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BIOGRAFÍA DE EVA PERÓN

Biografía tomada de
DIEZ MUJERES NOTABLES EN LA HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
James D. Henderson y Linda Roddy Henderson
Editorial Aguilar 359 páginas

Eva Perón 1919-1952

PRIMERA PARTE

Dos revoluciones sacudieron al siglo xx: una fue realizada por la gente, la otra por las
máquinas. La primera estuvo acompañada de grandes esfuerzos humanos. En México,
en 1910, en Rusia siete años más tarde, y luego en otras partes del mundo, la gente
del común se dedicó a modelar de nuevo su destino de manera violenta y, por lo
general, sangrienta. La segunda revolución se inició cuando las invenciones llevaron a
los millones de habitantes de la tierra a enfrentarse con su historia y a sumergirse en
un caudal de información que, mediante las señales de radio, llegó hasta los más
remotos valles. Lo que acontece en Londres, París, Tokio y en las ciudades más
cercanas, todo el mundo lo conoce en el mismo momento en que ocurre. Además, los
caminos penetraron en los lugares más apartados, hecho que desencadenó un flujo
creciente de personas que empezaron a aglomerarse en los centros urbanos.

En este contexto de revoluciones humanas y rápido desarrollo tecnológico encontró su


lugar la bella Eva Duarte de Perón. Producto de la turbulenta época en que vivió, esta
astuta manipuladora de las fuerzas que moldearon la sociedad del siglo xx simbolizó el
irresistible cambio humano y tecnológico que en los tiempos modernos no ha dejado
cosa sin modificar.

Eva Perón irrumpió en la historia argentina a mediados de la década de 1930, una


época de gran incertidumbre en todo el mundo. Muchos países, agobiados por graves
problemas económicos, vieron caer derrocados sus gobiernos civiles por dictaduras
militares. Argentina fue uno de ellos. Entre 1930 y 1943 concluyó la transición a un
régimen militar que promocionó al coronel Juan Domingo Perón a un lugar de
preeminencia nacional. Poco después, Perón y un personaje de la radio, Eva Duarte,
formaron una alianza que remodeló desde sus fundamentos el poder político en
Argentina.

Juan y Eva eran los personajes más apropiados para los papeles que eligieron
representar. Formaban una pareja atractiva, cautivadora; pero lo más importante es
que procedían del pueblo. Atrajeron a millones de argentinos pobres y desheredados
que vieron en ellos a dos de los suyos que habían alcanzado el éxito. Y eso no fue todo:
tuvieron a los odiados oligarcas en la palma de la mano y los manipularon como títeres.
Entre Juan y Evita Perón de una parte, y las masas, de otra, surgió una relación
orgánica. La pareja demostraba una preocupación paternalista por su gente, sus
«descamisados», en un juego en el que se desempeñaban con consumada habilidad.
Supieron utilizar la radio y otras formas de comunicación de masas con un instinto que
rivalizó y en cierto modo sobrepasó al de otros políticos contemporáneos, como Franklin
Delano Roosevelt y Benito Mussolini.

De estos dos líderes argentinos, Evita es, sin duda, la más difícil de juzgar con
objetividad. Fue idolatrada por las masas, que pidieron su canonización incluso antes de
su prematura muerte. Tan virulento era el odio que le profesaban sus enemigos
adinerados, que la maldijeron aun en el momento en que el cáncer la conducía a la
muerte. El paso del tiempo no ha hecho más fácil evaluarla. Para millones de personas
fue una santa, la encarnación de la verdad y la esperanza. Para otras fue una mujer
vulgar, ambiciosa y corrupta. Entre estos extremos es mejor aceptar que la Eva
histórica produjo una mezcla de percepciones disonantes. Sin embargo, no fue menos
paradójica que la época que la produjo.

***

Juana Ibarguren alisó la falda de su traje negro y volvió la mirada a sus cinco hijos que,
unidos para enfrentar los fríos vientos de julio que soplaban en el centro de Argentina,
se apiñaban tras ella, amilanados no sólo por el clima sino por las duras miradas que se
disponían a recibir. Juana estaba decidida a rendir sus últimos respetos al hombre que
había engendrado a sus hijos y se había ocupado de ellos amorosamente durante 12
años. Pero la esposa de Juan Duarte y sus hijos legítimos se opusieron tan tenazmente
a su «otra» familia, que únicamente por orden del gobernador de la provincia, un amigo
de Juana, ésta y su descendencia pudieron asistir a la velación. En silencio, las seis
figuras vestidas de negro entraron en la mansión de los Duarte y desfilaron ante el
ataúd abierto. Aterrorizados por la desaprobación que los rodeaba, los niños no
pronunciaron palabra y apenas si miraron el rostro familiar que descansaba inmóvil
entre los largos cirios blancos y las coronas de flores.

En cuanto terminó el velorio, Juana dejó la casa en la aldea de Chivilcoy y llevó a su


triste prole de regreso a su vivienda en el pueblo vecino de Los Toldos. La
determinación que la había llevado a las exequias de Juan Duarte la abandonó de
repente y comenzó a preguntarse cómo se las arreglarían ella y sus hijos sin la
protección y el dinero de Juan. Podía, desde luego, encontrar un empleo, pero en un
pueblo pequeño como Los Toldos casi no había trabajos decentes para una mujer sin
educación. No es que la región fuese pobre; de hecho, era una de las más ricas zonas
agrícolas del mundo. Pero unas pocas familias adineradas eran dueñas de la tierra y
apenas reconocían la existencia de los pobres. Su atención se dirigía a Buenos Aires, la
ciudad sofisticada a donde confluía la riqueza de las provincias. Puesto que todo lo que
tenía valor pasaba de las provincias a la capital, en el campo sólo residía una pequeña
clase media y en cambio se concentraba una enorme población de clase baja. Las
mujeres como Juana se veían atrapadas en el rango más bajo de la escala social
argentina.

Juana y sus hijos permanecieron en Los Toldos durante tres años después de la muerte
de Juan Duarte. Luego, en 1929, empacaron sus pertenencias y se trasladaron a Junín,
donde se instalaron en el restaurante de un inmigrante italiano amigo suyo. No se sabe
con exactitud de qué medios se valió Juana para sostener a su familia. Algunos dicen

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que abrió una pensión; otros, menos caritativos, aseguran que frecuentemente recibía
visitas masculinas. Comoquiera que sea, sus niños consiguieron empleo entre la clase
media rural. Elisa Duarte, la hija mayor de Juana, halló trabajo como funcionaria de los
correos y Blanca se inscribió en la Escuela Normal, donde se prepararía para ser
maestra. Pero su tercera hija era un problema. Cuando llegó a la adolescencia, María
Eva Duarte quedó fascinada por el teatro. Las revistas y los programas de radio que
llegaban de Buenos Aires parecían alimentar el desagrado que Evita sentía por el
provinciano Junín y por el apartamento atestado de gente donde vivía con su familia. La
impaciencia por dejar su casa y buscar fortuna pronto superó toda otra consideración.
Suspendió por completo sus estudios escolares, en los que siempre demostró un
desempeño mediocre, para dedicarse por entero a soñar con una vida como estrella del
cine o como actriz teatral.

En 1934, cuando Evita tenía 15 años, un famoso cantante pasó por Junín en una gira
que partió de Buenos Aires. Sin un asomo de timidez, Eva se ganó su simpatía con una
fuerte dosis de halagos y le confesó su ambición de ingresar en el mundo de la
actuación. Finalmente, le rogó que la llevara a la capital. Las súplicas de una joven tan
segura de sí misma que no vacilaba en manifestarle su adoración, eran lo
suficientemente persuasivas, pero el maduro músico vaciló al prever las dificultades que
enfrentaría Evita en la gran ciudad.

Juana misma intercedió para que Evita pudiera probar suerte. Quizás estaba tan
convencida como ella de que su futuro estaba en Buenos Aires, ante el público. Madre e
hija finalmente consiguieron persuadir al artista.

En los años treinta Buenos Aires era una especie de Meca para miles de inmigrantes de
las provincias del interior. Las comunidades rurales, como bien lo sabía Juana
Ibarguren, estaban divididas en dos clases estables, una extremadamente rica y otra
que apenas podía subsistir. De esta última se desprendía el continuo flujo de
inmigrantes que buscaban trabajo. Las multitudes se instalaban al sur de Buenos Aires
en barrios como Avellaneda, Nueva Chicago, Barracas y muchos otros. Sólo en 1936,
más de 80 mil personas llegaron a la ciudad, la mayor parte de ellas carentes de
educación y de dinero. Llegaban armadas únicamente de esperanzas y, como Evita, de
ambición. Era todo lo que tenían para cambiar su destino. Sorprendentemente, 75 por
ciento de estos inmigrantes eran mujeres.

Evita viajó los 240 kilómetros que separaban Junín de Buenos Aires a comienzos de
enero de 1935. Tenía 15 años y casi no había recibido educación, pero era dueña de
una belleza adolescente y sus esperanzas parecían inagotables. Su salud nunca había
sido muy buena, y se afectó en su lucha por obtener papeles secundarios en el teatro y
en la radio. Durante cuatro años vivió precariamente de los ingresos que recibía de
pequeños papeles y del trabajo en la radio; en el mejor de los casos, en un mes podía
ganar cerca de 35 dólares. La determinación que había heredado de su madre le fue de
gran utilidad. Cultivó ávidamente la amistad de hombres poderosos que pudieran
ayudarla a avanzar en su carrera. En 1939 obtuvo su primer papel importante en la
radio, y pronto convenció a un rico fabricante de jabones de que fuese su patrocinador.
Para 1942, Jabón Radical, otra marca de jabones, aceptó patrocinar la radionovela en la
que actuaba Evita.

Después de siete años de constante esfuerzo, su carrera en la radio logró afianzarse


con firmeza. Por primera vez se dio el gusto de alquilar un cómodo y lujoso
apartamento en la calle Posadas, cerca de la estación de Radio Belgrano, donde
trabajaba. Su vestuario gradualmente dejó de ser el de una adolescente para hacerse

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más elegante. Una feliz transformación cosmética convirtió a la joven morena en una
atractiva rubia. A medida que aumentaba su riqueza, Evita, consciente de las
responsabilidades que trae consigo el dinero, buscó la manera de ayudar a su familia,
todavía radicada en Junín. Nunca había sido tímida para usar sus influencias, así que no
dudó en recurrir a su nuevo patrocinador, que pronto le ofreció un puesto a su hermano
Juan Duarte en Jabón Radical.

A medida que Evita se establecía cómodamente como actriz radial, un grupo de oficiales
del ejército, descontentos con los débiles regímenes conservadores que habían
gobernado desde 1930, y fuertemente influidos por los dictadores fascistas Mussolini y
Hitler, decidieron tomar las riendas del poder. En junio de 1943 la revolución militar se
hizo realidad en Argentina y desaparecieron los últimos vestigios del gobierno civil.

Evita estaba bien equipada para remontar la ola de transición hacia el régimen militar.
Utilizando una combinación irresistible de halago y belleza personal, se hizo amiga de
varios oficiales del nuevo gobierno. Uno de sus mejores amigos era el teniente coronel
Aníbal Francisco Imbert, nuevo director de Correos y Telégrafos. Con su ayuda pudo
obtener fácilmente una licencia para su nuevo programa radial, una serie de biografías
dramáticas de mujeres famosas que comenzó a fines de 1943.

El nuevo gobierno llevaba sólo seis meses en el poder cuando ocurrió un desastre
natural. La provincia de San Juan, ubicada lejos de Buenos Aires, al pie de los Andes,
resultó semidestruida por un terremoto. En la capital se organizó una gran presentación
de caridad con el fin de conseguir fondos para las víctimas del sismo. Toda la
comunidad de actores asistiría, así como los oficiales de más alto rango del nuevo
régimen. El 22 de enero de 1944, la noche de la presentación, Evita y el teniente
coronel Imbert se encontraban ya en sus puestos cuando entró un coronel alto y de
amable semblante rodeado por un enjambre de atractivas actrices. Antes de que
terminara la velada, Eva y el coronel Juan Domingo Perón se conocieron y se disponían
a convertirse en la más sorprendente pareja de la historia argentina.

Los detalles de este encuentro han sido oscurecidos por las nubes de propaganda
creadas por quienes fabrican los mitos peronistas. Parece seguro decir, sin embargo,
que al poco tiempo Perón se mudó a un apartamento adyacente al de Evita en la calle
Posadas, donde ambos se instalaron e iniciaron una especie de vida hogareña. La
convivencia fue un éxito inmediato. Perón, de 48 años, era alto y apuesto, y tenía una
sonrisa cautivadora. Evita, que entonces contaba con 25 años, era de baja estatura,
rubia y vestía con elegancia, un detalle perfecto para la imagen del ambicioso viudo.
Perón tenía poder y prestigio, pero sus ambiciones políticas todavía estaban
insatisfechas. En Evita reconoció un talento para la publicidad que podía serle útil, y
una ambición igual a la suya. Los dos compartían orígenes similares; ambos habían
nacido de uniones ilícitas entre hombres ricos y mujeres del más bajo estrato social.
Evita supo ganarse a Perón con incansables manifestaciones de adulación, gratitud y
elogio. Años después lo compararía con Alejandro Magno, Napoleón, José de San Martín
e incluso con Dios, en un intento aparentemente exitoso de ganarse su confianza y su
amor eterno.

Un mes después del terremoto de San Juan, el régimen militar nombró a Perón
vicepresidente del gobierno del general Edelmiro Julián Farrell. La vicepresidencia era
un puesto importante, pero para Perón significaba menos que los dos cargos en los que
se había desempeñado desde comienzos del gobierno militar. Como ministro de Guerra,
en 1944 Perón se jactaba de que tenía archivadas solicitudes de retiro del 90 por ciento
de los oficiales del ejército. Cualquier persona que le desagradara podía ser objeto de

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«retiro» inmediato. Como secretario de Trabajo y Previsión, su control sobre los
empleados y los sindicatos era menos absoluto, pero había hecho grandes progresos
sustituyendo a los líderes sindicales por sus hombres de confianza —tales como
Cipriano Reyes, del Sindicato de Empacadores de Carne— y urgiendo a los empleadores
a otorgar mayores beneficios a sus empleados y a reajustar sus salarios. Las medidas
de Perón, favorables para la clase trabajadora, se reflejaron en el incremento en la
afiliación a los sindicatos, que saltó de 350 mil en 1943 a un millón dos años más tarde.
Muchos de los nuevos sindicalistas tenían un sentimiento de gratitud personal con
Perón, quien parecía un auténtico defensor de la clase obrera.

El brillo de poder que irradiaba Perón iluminaba también a Evita. Sin embargo, ella no
era una persona que viviera de favores personales. Por eso, poco después de conocerlo
comenzó una nueva serie radial titulada «Hacia un futuro mejor». Dos veces por
semana pronunciaba cortos discursos sobre temas como el patriotismo, la familia y la
abnegación, que en esencia no eran otra cosa que propaganda para Perón y su labor en
la Secretaría de Trabajo y Previsión. En esta serie se hizo evidente su talento para los
discursos emocionales y dramáticos. Quienes se opusieron a Perón dicen que los
miércoles y los viernes solía suspender su trabajo a las siete de la noche para escuchar
los elogios apasionados que Evita le dedicaba en la radio. De seguro, miles de
trabajadores no sólo la escuchaban sino que le creían cuando describía a Perón como
patriota y defensor de la gran clase obrera argentina.

Durante aquella época, Evita recibió su iniciación en la política y en la organización


sindical. Se convirtió en presidenta del Sindicato de Actores creado en 1944, y con el
transcurso del tiempo comenzó a participar cada vez con mayor libertad en las sesiones
de estrategia política que se realizaban en el apartamento de Perón en la calle Posadas.

A medida que progresaba su educación política también aumentaba su riqueza. Sus


críticos sostienen que sus ingresos no sólo derivaban de su carrera radial y de su
trabajo en el Sindicato de Actores; según ellos, Evita cada vez se hacía más hábil en la
antigua práctica del soborno. Por un precio aseguraba mercancías que escaseaban —
como películas sin exponer y llantas de automóvil para ávidos compradores. Para 1945,
Eva disponía de una fortuna de más de un millón de pesos, de una residencia que
distaba unos 10 minutos del centro de Buenos Aires, de trajes finos y joyas en
abundancia. La joven de Los Toldos se había convertido repentinamente en una mujer
rica. Aunque no dudaba en comprar obsequios magníficos para sus amigos, examinaba
cada cuenta para verificar que nadie tratara de engañarla.

En 1945, varios militares compañeros de Perón se quejaron de que no era apropiado


que éste «persiguiera a la actriz Eva Duarte». Perón, seguro de su poder, respondió:
«Bien, ¿y qué esperan que persiga? ¿Actores?» El comentario parece haber puesto fin al
tema. La relación del vicepresidente con Eva no pasó inadvertida para los empleadores
de ésta en Radio Belgrano: en 1945 ganaba más de 6.000 pesos mensuales, un salario
que correspondía más a su relación con Perón que a su talento como actriz.

A comienzos de la primavera de 1945, Perón se había convertido en una amenaza tan


grande para los grupos que conformaban el gobierno militar, que el general Farrell le
pidió la renuncia a sus cargos de vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de
Trabajo y Previsión. Cada vez bajo mayor presión, Perón cedió, y el 9 de octubre
presentó su renuncia. Casi inmediatamente, Evita fue despedida de Radio Belgrano.
Parecía que la suerte los abandonaba. Grupos de clase media y de profesionales
organizaron manifestaciones contra Perón frente al Club de Oficiales de Buenos Aires.
Convencidos de que el curso de acción más sabio era la huida, Perón y Evita tomaron

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su dinero y salieron de la capital. Poco después fueron detenidos por la policía de
Buenos Aires, que encarceló a Perón en una isla del Río de la Plata. A Eva se le permitió
regresar a calle Posadas, donde durante cuatro frenéticos días intentó liberar a Perón.
Cinco años más tarde, en La razón de mi vida, escribió la versión oficial de aquellos días
de ansiedad, cuando «corrió a la calle buscando amigos que todavía pudieran hacer
algo por él». Falsos amigos en posiciones de poder se negaron a ayudarla; pero —
escribió— los trabajadores de la ciudad abrieron sus corazones a Perón en aquellas
horas de necesidad. El resultado fue el llamado Día de los Días, el 17 de octubre de
1945, fecha del triunfo peronista: una enorme huelga y una manifestación de un día
paralizaron la ciudad, y una muchedumbre compuesta por miles de argentinos se reunió
en la plaza, frente al palacio presidencial, y armada con banderas y carteles donde
figuraba la imagen de Perón, exigió su liberación inmediata.

SEGUNDA PARTE

No se sabe si la demostración fue o no una respuesta espontánea a los ruegos


desesperados de Evita, o si fue prudentemente planeada con anticipación. El hecho es
que el Día de los Días peronista fue algo que el gobierno militar no pudo ignorar. Perón
fue llevado con rapidez a la residencia presidencial, la Casa Rosada. Cuando salió al
balcón, fue saludado con estruendosa felicidad por miles de empacadores de carne,
empleados de los ferrocarriles y obreros de la industria textil, muchos de los cuales
eran mujeres. Todos ellos estaban convencidos de que Perón era su salvador. El
presidente Farrell lo abrazó allí mismo y Perón se volvió hacia la multitud con los brazos
extendidos. En los términos más cálidos y paternales, Perón agradeció a la gente su
apoyo en esa hora de necesidad. En respuesta a los gritos de los manifestantes que le
preguntaban dónde había estado, Perón dijo que ya lo había olvidado. Un hombre que
no puede olvidar los malos recuerdos, dijo, no merece el respeto de sus compañeros, y
deseaba ser amado por quienes se habían congregado allí aquel día. Él los quería y
comprendía porque ellos habían sufrido tanto como su anciana madre. En vista de que
anhelaba ser uno de ellos, anunció su renuncia al ejército, y de manera melodramática
le entregó su espada al general Farrell. Luego, tras advertirles que debían dispersarse
con calma porque había damas entre la muchedumbre, les rogó que permanecieran
ante él un segundo más, para que sus ojos pudieran deleitarse con aquella visión.

El enorme éxito de Perón aquel día se debió en gran parte a los leales esfuerzos que
realizó Evita en su favor. Agradecido, Perón la llevó de regreso a Junín, donde se
casaron en una ceremonia civil secreta presenciada únicamente por el coronel Domingo
Mercante, un leal colaborador suyo en la Secretaría de Trabajo y Previsión, y por la
madre y el hermano de Eva. Casi de inmediato Perón anunció su candidatura a la
Presidencia, y con Eva a su lado se lanzó a la campaña.

Pronto se armó una violenta batalla publicitaria entre los candidatos de la Unión
Democrática y Juan Domingo Perón. Los oponentes se valieron con eficacia de los
medios de comunicación, pero Perón, con Eva en los micrófonos de Radio Belgrano, fue
mucho más efectivo que los diarios controlados por la Unión Democrática. Eva y Perón
viajaron en tren por toda Argentina. En su gira apelaron a sentimientos nacionalistas y
de clase, distribuyeron pequeños obsequios y fotos y suscitaron la admiración de los
obreros rurales y urbanos. Poniendo énfasis en su propio origen humilde en cuanta
oportunidad tuvieron a su alcance, Eva, ataviada con trajes y joyas extravagantemente
costosos, y el carismático Perón les hablaron a los obreros argentinos —un grupo
largamente ignorado por las instituciones nacionales— en términos que los

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magnetizaron. Los partidos tradicionales habían buscado apoyo en los ricos
terratenientes y en los industriales —los oligarcas— y habían tratado con desdén a los
segmentos sociales carentes de poder. Los sindicatos establecidos antes del ascenso de
Perón atraían principalmente a inmigrantes europeos que sabían interpretar los
alcances de las posiciones socialistas y sindicalistas del candidato. La ola de inmigrantes
originarios de las provincias rurales argentinas en su mayor parte eran ignorados; a los
políticos poco les importaba si se hundían o se salvaban. Evita y Perón, sin embargo, no
sólo reconocieron la existencia de esta nueva clase sino que se aprovecharon de los
antiguos nombres peyorativos que les habían endilgado las clases privilegiadas —
expresiones como «cabecitas negras» y «descamisados»— para convertirlos en un
símbolo de su movimiento. Perón gastó muchas horas en sesiones fotográficas para
finalmente aparecer en los anuncios publicitarios en mangas de camisa. Por su parte,
Eva, con sus bellos trajes, consiguió representar a una «descamisada» que había
triunfado en la vida.

En medio de la campaña, el gobierno de los Estados Unidos publicó un Libro azul en el


que criticaba fuertemente el régimen militar «fascista» que se encontraba en el poder
desde 1943. Aunque parece haber sido concebido como una advertencia a los
argentinos contra el peligro fascista, tuvo el efecto contrario: Perón reforzó su llamada
al nacionalismo y los argentinos, ofendidos por la intromisión de los Estados Unidos en
sus asuntos internos, se unieron en su defensa.

Las elecciones tuvieron lugar el 24 de febrero de 1946 y, como lo constató la mayor


parte de los observadores, fueron relativamente justas. Perón aseguró más del 52 por
ciento de los casi tres millones de votos. En la Cámara de Diputados, los peronistas
obtuvieron dos de cada tres curules, y en el Senado prácticamente no encontraron
oposición. Uno de los primeros actos del Congreso fue impugnar a cada uno de los
miembros de la conservadora Corte Suprema de Justicia, de modo que al final del
primer año de su mandato presidencial, Perón tuvo el control total de las tres ramas del
gobierno.

La posesión de Perón, que se llevó a efecto el 4 de junio de 1946, fue en muchos


sentidos un indicio de lo que vendría. Eva parecía disfrutar desafiando las costumbres
tradicionales: se comportaba como nunca lo había hecho la esposa de un presidente.
Durante la ceremonia, sus amigos, los Dodero, ocuparon un lugar de honor cerca del
presidente electo, a pesar de que Alberto Dodero era un industrial sin conexiones
oficiales con el nuevo gobierno argentino. En un gesto que fue casi un insulto para los
sobrios miembros de la sociedad argentina, Eva optó por llevar un traje con un escote
tan osado que el cardenal arzobispo Copello, quien se sentó a su lado durante el
banquete, no se atrevió a mirarla.

El comportamiento poco usual de Evita dejó asom-brados a los argentinos ricos. A la


esposa del presidente se le ofrecía tradicionalmente un lugar de honor en los más altos
círculos sociales. Pero las ricas matronas de Buenos Aires se horrorizaron de pensar que
debían recibir a la señora de Perón en sus casas. Para ellas, Eva era una persona de
turbia reputación que provenía de los estratos más bajos de la sociedad. Había obtenido
su riqueza y poder a través de los medios más cuestionables, y ciertamente no podía
superar su falta de clase, educación y conexiones familiares.

En cuanto Perón llegó a la presidencia estalló la guerra entre Evita y las damas de la
oligarquía. La primera batalla fue la dirección de la Beneficencia, una organización de
servicio social que había recibido el apoyo de la alta sociedad durante muchos años. La
costumbre establecía que la esposa del presidente debía dirigir esta institución, pero los

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ricos enemigos de Evita se negaron a ofrecerle el cargo. Cuando quiso conocer el
motivo, respondieron que ella, con sólo 27 años, lamentablemente era demasiado joven
para ocuparlo. Sin perder la compostura, Evita ofreció los servicios de su madre, Juana
Ibarguren, que, la verdad sea dicha, era menos aceptable que Evita.

El rechazo que sufrió de parte de los círculos sociales argentinos parece haber herido
profundamente a la primera dama. Aunque reaccionó con expresiones de desdén,
aprovechó todas las oportunidades para humillar a las mujeres que la habían
avergonzado. En una ocasión, cuando un grupo de damas de alta alcurnia se reunió
para protestar contra su candidatura a la Beneficencia, ordenó que fuesen arrestadas y
luego transportadas en furgones de la policía. Después de un día de cárcel al lado de
prostitutas y ladronzuelos, finalmente permitió que fuesen liberadas. En otras
ocasiones, matronas mayores eran obligadas a recibirla en sus casas a cambio de
favores especiales que sólo podía concederles el presidente.

En La razón de mi vida Eva sostendría que había sido ella quien había rechazado a la
alta sociedad argentina, y no al contrario. «La oligarquía nunca ha sido hostil a nadie
que pueda serle útil», escribió. «El poder y la riqueza nunca son malos antecedentes
para un auténtico oligarca». Sin embargo, su afán de venganza contra las clases
pudientes es evidencia convincente de que fue herida por ellos. Quizás por esta razón
se vistió de manera extravagante durante los primeros años de la presidencia de Perón.
Su cabello, sus joyas, sus trajes, todo reflejaba una profunda inseguridad, así como el
deseo de parecer más rica que el más acaudalado de los aristócratas.

No obstante, las acciones de Evita durante sus escasos seis años de gloria no pueden
explicarse cabalmente en términos de venganza o de mera ambición. En su libro
sostuvo que nunca se habría sentido satisfecha con el papel pasivo que habitualmente
se les asigna a las esposas de los presidentes. Esto es innegablemente cierto. Además
de la energía y la vitalidad que parecían contradecir su fragilidad física había un cuerpo
de ideas, simplistas tal vez, pero basadas en su experiencia personal, que la llevaron a
optar por un curso de acción que ninguna mujer argentina había seguido antes. La
principal de estas ideas era una concepción de la sociedad como organismo conformado
por dos grupos: los ricos privilegiados y los pobres oprimidos. Los primeros eran
orgullosos, fríos, en una palabra, malos; los segundos, de los que ella provenía, eran
buenos. Los males cometidos por los ricos y el sufrimiento de los pobres sólo podían
detenerse invirtiendo la balanza de poder, apropiándose de la riqueza mediante la
astucia y, si era necesario, la fuerza, para que los obreros y los campesinos pudieran
gozar de beneficios que siempre se les habían negado.

Los métodos elegidos por Evita para su campaña a favor de la «justicia social»
preconizada por los peronistas, fueron muy personales, arbitrarios y aleatorios. Poco
después de la posesión de Perón, estableció una oficina en el Ministerio de Trabajo y
Previsión, donde pronto opacó al propio ministro. Desde esta oficina organizó y dirigió
la Fundación de Ayuda Social, una sucesora de la tradicional Beneficencia. Valiéndose
de su doble posición de poder obligó a los empleadores a concederles beneficios y
aumentos salariales a los sindicatos y exigió enormes donaciones a todos los sectores
de la sociedad argentina. Estos dineros eran distribuidos casi a la suerte entre los
pobres y necesitados. La posición de Evita le dio la rara oportunidad de ejercer un
poder sin límites. Ninguna ley especificaba las actividades de la esposa de un
presidente, así que Evita se encontró en una especie de vacío legal. Sólo Perón habría
podido controlarla, y prefirió no intentarlo. Así que ella procedió con sus grandiosos
planes de bienestar social y con su intento, en gran parte exitoso, de convertir los
sindicatos en sus devotos seguidores.

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En su mejor momento, la Fundación de Ayuda Social recibió 50 millones de dólares —
algunos dicen que fueron 100 millones— en donaciones, deducciones salariares y
contribuciones «voluntarias». Este dinero no sólo estaba libre de impuestos, porque la
fundación era considerada una agencia gubernamental, sino de controles externos, así
que nunca se exigió rendición de cuentas. Con fondos de la fundación se construyeron
hospitales, escuelas y orfanatos, y también se atendió a las víctimas de cualquier
desastre que captara la atención de Evita. Debajo de la carpeta de su escritorio había
un fajo de billetes de 200 pesos, que distribuía uno a uno a las miles de personas que
acudían a pedirle ayuda.

Los críticos sostienen que las instalaciones públicas que construyó eran meras fachadas
que utilizaba para efectos de propaganda antes que para beneficio de los necesitados.
El gran hospital bautizado con el nombre de Perón era un recinto inmaculado pero
vacío. La Ciudad de los Niños en Belgrano y el Hogar de la Niña Trabajadora estaban
costosamente amoblados, pero apenas se usaban. Hubo quienes incluso sospecharon
que el trabajo social de Evita era un mito, una especie de fantasía privada diseñada
para su complacencia personal. Las operaciones de la fundación estaban tan bien
protegidas de la inspección pública que nadie sabe realmente qué objetivos cumplió.

En un aspecto, sin embargo, las actividades de Evita tenían innegable visibilidad. El


movimiento a favor de los derechos de la mujer existía desde hace mucho en
Argentina. Sin embargo, mientras Eva ejerció el poder como ministra de facto de la
cartera de Trabajo, a las mujeres todavía se les negaba el derecho al sufragio. Según la
legislación argentina, las casadas prácticamente tenían la misma condición legal de los
niños, y a las obreras, que en 1944 casi ascendían a un millón, se les pagaba entre 40
y 60 por ciento menos que a los hombres que desempeñaban el mismo trabajo. A
diferencia de la mayoría de los oficiales del ejército, y en directa oposición al concepto
fascista del lugar que debe ocupar la mujer en la sociedad, Perón simpatizaba con el
movimiento feminista. Poco después de su posesión, él y Evita establecieron una
asociación que defendía el «derecho al voto» y comenzaron una agresiva campaña a
favor del sufragio femenino. Estos esfuerzos fueron coronados por el éxito en
septiembre de 1947, cuando el Congreso de mayoría peronista concedió a las mujeres
argentinas el derecho a una ciudadanía activa. Eva, no satisfecha con esta victoria, a
través del recientemente creado Partido Peronista Femenino adelantó una campaña a
favor de la igualdad de la remuneración, que debía estimarse según el trabajo y no
conforme al género, a favor del divorcio y de la equidad civil, todos objetivos feministas
básicos. En 1949, las mujeres que trabajaban en la industria textil obtuvieron igualdad
de salarios, y una ley de salario mínimo concedió a las mujeres sueldos sólo 20 por
ciento más bajos que los de los hombres.

Si Eva tuvo éxito en el movimiento feminista fue porque supo hacer que los derechos
de las mujeres fuesen aceptables para la mayoría de los argentinos. A diferencia de las
feministas de clase media de las décadas anteriores, Eva consiguió persuadir a la gran
mayoría de sus compatriotas de que había llegado el momento de conceder iguales
derechos a las mujeres. Sin embargo, y como cosa curiosa, sus argumentos eran
conservadores y tradicionalistas. Argumentó que las mujeres básicamente son
diferentes de los hombres, que las guía más la intuición que el intelecto. Por esta razón,
sostenía, su participación tendría un efecto positivo y moderador en la política nacional.
Quienes sostienen que las mujeres no deben recibir un salario igual al de los hombres
están equivocados, decía, porque una mujer a quien se le paga menos tiene una
ventaja injusta para obtener empleo. Dada la importancia de la familia como institución,
propuso que las madres y esposas recibieran un salario pagado por los trabajadores del
país en reconocimiento a su valiosa contribución a la sociedad.

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TERCERA PARTE

A través del Partido Peronista Femenino, organizó «unidades básicas», pequeños clubes
de mujeres distribuidos por toda Buenos Aires y en las provincias. Además de inculcar
en sus miembros la lealtad a Perón, los clubes animaban a las mujeres a tomar
conciencia de su necesidad de independencia política y económica respecto de los
hombres. Se hacía énfasis en el aporte positivo que la mujer puede hacer a la sociedad.
Eva afirmaba: «Diría más bien que el mundo sufre en este momento de una falta de
mujeres. Todo, absolutamente todo en este mundo se conduce en términos
masculinos». El feminismo de Eva concebía a las mujeres en sus papeles tradicionales
de esposas y madres, y sin embargo, desde este marco apoyó programas que llegaron
más allá de lo que la Argentina había visto jamás.

Mientras se dedicaba a sus labores en el Ministerio de Trabajo, la Fundación de Ayuda


Social y el Partido Peronista Femenino, Eva mantuvo un horario de trabajo que se
prolongaba desde las ocho de la mañana hasta la medianoche y que la sometía a una
presión constante. Ninguna experiencia previa la había preparado para manejar con
eficacia las disputas laborales y los problemas sociales que intentaba solucionar. De ahí
que sus intervenciones a menudo fueran superficiales y caprichosas. Los hombres de
negocios que temían ir a la quiebra si aumentaban los salarios de sus empleados, de
todos modos fueron obligados a acatar el mandato. En varias oportunidades Eva
dispuso llevar niños pobres del campo a Buenos Aires para alojarlos en los mejores
hoteles y tratarlos como reyes durante unas semanas, al cabo de las cuales debían
regresar a sus casas para enfrentar las dificultades cotidianas de su vida. En muchas
ocasiones, a pesar de carecer de conocimientos médicos, Evita prescribió medicinas a
quienes acudían a verla. Para muchos funcionarios del gobierno de Perón, las
actividades de la primera dama resultaban preocupantes, pero para los miles de
hombres, mujeres y niños que buscaban su ayuda, ella era poco menos que un hada
bondadosa, una especie de Virgen María argentina que respondía a las plegarias de los
fieles peronistas.

Evita, involucrada como estaba con el bienestar social y con los asuntos sindicales,
continuó cultivando el poder en sus facetas económica y política. Con Perón y su astuto
amigo, el hombre de negocios Miguel Miranda, Eva acumuló grandes sumas de dinero a
través de cuestionables negocios de importación. Poco después de llegar a la
Presidencia, Perón estableció el Banco Central, que controlaba la mayor parte de las
transacciones financieras del país, y el Instituto Argentino para la Promoción del
Comercio. Ambas agencias eran dirigidas por Miguel Miranda, quien buscó negociar con
compradores extranjeros de modo que las materias primas argentinas, la carne y el
trigo, obtuvieran mejores precios que los que hasta entonces habían alcanzado. Su
éxito fue notable durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando las
naciones occidentales, con su producción agrícola disminuida por la guerra,
desesperaban por conseguir alimentos a cualquier precio. Sin embargo, se sostuvo, y
con razón, que los beneficios de este incremento en los precios internacionales nunca
llegaron a los ganaderos argentinos. Como resultado, la producción de ganado
disminuyó y la economía nacional se debilitó.

En el otoño de 1947, entre abril y comienzos de junio —época de la mayor demanda de


carne y trigo argentinos en Europa occidental—, Evita se embarcó en una gira
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semioficial por España, Italia, Suiza y Francia. Durante dos meses y medio,
acompañada de una gran comitiva que incluía a sus amigos, los Dodero, fue
condecorada y agasajada. En España, el generalísimo Francisco Franco le otorgó la Gran
Cruz de Isabel la Católica, mientras Evita, con un largo abrigo de visón, sudaba bajo el
calor estival de Madrid. Durante el trayecto, enviaba discursos radiales a las mujeres de
cada uno de los países a donde llegaba. Después de que el papa se negara a
condecorarla por su trabajo a favor del bienestar de los necesitados y enviara cálidos
saludos a las damas de la Beneficencia, Evita mostró su desilusión al pronunciar un
discurso bastante amargo ante las mujeres italianas. En Francia fue recibida
amablemente y se le concedió la atención que los franceses tradicionalmente prestan a
las mujeres bellas. Uno de los comentaristas parisinos, sin embargo, comentó: «A pesar
de la belleza de la señora de Perón, sería más bienvenida si hubiera llegado vestida de
carne congelada». El atractivo de los productos agrícolas argentinos no bastó para
persuadir a Gran Bretaña de recibirla con los honores que Evita exigía. Después de
negociar con el palacio de Buckingham desde París, Evita decidió evitar Inglaterra y
navegó rumbo a Brasil y Argentina.

Mientras ella estuvo ausente, algunos sectores del ejército intentaron persuadir a Perón
de que limitara las actividades de su esposa. Él se negó a hacerlo. Por su parte, Evita
estaba cada vez más decidida a consolidar su poder político. Toda persona que
representaba una amenaza a su control desaparecía rápidamente en el exilio o era
reducida a prisión. Cipriano Reyes, el partidario de Perón en el Sindicato de
Empacadores de Carne, fue acusado de participar en una conspiración para asesinar a
Perón y fue encarcelado de inmediato. El coronel Domingo Mercante, testigo de boda de
los Perón, debió exiliarse cuando se conocieron sus ambiciones de ocupar la
vicepresidencia. Juan Atilio Bramuglia, peronista leal, fue exiliado cuando ganó
reconocimiento internacional como delegado de la Argentina ante las Naciones Unidas.
Incluso Miguel Miranda, el consejero económico de Perón, se vio obligado a huir en
secreto a Uruguay cuando un comentario que hizo en una fiesta despertó la ira de
Evita.

La primera dama no se limitó a expatriar a los oficiales que parecían tener demasiado
éxito o eran desleales, sino que rodeó a Perón de personas cuya lealtad para con ella
era absoluta. Un amigo de su madre fue nombrado director de Correos y Telégrafos,
cargo que dio a Eva el control sobre todas las licencias de radio en el país. Juanito
Duarte, el hermano de Eva, dejó su empleo como vendedor de jabones para convertirse
en el secretario privado del presidente. Cada uno de sus cuñados recibió un cargo en el
gobierno. El esposo de Blanca, abogado, fue nombrado gobernador de la provincia de
Buenos Aires y luego magistrado de la Corte Suprema. El esposo de Elisa, el mayor
Arrieta, fue elegido senador. Y el esposo de Herminda, antiguo ascensorista, se
convirtió en director de Aduanas.

Para 1951, el control que el peronismo ejercía sobre el sistema de comunicaciones era
absoluto. En 1947 Eva había comprado el diario bonaerense La Democracia, donde
comenzó a publicar regularmente una columna política. Poco después adquirió Radio
Belgrano, la estación donde trabajó alguna vez por 35 dólares al mes. Diarios
independientes como La Nación y La Prensa, de propiedad de ricos argentinos que
criticaban sin descanso a los Perón, fueron amordazados mediante el control que tenía
el gobierno del papel periódico. La Prensa fue reducida paulatinamente de 32 a 12
páginas. En vísperas de las disputas laborales que llevaron a su cierre, en enero de
1951, Perón compró este diario por el cinco por ciento de su valor real. En octubre, La
Prensa, otrora un elocuente enemigo del peronismo, se convirtió en el vocero oficial de
la Federación Laboral Nacional de Eva.

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El poder de Evita llegó a su cima durante 1950. Desde entonces, fuerzas que se
encontraban más allá de su alcance, fuerzas que no podía controlar, comenzaron a
hacerse sentir. Para julio de 1950, su exuberante belleza se había marchitado un poco.
Su semblante lucía ahora pálido y fatigado, imagen que reforzaban sus trajes oscuros y
ajustados y su cabello anudado en un tirante moño. Por aquella época decidió
presentarse como candidata a la Vicepresidencia. Arguyendo que las mujeres habían
obtenido la igualdad de derechos ciudadanos y que ella ya se había desempeñado como
vicepresidenta no oficial, Eva persuadió a Perón de que apoyara su candidatura. El
movimiento fue ganando impulso y el 22 de agosto de 1951 la candidatura Perón-Perón
fue anunciada públicamente. Eva estaba tan segura de su nominación que planeó para
fines de agosto una enorme demostración de cuatro días en Buenos Aires. Se jactaba
de que dos millones de personas vendrían a aclamarla. A pesar de que el gobierno
prometió transporte, alimentación, alojamiento y entretenimiento gratuitos para
quienes participaran en la manifestación, ésta fue un desastre: apenas llegaron 250 mil
personas. La demostración fue cancelada abruptamente al segundo día.

La oposición a las ambiciones vicepresidenciales de Evita fue tan difundida como


inesperada. El estamento militar argentino se aterró ante la posibilidad de que, en caso
de faltar Perón, el comandante en jefe del ejército no sólo fuera una mujer, sino que
además fuera Evita. Obligado por la irresistible presión que ejercieron los altos mandos
militares, Perón persuadió a su esposa de que retirara su candidatura. El 31 de agosto,
en un emotivo discurso, Eva se dirigió por radio a la nación para justificar su renuncia
con el argumento de que su edad —28 años, según dijo— le impedía candidatizarse
legalmente a la Vicepresidencia. No obstante, en aquel momento tenía 32 años, y la
mayoría de los argentinos lo sabía. Poco después de la transmisión, sufrió un grave
colapso físico y emocional del que nunca se recuperó.

Es posible establecer un paralelo lúgubre entre la salud de Evita y la de la economía


argentina. Años de extravagancia peronista agregados a una racha de mala suerte
tuvieron un efecto tan devastador sobre el frágil cuerpo de Evita como sobre las
finanzas nacionales. Como consecuencia de los tremendos errores de manejo, una
difundida corrupción y dos años de sequía, la producción ganadera argentina cayó y las
reservas financieras nacionales se consumieron. Se emitía cada vez más dinero para
cubrir los gastos del gobierno —incluyendo grandes sumas para la propaganda
peronista— y la inflación resultante eliminó muchos de los incrementos salariales de los
trabajadores. Los alimentos, que siempre habían sido abundantes y baratos,
comenzaron a escasear. Otro síntoma de la mala salud de la economía argentina fue la
caída del peso. En la abundante prosperidad de la posguerra, el peso tenía un valor de
4,8 respecto al dólar. Dos años más tarde, en diciembre de 1949, cayó a casi 16 pesos
por dólar, y para 1951 un dólar llegó a costar 20 pesos.

Poco antes de las elecciones presidenciales de noviembre de 1951, Eva descubrió que
sufría de cáncer. Fue sometida a una operación a comienzos de noviembre, y poco
después Perón fue reelegido con una mayoría del 62 por ciento. Casi dos millones de
mujeres votaron por primera vez en una atmósfera de gran emotividad. Se organizaron
vigilias de oración frente al hospital donde estaba recluida Evita, y en todo el país se
celebraron homilías al aire libre por su recuperación. Durante la campaña, la foto y el
nombre de Evita aparecieron con tanta frecuencia como los de Perón, aunque
políticamente ya no era activa.

La operación de noviembre no consiguió detener el curso de su enfermedad. Durante


sus últimos meses, Eva recibió todos los honores que Perón podía conferirle, entre ellos
los títulos de Líder Espiritual de la Nación y de Capitana Evita. En diciembre de 1951 fue

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publicada La razón de mi vida, que se convirtió en un best-seller y en texto de lectura
obligada en las escuelas y universidades. El 1º de mayo de 1952 pronunció su último
discurso, y en junio, en una limusina descapotada, recorrió la distancia que separa el
Capitolio de la Casa Rosada, donde Perón debía posesionarse por segunda vez. El
ejercicio le exigió un esfuerzo tan grande que se desmayó durante la ceremonia. Menos
de dos meses después, Evita murió.

Las manifestaciones de dolor fueron espontáneas y abrumadoras. Su cuerpo


embalsamado permaneció en cámara ardiente durante los tres años que Perón
consiguió mantenerse en el poder sin su ayuda. En 1955, la recesión económica y la
oposición de la Iglesia derrocaron a Perón. Tal había sido el carisma de Evita, que como
tributo a su recuerdo su cuerpo fue trasladado en secreto durante la rebelión contra los
peronistas. Reaparecería años más tarde, cuando Evita se había convertido en símbolo
de la militancia izquierdista.

Durante los pocos años en que gozó del poder, Eva constituyó una importante fuerza de
cambio. Reconoció a los grupos de amplia base de la sociedad —mujeres, obreros,
familias de clase media baja—, a los que los gobiernos tradicionales nunca habían dado
importancia. Su apasionada defensa de los derechos de los desfavorecidos fue sincera,
pues nació de su propia experiencia como mujer que había crecido sin los beneficios del
dinero y del prestigio en una sociedad gobernada enteramente por hombres y para
hombres.

Es sólo una ironía parcial el hecho de que los grupos de izquierda que militaron 20 años
después de su muerte la hubieran elegido como símbolo. Su devoción por el poder y su
ambición de riquezas disminuyen seriamente su reputación de abnegada abogada de
los pobres y oprimidos. Sin embargo, durante los pocos años que ocupó el escenario
político nacional consiguió materializar un tipo de militancia contra la aristocracia que
después harían suya quienes aspirarían a tomarse el poder luchando contra los grupos
establecidos. En un discurso pronunciado nueve meses antes de su muerte, dijo:
«Nunca he querido, y no quiero, nada para mí. Mi gloria es y siempre será ser el escudo
de Perón y la bandera de mi gente, e incluso si dejo jirones de mi vida por el camino, sé
que ustedes los recogerán en mi nombre y los llevarán como una bandera a la
victoria». En el largo conflicto aún no resuelto entre tradición y cambio en la Argentina,
su nombre, ciertamente, se ha convertido en una bandera, pero no representa tanto la
victoria como la batalla.

FIN

Si te ha interesado esta pequeña biografía de Eva Perón, tal vez quieras leer “Santa
Evita” de Tomás Eloy Martínez. Puedes encontrar información en la siguiente página:
http://www.literatura.org/TEMartinez/TEMartinez.html

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