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Capítulo 3

De "La Vida Después de la Muerte", por A. Toynbee, A. Koestler y


otros.

ADRIAN BOSHIER
LAS RELIGIONES DE ÁFRICA

Entre las naciones negras del sur de África, las de lengua bantú, existe
la creencia de que todas las personas poseen un espíritu con el cual
nacen. Incluso pueden, durante la vida, heredar el espíritu de familiares
muertos. La influencia de estos espíritus puede ser muy poderosa y es
capaz de alterar completamente la conducta del receptor. De modo que
cuando un hombre o mujer africanos actúan de manera extraña, los de
su tribu, según su filosofía habitual, adjudican tal conducta a la
naturaleza de ese espíritu o moya.
Una de las más poderosas de estas manifestaciones espirituales es la
que exige que el individuo poseso sea entrenado e iniciado como
sangoma, médico-brujo. Suele ocurrir que se le atribuya a una persona
ordinaria el espíritu de un cazador, debido a su amor por la caza y su
éxito en ella. Lo mismo puede aplicarse a cualquier oficio o profesión,
pero cuando de alguien se dice simplemente que posee "el espíritu", se
entiende por ello las características religiosas que hacen al médico-
brujo. Los moya (que también significa hálito y viento) pueden
manifestarse en cualquier adulto, y su presencia en hombres y mujeres
de cualquier color, credo o raza, es abiertamente admitida por los
africanos. Esto surge de su creencia en un Dios supremo que rige a
todos los seres huma
nos. Sin embargo, se juzga presuntuoso y en verdad virtualmente
imposible acercarse a Dios por medios directos- Existen pues
intermediarios a quienes los mortales pueden acudir para que
comuniquen sus pensamientos a Dios. Se trata de los espíritus de los
ancestros muertos. Esta creencia le valió a los africanos el erróneo título
de "adoradores de los antepasados". En realidad, lo que hace el africano
es adorar a Dios, sólo que dicha comunión se realiza mediante los
espíritus ancestrales.
La raza, la lengua, la clase, una multitud de factores dividen a la
humanidad en la tierra, pero el credo africano afirma que tales barreras
desaparecen en el mundo espiritual. De acuerdo con ello, cualquier
individuo de cualquier grupo étnico puede ser aceptado en la sociedad
tribal africana, lo cual depende de la armonía reinante entre los espíritus
de dicho individuo y los de la tribu.
Tales creencias tradicionales me eran desconocidas hace veinte años,
cuando llegué a las comarcas salvajes del África. En un esfuerzo por
descubrir el África comentada por explo radores pasados, busqué esas
regiones que en los mapas aparecían como zonas desiertas. Como no
contaba con ningún recurso financiero, viajaba á pie y vivía de los
recursos natu rales. Al poco tiempo entré en contacto con las creencias
tribales y me informaron que yo tenía "el espíritu".
No mucho después de afrontar el desierto, la montaña y la selva
africanas, descubrí que me era esencial un retorno periódico a la
civilización y a la compañía de quienes eran mis semejantes. Tales
visitas solían ser fugaces y yo no tardaba en lanzarme nuevamente a
esas regiones salvajes que tanto me seducían. Mis ocasionales visitas a
la ciudad y a mis amigos exigían de mí cierto aspecto civilizado. Me fue
necesario, en consecuencia, organizar algún medio de procurarme
ingresos. Las serpientes siempre habían ejercido cierta fascinación
sobre mí y, cuando me encontraba con ellas en mis deambulaciones,
sentía siempre el impulso de capturarlas. Este deporte se transformó en
un medio de vida, de modo que empecé a bus carlas y a extraerles el
veneno con un propósito determinado, pues existía un mercado para
dicha sustancia en el mundo de la medicina. Al transformarme en un
cazador de serpientes profesional me relacioné sin darme cuenta con la
criatura más
inextricablemente vinculada a las creencias nativas tradicionales.
Tras vagar por buena parte del África meridional, oriental y central, mi
extremado interés en los pueblos tribales me condujo a una escarpada
cadena de montañas en la zona noroes te del Transvaal, no muy lejos del
Río Limpopo. Estas montañas, las Makgabeng, habían recibido muy poca
atención de los extranjeros y cuando yo llegué a ellas por primera vez,
en 1959, fue como descubrir una antigua ciudad-fantasma, Por todas
partes hallé abundantes vestigios de pueblos extinguidos: ruinas de
piedra, cuevas fortificadas, laderas parcela das en terrazas, y, lo más
interesante de todo, una verdadera galería de pinturas rupestres. Había
en las cuevas una pro fusión de escenas con figuras humanas, animales
y simbólicas, ejecutadas con una variedad cromática que conservaba su
esplendor a pesar de los años.
Pese a tener reputación de no ser muy amiga de los extranjeros, la
gente de Makgabeng toleró mi presencia, lo que me permitió examinar
esta asombrosa fortuna en arte rupestre. Aunque esta voluntaria tarea
me consumía casi todo el tiempo, aún roe sentía impulsado a realizar
viajes ocasionales a la civilización para una dosis periódica de
"equilibrio". La alter nada frecuentación de la ciudad y esas comarcas
salvajes con tribuía a acrecentar mi asombro y mi interés, tanto por las
noticias de los lanzamientos espaciales como por el sacrificio de una
bestia en una ceremonia tribal para propiciar la lluvia.
En una de esas visitas, en 1962, contraje matrimonio, y mi mujer, una
artista, me acompañó a las montañas para hacer copias de las pinturas
de las cavernas. Durante el mismo año mis actividades llegaron a oídos
de dos antropólogos, de modo que recibí, por vez primera, tanto una
ayuda financiera como una guía profesional. Walter Battis y Ráymond
Dart insistieron en que yo continuara estudiando a ese pueblo en forma
directa, como lo había hecho siempre, pero gradual mente comenzaron
a embarcarse en proyectos relacionados con ciertos aspectos de la vida
tribal. Dos años más tarde, circunstancias extraordinarias
interrumpieron mi labor en Makgabeng y me llevaron a investigar una
montaña en Suazilandia, pues había interés en explotar sus vastas
reservas de mineral de hierro.
Mi trabajo inicial en esa montaña, conocida como el Pico Bomvu (rojo),
reveló que los depósitos de mineral estaban mezclados con antiguas
excavaciones realizadas por el hombre, que posteriormente habían sido
rellenadas. De los nativos suazis recibí el dato que ese lugar, donde
había de operar una gran compañía minera, había sido explotado por su
propio pueblo desde tiempos muy remotos. En realidad, hasta los
tiempos a los que se extendía su tradición oral, la tribu había trabajado
en los filones del Pico Bomvu no sólo por el mineral de hierro sino por el
pigmento rojo al que ellos otorgaban tanto valor. Las antiguas obras que
yo había descubierto en la montaña testimoniaban la fidelidad del
informe de los suazis. Más tarde, cuando mi colega Peter Beaumont
sometió los obrajes y estratos a la prueba del radio-carbono, com
probamos que la hematita roja y su brillante variedad negra, la
especularita, había sido arrancada a estas montañas durante muchos
milenios. Las fechas se remontaban, de hecho, al tercero, cuarto, sexto,
décimo, vigésimo tercero y vigésimo noveno milenios antes de la
actualidad. La fecha más remota que obtuvimos fue de 43.200 años
atrás. El Pico Bomvu, por lo tanto, es la obra de minería más antigua
que se conoce. Adicionalmente, llegamos a la conclusión de que se
habían extraído cerca de cien millares de toneladas de hematita, y que
esta notoria empresa se había realizado ¡con herramientas de piedra!
Mis investigaciones preliminares provocaron cierta agitación entre los
suazis, pues se profetizaba que los espíritus no habían de tolerar la
presencia de mineros modernos, equi pados con máquinas y dinamita.
Los temores de los tribeños ante la ira de la gran serpiente Inyoka
Makhanda Khanda y los espíritus ancestrales hacia la proyectad.a
explotación de los depósitos de mineral se agudizaron a tal punto que a
la com pañía se le sugirió que le ofrendaran a la nación suazi una parte
de la montaña.
La hematita, u ocre rojo, no es en absoluto un elemento inusitado en
la investigación arqueológica. Apareció por pri mera vez en Europa, en
el bajo Paleolítico, cuando el hombre de Neanderthal la utilizó en sus
prácticas funerarias. Simultá neamente, o en época acaso más
temprana, los primeros hom bres modernos (Homo sapiens sapiens) la
explotaban al sur del Sahara, y desde allí se difundió a casi todas las
partes del
mundo. Se la utilizó en Europa, Asia, África, Australia y en las Américas,
en los rituales funerarios, con un énfasis que denota la preocupación del
hombre por la vida ultraterrena. Desde remotos tiempos prehistóricos
existe la creencia, aún vigente en ciertos pueblos en el día de hoy, de
que la tierra es un cuerpo viviente. Consecuentemente, a los filones de
ocre rojo se los describe como sí fueran la sangre de esta madre tierra.
No hay mejor ejemplo que el nombre que actualmente se usa para
denominarlo, Hematita. De modo que era sangre de piedra para los
griegos, al igual que para los aborígenes de Australia, algunas tribus
africanas y, presumiblemente, para los hombres de Cro-Magnon y
Neanderthal. En forma contemporánea al ascenso de la razón, en el
meso lítico, surgió la idea de que la sangre era la fuente de la vida. Ya se
matara a un enemigo humano o a una presa animal, la evidencia más
tangible de la muerte de esa criatura era la pér dida de sangre. La
excesiva pérdida de sangre daba por resul tado la muerte, con la
excepción de las mujeres, que perdían sangre con la misma regularidad
con que la luna cumplía sus ciclos místicos. Este fenómeno femenino
sufría, sin embargo, una interrupción, o sea cuando la sangre era
contenida durante nueve lunas, consagrada a engendrar una nueva
vida. Además, el ingreso de esa nueva vida al mundo iba acompañado
de un flujo de sangre que tampoco esta vez era fatal a la madre. Las
asociaciones entre sangre y vida-y-muerte son múlti ples, especialmente
para el hombre primitivo. Al reflexionar sobre los años en que viví como
cazador, evoco con toda vivi dez los interminables días en que seguía el
rastro de la presa herida. Ya fuera solo o en compañía de cazadores
bosquima nos o bantúes, nada era mejor como espectáculo de triunfo
que la visión de las manchas de sangre, que nos impulsaban a recorrer
increíbles distancias.
En cuanto aceptamos que nuestros lejanos antepasados, los
primeros que comenzaron a sopesar causas y motivaciones, veían el
papel desempeñado por la sangre tal como lo sugieren los datos
antropológicos, querríamos saber cómo actuaban para. incrementar,
promover, garantizar y aun inducir la vida. Sin duda, muchos rituales
surgieron a dicho efecto, y aun al pre sente no faltan en el
mundo ceremonias de fertilidad. En este caso lo único que nos interesa,
sin embargo, es ver hasta qué
punto esos ritos tienen por propósito asegurar la vida del hombre
después de la muerte.
El acto de inhumación es, de por sí, un intento para ayudar al difunto
en su viaje al otro mundo. Como medida adicional al respecto, se
adoptaban ciertos métodos, tales como el de ubicar al cadáver en
determinada posición y el añadido de enseres que pudieran ser útiles en
el otro mundo. Nada es más común, entre estas mercancías funerarias,
que la hematíta. La cantidad puede variar de unos pocos terrones, como
los que se hallaron en la sepultura Neanderthal de Chapelle-aux-Saints
(entre 35.000 y 40.000 años de antigüedad), a casos como el de la
Dama Roja de Paviland, cuyos restos fósiles estaban cu biertos por una
costra de ocre molido con el que se la había untado en el momento de
sepultarla.
Las sepulturas con ocre son universales y en algunas zonas han
persistido hasta el presente. Ello nos permite apreciar la difundida
creencia en los poderes revitalizadores de la madre tierra, cuya sangre
sagrada puede devolver la vida. Así como la excesiva pérdida de sangre
determinaba la muerte, la in clusión de la sangre de la tierra podía
infundir la vida una vez más. Tan poderosa era la fuerza vital atribuida a
esta sustancia que, tal como hemos visto, fue la causa de la pri mera
aventura minera del hombre; por otra parte, la continua demanda
existente en esa región bastaba por sí sola para expli car la extracción
de millares de toneladas de hematita me diante el solo empleo de
herramientas de piedra. Tanto el empleo universal del ocre como medio
de asegurar una forma de reencarnación cuanto la antigua explotación
minera de hema tita (el mayor filón de hierro del mundo) indican que el
inte rés del hombre en la vida después de la muerte fue la primera
motivación de la industria.
Una vez concluidas las investigaciones preliminares en Pico Bomvu, y
tras dedicarme a un pequeño estudio del mencionado simbolismo del
ocre rojo, partí nuevamente hacia las remotas montañas Makgabeng. Así
comenzó mi quinto año en esas montañas, y por primera vez mi mujer y
yo regresábamos con un Land-Rover. Poco después de nuestra llegada,
me pidie ron que asistiera a una reunión del jefe africano local y de los
ancianos de la tribu. El objeto de dicha reunión, supe más tarde, era
discutir la severa sequía que durante años había aquejado a esa región,
ganándole el título de "cinturón de las penas".
Junto al último de los pozos de agua al borde de la mon taña, escuché
cómo los canosos ancianos, uno tras otro, se incorporaban para expresar
sus puntos de vista con respecto a las atroces acciones de la naturaleza.
Entre los temores enun ciados ese día, imperaba, casi por unanimidad,
la aprehensión de que los espíritus ancestrales hubiesen sufrido una
ofensa. "¿Acaso muchos de los jóvenes no se fueron a trabajar en las
ciudades y en las minas, olvidando así los hábitos de sus padres?" "¿Y
qué del Dios de los blancos? ¿Acaso los mi sioneros no le dijeron a
nuestros padres que él secaría los pechos de nuestras mujeres e
impediría las lluvias a menos que adoptásemos el credo que ellos
predicaban?" En cierto mo mento, un hombre de edad muy avanzada
sugirió que, como yo vivía en las cavernas de las montañas, con toda
seguridad estaba más cerca de los ancestros, pues los antecesores de
esta tribu también habían sido montañeses. ¿Cuál era, pues, mi opinión
sobre el asunto? Mientras el anciano hablaba, re cordé un hermoso
conjunto de tambores sagrados de madera, que había descubierto años
atrás en una caverna. Al respon derle al anciano de la tribu, indiqué el
distante crespón de bajo del cual yacían ocultas estas reliquias sagradas
y pregunté por qué los tambores komana de la tribu habían sido
relegados a ese lugar, donde se pudrirían. Reaccionaron con sorpresa y
alarma. ¿Cómo se había quebrado el hechizo que hacía invisibles tanto
los tambores como su escondite a todo el mundo, salvo a quienes los
guardaban? Traté de disipar su preocupa ción y pedí una explicación por
esa extraña conducta, pues los tambores, en los que habitaba el espíritu
de la tribu, no estaban bien preservados. Dando por supuesto que eran
los espíritus quienes me habían revelado la ubicación de la caver na, me
explicaron que la posición y la condición de los tam bores ejemplificaban
el dilema de la tribu. Para sus proge nitores había sido imposible ceder
ante las demandas de los misioneros, de modo que, en lugar de destruir
los objetos sagrados, los habían escondido. El ignorado poder del
espíritu del hombre blanco les había vedado la adecuada utilización de
'los tambores, tal como su creencia tradicional había rechazado la
Sagrada Biblia. La gente de Makgabeng se hallaba, pues, en una difícil
situación espiritual y me pedía que los aconse jara en cuanto a la actitud
que debían adoptar para apaciguar a Dios y los ancestros.
Debo confesar que, pese a mi educación cristiana, me im portaba más
la felicidad de la tribu que los misioneros que habían visitado la zona,
muy brevemente, hacia fines del siglo pasado. Por lo tanto, alenté al jefe
para que regresara los tambores a un sitio de honor. En respuesta a sus
temores, le aseguré a esa gente que el hombre blanco no se vengaría
por tales acciones, ni tampoco los "ancestros" del hombre blanco.
Durante el debate subsiguiente, en que se trataron los diversos
problemas técnicos que implicaban el traslado de los tambores y los
rituales, sentí alarma cuando alguien preguntó de dónde se obtendría la
sangre necesaria. Los sacrificios humanos no son inusuales en ciertas
zonas del África donde se realizan ceremonias para concluir con graves
sequías. Temeroso de verme comprometido en un asesinato ritual, le
supliqué al consejo que no considerara una acción semejante, pero de
inme diato me aseguraron que no se trataba de sangre humana. Para mi
asombro, me refirieron entonces que la sangre sa grada de Mamagolo, la
Gran Madre, no se podía obtener en la región. Apenas me atrevía a creer
que los tribeños aludie ran a la hematita; requerí más detalles de esa
"sangre". La descripción no dejaba lugar a dudas de que la sangre de la
Gran Madre no era sino el ocre rojo, ante lo cual me comprometí en el
acto a conseguírsela. Declinaron mi oferta con gratitud, explicándome
que los alfareros de la tribu ya habían provocado la ira de los espíritus al
emplear un polvo rojo que se obte nía en los comercios europeos como
sustituto del mineral genuino. El material que ellos requerían provenía
de las en trañas de la tierra, de los sitios donde moraba la gran ser
piente. Hacía mucho tiempo, me explicaron, lo habían ex traído
individuos que entonces viajaban por el país y comer ciaban con ese
mineral.
Conteniendo mi entusiasmo, describí minuciosamente las antiguas
minas del Pico Bomvu, de las que ofrecí, una vez más, traerles un
cargamento de ocre. Aún dubitativos, a causa del esmalte pintado que
los alfareros habían comprado a los comerciantes blancos, los ancianos
de Makgabeng dijeron que tendrían que ver el ocre de Bomvu antes de
aceptarlo. No obstante, concedieron que valía la pena tomarse el
trabajo, pues sin la sangre sagrada era imposible dar vida a los
tambores; y, por lo demás, los tambores, a menos que fueran nutridos
con esta sangre, no podrían cumplir con la función de comunicarlos
con los ancestros muertos.
Maravillado ante la secuencia de hechos que me había lle vado a
conocer el ocre rojo, los sitios donde podía hallárselo, y, sobre todo, la
supervivencia del antiguo simbolismo de sus poderes revitalizadores,
partí hacia la tierra de los suazis.
Al cabo de un mes volví al Makgabeng con unas doscientas libras de
hematita en forma de roca. Apenas la vieron, los ancianos declararon
con entusiasmo que ese era el material empleado por sus antepasados,
y de inmediato se lo pasaron a un grupo de viejas mujeres para que lo
molieran. Tanto los hombres como las mujeres que menstruaban tenían
vedado moler el ocre y sólo las mujeres que habían pasado la meno
pausia podían prepararlo.
Semanas más tarde advertí que los tambores habían sido sacados de
su escondite, pero jamás volvió a mencionárselos, ni a los tambores ni
a ninguno de los problemas tratados du rante ese día junto al pozo de
agua. Para mi gran alegría, no obstante, la siguiente estación trajo
algunas de las lluvias más copiosas que cayeran durante décadas; la
sequía se interrumpió y la tierra manifestó su notorio poder de
recuperación. Dieciocho meses después del incidente del ocre rojo, yo
vivía solo en una caverna del Makgabeng, aún dedicado a indagar las
culturas pretérita y presente de ese pueblo, un día, al ama necer, un
hombre se acercó a la caverna donde yo vivía y me invitó a una reunión
que iba a celebrarse en cierto pueblo dos días más tarde. De modo algo
sorprendente, el hombre negó conocer la índole de dicha reunión; lo
único que sabía es que me esperaban-allí antes del alba. No sin
suspicacia, le aseguré que acudiría al crepúsculo, tal como lo pedían.
Dos días más tarde hallé la aldea indicada, hogar de la mayor parte
de los médicos-brujos locales, que bullía de actividad pues muchos
tribeños iban de un lado a otro o se reunían en grupos para charlar.
Tras el habitual intercambio de saludos, me dejaron atónito al
anunciarme que se había organizado el ritual que se imponía para
tener la certeza de que los espíritus ancestrales me aceptarían como
iniciado de la tribu. Un viejo
médico-brujo me explicó que los varones de la tribu habían decidido,
tiempo atrás, integrarme a su pueblo, pero como esta era la primera vez
que ello ocurría con un hombre blanco, era necesario obtener el
consentimiento de los espíritus. Abru mado por la sorpresa y la emoción,
fui conducido al patio cen tral, donde había una anciana sentada,
parcialmente cubierta con una tela bordada. Era Maledi, la más alta de
las sangomas Makgabeng, y una mujer de la cual yo había intentado
durante años obtener información. En ese momento ella aguardaba el
retorno del espíritu de su abuelo, el cual era su guía principal. Al
parecer, había venido un poco más temprano, pero le había informado a
su nieta que iba hacia la cima de una montaña cercana a recoger un
poco de té silvestre. Al regreso "hablarían con ella. Cuando pregunté
para qué necesitaba el té, me respondieron con naturalidad; "Porque le
gusta", y cuando pregunté cómo viajaba, me dijeron; "Con el viento, los
espíritus siempre vuelan con el viento".
El espíritu eventualmente regresó; Maledi y su ayudante comenzaron a
hablar en una lengua arcaica que sólo compren den los espíritus y sus
servidores, los brujos. Por lo tanto, un viejo adivino que no participaba
de la ceremonia debió ofi ciar de intérprete para mí. Durante horas, las
dos sangomas poseídas danzaron y cantaron al ritmo maravilloso de los
tambores, interrumpiéndose ocasionalmente para impartir un mensaje
del mundo de los muertos. Me sorprendió la vita lidad de la vieja Maledi,
quien, por lo que yo sabía, también era abuela, pero cuando le
mencioné el hecho a su esposo, él me dijo que no era ella sino el
espíritu quien bailaba.
El problema de mi iniciación había surgido de modo tan súbito que
sólo más tarde advertí hasta ¿qué punto dependía de la decisión de los
ancestros de la tribu. Por fortuna, no obstante, ellos aprobaron mi
ingreso en la escuela de los varo nes jóvenes, después de lo cual me
dieron oficialmente mis nuevos nombres tribales.
Apenas partieron los espíritus, Maledi, su ayudante, y dos de los brujos
me condujeron a una caverna de las montañas, a dos millas de
distancia, que yo había descubierto en mi segundo viaje al Makgabeng.
Algunos de los símbolos pintados en el techo de esta pequeña caverna
se parecían un poco a las figuras que adornaban los muros de la aldea
de Maledi; intrigado por la semejanza, más de una vez yo le había
preguntado a la anciana qué significaban. Durante casi siete años, ella
me había negado conocer la existencia de la caverna, asegurándome
que las pinturas de los muros de la aldea eran meramente decorativas.
Ahora, al detenernos ante la pared de roca que fortificaba la boca de la
caverna, Maledi me dio la bienvenida oficial a su hogar espiritual, donde
ella acudía para comulgar con sus ancestros y donde iniciaba a las
jóvenes de la tribu. Dentro de la caverna, Maledi se puso a interpretar
los símbolos geométricos y admitió que los que había en los muros de
su cabaña tenían una significación idéntica, Cuando le recordé su
pretendida Ignorancia pasada, ella me replicó, sin inquietarse, que sólo
ahora que yo era un ini ciado podía revelarme tales secretos. Antes de
mi aceptación, los ancestros la habrían castigado con severidad en caso
de descubrírmelos. Los próximos siete días fueron los más excitantes de
mi vida, pues los médicos-brujos Makgabeng comenzaron la tarea de
instruirme en el saber de su pueblo, conocimiento que poseen todos los
varones iniciados. En el decurso de nuestras discusiones, los médicos-
brujos aludieron a las excelentes lluvias que se habían precipitado, y
declararon que ésta era una prueba del éxito de los rituales relativos a
los tambores sagrados y al ocre rojo. En realidad, reiteraron varias veces
el gran alivio experimentado por la tribu al ver que tanto Dios como los
ancestros habían aprobado su retorno a las antiguas ofrendas de sangre
de sus antepasados. Con esta primera iniciación, fui aceptado como
médico-brujo en diversas tribus; luego, siete años más tarde, de vuelta
en Makgabeng, atravesé la próxima etapa de la educación tribal, la
escuela de los varones viejos. La primera escuela consiste en un período
de instrucción que prepara a los jóvenes para la vida adulta y les enseña
la historia, las creencias y los hábitos de la tribu. La segunda escuela
atiende a conocimientos más altos y pone más énfasis en el credo y los
rituales religiosos. Ser entrenado como médico-brujo requiere ahondar
aun más en lo religioso, dado que los médicos de la tribu son los
sacerdotes y sacerdotisas de su credo.
Tanto en la escuela tribal como en la escuela de brujos, las instrucciones
de mis maestros no cesaban de enfatizar el vínculo que une a los vivos
con sus parientes muertos. Virtualmente pasan toda su vida de la vigilia
luchando con los caprichos y •fantasías de estas entidades
verdaderamente reales. Es más que probable que también sufran la
influencia de ellas durante el sueño, pues a los sueños se los juzga
comunicaciones directas de los espíritus. Sus discusiones respecto de
estos seres siempre presentes son absolutamente directas y libres de
incomodidad, como las de cualquier europeo al comentar la conducta de
un miembro vivo de su familia. Los médicos-brujos, al estar en íntimo
contacto con los ancestros, son la mayor fuente de información con
respecto a la conducta de los espíritus y, cuando están de ánimo para
ello, pueden hablar durante horas sobre sus peculiaridades. En
ocasiones muy raras, inclusive se permiten canciones humorísticas en
las que se quejan, por ejemplo, de la frivolidad de una tía-abuela muerta
hace mucho tiempo, cuyos continuos pedidos de brazaletes y cuentas
de color no dejan dinero para la comida.
Uno suele leer con frecuencia acerca de la naturaleza severa y
prohibitiva de los brujos africanos. Aunque ese puede ser el caso de
ciertos individuos, la mayoría de aquellos con quie nes trabajo tienen
todo el humor que es tan característico de los africanos en general. La
habilidad para mantener este humor aun con respecto a ellos y a su
profesión los transforma en compañeros gratos y placenteros. Es típico,
al respecto, un diálogo que oí por casualidad, entre una bruja y su
mofletuda sobrina, también una sangoma. La vieja tía, reprochándole a
la mujer más joven su falta de respeto, la amenazó con re gresar
después de su muerte e infligirle a la sobrina un dolor de cabeza. Si bien
en este caso tales comentarios eran en broma, sospecho que hay cierto
motivo ulterior detrás del increíble cuidado y respeto con que se trata a
los mayores, pues en la medida en que el espíritu conserve las
características que esa persona tuvo en vida, el modo en que se la trate
en la tierra puede afectar en mucho su conducta posterior. Un alma a la
que se ha tratado con miramientos, respeto y afecto hasta el fin, es muy
probable que produzca un espíritu satisfecho. Esto es muy importante,
pues se sostiene que el espíritu an cestral más cercano suele ejercer una
gran influencia sobre una persona. Sea cual fuere el motivo, sus
creencias tradicionales por cierto se oponen al maltrato de viejos y
débiles.
El poder de la "personalidad" de los espíritus se ve mejor en los
sangomas, cuando entran en trance. Como la mayoría de ellos son
mujeres, no es infrecuente que uno presencie a la mujer más femenina
súbitamente transformada en una fi gura de naturaleza indudablemente
masculina cuando es poseí da por un ancestro del sexo opuesto. Su
expresión facial se vuelve más rígida y severa, y una apostura
definitivamente masculina se adueña de su cuerpo, mientras ella habla
con profunda voz de hombre. Al alejarse ese ancestro, puede ocu rrir
que la sangoma sea inmediatamente poseída por otro espíritu masculino
de voz, de modales e inclusive de lenguaje totalmente diverso. Luego,
antes de que ella recobre su estado de conciencia normal, puede
suceder que la visite un antepasado femenino; su conducta volverá a
alterarse por com pleto una vez más. Ndlaleni Cindi, la sangoma a quien
hemos estudiado con mayor detención, tiene tantos espíritus femeni nos
como masculinos. En el decurso de los años, la hemos visto en trance
con tanta frecuencia y el modo de comportarse de cada ancestro es tan
característico que ya sabemos de qué espíritu se trata aún antes de que
hable una palabra.
Contrariamente a ciertos informes, ni los médicos brujos ni el pueblo
en general suelen preocuparse demasiado por la muer te; supongo que
esto tiene mucho que ver con su familiaridad con los difuntos. El mundo
de los espíritus es tan real y se integra a tal punto a la vida cotidiana
que no puede haber ninguna duda de la supervivencia después de la
muerte. En cuanto al lugar exacto donde residen los muertos, ese es un
problema a discutir, aunque no muy acaloradamente, puesto que pocos
africanos parecen preocuparse por la verdadera ubi .cación. Los sitios
que suelen sugerirse son las nubes, el inte rior de la tierra, las
profundidades acuáticas, los diversos pun tos cardinales, e inclusive la
tierra en que moramos nosotros, los mortales, quienes, salvo raras
excepciones, carecemos de la habilidad para verlos.
Aunque los ancestros pueden viajar a su antojo, el sitio más indicado
para establecer contacto con ellos es el lugar donde están sepultados
sus cuerpos. Así, constantemente hay indi viduos que realizan
peregrinaciones por todo el subcontínente hasta las tumbas familiares,
con el propósito de orar o de pre sentar ofrendas. Asimismo, con
frecuencia hay delegaciones de la tribu que viajan hacia donde se erige
la tumba de un jefe de] pasado, puesto que el espíritu del jefe es el
más poderoso de la tribu y hay ciertos requerimientos que, deben
vehiculizarse por su intermedio.
El horror a la muerte que manifiestan ciertos pueblos no alcanza la
misma intensidad entre los bantúes; no obstante, la congoja expresada
por parientes y amigos ante el alejamiento físico de una persona es
indudablemente auténtica. El muerto merecerá ei luto de sus allegados
pese a que aún vive, pues lo único que ha hecho es cortar las amarras
que lo hacían visible y lo ligaban a la tierra. Ahora, cuando hereda
nuevas habilidades e ingresa a otro reino, los deudos realizarán cier tas
ceremonias para asegurarle el bienestar. Pues el espíritu aun debe
comer, beber y gozar de ciertos lujos como el rapé, la cerveza y el
tabaco. En las zonas tribales habitadas por los Makgabeng, los campos
se dividen en sectores y cada porción lleva el nombre de un miembro
de la familia. Cuando muere una persona, la tierra que lleva su nombre
no es cultivada durante un año, de modo que el espíritu pueda labrarla
a su gusto para cosechar sus productos y consumirlos en e! otro
mundo. Si muere el jefe de la familia, los campos de la familia no se
labran durante un año; si muere un jefe, ningún miem bro de la tribu
puede plantar nada durante un año. Así, !os que tanto por su edad
como por su rango merecen más res peto, son los que gozan de más
atenciones en el más allá.
Mientras que un cristiano debe llevar una vida Justa para asegurarse la
salvación personal, el africano tradicional no pro cura semejante fin. Si
buscamos una causa a nuestro respeto por la moral durante la vida,
hallaremos que para un africano tal conducta obedece a la presencia de
sus espíritus ances trales. Tras la muerte corporal, todos los bantúes
entrarán al mundo de los espíritus, y para ingresar en él uno no depende
de un juicio final. Mientras se vive como mortal, sin embargo, la
conducta de uno es continuamente juzgada por un conjunto de espíritus
con tenaz sentido crítico. Los ancestros exigen constantes atenciones, y
la menor negligencia que afecte su bienestar basta para que de
inmediato revelen su naturaleza despótica y temperamental.
Un inconveniente que esta creencia ofrece a quien la con templa
desde afuera es la extrema intolerancia que estos ancestros
demuestran a todo lo novedoso. Este estado de cosas, sin embargo,
parece existir en todo el mundo entre las gene raciones vivientes de
más edad y las más jóvenes, de modo que en África, al igual que en
todas partes, actúa como una especie de sistema de frenos que acaso
conserve un equilibrio
entre el progreso y el estancamiento.
Pese al paulatino ablandamiento que manifiestan las gene raciones de
espíritus más recientes, éstos aún exigen obedien cia absoluta de sus
descendientes. En consecuencia, aun en el enorme complejo urbano de
Soweto, en las afueras de Johan nesburgo, las sangomas (y aquí hay
cerca de un millar) son completamente obsecuentes con sus ancestros.
Suelen circular, ocasionalmente, historias acerca de espíritus ofendidos
que toman la vida de los mortales descarriados, y, dentro de ese mundo
de cemento y acero, aún suelen realizarse sacrificios a los muertos. Sólo
después de la iniciación descubrí que africanos sofisticados que gozaban
de una alta educación admi tían abiertamente que aún creían en el culto
de los ancestros. En las ciudades, tales creencias suelen ocultarse por
temor al ridículo, mientras que en las zonas tribales no hay necesidad de
esconder las creencias tradicionales sobre la vida después de la muerte,
salvo ante los misioneros.
Así como los ancestros son los servidores de Dios, los mé dicos-brujos
son los servidores de los ancestros. Cuando al guien muere, el cuerpo es
depositado en la tumba y se ofician los ritos correspondientes. Uno, diez
o aun cincuenta años más tarde, cualquier africano habrá de admitir
que si uno abriera esa tumba los restos del individuo todavía estarán
allí. El espíritu o moya del muerto, sin embargo, sobrevive, y a partir del
instante en que se despide del cuerpo comienza a buscar otro cuerpo
mediante el cual expresarse. Entre los tribeños no existe la creencia en
la igualdad, de modo que hay gente con un gran espíritu y oíros que
hacen las veces de los modestos marginados de la sociedad. Los últimos
tie nen un espíritu, como todos los seres, pero el suyo es menos
exigente y sólo requiere un mínimo de atención. Los prime ros, por el
contrario, suelen ser buscados por espíritus más poderosos, al punto de
que, si se dan las condiciones, el indi viduo es poseído por completo y
obligado a consagrar su vida a los ancestros.
La persona así escogida es guiada, habítualmente mediante sus
sueños, a la casa de un brujo calificado, donde comienza su iniciación.
El neófito aprende cómo atraer al espíritu, cómo comprenderlo, y cómo
inducirlo a realizar ciertas tareas, tales como adivinar enfermedades o
ubicar objetos perdidos. El ini ciado descubre que estos ancestros
pueden ser impúdicos exhi bicionistas, a veces extremadamente
exigentes, y otras des vergonzadamente vanidosos. Tal vanidad se
refleja en sus servidores mortales, continuamente forzados, mediante
sueños o compulsiones internas, a la obtención de cuentas, brazaletes,
plumas y todo tipo de bellos atuendos.
Los espíritus son tan individuales en su enigmático reino como
nosotros lo somos en la tierra. Por lo tanto, sus capri chos y deseos
jamás se manifiestan de la misma manera en diferentes aprendices o
brujos. El modo de vestir, de comer, de beber, de bailar, y toda forma
de comportamiento, depen den del dictamen de los antepasados. En
realidad, pareciera que la personalidad individual del sangoma queda
casi total mente abrumada por sus espíritus ancestrales.
Los médicos-brujos con quienes estudié transmitían cuanto habían
aprendido de sus propios maestros y antepasados. Pero
constantemente me repetían que ante todo yo- debía seguir las
instrucciones impartidas por mis propios espíritus para obtener el éxito.
Pese a la diversidad de temperamentos individuales que uno
encuentra en el mundo de los espíritus africanos, hay ciertos ritos que
cuentan con la aprobación de la mayoría de los espíritus, tales como la
ejecución del tambor, la danza y el canto. Otro elemento en el que
suelen coincidir casi todos los médicos-brujos es la insistencia en que
sus servicios al pueblo sean bien recompensados. El fracaso en las
instruc ciones dadas a un paciente o cliente es un horrible insulto al
espíritu que es, por supuesto, el responsable por la cura o el éxito.
Finalmente, hay una observación que todo novicio o brujo calificado
debe tener en cuenta; se trata de la ofrenda
de sangre, el más esencial de todos los elementos, a los espíritus.
El sacrificio periódico a los ancestros es crucial, pues sin esta sangre
revitalizadora son incapaces de asumir la plenitud de sus poderes.
¿Quién, sabiendo que depende de sus ances
tros difuntos para sobrevivir, dejaría secar la fuente que lo alimenta? Las
ofrendas ocasionales de cabras y vacas a los muertos ilustran la
continua creencia de los médico-brujos , en una práctica antes
observada en la antigua Greda y regis trada en la Odisea homérica: "Los
espíritus de los muertos podían ser convocados; se congregaban en
grupos cuando se degollaba a un animal, para sorber su sangre y
recobrar la vida, aunque fuera por un tiempo breve". La Eucaristía es el
ejemplo más famoso de relación entre la vida y la sangre, o mejor dicho,
un símbolo de la sangre: el vino que representa la sangre del hijo de
Dios. Por la que sabemos hasta el presente, sin embargo, esos notables
albores de la industria en Suazilandia, las antiguas minas del Pico
Bomvu, ofrecieron el ejemplo más remoto que se conoce del interés del
hombre por la vida después de la muerte.

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