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ASAMBLEAS POPULARES EN ARGENTINA (I PARTE)

Cristina Feijóo y Lucio Salas Oroño.

¿QUÉ SON LAS ASAMBLEAS?

“No somos nada, queremos ser todo”

Las asambleas surgen en los últimos días de diciembre de 2001 y a lo largo de


enero de 2002 como un intento de organizar la furia popular expresada
espontáneamente en los llamados “cacerolazos”.

Las jornadas de lucha callejera de entonces evidenciaron la potencia de la movilización


de millones de personas que reaccionaban ante una crisis sin precedentes de toda la
sociedad argentina; lo que emergía con mayor virulencia era la bancarrota del Estado y
sus instituciones representativas, extendida a los tres poderes propios de la organización
republicana. En ese sentido, la motivación más evidente para la creación de las
asambleas fue de tipo tradicionalmente político: se cuestionaba a las formas del poder, en
primer lugar al gobierno ejecutivo -que no pudo soportar la presión-, pero inmediatamente
también a los poderes legislativo y judicial, vistos con perfecta intuición como conniventes
con el ejecutivo.

La consigna que expresaba este múltiple cuestionamiento era la de “que se vayan todos”,
coreada por millones desde las primeras jornadas del alzamiento popular.

Cuando se comienza la construcción de las asambleas -en la mayoría de los casos


desde la nada, en unos pocos en base a grupos de “vecinos autoconvocados ya
organizados desde antes-, se hace evidente que la crisis de la sociedad argentina no
se limitaba a las formas institucionales del poder, a los mecanismos con que
supuestamente se representaba la voluntad popular, sino que abarcaba todos los ámbitos
de la sociabilidad, a todo el sistema de socialización, a todos los aspectos de la vida
social y del imaginario de los argentinos. Fue la misma intención de cuestionar un
poder lejano y ajeno la que hizo que “los vecinos” se organizaran desde esa
condición, que les permitía reconocerse por razones elementales de cercanía y, a su
vez, poner distancia con un poder autista que giraba en torno a sus propias necesidades,
totalmente escindido de los deseos de quienes debían representar o defender; la
autocalificación de “clase política”, con la que los integrantes del poder venían desde
hacía años llamándose a sí mismos, adquirió para quienes no participaban de ella toda su
dimensión de realidad.

Pronto se haría claro que esa caracterización de “clase política” era instrumentalmente
eficaz, pues permitía volver contra ella toda la furia contenida ante la impresionante
degradación de las condiciones de vida. Sin embargo, y en medio de un proceso que
todavía está en curso en las asambleas a mayo de 2002 -y que seguramente durará
mucho tiempo-, la propia práctica de las discusiones comenzó a evidenciar que los
verdaderos factores de dominación en la sociedad argentina no reposaban en esa
supuesta “clase política” sino en el poder económico, cuyo núcleo sólo “gerencialmente”
estaba constituido por actores argentinos ya que lo formaban los bancos extranjeros, las

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empresas productivas y distributivas transnacionales y los grupos -también foráneos- que
se habían hecho cargo de los principales servicios públicos.

Con todo lo despreciable que pudiera ser el papel cumplido por quienes ejercían los
poderes del Estado, su impotencia para dar algún tipo de soluciones a la crisis -cosa que
tal vez deseaban, al hacerse evidente que ahora les iba la vida en ello- hacía evidente
que su poder de decisión era irrelevante y que si el “espectáculo político” que brindaban
era consentido por el verdadero poder era sólo en la medida en que fe resultara funcional.

Este aprendizaje, que implicaba el hacer conscientes intuiciones que estaban en la


mayoría, puso a los integrantes de las asambleas ante sus verdaderas tareas:
inducir cambios en el poder político -como se logró en diciembre de 2001 con la caída
del presidente de la Rúa-, o incluso forzar cambios en la administración de justicia -la
Suprema Corte estuvo a punto de renunciar en enero de 2002- no era suficiente, pues los
reemplazantes harían más o menos lo mismo.

El verdadero problema radicaba en las relaciones más profundas existentes en la


sociedad argentina, en la producción de bienes y su distribución, en una
organización de la vida social que era suicida para la mayoría de la población. Las
asambleas, que habían surgido al impulso de una reacción política, fueron
inevitablemente conformándose como organismos sociales, que desde esa condición
“hacían política”, sí, pero una política que por necesidad debía ser radicalmente distinta.

En este aspecto, las asambleas barriales seguían el curso que desde hacía algunos años
habían adoptado los piquetes de trabajadores desocupados: partiendo de su base local,
territorial si se quiere, comenzaban a cuestionar el poder en función de comprender que
debían ellos mismos hacerse cargo de su existencia si es que querían sobrevivir. Puestas
ante esa tarea, las asambleas se encuentran con el desolador panorama de la
desarticulación social, que había alcanzado tal grado que casi podría hablarse de
disolución. El proceso iniciado en 1976 había arrasado con el entramado de
organizaciones trabajosamente construido hasta entonces: en 2002 habían prácticamente
desaparecido las juntas vecinales, las asociaciones de fomento, las bibliotecas populares,
los clubes barriales, las actividades parroquiales, las sociedades mutuales y cooperativas.
En medio del páramo de la organización y representación social, lo único que subsistía
eran los sindicatos y los partidos políticos, a los que con toda justicia los asambleístas
consideraban como inútiles -cuando no contrarios- a cualquier empresa de resistencia al
aniquilamiento y de reconstrucción social.

La responsabilidad por esta devastación era en parte debida a los factores del poder real:
el entramado de organizaciones sociales era disfuncional al proyecto puesto en marcha
en 1976, que impuso sus bases con los métodos brutales de la dictadura. Pero había
continuado al mismo ritmo desde la redemocratización del país en diciembre de 1983
gracias a que se apoyaba -especialmente durante los años del menemismo- en la
extraordinaria victoria lograda en el terreno del imaginario colectivo: la idea de la
solidaridad social, bastardeada en los discursos de Alfonsín y de la Rúa y directamente
rechazada en el de Menem, había cedido el espacio mental a los espejismos del
individualismo más craso.

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La ilusión inmediatista del “salvarse solo” desplazó en el alma y el corazón de
demasiados argentinos a la larga constatación de que eso sólo era posible con la
acción colectiva, con la ayuda mutua; en la Argentina del 2000, las ideas dominantes
eran las de la clase dominante, las del neoliberalismo. Con resistencias en algunos, con la
intuición de la necesidad en otros -los más “vecinos”, los más ligados al medio territorial-,
las asambleas han ido de a poco asumiendo esta situación y el hecho de que deben
encarar simultáneamente todas las tareas que antes cumplían los organismos que han
desaparecido; más que “querer ser todo”, los asambleístas sentían que “debían serlo”. En
el nuevo contexto, conceptos antes legítimamente rechazables como el del
asistencialismo y hasta el de la caridad perdían sentido, pues cualquier forma de
solidaridad se hacía necesaria para subsistir; de allí que tantas asambleas hayan
instrumentado compras comunitarias de alimentos o hayan organizados ollas populares
en sus zonas de influencia. En cuanto organismos sociales conscientes de los problemas
inmediatos -en tiempo y espacio-, las asambleas no se centraban en la forma tradicional
de “hacer política” sino que reinventaban la política en sentido amplio, como búsqueda del
bien común.

Lo que son las asambleas a mayo de 2002

Procuramos describir un proceso en curso, con diversos grados de concreción en las


distintas asambleas, y que se expresa en un trabajo de campo de abril de 2002 en el que
se hacía el recuento de los “cacerolazos” que se habían realizado. A finales de
diciembre de 2001 fueron 66 por día; en enero de 2002, 22; en febrero, 11, y en
marzo 4 “cacerolazos” diarios. Estas cifras evidencian que las asambleas,
protagonistas principales de este tipo de acciones, habían ido cambiando no sólo
de métodos sino de orientación para su actividad: se volvían hacia su base
territorial, hacían el aprendizaje de las necesidades de los vecinos e intentaban
idear y concretar soluciones. Estas nuevas respuestas no sólo encaraban el problema
inmediato de la alimentación sino que se extendían a áreas sensibles como las de la
salud y la educación, procurando que los sistemas existentes no se terminaran de caer en
pedazos e intentando aportar nuevas ideas para su reconstrucción.

Más allá de esto, en pocos meses las asambleas han puesto en marcha miles de
pequeñas iniciativas de tipo cultural -festivales, talleres artísticos y literarios,
revistas y boletines, jornadas abiertas de debate de los problemas nacionales-
signadas todas por el intento de reinstalar los valores solidarios. Lo que
estratégicamente puede ser aún más interesante es la discusión -e instrumentación en
algunos casos- de emprendimientos productivos colectivos, algunos de índole
autoeducativa (como pueden ser las huertas orgánicas) y otros pocos en los que se
generan productos comercializables, dando trabajo a algunos desocupados de la zona.

Tal vez este último tipo de proyectos es el que ha puesto a las asambleas ante sus propias
limitaciones, y las ha hecho ir comprendiendo que “no pueden ser todo”, y que los
ideologismos desde los que se las concebía como únicos -junto a los piqueteros-
instrumentos para la reconstrucción social no se correspondían con la realidad. El único
estudio que conocemos sobre su real implantación es el difundido a mediados de
marzo de 2002 por el Centro de Estudios para la Nueva Mayoría, la consultora de
Rosendo Fraga; sus datos debieran ser leídos críticamente, como todos los otros

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provenientes de institutos y organizaciones dependientes del poder. Sin embargo, y
refrendados por otras fuentes inorgánicas, nos permiten reconocer una tendencia. De
acuerdo al estudio, funcionaban entonces 272 asambleas en todo el país: 112 en la
Capital Federal, 105 en la provincia de Buenos Aires (la mayoría de ellas en el “primer
cordón” del suburbano bonaerense), 37 en la provincia de Santa Fe, 11 en Córdoba y
pequeñas cantidades en otras provincias. Según este informe, no habría asambleas en
Tucumán, Salta, Jujuy, Santiago del Estero, Mendoza, San Juan, San Luis ni en el Sur.
Esto seguramente puede ser refutado con el conocimiento de que sí existen algunas
asambleas en esos lugares pero, repetimos, nos da una imagen tendencial que nos
muestra dónde las asambleas se han implantado mejor. En la Capital Federal, donde vive
menos del 10% de la población, funcionarían el 41% de las asambleas de todo el país, y
si se les suman las del gran Buenos Aires estamos ante un 75% del total, cuando la
población de la zona es de menos de 1/3 del total de la Argentina. Incluso dentro de la
ciudad de Buenos Aires es muy marcada la diferencia de desarrollo entre, genéricamente,
“el sur y el norte” (apenas hay una asamblea en Villa Lugano), aunque es muy fuerte su
implantación en barrios medios porteños como Almagro y Villa Crespo, Boedo y Palermo.

Estos datos debieran ser matizados con los que surgen de un estudio de Gallup,
que revelan que las asambleas -y su metodología, sintetizada en el estudio por los
“cacerolazos”- cuentan con una amplísima simpatía social, cercana al 80%. Por
contraste, los piqueteros -y su método del corte de rutas- gozan de la simpatía de
un 40% de la población, lo que implica una creciente aceptación de su realidad a la par
de la continuidad de la desconfianza de los sectores medios y el oculto terror de quedar
librados o asimilados a su situación. Las conclusiones sociológicas que pueden extraerse
de estas mediciones son múltiples; limitémonos aquí a retener lo obvio, que es la
potencialidad futura que tienen las asambleas, y la influencia que su actitud solidaria tiene
ya en el conjunto de la sociedad argentina, al triunfo ya logrado en el terreno del
imaginario y de los valores: el individualismo neoliberal está en retroceso, aunque ni
remotamente esté ganada “la batalla final’.

En el balance debiera agregarse que las asambleas fueron capaces de “recuperar” su


organismo coordinador -la Asamblea Interbarrial, controlada en los primeros meses de
2002 mediante prácticas aparatistas-, y que abandonaron su inicial vocación de
movilizarse solas - expresada en los “cacerolazos” de todos los viernes en Plaza de
Mayo-, y fueron capaces de confluir con otros actores en a gran manifestación de repudio
al golpe del 24 de marzo de 1976, y de participar en su mayoría -80 asambleas- en un
acto por el Primero de Mayo.

Las asambleas como parte del movimiento social

El descubrir que no es posible abarcarlo todo como protagonistas exclusivos va llevando a


las asambleas a comprender que son parte -sustancial, por cierto- de un movimiento
social más amplio en gestación, de un movimiento que ya existe aunque todavía no se
nombre a sí mismo. De ese movimiento participan no sólo “lo nuevo” de nuestra realidad
social, como son los piquetes y las asambleas, sino también los “restos” de la antigua
organización social que están en vital oposición a la masacre instrumentada por el
neoliberalismo: sectores del movimiento sindical, asociaciones culturales, ecologistas y
feministas, y las representaciones aún inorgánicas de mil intereses específicos pero

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legítimos que atraviesan la sociedad. Entre ellos, también, las organizaciones políticas
que enfrentan este modelo -con distintos grados de profundidad en su cuestionamiento-,
fundamentalmente los partidos de izquierda.

El problema con estos partidos políticos es que no terminan de comprender la


dinámica horizontal del movimiento social, y lo piensan como ampliación de sus
propias organizaciones; sin atribuirles intenciones malignas, constatemos que tienden a
desarrollar -no sólo en el seno del amplio movimiento social, sino hasta en las propias
asambleas y muy especialmente en su órgano coordinador, la Asamblea Interbarrial-
prácticas hegemonistas, de control político para la “correcta” aplicación de sus líneas
políticas, definidas ya hace tiempo pero de una vez y para siempre. La experiencia
internacional del movimiento social confirma que es un problema con el que hay que lidiar,
pero que puede irse resolviendo; el Segundo Foro Social Mundial realizado en Porto
Alegre en febrero de 2002 -del que participaron 65.000 personas de los cuales casi
15.000 eran delegados de 150 naciones- demuestra que es posible y fructífera la
convivencia entre algunos partidos políticos y las organizaciones sociales dentro del
movimiento social; los casos del Partido de los Trabajadores en Brasil y de Rifundazione
Comunista en Italia parecen ejemplificar esa posibilidad.

La importante presencia del movimiento social en el Brasil -organizaciones


ecológicas y feministas, agrupaciones de base urbanas, campesinos sin tierra,
niños de la calle, ocupadores de viviendas y de tierras, grupos religiosos
contestarios, más de 200 emisoras radiales comunitarias, etc.- está caracterizada
por su compleja relación dialéctica con el Partido de los Trabajadores (PT), al que la
mayoría de los integrantes de organismos sociales está también afiliado. Estas relaciones
se tensionan en la medida en que el PT se acerca al poder y sus dirigentes se van
alejando de las formas de vida de las bases partidarias, mientras que los activistas
sociales radicalizan su intento de ir resolviendo desde la sociedad misma los problemas.
El mejor ejemplo de esta tensión, que hasta ahora no neutraliza la alianza, es el
Movimiento de los Campesinos Sin Tierra (MST), que ya concita a más de 3 millones de
brasileños que hacen su vida dentro de él, pues es el mismo MST el que organiza
servicios de salud y de educación (bajo la metodología de Paulo Freire).

En el caso italiano, Rifundazione Comunista -un partido de mucho menos peso que el PT
brasileño- participa de lo que es hoy la única oposición al neoliberalismo filofascista de
Berlusconi: las movilizaciones de millones de italianos de los últimos meses han sido
coordinadas por el Foro Social de Italia (ampliación nacional del de Génova), que incluye
en su seno a las fracciones del movimiento sindical que no están comprometidas con el
poder.

La discusión de la cuestión del poder del Estado y de qué hacer eventualmente con
él son centrales para las asambleas y para el movimiento social argentino. No es
sólo la presencia en él de los partidos políticos, sino más bien una larga herencia de
concebir las soluciones a los problemas sociales como algo que debe esperarse de la
acción del Estado, lo que determina la persistente tendencia a pensar que “todo pasa por
allí”. Las fórmulas mecanicistas de “estatizarlo todo” siguen siendo preponderantes, aún
cuando la realidad esté diciendo a gritos que el Estado argentino está quebrado, sin
capacidad para dar respuestas a la sociedad. Pese a su evidencia, no se termina de

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comprender que los poderes del Estado son puro espectáculo, y que las fuerzas reales se
mueven -en un sentido y en otro- por fuera de él. Esta crisis de la función estatal, que va
más allá de la representatividad, es mundial, pero en el caso argentino la insuficiencia se
acentúa por la falta de la condición material que determina la viabilidad de un Estado en el
contexto capitalista: un mercado interno suficiente para basar en él la producción
económica.

Ya los emancipadores -Bolívar, San Martín- intuyeron esta limitación, compartida


por todos los latinoamericanistas del siglo XX; la necesidad de construir una nación
común es una exigencia de la realidad más que de las concepciones ideológicas.
Sin tener esa nación, las limitaciones universales del Estado para dirigir o siquiera
administrar la construcción de una sociedad al servicio de las mayorías se duplica. De allí
que el actual gobierno tenga tal incapacidad de maniobra, que ni siquiera le permite
implementar políticas económicas paliativas dentro del sistema capitalista, que morigeren
la destrucción social emprendida por el neoliberalismo (Plan Fénix de los docentes de la
Facultad de Ciencias Económicas, propuestas de Daniel Carbonetto y su grupo, del
Frente Nacional Contra la Pobreza).

La cuestión del poder del Estado, intensamente discutida en las asambleas, se relaciona
como decíamos con el qué hacer con él; a estos efectos, muchos asambleístas -en
función de viejos prejuicios o de la desorientación propia de organismos “en fundación” y
de prácticas nuevas- han resuelto, a veces formalmente, que hay que hacerse del poder
para construir el “socialismo”. Este socialismo consistiría fundamentalmente en la
reestatización de las empresas de servicios públicos, de la banca y el comercio exterior.
Parece obvio que, así definido, este socialismo no tiene nada de socialismo, como que
sus recetas han sido implementadas en muchos países -incluyendo la Argentina- en
períodos anteriores del capitalismo, y que durante la crisis de los años 1930 sirvieron,
precisamente, para salvarlo. Más aún: muchas de las empresas privatizadas hoy quieren
ser reestatizadas, y el ejemplo más claro es el de la proveedora bonaerense de aguas
corrientes Azurix (dependiente del grupo norteamericano Enron, suprema muestra de la
corrupción neoliberal), que fue “reestatizada” por la provincia de Buenos Aires pero sigue
siendo gerenciada por Azurix.

Esto demuestra que la reestatización puede ser una forma hueca, que socializa las
pérdidas y sigue reservando las ganancias, y que lo necesario no es estatizar los
principales resortes económicos sino socializarlos, en muchos casos a través de
cooperativas y mutuales, y sólo en circunstancias muy determinadas apelando a la
estatización. Esta posición, hoy en franca discusión por las asambleas, implica también
la lectura de ciertas lecciones del siglo XX que no pueden ser dejadas de lado. Rodolfo
Walsh decía que:
nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan
historia. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la
experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como
propiedad privada cuyos dueños son los dueños de las otras cosas. Esta vez es posible
que se quiebre ese círculo.

La desgraciada verdad es que entonces el círculo no se quebró, y que pasaron 25 años


de culto al olvido, a la frivolidad y al individualismo de los que nadie puede considerarse

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enteramente exceptuado. En medio de los sueños y utopías que se agitan en las
asambleas, en medio de la ruptura con esos valores y la intuición de que a dominación
de los globalizadores neoliberales no es más que un intento por disfrazar de “natural” su
apropiación de los recursos naturales del planeta y de las riquezas producidas por la
humanidad, la idea de reinstaurar un socialismo a la soviética -o a la china, si se quiere-
implica no sólo desconocer las imposibilidades del proyecto, dadas las actuales
relaciones de fuerzas (el Estado es un tigre de papel a todos los efectos, menos el de
reprimir) sino también olvidar que esos regímenes implosionaron por la falta de
participación y satisfacción popular, por las relaciones de dominación que implicaban -de
unos países por otros, y de castas burocráticas dentro de cada país- y por el fracaso de la
planificación económica central, dirigida por el Estado (por mucho que se llamara Estado
proletario). Si hemos de seguir apelando a la utopía del socialismo, debemos considerar
que debe ir siendo redefinido sobre la marcha; el propio Fidel Castro reconoció
últimamente que no hay nada parecido a un modelo unívoco.

Un futuro para las asambleas

Comencemos por afirmar: los futuros que valen la pena son los que se construyen,
los que van realizando paso a paso nuestros sueños. De allí que lo más importante
que se debe decir con respecto a las asambleas es que es necesario participar de
ellas; el análisis anterior no se basa -sólo- en teorías e intuiciones, sino en la
perspectiva que aporta el ser, trabajosamente, asambleísta de base. Es difícil de
transmitir el mundo de sensaciones a veces opuestas que genera esa participación: el
dulce sabor de los pequeños aciertos, de las cosas que salen bien, y la amargura de lo
desgastante, de la penosa forma en que percibimos cómo aún está presente en muchos
el individualismo imperante, que seguramente refleja el que no vemos en nosotros
mismos. Lo notable es que las asambleas hayan subsistido a semejantes tensiones, a los
intentos de ser manipuladas, y que cuenten con “núcleos duros” fundacionales que están
empezando a discernir las funciones que les competen y a desarrollar las nuevas redes
de lo que, confiamos, será nuestro futuro entramado social.

El camino es el de la horizontalidad organizativa, el de la autonomía con respecto a


los partidos políticos y el Estado, el de la participación igualitaria de cada
ciudadano, de esos ciudadanos que prefieren llamarse “vecinos” porque rechazan -a
veces hasta grados exasperantes- las antiguas formas de nombrar a los agentes y
relaciones políticas. Como parte de un gran movimiento social en gestación -en Argentina
y en el mundo-, las asambleas surgidas en 2002 suponen una histórica respuesta cultural
(dicho casi en sentido antropológico) a la cultura de guerra, de muerte y destrucción
humana y de recursos que imponen por todo el globo los imperialistas neoliberales. Cada
paso que dan las asambleas es expresión de resistencia a ese supuesto orden hecho de
caos, y una afirmación de la posibilidad de contraponerle una cultura de paz, de vida, de
creatividad. Nunca en nuestra historia hemos estado tan mal los argentinos, nunca tan
empobrecidos material y moralmente, y sólo los estúpidos -o los provocadores- creen en
aquello de que “cuanto peor, mejor”. Hasta allí la realidad “objetiva”.

Subjetivamente, si recordamos la situación en la que estábamos hace apenas unos años,


cuando íbamos cayendo derecho hacia esta degradación, veremos que ahora contamos
con más instrumentos de resistencia, que hoy son también parte de la realidad los

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piquetes y asambleas, y que el nuevo movimiento social también se está conformando. Y
esta percepción ayuda hoy a sobrevivir, en una sobrevivencia que podemos hacer que se
preñe de las utopías de una vida nueva.

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ASAMBLEAS POPULARES EN ARGENTINA (II parte)

Cristina Feijóo y Lucio Salas Oroño.

¿HACIA DONDE VAN LAS ASAMBLEAS?

Antes que desde la reflexión, esta pregunta nos sugiere una respuesta desde la
esperanza y el deseo. Nadie sabe hacia dónde van las asambleas, pero los que
participamos en ellas deseamos y esperamos que supere lo que ya son. Ya sabemos
qué son: organizaciones sociales de base, con mayor o menor implante local, y múltiples
vocaciones de intervención en la vida colectiva, incluyendo la vida política. Sabemos que
surgen de un impulso gregario y solidario que el neoliberalismo buscó arrasar, y arrasó
en parte, que contienen un instinto de ruptura y de búsqueda que no se inscribe en una
sola tradición y que resiste cualquier definición simplista. Ahí reside su fuerza y su
originalidad.

Hay una búsqueda radical e innovadora en el impulso que lleva a estos nuevos
actores sociales a la ocupación del espacio público, a la reapropiación de calles y
plazas que habían sido paulatinamente abandonadas por el dominio de la lógica
individualista que asignaba supremo valor a la privacidad y la seguridad. Pese a estar
viviendo en las peores condiciones de inseguridad conocidas, cede el imperio de la moda
“delivery” de consumo a domicilio y vuelve a haber discusiones en los bares. La lógica
“privatista”, que no se conformó con los servicios esenciales, sino que intentó
avanzar hacia todas las esferas de la existencia social, cae ya el 19 de diciembre
cuando los ciudadanos toman la calle en un inédito acto de desafío al estado de sitio. Esa
nueva radicalidad es la partera de las asambleas y subyace en el apelativo convocante de
“vecinos”, que resiste el uso de denominaciones ligadas al pasado -y a su sistema de
pertenencias políticas- y se refugie en una sustentación territorial.

La consigna convocante “que se vayan todos” revela con idéntica intensidad una ruptura
con formas preexistentes de lo político y evoca las perspectivas del mayo francés y su
“pidamos lo imposible”. Estas paradojas se levantan contra las racionalizaciones
neopositivistas, estas indeterminaciones que contraatacan tanto determinismo estéril,
nacen de una rebeldía que busca ser vivida sin molde previo. El “que se vayan todos” no
deja interlocutor instituido en pie. “No somos nada, queremos serlo todo”, dice la bandera
de una de las asambleas. Este “serlo todo” propone una nueva utopía, un lugar que
todavía no está.

Pero nada sale de la nada, por lo que nos parece necesario revisar algunos elementos del
entramado histórico del que el movimiento asambleario es heredero inconsciente. Lo
sepan o no, las asambleas recogen en su primer impulso de rebeldía las
experiencias pasadas, reformulando y resignificando las formas de participación
popular. A veces van hasta más allá de lo conocido: no sólo se refuta desde las
asambleas la forma de representación política, sino que se niega la idea misma de
delegación. Esta radicalidad es, sin embargo, frágil. Soporta la tentación siempre
presente de rendirse ante la lógica del poder, que necesita etiquetar, dar forma y
dirección. Refiriéndose a la contradicción que viven estos procesos nuevos, dice Horacio
González: “Cada irrupción hace un corte transversal, donde se plantean

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responsabilidades nuevas y un abandono del pasado. Un momento inaugural se declara
sin obligaciones con lo anterior, o que es quizá indispensable como protoforma de la
innovación. ¿Pero esa protoforma queda eximida de revisar las proformas anteriores? No
sería bueno que eso ocurriera. El problema es cómo plantearlo sin proponer a cada paso
que se recuerde que hay una historia anterior, porque esto en general lo hacen las
personas llamadas a esgrimir su conocimiento previo como único válido. Hay ahí un punto
sutil en el cual tienen que anudarse las necesidades de lo nuevo y una cierta memoria
anterior”.

Sobre la lucha revolucionaria en los años 60 y 70

Consciente de esta ambigüedad, quisiéramos sin embargo compartir una reflexión ahora
sobre las luchas revolucionarias de los años sesenta y setenta. Más allá de los orígenes
políticos, matices ideológicos y de metodología, la concepción predominante de las
organizaciones populares de aquel entonces descansaba en la centralización de la
toma de decisiones a través de un partido o una vanguardia, condición forzosa para
destruir el centro dominante del Estado y sustituirlo por otro Estado, con otros principios
éticos, políticos y económicos. La idea de la hegemonía de un centro aglutinante que
actuaba como imán y control de lo múltiple y fragmentado, estaba determinada por el
concepto y contexto del Estado-nación desde el que se pensaba la política y se actuaba.

Esta concepción jerárquica era ordenadora de las fuerzas que se organizaban con la
finalidad de suplantar un poder oligárquico o burgués -de acuerdo a las distintas
corrientes- por un poder popular, con lo que se reproducían en el seno de las
organizaciones las relaciones autoritarias propias del poder, justamente porque se trataba
de la toma de un poder y su sustitución por otro. La participación popular aparecía
mediatizada y dirigida por las direcciones partidarias. En el caso de las organizaciones
armadas, la distancia entre las direcciones y las bases era aún más extrema, debido a su
estructura militar de corte vertical; inevitablemente se producía el aislamiento paulatino de
las conducciones respecto de los tiempos, las necesidades y la diversidad del movimiento
multifacético que querían representar. Las urgencias de las direcciones para operar en la
coyuntura política superficial acentuaron la preeminencia de lo militar sobre la actividad
política profunda de base, de la que se extraían los mejores cuadros sindicales,
intelectuales y estudiantiles para integrarlos al aparato militar. De este modo, se debilitó la
potencialidad de los distintos frentes sociales donde se actuaba, pues los métodos de
acción y los tiempos debían asimilarse a la visión general del intento revolucionario, que
quedaba en manos de la conducción. Las urgencias de la lucha por el poder imponían
prioridades situadas dentro de una lógica de acción y reacción y dejaban de lado
aspectos más importantes y definitorios para la transformación de la conciencia, como
son las relaciones más justas entre los sexos, la preservación ecológica y, en general, la
búsqueda de prácticas sociales y culturales opuestas a los valores dominantes. Las
direcciones se fueron aislando de las bases y las organizaciones terminaron por aislarse
de la sociedad.

No hacemos estas reflexiones desde afuera, sino como participantes activos de


esas luchas, con todo respeto por la valentía, la vocación de cambio social y el sacrificio
personal que conllevaban, y con el dolor todavía presente por la pérdida de tantos
compañeros; aun si quisiéramos olvidarlo, allí están las Madres, las Abuelas y los Hijos

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-incluidos los que no hemos recuperado- como recordatorio vivo. Tampoco intentamos
agotar aquí el análisis de la derrota de esas luchas; sus causas son varias y exceden
ampliamente estos comentarios. Lo que deseamos es señalar desde el ahora lo erróneo
de la concepción de lo político-social que adoptamos entonces, un error que creo se
agrava si esa misma concepción pretende ser aplicada en un tiempo signado por la
conversión del capitalismo a su fase neoliberal, con su característico intento de imponer
una inédita hegemonía global.

El neoliberalismo globalizador no implica sólo un cambio político y económico, sino


un fenómeno muchísimo más complejo, reformulador del mundo. El centro del
pensamiento se ha desplazado del hombre (y por lo tanto de la política) a la
economía, a su dinámica ciega de mercados supuestamente transparentes y a sus leyes
asimétricas, poniendo la multiplicidad de lo humano en situación de riesgo y de zozobra.
La macroeconomía se constituye en un cerebro universal autónomo; el flujo de capitales
va y viene sin que parezca posible regularlo, sin control, bajo reglas inaccesibles. El sujeto
social es reemplazado por ese cerebro universal, cuyas determinaciones pasan como un
huracán por las sociedades y las arrasan. Se propone un imaginario ajeno por completo a
lo humano, donde estalla todo intento institucional de integración. Los Estados-nación se
muestran incapaces de reorganizar las fuerzas sociales, y cambian su papel regulador y
mediatizador de la sociedad para convertirse en administradores de las nuevas fuerzas
dominantes que se imponen y someten a las fuerzas sociales produciendo una
fragmentación que ya se vuelve constitutiva de la sociedad posmoderna.

De esta debilidad puede surgir nuestra fuerza potencial. En contraposición con el


pensamiento que sustentábamos en los años setenta, en el que la fragmentación
era vista como una insuficiencia, esta dispersión de sentidos sobre la que se
desliza nuestra vida de hoy puede ser considerada como una plataforma de acción,
la única de que disponemos. Es necesario, entonces, reformular la idea de lo político,
partiendo de aceptar que tras esos fragmentos se encuentra la diversidad, multiplicidad y
complejidad de nuestra sociedad actual.

Esta nueva realidad da origen a un nuevo pensamiento que se va articulando en torno de


las formas y los contenidos de los movimientos sociales, movimientos de rebelión, formas
de resistencia y contrapoder a las que pertenecen, creemos, las asambleas populares. En
sus Apuntes para el nuevo protagonismo social, el Colectivo Situaciones cita estas
palabras del subcomandante Marcos:
Lo propio del revolucionario es la toma del poder con una idea de la futura sociedad en su
cabeza, mientras que el rebelde social -el zapatista- es quien alimenta diariamente la
rebelión en sus propias circunstancias, desde abajo, y sin sostener que el poder es el
destino natural de los dirigentes.

Este razonamiento es novedoso porque abandona el finalismo al que estuvimos


atados, desplazando los sentidos de la acción hacia la ética cotidiana. Se corre el eje
teórico, cambian las prioridades que vuelven a tener en el hombre su sujeto final y no un
mero instrumento de lucha determinista. Se trata de resignificar la condición humana,
aplastada por la concepción de “utilidad” mercantilista. La finalidad está puesta en hacer
éticamente, reafirmando en cada acto la justicia, el respeto por el otro, la humanidad, la

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acción solidaria. Estos principios éticos están por delante de lo político y determinan la
metodología.

El nuevo movimiento de asambleas barriales viene a sumarse a movimientos sociales ya


establecidos: movimientos piqueteros suburbanos de todas las grandes ciudades,
movimientos campesinos como los del norte de Córdoba y Santiago del Estero,
movimientos indígenas como el del Sur y algunos agrupamientos feministas y ecologistas,
cuyos ejes programáticos están puestos en la restitución de la dignidad y la reapropiación
de la sociabilidad desde formas nuevas de entender la comunidad. Estos movimientos se
piensan, en sus búsquedas más acertadas, como organizaciones autónomas, no tienen
como prioridad hacerse con el poder el Estado, y por ello van más allá de las falsas
alternativas de inclusión o de exclusión, son resistentes al nuevo pensamiento
hegemónico y tienden a crear redes de desarrollo en lo educativo, cooperativo, cultural y
social: recuperan el sentido de sus vidas.

Es alentadora la sintonía de estos movimientos nuestros con los nuevos movimientos que
nacen y se desarrollan por todo el planeta, y que emergieron a la atención publica -o
mediática- en 1999 en Seattle, al impedir la realización de la cumbre de la Organización
Mundial de Comercio. Seattle fue un gran acto inaugural del movimiento antiglobal
unificado, pues confluyeron grupos sociales heterogéneos: ecologistas, feministas, grupos
de resistencia urbana, sindicalistas críticos y hasta tradicionales, movimientos agrarios e
indígenas que, en un esfuerzo imaginativo de organización, abandonaron por un
momento su especificidad para mostrar sus puntos comunes de resistencia a la
deshumanización neoliberal.

Los autores de este artículo tuvimos el privilegio de asistir este año al Foro Social
Mundial de Porto Alegre, al que concurrieron más de 60.000 delegados de unos 150
países. Fue enriquecedor e inspirador escuchar el relato de representantes de
movimientos sociales que venían a veces de lugares lejanos, de culturas muy
distintas. Especialmente interesantes fueron los relatos de miembros de movimientos
más asentados, que enfrentaron dilemas similares a los nuestros; escuchar cómo los
pensaron, cómo los resolvieron desde su particularidad cultural y en qué consisten los
ejes del debate actual que internamente desarrollan, pues nadie tiene “todo resuelto
teóricamente”, como creíamos tener antes.

Queremos puntualizar algunas conclusiones derivadas de las prácticas de esos


movimientos, que han ido avanzando en la construcción de espacios de
contrapoder, conclusiones que encontramos relevantes para la experiencia
argentina:

1. El eje de la lucha se ha desplazado de lo político-institucional a lo ético-social y, en ese


ámbito, aparece como fundamental reconstruir las formas arrasadas de la identidad, la
reapropiación de la cultura propia, del lenguaje, de a música, de las costumbres.

2. Los movimientos sociales se conforman sobre la base de sus necesidades concretas,


tienen luchas específicas, y en cada uno de ellos la defensa de la identidad grupal da
sentido a la recuperación de la identidad personal, también arrasada por la cultura
dominante. Esa diversidad es fuente de toda riqueza y no conspira contra construcciones

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de mayor alcance. Por el contrario, los movimientos sociales se articulan entre sí por
afinidades y actúan mancomunadamente cuando es necesario. Prueba de ello son las
masivas manifestaciones recientes contra Berlusconi en Italia, en las que participaron más
de dos millones de personas pertenecientes a movimientos diferenciados -incluidos,
naturalmente, los sindicatos-, que confluyeron en defensa del bien común para volver
luego a las tareas propias de sus intereses específicos.

Tal vez nuestro movimiento asambleario urbano encuentre formas de articulación


con otros movimientos afines y con otros movimientos hermanos de América
Latina. Por el momento, las asambleas son un germen de rebeldía y dignidad. Lo
que sucedió el 19 / 20 de diciembre nos cambió la vida y cambió el curso de nuestra
historia. Sea cual fuere nuestro destino de asambleístas, estamos aquí, persistentes,
inseguros, críticos, rebeldes, los ojos y la mente abiertos a este hecho inaugural de
nuestro nuevo protagonismo.

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