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Comisión Bicentenario
Revisitando Chile: identidades, mitos e historias
Arica, 26 de julio de 2002

Algunas cuestiones teóricas y metodológicas acerca del estudio de


las identidades regionales1
Jorge Iván Vergara2

“...Si la pobreza del ingenio, la escasa experiencia en los asuntos actuales y las
débiles noticias de los antiguos, hacen que este intento mío sea defectuoso y de
poca utilidad, al menos queda abierto el camino para que alguien más valioso, con
mejores argumentos y juicio, pueda llevar a buen término este bosquejo mío que, si
no me proporciona alabanzas, tampoco debiera acarrearme injurias” (Maquiavelo,
1513-1520: 27).

Quisiera comenzar con una advertencia: no provengo de la I Región, aunque vivo en


ella hace tres años. Por ende, mi experiencia en relación a la identidad regional no
es la misma que la de los colegas que me acompañan esta tarde y los que
estuvieron en la mañana. A ello debe añadirse una segunda limitación, no haber
tenido una práctica de investigación acerca de las identidades regionales, aunque sí
me he ocupado en diversos trabajos de cuestiones relativas a las identidades
culturales y étnicas.3 En consecuencia, voy a hacer de la necesidad virtud para tratar
de concentrarme en algunas cuestiones metodológicas y teóricas que me parece
que son de mi pertinencia y pueden ser relevantes para el estudio de las identidades
regionales.

La primera pregunta que se nos ha formulado es si hay o no identidades regionales.


No creo que uno pueda responderla simplemente con un “sí” o un “no”. Hay que
interrogarse sobre la pregunta misma acerca de las identidades culturales, y esta no
es una cuestión retórica, ya que, dependiendo de la forma en que dichas identidades
se conciban, aparecerá el fenómeno bajo una luz completamente distinta.

Simplificando un poco, podría decirse que hay dos grandes maneras de entender las
identidades culturales, que tienen que ver a su vez con los dos grandes enfoques
epistemológicos de las ciencias sociales. La primera perspectiva sería la objetiva. De
acuerdo a ella, las identidades culturales, en este caso las identidades regionales,
serían algo así como fenómenos empíricos delimitables, incluso cuantificables; en
cualquier caso, distinguibles de otros similares (por ejemplo, de otras formas de
identidad cultural, como la identidad nacional, o de otras identidades regionales). O
sea, si yo pregunto: ¿hay identidades regionales?, es como si dijera: ¿hay árboles
en la pampa?, ¿O quirquinchos?, ¿O minerales?

1
Este artículo es una versión revisada de la exposición verbal hecha en el seminario. He mantenido
tanto el tono didáctico y directo de la presentación, en vez de reescribir completamente todo el texto
con las formalidades del caso. Todo lo expuesto tiene un carácter eminentemente preliminar, como se
aclara a lo largo del trabajo. Agradezco a Jorge Vergara Estévez sus valiosas sugerencias y
comentarios.
2
Académico del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Arturo Prat de Iquique.
3
Véase: Vergara y Vergara (1993 y 1996); Kotov y Vergara (1996); Vergara (1998a y 2001).

1
2

Si el mundo social fuera única o predominantemente un mundo de objetos o


relaciones objetivas la pregunta por las identidades regionales se tendría que
responder así, inventariando lo que hay. Después podríamos agregar una
constatación respecto a las magnitudes en que se encuentra una y otra cosa, pero
ésta no es una aproximación válida para la pregunta por las identidades culturales.
Por dos razones: Una es más bien teórica, la otra metodológica. En relación a la
primera, como ha planteado, entre otros, Alfred Schutz, el mundo social, a diferencia
del natural, está simbólicamente estructurado por quienes habitan en él, a través del
lenguaje, la interacción y el conocimiento de sentido común (Schutz, 1962a y
1962b). A su vez, se trata de un mundo ya interpretado por los actores sociales, que
tiene un sentido para ellos. Por ende, no se trata de un mundo de objetos, contiene
naturalmente objetos (edificios, autos, herramientas), pero se caracteriza por ser un
mundo simbólico, un mundo cultural y social intersubjetivo.

Por tanto, la pregunta por la identidad cultural no se puede responder


apropiadamente de una manera objetivista, o sea, tratando las identidades como si
fueran fenómenos discretos que uno pueda medir, cuantificar, evaluar o pesar. La
pregunta por la identidad cultural es una pregunta por la adscripción de ciertos
sujetos, por sentimientos de pertenencia, por formas de relacionarse y diferenciarse
de otros. Dicha adscripción se expresa, por un lado, en discursos públicos acerca
de la identidad, digamos, en este caso, regional; y en la experiencia de las personas
que comparten esta identidad. Cuando se considera esto, se pueden considerar los
objetos, pero sólo como referentes de los sujetos, como ocurre con los artículos de
consumo que se transforman en portadores de identidad (Larraín, 2001: 26-28;
Moulian, 1998).

En este sentido, para abordar las identidades culturales y regionales se debe


adoptar la perspectiva subjetiva, recoger la interpretación que el actor hace de sí, de
su situación y de los otros. En relación a la pregunta por las identidades regionales,
se trataría de constatar si hay actores en las diferentes sociedades regionales en
nuestro país que tengan formas propias de identificarse y diferenciarse de otros.

En segundo lugar, se requiere ubicar el nivel en el que se sitúan las identidades


regionales, ya que, a mi modo de ver, lo que tiende a primar en los debates
académicos regionales es la oposición entre lo regional y lo nacional o
metropolitano.4 Con ello se comete el riesgo de homogenizar el concepto de
identidad regional, ignorando las formas de identidad cultural que están contenidas
o, inclusive, subordinadas por ella, como podría ser el caso de las identidades
locales. Por otra parte, no se consideran los vínculos con lo que denomino
“identidades transversales”, o sea, formas de adscripción que no tienen
necesariamente una base territorial, como las identidades religiosas, de género u
otras, y que, en mi opinión, están ampliamente favorecidas por el proceso de
globalización que nos afecta a nosotros en esta Región como en casi cualquier lugar
del Globo.5 A fin de poder abordar esto, tendré que ir más allá de las
determinaciones teóricas generales a las que me he referido hasta ahora, para tratar
algunas cuestiones más específicas respecto a las identidades culturales.

4
La idea de niveles de identidad cultural está tomada de Gissi (1982).
5
No entro a discutir aquí la cuestión, planteada por diversos expositores en el Seminario y bien
relevada por Héctor González (1997: 28), que la Región geográficamente definida no coincide con un
área cultural delimitada.

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3

Resumiendo lo dicho: además de valorar la perspectiva del actor, debemos hacer un


esfuerzo para identificar los diversos niveles en que se dan las identidades
culturales, desde lo local a lo nacional, y también las relaciones que existen entre
dichas identidades y las identidades transversales. Asumir la complejidad del
problema identitario regional exige, en consecuencia, poner la discusión regional a la
altura del debate científico-social y filosófico sobre las identidades culturales. Es
válido y admirable que una Región tenga un sentido de orgullo propio, incluso a
través de sus mismos académicos e intelectuales, pero no podemos perder de vista
los enfoques generales que existen respecto al análisis e interpretación de las
identidades culturales.

Siguiendo a Stuart Hall (1990; 1992) y Jorge Larraín (1996, cap. 6: 207-254; 2000,
cap. 1: 12-42; 2001, cap. 1: 21-48), diría que el enfoque teórico más satisfactorio al
respecto considera tres elementos: 1. El carácter relacional de las identidades
culturales; 2. su historicidad y 3. La relación entre identidad y proyecto.

La primera premisa es que las identidades culturales son relacionales. O sea, una
identidad cultural no se define únicamente por una autoadscripción o por una
autodefinición, sino que se establece a partir de la diferencia (percibida o real) con
otras identidades. Requiere la existencia y el reconocimiento de otros. Cuando éste
último no existe, una cierta forma de identidad cultural puede quedar en un segundo
plano, incluso abandonarse, o servir de medio de resistencia. En cualquier caso,
debemos dar centralidad al problema del reconocimiento como una cuestión
fundamental para la existencia de las identidades culturales (Taylor, 1992).

La segunda proposición es que las identidades culturales son históricas, o sea van
transformándose y cambiando en el tiempo. No corresponden a una esencia que se
mantenga inalterada a lo largo del tiempo, sino que van modificándose
históricamente.

La tercera cuestión es que la identidad cultural no se puede referir exclusivamente al


pasado, sino que contiene también una anticipación del futuro. O sea, conjuga una
relación entre pasado (¿quién he sido?) , presente (¿quién soy?) y futuro (¿quién
quiero ser?). Este último aspecto ha sido resaltado especialmente por Habermas
(1989), quien plantea la relación entre identidad y proyecto.

Si uno toma en cuenta estas tres preguntas, entonces, en una cierta forma el
problema de la identidad regional no es distinto al de cualquier otra forma de
identidad cultural. En este contexto, las tres preguntas específicas respecto a la
identidad regional serían las siguientes:

Primero, si la identidad cultural regional es relacional, la pregunta es con qué


identidades está relacionada. El texto de la convocatoria nos sugiere un contexto
específico, el de la identidad nacional. Yo creo que si bien éste es un ámbito
problemático importante e interesante: las relaciones que tienen las identidades
regionales en nuestro país con respecto a la posible identidad nacional, debe
recordarse que, como dice Luhmann, el mundo también se abre para abajo. Si yo
trato las identidades regionales y la identidad nacional como algo ya dado, quizás
estaría cometiendo el error de dar por sentada la existencia o la homogeneidad de la

3
4

identidad regional. Sin embargo, al menos en el caso de esta Región, cuando se


mira bajo la supuesta identidad regional se encuentra uno con múltiples formas de
identidades: locales (Pica); provinciales o urbanas (Arica vs. Iquique) y étnicas
(aymaras, quechuas). Me temo que, al enfocar la pregunta de esa forma, las
identidades regionales aparezcan como algo ya dado, que estemos
homogeneizando un concepto que tiene que ser necesariamente relacional, y con
frecuencia complejo y heterogéneo. En otras palabras, la identidad regional, si
pudiera decirse que existe como tal, podría ser más bien un punto de confluencia y
de relaciones entre estas identidades más micro y las identidades más macro, como
la identidad nacional o la identidad latinoamericana.

En segundo lugar, si las identidades son fenómenos históricos, entonces cabe la


pregunta de cuáles son las transformaciones que ha sufrido, por ejemplo, la
identidad regional en Tarapacá. No profundizaré al respecto, ya que los demás
trabajos aquí presentados se han ocupado en detalle de este punto, y, como dije al
comienzo, no es de mi pertinencia académica.

La tercera cuestión, me parece está también implícita en la discusión: la identidad


regional no puede remitir solamente al pasado, sino que también debe ser un
proyecto de futuro. Por los comentarios hechos antes por otros expositores, creo
que no podría hablarse de una identidad tarapaqueña, aunque sí de un ansia o
anhelo de una identidad más inclusiva de los distintos segmentos que conforman la
Región, como la que pareció existir en el pasado.

No obstante estas tres observaciones no agotan el campo de preguntas teóricas


relevantes. Supongamos que hemos ordenado las diversas formas de identidad
cultural en niveles. Para la I Región, yo identificaría los siguientes niveles: el más
bajo está representado por las identidades locales, muy visibles en el caso de
pueblos como Pica o Camiña; sobre ellas, aunque muchas veces articuladas con
ellas, están las identidades étnicas, la más importante de las cuales es la identidad
aymara, que tiene expresiones tanto rurales como urbanas. Son precisamente las
ciudades la fuente de otra forma de identidad cultural muy importante, como se
evidencia claramente conversando con gente de Iquique y Arica, “eternos rivales”,
como escribió hace poco mi colega Bernardo Guerrero en La Estrella de Iquique.
Inclusive cuando se han vivido años en la otra ciudad, la relación con la urbe de
origen sigue siendo relevante, al menos en lo que he podido ver. Por cierto, por
sobre las ciudades habría que considerar lo que otros colegas han tratado
previamente, las identidades macro-regionales, como la identidad pampina, en la
que participaron indígenas (aymaras y quechuas), chilenos venidos de otras
regiones, extranjeros de diversas nacionalidades, en especial peruanos y bolivianos,
y también nacionales de larga residencia en la zona.6 Naturalmente, dicha identidad
existe hoy básicamente como un recuerdo, aunque muy presente en la memoria de
las generaciones mayores de hombres y mujeres que vivieron la época de oro del
salitre. 7
6
De acuerdo a los Censos de 1876 y 1907, en Tarapacá convivían 36 nacionalidades distintas. En
1876, los peruanos representaban aproximadamente el 44%; los chilenos el 25% y los bolivianos el
15%. En 1907, los chilenos se habían elevado al 60%, pero los peruanos y bolivianos continuaban
siendo importantes, representando el 21% y el 11%, respectivamente (González, 1998: 39, nota 9. He
aproximado las cifras, para evitar usar decimales).
7
Acerca de la “identidad pampina”, véase: González (1991, cap. 1: 31-61). Respecto a la presencia
indígena como parte de dicha identidad, véase: González (1995 y 1998).

4
5

Como dije antes, es menos claro que exista una identidad tarapaqueña o nortina,
aunque sí es posible que exista al menos un sentimiento de pertenencia y, sobre
todo, de diferencia respecto al centro del país, sobre todo Santiago, muchas veces
demonizado y anametizado por políticos locales como el Alcalde de Iquique, Jorge
Soria. Pero aún si logramos resolver la pregunta por la existencia de una identidad
regional fuerte, todavía tenemos que establecer las relaciones que esa identidad
regional tiene respecto de las otras identidades culturales, tanto para arriba como
para abajo. Esto, sin embargo, aún es insuficiente, ya que si nos movemos de hacia
abajo, también nos tenemos que mover hacia los lados. ¿A qué me refiero con esto?
A lo que podríamos llamar identidades culturales transversales. Por ejemplo: las
identidades de género, las identidades étnicas, las identidades juveniles, etc. 8 Lo
que parece ser relativamente específico de esta región; por ejemplo, la identidad
aymara, deja de serlo si pensamos en otras identidades étnicas dentro del país. O
más bien, la identidad aymara de Tarapacá aparece en un contexto más amplio,
donde puede ser comparada con la identidad rapa-nui, mapuche, quechua, etc. Lo
mismo ocurre si consideramos las identidades de género. Estas identidades
transversales están en una relación compleja con las identidades regionales, de
manera que se ven afectadas por los cambios que ocurren en ellas. Una cuestión
importante que las diferencia es que las identidades transversales son en su mayor
parte desterritorializadas, mientras las identidades culturales que componen o
confluyen en la identidad regional sí tienen una base territorial, al menos como
memoria de origen (“no vivo, pero provengo de...”, por ejemplo).

En un proyecto de investigación que, casualmente, me correspondió leer hace poco,


se planteaba una aproximación a la pluralidad de identidades culturales en Chile, y
se proponía, por ejemplo, en la I región estudiar la identidad regional; en otra
Región, digamos, la Región del Maule, estudiar la identidad rural; y la identidad de
género en una tercera área. El procedimiento desconoce que las tres formas de
identidad se dan en las tres regiones consideradas. Se pretendía abordar la
pluralidad de identidades desde una lectura no-plural, donde a cada sector o área de
estudio le correspondía una sola identidad, cuando, de hecho, diversas identidades
colectivas pueden coexistir en un mismo grupo de personas (Larraín, 2001: 39). Aún
en cada persona conviven diversas identidades culturales, no siempre de manera
armónica, sino inclusive en tensión o conflicto. Se debe asumir, por tanto, el carácter
plural de las identidades, a nivel colectivo, pero también individual. Por ejemplo,
respecto a los niveles que hemos definido antes. En mi región, si establezco
relaciones con otras personas que viven allí, tenderé a anteponer una identidad local
o de ciudad; si pretendo referirme al vínculo con personas de fuera, de otras
regiones, probablemente colocaré la identidad regional en un primer plano; mientras
que, si estoy en un país vecino, digamos Perú o Bolivia, mi identidad chilena puede
potenciarse o explicitarse. Probablemente si estoy en fuera de América Latina, en
Europa o Estados Unidos, tenderé, en cambio, a identificarme como
latinoamericano. Y el hecho es que todas estas identidades: local, urbana/provincial,
regional, nacional y latinoamericana coexisten en mí. Dependerá de las

8
Ciertamente, me referí antes a las identidades étnicas como un nivel de identidad dentro de la
Región, pero es obvio, sobre todo en el caso mapuche, que dada la distribución de la población
indígena, dichas identidades ya no pueden quedar confinadas a los espacios rurales habitados
tradicionalmente.

5
6

circunstancias específicas de la situación de interacción, y del reconocimiento de


otros, cuando y cuánto actualizaré una y otra forma de identidad.

¿Qué pasa si relacionamos los dos aspectos, las identidades longitudinales (a nivel
regional) con las transversales? Aquí ocurre algo interesante. Por ejemplo, podemos
vincular la identidad aymara, al menos en su expresión propiamente regional9, con la
identidad de género; tendremos, por tanto, una identidad de la mujer y del hombre
aymara; así como, en el Sur, o en el mismo Santiago, podemos hablar de la
identidad femenina y masculina mapuche. Y luego, uno puede compararlas a
distintos niveles: comparar lo masculino y lo femenino dentro de la cultura mapuche
o aymara, o sea, las identidades de género dentro de la identidad étnica; también
puede comparar las identidades femeninas o masculinas aymara y mapuche entre
sí, o sea, comparar dos formas específicas de identidades de género en dos grupos
étnicos correspondientes. Cuál de estas comparaciones hacer depende del tema,
contexto, y del propio peso que tenga cada forma de identidad respecto de las otras
(por ejemplo, si la identidad étnica es más importante que la identidad de género o
viceversa).

De manera que si uno ignorara una de las partes, la relativa a los niveles de la
identidad regional, o la que corresponde a las identidades transversales, tendría una
representación incompleta del fenómeno de las identidades culturales a nivel
regional, nacional, y porqué no decirlo, supra-nacional. Hacer este tipo de cruces me
parece importante, toda vez que, aunque parezca una aproximación excesivamente
cartográfica respecto de las identidades culturales, es una manera de tomar
conciencia que las preguntas deben ampliarse no sólo más abajo y más arriba de la
identidad regional, sino también hacia los lados, en relación con las identidades
transversales. Soy conciente que con esto no estoy dando ninguna respuesta a la
pregunta acerca de lo específico de la identidad regional de Tarapacá, pero creo que
al menos proporciono algunas indicaciones para poder abordarla en su complejidad
y heterogeneidad.

Naturalmente, la cuestión de cuáles son las identidades culturales en relación y qué


peso mayor o menor tiene una u otra, no es algo que se pueda responder
teóricamente, sino que requiere abordar contextos históricos y culturales específicos.
Desde fines de los años ochentas, se ha hablado de un creciente cuestionamiento a
las macro-identidades (que equivalen, en cierta forma, a lo que yo he llamado
identidades transversales) de clase, y, sobre todo, nacionales. Así como en el
período anterior, la existencia de una identidad nacional fuerte en prácticamente
todos los países parecía muy clara y resuelta, lo que se demostró falso, o parte de
un proyecto político de los Estados nacionales actualmente en crisis; ahora
corremos el riesgo que se den por muertas las identidades nacionales, lo que no es
sino cometer el error anterior con signo opuesto. Algo similar podría plantearse
respecto de las identidades de clase.

Quisiera precisamente plantear algunas hipótesis respecto a la relación entre


identidades regionales y nacionales, tomando dos casos que conozco por haber
9
No necesito decir que la identidad aymara tiene una dimensión supra-nacional, ya que se encuentra
en los tres países (Perú, Bolivia y Chile) en que quedó dividida dicha población a fines del siglo XIX,
después de la Guerra del Pacífico. Sin embargo, como sugeriré después, dicha identidad aymara
puede tener también, al menos en el caso de esta Región, una afinidad importante con la identidad
nacional.

6
7

vivido en las regiones de las que hablaré, la I y la X. A a mi modo de ver, la I región


tiene respecto a la identidad nacional una posición bastante peculiar. En primer
lugar, por razones obvias, la identidad nacional en esta región es relativamente
nueva, no puede surgir sino más o menos desde la Guerra del Pacífico, y,
especialmente a partir del siglo XX y de las campañas de chilenización emprendidas
por el Estado chileno y ciertos grupos locales, como las llamadas “ligas patrióticas”.
Entonces, Tarapacá sería respecto de la identidad nacional chilena una región de
nacionalización tardía. Pero, al mismo tiempo, lo que puede sonar paradójico, es
evidente que aquí hay un fuerte nacionalismo, incluso más fuerte que en otras zonas
del país.10 Recordemos lo que ocurrió hace un par de años, cuando el entonces
Intendente Regional, Jorge Tapia Valdés, hizo una sugerencia a los colegios de no
estimular la formación de bandas de guerra para la celebración del 21 de mayo,
despertando el rechazo de los establecimientos educativos y la comunidad regional.

Pensemos ahora en otra región muy diferente, la región de Los Lagos, y sobre todo
la provincia de Valdivia. Se trata de una zona colonial, por lo tanto su pertenencia o
no pertenencia respecto de Chile es una cuestión resuelta mucho antes que en
Tarapacá y en un período histórico mucho más largo.11 Sin embargo, la historia
colonial valdiviana o de la región de Los Lagos, en general, tiene poca importancia
en el imaginario regional, más allá de la rememoración de las luchas con los
mapuches del siglo XVI, o la refundación de Valdivia en 1645 y de Osorno en 1796.
Lo que sí tiene una gran significación para la identidad de la Región es la
colonización alemana llevada a cabo en la segunda mitad del siglo XIX. A los
colonos germanos, su laboriosidad, esfuerzo y constancia, se les atribuye el mérito
de haber sacado a la Región de su estancamiento secular.12 En Valdivia, Osorno y
Llanquihue, esta suerte de adscripción al origen y la influencia alemana sustituyen,
en cierta forma, el rol que se le confiere al Estado nacional en Tarapacá, donde
encontramos población extranjera, pero de distintas nacionalidades, y nunca un solo
grupo ha tenido el peso que tuvieron los colonos alemanes y tienen aún, en cierta
forma, sus descendientes en la X Región.

Obviamente este es un mero ejercicio, no una comparación histórica propiamente


dicha; sólo lo hago para mostrar qué lugar distinto puede tener la identidad regional
10
Al respecto, véase, entre otros, González, H. (1997: 30-31).
11
Estoy simplificando en pro de la brevedad, pero Valdivia perteneció administrativamente al
Virreinato de Lima durante casi un siglo después de su refundación, entre 1645 y 1740, e incluso
después de esa fecha, conservó un estatus especial, ya que sus Gobernadores eran nombrados
directamente por el Rey de España (Guarda, 1974: 122-127). La incorporación a Chile se produjo en
1820, y en los años posteriores hubo incluso un movimiento federalista fuerte (Guarda, 2001).
12
De acuerdo a mis antecedentes, la idea del atraso valdiviano se desarrolló a inicios del siglo XIX,
entre la Independencia y la colonización alemana (1820-1850). Está muy presente en las crónicas de
viajeros extranjeros de la época, como Fitz-Roy y Gardiner, pero también en los informes de
autoridades regionales como los intendentes Cavareda y Sanfuentes (Vergara, 1998b: 138-145). El
relato de Pérez Rosales (1882: 402) sobre Valdivia a inicios de la Colonización, abundantemente
citado casi como única referencia respecto al tema, no hace más que repetir lo afirmado en los
testimonios anteriores. Dado que estoy refiriéndome a la manera en que se percibe la historia, y no a
un análisis más o menos objetivo de la misma, no entro a discutir la validez de esta visión, pero creo
necesario al menos remitir a los estudios históricos de Guarda (2001) y Blancpain (1974) . El mismo
Blancpain parece, a veces, inclinado a validar la representación social de Valdivia como región
desarrollada por los alemanes, cuando escribe, por ejemplo: “No es casualidad si el indígena
araucano y el colono alemán de Llanquihue son mirados a veces como representantes de los dos
extremos de la mentalidad nacional. De Vadivia y Llanquihue, marcados con el sello de lo germánico,
¿no se dice acaso, con alguna razón: No es Chile; o bien, es otro Chile?” (Blancpain, 1985: 199).

7
8

(valdiviana y tarapaqueña) respecto de la identidad nacional en distintos casos. Lo


mismo ocurre con la presencia indígena. En la Región de Los Lagos hay una
numerosa población mapuche rural, la segunda más importante después de la IX
Región. Ahora bien, la identidad de este grupo, que es muy fuerte en ciertas áreas
como Panguipulli, Ranco o San Juan de la Costa, es una identidad subordinada,
primero respecto a la “identidad chilena”; después a la identidad regional, como
región de origen alemán, y, por último, frente a los propios descendientes de los
colonos y migrantes alemanes. Con ellos las relaciones han sido muchas veces
conflictivas, por problemas de tierras y la condición de muchos mapuches de ser
peones o empleados de los patrones “alemanes”, como todavía se les llama allí.
Entonces, la identidad mapuche en Valdivia, Osorno y Llanquihue se da en una triple
subordinación frente a: la identidad nacional, la identidad regional de sello germánico
y la identidad de los chileno-alemanes de la Región. No podríamos decir que el sello
de lo extranjero tenga un color tan definido en Tarapacá como lo tiene en la Región
de Los Lagos. En consecuencia, nos encontramos con una forma de identidad
transversal como la identidad étnica, cuya posición respecto de la identidad regional
y de la identidad nacional es distinta en los dos casos.

En síntesis, creo que habrá que establecer para cada caso y cada Región en
particular cuáles son las relaciones entre las identidades culturales en juego. O
mejor dicho, entre los distintos niveles de la identidad cultural, llamémoslo, de la
identidad local más básica, de un pueblo, de Camiña, por ejemplo, hasta la
identidad nacional, y la relación a su vez con las identidades transversales. El
análisis debe considerar al menos dos formas de relación, el rechazo y la
apropiación. Señalé antes que, a mi modo de ver, la identidad nacional en esta
región tiene un impronta muy fuerte, pero a la vez es una identidad reciente, que no
ha logrado desplazar a otras identidades más tradicionales, como la identidad local.
Al mismo tiempo, hay en Arica e Iquique una cierta vocación nacional, la percepción
de ser una suerte de pioneros de la nación chilena. Piensen en la situación
fronteriza que tiene esta región13 y lo que significaba para personas de otras partes
del país el venir a trabajar acá cuando las comunicaciones eran mucho más difíciles
que actualmente. Esto podría ser obvio en el caso de los profesores que se
desempeñaban en el interior, en las zonas aymaras, entre los cuales latía un sentido
de vocación de servicio patriótico que el “estado docente” de la época estimulaba y
reforzaba.14

Por otro lado, encontramos también mucho rechazo al centralismo eterno de


Santiago y la identidad impuesta desde afuera, por ejemplo, a través de figuras
ajenas a la experiencia regional, como el “roto chileno” o el “huaso”; mientras el

13
Un trabajo reciente propone la idea que en Arica lo que predomina son “identidades fronterizas”,
entendiendo como tales “aquellas Identidades...en las cuales el quien o de donde soy son difusos o
movedizos”; conviven en ellas identidades nacionales, étnicas o de pertenencia geográfica,
jerarquizadas en este mismo orden (Graña, 2001: 80-81).
14
Véase, por ejemplo, la carta de la profesora de la Escuela N°45 de Poroma, de enero de 1933,
dirigida al Inspector Provincial de Educación. Luego de describir algunos problemas locales, como el
comercio de “coca y aguardiente” con Bolivia y las epidemias venidas, según ella, todas del país
vecino, dice: “Si el Gobierno tendiera de vez en cuando su vista hasta estos desgraciados pueblos, se
evitaría en algo el aniquilamiento de la raza (se refiere a los aymaras de la zona J.I.V) y haría conocer
sus derechos entre esos montañeses que hasta hace poco desconocían las leyes y el respeto al
Gobierno chileno, no sabiendo muchos si eran peruanos, bolivianos, tarapaqueños” (cit. por
González, 2001: 59-60).

8
9

“pampino”, tan presente en la memoria regional, es prácticamente desconocido en


los libros de historia chilena.

Otro ejemplo de lo anterior es el contraste entre la reivindicación regionalista o


provincial frente a Santiago, especialmente por parte de los caudillos locales de
Arica e Iquique, mientras existe un increíble sentimiento de pertenencia nacional
entre la población aymara del altiplano de Iquique, en Colchane, al lado de Bolivia,
donde hay aymaras del mismo origen. En mi experiencia de trabajo con ellos, he
escuchado el argumento, lingüísticamente incorrecto, pero validado socialmente por
su comunidad, que ellos hablan “aymara chileno” y no “aymara boliviano”.15 O sea,
plantean un vínculo fuerte con la identidad nacional más que con la identidad
aymara que podrían compartir con sus hermanos de Bolivia.

Así, para estudiar las identidades regionales se debe abordar este doble movimiento
de rechazo y apropiación. En cada caso habrá que establecer cuánto de la identidad
regional se construye por afirmación de lo propio, versus lo que sería la historia
central o de otras regiones, y de asimilación de lo nacional a través de la región.

Hay, sin embargo, otro problema para aproximarse a la cuestión de las identidades
culturales. En los últimos años se ha desarrollado una línea de análisis de las
identidades culturales que subraya su carácter constructivo, y específicamente
discursivo.16 Esta es una aproximación que ha sido muy fructífera, pero que ha
tendido a reducir la identidad a discurso, ignorando una segunda faceta de la
identidad cultural, la experiencia de los sujetos (Larraín, 1996, cap. 6: 207-254). La
pregunta es cómo comprender e interpretar estas experiencias y prácticas. Por
ejemplo, cómo entender la experiencia de la música, del rito, de la festividad
religiosa, que aquí son tan importantes (La Virgen de las Peñas, en Arica; La Tirana
y San Lorenzo, en Iquique podrían las más masivas).

Nos falta todavía una metodología que nos permita reunir y relacionar estos dos
aspectos: discursos públicos y experiencias personales, pero también agregaría la
idea de prácticas identitarias y movimientos sociales identitarios, como sugería Hans
Gundermann en la mañana.

Adicionalmente, cuando me refiero al discurso, tengo que subrayar que no se puede


tratar única y exclusivamente de un discurso intelectual, sino que también tenemos
que ver el discurso cotidiano de la gente, sus términos, sus dichos, sus chistes. En
este sentido, creo que ha habido un excesivo énfasis en la narración histórica o la
narración de la identidad y se ha dejado de lado el análisis del lenguaje cotidiano,
que para interpretar las identidades culturales es tan o más importante. La cuestión
es que, para un analista externo, es más fácil analizar discursos ya estructurados
que prácticas discursivas comunes y corrientes.

15
Expresiones vertidas durante el Taller Comunal de Lengua Aymara, patrocinado por el Instituto de
Estudios Andinos de la Universidad Arturo Prat, y realizado el 25 de mayo del 2002 en la localidad de
Colchane.
16
Por ejemplo, los trabajos posteriores de Stuart Hall (1995 y 1996) o el análisis de Anderson (1991)
de las identidades nacionales. Para una crítica a la interpretación postmoderna de las identidades
culturales, véase los comentarios de Larraín (1996: 242-250); sobre una crítica a los enfoques post-
modernistas del nacionalismo, consúltese Smith (1997: 48-50).

9
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Y, como dije recién, aquí se presenta la dificultad de cómo entender la experiencia


de la identidad y las prácticas identitarias. Creo que no tenemos una metodología
clara para hacerlo. Vuelvo al punto de partida: a este respecto la identidad regional
tarapaqueña no puede ser una excepción. O sea, la metodología que pudiera
desarrollarse para interpretarla debería poder ser válida también en otros casos.
Pero, finalmente, si la perspectiva es la perspectiva del sujeto y no del analista,
cómo resolvemos el siguiente problema: por un lado, decimos que las identidades
son históricas, son relacionales, y proyectivas; por tanto, que no sólo se refieren al
pasado y a la tradición. Sin embargo, nos encontramos frecuentemente con
afirmaciones y discursos identitarios que se refieren únicamente al pasado, que no
conciben la historicidad ni la transformabilidad de las identidades culturales, ni
tampoco las entienden en su carácter relacional, sino que operan por auto-referencia
a una esencia inmutable (el “ser iquiqueño”, por ejemplo). La cuestión es cómo
podemos reivindicar a la vez la perspectiva del sujeto, y la del analista (de las
identidades) que en muchos momentos parecen chocarse.

Aquí me parece que otra pregunta, la última que dejo abierta para la discusión. Si
mi exposición ha sido demasiado árida, ofrezco mis disculpas. Soy conciente que,
como dice Mefistófeles en Fausto, “gris es la teoría y verde el árbol de la vida”. 17
Confío en que, pese a ello, las cuestiones teóricas y metodológicas planteadas
puedan ayudarnos a construir juntos una mirada más colorida, más diversa, menos
monotónica respecto de las identidades culturales y regionales que las que nos
proporcionan los esencialismos y escepticismos de ayer y hoy.

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17
La cita completa reza así: “Gris, querido amigo, es toda teoría, y verde el dorado árbol de la vida”
(Faust, I, 2037-2038; Edición Reclam Verlag, Sttutgart, 1986). La traducción del alemán es mía.

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