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Realidad, representación e imaginarios sociales

Jorge Manuel Casas

Objetivo: Analizar el carácter simbólico de la “realidad”, el mecanismo y las funciones de la


imaginación, y la consistencia social de lo simbólico.

• “¿Es real la realidad?”


• ¿Por qué para que en realidad haya “realidad” necesitamos lenguaje?
• ¿En qué consiste la realidad simbólica del lenguaje y por qué es necesariamente social?
• ¿Siempre hubo realmente “realidad”?
• ¿Cuáles son las vías imaginarias a través de las cuales imaginamos que nos forjamos
representaciones de lo real?
• ¿Cuáles son las principales prácticas imaginarias que practicamos individual y
socialmente y qué funciones cumplen?

1. Realidad
Como ya ha admitido Thomas de Quincey, muchos temas importantes, sometidos a la luz de una
manera continua, se vuelven cada vez más enigmáticos.1 También la realidad. Cosa curiosa,
porque cuando usamos la palabra “realidad” nos referimos a lo que existe efectivamente, y

1. Thomas De Quincey, “Los oráculos paganos”, en Los últimos días de Imanuel Kant y otros escritos,
Hyspamérica, Buenos Aires, 1986, p. 170.

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nuestras discusiones sobre “lo que pasó en realidad” o “lo que realmente es el caso” deberían
resolverse de una manera muy sencilla: mostrando la realidad.
Y sin embargo, nunca resulta tan simple. El fenómeno no es nuevo (aunque tampoco tan antiguo
como podría suponerse), pero en los tiempos que nos toca vivir (como en otros tantos momentos
de la historia) las inquietudes en torno a la “realidad” se tornan particularmente insistentes, y los
litigios abiertos sobre lo “real” se entablan en los más diversos ámbitos.
Así, cuando en 1996 el Movimiento Zapatista de Liberación Nacional (MZLN) convocó el
Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo (primera
convergencia internacional contra la mundialización neoliberal, a la que concurrieron más de
3000 personas de 40 países), la cita se fijó en un lugar enclavado en las montañas del suroeste
mexicano cuyo nombre es, precisamente, “La Realidad”. Con este gesto, los organizadores
desnudaban la mascarada del “capitalismo con rostro humano” y las bellezas cosméticas de la
globalización neo-liberalizada, oponiéndoles la reunión solidaria de un grupo de gente diversa en
la amarga “Realidad” de la selva Lacandona.2
Tres años después, una tesis análoga sirvió de argumento para una película que fue un éxito de
taquilla: The Matrix.3 Dándole un giro materialista a la imagen platónica de la caverna,4 Matrix
presume que toda nuestra vida es una farsa creada por inteligencias artificiales, una “realidad
virtual” que “nuestras” máquinas nos administran mientras permanecemos enlatados en estado
vegetativo, produciendo energía para sustentarlas. A esa situación llegamos al cabo de una guerra
contra nuestros “Tics” (Tecnologías de Información y Comunicación) que, por supuesto,
perdimos y que acabó con los recursos naturales del planeta. Tal como en el “fetichismo de la
mercancía”, la imagen es muy clara: todo lo que nos parece real es una mentira, y en realidad
somos esclavos de lo que nosotros mismos produjimos.
Pero la inquietud no sólo inflama el pensamiento político revolucionario y consume la mente
afiebrada de los artistas: también afecta el minucioso raciocinio de los científicos “naturales” y
“sociales”. En el mundo académico, la controversia se conoce bajo el nombre de “La Guerra de
las Ciencias” –una parodia por La Guerra de las Galaxias de Lucas.5 En esta contienda están
enfrentadas, por un lado, una importante corriente de la sociología del conocimiento y, por otro,
un grupo de defensores de la “dureza” de las ciencias “duras”. Los primeros sostienen que la

2. Ver http://www.fzln.org.mx
3. Escrita y dirigida por los hermanos Wachowski y protagonizada por Keanu Reeves para Warner Bros., Village
Roadshow Productions, Groucho II y Silver Pictures.
4. Platón, República, 514a y ss.
5. La “guerra” comenzó en 1996, con el “Caso Sokal”, aunque sus antecedentes se pueden rastrear hasta las alarmas
del Doctor Theocharis: Theocharis, T., “Where Science Has Gone Wrong", en Nature, N° 329, 15 de octubre de
1987, pp. 595-598. Ver especialmente Ross, A. (ed.), Science Wars, Duke, Durham/Londres, 1996.

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ciencia es un producto cultural y que, por lo tanto, sus explicaciones de la realidad también lo
son. En el otro rincón, por el contrario, se niegan a creer que la realidad de la fuerza de gravedad
o del triángulo equilátero dependa de nuestra cultura o de su historia. La querella alcanzó su
punto culminante en 1996 cuando el Dr. Alan Sokal, de la Universidad de Nueva York, envió a
una revista de moda (Social Text) un artículo que principiaba sosteniendo que la realidad física
“es una construcción lingüística y social”.6 Tesis un tanto extrema, aun para los “culturalistas” –
que creen que la reconstrucción de la realidad debe adjudicarse a la cultura. El artículo era
insensato (apelaba a una supuesta “teoría de la gravitación cuántica” que tiene la enorme
desventaja de no existir aún) y la revista (que editaba un número especial a favor de los
“culturalistas”) lo publicó insensiblemente. Más tarde Sokal desenmascaró la farsa y adujo el
incidente como prueba de la poca seriedad de los defensores de tesis semejantes. La ola
mediática que desencadenó su estrategia (a pesar de la evidente violación de la ética académica
en la cual incurría) salpicó incluso las playas de Buenos Aires, y el Dr. Sokal, que fue arrastrado
hasta estas latitudes por la corriente, no dudó en invitar a aquellos de sus oponentes que
sostuvieran la hipótesis de que la fuerza gravitatoria era un mero producto cultural, a arrojarse
por la ventana de su departamento (Sokal habitaba un piso 11).
Pero entonces, ¿nadie sabe en qué consiste la realidad? ¿Es posible que vivamos nuestra vida
“real” sin saber de qué se trata realmente? ¿O tendrá razón el doctor Sokal y hay una realidad
determinada ahí afuera? En este capítulo vamos a comenzar indagando la idea de “realidad” y
preguntándonos por qué, a pesar de que la realidad “está ahí”, nos cuesta tanto ponernos de
acuerdo acerca de lo que es real.

1.1. Lenguaje y realidad

La realidad está ahí; nadie lo pone en duda. Incluso el escéptico más extremo, aquel que
sospecha que todo el mundo es un sueño, que este libro y esta ciudad y todas las personas que la
habitan son un producto de su propia mente (es decir, un solipsista, porque cree que sólo él
existe), no puede dudar precisamente de que él duda, y debe aceptar que al menos “eso que
duda” (él mismo) existe en realidad.7
¿Cuándo comienzan las disidencias? Cuando nos preguntamos qué cosas son reales y qué cosas
no lo son –es decir, en cuanto queremos describir lo real– porque, como vimos antes, para cada
cual la “realidad” puede significar algo en cierta medida diferente.

6. Ver Sokal-Bricmont, Impostures Intellectuelles, Odile Jacob, París, 1997.


7. Uno de los primeros filósofos modernos, René Descartes, edificó su filosofía a partir de este postulado. Ver
Descartes, René, Meditaciones Metafísicas, varias ediciones.

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El problema entonces se genera en ese “salto en el aire” que se da entre “lo real” y nuestro
lenguaje, porque el lenguaje es el medio específico a través del cual describimos lo real y le
otorgamos un significado. Hasta donde sabemos, somos el único animal que lo hace; los otros
animales no se comportan del mismo modo –aunque nosotros sospechamos cómo viven porque
también somos animales.
Si, concentrado en estas líneas, de pronto oigo detrás de mí un ruido muy fuerte y muy próximo,
sin decidirlo y sin pensarlo, y antes de saber de qué se trata (se acaba de desmoronar mi
biblioteca), respondo dándome vuelta y orientando todos mis sentidos en dirección a ese
estímulo. Lo mismo sucede cuando espero que un objeto que voy a tomar esté frío y, en cambio,
está muy caliente: inmediatamente lo suelto, incluso antes de pensar en el calor o en cualquier
otra cosa. A menudo decimos que desplegamos estos comportamientos “instintivamente”, y con
ello podemos forjarnos una imagen bastante aproximada de la conducta animal.8 Los animales
experimentan los estímulos tanto como nosotros, pero (hasta donde sabemos) no les atribuyen
ningún significado, sino que simplemente reaccionan de acuerdo con la forma de su cuerpo. Por
eso los animales siempre se encuentran en armonía con el medio en el que viven: los animales
cuya forma no se “adapta” a las exigencias de su medio ambiente, responden de un modo
inadecuado y perecen. Eso es lo que llamamos “proceso de selección natural”. Cuando las
condiciones del ambiente cambian (glaciaciones, caída de meteoritos, sequías) la respuesta de los
animales “adaptados” a las condiciones anteriores dejan de ser eficientes y no logran sobrevivir.9
Imaginemos unos animales que viven de comer pasto. Cuando llega una enorme sequía y
experimentan hambre responden conforme a lo que les dicta su cuerpo: buscando pasto. Pero es
inútil, porque el pasto se secó, y su empeño indeclinable termina ocasionándoles la muerte e
incluso la extinción de la especie. Sólo se salvan aquellos miembros que por casualidad son
“mutantes”, o simplemente “raros”: por ejemplo, los que tienen el cuello muy largo (y entonces
alcanzan las ramas de los árboles) o los que tiene las garras desmesuradamente desarrolladas (y
pueden treparse en busca de alimento). Así “evolucionan” las especies y se constituye la forma
de “nuevos” animales.
Pero nosotros somos un tipo de animal que exhibe un comportamiento distinto. Nuestra
peculiaridad estriba en que somos capaces de inhibir o retardar las respuestas que daríamos por
naturaleza. Si el objeto hirviente que acabo de asir es una taza de porcelana que para mí tiene un

8. El ejemplo es inexacto porque describe un acto reflejo. Si arrojo a través de una ventana a un pájaro que no voló
nunca pero que ya se ha desarrollado lo suficiente como para hacerlo, la percepción visual y sinestésica del vacío
inducirá en él un reflejo de volar. Pero incluso si lo dejo en el suelo de la habitación en algún momento se
“despertará” en él un “instinto” de elevar el vuelo. El reflejo es una reacción mecánica; el instinto una disposición
para la acción.
9. Ver Darwin, Ch., La evolución de las especies, varias ediciones.

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significado muy especial, no la suelto aunque me esté quemando: soy capaz de inhibir esa
respuesta “instintiva” y demorarla hasta después de apoyar suavemente la taza en un lugar
seguro. Del mismo modo, cuando experimento cansancio, no me siento sobre la mesa, aunque
éste sea el lugar más cómodo porque, como me enseñó mi padre, “las mesas no son para
sentarse”, y entonces tienen otro significado para mí. En cambio, mi gata duerme apaciblemente
sobre el monitor de la computadora, porque es el lugar más cálido del escritorio, y para ella no
significa nada, sólo un estímulo grato.
Pero en el momento mítico en que comenzamos a ser humanos las cosas aún no significaban
nada, e incluso ni siquiera había tales “cosas”. Pensemos, por ejemplo, en el cielo nocturno,
colmado de estrellas. Esas estrellas dibujan constelaciones con figuras de animales y de objetos.
Pero si nadie une imaginariamente los puntos de luz en el firmamento, aunque las constelaciones
están ahí “virtualmente”, no están ahí “en realidad” (en la antigüedad las personas pasaban
largas horas contemplando el cielo y “jugando” con las estrellas, tal como nosotros veríamos
televisión; y los navegantes construían figuras para recordar la posición de los astros; así fueron
“naciendo” las constelaciones). Pero “virtualmente” hay infinitas formas en el cielo nocturno,
incluso formas de cosas que aún no existen –y todo ello desde “siempre”.
Algo semejante ocurre con la realidad. La realidad está ahí, pero “sin forma”, inasible, hasta que
no la describimos.10 Cuando los primeros seres humanos inhibieron sus respuestas naturales
tuvieron que observar lo real y “organizarlo” de algún modo, “articulándolo” en un doble
sentido. Primero en el sentido en que por ejemplo se habla de “artículos de limpieza” o de
“artículos del hogar”; es decir, como un conjunto de partes que trabajan juntas, que forman una
unidad, aunque sean independientes y tengan orígenes diversos. En segundo lugar, en el sentido
en que decimos que la rodilla es una articulación, es decir, una conexión flexible, que liga partes
que de otro modo estarían separadas o quedarían rígidas, inmóviles, sin posibilidad de que se
transformaran sus relaciones mutuas.
A decir verdad, el primer sentido de la articulación es algo que también producen muchos
animales: una configuración espacial de cuerpos que se organiza a partir de relaciones
adentro/afuera. Tales cuerpos se diferencian mutuamente a través de la atribución de valores del
tipo “bueno” o “malo” (una valoración afectiva de los objetos en relación con las necesidades
experimentadas por el evaluador). Los cuerpos recortados de este modo son singularidades
equivalentes, que no se relacionan entre sí. Son lo que la psicoanalista Melanie Klein identificó

10. De ahora en más vamos a llamar a la realidad indeterminada “lo real”, y reservaremos el nombre de “realidad”
para las descripciones de “lo real”. Aunque lo real no es accesible para nosotros (debido a motivos que indagaremos
enseguida), sí tenemos experiencias de lo real en algunos eventos para los cuales nos faltan palabras y no logramos
darles forma como, por ejemplo, el amor apasionado o la muerte.

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como “objetos parciales” en niñas y niños de entre seis y dieciocho meses. Para estas niñas y
niños, por ejemplo, todo lo malo es “caca” y todo lo bueno “papa”.11
Pero gracias a las capacidades de nuestros cerebros (tal vez magnificadas por las proteínas extra
obtenidas al adoptar una dieta carnívora mientras nos adaptábamos a la escasez de nuestro menú
vegetal) los seres humanos podemos permitirnos “hacer otras cosas”. En cuanto animales, el
bosque se nos aparece como una configuración espacial de objetos valorados en el plano afectivo
y unidos por relaciones de contenido/continente; pero nosotros, además, les otorgamos
“significado” a esas partes; es decir, les atribuimos una “función” y decimos, por ejemplo, que
tal sección del bosque es un “asiento” y que tal otra parte es una “mesa”. Casi cualquier cosa
puede ser un asiento en el bosque, a lo sumo, un asiento más incómodo, pero asiento al fin. Pero
para nosotros en realidad no. Al atribuirle significado a los objetos hacemos que éstos
comiencen a relacionarse entre sí –porque la “mesa” es lo que no es “asiento” (como me enseñó
mi padre), y viceversa–.
Incluso más: podemos considerar las funciones independientemente del objeto al que se la
adjudicamos, y “comunicárselas” a otros objetos. De este modo, “transformamos el mundo”, y
no sólo tenemos “mesas de dinero”: incluso los restos putrefactos de ciertos animales y plantas
prehistóricas son re-significados como “combustible” (para acabar quemándose en el motor de
los colectivos).
Esta unión de una pieza recortada en el mundo material (significante) y una idea, un concepto
(significado), constituye la estructura elemental de un símbolo. Por eso decimos que las mujeres
y los hombres somos animales simbólicos, porque tenemos la capacidad de producir y reconocer
símbolos (o aptitud simbólica).12 Todos nuestros símbolos son “artículos” que integran nuestro
lenguaje y por eso decimos que disponemos de un lenguaje “articulado”. Los artículos que lo
componen son símbolos; por eso decimos también que el lenguaje es una “red simbólica”,
porque los artículos están “articulados” entre sí como los nudos de las redes de pesca.13
Esta “red” simbólica nos ha permitido vivir una vida inédita en el reino animal. No mejor, ni
peor, sino distinta. En la sección siguiente analizaremos esta red con más detalle, y luego
contestaremos las preguntas que dejamos pendientes en la sección anterior.

11.Ver Jameson, F., Imaginario y simbólico en Lacan, El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1995, pp. 21-22. La
comparación con el desarrollo infantil parte de la hipótesis de que en el desarrollo ontogenético (es decir, del
individuo) se vuelve a actuar el desarrollo filogenético (de la especie). Esto, por supuesto, no significa que los niños
no sean seres humanos (como sugiere el filósofo Peter Singer), sino que ser humano también es ser animal.
12. Ver Cassirer, E., Antropología filosófica, F.C.E., Buenos Aires, 1990.
13. Ver Barthes, R., “Elementos de Semiología”; en Barthes y otros: La semiología, Editorial Tiempo
Contemporáneo, Buenos Aires, 1970.

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1.2. La red simbólica del lenguaje

El lenguaje es una red simbólica al menos en dos sentidos. En primer lugar, la expresión “red
simbólica” es una descripción: el lenguaje se teje “en red” –enseguida veremos cómo–; es una
pluralidad de símbolos. Estos símbolos dependen uno del otro, como los nudos de la red.
Además, la red no tiene una forma cerrada, basta agregar nudos y extenderla: como el lenguaje,
que siempre está dispuesto a vincular nuevos símbolos a su red.
En segundo lugar, el lenguaje también constituye una red simbólica en un sentido figurado: con
la “red” del lenguaje, las mujeres y los hombres “atrapamos” o “pescamos” el mundo, le
conferimos distintos significados, según el tipo de símbolos que lo compongan y las relaciones
que establezcan entre sí. Por eso decimos que el ser humano es un animal simbólico: porque la
respuesta que elabora frente a los estímulos no es directa, ni está determinada por la forma de su
cuerpo, sino que se halla condicionada por la manera en que simboliza los estímulos. Como los
símbolos están entre los estímulos y las respuestas (en el “medio”), y ambos extremos (estímulo
y respuesta) tienen que representarse por medio de símbolos, decimos también que en las
mujeres y los hombres la conducta está mediada simbólicamente. El esquema del
comportamiento humano, entonces, queda así:

CUERPO

ESTÍMULO Red RESPUESTA


Simbólica

Descriptivamente la red simbólica del lenguaje no es toda igual, o lo que es lo mismo, no es


homogénea. Está hecha con retazos de muchas redes que las personas anudan a la red simbólica
de todos. Muchas veces percibimos las heterogeneidades de nuestras redes simbólicas cuando
hablamos con otras personas cuyas redes articulan un sentido distinto en relación con lo real. Así,
nos parece inadecuado el lenguaje de ciertos médicos que se refieren a quienes nosotros más
amamos como si fueran objetos de estudio o puntos de una estadística; así también miramos con
extrañeza a las personas que “cortan” el día de diferente modo (y hacen comenzar su “mañana”
varias horas antes o después que las nuestras).
Esta situación se presenta más claramente cuando queremos traducir significados de una lengua a
otra, que a menudo “simbolizan” de modo diferente lo real y sus significados no pueden

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traducirse, sino sólo indicarse con aclaraciones. O entre dos “familias” de teorías como las
“liberales” y las “marxistas” en el campo del conocimiento sociológico. Cuando los “liberales”
ven las sociedades en las que vivimos, perciben una miríada de individuos autónomos actuando
individualmente en función de sus intereses privados, produciendo la “realidad social” sin plan y
contingentemente, en estructuras que se arman y se desarman como castillos de naipes. Cuando
los marxistas miran en la misma dirección, tienden a ver a la sociedad desplegarse como un todo
a través de sucesivas configuraciones que se suceden según una lógica específica, en la que las
personalidades individuales son notas de color, más consecuencias que causas de la forma social.
Pero la “sociedad” no es “en sí misma” (si esta expresión todavía tiene algún sentido) ni una cosa
ni la otra. O lo que es igual: no podemos saberlo, porque nadie sale de sus lenguajes.
Y aquí es donde se hace presente una de las preguntas cuya respuesta habíamos postergado:
¿nadie sabe en qué consiste la realidad? Éste es un interrogante tramposo porque nos coloca
frente a una alternativa cuyos polos parecen excluirse, cuando en realidad se contaminan y se
solapan mutuamente. Pensemos por ejemplo en la descripción de un hecho. Entro en mi cuarto y
enciendo la luz. La situación parece clara pero, ¿cómo puedo asegurar que mi descripción es la
correcta? Tal vez lo que hice fue encender la luz, pero también es posible que sin saberlo haya
avisado a mi vecina que llegué a casa, y ahora se dispone a visitarme. O incluso puede ser que mi
acción haya desbordado infinitesimalmente la capacidad de gestión eléctrica del circuito que me
abastece de corriente y lo haya fundido, un suceso que finalmente llevará a la quiebra a la
compañía eléctrica: lo que hice fue desalentar la inversión de capitales en el país. También mi
gesto pudo haber matado a miles de ácaros que habitaban la llave, incluida alguna especie que en
este momento se extingue: lo que hice no fue encender la luz, sino limitar la biodiversidad. O al
accionar el dispositivo interrumpí con mi dedo el paso de una energía proveniente de la estrella
Alfa Centauri, impidiendo que ese flujo llegara al otro extremo del universo, y ocasionando así
un desarreglo cósmico que dentro de millones de años acabará con la tierra... ¿Eso hice? No
podemos saberlo por ahora. En todo caso hice infinitas cosas, susceptibles de infinitas
descripciones. En último análisis lo real es inagotable y nuestras descripciones o lenguajes sólo
articulan “algo” de aquello a lo que nos referimos. Pero siempre podemos imaginar otro lenguaje
que “extraiga” de lo real algún otro significado: por eso es importante que todos puedan tomar la
palabra.
Lo mismo ocurre con la descripción de “estados de cosas”. Supongamos que quiero filmar
“toda” la silla en la que estoy sentado: la “silla real”. Mi filmación debería contener todos los
puntos de vista desde los cuales se puede ver la silla: es decir, debería filmar la silla desde todos
los puntos del universo y desde todos los tiempos habidos y por haber. El hecho de que mi

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cámara no lo registre o de que por ahora me sea físicamente imposible ver la silla desde
Ganímedes y dentro de cuarenta años no significa que ese punto de vista no constituya parte de
la realidad de la silla. Por eso exploramos diversos lenguajes para referirnos a los fenómenos,
porque cada uno de ellos “obtiene” de lo real algo que lo otros lenguajes pierden, algo que se
escapa por las aberturas de la malla de otras redes simbólicas. De allí la importancia de entender
diferentes lenguajes para describir fenómenos y de ampliar nuestro “vocabulario”: cuanto más
diversa y amplia es nuestra red simbólica, mayor resulta nuestra capacidad de determinar la
imagen de la realidad, más cosas “vemos” en ella. Y si bien algunas descripciones resultan más
relevantes que otras en ciertas circunstancias, ninguna es intrínsecamente “mejor” (porque todas
están a la misma distancia de “lo real”). Esta circunstancia es la causa de que sigamos hablando
del mundo y de las “mismas” cosas: siempre podemos articular significaciones nuevas sin que
jamás se agote ese “real” que es la ocasión de tantas “descripciones” disímiles.
Porque incluso la descripción más “exitosa” puede ser un engaño. Esto es lo que sucede en el
caso del caballo neurótico. Supongamos que a un caballo se le hace llegar una descarga eléctrica
a través de una placa metálica en el piso de su establo, justo unos cinco segundos después de
hacer sonar una campana. En cuanto el equino detecta la relación, desarrolla un reflejo
condicionado y levanta consecuentemente su pata cuatro segundos después de que se escucha el
sonido. Una vez que esta conducta se instala se puede desmontar el sistema eléctrico, pero el
animal de todos modos levantará la pata cuatro segundos después de la campana. Y para colmo
de males, cada vez que lo haga y no reciba la descarga confirmará su “teoría”. De esta manera su
“respuesta” al problema de la descarga le imposibilitará descubrir que ya no existe tal descarga:
ahora la respuesta es el problema.14 Algo análogo ocurre con nuestros lenguajes: nunca nadie
tiene la “última palabra” y cuando alguien cree que sabe todo sobre algo sólo se enajena de lo
real.
Los lenguajes, entonces, son como nuestros sentidos. La vista, el olfato y el gusto, por ejemplo,
me dan diferentes “entradas” a la “realidad” del té que se enfría en la taza de porcelana que salvé
del desastre. Pero su color “ámbar” no es más “real” que su “dulzura” o su “perfume”, y tampoco
los excluye. Y además, en principio, no es imposible pensar que otros “sentidos” no humanos
pudieran captar otros aspectos del fenómeno que a mí se me escapan. Las teorías funcionan de
un modo similar: sensibilizan aspectos diversos de aquello a lo que se refieren y nos dan
“concepciones” distintas de lo “real”, aunque algunas descripciones sean más relevantes que
otras bajo ciertas circunstancias. De modo que para responder a la segunda pregunta que
habíamos dejado pendiente deberemos decir que sí, que vivimos nuestra vida real sin saber

14. Watzlawick, P., ¿Es real la realidad?, Herder, Barcelona, 1994, pp. 61-62.

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realmente en qué consiste, y que en eso consiste realmente nuestra vida (simbólica). Pero ésta es
sólo otra manera figurada de hablar: la “realidad” tiene una consistencia muy precisa.

1.3. La naturaleza social de lo simbólico


No sólo ocurre que nuestras redes simbólicas pueden pescar diferentes “realidades” en lo “real”;
también se da el caso de que un mismo símbolo de nuestra red significa cosas diversas. Cuando
decimos, por ejemplo, que tuvimos “una hora de clase”, en relación con la red simbólica de la
universidad eso significa que pasamos sesenta minutos juntos. Pero en relación con la red
simbólica de la escuela media, “una hora” significa tan sólo cuarenta minutos.

60 minutos “una hora” 40 minutos

Universidad Escuela

De modo que los símbolos sólo se refieren a algo en función de las relaciones que tienen con los
otros símbolos de la red simbólica que consideramos. Si “atamos” la palabra “hora” en la red
simbólica de la “hora oficial” significa “sesenta minutos”; pero si la atamos a la “escuela”
entonces significa “cuarenta”. Por eso se dice que el lenguaje es un sistema: porque el valor de
cada uno de los elementos que lo componen depende de las relaciones que mantiene con los
otros elementos.15 Si disponemos un “mismo” significante en el interior de relaciones simbólicas
diferentes, se constituyen tantos símbolos como relaciones simbólicas haya. Y lo mínimo que
necesitamos para construir una red son tres símbolos, como en los ejemplos que acabamos de
dar. El tercero es aquél que determina la relación entre los otros dos, no importa por dónde
empecemos a contar.
Tomemos por ejemplo la red simbólica de la derecha y empecemos a contar por cada uno de sus
tres componentes. Una hora significa cuarenta minutos en relación con la escuela. O bien:
cuarenta minutos significan una hora en relación con la escuela. O incluso: la escuela significa
una hora en relación con los cuarenta minutos (significaría “dos horas” en relación con ochenta,
por ejemplo). Por eso decimos que el tercero, es el “intérprete” de la relación entre los dos

15. Esta es una diferencia crucial con el simbolismo que observamos en los animales: para éstos, los estímulos son
señales, pueden tener un significado (como para el caballo neurótico, quien interpretaba el sonido de la campana
como si significara que en cinco segundos sufriría una descarga eléctrica). Pero estas señales no modifican su
“significado” a partir de las relaciones que mantienen entre sí. Otra diferencia radica en que las expresiones
animales no se refieren a estados del “mundo”, sino del cuerpo propio.

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primeros: porque es el que hace la “traducción” de uno a otro. Al primero lo llamamos
“representante” o “significante”, porque representa o significa al segundo en relación con el
tercero. Al segundo lo llamamos “significado”, porque es aquello a lo que apunta el primero por
mediación del tercero. Ésta es la estructura básica de toda relación simbólica. No es de extrañar
que uno de los “misterios” fundamentales de la religión cristiana (para la cual “en un comienzo
fue el verbo”)16 sea precisamente el de la “santísima trinidad”: el Hijo Divino significa al Dios
Padre por mediación de la Divinidad del Tercero, el Espíritu Santo.
Recapitulando: una red simbólica es un conjunto de relaciones simbólicas. Las relaciones
simbólicas relacionan símbolos, y los símbolos tienen dos aspectos: un significante o
representante y un significado. Llamamos “código” al sistema que establece reglas de
combinación, las relaciones entre significantes y significados.
Esta naturaleza de la “red simbólica” también determina que no podamos tejerla solos, porque
necesitamos que “otro” interprete nuestra relación con los fenómenos. A todos alguna vez nos
sucedió que vimos algo sorprendente o desconcertante. Lo primero que hacemos en esa situación
es preguntarle a los demás: ¿vieron eso? Porque no lo podemos creer. Necesitamos un tercero
que interprete la relación entre nosotros, por un lado, y lo que vimos, por otro. Sin esta
mediación de un tercero no podemos asegurar que no hayamos imaginado ese ruido o esas
sombras.
Lo mismo ocurre con nuestras reglas. Si un día determinamos en forma individual ciertos usos
significantes, ciertos significados, mañana ¿recordaremos la regla que habíamos establecido o la
habremos alterado inadvertidamente? Necesitamos que otro lo confirme, o al menos registrar
nuestra atribución para contar con un tercero “virtual” (nosotros mismos, ayer) que interprete la
relación entre los dos primeros. Como decía un filósofo vienés: uno sólo no puede seguir una
sola vez una regla.17 Por eso para desarrollar esta habilidad debemos tener una relación simbólica
con otros seres humanos reales; y si quedamos aislados del resto de los seres humanos por
mucho tiempo, morimos o nos volvemos “locos”: pasamos a habitar un mundo que carece de
consistencia, o al que ya nadie puede llegar.
Otro tanto ocurre con el lenguaje. No habría lenguaje sin relación entre las personas, porque
nunca podríamos saber exactamente qué significan los símbolos sin la ayuda de “otros”, los
intérpretes. Por eso decimos que el lenguaje es “social”, porque nadie puede tener un lenguaje
por sí solo; nadie puede ser humano solo: la humanidad es relacional, es social, como el lenguaje
o lo simbólico. Éste es uno de los argumentos más firmes que los marxistas pueden oponer a

16. Juan, I, 1.
17. Wittgenstein, L., Investigaciones Filosóficas, Barcelona, Crítica, 1988.

11
ciertos liberales: no es posible pensar en individuos autónomos fuera de su relación con otros
individuos dentro de un orden simbólico.
Y así vemos que, si bien “lo real” no es nada determinado hasta que lo determinamos por medio
del lenguaje, esto significa que no se puede decir “cualquier cosa”. La determinación de lo real
debe llevarse a cabo con el concurso de los otros, porque sin ellos no habría realidad alguna.
De aquí también la falacia de la prueba que proponía el Doctor Sokal para establecer la
“realidad” de la ley de la gravedad (arrojarse desde el piso 11). Nadie argumenta que la “ley de la
gravedad” no nos provea de un lenguaje adecuado para interpretar los fenómenos físicos: la tesis
culturalista sólo indica que el hecho de que la ley de la gravedad explique la caída de los cuerpos
no significa ni que la ley de la gravedad “exista” (o subsista), ni que los cuerpos caigan por ello.
La ley de la gravedad es sólo un lenguaje histórico para referirse a lo real, producido por
sociedades con ciertas características particulares; un lenguaje que nos permite encadenar
nuestras acciones con lo real de un modo particularmente exitoso hasta el momento, pero que un
día puede revelarse como parcial o simplemente errónea a la luz de los hechos (recordemos al
caballo neurótico), o resultar simplemente irrelevante en relación con las acciones de otras u
otros.
Pero eso no depende completamente de ninguno de nosotros individualmente. Éste es el matiz al
que nos referíamos al final de la sección anterior, cuando decíamos que la “realidad” tiene una
consistencia muy precisa: la “realidad” tiene una consistencia social. En cuanto seres humanos
sólo estamos en la realidad por medio del lenguaje; es decir, por medio de los otros. Y la realidad
es una construcción cooperativa que todos construimos y nada de ello “es natural”.
Cuando decimos que los seres humanos viven “en sociedad”, est expresión no significa lo mismo
que cuando afirmamos que viven en ciudades o en el desierto: sólo en sociedad hay humanidad,
y sólo a través de lo social puedo concebir un “mundo”. La realidad siempre es una realidad
social, aún cuando, como veremos enseguida, no todas las sociedades humanas se preocuparon
tanto por ella.

1.4. Breve historia de “la realidad”

La imagen del lenguaje que presentamos en las secciones anteriores e incluso el esquema con la
cual la simbolizamos pueden inducir a error. Podríamos creer que el lenguaje es un “programa”
que hay que cargar en un aparato (el soporte biológico) y que a partir de entonces ese dispositivo
comienza a comportarse como un ser humano.
El desarrollo de las niñas y de los niños y los procesos a través de los cuales nos hemos llegado a
comunicar lingüísticamente con algunos simios confirman lo que ya podíamos suponer por el

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hecho de ser cuerpos.18 Como al principio no disponíamos de un código, la primera forma de
comunicación debe haber procedido miméticamente. Mímesis significa “imitación”, pero implica
mucho más que sólo “imitar”. Cuando un loro habla como sus dueños imita la voz humana, pero
cuando una niña o un niño imitan el habla de los adultos no sólo copian como loros la apariencia
de la voz humana, sino que la reproducen, es decir, la vuelven a producir. A esto llamamos
“conducta mimética”. Las obras de teatro no son simples imitaciones de los movimientos
humanos sino representaciones miméticas, en las que los sucesos “vuelven” a suceder. Romeo y
Julieta vuelven a amarse apasionadamente, y los actores siguen explorando y buscando ese amor
para realizarlo nuevamente en escena. En este sentido el arte retiene la conducta simbólica acaso
más antigua de la humanidad: el rito. En el rito las cosas vuelven a suceder, como en la misa
Cristiana en la que los fieles vuelven a comer “el cuerpo y la sangre de Cristo”.19
El rito implica recortar por medio de gestos corporales un evento del mundo, aislándolo de los
demás eventos y extrayéndolo de la sucesión temporal para fijarlo en una secuencia precisa. Los
seres humanos somos capaces de producir este tipo de conductas porque podemos ponernos en el
lugar del otro y vernos a nosotros mismos actuando; o lo que es lo mismo, podemos construir
una relación simbólica y colocarnos en el lugar del intérprete, de modo de controlar
significativamente nuestra producción significante.
Con la mímica del rito las personas comenzamos a producir un mundo. Lo curioso de esta
conducta mimética, que concibe mundos, es que imita algo que no está ahí hasta que no es
imitado (del mismo modo que si “copiamos” la forma de una constelación de estrellas, la forma
“copiada” no está en el original hasta que no hacemos su copia). Aquí estriba el rasgo decisivo
de la conducta mimética, el punto que la distingue netamente de la mera “imitación”. Por eso las
representaciones teatrales son “reveladoras”: nos permiten ver por primera vez algo que no
habíamos visto, aun siendo parte de los acontecimientos. Así, en Hamlet, el crimen del padre se
descubre con su representación teatral dentro de la obra y, avisados de esta circunstancia, los
poderes políticos ejercen una y otra vez la censura: la “mimesis” produce realidad, y al imitarlo
(re)crea su objeto.
Pero si seguimos representando Hamlet, y pensando con él ciertos problemas de nuestra
existencia simbólica, no es porque el cuerpo de los actores se conservó por generaciones,
transmitiéndolo de padres y madres a hijas e hijos el ritual celebrado una noche isabelina en el
Teatro del Globo, sino porque la obra fue escrita y su forma pudo conservarse
18. Sobre el desarrollo Infantil ver Piaget, J., L´epistémologie génétique; París, Puf, 1970. Sobre la comunicación
con los chimpancés ver por ejemplo Gardner-Allen-Gardner: “Teaching Sign Language to a chimpanzee”, en
Science, N° 165, 1969; p. 664-662.
19 Burkert, W., Homo Necans; The Anthropology of Ancient Greek Sacrificial Rituel and Myth; Berkeley,
University of California Press, 1972.

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independientemente del cuerpo de los celebrantes. La materialización lingüística (no
necesariamente escrita) del rito es el mito, que sigue consistiendo en una serie sucesiva de
acciones que ponen en escena un mundo, pero ahora descritas (recortadas) por medio del
lenguaje articulado y de su delicado sistema de proporciones y relaciones. El lenguaje del mito
es un vehículo del saber.
Debido a su claridad, vale la pena repetir un ejemplo muchas veces aducido en torno a esta
circunstancia. Caperucita Roja nos “enseña” que hay un “adentro” amigable y un “afuera “
hostil, en el que se oculta lo que nos amenaza. Pero también nos “muestra” que hay que desafiar
el afuera por amor a los miembros del grupo y que lo hostil es capaz de introducirse “adentro” y
aparecer con la forma de lo más familiar, no para mantener con nosotros una relación entre
personas, sino para usarnos como cosas que lo complacen. Finalmente, un hombre armado tiene
que venir a salvar a todas las chicas.
El mito crea el mundo, distribuye roles y asigna atributos: prescribe conductas. Todo lenguaje
tiene un tenor mítico: cuando un científico habla con aparente objetividad, del “origen del
hombre” proyecta una imagen que “borra” la presencia de las mujeres (otra cosa curiosa, porque
nos originamos precisamente en ellas). Su lenguaje tiene contenido mítico tanto como el de
Caperucita (que atribuye la tecnología al hombre –el hacha–, mientras que la mujer siempre se
asocia a elementos relativos a la nutrición y a la reproducción). Incluso en este artículo hablamos
de “los hombres y las mujeres” y eso también es un mito que muchos reemplazarían por otro con
más posiciones y variantes.
Sin embargo, ni los mitos ni los ritos son “cualquier cosa”. El mito no es sólo un cuento bien
armado. Debe interpelar significativamente nuestra experiencia del mundo y debe “pensar” los
problemas que aquejan a la comunidad, ofreciéndole salidas y soluciones u ocasión de
objetivarlos. Ninguno es “verdadero” o “falso” y sería inadecuado preguntar cuándo pasó la
historia de Caperucita, porque los mitos no pueden medirse “en relación” con la “realidad”: en
todo caso, ellos la producen. Y como debo vivir materialmente en ese mundo, el “mito” tiene un
compromiso íntimo con “lo real”. En el mito, el lenguaje es directamente la realidad, se
confunde con ella, y cuando deja de hacerlo las personas no saben dónde están ni cómo deben
comportarse. En la Argentina, la caída del mito del “primer mundo” puede dar una idea
aproximada del efecto.
La realidad sólo comienza a tener un peso propio en momento críticos como éste. En Grecia,
hasta el siglo VII a.C., las acciones de los individuos y las configuraciones de la realidad se
regulaban a través de una amplia tradición mítica. La socialización de las clases “educadas”
estaba guiada por lo que luego serían la Ilíada y la Odisea de Homero: un conjunto de relatos

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míticos en la que uno podía aprender qué grupos de personas componen la comunidad, cómo
casarse, cómo cortejar, cómo navegar, cómo cocinar pescado y poner la mesa y cualquier cosa
que uno necesitara para vivir. Ese ciclo mítico daba forma al mundo de los griegos, y también a
sus relaciones sociales y políticas.
Pero en el siglo sexto ocurrieron dos procesos que ocasionaran una catástrofe de dimensiones
inimaginables.20 La estructura tradicional de la comunidad griega (señores invasores convertidos
en terratenientes ricos y pobladores locales, transformados en vasallos pobres) se vio conmovida
por dos circunstancias distintas. Por un lado, el poderío de los terratenientes fomentó el comercio
y la navegación y dio origen a una capa intermedia de comerciantes y armadores de buques que
buscaron nuevos horizontes. Por otro, el cielo del este se ensombreció y la presencia unánime de
un enemigo numeroso hizo temblar la prosperidad de Grecia: se aproximaban los medos.
En la sociedad griega, los señores monopolizaban la tecnología y el arte de la guerra, de modo
que un señor era capaz de vencer a muchos, muchísimos, vasallos. En la sociedad meda también,
con la diferencia de que los vasallos de los medos, los persas, eran mucho más numerosos, y los
“señores” griegos nada podían contra ellos. Esta situación económica y militar habría implicado
el desastre completo de los griegos si no se les hubiera ocurrido organizar el ejército según una
modalidad nueva, la “falange”, cuyo poder no se asentaba sobre las cualidades excepcionales del
héroe sino sobre la coordinación de un grupo de hombres iguales, con funciones intercambiables,
como los que estaban dominando la vida económica. Con la falange, los griegos detuvieron por
más de un siglo a sus enemigos y forjaron una liga muy influyente, con importante peso
geopolítico.
Pero la igualdad que introducían estos cambios minaba la estructura tradicional de la sociedad.
La jerarquía de los señores dejaba paso a la democracia; los palacios centrales rodeados por las
habitaciones de los más pobres cedía ante el empuje de las plantas cuadriculadas, con lugares
equivalentes para todos. Y este proceso no podía menos que dañar al vehículo de saber (el mito),
que enseñaba otra cosa. De hecho todo el relato de la Ilíada se desencadena como resultado de la
desobediencia y la falta de respeto a las jerarquías (divinas y humanas). Pero no había más
jerarquías. De modo que cabía dudar de los mitos y de la tecnología asociada a ellos (la magia).21
Como los mitos contenían la suma del saber sobre el mundo, la solución no podía consistir en
deshacerse de ellos, sino en compararlos con “la realidad” para quedarse con su contenido
“verdadero” y desechar los pretendientes falsos. Así que había que encontrar una manera de

20. Ver Vernant, Pierre: Los Orígenes del pensamiento griego, EUDEBA, Buenos Aires, varias ediciones.
21. La tecnología, en sentido amplio, es una técnica basada en un saber. Cuando el saber es el mito, la tecnología es
la magia, porque se trata de influir a las potencias adecuadas del modo adecuado para ocasionar un efecto en el
mundo (técnica).

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hablar de “la realidad” independiente de los relatos –y no se podía tratar de un monólogo como
el de los sacerdotes, porque todos querían intervenir, en cuanto iguales, en la determinación de la
realidad.
Así nació la filosofía y la investigación filosófica de lo “verdadero”. Aunque, curiosamente, la
verdad es un mito. Sucede que los filósofos eran personas que podían dedicarse a pensar
mientras sus esclavos trabajaban (los esclavos no eran iguales a nadie, eran simbolizados como
“cosas”), de modo que, en cuanto “amos”, estaban marginados del proceso de producción
concreta del mundo. La posición del filósofo era entonces la de un “contemplador externo”, y de
hecho la palabra teoría originariamente se refiere a la observación de un terreno desde un sitio
elevado. Ahora bien, cuando observaban el mundo, los filósofos descubrían proporciones y
orden, y nunca se imaginaron que tal cosa podía ser el producto del trabajo material y simbólico
de sus sirvientes. De modo que alguien más debía haberlo hecho, alguien a la altura de ellos, es
decir, a la altura de dioses. El mundo, entonces, tenía una realidad ahí afuera, independiente de
la voluntad de los hombres (las mujeres eran excluidas de este juego). Una realidad imaginada
por una mente superior o por una “necesidad” casualmente perfeccionista (como en Leucipo y
Demócrito). Los filósofos debían encontrar un lenguaje adecuado para hablar de esa realidad y
así comparar el lenguaje humano con él: eso sería la verdad. La falacia consiste en que el
lenguaje de los filósofos también es un lenguaje humano y que no hay modo de comparar el
lenguaje con la realidad, porque la realidad está hecha con lenguaje. La “verdad” es sólo otro
mito: el mito del fin de los mitos...
Pero esta circunstancia sólo comenzaría a hacerse evidente para todos entrado el siglo XIX, y
traería aparejado un descrédito creciente de la idea de “realidad”. Hoy la “realidad” lleva una
existencia menesterosa y vacua y todos saben que cada canal de televisión, cada periódico y cada
radio tienen su versión de la realidad, que la realidad es algo construido, algo que como ha sido
construido por gente como nosotros también puede ser reconstruido por otra gente y alterado
hasta la náusea. Aunque “lo real” siga constituyendo el límite ciego y mudo de todas nuestras
fantasías, el borde de afuera de todos los infinitos mundos, frente al cual poco cuenta la
prepotencia de nuestras palabras.

2. Representación
Las secciones anteriores argumentaban en favor del punto de vista según el cual la “realidad” es
una representación, una pantomima lingüística que pone en escena, articulándolo y
desplegándolo, algo “real” que no tiene forma determinada. Pero, ¿cómo se despliega este

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espectáculo en nosotros? ¿Cuáles son las vías a través de las cuales nos representamos la
realidad?
Cuando los antiguos “inventaron” la verdad que hoy conocemos, la imaginaron como una
“correspondencia” entre las cosas allá afuera, en el mundo, y nuestro lenguaje, aquí dentro, en
nuestras mentes.22 Como ya señalamos, la convicción que animaba a esas personas consistía en
suponer que el mundo tiene una forma por sí mismo, independiente de nuestro lenguaje. Esta
convicción a menudo los llevaba a preguntarse cómo se había formado el mundo, y cuál era la
causa de que un rompecabezas tan grande finalmente constituyera una unidad. Parecía haber un
propósito detrás de todo esto. Como la única “matriz” de formas imaginable y la única “cosa”
que parecía hecha a propósito era la acción humana, ya desde el mito la respuesta a tal pregunta
postuló un agente de tipo humano, pero con mucho más poder: un Creador o Demiurgo. Durante
la Edad Media, este postulado conectó con la ideología dominante (el Cristianismo) la obra de
los filósofos de la antigüedad, pero desplazando la fuente del saber desde la “especulación”
filosófica hacia la revelación divina. Entonces los pensadores discutieron si era necesario creer
en Dios para entender Su creación (como sugería Agustín de Ipona) o si entendiendo Su creación
finalmente se llega a creer en Él (como barruntaba Tomás de Aquinas). Lo cierto era, sin
embargo, que el mundo había sido creado por Dios, y que sólo Él (a través de sus lugartenientes
terrenales agremiados en la Iglesia) tenía la autoridad suficiente para determinar la
representación justa.
Esta creencia era tan firme que hacia el siglo VIII de nuestra era, en el Imperio Bizantino, se
produjo un feroz combate en torno a las representaciones icónicas (imágenes) de Jesús y de los
Santos. El motivo de esta verdadera guerra (que ocasionó persecuciones y muertes) fue
precisamente lo simbólico. El argumento de las autoridades afirmaba que la única representación
icónica “verdadera” de Dios, era Jesús mismo; toda otra representación, es decir, toda
representación debida al arte humano, promovía el pecado de idolatría: las imágenes no
funcionaban como símbolos (algo que está en lugar de otra cosa) sino que se las trataba como si
ellas mismas fueran el objeto de culto.
Esta manera de pensar ya era común en otros pueblos: característicamente, los hebreos y los
árabes proscriben las representaciones icónicas y no producen ningún tipo de arte figurativo.
Pero tal vez lo que estaba en juego era la capacidad humana de “imaginar” el mundo: se

22. La “verdad” que hoy conocemos es un invento griego del siglo VI a.C. Pero ello, no porque antes no hubiera
“verdad”, sino porque había otras “verdades”. La “verdad” en el mito, por ejemplo, no es lo contrario de la
“falsedad”, sino del “olvido” o del “ocultamiento”, y no opera término a término, sino “globalmente” (en ese sentido
podemos pensar que el cuento de Caperucita vehiculiza una “verdad”). Pero también hay otros tipos de verdades: la
verdad como aquello que “siento” verdadero (la certeza), la verdad como coherencia (es verdadero lo que está de
acuerdo con lo que ya acepté como verdadero), la verdad como eficacia (es verdad lo que da resultado), etc.

17
condenaba la arrogancia de hacer lo mismo que Dios (introducir formas en la realidad). En el
ámbito cristiano, hacia el siglo IX los iconoclastas (destructores de imágenes) fueron derrotados
por los iconódulos (amigos de las imágenes), con la distinción entre la “adoración” debida a las
personas divinas, y la “veneración” profesada a sus imágenes. Tales imágenes, entonces,
carecerían de todo valor representativo y de cualquier pretensión de “fidelidad”: sólo
“recordarían” otra cosa (serían símbolos). Con ello quedaba de manifiesto que el orden sagrado
no era un producto del trabajo humano, sino un legado de Dios: si el orden terrestre tenía
imperfecciones, eso se debía a que sólo “simbolizaba” el verdadero orden, el del paraíso.
Pero esta “correspondencia” simbólica entre el cielo y la tierra comenzó a desmoronarse cerca
del siglo XII, a partir de una serie de acontecimientos que ya no permitían pensar nuestras vidas
de ese modo. El más decisivo fue el ascenso de una nueva clase de personas, los comerciantes
burgueses, que comenzaron a ocupar el puesto preponderante dentro de la economía,
desplazando a los señores. Pero los burgueses no tenían lugar en el cielo, que sólo ofrecía sitiales
para tres profesiones: orar a Dios, combatir por la Fe y trabajar la tierra. Además, las cosas
comenzaron a verse de otro modo: a través del telescopio (que condujo a acabar con la idea de
que la tierra era el centro de la creación) y del microscopio (que mostró que lo que parecía liso y
uniforme era rugoso y compuesto).
La expansión comercial trajo también el descubrimiento de nuevas tierras, y la redondez del
globo terráqueo (y el modo de vida de quienes habitábamos estas latitudes) terminó por
desbaratar la representación cristiana del mundo. Fue otro momento de inmensas dudas. En ese
contexto apareció Descartes, que no dudaba de todo simplemente por “método”, sino porque la
duda se imponía. Y en medio de toda esa duda, lo único cierto parecía ser la mente de esos
individuos (los comerciantes burgueses) que se habían forjado una imagen de sí mismos que ya
no dependía de las estructuras heredadas a través de la religión, sino de su propia iniciativa
individual. La mente individual, eso que cada uno llama “yo”, se perfilaba entonces como la
piedra arquimédica para reconstruir una imagen de lo real.
Pero a pesar de tomar el camino del Yo, Descartes volvió a encontrar a Dios como único garante
de que los contenidos mentales de la mente humana coincidieran con el mundo. La mente divina
era la interpretante de la relación entre la Mente humana y el mundo; sin ella ¿quién podría
desempeñar esa función? ¿acaso se podría resolver el problema sólo con el concurso de mentes
humanas? Para Descartes no. En este sentido Descartes fue a la vez el último filósofo del
Medioevo y el primero de la Modernidad. La “revolución copernicana” sólo llegaría a la filosofía
con Imanuel Kant, un filósofo contemporáneo de la Revolución Francesa (precisamente un

18
movimiento político que corta la cabeza de la tradición y se arroga el derecho de formar
“racionalmente” el mundo social).
Para Kant lo que a la postre constituirá el “mundo” llega hasta cada uno de nosotros, a través de
nuestros sentidos, como un caos de sensaciones diversas, sin orden ni concierto. No hay nada
“hecho” ahí afuera, ninguna forma preestablecida. Pero como nosotros somos una unidad (un
Yo), ordenamos esas sensaciones que recibimos pasivamente en la unidad de una representación.
Este proceso de “configuración” de los datos, de la sensibilidad a partir de la forma de unidad de
nuestra Razón, se produce en la imaginación individual. La imaginación de cada uno es el lugar
en el que se concibe el mundo, haciendo sensibles las formas de nuestra mente y dándole forma a
la materia de nuestras sensaciones. Lo que experimentamos, entonces, es la naturaleza sometida
a leyes, pero somos nosotros los que legislamos: la “naturaleza” sólo nos ofrece una materia
desordenada pero adecuada para nuestra actividad legislativa. Por eso sería vano tratar de ver las
formas del orden ahí afuera, en el mundo (la causalidad, por ejemplo, no resulta perceptible).
Como sugería un filósofo anterior a Kant (David Hume): podríamos ver cómo una bola de billar
blanca golpea otra bola de billar negra, y que ésta se mueve, pero no que el golpe de la blanca
sea la causa del movimiento de la negra, porque la “causalidad” no es algo visible. Kant dirá que
pensamos ese fenómeno a través de la ley de la causalidad, y que esa ley es una categoría de
nuestro entendimiento, no algo que uno puede encontrar “en el mundo”.
Para ejemplificar cómo trabaja la imaginación individual podemos recordar un conocido comic
norteamericano de mediados del siglo XX: “¿Es un pájaro? ¿Es una bala? ¡Es Superman!”.
Aquí, lo “primero” es un conjunto de sensaciones confusas, sin forma ni orden aparente. Luego
la imaginación individual va tratando de ver de qué forma puede ordenarlas. Primero intenta con
formas conocidas, viendo si las sensaciones que recibe pueden conformarse a algún patrón que
utilizó en el pasado: un pájaro, un proyectil. Imagina un pájaro, porque ve que vuela; un
proyectil, porque ese vuelo es muy veloz. Pero estos órdenes fracasan porque hay elementos
sensibles que no pueden ser subsumidos en esas formas: ¿un pájaro con capa roja? ¿un proyectil
con brazos? Entonces crea una forma nueva: Superman. Esta es la función productiva de la
imaginación individual, la más originaria, porque “al principio” el mundo no tiene forma alguna,
y resulta preciso diseñarla por primera vez. Luego, cuando volvemos a recibir sensaciones
análogas, la imaginación de cada uno sólo necesita desplegar una función secundaria: en este
caso es reproductiva, porque vuelve a producir una forma de la que ya disponía (esto es lo que
hacía cuando intentaba subsumir el material sensible que le ofrecía la experiencia bajo la figura
de un pájaro o de un proyectil).

19
¿Significa esto entonces que la imaginación individual es como un gran archivo de formas? No
exactamente. Si así fuera ¿cómo podríamos reconocer, después de muchos años, a un amigo de la
infancia? La imaginación no guarda imágenes sino “esquemas” o “diagramas”; es decir,
instrucciones para hacer imágenes, relaciones y procedimientos para ordenar el material sensible.
Así, el “diagrama de un rostro humano” no tiene la forma de un rostro, sino que comprende un
conjunto de instrucciones para dibujarlo (o imaginarlo). La imaginación es como un programa
para producir el mundo, pero un programa que puede programarse a sí mismo.
Kant, sin embargo, todavía creía que sólo era posible una forma correcta de representarse el
mundo. Si la mente humana de todos y cada uno exhibía una legalidad específica –Kant iba
incluso más lejos, y postulaba que esas leyes eran válidas para cualquier ser racional que pudiera
vivir en nuestro universo o fuera de él–, entonces sólo podía haber una forma adecuada de
ordenar el caos de la sensibilidad. Determinar esa forma era tarea exclusiva de la Ciencia
Moderna: sólo ella construye un concepto verdaderamente racional del mundo a partir de su
preocupación por la consistencia lógica de sus teorías.
Entretanto, en las ciencias las cosas sucedían de otro modo. Uno de los casos más notables en
este sentido es el de la teoría de la luz. En el siglo XVII dos investigadores llegaron a
conclusiones distintas. Newton (el padre de la mecánica clásica) imaginaba que la luz estaba
constituida por corpúsculos: el hecho de que la luz se propagara en línea recta corroboraba su
teoría. Para el holandés Huygens, en cambio, la luz era una onda, y el hecho de que la luz
muestre la capacidad de bordear los objetos (difracción) apoya su hipótesis. Hoy sabemos que la
luz se comporta de amabas maneras, a veces como si estuviera hecha de pequeños pedacitos
luminosos, otras como si se pareciera más a las ondas que provoca una piedra al caer en el agua.
Pero no tenemos una explicación completamente satisfactoria de esta doble naturaleza: no hay
una manera correcta de imaginarse la luz.
Otro punto en el que nos hemos alejado del modo que tenía Kant de pensar estos problemas
atañe al papel que se atribuye en su filosofía al Yo particular. Para Kant, las formas con las que
conformamos nuestras representaciones eran patrimonio de la mente de cada individuo, aunque
todas las mentes tuvieran la misma forma (la forma de pensar de un hombre europeo educado en
el siglo XVIII). Según este punto de vista, cada cual concibe el mundo por sus propios medios,
aunque después, si esa concepción resulta correcta, fatalmente coincidirá con las
representaciones de todos aquellos que no estén equivocados, porque la forma del conocimiento
racional es universal.
Hoy, animados por teorizaciones de lo simbólico como la que presentamos aquí, nos inclinamos
a pensar que las representaciones que nos forjamos en nuestras mentes no son el producto de un

20
trabajo privado y solitario, sino de una labor cooperativa particular. Después de todo, las
categorías del entendimiento individual, que Kant postulaba como propiedad de cada individuo,
no son para nosotros otra cosa que las categorías de nuestros lenguajes –y, como vimos, nadie
dispone de un lenguaje sin el concurso de Otro. Entonces las imágenes que pueblan nuestra
imaginación tienen la forma de nuestros lenguajes y todos los que lo hablamos imaginamos
juntos nuestros mundos. Pero no sólo eso: la imaginación es capaz de mucho más.

2.1. Imaginación, acción, intersubjetividad

En la sección anterior, al establecer la distinción entre imaginación productiva e imaginación


reproductiva individual, localizamos la primera en el mítico momento en que el mundo todavía
es una masa informe frente a nosotros. La imaginación productiva es aquella facultad que
confiere una forma a ese “mundo” y lo describe para nosotros, elaborando los esquemas de
nuestro lenguaje. El ejemplo de Superman mostraba la operatoria de esta facultad que, como
suspendida en el aire, juega con las posibles combinaciones de un conjunto de percepciones.
Sin embargo, este comportamiento de la imaginación no se restringe a ese momento fundacional:
la imaginación nos dota de la capacidad de neutralizar las descripciones del mundo de las que
disponemos y de jugar de nuevo con nuestras descripciones para producir una redescripción de
lo real. Tal facultad imaginativa es una de las condiciones necesarias para transformar nuestro
mundo (imaginándolo de otro modo) y para producir visiones (teorías) nuevas sobre un mismo
fenómeno. Max Weber y en general todos los padres de la sociología, por ejemplo, tuvieron que
imaginarse, a partir de una investigación empírica, otra manera de describir la sociedad, y para
ello necesitaron dejar de verla como les habían enseñado a hacerlo, y tuvieron que producir, a
partir de allí, nuevas categorías, nuevas formas, buscando a la vez nueva evidencia experimental
que les permitiera sustentar sus puntos de vista. Por supuesto, también reciclaron o resignificaron
formas, categorías y data heredados, imaginándolos de nuevo. Pero para lograr cosas como ésa,
primero resulta necesario llegar a comprender que las teorías no son “lo real” mismo. Esta es una
de las causas de que en nuestra formación académica aprendamos muchas teorías: la
multiplicidad de descripciones que giran en torno a una misma región de lo real nos muestran
cómo la imaginación “flota” sobre lo real a lo largo de la historia y sobre toda la faz de la tierra,
produciendo formas nuevas para “lo mismo” (que, como dijimos antes, no es “lo mismo” porque
no tiene ninguna “mismidad” –no es nada “en sí mismo”–, soporta infinitas descripciones). La
palabra “teoría” nos suele engañar al respecto, porque suponemos que si alguien tiene una teoría
muy elaborada es porque “sabe mucho” del fenómeno que explica. Y sin embargo, lo cierto es

21
más bien lo contrario: tenemos teorías porque no sabemos de qué se trata eso de lo que
hablamos, de lo contrario ¿por qué teorizaríamos?
Esta confusión nos lleva muchas veces a perder contacto con lo real, porque lo sustituimos por
nuestras descripciones (que son mucho más estables, más homogéneas y más apetecibles que
este caos que llega a nuestros sentidos). Tal “fallo” de nuestra aptitud simbólica es algo que
deberíamos rescatar de la denuncia de los “iconoclastas” (toda teoría por más errónea que resulte
“en conjunto” puede enseñarnos algo sobre el mundo o sobre las personas). El fenómeno se
llama “aumento icónico”, y lo experimentamos diariamente. Cuando vamos a comer comida
chatarra, por ejemplo, elegimos nuestro menú mirando las “fotografías” de las hamburguesas que
hay sobre el mostrador. Pero cuando desenvolvemos la hamburguesa real en nuestra mesa nos
sentimos ligeramente “estafados”: no se parece a la de la foto. La hamburguesa imaginaria es
jugosa, fresca, enorme (la imagen es una gigantografía) y en cambio la nuestra, en comparación,
parece seca, mustia y pequeña. Lo curioso es que para nosotros la hamburguesa real no es la que
nos vamos a comer, sino la de la fotografía, aun cuando si lo pensamos con detalle, no sólo la
foto sino incluso lo que se fotografió en ella, son indigeribles. Otro tanto sucede cuando las
personas tratan a los actores como si fueran los personajes que representaron en la pantalla: los
fantasmas de la imaginación resultan más reales que las personas mismas.
Con todo, las ficciones de la imaginación conservan su fuerza heurística, es decir, su capacidad
de abrir y desplegar dimensiones nuevas de realidad. Así veíamos, sobre el principio de este
trabajo, cómo la ficción de Matrix nos permitía enfocar ciertos rasgos de nuestra realidad que
suelen escapársenos en el trajín cotidiano. Matrix es una ficción, pero nos induce a comprender
de otro modo la realidad.
Los esquemas de la imaginación no solo sirven para figurarnos cosas: también son la condición
de que nos representemos “procesos”. La forma de nuestros relatos no es “una copia” de “lo que
pasa”, sino una estructura según la cual lo comprendemos. Por eso a menudo nos desorientamos
cuando escuchamos relatos de otras culturas: la estructura del “relato” es una producción de la
imaginación y no todas las comunidades lo imaginan de la misma manera. Algo que a menudo
nos pasa desapercibido, porque la industria cultural, cuya capital es Hollywood, ha “uniformado”
la manera de relatar y de comprender las cosas. Un músico uruguayo, Leo Masliah, ha analizado
repetidamente esta circunstancia, por ejemplo en su canción “Superman”:

Es cierto que yo aprendí a defenderme en la vida


que si alguien alguna vez se tira contra lo mío
si un chorro si un malhechor pone mi casa en su mira

22
lo poco que Dios me dio siempre que sea posible
lo voy a salvaguardar con los mayores esfuerzos
esa es la pura verdad pero con eso no alcanza
no puedo creerme más de lo que soy , soy un hombre
silvestre, normal, común, limitado insuficiente
Superman, no te olvides de mí. Superman, qué sería sin ti,
acordate de mí, quiero estar siempre así, al amparo de ti
Superman
Sabiendo que estás acá yo siempre duermo tranquilo
y puedo vivir en paz sin preocuparme por nada
si un día quiero salir de noche a dar una vuelta
sin duda lo puedo hacer gracias a vos, gracias, gracias,
mi único gran temor, lo que realmente me aterra
es el hecho de pensar que hace unos años no estabas
y que si un día te vas las cosas que pasarían
decime que te quedás, que nos seguís protegiendo
Superman, dependemos de vos. Superman, danos fe, ayudanos
Siempre defendenos, mensajero de Dios. Superman
Si un día faltaras vos, entonces quién cuidaría
las cosas de mi patrón gracias a quien yo trabajo
si un día faltaras vos muchas riquezas del mundo
en vez de pertenecer a sus legítimos dueños
serían presa de algún bandido inescrupuloso
como ese que por haber quedado feo pelado
le tuvo que declarar la guerra a sus semejantes
a donde puede llevar, Superman, la peladera
Superman, dame tu protección. Superman, cuando entrás en acción
yo desde mi sillón, ebrio de admiración, te canto esta canción
Superman23

Aquí se puede ver cómo la imaginación esquematiza la red de fines y medios que constituye la
acción, crea e identifica los móviles que animan a los agentes para actuar y representa una escena

23. Masliah, Leo, “Superman”, del disco Desconfíe del prójimo, producido por Litto Nebbia para Melopea
producciones; Buenos Aires, Melograf, 1984.

23
en la que se mide lo que se puede y lo que no se puede hacer (por eso también, cuando los
delincuentes ocuparon el gobierno durante el proceso militar, había obras censuradas: las
personas podíamos imaginarnos que éramos capaces de hacer otra cosa, con otros medios).
Por último (sólo en relación con esta breve introducción a estos problemas), la imaginación es la
facultad por medio de la cual me figuro que los otros son un “Yo” como “Yo”, algo que ya
habíamos señalado como un elemento imprescindible para la constitución de lo simbólico. Así,
por medio de la imaginación, puedo figurarme que los otros también tienen un curso temporal de
experiencias y que tanto sus experiencias como las mías están en un mismo curso de tiempo, un
curso de tiempo que es algo así como la fusión de todos los decursos temporales de las
experiencias individuales en el “tiempo objetivo”. La imaginación, entonces, crea, identifica y
sostiene todas las relaciones que establezco con los que me precedieron y los que me sucederán,
pero también con mis contemporáneos. En la imaginación se conservan las relaciones
intersubjetivas, el lazo social e histórico.24
Sin embargo ésta es una manera abstracta de presentar esta cuestión, porque la construye como
una experiencia individual. Pero no se puede ser humano solo y por ello imaginamos en común.
Para terminar, entonces, analizaremos brevemente las prácticas imaginativas concretas que
producen el lazo comunitario: eso que tal vez podríamos denominar “el imaginario social”.

3. Imaginarios sociales
“Ninguna sociedad puede existir si no organiza la producción de su vida material y su
reproducción en tanto que sociedad. Pero ninguna de estas organizaciones son ni pueden ser
dictadas indefectiblemente por leyes naturales o por consideraciones racionales. En ese margen
de indeterminación se sitúa lo esencial desde el punto de vista de la historia (para la cual no es
importante que los hombres hayan comido o engendrado, sino ante todo que lo hayan hecho en
infinita variedad de formas), a saber: que el mundo total dado a esta sociedad sea captado de
una determinada manera afectiva y mentalmente práctica, que un sentido articulado le sea
impuesto, que sean operadas unas distinciones correlativas a lo que vale y a lo que no vale.
Este elemento que da a la funcionalidad de cada sistema institucional su orientación específica,
que sobredetermina la elección y las conexiones de las redes simbólicas, creación de cada época
histórica, su manera singular de vivir, de ver y de hacer su propia existencia, su mundo y sus
propias relaciones; este estructurante originario, (...) fuente de lo que se da cada vez como
sentido indiscutible e indiscutido, soporte de las articulaciones y de las distinciones de lo que
importa y de lo que no importa, (...) este elemento no es otra cosa que lo imaginario de la
sociedad o de la época considerada.”25

24 . Ver Ricoeur, P., Hermenéutica y Acción; Docencia, Buenos Aires, 1985.


25. Castoriadis, C., La institución imaginaria de la sociedad; Tusquets, Buenos Aires, 1993, p. 252. Hemos
invertido el orden de los párrafos del original. Las cursivas son del autor.

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El imaginario social, entonces, es como un gran tesoro de imágenes imaginadas por todos, en las
que reconocemos nuestro mundo y nos reconocemos a nosotros mismos. Pero lo imaginario
social no es lo mismo que la “realidad”. Lo imaginario social se caracteriza precisamente por
cierta incongruencia en relación con lo que “vemos”, una incongruencia que, por ser compartida
con otros, identifica a todos los que participamos de ella. 26 Tal incongruencia exhibe dos sentidos
diferentes según la práctica imaginativa social en la que se inscriba: ideología o utopía.
Si, por ejemplo, le preguntamos a un niño qué elementos caracterizan lo típicamente argentino,
seguramente nombrará, entre otras cosas, el mate, las boleadoras, el poncho. Paradójicamente
veremos que ninguno de esos elementos forma parte “real” de su vida: excepto el mate, ponchos
y boleadoras es difícil encontrar aquí. Ni que hablar de los “gauchos” que, como ha mostrado en
numerosas ocasiones Jorge Luis Borges, seguramente nunca existieron tal como los imaginamos.
Sin embargo, nos reconocemos precisamente en esa “distorsión” que un extranjero no alcanzaría
a comprender simplemente “recorriendo la Argentina”. Del mismo modo, todos nos creemos
miembros de una sociedad democrática, en la que cada uno es igual a todos los demás, y sin
embargo nuestra economía se funda precisamente en la participación desigual de la riqueza, en el
hecho de que haya ricos y pobres. Pero actuamos “como sí” fuéramos iguales y censuramos a los
que se conducen aparentemente de otro modo.
A esto es a lo que solemos llamar “ideología”, haciendo alusión al hecho de que constituye un
engaño parcial en relación con lo que “verdaderamente” ocurre. En última instancia, toda la
realidad es “ideológica”, porque es algo que nos imaginamos y que no coincide con nada
(recordemos la informidad de “lo real”). Pero solemos reservar el nombre de “ideología” para
aquel tipo de práctica en la que el patrimonio común de las imágenes en las que nos
reconocemos como una comunidad de imaginadores, son capturadas por los sistemas de
autoridad. En tales ocasiones, la función de engaño predomina sobre la función integradora.
En nuestra comunidad, por ejemplo, circula la imagen de que las personas buenas son buenas
con los niños y los quieren mucho. Además se supone que ese “amor” los lleva a tocar todo niño
que se les cruce (muchos anglosajones, por el contrario, tienden a ver el hecho de que alguien
extraño toque a sus niños como algo ligeramente amenazante). Cuando un político pretende ser
electo para un cargo de autoridad, su pretensión implica que los otros lo reconozcan como uno de
ellos y, en particular, como uno que se merece el aprecio especial de todos. Entonces se vale de
las figuras ideológicas para captar adhesiones y se la pasa levantando niños en brazos y dándoles
besos, aunque los deteste.

26. Mannheim, K., Ideología y Utopía, Aguilar, Madrid, 1958.

25
Si la ideología tiene una función de integración que puede ser capturada por los sistemas de
autoridad, la utopía es todo lo contrario. Así como la ideología es anónima (pues pertenece a
todos sin ser patrimonio exclusivo de nadie) y se hace pasar por la “realidad”, las utopías
reconocen autorías muy claras, y se confiesan a sí mismas como francamente “utópicas”
(descripciones de algo que no tiene lugar en la “realidad”). Pero eso que proviene de ninguna
parte constituye la crítica más formidable de la realidad (“ideológica” en sentido amplio): la
utopía subvierte el orden vigente y “rehace” las relaciones sociales. Por eso las utopías no
integran, sino que desintegran en función de una nueva integración proyectada. Las utopías, sin
embargo, pueden convertirse en patológicas si destruyen por completo los lazos históricos y
sociales que nos vinculan a los otros (como en el caso de los nazis).
Aunque la utopía es un género literario, también hay experiencias utópicas en diferentes
sentidos: el monasterio, el falansterio, el kibbutz y la comunidad psicodélica son algunos
ejemplos. Pero también la Universidad Pública y Gratuita es un lugar utópico (algo afín con la
“autonomía universitaria” y la interdicción impuesta a los sistemas públicos, como la policía, de
intervenir sin expresa autorización de las autoridades legítimamente reconocidas por nuestra
comunidad universitaria). Una utopía que, a pesar de su naturaleza medieval, ofrece un espacio
donde todos pueden establecer una relación propia con el patrimonio cognoscitivo más valioso
de la comunidad, sin que ello esté sujeto a las condiciones del tráfico comercial, y cada uno de
sus integrantes puede aspirar a acumular un capital simbólico con el que participar
significativamente de la configuración del ámbito de la realidad que desee, sin ser discriminado
por su patrimonio, su identidad de género, su religión, su nacionalidad o su formación previa.
Algo que muchos lamentamos se esté perdiendo con el avance de las ideologías ligadas al
mercado (ese mercado cuyos beneficios sólo benefician a unos pocos denunciados desde La
Realidad próxima de la selva Lacandona).

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