(…) la crítica moderna nació de una lucha contra el Estado absolutista. Y
ha concluido, en efecto, con un puñado de individuos repasando los libros de los demás. La propia crítica ha quedado incorporada a la industria de la cultura, como «un tipo de relaciones públicas no remuneradas, parte de las necesidades de cualquier gran proyecto empresarial». A principios del siglo XVIII, arriesgándonos a generalizar en exceso, la crítica tenía que ver con la política cultural; en el siglo XIX su preocupación fundamental era la moralidad pública; en nuestro propio siglo es una cuestión de «literatura». Como se lamenta Robert Weimann: «Los críticos académicos han abandonado en buena medida la función civilizadora (…) de la crítica.» (…) Hoy en día, aparte de su función marginal en la reproducción de las relaciones sociales dominantes a través de las instituciones académicas, la crítica ha quedado casi despojada de su raison d’étre (razón de ser). Ya no se ocupa de tema alguno de interés social sustantivo y como forma de discurso casi por entero se autovalida y se autoperpetúa. (Eagleton, T. (1999): La función de la crítica, pp. 121 y ss. Paidos, Barcelona).
De manera que en el siglo XVIII, luego del ascenso de la burguesía al poder
político y de la disolución del poder absolutista de la monarquía, la crítica pasó de los elegantes salones de palacio a los café y los lugares en los que políticos, escritores y artistas de todo tipo establecían ricas discusiones respecto de cualquier tema, incluyendo el Estado y las formas de gobierno más adecuadas para la sociedad que apenas se vislumbraba como un naciente capitalismo industrial. Entonces jugaba, a través de las revistas y periódicos en los que estos «hombres de letras» (nuestros intelectuales de hoy) publicaban sus opiniones, un papel relevante en los cambios que estaban por producirse en la sociedad y en la cultura.
El paso de estas revistas y diarios a grandes empresa divulgadoras de opinión,
hicieron de la crítica un instrumento más del sistema dominante para difundir la «opinión», más que pública, la «opinión publicada» de los intereses de estas empresas de divulgación de discursos. Pasaría luego a las universidades y a los centros de investigación, donde correría el mismo destino. La crítica literaria devino en una suerte de literatura y la crítica del diseño devino en un discurso validador de las corrientes que se imponían desde Europa hacia todo el mundo. El diseño de la Bauhaus no era ni más económico ni más moderno: sólo se ajustaba, de alguna manera, a una era que parecía dejar paso al dominio de la máquina sobre todo tipo de producción. Esa razón moderna provocó una Guerra que comenzaría en España en 1936 y terminaría en Berlín en 1945, dejando un rastro de cerca de 60 millones de muertos. Sin embargo, el discurso de la crítica nos hizo ver como moderno el planteamiento «altamente costoso», austero, despojado de formas ornamentadas de la Bauhaus; y nos convenció de que lo motivaban la razón y la técnica: la barbarie había quedado atrás. Con todo, luego de terminada aquella Guerra, en el mundo han muerto por la misma razón, más de 50 millones de seres humanos y esto ocurre a diario. Ni la sociología, ni la historia, ni las llamadas ciencias políticas han sido capaces de predecir ninguno de estos acontecimientos; una ciencia que sea incapaz de predecir los fenómenos que estudia, no podría entenderse como ciencia. En el caso de la crítica. no ha pasado de ser mera especulación vacía frente a los eventos del mundo contemporáneo. El diseño, en este sentido, se critica a sí mismo a través de los objetos que produce y de los que la propaganda induce a consumir. Como el arte, se ha transformado, en muchas ocasiones, en ese trabajo trasgresor de las formas ocultas de la vida cotidiana, para poner de relieve, precisamente, su irrelevancia.