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PAUL R. OLSON
The Jonhs Hopkins University, Baltimore
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AIH. Actas X (1989). Metaficción y metafísica en Julio Montalbán y Julio Macedo. PAUL R. OLSON
gráfico o anecdótico que pueda manifestarse en esta obra, no hay duda de que
es el aislamiento como condición existencial lo que se simboliza en el «ambien-
te de isla» que Unamuno califica de «primordial en esta obra».
Pero también puede relacionarse este ambiente con un conjunto de significa-
dos metaliterarios parecidos a los que se manifiestan en obras como Niebla y
Cómo se hace una novela.4 En primer lugar, se destacan ya desde las primeras
páginas del texto los temas del «libro» y de la lectura, al hablar el narrador de la
vida del viejo hidalgo don Juan Manuel Solórzano y su hija Elvira. Del padre
nos dice el narrador que
... de la fatídica necesidad de tener que cuidar de la finca que en aquella isla per-
dida les sustentaba..., consolábase don Juan Manuel dedicándose en sus largos y
frecuentes ocios al estudio de la historia. Para lo que con muy sudadas y trabajo-
sas economías llegó a reunir una regular biblioteca..., y aquí era donde mataba las
horas de sus días vacíos... Y en la biblioteca también ajaba gran parte de su triste
mocedad su hija, que vivía sin amigas, como una flor solitaria en un tiesto a la
sombra.5
De estos personajes podría decirse, pues, lo que cinco aflos después había de
decir Unamuno en Cómo se hace una novela al afirmar que «todos los que vivi-
mos principalmente de la lectura y en la lectura, no podemos separar de los per-
sonajes poéticos o novelescos a los históricos... Todo es para nosotros libro,
lectura... Somos bíblicos».6
Tanto es así que este mismo problema, el de «separar de los personajes poé-
ticos o novelescos a los históricos», también constituye un tema fundamental de
la novela de Tulio Montalbán y Julio Macedo, y no se trata sólo del problema
de separarlos sino también de las relaciones complejas y paradójicas entre per-
sonaje poético y personaje histórico, y de ahí de las relaciones entre poesía e
historia, fantasía y realidad. Tulio Montalbán es recordado en esta novela como
héroe nacional de una pequeña república americana, quien ha libertado a su pa-
tria del dominio de una fuerte potencia vecina. Personaje histórico, pues —es
decir, histórico dentro de la ficción de esta novela— aunque no figura en el ar-
gumento de la misma, sino tan sólo como puro nombre y renombre, personaje
de leyenda y sujeto de una biografía leída con avidez por Elvira de Solórzano,
4. Véanse mis comemarios sobre los aspectos metaliterarios de estas obras en Unamuno: Niebla
(Londres, Grant & Cuder, 1984) y en la Introducción a mi edición de Cómo se hace una novela (Ma-
drid, Guadarrama, 1977).
5. M. DE UNAMUNO, Obras completas, Madrid, Escelicer, 1967; II, pp. 949-950. Para un análisis
mucho más detallado del personaje del padre, véase J. GUILLERMO RENART, «Problemas semióticos
de la narrativa ideológica de personaje: Tulio Montalbán y Julia Macedo de Unamuno», Revista Ca-
nadiense de Estudios Hispánicos, XI (1987), pp. 377-402.
6. OC, Vffl, p. 732.
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quien convierte su figura libresca, por «histórica» que fuera, en la del príncipe
imposible de su fantasía, y acaba por enamorarse de él.
El «ambiente de isla» creado por el escenario llega a ser, pues, como el de la
isla de The Tempest de Shakespeare, un símbolo complejo de ese mundo aparte
que es el de la imaginación poética y de la literatura —es decir, del pensamien-
to, y en última instancia, del lenguaje, de la palabra. Para Elvira el aislamiento
en el mundo de la palabra escrita es consecuencia directa de la existencia física-
mente aislada impuesta en ella por la pobreza de su padre, y Elvira se pasa la vi-
da leyendo y soñando con la llegada providencial, en noche de tempestad, del
príncipe de sus ensueños.
A su padre se le ha ocurrido pensar que Tulio Montalbán bien pudiera ser
ese príncipe, volviendo a aparecer, no cómo héroe mítico-legendario, sino como
hombre de carne y hueso, pues la muerte contada por el biógrafo le parece algo
dudosa, pero Elvira sigue convencida, «por estética», que Montalbán tenía que
morirse, después de muerta su mujer adorada y libertada su patria, porque ya no
cabía en este mundo. La fascinación sentida por la joven ha sido provocada,
pues, por un Tulio Montalbán que no se distingue ni se separa en nada del texto
escrito que ha creado su romántica leyenda —«leyenda», en el sentido literal y
etimológico de «cosas que han de leerse».
Efectivamente, como si fuera por estética, más que por mera casualidad, lle-
ga a la isla un misterioso emigrante que se presenta bajo el nombre de Julio Ma-
cedo. Americano rico, fino y culto, parece ser la misma encarnación de los sue-
ños románticos de la joven, pero la asombran la rapidez con que declara su
interés amoroso por ella, y la negativa con que responde a sus deseos de saber
algo de su pasado —de su «historia».
Según él, Julio Macedo no es sino
uno que ha echado el mar a esta isla... un hombre nuevo que empieza a vivir aho-
ra... uno sin historia... ¿Qué importa quién es Julio Macedo? Este que está aquí y
que le habla ahora y ]e mira y arde por dentro... El pasado no cuenta. No tengo
pasado; no quiero tenerlo. Ahora no quiero sino tener porvenir...7
A pesar del desasosiego que le inspira, Elvira promete hablar con su padre,
y le dan permiso para hacerles la visita. Convencido cada vez más de que el
hombre es el mismo Tulio Montalbán, el padre recomienda que su hija hable de
él al desconocido, y aunque Elvira está igualmente convencida de que si fuera
así, su corazón se lo habría anunciado, consiente en hacer la prueba.
Decide, por lo tanto, recibir a Julio Macedo con el libro de la «Vida de Tu-
lio Montalbán» en la mano. Prevenido por el padre que Elvira está verdadera-
mente enamorada del héroe, Macedo le dice casi en seguida que siempre está
7. OC,n,p.956.
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mal enamorarse de un ente de ficción, y que es de ficción —es decir, que no es
real— ningún tipo que anda en libros, sean de historia o novelas, pues son
reales sólo los hombres de carne y hueso como él, que precisamente allí, y pre-
cisamente en ese momento «le está sorbiendo con los ojos y el corazón...». 8
Con esto se afirma en los términos más concretos el concepto de la primacía del
hombre de carne y hueso sobre el hombre-idea, es decir, el hombre-palabra, y
no sólo en cuanto sujeto a su propia mortalidad —como es lo más típico en
Unamuno— sino como sujetos de deseos amorosos. En términos del famoso
dualismo cartesiano que con tanta frecuencia tiene presente Unamuno, podría
decirse que se trata de una primacía de la res extensa sobre la res cogitans.9
Interrogado por Elvira sobre sus conocimientos de la vida de tulio Montal-
bán, Macedo confiesa haber sido ex-compañero de armas del héroe, y que éste
había muerto asesinado por él, por Julio Macedo, porque Montalbán iba a con-
vertirse fatalmente en tirano del mismo país que había liberado. Indignada por
esta confesión, la joven ordena que se marche, pues el crimen le inspira un mie-
do horrible.
Ocho días después le escribe Macedo al viejo Solórzano rogando que le con-
ceda una última entrevista para despedirse. Apenas llegado a su casa, Macedo
declara que él es —o, mejor dicho, que fue— Tulio Montalbán, y que era, sin
embargo, sustancialmente verdadera la historia que había contado de la muerte
de ese personaje. Porque ganada la victoria sobre el enemigo, decidió «vivir fue-
ra de toda historia, oscuramente, sin patria alguna, desterrado en todas partes,
desterrado en el mundo como un hombre oscuro sin nombre y sin historia».10
Si en un principio esto parece ser expresión de un simple deseo de abando-
nar la vida de la fama, a lo beatus Ule, pronto se vislumbra en él un anhelo mu-
cho más siniestro, el de abandonar la vida como tal, pues termina su narrativa
de la «muerte» del héroe declarando:
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ver a encontrar una mujer como la Elvira con quien se había casado a los die-
ciocho años, y cuya muerte la había sumido en una desesperación que sólo con-
siguió olvidar al entregarse a la lucha revolucionaria. Esa mujer se había ena-
morado del Tulio Montalbán de carne y hueso, y sólo apetecía el silencio y la
oscuridad. La segunda Elvira, la de la ilustre familia isleña, le había despertado
en un principio esa vaga esperanza de volver a realizar el anhelo de vida intra-
histórica, procul negotiis, pero al hacer tan patente su amor por el Tulio Montal-
bán del libro, sufre el Julio Macedo de carne y hueso un desengaño que vuelve
a sumirle en la desesperación, e insiste que ahora tiene que ser falsa toda protes-
tación suya de amor para el hombre de carne y hueso, llámese Tulio o Julio,
pues aunque parecen referirse al mismo hombre, no es igual llamarle de uno u
otro modo: «—No, no es igual! Y me has llamado, has invocado el nombre, uno
u otro, pero el nombre; no me has cojido al hombre, al de carne, al que está
aquí, al animal si quieres, y éste sobra». 12
En este momento se supone que a quien sobra el animal, el hombre de carne, es
a la joven enamorada del hombre y renombre de Tulio Montalbán, pero se ve al ca-
bo de poco que también le sobra a él. A pesar de rogarle la joven que la perdone, y
a pesar de asegurarle que ahora conoce que quería al hombre, Montalbán la recha-
za, e insiste que sólo son novelescos los sentimientos que ella ha mantenido, tanto
para el hombre como para la leyenda: «No me quería, no, como tampoco quería a
Tulio Montalbán; pero si éste era para ella la leyenda, lo que está escrito, yo era el
misterio, lo que hay que descifrar. Hombres, ni uno ni otro...» 13
Salido al portal, Macedo se da un tiro en la sien que acaba de anular del to-
do no sólo al personaje de leyenda sino también al hombre de carne y hueso.
Poco después recibe Elvira un paquete que contiene unas «Memorias» escritas
en los días que precedieron al suicidio. Según el narrador:
Sin leer estas memorias de Julio Macedo, Elvira las junta con la «Vida de
Tulio Montalbán» que tanto la habían ilusionado, y las da al fuego, recogiendo
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luego sus cenizas «como si fuesen las de dos cuerpos que hubiesen palpitado
con vida de carne y sangre y las guardó para ponerlas junto a los restos del sui-
cida».15 De esta manera queda resaltada la sencilla verdad de que los restos del
hombre de carne y hueso acaban por ser tan ceniza como los de las páginas que-
madas, y las palabras escritas en que se encarna el hombre-leyenda tan cosa co-
mo aquél. Al teminar la historia —es decir, la novela— de los Solórzanos isle-
ños Elvira y su padre recuerdan una vez más la frase lucreciana:
Eripiíur persona, manet res! No cabe expresión más enérgica, sobre todo si se
tiene en cuenta todo el valor que en latín tiene la voz persona. La cual, empezan-
do, como es ya tan sabido, por significar la máscara o careta con que el actor se
cubría la cara para representar el personaje y, por último, el papel que uno repre-
senta... en el teatro del mundo, es decir en la Historia... Somos, pues, personas en
cuanto sujetos históricos civiles... y queda por debajo del hombTe que come, be-
be, duerme, se propaga y sufre, que es la cosa o el hombre-cosa. Porque el hombre
es también cosa, res, o, si se quiere, enser, objeto natural y no sólo persona, o sea
sujeto histórico. Y ese hombre-cosa es el hombre de carne y hueso al que antaño
le llamaban intrahistórico... Podríamos, pues, hablar del hombre personal y del
hombre real, o bien de la personalidad y de la realidad humanas. Lo que quiere
decir que la personalidad no sea tan efectiva como la realidad."
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Es interesante observar que en este concepto se intuye la presencia de un
juego de exterioridades e interioridades o de cajas chinas, «formas enchufadas,
unas y otras»,20 como los que tanto abundan en el pensamiento unamuniano. La
forma exterior es, desde luego, la de la persona, o máscara, por debajo de la
cual está la realidad palpitante del hombre de carne y hueso, y por debajo de és-
te, la res, con todo el valor que tiene en latín, junto con el de la homónima voz
castellana, y por debajo de él, la pura cosa material.
Es significativo que en estos comentarios sobre el hombre intrahistórico el
término no tiene ya las resonancias místicas del quid dividum que en En torno
al casticismo constituye la cualidad intrínseca de todo dentro. Lo intrahistórico
es en este ensayo algo fisiológico, corpóreo, y material, y al contrario de lo que
se ve en la novela, la persona y personalidad humanas están valorizadas muy
por encima del hombre-cosa o res humana. Tras afirmar que la personalidad hu-
mana es tan efectiva —luego, no fantasmal ni ilusoria— como la realidad hu-
mana, Unamuno recuerda la violencia de la historia europea reciente, añadiendo
a sus comentarios anteriores:
20. Concepto que aparece por vez primera, expresado con estas palabras citadas de En torno al
casticismo. Véase OC, I, p. 790.
21. OC, VII, p. 645.
22. Recuerdo aquí la frase que Unamuno empleaba al hablar de su Alejandro Gómez en una
carta a Francisco Bermejo y compañeros, citada por Manuel García Blanco en OC, II, p. 39.
23. He comentado más por extenso la cuestión de la primacía de cuerpo y materia sobre nombre
y pensamiento en mi ensayo, «Unamuno and the Primacy of Languague», en Studies in Honor o]
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Pero no por eso conviene pensar que cuerpo y sustancia material tengan un
valor absoluto en sí, sin persona —es decir, sin papel dramático en la vida so-
cial humana. El ensayo sobre la res humana revela, pues, que el error —o mala
fe— existencial de Julio Macedo consistía justamente en rechazar a su persona,
pues la persona es personalidad, pensamiento, y vida consciente. El esfuerzo
por anular a Tulio Montalbán, a su propia persona en el drama de la vida, tiene
el efecto inevitable de reducir a Julio Macedo a la pura cosidad de sus restos
mortales. Héroe —o monstruo— del «no querer ser» persona, Julio Macedo nos
revela que la consecuencia directa de ese no querer ser es el «querer no ser»
carne y hueso que le lleva al suicidio.24 Como ha observado muy atinadamente
Ricardo Gullón, Julio Macedo «no puede ser hombre "natural" sin ser persona,
y la contradicción entre el uno y la otra es irresoluble: viven bajo la misma piel
y tejidos de idéntica sustancia».25 Como otras muchas novelas de Unamuno, Tu-
lio Montalbán y Julio Macedo es ejemplar en lo que revela sobre los peligros
derivados de un error metafísico respecto a la realidad del ser humano, indepen-
dientemente de cualquier persona o máscara que lleve. Y en última instancia,
revela que en una novela el problema de la metaficción, es decir, la cuestión de
la condición ontológica de los entes de ficción, es enteramente paralelo al de la
metafísica como reflexión sobre la naturaleza del ser en sí mismo, independien-
temente de sus diversas manifestaciones o fenómenos.26 O para decirlo en los
términos lucrecianos recordados por Julio Macedo y Don Miguel de Unamuno,
de lo que se trata es de la cuestión de la res que queda cuando desaparece la
máscara que es la persona.
Bruce W. Wardropper, edrDian Fox, Harry Sieber Se. Ter Horst, Newark Delaware, Juan de la Cues-
ta, 1989, pp. 205-219.
24. Recuérdense los comentarios de Unamuno sobre el «querer» y «no querer» y el «ser» y «no
seo> en el prólogo a sus Tres novelas ejemplares, OC, II, p. 973.
25. R. GULLÓN, Autobiografías de Unamuno, Madrid, Gredos, 1964, p. 165.
26. Conviene recordar a este propósito la definición de la metafísica como «saber que pretende
penetrar en lo que está situado más allá o detrás del ser físico en cuanto tal», que se encuentra en el
Diccionario de filosofía de José FERRATER MORA, entendiendo el concepto de «ser físico» en el sen-
tido de «ser empírico y fenomenal». No he podido encontrar definiciones del neologismo «metafic-
ción» por autoridad tan acreditada como Ferrater Mora, pero para unos comentarios sobre ese con-
cepto en Niebla véase mi estudio monográfico citado en la nota 4.
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