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¿Quién eres?

¿Qué ves cuando te miras al espejo? ¿Una


superestrella de música rock? ¿Una chica
atractiva cuya foto aparece en colores en la
tapa de una revista popular? Bueno, quizás
no, pero no te preocupes - no importa lo
que ves cuando te miras a ti mismo - Dios
ve algo mejor. Él nos acepta por lo que
somos y nos ve como las personas que
podemos llegar a ser. Por Neil T. Anderson

Primer día de clases del nuevo año escolar. Te deslizas en tu aula


justo antes que suene la última campana y alcanzas a sentarte. La
profesora, de pie, dice: "Quiero que todos se presenten". Y,
señalándote con su dedo afilado, puro hueso, dice: "Empecemos
con el que llegó último; ¿quién eres?" Tú contestas confiado: "Juan
Pérez" (o como quiera que te llames).

– "Mal" –replica ella–, "¿ese es tu nombre? ¿Quién eres?"


– "El presidente del consejo estudiantil", contestas, mientras
empiezas a traspirar.
– "Mal de nuevo, eso es lo que haces."
– "Soy norteamericano."
– "No, tú vives ahí."
– "Soy bautista."
– "No, esa es la iglesia donde vas."

Podrías también decir que eres la estrella de la defensa del equipo


de fútbol de la escuela (o del barrio), o la reina de la primavera o
el presidente del Club de Futuros Científicos del Espacio, pero todo
eso no eres tú. Imagina que te hieres gravemente en un accidente
del tránsito y pierdes gran parte de tu capacidad física, o de tu
belleza o de tu capacidad mental, ¿seguirías siendo tú? ¡Claro que
sí! Hay muchísimo más en ti de lo que pareces por fuera y de lo
que haces.

Hubo un jugador estadounidense de béisbol, superestrella de ese


deporte, que tuvo cáncer justamente en el brazo que más usaba
para tirar la pelota y en octubre de 1988 le hicieron una operación;
los médicos creían que nunca iba a volver a jugar béisbol
profesional. Pero ese jugador tenía el corazón de un león y casi al
año después de la operación volvió a la cancha y ganó en forma
increíble el partido para su equipo.

Cinco días después, había otro partido de béisbol y su brazo se le


volvió a fracturar. Esta vez no pudieron salvárselo, y diez meses
después de esa fractura, el jugador se internó en el hospital para
que le amputaran el brazo y el hombro.
¿Cuál era la importancia de ese brazo para este deportista?
Leamos lo que él mismo escribe:
"Mi brazo era como las manos para el concertista de piano, las
piernas para la bailarina de ballet, los pies para el maratonista. Ese
brazo era lo que celebraba la gente que pagaba por verlo en
acción; era lo que me hacía valioso, me daba dignidad, por lo
menos a los ojos del mundo. De repente, ese brazo se me fue".

¿Se acabó la vida de esta estrella del béisbol porque perdió el


brazo? ¡No! Cambió totalmente, eso sí, pero sigue siendo el mismo
hijo de Dios que se dio cuenta que su identidad va mucho más allá
de su habilidad para tirar la pelota de béisbol. Sigamos leyendo lo
que escribe:

"Cuando salí del hospital y volví a casa, me di cuenta que todo lo


que mi hijo quería era jugar a la lucha libre conmigo y jugar fútbol
en el jardín. Mi hija solamente quería abrazarme y mi esposa
deseaba únicamente que su esposo regresara. No les importaba
que tuviera un brazo o no... Les bastaba con que yo estuviera vivo
y de vuelta en casa."

Pablo, un seguidor de Jesús, dijo que "a nadie conocemos según la


carne" (2 Corintios 5:16), con lo cual quería decir que no debemos
identificarnos, a nosotros mismos ni a los demás por lo que
parecemos –vistos desde el exterior– ni por lo que hacemos. Claro
que, da pena decirlo, eso es justamente lo que hacemos.
Queremos vernos de cierta manera o ganar importancia en la vida
pensando que seremos alguien, por fin, cuando lo logremos.

Pero, ¿lo que hacemos determina quiénes somos? ¿O quiénes


somos determina lo que hacemos? Nosotros apoyamos esto último.
Creemos de todo corazón que nuestra esperanza de crecer, de
tener sentido y realizarnos como cristianos, se basa en entender
quiénes somos como hijos de Dios.

Si no sabemos que somos hijos de Dios o si tenemos una vaga


idea de cómo se ven y se comportan los hijos de Dios, nunca nos
portaremos como uno de ellos, es imposible. Nuestra forma de
entender quiénes somos es la base de lo que creemos y de la
manera de comportamos como cristianos.

Cuando lo externo y lo interno no se identifican

Hace varios años, una muchacha de diecisiete años manejó una


gran distancia para venir a consultarme. Nunca he conocido a una
joven que tuviera tantas ventajas. María era tan hermosa como
una modelo, tenía un cuerpo estupendo. Había terminado en once
años todos los estudios, y se había graduado con un promedio
altísimo. Manejaba un automóvil deportivo nuevo que sus padres le
habían regalado para su graduación. Me asombró que una persona
pudiera tener tanto.

María habló aproximadamente media hora conmigo hasta que me


di cuenta que parecía estar muy bien por fuera, pero por dentro no
era así. Por fin, admitió, llorando, que a veces lloraba hasta
quedarse dormida pues deseaba ser otra persona.

Nosotros acostumbramos a mostrar un frente falso, destinado a


disfrazar quiénes somos realmente y a cubrir las heridas secretas
que sentimos en cuanto a nuestra identidad. De alguna manera
creemos que si nos vemos atractivos, o cumplimos bien nuestras
tareas o si tenemos cierta posición, entonces, nos sentiremos
extraordinariamente bien por dentro. Pero no es así. Lo que
parecemos por fuera, nuestro aspecto, logros y reconocimiento
externo, no siempre reflejan ni producen la paz interior que
necesitamos.

Aquí tenemos una fórmula falsa para vivir, pues creemos,


equivocadamente, que una buena apariencia, más la admiración
que trae, es igual a la persona completa. Sentimos también que
una actuación estelar, más los logros, es igual a una persona
completa. Esto es como tratar que 1 + 1 = 4; nunca ocurre.

Si estas fórmulas funcionaran hubieran servido para Salomón, que


fue rey de Israel en la mejor época de esa nación. Tuvo poder,
posición, riqueza, posesiones, mujeres. Si la vida significativa
resultara de la apariencia, la admiración, la popularidad, el
desempeño, los logros, la posición social o el reconocimiento,
Salomón hubiera sido el hombre más integral que haya vivido.

Dios también dio a este rey una dosis extra de sabiduría para
interpretar sus logros. ¿Cuáles fueron sus comentarios sobre todo
esto? "Vanidad de vanidades... todo es vanidad" (Eclesiastés 1:2).
Tenemos que hacerle caso a este sabio rey: todas las cosas
materiales y la posición social que uno puede tener no nos harán la
persona completa que queremos y necesitamos con desesperación.

También nos creemos el lado malo de la fórmula: admiración =


significado; es decir, creemos que si una persona no tiene nada, no
tiene esperanzas de felicidad. Por ejemplo, ¿crees que un
muchacho gordo de la universidad, de esos con el cuerpo como
una papa rellena y tartamudo; que además de su feo aspecto le
cuesta mucho pasar de curso, tiene esperanzas de felicidad?

Muchos chicos dirán que "probablemente no" y en el reino terrenal,


donde la gente mira solamente lo de afuera, puede que tengan
razón. Se piensa que la felicidad es lo mismo que tener buena
apariencia y relacionarse con gente importante. Y que una vida sin
estas "ventajas" es lo mismo que la desesperación.

La vida en el reino de Dios es diferente


No existen ahí las fórmulas:
éxito = felicidad y fracaso = desesperación. Todos tienen
exactamente la misma oportunidad de vivir con sentido y
significado. ¿Por qué?

Si tú aceptaste el sacrificio de Cristo en la cruz por tus pecados y


crees que Él resucitó de los muertos, ya eres una persona
completa y tienes una vida de infinita importancia, sentido y
significado como hijo de Dios.

La única fórmula de identidad que funciona en el reino de Dios es:

Tú + Cristo = Persona completa e importante

Si nuestra identidad en Cristo es la clave para ser completo e


importante puede que te preguntes: ¿por qué son tantos los
creyentes que tienen problemas con su propio valor, su crecimiento
y madurez espiritual? Porque hemos sido engañados por el diablo.
Nuestra verdadera identidad en Cristo ha sido pervertida por el
mismísimo gran engañador.

Fracasamos, y así nos vemos como fracasos, lo que nos hace fallar
más. Pecamos, y así nos vemos como pecadores, lo que nos hace
pecar más.

Satanás nos ha engañado para que creamos que lo que hacemos


nos hace ser lo que somos. Esta creencia falsa nos hunde más y
más en el hoyo inmundo de la desesperación y la derrota. La única
forma de salir del hoyo es aferrándonos a nuestra verdadera
identidad de hijos de Dios.

Hay una salida del problema. El fracasado Adán fue seguido por el
superexitoso Jesucristo, a quien el Nuevo Testamento llama, a
veces, el último Adán. Jesús recuperó la vida espiritual perdida
cuando Adán y Eva fueron echados del jardín. El triunfo de Jesús y
lo que ha ganado para nosotros está completamente a nuestra
disposición.
Extraído del libro "Emergiendo de la oscuridad" por Neil T.
Anderson y Dave Park, Editorial Unilit

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