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Una tarde con san Pablo

Benito. D. Spoletini, ssp

Me tendió la mano con fuerza, y, sin esperar mi respuesta, musitó: “Shalom. Soy Pablo de
Tarso; de paso por Madrid, he querido conocer este monumento del deporte mundial… con la
ilusión de hablar aquí algún día, a las multitudes que lo colman…

En el Estadio Santiago Bernabéu

Eran las 16,35 de una soleada tarde madrileña y yo había sido invitado a visitar el Estadio
Bernabéu de Madrid. No había actividades ese día. El verde intenso del
césped contrastaba con las inmensas graderías azul plomizas al igual
que el silencio donde los domingos voceaban hasta unas cien mil
personas… Gracias a los buenos oficios de un amigo, podía visitar uno
de los santuarios mundiales del deporte. En eso se me disparó la
fantasía (¡poder hablar aquí a la multitud en una tarde colmada!); y
entreveo una silueta que venía hacia donde yo estaba parado, a la
espera de comenzar mi recorrido. Ya muy cerca, me pareció reconocer
esa silueta, casi seguro era la de un judío - ¿un rabino?- por la nariz
aguileña, la barba de cierta manera, la tez algo oscura, y el infaltable sombrero negro, en
contraste con la tarde veraniega. Me tendió la mano con fuerza, y sin esperar mi respuesta
musitó: ¡Shalom! “Soy Pablo de Tarso”; de paso por Madrid, me dijo, he querido conocer este
monumento del deporte mundial… con la ilusión de hablar aquí algún día, a las multitudes que
lo colman. (¡Algo nos acomuna!, pensé; y también su afición al deporte -carreras, boxeo,
lucha…-, como el mismo atestigua en sus escritos).

Una pregunta provocativa

El hombre hablaba despacio, pausado, como meditando lo que iba a decir. Y, sin mediar nada,
al saberme cristiano, me lanzó una pregunta que me descolocó entero, cambiando el motivo de
mi visita a ese estadio. Yo también estaba allí para volver a ver esa maravilla en el distrito
Chamartín y gozar recordando técnicos, jugadores, partidos famosos, multitudes enloquecidas…
Pero ese hombre, surgido como de la nada, me plantea la misma pregunta que me habían
dirigido gentes apenas conocidas en el tren…Ahora era diferente: frente a mí había un personaje
famoso, tal vez único en la historia, uno que había visto a Jesús en las cercanías de Damasco y
al quien ese Jesús le había hablado y le había cambiado vida y destino… De repente, se me
antojó que su pregunta era provocativa, una treta para que él pudiese hablarme de Jesús, de su
relación tan profunda que lo había llevado a cruzar mares y montañas para darlo a conocer al
mayor número de personas y de pueblos… Así que me atreví a “devolverle la pelota” (¿no
estábamos acaso en una catedral del fútbol?) y casi a gritos le dije: Pablo, ¿porque no me dices
más bien tú, quién fue Jesús para ti? La mía sería la respuesta de un pobre cristiano, mientras la
tuya es la de un apóstol, antes bien del Apóstol, de uno que fue “totalmente ocupado” por
Cristo… La cara de Pablo rebosaba satisfacción; mi contrapropuesta le había caído bien y se
evidenciaba en toda su persona.

Todo comenzó ante los muros de Damasco

Mientras tanto, olvidados del estadio, nos habíamos sentado. Pablo parecía estar fuera del
mundo. A grandes rasgos, narró aspectos de su vida, de su familia, sus estudios, su profesión de
tejedor, su vida en Tarso y en Jerusalén, su amor y entrega incondicional a la Ley de Dios. Y fue
esto que lo opuso al movimiento de “El Camino” que reunía a los discípulos de Jesús. Los
consideraba herejes peligrosos… Había que aniquilarlos… Damasco nace de allí y, ahora lo
consideraba providencial, pues, sin esa aventura no habría encontrado a Jesús (¡pronunciaba ese
nombre con amor pudoroso y apasionado que enternecía!). Sonrió cuando le nombré el relato de
Lucas, en los Hechos de los Apóstoles. Ya cerca de las murallas de Damasco (iba en busca de
esos discípulos de Jesús), de repente, me envolvió una luz intensísima y oí una voz que me dijo:
Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Pregunté: ¿Quién eres, Señor? Una respuesta simple y
definitiva: Yo soy Jesús. Esa sola palabra bastó para que todo mi ser, toda mi vida cambiara.
Sentí de inmediato, lo que más tarde escribí: “Mi vida es Cristo”, y desde entonces “no soy yo
quien vive, Cristo vive en mí”. Y comencé a remontar el camino: alcanzado por Cristo, quise a
mi vez darle alcance. Los viajes misioneros, las comunidades fundadas por mí, mis cartas, la
predicación, los peligros, los rechazos, las persecuciones, las privaciones… la misma muerte:
todo eso no tuvo otro sentido sino alcanzar a Cristo, aprender a Cristo, ganar a Cristo y al Cristo
crucificado y resucitado. Comprendí que sólo en él hay salvación y por eso quise darlo a
conocer a todos. En eso me impulsó su amor, un amor tan entrado en mí que nada ni nadie
habría podido arrancarme de él. En esa aventura me acompañó mucha gente –hombres y
mujeres generosos- sin cuya colaboración poco habría podido hacer. ¿Mi mérito para con ellos?
Tal vez haberlos enamorado apasionadamente de Cristo, como a Timoteo, Tito, Lucas, Silvano,
Febe, Lidia, Filemón y tantos otros… Para ellos compuse el “Himno del amor”, para hacerles
comprender que el amor lo es todo, con el amor todo, sin amor nada… El discípulo de Jesús es
eso: ¡si ama es todo si no ama es nada!... Aquí hizo una apasionada defensa de la “civilización
del amor” y de muchas cosas más. A este punto Pablo me había contagiado y me sugería que
pusiera mi profesión de comunicador al servicio de estos ideales.

Una noche de verano por las calles de Madrid

El tiempo se nos había hecho corto y la noche bajaba sobre Madrid. Pablo parecía un torrente en
crecida, hablaba de los problemas actuales, de sus posibles soluciones… Salimos del Bernabéu
caminando un buen trecho, en un hervidero de coches, de bocinazos, el aire se sentía acre y
pesado. La gente, nos rozaba frenética, ignara de nosotros. Por momentos pensaba cómo podía
llegar a un mundo así, la prédica de Pablo (porque él continuaba aludiendo a los problemas de la
paz, la desesperación, el sin sentido y repetía: Jesús es nuestra paz, es nuestra esperanza, es
nuestra salvación, mas no me atreví a preguntarle. Seguimos por la Castellana, cortamos un
trecho de la Gran Vía – y ahora, delante de nosotros, la Puerta del Sol. Busque un taxi y al
despedirnos, Pablo me susurró al oído: “¡Ánimo, hijo! ¡Dios es rico en misericordia! Y no
olvides lo conversado en esta tarde”. Mientras se acomodaba en el coche, oí que le gritaba al
chofer: “Al Colegio Mayor San Pablo, por favor”. Aprovechando su paso por Madrid, le habían
preparado un encuentro con gente de la cultura, de la política, de la empresa, de los medios
informativos… Ya de vuelta a casa, me preguntaba qué les diría Pablo a esos hombres en cuyas
manos estaba el destino de tanta gente… Ciertamente les hablaría de Jesús y su Evangelio, que,
tomados en serio, podrían ayudar a crear un mundo mejor, más humano, más fraternal, más
solidario. Les hablaría también a ello de la “civilización del amor”, y, si no ¿de qué otra
solución?… Llegué a casa cansado y pensativo… Pablo había trastocado todos mis planes y esa
noche no pude conciliar el sueño.

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