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Piratas del Mediterráneo

ROBERT HARRIS, New York Times, 30 de septiembre del 2006

En el otoño del 68 D.C. la única superpotencia militar del mundo recibió un profundo
golpe psicológico debido a un atrevido ataque terrorista en su propio corazón. Ostia, el
puerto de Roma fue incendiado, la flota consular destruida y dos prominentes senadores
secuestrados junto con sus asistentes y guardaespaldas.
A pesar de lo dramático, el incidente no ha atraído especialmente la atención de los
historiadores modernos. Pero la historia cambia. Un evento que apenas merecía una
nota al pie hace cinco años tiene ahora -en nuestro mundo post 11 de septiembre- una
funesta importancia, porque en el pánico tras el ataque los romanos tomaron decisiones
que los llevaron por el camino de la destrucción de su constitución, su democracia y su
libertad. Uno no puede evitar pensar si la historia estará repitiéndose.
Considere las similitudes. Los perpetradores del espectacular asalto no estaban pagados
por ningún poder extranjero. Ninguna nación se habría atrevido a atacar a Roma de
manera tan provocadora. Ellos eran, más bien, los descontentos con el sistema: “los
hombres arruinados de todas las naciones” en palabras del gran historiador alemán del
siglo XIX Theodor Mommsen, “un estado pirata con un espíritu de grupo peculiar”.
Como Al Qaeda, esos piratas estaban organizados muy libremente, pero podían causar
una cantidad desproporcionada de miedo entre los ciudadanos que se creían inmunes al
ataque. Citando a Mommsen de nuevo: “el esposo latino, el viajero de la via Appia, el
tranquilo visitante a los baños del paraíso terrenal de Baiae ya no tenían segura su
propiedad o su vida ni un minuto”.
Que debía hacerse? Durante los siglos anteriores, la constitución de la antigua Roma
había desarrollado un intricado sistema de pesos y contrapesos para evitar la
concentración de poder en las manos de un solo individuo. El consulado, elegido
anualmente, era compartido por dos hombres. Los comandantes militares tenían una
permanencia limitada y eran renovados constantemente. Los ciudadanos ordinarios
disfrutaban de un notorio grado de libertad: el grito “Civis Romanus sum” – “soy un
ciudadano romano” – era garantía de seguridad en el mundo.
Pero tal fue el pánico subsiguiente a Ostia que la gente acepto comprometer esos
derechos. El soldado más importante de Roma, el español de 38 años Gnaeus Pompeius
Magnus (mejor conocido como Pompeyo Magno) dispuso que uno de sus
lugartenientes, el tribuno Aulus Gabinius, se levantara en el Foro Romano y propusiera
una ley nueva y sorprendente
“A Pompeyo no solo se le debe dar el mando naval supremo sino un mando que
implique una autoridad absoluta y un poder sin control sobre todo el mundo”, escribió el
escritor Plutarco. “No había muchos sitios en el imperio romano que no estuvieran
incluidos dentro de esos límites”.
Pompeyo terminó recibiendo la totalidad del Tesoro Romano -144 millones de
sestercios- para pagar su “guerra contra el terror”, que incluía construir una flota de 500
barcos, una infantería de 120.000 y 5.000 caballeros. Tal acumulación de poder no tenía
precedente y hubo literalmente una revuelta en el senado cuando la ley se debatió.
Sin embargo, en una numerosa manifestación en el centro de Roma, los opositores de
Pompeyo fueron reducidos a la sumisión. La Lex Gabinia pasó (ilegalmente) y se le dio
el poder a Pompeyo. Finalmente, una vez embarcado, le tomó menos de tres meses
barrer de piratas el mediterráneo. Incluso aceptando el genio militar de Pompeyo, surge
la duda de que si los piratas fueron derrotados tan fácilmente, no podían haber sido una
amenaza tan grave en primer lugar.
Pero era muy tarde para esas preguntas. Con el truco más viejo del libro de la política –
el avivamiento de un pánico, en el cual cualquier vos disidente podía ser desestimada
como “blanda” o incluso “traidora”- la gente había cedido un poder que jamás sería
devuelto. Pompeyo permaneció seis años en el medio oriente, estableció regimenes
títeres por toda la región y se convirtió en el hombre más rico del imperio.

Quienes no somos estadounidenses solo podemos mirar sorprendidos la similitud con la


cual los antiguos derechos y las libertades individuales fueron entregados en Estados
Unidos tras el 11/9. El voto del Senado el martes, para suspender el derecho de habeas
corpus a los detenidos por terrorismo, negándoles su derecho a recusar su detención en
una corte; la cuidadosa forma de referirse a la tortura, que prohíbe solamente inducir un
sufrimiento físico y mental “serio” para obtener información; la admisión de evidencia
obtenida en Estados Unidos sin una orden de cateo; la licencia presidencial para
declarar como enemigo de combate a cualquier residente legal de Estados Unidos. Todo
esto representa un cambio histórico en el balance de poder entre los ciudadanos y el
ejecutivo.
Cualquier estadounidense inteligente y escéptico se reiría con el pensamiento de que lo
que pasó desde el 11/9 podría presagiar la destrucción de una constitución varias veces
centenaria; pero entonces, supongo, que a un romano inteligente y escéptico en el año
68 A.C. le habría pasado lo mismo.

En realidad, la Lex Gabinia fue el comienzo del fin de la república romana. Sentó un
precedente. Menos de una década después, a Julio Cesar –el único hombre de acuerdo
con Plutarco, que habló a favor de los poderes especiales para Pompeyo durante el
debate en el senado- se le dio una soberanía similar y más extensa sobre la Galia.
Previamente, el estado, a través del senado, había tenido la dirección de las fuerzas
armadas; ahora las fuerzas armadas comenzaban a asumir la dirección del estado.
También llevó flujos de dinero a un sistema electoral que había sido diseñado para una
era más simple, no imperial. Cesar, como Pompeyo, con todos los recursos de la galia a
su disposición, se volvió inmensamente rico, y usó su tesoro para fundar su propia
facción política. En consecuencia, el resultado de las elecciones fue determinado
fundamentalmente por cual candidato tenía más dinero para sobornar al electorado. En
el año 49 D.C. el sistema colapsó completamente, Cesar cruzó el Rubicón, y el resto –
como dicen – es historia antigua.
Puede ser que la República Romana estuviera condenada de todas formas. Pero la
desproporcionada reacción a los sucesos de Ostia apuró incuestionablemente el proceso,
debilitando las restricciones al aventurerismo militar y corrompiendo el proceso
político. Tuvieron que pasar más de 1.800 años para que algo remotamente comparable
a la democracia romana, imperfecta como era- surgiera de nuevo.
La Lex Gabinia es un ejemplo clásico de la ley de las consecuencias inesperadas: la ley
subvirtió fatalmente la institución que debía proteger. Esperemos que el voto en el
senado de EEUU no tenga el mismo resultado.

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