Authority in the Middle Ages. Odense, UP of Southern Denmark, 2004. Preface (7-20) La Modernidad comparte con la Edad Media una preocupación intensa por la cualidad textual del mundo, por los signos, los sistemas de signos y la naturaleza mediada de todo conocimiento humano de la realidad. Sin embargo, estos intereses comunes se fundan en premisas ontológicas contrapuestas: hoy, el descubrimiento del significado es visto como una actividad puramente humana, mientras que en la Edad Media se creía que el significado era una cualidad inherente a la Creación, estuviera o no el hombre allí para percibirlo. Además, hoy se considera que los significados surgen de diferencias de signos vacíos en rearticulación permanente; en cambio, el signo medieval está lleno de significado: palabras y cosas poseen significado en virtud de su ligazón con la Palabra divina creadora (según se ve en el Génesis y el Nuevo Testamento). De ningún modo el pensamiento medieval niega que el lenguaje sea una construcción social; es decir, esté determinado por el uso en contextos históricos, políticos y sociales siempre cambiantes. Sin embargo, la teoría lingüística medieval sostiene el valor de un uso estable fundado en el Logos y considera el cambio lingüístico como una decadencia, como un aspecto de la Caída misma. Esta norma es tan crucial para definir el ethos medieval que algunos estudiosos han trazado el comienzo del fin de la Edad Media –y el comienzo de la literatura como un modo cognitivo independiente– en la experimentación de los escritores vernáculos de las posibilidades semánticas en modos irreconciliables con la norma lingüística centrada en Dios.1 El mundo medieval es, pues, insistentemente logocéntrico; de modo que el estudio de Dios es el estudio del signo y sus sistemas: gramática, retórica, dialéctica. Incluso la lucha entre nominalismo y realismo es entre dos variantes del presupuesto de que Dios interviene en el lenguaje humano y que la semiótica es divina: la metafísica cristiana es semiológica, según pone en evidencia el comienzo del Evangelio de San Juan. El Logos autorizante que dio peso a la palabra humana vino a la humanidad bajo la forma de un libro: la Biblia. Además, para captar este primer libro de Dios, el hombre tenía otro, pues el cosmos era entendido como un segundo libro de Dios. Ambos testimonian la unidad y unidireccionalidad de la historia providencial y así, estaban disponibles para la interpretación de los fieles, como argumenta San Pablo (Romanos 1:20)2 y como es ampliamente propagado durante la Edad Media, siendo el caso más conocido la famosa cita de Alain de Lille: Omnis mundo creatura Quasi liber et scriptura 1Jesse Gellrich (The Idea of the book in the Middle Ages, Ithaca: Cornell UP, 1985) ha analizado el cambio epistémico central en la baja Edad Media como un cambio en la actitud de los escritores vernáculos hacia la palabra humana: aunque idealmente enraizada en el Logos, la palabra usada por escritores como Dante y Chaucer gradualmente perdieron su fuerza como metáfora de unidad de la cultura medieval. Así, “Chaucer’s fiction repeatedly defers the attempt to identify a ‘source’ for authority” (p. 198). Ver también Marianne Borch, Chaucer’s Poetics: Seeing and Asking (Bagsværd, 1993), caps. 1-4. 2 “Porque las cosas invisibles [de Dios], su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas.” Nobis est et speculum La tendencia medieval a ver todo conocimiento como constituyente de una sola unidad, internamente armoniosa, sugiere que incluso el conocimiento humano fue conceptualizado como un tercer libro autorizante, una Summa totalizadora. Pero no todos los textos medievales fueron libros: a menudo fue necesario recurrir a ingeniosas estrategias para lograr conformar un texto individual a la norma ideal. Los textos seculares tenían una relación precaria con la materia religiosa, en la medida en que la propia noción de lo estético amenazaba el imperativo de una verdad no adulterada. Los textos paganos habían sido preservados para la posteridad gracias a la exégesis agustiniana, que salvaba el oro egipcio; también el Libro de la Creación, o Naturaleza, era interpretado de un modo que excluía la ilusión pagana, particularmente la ilusión de que la naturaleza estaba viva, animada por espíritus o aún con un alma. La lectura autorizada requería, pues, de técnicas particulares, que no provenían automáticamente de la tecnología de la escritura sino que debieron desarrollarse penosa y tentativamente. De las técnicas de lectura y las estrategias de escrituras para dar autoridad a los textos medievales trata este libro. En principio, debemos pagar tributo a los gigantes sobre cuyos hombros estamos subidos para ver más lejos. Los que han estudiado la arquitectura y el pensamiento medievales como estructuras diseñadas para reflejar analógicamente un universo centrado en la Palabra, y aun la Palabra misma, son los pioneros que posibilitan un mayor avance, en la medida en que han explorado el ideal de –y la aspiración hacia– la unidad textual.3 Sin embargo, un enfoque exclusivo en lo ideal puede llevarnos a malinterpretar lo concreto: por ejemplo, los desvíos de la norma pueden verse como heréticos o pecaminosos dentro de la lógica binaria ideal, pero pueden pasar inadvertidos los fenómenos de juego, necesidad práctica, luchas de poder y constantes realineamientos dentro de la norma piadosa. Podemos, pues, avanzar en la indagación de la relación entre el ideal y las prácticas concretas. Tales prácticas hablan desde la materialidad y las elecciones formales de los manuscritos y textos existentes, así como desde el modo en que esos textos se posicionan frente a los Libros de Dios. El hecho de que podamos ver más lejos es causa tanto de placer como de autocomplacencia. No debemos ser ciegos al grado de determinismo cultural presente en el entusiasta historicismo actual con su redescubrimiento de la Edad Media, no sólo centrada en textos sino también autodefinida en términos textuales. La explosión del interés en la Edad Media ha ocurrido en tándem con el “giro lingüístico” de las últimas décadas, lo que llevó a experimentar el período medieval como el más cercano al nuestro. La textualidad medieval atrae a la modernidad en parte porque el concepto mismo de un mundo textualizado tiene sentido para nosotros, pero no pudo tenerlo para el empirismo iluminista y su postulado de la transparencia lingüística. Además, nuestra predilección por lo polémico, lo abierto y lo polivalente puede reflejarse en la compleja Edad Media que se ha desplegado en las décadas recientes.4 Finalmente, puede ser que la revolución tecnológica actual nos haya vuelto más conscientes del modo en que los textos debieron de experimentarse antes de la imprenta: la computadora, pero antes también la fotocopiadora, han llevado a la declinación del libro y a una dependencia de 3 Por ejemplo, Erwin Panofsky, Gothic Arquitecture and Scholasticism (Cleveland: World, 1968); Marcia Colish, The Mirror of Language: A Study in the Medieval Theory of Knowledge (New Haven, Yale UP, 1968); Sheila Delany, “Undoing Substantial Connection: The Late-Medieval Attack on Analogical Thought”, Mosaic, 5 (1972), 31- 52. 4 Robert Myles, en su Chaucerian Realism (Cambridge: D. S. Brewer, 1994) llega a proponer que “rather than the ‘linguistic turn’ of the twentieth century, [it would be] more accurate to speak of ‘a linguistic return’ ” (p. 39). textos fragmentados, reunidos para propósitos inmediatos y circunstanciales, una experiencia que nos devuelve a los manuscritos con expectativas cambiadas. Y todavía: con toda nuestra necesidad de mantenernos humildes acerca del reciente progreso de la investigación, hay también una ventaja en nuestra “afinidad electiva” con el período medieval que permite insistir en el carácter positivo de ese progreso: la puesta en cuestión, junto con la refutación de la textualidad iluminista y su lógica binaria de la comprensión de la Edad Media que nos ha legado la tradición crítica, ella misma hija del iluminismo decimonónico y de la erudición del s. XX, sobredeterminadas, primero, por las tendencias empiristas que iluminan un supuesto realismo social de una Edad Media “novelística” y, luego a fines del s. XX, por el descubrimiento de la alteridad del período medieval como el amado “Otro” idealizado y homogéneo de la imaginación moderna.5 Ahora que la diversidad cultural está en el centro de atención y que la textualidad tiene otra vez el estatuto de metáfora epistémica (mediante la cual construimos e interpretamos nuestro mundo), podemos efectuar una nueva mirada y descubrir cómo nuestras concepciones modificadas abren un panorama interesante del pasado histórico. * La autoridad de los libros y textos medievales deriva de su referencia última a la Biblia y a su contexto institucional, la Iglesia; pero también de otros contextos institucionales y sociales, así como de la organización interna, el contenido y la apariencia física de los textos mismos. Evocar un sentido propio del libro o texto medieval y despojarlo de las asociaciones modernas comunes puede ser relevante para contrastar el ejemplar viejo con el libro moderno. Aun cuando el libro moderno típico es completamente secular –y aunque después de la revolución digital, el texto está volviendo a ser un concepto considerablemente fluido–, el libro sigue portando una enorme autoridad y el encanto de una cómoda familiaridad: su contenido es monitoreado por pares evaluadores y editores, es encuadernado como unidad, impreso en ejemplares idénticos que aseguran un punto de referencia común a todos los lectores, predigerido por una cantidad de para-textos, registrado en un sistema universal (ISBN) y con derechos de copyright que aseguran una fuente o un autor identificables. La expectativa impone una unidad heurística aún sobre el más destrozado ejemplar de un libro; sabemos que se trata de una obra sola, de una colección de obras de un solo autor o de un género determinado o de un tema. Un libro, además, es confiable: el lector confía en que el libro, aunque no ofrezca la verdad o una verdad, al menos su texto será coherente o tendrá indicios claros que apunten a la fuente de incoherencia (un narrador engañoso, por ejemplo). La concepción moderna del libro como estable y unificado sin dudas afecta nuestra lectura de los textos antiguos, que son ya presentados al lector con una injustificada, aunque pragmáticamente necesaria, apariencia de unidad: el volumen editado y anotado del texto medieval. Sin duda esta facilidad de lectura se logra al costo de perder todo acercamiento al tipo de experiencia propia de los lectores medievales, sin duda conscientes de la fluidez de la palabra escrita en su paso por las manos de diversos copistas en su transmisión.6 La escasez de libros y de ejemplares de un mismo libro 5 Un caso de este último fenómeno: Paul Zumthor, Parler du Moyen Âge (Paris: Minuit, 1980). 6 La preocupación de Chaucer por un texto propio “correcto”, evidenciado por su severa amonestación a su copista en “Adam Scriveyn”, puede indicar su posición en el umbral entre oralidad y escritura, y entre escritura como propiedad común y como propiedad particular. M. T. Clanchy, From Memory to Written Record: England 1066-1307 (Oxford: Blackwell, 1979), ofrece un lúcido análisis de la transición de la oralidad a la escritura en Inglaterra. En el presente libro, Birger Munk Olsen identifica una línea divisoria habrá hecho de la lectura una tarea exclusiva aún dentro de la comunidad letrada, privando al lector individual de nuestro contexto automático de información compartida –con su dimensión habilitante de cohesión social y poder. Además, un libro frecuentemente no será idéntico a su texto, una obra o una colección unificada por género y tema. La voz narradora, también, habrá señalado cosas muy diferentes a una audiencia medieval que la intencionalidad personal que el lector moderno está acostumbrado a buscar.7 La minoría letrada que dominaba el arte de la lectura tenía acceso a pocos libros, a la vez que reconocía otras fuentes de autoridad no librescas.8 En cuanto al texto medieval, su textualidad y autoridad son generados por un complejo campo cultural constituido por variedad de textualidades (oral y escrita, latina y vernácula, helenística y judía), por luchas de poder con implicancias para el uso lingüístico (clerical / cortesano; masculino / femenino) y por diferentes tecnologías (oralidad y escritura). El texto moderno fue surgiendo del interjuego de estos factores, lo que nos obliga a estar alertas frente a la “falacia del pasado homogéneo”, así como frente a la falacia del desarrollo homogéneo.9 Estas falacias pueden acechar aun tratando lo que parece una tradición continua. Por ejemplo, Lars Boje Mortensen demuestra más abajo, en “The Rethoric of the Latin Page”, de qué modo fenómenos textuales idénticos terminan enmascarando diferencias de propósito y significación: el contexto del más obvio gesto de obediencia a una norma ideal (i.e. el latín como lenguaje autorizado para la historiografía) vuelve problemático y aun frustrante el significado “auto-evidente” del propio gesto. Así, estudiando cómo se desarrollaron los recursos para señalar autoridad, aún el propio término “texto medieval” se vuelve sospechoso, refiriéndose como lo hace a textos de un período y un área geográfica demasiado extensos. Los escritores vernáculos enfrentaron más problemas que los escritores latinos al tratar de establecer un sentido de tradición. La escritura es un medio práctico para administradores y clérigos con un gran interés en la estabilidad textual; los admirados y problemáticos auctores clásicos se podían incorporar, vía interpretación alegórica, como modelos de estilo o corrección moral. A menudo notamos cómo la escritura creativa o “literatura” es un anacronismo, pero quizás debamos dar un paso más y decir que “literatura” sería un anatema. Mientras que hay evidencia de una floreciente tradición creativa oral, cuya premisa es la variación constante, la escritura literaria es problemática per se, porque fija y da autoridad a universos verbales cuya textualidad se resiste a la analogía ortodoxa, a la compulsión homogeneizante del Logos central. Un “Libro de Literatura” sobre el modelo del Libro de Dios, el libro enciclopédico del conocimiento humano, o un conjeturado Libro de Roma historiográfico, no puede entre los manuscritos monásticos de los siglos XII y XIII: mientras los primeros son encargados por obispos y abades, los últimos responden a requerimientos externos a la Iglesia. 7 La erudición moderna ha localizado normalmente la autoridad de un libro en su autor; pero hay que comprender la intencionalidad de un modo más amplio que propósito consciente. En los años recientes se ve un creciente énfasis en las determinaciones culturales de los artistas individuales. En los textos medievales de autoridad reconocida, la tradición invalida cualquier intención particular, pero la proximidad entre hablante y oyente, tanto física como cultural, en la comunicación oral constituye un lazo cuasi-personal cuya ausencia de los textos escritos debe remediarse mediante recursos específicos. Sobre la falacia intencionalista al interpretar presencia autorial, ver aquí el artículo de A. C. Spearing, así como su “Poetic Identity”, en A Companion to the Gawain poet (Cambridge: D. S. Brewer, 1997), pp. 35-51. 8 Véase From Memory to Written Record, Parte II, cap. 8. Los textos habrán tenido dificultades para suplantar la autoridad de la palabra hablada. El desarrollo de la escritura se dio fundamentalmente en el ámbito administrativo; en el resto del campo cultural la comunicación oral siguió siendo el canal principal de difusión de valores. 9 Cito de Janet Coleman, Medieval Readers and Writers, 1350-1400 (New York, Columbia UP, 1981), p. 14. evocarse sin implicar una catástrofe epistemológica. El significado del tributo de Dante a Virgilio como su modelo en la Divina Comedia y en el Convivio, o el del saludo de Chaucer de Troilus and Cryseide como el hijo de “alle poesye” de “Virgile, Ovide, Omer, Lucan, and Stace” (V, 1790-92), se apoya en la definición que hacen estos autores de su obra como parte de la tradición literaria temporal que engloba lo pagano y lo cristiano y cuya relación con el dogma cristiano es inherentemente oblicua. En las lenguas vernáculas, quizás por sus lazos con la palabra hablada en su tránsito de la oralidad a la escritura, la fundación de una tradición propia no depende sólo de relacionarse con los textos clásicos paganos, sino también de la construcción de una nueva autoridad que reemplace a la de la oralidad. En lugar de la capacidad de control que tiene el narrador o poeta oral, que le permite adaptar el texto a las necesidades inmediatas de tiempo, espacio y audiencia específica, el texto escrito vehiculiza su autoridad a través del papel o del pergamino, la puesta en página, la encuadernación y los recursos formales desarrollados por escritores y copistas, usualmente no vistos y desconocidos por los lectores, y probablemente alejado de ellos en tiempo, espacio y presupuestos ideológicos. Así, aunque el “libro”, como metáfora cultural unificadora y objeto impresionante, ayudó a conferir estatus al texto medieval, un estatus reforzado por las asociaciones materiales y textuales, serían objetos altamente diferenciados, sujetos a modos de producción diferentes, en tiempos y lugares diferentes, con muchas menos chances de sobrevivir, que fueron creados durante un cambio cultural entre oralidad y escritura, mientras el latín y las lenguas vernáculas luchaban por dominar un campo determinado por múltiples agentes.