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ESTEREOTIPOS CULTURALES

Dentro de nuestra historia han surgido distintos personajes, que han sido la matriz de
nuestra identidad. Estos son reconocidos fácilmente, y tienen la particularidad de ser
reconocidos como estereotipos de nuestra cultura.

El gaucho

Este personaje, por lo general era de origen mestizo y se caracterizaba por su


vestimenta, lazo y boleadoras, un gran cuchillo atravesado al tirador o en la bote de
potro, y así queda listo para montar su caballo. Vivian de trabajos estacionales, de la
captura del ganado y de la venta en las pulperías de las lenguas vacunas y los cueros a
cambio de algunos pesos, tabaco, yerba u otros productos.
Por otra parte, hubo quienes formaron familia, y se apegaban mucho a sus hijos y no los
abandonaban; se encargaban de su educación, que consistía en saber montar a caballo,
enlazar, arrojar las boleadoras y matar animales. De esta forma el gaucho alternaba su
forma de trabajo posible entre la subsistencia y el salario.
No hay una única visión del gaucho; aunque la mas difundida es la de “varón errante,
vago y solitario que vivía del robo del ganado, que le gustaba jugar a los naipes y gastar
el tiempo en la pulpería”. A principios de la época colonial los europeos, extranjeros y
hasta los mismos porteños lo veían como ladrón y escoria de la sociedad.
Los distintos estratos sociales veían al gaucho de distintas maneras, como la elite y aun
la burguesía urbana consideraban gaucho al maleante o al vago; pero entendían
también que el peón del campo no era gaucho sino paisano. No se advertía que el
paisano sí se sentía gaucho aunque quizás no se atreviera a ostentar su condición de
gaucho ante los patrones “puebleros”, que consideraban gaucho al malhechor y al
cantor holgazán.
A principios del siglos XX cambió esta perspectiva del personaje ayudado por obras
literarias, tales como “Martín Fierro” de José Hernández que representaban al gaucho
como un personaje típico argentino, un hombre trabajador y de gran sabiduría.

Inmigrantes

En la pequeña sociedad argentina de la segunda mitad del siglo XIX, los inmigrantes se
hicieron notar. Su vestimenta en general era humilde, su forma de hablar y sus gestos
eran, seguramente, más que elocuentes para la mirada de los habitantes nativos, un
tanto sorprendida ante el número de recién llegados.
Para los migrantes, el viaje comenzaba en el momento en el que partían de su pueblo
natal para dirigirse a los puertos en los que embarcarían – Génova Trieste, Nápoles, El
Havre, Burdeos, Hamburgo, Sevilla – y desde donde saldrían hacia América.
La partida solía ser un acontecimiento colectivo, del cual participaban grupos de
parientes y paisanos que se dirigían al exterior de acuerdo con un itinerario prefijado.
Las condiciones del viaje eran lamentables. En su afán por embarcar el mayor número
de pasajeros y abaratar los costos, las compañías marítimas reducían la tripulación
necesaria, ofrecían comida de baja calidad y espacios reducidos. Para los más pobres,
que viajaban en tercera clase, la travesía se transformaba en una pesadilla de gentío,
de malos olores, de exceso de frío o de calor según las estaciones y, en general, de
intolerable promiscuidad.
Al llegar, comenzaba la tarea de encontrar un lugar donde vivir, algún pariente o
paisano que estuviera ya instalado, y enseguida, un trabajo.
Los italianos representaron el grupo más numeroso de los que arribaron en el período.
En una primera etapa, vinieron desde las regiones del centro norte: Piamonte, Liguria,
Lombardia, Emilia y Toscaza. Mas tarde, llegaron los trabajadores menos calificados y
los campesinos del sur de la península y de Sicilia.
Los españoles representaron al segundo grupo y los franceses ocuparon el tercer lugar.
En menor cantidad, llegaron ingleses, suizos, alemanes, belgas y demás.
El origen parece no haber sido un aspecto poco importante en el momento de buscar un
trabajo, ya que puede reconocerse una cierta tendencia a la identificación entre grupo
étnico y categoría socio-ocupacional. Es decir, los inmigrantes buscaban aquellos
trabajos que resultaban similares a los que hacían en su tierra natal. Por eso, suele
vincularse a los franceses a la gastronomía y la hoteleria; a los italianos de la región
Massa Carrara, a la marmolería, y a los vascos y catalanes, a la cría de ovejas.
Además existía una suerte de jerarquía entre los distintos grupos étnicos. Los ingleses
eran los “ejecutivos” (estancieros, comerciantes, empleados del ferrocarril); los
franceses, los artesanos y expertos en el buen servir. En el último lugar de la escala,
estaban los italianos, que realizaban los trabajos peor remunerados y de menor
prestigio social.
Por razones diversas, muchos volvieron a su lugar de origen. Los que eligieron
quedarse, también por motivos variados, fueron ganándose un lugar en la sociedad
argentina.

El Nativo Americano
Las culturas aborígenes del territorio argentino no llamaron la atención de los
españoles de la misma forma en que lo hicieron las de los pueblos de México o el Perú.
Los primeros contactos de los españoles fueron con los agricultores incipientes del
litoral o con los cazadores de las pampas. Su sencillo modo de vida, la falta de ciudades
y de rituales complejos hicieron que fueran considerados "salvajes". La ignorancia
mutua del idioma y el hecho de que pronto el contacto entre conquistadores y nativos
se volviera hostil, permitieron que sólo algunos viajeros o los misioneros que vivían con
los indígenas pudieran apreciar el conocimiento que tenían de la naturaleza (plantas,
animales) que los rodeaba, las formas ingeniosas en que aprovechaban el medio, sus
leyendas y creencias.
El territorio argentino estaba muy escasamente poblado, de un extremo al otro, en
ambientes tan distintos como la llanura (a veces regada por los ríos, otras áridas), las
altas montañas cortadas por valles, las serranías, las mesetas, en las que se dispersaron
distintos grupos étnicos. Cada uno de estos grupos conocía a la perfección el medio en
que vivía: los canoeros mallagónicos se adaptaron a su vida de pescadores y
recolectores de maíz y frutos; los habitantes del chaco conocían el ambiente de ríos,
selvas y travesías; en el noroeste, pueblos de hábiles alfareros y agricultores esforzados
aprovechaban el agua escasa de las montañas mediante sistemas de riego.
Pero salvo los contactos entre pueblos vecinos, los que habitaban una zona no conocían
a los demás. Esto conformó la diversidad de costumbres de los antiguos habitantes de
nuestro país.
Las mayores confrontaciones entre los europeos y nativos americanos en Argentina se
dieron con aquellos pueblos que estaban asentados en la zona que los españoles se
dieron por habitar: la Pampa y en menor cantidad la Patagonia. En esta zona vivían
pueblos que se parecían entre sí. Todos ellos, por ejemplo, aprovechaban la rica fauna
propia de cada región: los onas de Tierra del Fuego y los Patagones de la meseta
patagónica se alimentaban fundamentalmente con la carne de los guanacos. Los pampas
de las llanuras bonaerenses perseguían venados, en esos tiempos muy abundantes.
También aprovechaban la carne de los ñandúes y distintas raíces, semillas y frutas
silvestres.
Todos estos grupos perseguían a sus animales de a pie, usaban para cazarlos arcos y
flechas con puntas de piedras y también boleadoras. Asimismo usaban estrategias para
matar a los animales. Todos eran nómades: se desplazaban dentro de amplios
territorios en busca de alimento. Sus viviendas eran transportables y las
confeccionaban de pieles de animales o mantas tejidas por las mujeres aborígenes al
igual que su vestimenta.
La llegada de los españoles al territorio argentino produjo un gran cambio en la forma
de vida de los cazadores de la Patagonia y la pampa. Los españoles introdujeron
caballos, los que se multiplicaron rápidamente en las llanuras. Los indígenas empezaron
cazándolos, como antes hacían con los guanacos o los venados, pero pronto, a fines de
1800 aprendieron a montarlos.
Los aborígenes de las pampas adaptaron su forma de hacer la guerra con estos
animales, los domesticaron y prepararon para la batalla. Cambiaron sus tácticas de
combate juntando miles y miles de jinetes aguerridos en masivos ataques contra
poblaciones y estancias de terratenientes porteños, quienes denominaron a estos
feroces ejércitos aborígenes: “malones”.
Con las campañas por parte de los gobernantes de Buenos Aires en el siglo XIX y
finalmente con las campañas de “La Conquista del Desierto” al mando de el general
Roca,se terminaron de erradicar los aborígenes de las pampas siendo “empujados”
hacia el sur y dejando a unos pocos grupos de nativos en estas tierras.

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