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EL ESCOPETERO
Yo tenía una escopeta de doble boca, una Remington calibre 16 que era la mejor arma
que había en todo el Escambray. No necesitaba balas. Disparaba cualquier cosa. Cuando
las pocas balas que tenía se me acabaron, comencé a inventar. De un caldero viejo y de
alcayatas de una cerca saqué miles de pedacitos de metralla. Rellenaba los cartuchos
vacíos con la metralla y estaba listo para el combate. Aquella escopeta pateaba como un
mulo y tenía un poder expansivo tremendo. Una vez le disparé a un miliciano que estaba
escondido dentro de un bohío y la metralla astilló toda la madera y arrancó la puerta de
cuajo. El miliciano se rindió en seguida. Pensó que le habían disparado con una bazooka.
Escuché el sonido del motor, como un murmullo que se acercaba. Me arrodillé junto al
tronco del árbol. Apreté la culata de la escopeta contra mi hombro, apuntando la doble
boca hacia la carretera. La motocicleta con su jinete apareció frente a mí, inclinándose al
doblar por la curva del recodo. Cuando se comenzó a enderezar, le vacié las dos bocas en
el medio del cuerpo.
El hombre saltó por el aire, retorciéndose, rodando por la carretera, dejando un hilo largo
de sangre. El cinto con los peines de la metralleta se desprendió del cuerpo, quedando en
el medio de la carretera. La alforja estaba ripiada por la metralla, los papeles esparcidos.
La metralleta, manchada de sangre, reposaba inmóvil al lado del cinto de balas. La
motocicleta continuó sola por varios metros, cayéndose en una cuneta.
Desde ese día, cada vez que como arroz amarillo me acuerdo de aquel hombre.
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