose, agonizando con esa implacable sensaci
culpa que lo mortificaba, que le usurpaba espacios vitales de
sus sentimientos.
Se confesó el miedo a la muerte. Y luego cuestion
que sentía: «¿Porqué esta caída en el derrotismo pequeño
burgués?». Sollozó sin pudor en la soledad de su cuarto gris,
que de pronto se le antojó una celda, un féretro que le
farfullaba maliciosamente un final no invocado. Que
rechazaba, porque aún no había conocido la cara feliz de la
existencia. Porque amaba lo que no le fue dado disfrutar.
Vivía desplazándose en un laberinto lóbrego, temeroso
de las celadas que lo acechaban y que, sin duda, pod
segregarlo de esta vida a la que se aferraba
desesperadamente. Se percibía abyecto cuando dudaba de
la Orga. Era como andar sobre el reverso crujiente de la
felonía: «¿Qué me pasa?», interrogó acongojado a su
conciencia. Luego se durmió.
Al despertar se sintió más tranquilo. Asumió su miedo
como una sensación natural. Creyó haber dominado sus
aprensiones, convenciéndose de que lo importante era dar la
batalla contra los enemigos.
127
«Pum, pum, pum!». Los estampidos que le pareció
escuchar, lacónicos, terminantes, lo devolvieron a la vida. Un
par de lágrimas le birlaron la fe mientras fantaseó
héroes de su infancia, a los prototipos de su reciente
adolescencia que le habían forjado mitos soberbios, seg
los cuales la vida, en esencia, era la aventura trascendental
de los humanos y había que vivirla a imagen y semejanza de
Búfalo Bill, Robin Hood, Sandokan, Scarface o Jesucristo.
Llegó la medianoche. Se vistió, recogió el pequeñ
e introdujo la pistola y tres cargadores. Verificó si llevaba los
documentos, le echó una mirada de simpatía al cuarto y
salió. Tomó el colectivo que lo llevaría al lugar. Estaba vac
como él. La memoria lo condujo al mensaje que recibi
mañana y entonces recordó la rúbrica: «Habíamos decidido
no poner nombres de guerra en las notas. ni la inicial
¿porqué carajo lo hicieron?» No quiso pensar.
128
asco mientras él cerraba los ojos aferrándose a su sueño,
descartado de una realidad que ya no le pertenecía •
129
La sospecha
130
Se contemplan buscando una respuesta que no se
atreven a insinuar. La imagen del hijo, que es la honra de
los dos viejos, se les boceta ahora sesgada y dudosa.
Recelan del futuro porque ellos no estarán para protegerlo.
Aunque ignoran de qué, porqué…
-La gente es mala, sabés? Me miran de reojo,
murmuran…
-No seas así, mujer, a vos te parece… ¿Qué cosas se
te ocurren?
- La cosa empezó desde aquellos días, viejo, desde
que salió: no nos engañemos…
-No empezó nada, carajo! Terminala, que nuestro hijo
no ha hecho nada malo… nada, ¿me oíste bien? Tenemos
que estar orgullosos de él.
Ofuscado, colérico, sale a la calle con el perro.
«¿Quiénes son los que hablan?» -piensa con amargura
son los mismos que decían: “Y. algo habrán hecho!”.
capos, los jefes? Viven tranquilos fuera del país mientras la
muchachada se juega el pellejo, y los que caen son
crucificados. Cómo le digo esto a la vieja, pobrecita.» El
pichicho lo tironea y el viejo empieza a caminar.
131
Y Entonces Entraron Esos Hombres
132
preparó «chivitos» y después nos mandó a dormir mam
nunca estaba cuando volvíamos de la escuela porque
trabajaba en lo de la señora Silvia y mi hermano nos
calentaba la comida y todos los días mamá preguntaba
¿comieron todo? ¿estaba rico el arrocito? y me acuerdo el
día ese que volvimos y mamá estaba en casa y le
preguntamos porqué no fue a trabajar y mamá nos dijo fuí
pero algo pasó en la casa de la señora Silvia porque
llena de policías y yo me asusté y volví para casa bueno
vengan a comer y esa noche nos fuimos a dormir temprano y
papá y mamá hablaron en voz baja parecían asustados y a
los ojos de mamá los vi llorosos y no me acuerdo m
entonces entraron esos hombres y rompieron los muebles y
le pegaron a mi papá y a mi mamá que gritaba no se porqu
«socorro, suéltenme por Dios!» la tiraron al suelo y la
pateaban y yo y mis hermanitos nos pusimos a llorar y se los
llevaron y no los vimos nunca más a mi mamá y a mi papi… y
después nos vino a buscar la abuela Sara y nos quedamos
con ella y yo ahora estoy aquí solo separado de mis
hermanitos y de mi abuela que a veces me viene a visitar
con Juancito que tiene unos bigotes como de hombre y Celia
con los labios pintados y tacos de señorita ellos est
grandes y yo no sé porqué me quedé chiquito y ellos no… s
siempre me acuerdo de mi mamá… y entonces entraron
esos hombres…•
133
Tan Solo Una Flor
134
suponías tu nivel, me lo dejaste a mí mientra
mariposeabas, hacías carrera, te «realizabas». Sos un cara
rota –le dijo elevando la voz una décima.
-Yo creo que esta conversación está demás. Nuestras
relaciones deben de ser sosegadas, sin nervios ni reproches.
¿Comprendés lo que te digo?
-¿Ahora querés reposo, calma, tranquilidad? Primero
hacete un examen profundo: analizá los actos de tu vida,
recordá la pérdida de nuestro hijo mientras vos participabas
en un “Seminario para una cultura nacional y cristiana”.
Eduardito agonizaba y vos estabas de jarana. ¿Quer
te deje tranquilo? ¡Olvidate! En todos esos años fu
adorno, el relleno de una fotografía de familia, la ama de
casa, la muchacha, cocinera, enfermera y planchadora
objetó con voz cascada.
135
-Desde cuando vos podés juzgar mi nivel, mis normas.
Pienso que estás metiéndote donde no debés. Y por otra
parte, nunca me insinuaste una crítica así, demoledora e
inmerecida.
-Es que no tuviste sensibilidad con la familia, con los
hijos, conmigo: siempre recitando verdades absolutas, sin
dejar lugar a la controversia, reprimiendo los sentimientos de
todos, como si se tratara de un pecado, cual una m
que trituraba las relaciones y el afecto. Un tipo de hielo.
-Es una opinión, Marta: hice lo que hice por el
bienestar de todos. No merezco reproches –arguyó.
Una trifulca de gatos hambrientos estalló en las
cercanías. Parecía una riña de bebés parloteando en un
extraño lenguaje. Se hizo un cortante silencio. Como la
pausa de un lacónico combate.
-Renuncié a mi carrera, a mis posibilidades -contin
ella-, por ayudarte. Me lo pediste con una voz tan gentil y
zalamera: “Hasta que me nombren profesor titular”, dijiste. Y
yo te creí. Luego fue para “afirmarte”, hacerte “de nombre”.
Nunca me viniste a dar cuentas; vos eras el “intelectual”, el
hombre de mundo, el “profesor” titular de la cátedra de los
mil demonios. –le dijo irritada.
-Había que mantener la casa, pagar la hipoteca,
costear los estudios de los hijos, ¿no te parece?
-¿Y yo? Nunca más mencionaste tu promesa; olvidaste
que también yo tenía derechos, que había estudiado y fu
una alumna que terminó la licenciatura de literatura con las
notas más altas, que mi monografía fue publicada y
mencionada en “El escarabajo de oro” –le recordó
angustiada.
-Nunca reclamaste nada. Pensé que estando en casa
eras feliz, que no te interesaba hacer una carrera. ¿Y tus
estudios? ¿Querés saber la verdad? Yo creí que vos
estudiabas para complacer a tus viejos –insinuó él.
-Sos un degenerado. No sé lo que me pas
tuviste mucha suerte. Me sometí vegetando bajo los pliegues
136
de tu gloria, me comprimí hasta reducirme a un cero
absoluto: cuanto más celebrada tu imagen personal m
anodina la mía, hasta que acabé marginada -protestó
dolorida
-Siempre estabas ocupada: que los chicos, que
reunión de padres, qué sé yo. Yo tenía una vida académica,
con sus deberes y compromisos y no podía renunciar a ellos.
137
-Te estás desollando, abriéndote viejas heridas para
nada. No entiendo el porqué -dijo él.
-Dejá de hacerte el estúpido. Cuando se produjo el
golpe militar te acomodaste, despreciaste los valores que
nos identificó al comienzo de nuestras vidas y sin los cuales,
es hora de recordártelo, jamás hubiésemos sido una pareja.
Vos y tus amigos.¡me dieron lástima y asco! Obraron como
posesos, al margen del mundo racional y despreciendo al
resto de los humanos.
-El mundo evolucionó y también mis ideas. Ya no
podía vivir más en ese clima de brutalidad sin tomar partido.
Tal vez no medí las consecuencias pero había que frenar la
violencia de los violentos. Tuve que elegir entre la anarquía o
el orden. Aposté por el orden que podían imponer los milicos
para construir un futuro con bienestar. –murmuró él con voz
fétida, ausente.
-Llamarte cínico es hacerte un elogio. Vos y tus
amigotes fueron cómplices de una infamia, de un sistema
aberrante en el que el crimen, la mentira y la barbarie eran
valores supremos: ¿Así que te inquietaba el futuro? ¿El
futuro de quién? ¡Pero por favor! ¡Dejate de joder!
Las palabras de Marta resonaron con ácida suavidad en
el silencio de la noche. Él se limitaba a escuchar, impasible,
como recibiendo una reprimenda repetida y fastidiosa. Luego
se hizo un silencio viscoso. La imagen de Marta se
desvaneció y el rincón quedó en penumbras.
138
encargada de llevarlo al médico y ahora me responsabiliza a
mí de su muerte. De todos modos, su verdadera madre fue
una subersiva: ¡Vaya a saber qué hubiera sido de é
futuro! ¡No la puedo entender!”. Finalmente se encogi
hombros.
Al día siguiente pasó por la florería del barrio y compr
jazmín de pétalos color marfil. Era una flor extra
aterciopelada y con una suave fragancia. Tomó el ómnibus y
bajó cerca del lugar en el que estaba Marta. Caminó
sendero mientras la cara del hombre no expresaba ninguna
emoción. Marchó un largo trecho hasta que reconoci
lugar.
Creyó percibir una angustia de años, como una piedra
áspera que le picaneaba suavemente el coraz
Aproximándose paso a paso, se arrodilló ante la tumba de su
mujer y mientras algunas lágrimas de compromiso ca
como granizo sobre el cemento frío y gris del sepulcro, dej
caer tan sólo una flor. Como para dejarla conforme. Luego
se marchó silbando una canción de moda •
139
El Ajuste
(Fragmento del “Diario de Viaje a Buenos Aires”, de
Euzkadi Baztarrica)
(viernes 16 de enero)
Salí de la estafeta con el sobre en la mano. El azul
desaliñado del cielo de Madrid y algunas nubes
desprolijamente despatarradas se proyectaron en el
vecindario de Fuencarral, que es donde tengo mi vivienda.
Me encaminé hacia ella sin prisa, aunque me intrigó saber a
título de qué Pelusa me mandó una carta expreso. La abrí
leyéndola con atención. Me mantuve impasible aunque la
lectura me transportó a un pasado que mantuve intacto en la
vigilia de la memoria. Un pasado cuyas cuentas muchos
pagaron con horror, tinieblas y muerte.
Decidí viajar a la Argentina, con la firmeza forjada por la
ira y el dolor de una herida aún abierta. El recuerdo me
tumbó el equilibrio; y la bronca, encerrada bajo siete llaves
en el cofre del ayer, comenzó a trastabillar hasta que la
percibí frente a mí, intacta, desafiándome, “mojándome la
oreja”. Esa ira, rencorosa y sólida como un edificio de
muchos pisos -uno por cada año perdido, quitado de mi
existencia- presentó «la cuenta». Había llegado el momento
de cobrarla.
(domingo 18 de enero)
Llevo veinte años viviendo en España. Tratando de
olvidar, intentando recordar. Rehaciendo mi vida de exiliado.
No es fácil. No quise volver en 1983: temí enfrentarme con el
pasado. Partido por los navajazos que me hurtaron tantas
mañanas y noches, extrañado de mi mundo y mi cultura,
soporté la adversidad del destierro. Parezcía aclimatado,
dichoso. Pero se trataba de una apariencia: es un desgarro
140
muy profundo vivir desgajado de los amigos, la mú
poesía, los recuerdos y la policromía cocolichera de Buenos
Aires, mi ciudad cuna. Que jamás será la misma. Aunque la
perciba mía, sé que es un espejismo, una ilusión, una
jugarreta melancólica para bobos.
(miércoles 28 de enero)
El Aeropuerto de Barajas parecía una pasarela colmada
de gente que iba y venía. Desde que resolví viajar a Buenos
Aires la nostalgia untó mis pensamientos. Pero no quise
recordar.
Antes de pasar la puerta de embarque hablé por teléfono
con Emilia, mi amiga. Le expliqué que viajaba a la Argentina,
que debía hacer allí algo importante. Finalmente lleg
hora. Unos minutos antes de medianoche el avión despeg
Cerré los ojos y me entretuve con mis fantasías: imaginé ser
un buen ciudadano que regresaba al terruño para visitar la
familia y a los viejos compinches del vecindario; jugar incluso
un partidito de bochas, algún truco ruidoso, ir a ver a los
“verdolagas” de Ferro. Con mi aspecto bonachón, quería
aparecer como un argentino que fue a hacerse la Am
España y ahora retornaba a la patria como triunfador,
arrogante y generoso. Dos décadas atrás había hecho el
camino inverso y nunca volví. En tanto pergeñaba esas
estupideces me quedé dormido. Mientras tanto, el Boeing
cruzaba el Atlántico.
141
jueves 29 de enero, por la tarde)
Dejé la maleta en el cuarto del hotel. Caminando llegué
hasta Maipú y Corrientes. En el antiguo boliche de “Su
tomé un café con una ginebra. ¡Cuántos años, por Dios! En
las cartas que cruzaba con antiguos compinches les
explicaba que el único sistema para sobrevivir en el exilio era
congelar el “cuore” y dejar los sentimientos, como la guitarra
del tango, “colgados en el ropero”.
No pude resistir la tentación: en el primer quiosco compré
un atado de Particulares. Aspirar el humo del tabaco negro
fue como haber regresado al barrio, a las esquinas que me
esperaron en vano, a las veredas y los recuerdos replegados
en un sueño remoto, en la visión terca de un mundo que
sabía perdido. Me conmoví tanto que imaginé a los
fantasmas y duendes del viejo barrio diciéndome al o
“¿Dónde estabas, che pibe? ¡Cuánto que tardaste, hermano
142
abrazamos: el Flaco me dejó en la palma un papel y me
entregó el paquete.
Lo ví alejarse: fue como perder el pasado una vez m
a pesar de la angustia, me sonreí al contemplar la marcha
peculiar de este querido amigo al que el viento empujaba
como a una pelusa; “igual que a las hojas caídas de la Plaza
Irlanda”, encorvado y más ligero que la ligereza.
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suave, apacible y tibio. La percibí a mi lado: era como si
hubiese recobrado, en ese fugaz instante, la tibieza de
aquella novia inolvidable, rastreando la tersura de su piel
quinceañera, hurgando nuevamente con temor virginal en los
misterios que mis sueños no podían revelar, los dedos
haciendo escalas apacibles y tiernas en las teclas sedosas
de su pubis. Y ella, resistiéndose, se debatía entre el deleite
de sus sentidos y el miedo a un peligro que no conoc
la perturbaba. Hasta que se rindió abrazándome con el
frenesí de quien muerde por primera vez un fruto
desconocido. Fundidos en el éxtasis efímero de la primera
vez, habíamos sellado entonces la quimera de aquel primer
amor de barrio, ajenos al anticuado plafond moral de los
mayores. Las lágrimas me trajeron paz. pero me incorporé
con furia y astillé los recuerdos martillando sin piedad los
nudillos de mis manos. Luego me quedé dormido. Con la
rabia latiéndome en las sienes y el odio impregnando mi
sangre.
144
extraña, forastera, como si estuviese dentro de una pesadilla
que me deshilachaba dejándome desnudo.
145
entraron en un restorán. Estudié sus facciones y las grabé
ovillándolas en mi retina. Habían pasado veinte años. Luego
regresé a la casa de mi tía.
146
Llegué a la zona industrial de San Martín siguiendo las
sugerencias de Pelusa. Dí vueltas durante un buen rato. En
una gomería pregunté si no sabían de algún galpón vacío
para alquilar: no sabían. Continué la búsqueda y de pronto
observé un taller abandonado en un paraje que consideré
apropiado, incluso en pleno día. Dí algunas vueltas, estudié
el movimiento de las calles aledañas y la soledad del
lugar.Decidí que era ideal. Ahora iba a tratar de convencer al
tipo de que nos encontráramos en horas del atardecer. Volví
a la casa de la tía Sofía y en el camino compré una botella
de vino blanco, un arrollado de coco y algunas otras
vituallas. En una florería de Gaona hice preparar un ramo de
violetas y al llegar a la casa de la calle Pujol abracé a mi t
le obsequié las flores. Pese a todo, me sentía feliz.
147
Este fin de semana procuré ordenar mis ideas, completar
todos los detalles de mi trabajo, descansar y dedicarle parte
de mi tiempo a esa mujer excepcional que, seguramente, ya
no vería nunca más. Leí los diarios del domingo, me puse al
día con los vericuetos de la política y la cultura. Ayer sábado
recorrí las casas de música y algunas librerías. Compré
libros que me interesaban, como «Santa Evita» y «La novela
de Perón», «El presidente que no fue», y «De Senectute” de
Norberto Bobbio; compactos CD que no hallé en Madrid, y
algunos obsequios para los amigos que tengo en España. A
mi amiga Emilia le llevo un abrigo de cuero. espero que le
agrade. Todos estos preparativos, naturalmente, tienen un
punto clave: que mi tarea culmine con éxito. Dentro de un
rato voy a ir al cine a ver una película que me recomendaron:
“Tocando el viento”. Mañana ha de ser el día elegido. O
nunca más.
148
uno a uno, como la voracidad que está por saciarse y se
posterga deliberadamente en un acto de voluptuosidad.
Esbocé una sonrisa mientras el tipo jadeaba. sus ojos
miopes se habían replegado y todo él se tensó percibiendo,
acaso, una acechanza imprecisa, amorfa, que revoloteaba a
su lado embozada, tenue e implacable.
No había un alma. Sólo la brisa caliente y viscosa.
Cuando detuvo el auto y bajó, me miró con una mueca
impredecible. Fue la imagen postrera de Alaniz, porque cinco
balas de mi pistola le atravesaron la vida. El rostro del tipo se
tiñó de púrpura, los ojos y la lengua giraron sobre el eje
imaginario de una muerte real, simple y absoluta. En unos
segundos culminó la ceremonia. Limpié los lugares en los
que pude haber dejado huellas, observé los alrededores y
finalmente, conduciendo el auto de Alaniz, me dirigí a la
estación San Martín dejándolo estacionado en una calle
lateral.
Llegué a la casa de la tía, cenamos y nos quedamos
hablando hasta el amanecer. Luego me marché en un taxi.
Llegué a Ezeiza a las siete y al rato abordé el Boeing..
149
(viernes santo, 10 de abril, por la noche en mi casa
madrileña)
Han pasado dos meses desde que ocurrieron los hechos
narrados en este diario. Es indudable que una razón debe
explicar y justificar las causas de ese juicio sumario en un
descampado de San Martín. No quiero entrar en un debate
moral: el condenado a muerte fue uno de los asesinos que
entre 1973 y 1983 formó parte de los escuadrones de la
muerte. Por supuesto, en este caso particular tuve un motivo
personal y doloroso que nunca va a cicatrizarse.
150
nunca podríamos olvidar. Pegado al tipo ese advertí al
nuevo “cumpa” que mandó la “orga”. Sentí que todo se me
desmoronaba. “Fue una tarde, como fueron otras tardes”.
Una tragedia más entre tantas otras que ocurrieron en la
década sangrienta. Nunca me resigné a la muerte de mi
hermano, la de Estela y la de muchos otros jóvenes que no
conocí y que cayeron en celadas semejantes. Nunca
perdoné a los irresponsables que, con frenesí banal y
exitista, reclutaban a tiras enviados a perforar la orga y
delatar a la gente.
Solitario, descreído de la dirección, prófugo, de cuclillas
en la clandestinidad, me perdí en la incógnita del exilio
prometiéndome volver algún día. Volver y cerrar el capítulo
151
Alfonsín y Menem les tiraron la cuerda del perdón y la
aministía. Entonces me dijo esa frase que me dejó
pensando: “¿Y quién determinó qué justicia debe juzgarlos,
condenarlos y ajusticiarlos? ¿Nosotros quedamos al
margen? Fuimos los torturados, los muertos, los
desaparecidos. los hijos que se quedaron sin sus padres y
los padres que perdieron a sus hijos. ¿De qué ética y justicia
me hablan, de cuáles escrúpulos? ¿Qué justicia, qué etica,
qué escrúpulos tuvieron esos asesinos que todavía están
entre nosotros? ”. Contemplé esos ojos cansados, de a ratos
tristes, testigos de los actos de barbarie cometidos por los
militares, rufianes de la patria. Luego nos abrazamos
conmovidos. Como dos sobrevivientes que no olvidan.
152
ACERCA DEL AUTOR
153
Breve compendio de palabras del
lunfardo, el “vesre” y la jerga “marginal”
154
la presencia de un policía
Espichar: Morir
Espiro; Espiante: Escape
Esquenún: Vago
Enyetado: Que tiene “yeta” (mala suerte)
Falopa: Mercadería de mala calidad/ Droga
Fato: Un asunto
Feza: Individuo pesado que quiere pasarse de listo, o
inadvertido
Funyi: Sombrero de hombre
Garrón: Cárcel (“comerse” un garrón)
Garpar: Pagar
Gil, Gilunes: Tonto/ Bobos (o “hacerse el gil”)
Gayola: Presidio
Jermu: Mujer
Jeta: Cara
Jovato: Viejo/ Envejecido (personas)
Levantar: Hurto de vehículos
Manyar; Manyamiento: Señalarle alguien a la policía
Mionca: Camión
Mishiadura: Miseria
Mollera: Sesos
Morlacos: Dinero
Ortiva: Alcahuete
Pelandruna: Vaga, pícara/ Pobretona
Pifiar: Errar
Pirar: Escapar
Posta: Dato seguro, verdadero (saber de posta)
Ranchada: Presos que comparten los paquetes de comida
y demás elementos de convivencia
Rante: atorrante o lo relacionado con él
Raye: Obsesión o manía
Relojear: Contemplar
Soco: El tipo
Taca taca: Dinero contante
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Tira: Pesquisa
Tirifilo: Petimetre
Trompa: Patrón
Tortillera: Lesbiana
Trucha: Cara
Vento: Dinero
Yeite: Asunto
Yirar: Dar vueltas (Por extensión, mujeres de la vida, “yiro”,
puta)
Yuta: Policía
Zabeca: Cabeza
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