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PROYECTO Y CONSTRUCCION DE UNA NACION (Argentina 1846-1880) TABLA DE CONTENIDO* Dominco Faustino Sarmiento: Facundo / Teovfas / En plena Francia / Revolucién francesa de 1848 / Estados Unidos / Educacién popular / Tafluencia de Ja instruccién primaria cn la industria y el desarrollo general de la prosperidad nacional / Carta a Mariano de Sarratea / Fomento en ticrras a los ferrocarriles / Los desertores de maxinas de guerra / Sistema de elecciones en Buenos Aires y San Juan / Chivilcoy en Jos boletos de sangre / La revolucién econdmica / Chivilcoy programa / Carta-prdlogo a Conjlicto y armonia de las razas en América } (Siempre {a confusion de fenguas! Juan Baurista Arseaor: La Repablica Argentina 37 aos después de su Revolucién de Mayo / Bases y puntos de partida para la organizacién po- litica de la Republica Argentina, derivados de la ley que preside cl desa- rrollo de la civilizacién en la América del Sur / Causas de Ja anarquia en la Repdblica Argentina. Hivanio Ascasust: Martin Sayago recibiendo en el palenque de su casa a su amigo Paulino Lucero. Frorencro Varera: Sobre la libre nevegacién de los trios. J. M. Rojas ¥ Patron: Carta a Juan Manuel de Rosas. Péix Frias: Fl triunfo del gobierno de Chile y la caida de la Ticania en Ia Repiblica Argentina / Necesidad de fa unidn y del orden en ta Republica Argentina / Vagancia / Sobre inmigracién Esteban EcHeverria: Sentido filosdfico de la Revolucién de Febrero en Francia. Mariano Fracueire: Oxganizacién de! erédito. BarrocoME Mire: Bibliograffa, Organizacién del La causa es una / Profesién de fe / El programa de estos paises / La tra- dicién de mayo / Los ites partidos / Una época. La tirana v la resisten- cia / El partido gubernamental / Ideas conscrvaderas de buena ley / Apsteosis de Rivadavia / Segunda carta a Juan Corlos Géinez / Tercera carta a Juan Carlos Gomer / El capital inglés / Gobiemos empzesacios / ite. Censura previa / “De Ja mayoria de las obras nombradas se incluyen solamente fragmentos. 1x Proteccién a la agricuitura / Los ingleses en la India / El arrendamiento y.el enfiteusis / La tierta y cl trabajo / Lotes de tierra / Discutso de Chivilcoy. José HERNANDEZ: Prdlogo a Rasgos biogrificos del General Angel Vicente Pe- fdtoza | Lépex / El gobierno y los partidos / La buena doctrina / La utopta del bien / Los enemigos del pzogreso / La situacién. El gobierno nacional / El gobierno y la situacién / La lucha electoral. Las malas influencias / E] sofisma de los partidos / Politica internacional. Falsas teorias / El Paraguay, el comercio y la alianza / Los sucesos de Entre Rios. El gobierno nacional / Las tres sombras / Las dos restauradores / Inmigracién / La inmigraciéa / Los empréstitos / Un buen proyecto / Los gobicrnos empresarios / Los derechos de aduana / Los derechos de exportacién / La gran dificultad / La regeneracién de la campaiia / Los jueces de paz. Cuestién grave / Colonias formadas con hijos del pais / Carécter moderne de la industtia pastoril y su impottancia en la pro vincia de Buenos Aires. Juan Cartos Gomez: Helos aqui / Segunda carta a Bartolomé Mitre / Ter- cera carta @ Bartolomé Mitre / Cuarta carta a Bartolomé Mitre, Nicords Catvo: Las paradojas en politica / Los artesanos del pais. Cartos Gutpo x Spano: El gobierno y Ia alianza. Esranisiao S, ZEBALLOS: El tratado de alianza. GENERAL ANGEL VICENTE Pefacoza: Proclama, CoroneL Feuipz Varzza: Proclama. Otecario V. Anpaane: Las dos politicas. Ex Nacionar: El doctor don Baldomero Garcia, JosE. TomAs Guipo: E! doctor don Baldomero Garcia / El sefior don Valentin Alsina. Ex Rio pz 1a Para: Visita del presidente Sarmiento al general Urquiza / iViva la Republica Romana! Lucio V. Lopez: Revista de setiembre. Ennio pr Atvear: Reforma econdmica. José Manver Esrrapa: Una palabra suprimida. La campatia / Problemas argentinos. ALvano Barros: Actualidad financiera de la Repiiblica Argentina. Nicords Averranepa: Carta-prélogo a Actualidad financiera de la Repiiblica Argentina. Revista DEL PLATA: Memoria descriptiva de los efectos de la dictaduta sobre el jornalero y pequefio hacendado de Ia provincia de Buenos Aires. Epuarbo Otivera: Nuestra industria rural de 1867 a 1868. Bartotomié Mrrre y Dommco Faustino SARMIENTO: Mensaje del Poder Ejecutivo de la provincia sobre creacién de centros agricolas a lo largo del ferrocarril del oeste. Ntcasto Orofio; Fronteras y colonias de la Republica Argentina. Genera Junio A. Roca: Discurso ante el Congreso al asumir la ptesidencia. Vicente F. Lovez: Prefacio a Historia de la Repéblica Argentina, x PROLOGO UNA NACION PARA EL DESIERTO ARGENTINO A Carlos Real de Azia En 1883, al echar una mirada sin embargo sombria sobre su Argentina, Sar- miento crefan atin posible subrayar Ja excepcionalidad de la mas reciente histo- ria argentina en el marco hispanoamericano: “en toda la América espafiola no se ha hecho para rescatar a un pueblo de su pasada servidumbre, con mayor prodigalidad, gasto més grande de abnegacidn, de virtudes, de talentos, de sa- ber profundo, de conocimientos practicos y tedricos. Escuelas, colegios, uni- versidades, cédigos, letras, legislacién, fecrocarriles, telégrafos, libre pensar, prensa en actividades... todo en teinta afios”. Que esa experiencia excepcio- nal conservaba para la Argentina ua lugar excepcional entre los paises hispano- americanos fue conviccién muy largamente compartida; todavfa en 1938, al prologar Facndo, Pedto Henriquez Ureia creia posible observar que su sentido era més directamente comprensible en aquellos paises hispanoameri- canos en que atin no se habia vencido Ja batalla de Cascros. He aqui a la Ar- gentina ofteciendo aan ua cerrotero histérico ejemplar —-y hoy eso mismo excepcional— en el marco hispanoamericano, gEn qué reside esa excepcionalidad? No sd!o en que la Argentina vivid cn la segunda mitad del siglo x1x una etapa de ptogteso muy rdpido, aunque no libre de violentos altibajos; etapas semejantes vivieron otros paises, y el ritmo de avance de lz Argentina independiente es, hasta 1870, menos 14- pido que el de la Cuba todavia espaficla, (que sigue desde luego pautas de desarrollo muy distintas). ‘La excepcionalidad argentina radica en que sdlo alli iba a parecer realizada una aspiracién muy compartida y muy constantemente frustrada en el resto XL de Hispanoameérica: el progreso argentino es la encarnacién en el cuerpo de la nacién de lo que comenz6 por ser un proyecto formulado en los escritos de algunos argentinos caya tinica arma politica era su superior clarividencia. No es sorprendente no hallar paralelo fuera de Ja Argentina al debate en que Sarmien- to y Alberdi, esgrimiendo sus pasadas publicaciones, se disputan la paternidad de la etapa de historia que se abre en 1852. Sélo que esa etapa no tiene nada de la setena y tenaz industriosidad que se espera de una cuyo cometido es consttuir una nacién de acuerdo con planos precisos en torno de los cuales se ha rcunido ya un consenso sustancial. Esti marcada de acciones violentas y palabras no menos destempladas: si se abte con la conquista de Buenos Aires como desenlace de una guerra civil, se cierra casi treinta afios después con otra conquista de Buenos Aires; en cse breve espacio de tiempo caben ottos dos choques armados entre el pais y su primera provincia, dos alzamientos de importancia en el Interior, algunos esbozos adicionales de guerra civil y la més larga y costosa guerra internacional nunca afrontada por el pais, La disonancia entre las perspectivas iniciales y esa azatosa navegacién, no podia dejar de ser petcibida. Frente a ella, la tendencia que primero dominé cnire quienes comenzaron Ia exploracién tetrospectiva del periodo fue la de achacar todas esas discordias, que venian a turbar el que debia haber sido concorde esfuerzo constructive, a causas frivolas y anecdéticas; los protagonis- tas de la ctapa —se nog aseguraba una vez y otra— querian todes sustancial- mente lo mismo; en su vetsién mas adecuada a la creciente popularidad del culto de esos protagonistas como héroes fundadores de la Argentina moderna, sus chogucs se explicaben (y a la vez despojaban de todo sentido) come con- secuencia de una sucesién de deplorables malos entendidos; en otra versién menos frecuentemente oftecida, se los tendia a interpretar a partir de tivali- dades personales y de grupo, igualmente desprovistas de aingin corrclato politico mds general. La discrepancia segufa siendo demasiado marcada para que esa explicacién pudiese ser considerada satisfactotia, Otra comenzé a ofrecers: el supuesto consenso nunca existié y las Iuchas que Henaron esos treinta aiios de historia argentina expresaron enfrentamientos radicales en Ia definicidn del futuro na- cional. Es ésta Ia interpretacién mas favotecida por la corriente Tlamada revi- sionista, que —de descubrimiento en descubrimiento— iba a terminar postu- Jando Ia existencia de una alternativa puatual a ese proyecto nacional clabo- rado a mediados del siglo; una alternativa detrotada por una sérdida conspira- cién de intereses, continuada por una igualmente sérdida conspiracién de silen- cio que ha Jogrado ocultar a los argentinos lo més valioso de su pasado. Lo que ese gjercicio de reconstruccidn histérica —en que la libre inven- cién toma el relevo de a exploracin del pasado para mejor justificar ciertas opciones politicas actuales— tiene de necesariamente inaceptable, no de- bieza hacer olvidar que sdlo gracias a él se alcanzaton a nercilsir ciertos aspectos bisicos de esa etapa de historia argentina. Aunque sus trabajos estin a menudo afectados, tanto como por el desea de llegar rfpidamente a conclu- xIL siones preestablecidas, por una notable ignorancia del tema, fueron quienes adoptaron el punto de vista revisionista les que primero |amaron Ja atencién sobre el hecho, sin embargo obvio, de que esa definicién de un proyecto para una Argentina futura se daba en un contexto idcoldgico marcado por la crisis del liberalismo que sigue a 1848, y en uno internacional caracterizado por una expansién del centro capitalist hacia la periferia, que los definidores de ese proyecto se proponfan a la vez acelerar y utilizar. Aqui se intentard partir de ello, para entender mejor el sentido de esa ambiciosa tentativa de trazar un plano para un pats y luego cdificarlo; no se buscard sin embargo en la orientacidn de ese proyecto la causa de las discor- dias en medio de Ins cuales debe avanzar su construccién. Més bien se Ja ha creido encontrar en la distancia entre el efectivo Jegedo politico de la ctapa rosista y el inventario que de él trazaron sus adversarios, ansiosos de transfor. marse en sus herederos, y que se revelé demasiado optimista. Si la accién de Rosas en Ia consolidacién de la personalidad internacional del suevo pais deja un legado permanente, su afirmacién de la unidad interna basada en la hegemonia porteiia no sobrevive a su derrota de 1852. Quienes crefan poder recibir en hetencia un Estado central al que era preciso dotzr de una defini- cidn institucional precisa, pero que, aun antes de recibirlo, podfa ya ser utili- zado para construir wna nueva nacién, van a tener que aprender que antes que ésta —o junto con ella— es preciso consttuir el Estado, Y en 1880 esa etapa de creacién de una realidad nueva puede considerarse certacla, no porque sea evidente a todos que la nueva nacién ha sido edificada, o que la tentativa de construirla ha fracesado irremisiblemente, sino porque ha culminado Ja ins- tanracién de ese Estado nacional que se suponia preexistente. Esta imagen de esa ctapa argentina ha oticntado la seleccién de les textos aqui reunidos. Ella imponfa tomar en cuenta ¢l delicado contrapunto entre dos. temas dominantes: construccién de una nueva nacién; construccién de un Estado. El precio de no dejar de lado un aspecto que parecié esencial es una clerta heterogeneidad de Ios materiales reunidos; justificar su presencia dando cuenta del complejo entrelazamiento de ideas y acciones que subtiende esa etapa argentina es el propdsito de Je presente introduccién. LA HERENCIA DE LA GENERACION DE 1837 Se ha seftalado cémo, al concebir el progreso argentino como fa realizacién de un proyecto de naciéa previamente definido por sus mentes més esclarecidas, la Argentina de 1852 se apresta a tealizar una aspiracién muy compartida en toda Hispanoamérica. Muy compartida sobre todo por esas mentes esclarecidas © que se consideran tales, y que descubren a cada paso —con decreciente. sorpresa, pero no con menos intensa amarguta— hasta gué punto su supe- x riot preparacién y talento no las salva, si no necesariamente de la marginacién politica, si de limitaciones tan graves a Ia influencia y eficacia de su eccidn que las obligan a preguntarse una vex y otra si tiene ain sentido poner esas cua. lidades al servicio de la vida publica de sus paises. Es decir que esa concepcién del progreso nacional surge como un desiderd- tum de las élites letradas hispanoamericanas, sometidas al clima inesperada- mente inhGspito de la etapa que sigue a la Independencia. Esta indicacién general requiere una formulacién mds concreta: en la Argentina esa con- cepciéa sera el punto de Hegeda de un largo examen de conciencia sobte la po- sicién de la élite letrada posrevolucionaria, emprendido en una hora erftica del desarroilo politica del pais por la generacién de 1837. En 1837 hace dos afios que Rosas ha llegado por segunda vez al poder, ahora como indisputado jefe de su provincia de Buenos Aires y de la faccién federal cn el desunido pais, Su victoria se aparece a todos como un hecho irre- versible y destinado a gravitar dutante décadas sobte la vide de la entera na- cidn. Es entonces cuando un grupo de jévenes provenientes de las élites letra. das de Buenos Aires y ef Interior se proclaman destinados a tomar el televo de Ja clase politica que ha guiado al pats desde la revolucién de Independencia hasta la catasiz6fica tentativa de organizacién unitaria de 1824-27, Que esa clase politica ha fracasado parece, a quienes aspiran ahora a reemplazarla, demasiado evidente; la medida de ese fracaso estd dada por el triunfo, en el pais y en Buenos Aires, de los tanto mds toscos jefes federales Frente a ese grupo unitario taleado por el paso del tiempo y deshecho pot la derroza, el que ha tomado a su catgo reemplazarlo se autodefine como Ja Nueva Generacién. Esta autodefinicién aluce explicitamente a lo que Jo separa de sus predecesores; implicitamente, pero de modo no menos revelador, alude a todo Jo que no fo separa. No lo distingue, por ejemplo, una nueva y diferente extraccién regional o social. Por lo contrario, esa Nueva Generacién, en esta primera etapa de actuacién politica, parece considerar la hegemonta de [a clase letrada como el elemento bdsico det orden politico al que sspira, y su apa- sionada y a ratos despiadada exploracién de las culpas de le élite revoluciona- sia parte de Ia premisa de que la principal es haber destruido, por una sucesién de decisiones insensatas, las bases mismas de esa hegemonia, para dejar paso a Ja de los tanto mds opulentos, pero menos esclarecidos, jefes det federalismo. La hegemonta de los letrados se justifica por su posesidn de un acetvo de ideas y soluciones que debiera permiiizles dar orientacién eficaz a una sociedad que Ja Nueva Generacién ve como esencialmente pasiva, como la materia en la cual es de responsabilidad de los letrados encarnar las ideas cuya posesién Jes da por sobre todo el derecho a gobernarla. Es poco sorprendente, dada esta premisa, que la Nueva Generacién no se haya contentado con una cxitica anec. dética de los faux-pas que los ditigentes unitarios acumularon frenéticamente 8 parcir de 1824; que se consagrase en cambio, e buscar en ellos ef retlejo de la errada inspitacién ideolégica que la generacién revolucionaria y unitaria habla heeho suya. Es atin menos sotprendente que, al tratar de marcar de qué modo una xIV diferente experiencia formativa ha preservado de antemano a la Nueva Gene- racién de la teiteraciéa de los ertores de su predecesora, sea la diferencia en ins- piracién ideolégica Ia que se site constantemente en primer plano. El fracaso de Jos unitarios es, en suma, el de un grupo cuya inspiracién proviene atin de fatigadas supervivencias del Iluminismo. La Nueva Generacién, colocada bajo el signo del romanticismo, estd por eso mismo mejor preparada para asumir la funcién directiva que sus propios desvarios arrebataron a la unitaria. Esta nocién basica —la de la soberanfa de la clase letrada, justificada por su posesién exclusiva del sistema de ideas de cuya aplicacién depende ta salud po- litica y no sdlo politica de la nacién— explica el entusiasmo con que Ja Nueva Generacion recoge de Cousin el principio de la soberania de la razdn, peto es previa a la adopcidn de ese principio y capaz de convivir con otros elementos ideolégicos que entran en conflicto con él. La presencia de esa conviccién in- quebrantable subtiende el Credo de la Joven Generacién, redactado en 1838 por Estcban Echeverria, y brinda coherencia a la marcha torruosa y a menudo contradictoria de su pensamiento. Para poner un ejemplo entre muchos post. bles, ella colorea de modo inequfvoco la discusién sobre el papel det sufragio en el orden politico que la Nueva Generacién propone y caracteriza como de- mocrdtico. Que el sufragio restringido sca preferido al universal_es acaso me- nos significative que el hecho de que, a juicio del autor del Credo, el prov blema de la extensién del sufragio puede y debe resolverse por un debate in- terno a Ia élite letrada. E] modo en que esa élite ha de articularse con otras fuerzas sociales efectiva- mente actuantes en la Argentina de Ja tercera década independiente no es con- siderado televante; en puridad no hay ---en Ja perspectiva que la Nueva Gene- racién ha adoptado— otras fuerzas que puedan contarse legitimamente entre fos actores del proceso politico en que fa Nueva Generaciéa se apresta a inter venir, sino a lo sumo como uno de los rasgos de esa realidad social que habra de ser moldeada de acuerdo a un ideal politico social conforme a raz6n. Sin duda ello no implica que le Nueva Generacién no haya buscado medios de integrarse eficazmente en la vida politica argentina, y no haya comenzado por usar una ventaja sobre la generacién unitatia menos frecuentemente subra- yada que sa supuestamente superior inspiracién ideolégica. Los mas entre los miembros de la Nueva Generacién (un grupo en sus origenes extremadamente reducido de jévenes ligados cn su mayoria a la Universidad de Buenos Aires) pertenecen a familias de Ja élite portefa o provinciana que ban apoyado la fac- cién federal o han hecho satisfactoriamente sus paces con ella, y el papel de galas politicos de una faccién cuya indigencia ideolégica fe hacia necesitar urgentemente de ellos, no dejé ce parecerles atractivo. E] grupo surge enton- ces como un cercle de pensee, decidido a consagrarse por largo tiempo a una lenta tarea de prosclitismo de quienes ocupaban posiciones de influencia en Ja constelacién polftica federal, en Buenos Aires y el Interior. Es la inespe- tada agudizacién de Ios conflictos politicos a partir de 1838, con cl entrela- av zamiento de la crisis uruguaya y Ia argentina y los comienzos de Ia intervencién francesa, la que lanza a una aecién més militante a un grupo que se habia creido hasta entonces desprovisto de Ia posibilidad de influir de modo directo en un desarrollo politico sélidamente escabilizado. Juan Bautista Alberdi, el joven tucumano protegido por el gobernedor federal de su provincia, se mar cha al Montevideo antiztosista; un par de aiios més y Vicente Fidel Lépez, hijo del mds alto magistrado judicial del Buenos Aires rosista, participard del alza- miento antirrosista en Cérdoba y Marco Avellaneda, amigo y comprovinciano de Alberdi, Ilegado a gobernador de Tucuman juego del asesinato del goberne- dor que habfa protegido las primeras etapas de la carrera de éste, sumaré a To. cumdn y contribuird a volar a todo el Norte del pais al mismo alzamiento. Pero los prosélitos que la Nueva Generacién ha coquistado y lanzado a ia accidn, son sdlo una pequefia fraccién del impresionante conjunto de faerzas que se aloria de haber descncadenado conita Rosas. Desde la Frencia de Luis Felipe y la naciente faccién colorada utuguaya, hasta los orgullosos herederos rio- janos de Facundo Quiroga y santafesinas de Estanislao Lépez (los dos grandes jefes histéricos del federalismo provinciano), desde el general Lavalle, pri- mera espada del unitarismo, hasta sectores importantes del cucrpo de oficiales de Buenos Aires y el propio presidente de la Legislatura e {ntimo aliado polt- tico de Rosas, el censo es, en vetdad, interminable, Pero como resultado de esa aventura embriagadota, Ia Nueve Generaciin s6lo podria exhibir el no menos impresionante censo de mértires a los que Es- teban Echeverria dedica con melancélico orgullo su Ojeada retraspectiva sobre ef movimiento intelectual en el Plata desde ei aio 37. Cuando 1a publica en 1846, estd desterrado en un Montevideo sitiado por las fuerzas rosistas (allf ha de moric tes afios mds tarde}. De esa gran crisis la hegemonfa rosista ha salido fortalecida: por primera vez desde la disolucién del Estado central en 1820, un ejército nacional que es ahora en verdad el de Ja provincia de Buenos Aires, ha alcanzado las fronteras de Chile y Bolivia. La represién que sigui6 a la victoria rosista fue ain més elicaz que ésta para persuadie al per- sonal politico provinciano de las ventajas de una disciplina més estricta en el seno de una faccién federal que Rosas habia convertido ya del todo en ins- trumento de su predominio sobre ef pais, El fracaso de la coalicién antirrosista es el de una empresa gue ha aplicado no sin légica los principios de accién implicitos en la imagen de la realidad po- litica y social adoptada por la Nueva Generacién. Para ella se trataba de enro- far cuentos instrumcntos de accién fucse posible en le ofensiva antirrosista, El problema de lz coherencia de ese frente politico no se planteaba siquiera: seria vano buscar esa coherencia en Ja realidad que la Nueva Generacién tiene fren- te 4 sis sélo puede hallarse en la mente de quienes suscitan y dirigen el Proceso, que son desde luego los miembros de esa renovada élite letrada. Ella crea una relacidn entre ésta y aquéllos a quienes ve como instrumentos y no como alia- dos, que no podria sino estar marcada por una actitud manipulativa; el fracaso se justificard mediante una condena péstuma del instrumento rebelde o ine- ficaz. Para Echeverria, sv gtupo no Ilegé a constituirse en la élite ideolégica y XV politica del Buenos Aires rosista porque Rosas resuité no ser més que un imbécil y un malvado que se tehusd a poner a su serviclo su poder politico; si Rosas no fue derrocado en 1840, se debe a que Lavalle no era mds que “una espada sin cabeza”, incapaz de aplicar eficazmente las técticas sugeridas por sus sucesives secretarios, Alberdi y Frias (también éste recluta de la Nueva Generacién}. Esa experiencia tr4gica sélo confirma a Echeverrfa en su convie- cién de que la coherencia que falta al antirrosismo ha de alcanzarse en el reino de las ideas; en 1846, luego de una catastrofe comparable a la que 2 su juicio ha condenado para siempre a la generacidn unitaria, cree posible justiti- cat la trayectotia recorrida por su grupo, a partir de un andlisis menos alusivo de la que idealégicamente Io separa de Ia tradicién unitaria. La conexién entre la errada inspiracién ideolégica de la generacién unita- sla y su desasttosa inclinacién por las controversias de ideas, es subrayada ahoca con energia atin mayor que en Ja Creencia de 1838, La nocién de unidad de creencia —herencia sansimoniana que no habfa desde luego estado ausente entonces— ocupa un lugar atin mds central en la Ojeada retraspectiva. Esa exigencia de unidad se traduce en Ja postulacién de un coherente sistema de principios bésicos en torno a los cuales la unidad ha de forjarse, y que deben servir de soporte no sdlo para Ja elaboracién de propuestas procisas para la tronsformacién nacional, sino para otorgar la necesaria firmeza a los lazos so- ciales: ese sistema de principios es, en efecto, algo mds que un conjunto de verdades transparentes a la razén o deducidas de la experiencia; es —en sen- tido saintsimoniano— un dogma destinado a ocupat, como inspiracién y guia de la conducta individual y colectiva, el lugar que en la Edad Media alcanzé el cristianismo. El problema esz4 en que la existencia de este sistema coherente de principios bisicos es sélo postulada en la Ojeada retrospectiva; al parecer Echeverria habia Hegado a convencerse de que era precisamente ese sistema lo que habia sido proclamado en la Creencia de 1838, esa conviccién parece sin embargo escasamente justificada: el eclecticismo sistematico de la Nueva Generacida tiene por precio una cierta incoherencia que el estilo oracular por ella adop- tado no logra disimular del todo; e3 por orca parte demasiado evidente que al- gunas tomas de posicién, cuya validez universal se postula, estén inspitadas per motivaciones inds inmedigtas y circunstanciales. gLa adhesién a un sistema de principios cuya definicién nunca se ha com- pletado y cuya interna coherencia permanece sdlo postulada es el tinico legado que esa tentativa de redefinicién del papel de Ja élite letrada dejan en la evolu- cién del pensamiento politico argentino? No, sin duda. En la Creencia, como en la Ojeada retrospectiva (y todavia mds en los escritos tempranos de quienes, como Juan Bautista Alberdi o Vicente Fidel Lépez, han comenzado bien pronto a definir una personalidad intelectual, vigorosa ¢ independiente, en cuya for: macién los estimulos que provienen de su integracién en el grupo generacional de 1837 se combinan ya con otros muy vatiados} sc hallardn andlisis de proble- mas y aspecios de Ja zealidad nacional Cy de las alternativas politicas abiertas para encararlos) que estén destinados a alcanzar largo eco durante la segunda xvit mitad del siglo, e incluso més allé (tambign es cierto que, en esas considera- ciones de problemas especificos por el grupo de 1837, el legado de ideas de las generaciones anteriores es mucho més rico de Jo que la actitud de rup- tura programdtica con el pasado haria esperar). Aun asi, si es posible tastrear en Ios escritos de madurez de Alberdi, de Juan Mar‘a Gutiérrez, de Sarmiento, temas y nociones que ya estaban presentes cn las reflexiones de 1837, no es siempre seacillo establecer hasta dénde su presencia refleja una continuidad ideoldeica real; hasta tal punto seréa abusivo considerar el interés por esos te- mas y nociones, encatados por tantos y desde tan variadas perspectivas antes y después de 1837, la marca distintiva de una tradicién ideolégica precisa. En cambio, esa avasalladora pretensién de constituirse cn guias del quevo pats (y su justificacién por la poscsién de un salvador sistema de ideas que no condescienden a definir con precision) esta destinada a alcanzar una influencia quizd menos inmediatamente evidente pero més inequivocamente atribuible al nuevo grupo genetacional de 1837. Heredera de ella es la nocién de que la accién politica, para justificarse, debe ser un esfuerzo por imponer, a una Ar- gentina que en cuarenta aiios de revolucién no ha podido alcanzar su forma, una estructura que debe ser, antes que el resultado de Ja experiencia histérica atravesada por la entera nacién en esas décadas atormentadas, el de implantar un modelo previamente definide por quienes toman a su cargo la tarea de conduc- cidn politica. Pero si la directa relacién entre ese moda de concebir Ia iarea del polftico en la Argentina posrosista y la asignada a la élite letrada por la generacién de 1837 es indiscutible, no por eso deja de darse, entre uno y otro, un decidido cambio de perspectiva, La generacién de 1837, absorbida por la critica de la que Ja habia precedido, no habia legado a examinar si era ain posible reiterar con més fortuna la trayectoria de ésta; no dudaba de que bastaba una rectifi- cacién en la inspiracién idcolégica para lograrlo. Tal conclusién era sin em- bargo extremadamente dudosa: la emergencia de una lite politica {que era a la vez halagador y engafioso definir exclusivamente como Jetrada), dotada de una telativa independencia frente a los sectores populares y a las clases pro- pietarias, se dio en el contexto excepcional creado por esa vasta crisis, uno de cuyos aspectos fue la guerra de Independencia; a medida que avanzaba la década del cuarenta, comenzaba a ser cada vez més evidente que la Argentina habla ya cambiado Jo suficiente para que el politico ilustrado, si deseaba in- fluir en la vida de su pals, debia buscar modos de insercién en clla que no po- dian ser los destruidos probablemente para siempre en el derrumbe del uni- tarismo. Al legislador de la sociedad que —atento a una realidad que se Ie ofre- ce como objeto de estudio— le impone un sistema de normas que han de darle finalmente esa forma tan largamente ausente, sucede el politico que, aun cuando ptopone soluciones legislativas, sabe que no esta plasmando una pasiva materia sino insertindose en un campo de fuerzas con las que no puede establecer una relaci6n puramente manipulativa y unilateral, sino alianzas que reconocen a esas fuerzas como interlocutores y no como putos instrumentos. La futura Argen- tina, que se busca definir a partir de un proyecto que corresponde al idedlogo XVI politico precisar y al politico préctico implementar, esté definida también, de modo més impetioso que en las primeras tentativas de Ja generacién de 1837, por la Argentina presente. Y esto no sélo en el sentido muy obvio de que cualquier proyecto para el futuro pais debe partir de un examen del pais pre- sente, sino en el de que ningdn proyecto, por persuasive que parezca 2 quienes aspiran a constituitse en la futura élite politica de un pais igualmente futuro, podria implantarsc sin encontrar en los grupos cuya posicién politica, social, econémica, les otorga ya peso decisive en Ja vida nacional, una adhesiéa que no podria deberse Gnicamente @ su excelencia en la esfera de las ideas. Pero no es s6lo la evolucién de una Argentina que esté cambiando tanto bajo la apatente monotonia de ese dorado ocaso del tasismo, la que estimula la transicidn entre una actitud y otra. Igualmente influyente es la conquisca de una imagen més rica y compleja, pero también mds ambigua, de la relacién entre la Argentina y un mundo en que los avances cada vex més répidos del orden capitalista oftccen, desde la perspectiva de estos observadores colocados en un area marginal, promesas de cambios mds radicales que en el pasado, pero tam- bién suponen riesgos que en 1837 cra imposible adivinar del todo. LAS TRANSFORMACIONES DE LA REALIDAD ARGENTINA En 1847 Juan Bautista Alberdi publica, desde su destierro chileno, un breve escrito destinado a causar mayor cscdndalo de lo que su autor esperaba. En La Repitblica Argentina 37 afos después de su Revolucion de Mayo waza un retrato inesperadamente favorable del pais que le estd vedado. Sin duda, algunas de Jas razones con que justifica su entusiasmo parecen algo forzadas: el nombre de Rosas se ha hecho abarrecido, pero por eso mismo vastamente conacide en ambos mundos; debido a ello Ja atencién universal se concenura sobre Ja Ar- gentina de un modo que Alberdi parece hallat halagador; las tensiones politicas han obligado a emigrar a muchos jévenes de aguzada curiosided intelectual, y es sabido que los viajes son Ja mejor escuela para Ja juventud, .. Pero su linea de razonamiento esté lejos de apoyarse en esos argumicntos de abogado dema- siado habil: a juicio de Alberdi la estabilidad politica alcanzada gracias a la vic- toria de Rosas no sdlo ha hecho posible una prosperidad que desmiente Los pro- néstieos sombrios adelantados por sus enemigos, sino —al ensefiar a los argen- tinos a obedecer— ha puesto finalmente las bases indispensables para cualquier institucionalizacién del orden politico. Si el mismo Rosas toma a su cargo esa tarea que puede ya ser afrontacla gracias a lo conseguido hasta el momento bajo su égida, dejar de ser simplemente un hombre extraordinario (digno atin ast de excitar la inspiracién de un Byron) para transformarse en un gran hombre. Con tado, Alberdi no parece demasiado seguro de que esa suprema metamor- fosis del Tigre de Palermo en Licurgo argentino haya de producirse, y su escrito XIX €s —mas que ese anuncio de una inminente defeccién que en él vieron algunos de sus lectores— la afirmacién de una confianza nueva en un futuro que ha co- menzado ya a construirse a fo largo de una lucha aparentemente estérit. Ese faturo no se anuncia como caracterizado por un ritmo de progreso més rapido que el al cabo modesto alcanzado durante la madurez del orden rosista (y que el Alberdi de 1847 halla al parecer del todo suficiente); su aporte sera, esen- cialmente, la institucionalizacién del orden politico que ef esfuerzo de Rosas ha creado. Mas preciso es el cuadro de futuro que —-dos afios antes de Aiberdi— pro- yecta Domingo Faustino Sarmicnto en fa tercera parte de su Facundo. En 1845 este sanjuenino reclutado por un extrafto predicador itinerante de la Creencia de la Nueva Generacién, ha surgido ya de entre la masa de emigrados arrojados a Chile por Ja derrota de Ios alzamientos antirrosistas del Interior. Periodista, estrechamente aliado 2 la tendencia conservadora del presidente Bulnes y su ministro Montt, ha alcanzado celebridad a través de un encadenamienio de po- lémicas piblicas sobre politica argentina y chilena, y todavia sobre educacién, li- teratura, ortografia... Por esas fechas, se ve atin a si mismo como un temoto discipulo del grupo fundador portefio; la originalidad creciente de sus posiciones no se sefleja tedavia en reticencia alguna en las expresiones de respetuosa grati- tud que sigue tributandole, En Facundo esa deuda es avin visible de muy variadas maneras; entre ellas en Ja caracterizacién del grupo unitario, que retoma, de modo més vigoroso, las criticas de Echeversfa. Si en las dos primeras partes del Facunda la distancia entre la perspectiva sarmientine y la de sus mentores pa- rece ser Ia que corte entre espiritus consagtados a Ja biisqueda de un salvador cédigo de principios sobre Jos cuales edifiear toda una realidad nucva y una mente curiosa de cxplorar con répide y penetranie mirada la corpulenta ¥ com: pleja realidad de los modos de vivir y de ver la vida que siglos de historia habfan creado ya en la Argentina, en Ja terccta se agrega, a esa divergencia irreductible, la que proviene de que el Sarmiento de 1845, camo el Alberdi de 1847, comienza a advertir que Ja Argentina surgida del triunfo rosista de 1838-42 es ya irrevocablemente distinta de la que fue teatro de las effmeras victorias y no menos effmcras derrotas de su héroc el gran jefe militar de los Llanos riojanos. Su punto de vista estd menos alejado de lo que parece a primera vista del que adoptara Alberdi. Como Albetdi, admite que en la etapa marcada por el predo- minio de Rosas el pais ha suftido cambios que seria imposible horrar; como Albetdi, juzga que esa imposibilidad no debe necesatiamente sez deplorada por dos adversarios de Rosas; si Sarmiento excluye Ja posibilidad misma de que Ro- sas tome a su catgo la instauracién de un orden institucional basado precisa- mente cn esos cambios, atin mds explicitamente que Alberdi convoca a colabo- rar en esa tarea a quienes han crecido en prosperidad ¢ influencia gracias a la paz de Rosas. La diferencia capital cntre el Sarmiento de 1845 y el Alberdi de 1847 debe buscarse —mds bien que on a mayor o menor reticencia en la expre- sién del antirrosismo de ambos— en Ja imagen que uno y otro se forman de la etapa posrosista. Para Sarmiento, ésta debe aportar algo més que Ja institu- x cionalizaci6n del orden existente, capaz de cobijar progresos muy reales pero no tan répidos como juzga neceserio. Lo mas urgente es acelerer el ritmo de ese progreso; en relacién con ello, el legado més importante del rosismo no Ye pa- rece consistir en la creacién de esos hébitos de obedicncia que Alberdi habla juzgado lo més valioso de su hereaciz, siao la de una ted de intereses consoli- dados por la moderada prosperidad alcanzada gracias a Ja dura paz que Rosas impuso al pais, cuya gravitacién hace que la paz interna y exterior se transforme en objetivo aceptado como primordial por un consenso cada vex mis amplio de opiniones. El hastio de la guerra civil y su secuela de sangre y penuria per- micirén a la Argentina posrosista vivir en paz sin necceidad de contar con un régimen politico que conserve celosamente, cnvuclta en decorosa cobertura constitucional, la formidable concentracién de poder aleanzada por Rosas en un cuarto de siglo de lucha tenaz. Rosas representa el ultimo obstdculo para el de- finitivo advenimiento de esa etapa de paz y progreso; nacido de la revolucién, su supervivencia puede darse inicamente en el marco de tensiones que morizfan sols si el dictador no se viera obligado a alimentarles para sobrevivir. Aunque la imagen que Sarmiento propone de Rosas en 1845 es tan negativa como en ¢l pasado, no pot eso ella ba dejado de modificatse con el paso del tiempo: el que fue monstruo demoniaco aparece cada vez més como una supervivencia y un estorbo. Ee la imagen que de Rosas propone también Hilario Ascasubi, en un didlogo gaucho compuesto en 1846 y retocado con motivo del pronunciamicnto antirro- sista de Urquiza. El poeta del vivac y el entrevero, cuyas coplas Ilenas de la dura, inocente ferocidad de Ja guerra civil, habfan llamado a todos los combates lanzados conta Rosas a lo largo de veinte afios, exhibe hora una vehemente preferencia por la paz productiva. Por boca de su alter ego pottico, el corren- tino y unitario Paulino Lucero, que en el pasado Janzé tantos Tamamientos a Ja lucha sin cuartel, expresa si: admiracién por la prosperidad ue est desti- nado a alcanzar Entre Rios bajo la sabia guia de un Urquiza que acaba de pro- nunciarse contra Rosas. Su viejo adversario, el entrerriano y federal Martin Sayago, observa que gracias a los desvelos de Usquiza ese fucuro es ya presente. “Asi —responde sentencioso Paulino— debiera proceder todo gobierno. Veria- mos que al infiesno ibe a parar Ja anarquia.” A esa universal reconciliacin en el horror a la anarquia y en el culto de] progreso ordenado, sdlo falta la adhe- sién de un Rosas “demasiado envidioso, diablo y revoltoso” para otorgarta. ‘Atin més daramente que en Sarmiento, Rosas ha quedado reducido al papel de un meto perturbador guiado por su personalisimo cepticho. Sin duda la conversién de Ascasubi es pasablemente superficial, y ello se refleja no sélo en al desmaiio y falta de brios de sus editoriales en verso sobre las bendiciones del progteso y la paz, sino incluso en alguna inconsecuencia deliciosamente reve- ladora: asi, tras de ponderar el influjo civilizador que esté destinada a ejercer la inmigracién, propone como modelo del Hombre Nuevo a ese “carcamancito” que todavia no habla sino francés pero ya ansia degollar a sus enemigos politicos. Peto si Ascasubi no ha logrado matar del toda dentro de si mismo al Viejo ‘Adén, ello hace ain més significativa su ttansformacién en propagandista de XXL una imagen del futuro nacional de cuya aceptacién depende, antes que la efec- tiva instauracién de la productive concordia por él teclamada, el triunfo de las ampliadas fuerzas antirrosistas en la lucha que se avecina, En Ascasubi, como en Sarmiento, !a presencia de grupos cada vez més am- plios que ansian consolidar lo aleanzado durante la etapa rosisia mediante una répida superacién de esa etapa, es vigorosamonte subrayada; falta en cambio ta tentativa de definir con precision de qué grapos se trata, y més aun, cualquier esfuerzo por determinar con igual precisiéa las reas en las cnales la percepciéa justa de sus propios intereses y aspiraciones Jos ha de empujar a un abietto con. flicto can Rosas. Sarmiento espera atin en el “honrado general Paz”, cuya fuet- za es la del guerteto avezado y no la del yocero de un sector determinado; Ascasubi esté demasiado interesado en persuadir a su piblico popular de que la caida de Rosas ofrece ventajas para todos, para entrar en una linea de inda- gaciones que por otra parte le fue siempre ajena. Correspondis en cambio a un veterano unitario, Florencio Varela, sugerit una estrategia politica besada en la utilizacién de la que sc le aparecia como la més flagrante contradiccién interna del orden rosista, Varela descubre esa secteta fisura en Ja oposicién entre Bue- nos Aires, que domina el acceso a la entera cuenca fluvial del Plata y utiliza ef principio de soberania exclusiva sobre los rios interiotes para imponer extremes consecuencias juridicas a esa hegemonia, y Jas provincias litorales, a las gue la situacién cierta el acceso ditecto al mercado mundial, Estas encuentran sus aliados naturales en Paraguay y Brasil; aunque Ia cencilletia rosista no hublese formulado, ex la segunda mitad de le década del 40, una decisién creciente por terminar en los hechos con Ia independencia paraguaya que nunca habia reco- nocido en derecho, el solo control de los aecesos fluviales por Buenos Aires sig- nificaba una fimitacién extrema a esa independencia que Ja mantenta bajo cons- tante amenaza. Del mismo modo, el interés brasilefio en alcanzar libre acceso a su provincia de Mato Grosso por via ocednica y fluvial, hace del Imperio un aliado potencial en Ia futura coalicién antirrosista, La disputa sobre Ja libre navegacién de los rios intcriores se ha desencade- nado ya cuando Varela comienza a martillar sobre el tema en una serie de atticulus de su Comercio del Piata, el periddico que publica en Montevideo (se- rie que serd interrumpida por sw asesinato, urdido en el campamento sitiador de Otibe); en efecto, la exigencia de apertura de los rios interiores fue ya pre- sentada a Rosas por los bloqueadores anglo-franceses en 1843. Varela advierte muy bien, sin embargo, que para hacerse politicamente eficaz, el tema debe ser insertado cn en contexto may diferente del que lo encuadraba entonces. Est4 dispuesto a admitir de buen grado que Rosas se hallaba en Jo justo al oponer a Jas potencias interventoras el derecho scberano de la Argentina a tegular fa na- vegacién de sus rios interiores. Pero ahora no se trata de eso: el futuro conflicto —aue Alsina busca aproximar— no ha de plantearse respecto a derechos, sino a intereses, y se desenvolverd en torno a las consecuencias cada vez més extre- mas que —bajo la implacable direccién de Rosas— ha alcanzado la hegemonia de Buenos Aires sobre las provincias federales. Varela parte entonces de un examen ms preciso de las modalidades que Je XXIL rehabilitacién econdmica, lograda gracias 2 la paz de Rosas, adquiere en un con- texto de distribucién muy desigual del poder politico. Pero ve mds alld, al to- mar en cuenta e implicitamente admitir como definitivos otros aspectos bé- sicos de ese desarrollo, Es significative que al ponderat las ventajas de la aper- ita de los rios interiores y, en términos més generales, de la plena integracién de la economia nacional al mercado mundial de la que aquélla debe ser instru- mento, subraye que de todos modos alganas comarcas argentinas no podrian beneficiarse con esa innovacién: “sistema alguno, politico o econdmico, puede alcanzat a destruir las desventajes que nacen de la naturaleza. Las provincias enclavades en el corazén de la Repablica, como Catamarca, La Rioja, Santiago, jamés podrdn, por muchas concesiones que se les hicieren, adelantat en la mis- tma proporcién que Buenos Aires, Santa Fe o Cortientes, situadas sobre rios navegables”. Sin duda, la desventaja que estas frases sentenciosas atribuyen ex- clusivamente a la naturaleza tiene raices més complejas: no la suftfa el Inte- tior en el siglo xvi. La transicién a una etapa en que, en cfecto, las provin- cias mediterraneas deben resignarse a un comparativo estancamiento, se ha com- pletado en Ja etapa rosista y cs resultado no sélo de la politica ccondmica sino de la politica general de Rosas. De Ta primera: si ella ha buscado atenuar los golpes mds directos que la insercién en el mercado mundial Janzaba sobre la economia de esas provincias, no hizo en verdad nada por favorecer para ellas una integracién menos desventajosa en el nuevo orden comercial. Pero también de la segunda (aunque Varela est atin menos dispuesto a reconocerlo) sdlo la definitiva mediatizacién politica de Jas provincias interiores, lograda mediante Ja conquista militar de éstas en 1840-42 (y la brutal represién que Je siguié) hace posible que J propuesta de un programa de politica econdmica destinado a reunir en contra de Rosas a la mayor cantidad posible de voluntades politice- mente influyentes, con la sobria pero clara advertencia de que él tiene muy poco de bueno que ofrecer a esa vasia secc.én del pais. En Alberdi, Sarmiento, Ascasubi, pero todavfa mds en Varela, sc dibuja una imagen ms precisa de Ia Argentina gue la alcanzada por la generacién de 1837. Ello no se debe tan sdlo a su superior sagacidad; es sobre todo trasanto de los cambios que el pais ha vivido en la etapa de madurez del rosismo, y cn cuya Iinea deben darse —como admiten, con mayot o menor reticencia, 1oilos ellos— fos que en el futuro harjan de la Argentina un pais distinto y mejor Del mismo modo, la transformacién en Ja imagen def papel que el mundo exterior estd destinado a tener en el futuro de la Argentina —desde Ia de una benévola influencia destineda por su naturaleza misma a favorccer la causa de Ja civilizacién en esas agrestes comarcas— se debe no sélo a una acumulacién de nuevas experiencias (entre Jas cuales las adquiridas en ci destierro fueron, como suelen, particularmente eficaces} sino también a wma transformacién de esa realidad externa, cuya gravitacin era a le vez modificads y acrecida por la placidez politica y Ia prosperidad econémica que marcaron el otofia del ro- sismo, y cuyas ambigiiedades y contradicciones fueron reveladas més claramente que en el pasado a partir de la crisis econémica de 1846 y la polftica de 1848. xxnI LA ARGENTINA ES UN MUNDO QUE SE TRANSFORMA Los cambios cada vez més aceletados de la economia mundial no ofrecen sdlo oportunidades nuevas para la Argentina; suponen también tiesgos mds aguclos gue en el pasado. No es sorprendente hallar esa cvaluacién ambigua en Ja pluma de un agudisimo colaborador y consejeto de Rosas, José Maria Rojas y Patrén, para quien la manifestacién por excelencia de esa screcida presién del mundo exterior ha de ser una iacontenible inmigraciéa europea. Esa ingente masa de menesterosos, expulsados por Ja misetia del viejo mundo, ha de conmover hasta sus rafces a la sociedad argentina. Rojas y Patrén espera mucho de bueno de esa conmocin, por otza pare imposible de evitar; teme a la vez que esa matea humana arrase con “‘las instituciones de le Repdblica”, condendndola a oscilar eternamente entre la anarquia y el despotismo. Corresponde a los argen- tinos, bajo la enérgica tatela de Rosas, evitarlo, estableciendo finalmente el firme marco institucional que ha faltado hasta entonces al régimen rosista. Es quiz4 a primera vista mas sorprendcnte hallar andlogas reticencias en Sarmiento. Las zonas templadas de Hispanoamérica, observa éste, tienen ra- zones adicionales para temer Jas consecuencizs del ripido desarrollo de las de Europa y Estaclos Unidos, que son necesatiamente sus competidoras en el mer- cado mondial, Hay dos alternativas igualmente temibles: si se permite que con. unde el estancamiento en que se hallan, deberén afrontar una decadencia econd- mica constantemente agravada; si se introduce en ellas un ritmo ¢ brogreso mas acelerado mediante la mera apertura de su tetritorio al juego de fuerzas econd- mices exteriores, el estilo de desarrollo ast hecho posible concentrard sus be- neficics entre los inmigrantes (cuya presencia Sarmiento no lo duda ni por un instante— es de todos modos indispensable) en perjuicio de fa poblacién na- tiva que, en un pafs en répido progreso, seguiré suftiendo las consecuencias de esa degradacién econémica que se trataba precisamente de eyitar. Sélo un Estado més activo puede esquivat ambos peligtos. En los afios finales de la década del 40, el drea de actividad pot excclencia que Sarmiento le asigna es la educacién popular: sdlo medianie ella podra Ia masa de hijos del pais salvarse de una paulatina marginacién econémica y social en su propia terra, Encontramos asi, en Sarmiento como en Rojas y Patrén, un eco de la trae dicién borbénica que asignaba al Estado papel decisive en Ia definicién de los objetives de cambio econémico-social y también un control preciso de los pro- cesos orientados a lograr esos abjetives. Peo por debajo de esa continuidad —en parte inconsciente— de una tradicién administeativa e ideolégica, se da otra quizt més significativa, que proviene de la perspectiva con que quienes estén ubicados en éreas marginales asisten al desarrollo cada vez mas acelerado de la economia capitelista. Por persuasivas que hallen las doctrinas que posta. Jan consecuencias constantemente benéficas para ese sobrecogedor desencadena. mienio de energias econémicas, su experiencia inmediata les ofrece tantos testi- monies que desmienten esa fe sistemdtica en las armonias econémicas que no les ¢s posible dejar de tomarios en cuenta, Aungue el respeto par la superior sabi- durfa de los escritores europeos (y la escasa disposicién a emprender una revi- XXIV sién de las bases mismas de un saber laboriosamente adquirido} los disuades de recusat, a partir de esa experiencia inmediata, las hipdtesis presentadas como cettidumbres por sus maestros, en cambio no les impide avanzar en la explora- cién de !a realidad que ante sus ajos se desplicga, prescindiendo ocasiona}mente de la imperiosa guia de doctrinas cuya validez por otra parte postulan. Ast, si en Satmiento se buscaré en vano cualguier recusacién a Ja teorfa de fa division internacional del trabajo, es indudable que sus alarmas no tendrian sentido si creyese en efecto que ella garantiza el iriunfo de la solucién econdémica més fa. vorable para todas y cada una de las dreas en proceso de plena incorporacién al mercado mundial. Convendrfa, sin embargo, no exagerar el alcance de estas reticenclas, que no impiden ver en la aceleracién del progreso econémico en tas Areas metropoli- tanas un cambio tico sobre todo en promesas que las periféricas deben saber aprovechar, Hay otro aspecto de! desarrollo mettopolitano gue da lugar a mds generales y graves alarmas: su progres parece favorecer la agudizacién cons- tante de tas tensiones sociales y politicas; he aqui una innovacién que no quisiera introducirse en un tea en que ni siquiera una indisputada estabilidad social ha permitido alcanzar estabilidad politica. En Sarmiento esta conside- racidn pasa a primer plano en el contexto de una imagen muy rica y articulada de la Europa que conocié en 1845-47; en més de uno de sus contemporineos se iba a traducit en un simple rechazo de la linea de avance econdémico, social y politico que en 1848 les parecié a punto de hundir a la civilizacién curopea en un abismo; junto con motivos inmediatos, el temor nuevo frente al espectro del comunismo comienza a afectar Ja linea de pensamientos de algunos entre Jos que se tesuelven, en los ultimos afios rosistas, a plancat ua futuro para su pais. Ese temor no sélo inspira posiciones tan claramente irrelevantes que estén destinadas a encontrar la despectiva indiferencia de la opinién publica riopla- tense; ella contribuye a facilitar la transicién en la imagen que Ja lite letrada se hace de su luger en el pais. En 1837 la Nueva Generacién, que se vela a si misma como la més reciente concrecién de esa élize, se veia también como la Unica guia politica de la nacidn, Si hacia 1850 se ve cada vez mds como uno de Ins dos interlocucores cuyo didlogo fijaré el destino futuro de Ja nacién, y re- conoce otro sector directive ea Ja dlite econdmico-social, ello no sc debe tan sdlo a que largos afios de paz rosista han consolidado considerablemente a esta Ultima, sino también a que las convulsiones de Ie sociedad europea han reve- lado en las clases populares potencialidades mas temibles que esa pasividad e ignorancia tan deplorades: frente a elles la coincidencia de intereses de la élite Jetrada y de la econémica parece kaberse hecho mucho mas estrecha. UN PROYECTO NACIONAL EN EL PERIODO POSROSISTA La caida de Rosas, cuando finalmente se produjo en febrero de 1852, no introdujo ninguna modificacién sustancial en Ja reflexién en curso sobre el XXV presente y el futuro de Ja Argentina: hasta tal punto habia sido anticipada y sus consecuencias exploradas en Ja etapa final del rosismo, Pero incité a ace: lerar las exploraciones ya comenzadas y a traducirlas en propuestas més preci sas que en el pasado. Gracias a ello iba a completarse, en menos de un aiio a partir de la batalla de Casetos, el abanico de proyectos alternatives que desde anies de esa fecha divisoria habfan comenzado a elaboratse para cuando el pais alcanzase tal encrucijada. Proyectos alternativos porque —si existe acuerdo en que ha Ilegado el momento de fijar un nuevo rumbo para ef pais— el acuerdo sobte ese rumbo mismo es menos completo de lo que una imagen convencional supone. 1) La alternativa reaccionaria. La presentacién atticulada y consecuente de un proyecto declaradamente reaccionario es debida a Félix Frias, Primero desde Paris y lucgo desde Buenos Aires, el temprano secuaz saltefio de la generacién de 1837 propone soluciones cuya coherencia misma le resta atractive en un pais en cuya tradicién ideolégica el tinico elemento constante es un tenaz eclec- ticismo, y cuyo conservadorisme parece tan atraigado en las cosas mismas que la tentativa de construir una inexpugnable fortaleza de ideas destinada a defenderlo parece a casi todos una empresa superflia, Frias no sélo comienza su prédica desde Paris: sus términos de referencia son Jos que proporciona Ja Europa convulsionada pot las revoluciones de 1848, Las enseffanzas que de ellas deriva, son sin duda escasamente otiginales: la rebelién social que agité a Europa es el desenlace légico de la tentativa de constituir un orden politico al margen de los principios catélicos, De Voltaire y Rousseau hasta Ja pura criminalidad que a juicio de Frias fue la nota distintiva de la re- volucién de 1789, anies de serlo de Ja de 1848, la filiacién es directa e indis- catible. Pero ya en los franceses a los gue sigue el argentino (Montalembert o Dupanioup) Ja condena del orden politico posrevolucionario no se traduce en una propuesta de retorno puro y simple al aycien réginre; esa propuesta serta ain menos aceptable para Frias. Muy consciente de que escribe para paises que la Providencia ha destinado a ser republicanos, se apresura a subrayar que su deseo de ver restaurada la monargu‘a en Francia no nace de una preferencia sistemética por ese tégimen. Mis que a Ia restauracidn de un determinado régimen politico, Fries aspira en efecto a la del orden; y concibe como de orden a aqnel régitnen que asegure el cjercicio incontrastado y pacifico de la autoridad politica por parte de “los mejores”. Ello sélo set4 posible cuando Jes masas populares hayan sido de- vueltas 4 una esponténea obediencia por el acatamiento universal a un cddigo moral gpoyado en Jas creencias religiosas compartidas por esas masas y sus gobernantes. Si el orden debe atin apoyarse en Hispanoamérica en fuertes restricciones a Ja libertad politica, ello se debe tan sdlo al general atraso de la regién. Ese atraso sélo podta ser de veras superado si el progreso econémico y cultural consolida ¥ no tesquebraja esa base religiosa sin la cual no puede afirmatse ningtin or den estable. Catdlico, acostumbrado # recordar su condiciéa de tal a sus lecto- XXVE res aun a sabiendas de que éstos se han acostumbtado a ver eliminada de los debates politicos toda perspectiva religiosa, Frias no parece desconcertado porque los tinicos paises que se le aparecen organizados sobre las Tineas por él Propuestas no son catdlicos, El efemplo de los Estados Unidos, que invoca a cada paso, no Jo Ileva en efecto a revisar sus premisas, sino que le sirve para mostrar hasta qué punto Ja perspectiva ¢tico-religiosa por él adoptada adquiere particular relevancia en un contexto republicano y democritico. Sin duda, Hispenoamética tto est todavia preparada para adoptar un siste- ma politico como el de los Estados Unidos (Frias va a mercar vigorosamente —por ejemplo— sus reservas frente a la preferencia por el municipio auténomo y popularmente elegido que caracterizé a la genetacién de 1837). Pero aun esa plena democracia sdlo aleanzable en ef futuro significard la consolidacién —més bien que la superacién— de un orden oligarquico que para Frias ¢s el tinico conforme a naturaleza: las formas democraticas sdlo podrén ser adopta- das sin siesgo cuando fa distribucién desigual del poder politico haya sido aceptada sin ninguna reserva por los desfavorecidos por ella. La desigualdad se da también en Ja distribucién de Los recursos econdmicos, ¢ igualmente aqui es conforme a naturaleza. Sin embargo, la tendencia a desa- fiar ese orden natural no ha sido desartaigada de quienes menos se benefician con , y el riguroso orden politico que Frias postula tiene entre sus finalidades defender Ja propiedad no sdlo frente a la arbitrariedad dominantc cn ctapas anteriores de la vida del Estado y la amenaza constante del crimen, sino contra la mds insidiosa que proviene del socialismo. También aqui la utilizacién del poder ropresivo del Estado significa sélo una solucién de emergencia, es de es- perar que temporaria: la definitiva tinicamente se alcanzard cuando Ia religién haya coronado, bajo la proteccién de los poderes publicos, su tarea moralizadora y —al encontrar eco en el poder euyo infortunio consuela— lo haya libredo de la tentaciéa de codiciar las riquezas del rico. gPeto ese programa de conservacién y restauracién social y politica es com- patible con el desarrollo dindmico de economia y sociedad que —Frfas lo admite de buen grado Hispancamérica requiere can més urgencia que nunca? La respuesta es para él afirmativa: no se trata de traer de Europa ideologias porencialmente disociadoras, sino hombres que ensefiardn con el ejemplo a practicar “los deberes de Ia familia” y —puesto que estén habituados “a vivir con ¢] sudor de su frente, a cultivar Ja tierra que les da su alimento, a pagar a Dios el tributo de sus oraciones y de sus virtudes” —se constizuirdn en los me- jores guardianes del orden. Frfas va més alld de la mera disociacién entre la aspiracién a un progres econémico y social més répido y cualquier ideologia politicamente innovadora: subtaya la ptesencia de un vinculo, pata él evidente, entre cualquier progreso econémico ordenado y Ja consolidacién de un estilo de convivencia social y po- litica basado en Ja religién, Sin duda, ese estilo de convivencia impone algunas limitaciones a quienes, por su posicién socioeconémica, esvin destinados por el orden natural a recoger la mayor parte de los beneticios de ese progreso, y XXVIL Frias va a deplorar que la ley dictada por el estado de Buenos Aites contra los vagos, si fulmina a quienes visitan fas tabernas en dias de trabajo, no reprime a quienes lo hacen en el Dia del Sefior, Pero esas limitaciones son extremada- mente leves, y Frias insiste mds en el apoyo que los principios ctistianos pue- den ofrecer al orden social que ea las correcciones que seria preciso introducir en éste para adecuarlo a aquéllos. Esa era una de las facilidades que debe concederse, porque sabe demasiado bien que su ptédiea se dirige a un publico cuya indiferencia es atin mas dificil de vencer que una hostilidad mds militante. Si las apelaciones a una fe reli- gloss que ese publico no ha tepadiado no patecen demasiado eficaces, tampoco Jo son mas les ditigidas al sentido de conservacién de las clases propietarias, La prédica de Frias sera recusada sobre todo por irtelevante, y nadie lo hard més desdefiosamente que Sarmiento. Segtin el alarmado paladin de la fe, observa Sarmiento en 1856, “estamos en plena Francia y vamos recién por los tumultos de junio, los talleres nacionales, M, Falloux ministro, y los socialistas enemigos de Dios y de los hombres”. Sarmiento, por su parte, prefiere creer que est4 en Buenos Aires, y que ni el crrante espectro del comunismo ni ef au- toritatismo conservador y plebiscitario tienen soluciones vlidas que ofrecet a un Rio de la Plata que afronta problemas muy distintos de los de la Francia pos- revolucionaria. 2) La alternativa revolucionaria. Si ta leccién reaccionatia que Frfas dedujo de las convulsiones de 1848 fue recibida con glacial indiferencia, la opuesta fue aun més pronto abandonada. Sin duda al fin de su vida Echeverria saladé en las jornadas de febrero el inicio de una “nueva era palingenésica” abierta por el “pueblo revelador’, suerte de Cristo colectivo “que santificd con su sangte fos dogmas del Nuevo Cristianismo”. Sin duda creyé posible en su entusiasmo abandonar asf las reticencias que frente a la tradicién saintsimoniana habfa atin juegado ineludible exhibir slo un aiio antes en su polémica con el rosista Pedro de Angelis; sin duda fue atin més alld al sefialar como legado de la revolucién “el fin del profetarisro, forma postrera de esclavitud del hombre pot la pro- piedad”. Peto ese entusiasmo no iba a ser compartido por mucho tiempo. Al conme- morar en Chile el primer aniversario de Ia revolucién de febrero, Sarmiento se apresura a celebrar en ella el triunfo final del principio republicano, luego de un conflicto que ha Ienado casi tres cuartos de siglo de historia de Francia. Del resto del mensaje revolucionario oftece una versién que lo depura de sus moti vos mds capaces de causar alatma: “Lamartine, Arago, Ledru-Rollin, Louis Blanc —no deja de recordar a sus Jectores chilenos— han proclamado el prin- cipio de 1a inviolabilidad de las personas y de la ptopieded”. Pero incluso esa edulcorada del programa social de algunos sectores revolucionarios es condenada por irrelevanie en el contexto hispanoamericano; seria oportuno dejar que en Paris “‘los primetos pensadores del mundo discutan pacificamente las cuestio- nes sociales, la organizacién del trabajo, ideas sublimes y generosas, pero que no estén sencionadas atin por la conciencia publica, ni por la prdctica”. Ello es XXVIL tanto més necesatio potque cualquier planteamiento prematuro de esos proble- mas podsfa persuadir a muchos de que “Jas insignificantes luchas de la industria son la guerra del rico contra el pobre”. Esa idea “lanzada en la sociedad, puede un dia estallar”, Pata evitar que eso ocurra, la represién del debate idealégico no parece ser demasiado eficaz, sobre todo porque la disposicién a imponerla parece estar ausente. La educaciéa, en cambio, hard ineficaz cualquier prédica disolvente: “ya que no impontis respeto a los que asi corrompen por miedo, o por intereses politicos, la conciencia del que no es més que un poco mas pobre que los otros, educad su razdn, 0 la de sus hijos, por evitar el desquiciamiento gue ideas santas, pero mal comprendidas, pueden traer un dia no muy Iejano”. La conmemoracién de [a revolucién desemboca asf en la defensa de la educ cién popular como instrumento de paz social en el marco de una sociedad de: gual. Peto aun esa aceptacién tan limitada y reticente de Ja tradicin revolucio- naria patecerd pronto excesivemente audaz: en las acusaciones reciprocas que en 1852 se ditigirén Alberdi y Satmiento, la menos grave no seré la de tibieza en la oposicidn al peligro revolucionario. May pocos, entre fas que en el Rio de la Plata escriben de asuntos piblicos en medio de la marea contrarrevolucionaria que viene de Europa, dejan de teflejar ese nuevo clima marcado por un cre- ciente conservadorismo. Lo eluden mejor quienes czcen ain posible, después de las tormentas de 1848, proponer vastas reformas del sistema econdmico-so- cial en las que no ven el objetivo de Ia accién revolucionatia de los desfavore- cidos por el orden vigente, sino el fruto de Ia accidn esclarecida de un poder si- tuado por encima de facciones y clases. 3} Una nueva sociedad ordenada conforme a razén. En esos aiios agitados no podrén encontrarse entre los miembros de la élite letrade del Rio de la Plata muchos que sean capaces de conservar esa concepcién del cambio social. Es com- prensible que la obra de Mariano Fragueito se nos presente en un aislamiento que sus no escasos admiradores retrospectivos hallan espléndido, y que sus con- tempordneos preferian atribuir a su total irrelevencta. Este préspero caballero cordobés, de antigua leaitad unitarie, conté entre los maduros y entusiastas teclatas de la Nueva Generacién. Las tormentas politicas que lo {leyaron a Chile no alcanzaron a privarlo de una sdlida fortuna, que lo ocupé ms que la accién politica, y en su pais de destierro publicd en 1850 su Organixacién det crédito. Encontramos en ella la misma apreciacidn de las ventajas que para cual- quier orden futuro derivardn del esfuerzo de Rosas por dar uno estable a las provincias rioplatenses, que tres afios antes habia expresado Alberdi. Fragueiro halla ese legado de concentracién del poder polftico tanto més digno de ser atesorade porque —como intentard probar en su libro— ese poder debe tomar a su catgo un vasto conjunto de tareas que en ese momento no ha asumido en ninguna parte del mundo. Toca al Estado, en efecto, monopolizar el crédito publico. La transferencia de éste a la esfera estatal es justificada por Fragueiro a través de una distincién entre los medios de produccién —sobre los cuales ¢l derecho de propiedad pri- yada debe continuar ejerciéndose con una plenitud que no tolera ver limitada— XXX y la moneda que —en cuanto tal— ‘no es producto de la industria privada ni es capital”; moneda y crédito no integran, por su naturaleza misma, la esfera pri- vada. La estatizacién del crédito debe hacer posible al Estado “la realizacién de empresas y trabajos puiblicos, casas de seguros de todo género, y todo aquello de cuyo uso se saca una renta pagada por una concurrencia de personas y de cosas indeterminadas, como puertos, muelles, ferrocarriles, caminos, canales, navegacién interior, etc.”, que serén también ellos de propiedad publica, En fa exploracién de nuevos corclarios para su principio bésico, Ftagueiro no se detiene ante la prensa periddica; aqui la iniciativa del Estado concusrir con la privada, pero sdlo la prensa estatal podré publicar avisos pagados, y toda pu- blicacidn, periédica o 90, que haya sido financiada epelando al crédito, sélo vers fa lux si un cuerpo de lectores designados por el gobierno le asigna “la clasi cacién de util”. Sin dda el edificio de ideas construido por Fragueizo no carece de coheren- cia, pero no parece que de él pueden derivarse soluciones fécilmente aplicables a la Argentina que esta dejando atrds la etapa rosista, Asf lo entendié Bartolo mé Mitre; este recluta mds joven y rardfo de le generacién de 1837 —tras de rendit homenaje a la intencién generosa de su antiguo compafero de causa— Ia juzgeba de modo efectivista pero no totalmente injusto, al sefialar que el medio descubierto por Fragueiro para asegurar Is libertad de Prensa cra Ja re- implantacién de Ja censura previa. La imposibilidad de confiar fa solucién de los problemas argentinos a un conjunto de propuestas cuyo mérito principal debia set su adecuacién a ana nocién bésica juzgada de verdad evidente, parece haber sido advertida también por el mismo Fragueito cuando —luego de la caida de Rosas— compuso sus Cuestiones Argentinas. Allf propone una agen- da para el pais en trance de renovacidn, y aunque algunas de sus propuestas reiteran las de Organizacién del crédito, el conjunto esté caracterizado por un marcado eclecticismo. Ello no aumenta necesariamente el poder convincente de su obra; si —como quiere Ricardo Rojas— las Cuestiones Argentinas son un libro gemelo de las Bases de J. B. Alberdi, basta hojearlo para edvertir muy bien por qué ese demasiado afortunado hetmano Jo iba a mantener en Ja pes numba, pese a los esfuerzos de tantos comentaristas benévolos por corcegir esa secular indiferencia. 4) En busca de una alternative nueva; el autoritarismo progresista de Juan Bautista Alberdi. Como la Organizacién det crédito, el programa ofrecido en las Bases habia sido deserrollado a partir de un mimero reducido de premisas explicitas; a diferencia del Fragueiro de 1850, Alberdi habia sahido deducir de ellas corolarios cuyo més obvio atractivo era su perfecta relevancia a esa coyun- tuta argentina, Ya cn 1847 Alberdi habia visto como principal mérito de Rosas, su tecons- truccién de Ja autoridad politica, Por entonces habia invocado, del futuro, la institucionalizacién de ese poder. De ese cambio que se le aparecfa como valioso en si mismo, esperaba que ayudase a mantener el moderado ayance econémico que estaba caracterizando a fos iltimos afios rosistas. En las Bases va a reafir xXx mar con nuevo vigor ese motivo autoritario, que se exbibe ahora con mayor nitidez porque la reciente experiencia europea —y en primer lugar la de una Francia que esté completando su vertiginosa evolucién desde la reruiblica de- mocratica y social al imperio autoritario— parece mostrar en él Ja inesperada ola del futuro; Alberdi desde 1837 ha intentado sacar lecciones permanentes del estudio de los procesos politicos que se desenvuelven ante sus ojos, y no esté inmune al riesgo implicito en esa actitud; a saber, el de descubrir en la solucién momenténeamente dominante cl definitive punto de Ilegada de Ja historia uni- versal. Pero si el ejemplo europeo incita a Alberdi a articular explicitamente los mo- tivos autoritarios de su pensamiento, la funcidn politica que asigna el autorita- rismo sigue siendo diferente de la que justifica al de Napolesn III. La solucién. propugneda en las Bases tiene sin duda en comin con éste la combinacién de tigot politico y activismo econémico, pero se diferencia de ¢l en que se rehiisa a ver en la presién acrecida de las clases desposefdas el estimulo principal para esa modificacién en el estilo de gobierno. Por el contrario, él aparece como un jnstrumento neccsario para mantener la disciplina de fa élite, cuya tendencia a Jas querellas intestinas sigue pareciendo —-como cuando primero fue formulado el Credo de la Joven Generacién— la més peligrosa fuente de inestabilidad politica para el entero pats. Del mismo modo, Alberdi permaneceré sordo 4 los motives “sociales” que estarn presentes en el progresismo econdmico —como jo estan ya en el autoritatismo— de Luis Napoleén. Para éste, en efecto, el bienestar que el avance de la economia hace posible no sdlo esta destinado a compensar las limizaciones impuestas a la libertad politica, sino también a atenuar las tensiones sociales dramdticamente reveladas en 1848, Para Alberdi, la creacién de una sociedad mas compleja (y capaz de exigen- cias més perentorias) que la moldeada por siglos de atraso colonial, deberd ser el punto de Ilegada del proceso de creacién de una nueva economia. Esta serd forjada bajo la férrea direccién de una élite politica y econémica consolidada en su prosperidad por la paz de Rosas y heredera de los medios de coerciéa pot él perfeccionados; esa élite contard con la guia de una élite letrada, dispuesta a aceptar su nuevo y mds modesto papel de definidora y formuladora de progra- mes capaces de asegutat —a la vez que un s4pido crecimiento econdmico para el pafs— la permanente hegemonia y creciente prosperidad de quienes tienen ya el poder. Mientras se edifica Ja base econémica de una nueva nacién, quienes no per tenecen a eses élites no recibirn ningtin aliciente que haga menos penoso ese perfodo de tépidos cambios ¢ intensificados csfuerzos. Su pasiva subordinacién es un aspecto esencial del legado rosista que Alberdi invita a atesotar: por via antotitaria se los obligaré a prescindir de las prevenciones frente a las noveda- des del siglo, que Rosas habia creido oportuno cultivat para consolidar su po- der. Que el heredero de éste es lo bastante fuerte para imponer disciplina a la plebe, es para Alberdi indudable; es igualmente su conviccién (una conviccién nada absurda) que de esa plebe debe temerse, por el momento, més el pasivo XXKT apego que cualquier veleidad de recusar de modo militante las desigualdades so- ciales vigentes, Crecimicnio econdmico significa para Alberdi crecimiento acelerado de la produccién, sin ningiin elemento redistributive. No hay —se ha visto ya— razones politico-sociales que hagan necesatio este ultimo; el autoritarismo pre- servado en su nueva envoltura constitucional es port hipstesis suficiente pata afrontar el médico desafio de los desfavorecidos por el proceso. Alberdi no cree siquiera preciso examinar si habria razones econémicas que hicieran necesaria alguna redistribucién de ingresos, y su indiferencia por este aspecto del pto- blema es perfectamente entendible: el mercado para la acrecida produccién argentina ha de encontrarse sobre todo en el extranjero, Entregandose confiadamente a las fuerzas cada vez mas Pujantes de una econo. mafa capitalisia en expansidn, el pais conocerd un progreso cuya unilateralidad Alberdi subraya complacido. Serfa vano buscar en él eco alguno de la actitud mas matizada y reticente que frente a las oportunidades abiertas pot esa expansién haisian madurado en el mundo hispanico y que conservaban tanto imperio sobre Sarmiento, Que el avance avasallador de ia nueva economia no podria tener sino consecuencias benéficas, es algo que para Alberdi no admite duda, y esta con viccién es el correlato cedrico de su decisién de unir el destino de la élite le- trada, a la que confiesa pertenecer, con el de una élite econdmico-politica caya figura representativa cs el vencedor de Rosas, ese todopoderoso gobernador de Kntre Rios, gran hacendado y exportador, que ha hecho la guerra para abtir del todo a su provincia el acceso al mercado ultramarino. Ese proyecto de cambio econdmico, a la ver acelerado y unilateral, requiere un contexto politico preciso, que Alberdi describe bajo el nombre de repiblica posible. Recordando a Bolivar, Alberdi dictamina que Hispanoamérica necesita por el momento monarqufas que puedan pasar por repéblicas, Pero no se trata tan sélo de oftecer un homenaje simbélico a los prejuicios antimondrquicos de Ja opinién publica hispanoamcricana, La complicada armadura institucional pro- puesta en las Bases, si por el momento esté destinada sobre todo a disimular fa concentracién del poder en el presidente, busca a la vez impedir que el régi- men autoritatio que Alberdi posiula sea también un tégimen arbitrario. La cli- minacién de la arbitrariedad no es tampoco un homenaje a un cierto ideal poli. tico; es por lo contrario vista por Alberdi como requisito ineludible para lograr el ritmo de progreso econdmico que juzga deseable. Sto en un marco juridico definido tigurosamente de antemano, mediante un sistema de normas que el pox det renuncia a modificat a su capricho, sc decidirén los capitalistas y trabajado- tes extranjeros a integratse en la compafifa argentina, Que la eliminacién de la arbitrariedad no es para Alberdi un fin en si mismo lo revela su balance del régimen conservador chileno: su superioridad sobre los claramente arbitrarios de los paises vecinos le patece menos evidente desde que cree comprobar que ella no ha sido puesta al servicio de una plena apertura de la economia y la so- ciedad chilena al aporte extranjeto, por el contrario restringido por las limitacio- XXXII nes que le fija la constitucién de 1833 y las igualmente importantes que les Je- yes chilenas conservan. Para Alberdi, en efecto, la apelacién al trabajo y el capital extranjero cons- tituye el mejor instrumento para el cambio econdmico acelerado que la Argen- tina requiere. El pais necesita poblacién; su vida econdmica necesita también protagonistas dispuestos de antemano a guiar su conducta en los modos que la nueva economia exige. Como cottesponde a un momento en que Ia inversién no ha adoptado ain por completo las formes societarias que Ja dominardn bien pronto, Alberdi no separa del todo Ja inmigracién de trabajo de la de capital, que ve fundamentalmente como la de capitalistas. Para esa inmigtacién, desti- nada a traer al pafs todos les factores de produccién —excepto la tierra, hesta el momento ociosa— se prepara sobre todo el aparato politico que Alberdi pro- pone. Peto éste no ofrece suficiente gatantfa en un pais que no es seguro que haya alcanzado definitivamente Ia estabilidad politica, y Alberdi urgird al auevo régimen a hacer de su apertura al extranjero tema de compromises internacio- nales: de este modo asegurard, aun contra sus sucesores, lo esencial del pro- grama alberdiano. Sin duda Alberdi esi lejos de ver en esta ctapa de acclerado desarrollo econémico, hecho posible por una estricta disciplina politica y social, el punto de llegada definitive de Ja historia argentina. La mejor justificacién de la re- publica posible (esa repitblica tan poco republicana) es que estd destinada a dejar paso a la reptiblica verdadera, Esta serd también posible cuando (pero sélo cuando) el pais haya adguirido una estructura econdémica y social com- parable a la de las naciones que han creado y son capaces de conservar ese sistema institucional. Alberdi admite entonces explicitamente l cardcter pro- visional del orden politico que propone; de modo implicito postula una igual provisionalidad para cse orden social mareado por acentuadas desigualdades y la pasividad espontines o forzada de quienes safren sus consecuencias, que juzga inevitable durante la construccién de una nacién nueva sobre el desierto atgentino. ‘Aunque Alberdi dedica escaso tiempo a la definicién del lugar de los sectores ajenos a la dite en esa etapa de cambio vertiginoso, cree necesario examiner con mayor detencién, aun cn relacién con ellos, fa nocién que hace de los avances de la jnstruccién un instrumento importante de progreso econémico y social. No es necesaria, asegura Alberdi, una instruccién formal muy completa para poder participar como fuerza de trabajo en la nueva economfa; le mejor instruccién Ia ofrece el ejemplo de destreza y diligencia que aporcarén los inmigrantes eatopeos. ¥ por otra parte, una difusidn excesiva de la instrucciém corte el riesgo de propagar en los pobres nuevas aspiraciones, al darles a conocer Ja existencia de un horizonte de bienes y comodidades que su experiencia inme- diata no podria haberles revelado; puede ser més directamente peligrosa si al enscfiarles a leer pone a su alcance toda una literatura que trata de persuadirios de que tienen, también ellos, derecho a participar més plenamente del goce de esos bienes. XXXL Un exceso de instruccién formal atenta entonces contra la disciplina necesa- tia en los pobtes. Traspuesta en una clave diferente, encontramos la misma re- ticencia frente 2] elemento que ha servide pata justificar la pretensién de la lite letrada a la direccién de los asuntos nacionales: su comercio exclusive con el mundo de las ideas y las ideologias, que la constituirfa en el tinico sectot na- cional que sabe qué hacer con el poder, Esa imagen —que Albetdi ahora recusa— propone una estilizacién de su lu gar y su funcién en el pafs que constituye una auto-adulacién, pero también un auto-engatio, de la dlite letrada. La superioridad de los letrados, supuestamente derivada de su apertura 2 las novedades ideoldgicas que los trensforma en ins. piradores de las necesarias renovaciones de ta realidad local, vista més sobria- mente, es legado de la etapa més atcaica del pasado hispanoamericano: se nutre del desprecio pre-moderno de la Espaita conguistadora por el trabajo produc- tivo. Que asi estén [as cosas lo prueba Ja resistencia de la élite letrada a impo- netse a si misma las transformaciones radicales de actitud y estilo que tan infa- tigablemente sigue proponiendo al resto del pais. El idedlogo renovador no es sino el heredero del tetrado colonial, a través de transformaciones que sélo han servido para hacer ain ids peligroso su influjo. En efecto, si de fa colonia viene la nocién de que los letrados tienen derecho al lugar mds eminente en Ia sociedad, de Ja revolucién viene la de que fa acti- vidad adecuada para ellos es Ja politica, No sdlo eso: Ia revolucién ha hecho suyo un estilo politico que legitima las querellas superfluas en que se entre- tiene el ocio atistocratico, aceptado desde su origen como ideal por Ia clase Je- trada. Asi se transforma ésta en gravisimo factor de petturbacién. gEn nombre de qué? De ideales politicos tan intransigentes coma itrelevantes, que traducen casi siempre el deseo de edquitir el poder y utilizarlo, para satisfacet pasajeros ceprichos, o en ef mejor (o mds bien peor) de los casos, el Proyecto atin més peligroso de rehacer todo el pais sobre ia imagen de su dite letrada. Este retrato sistemAticamente sombrio del grupo al que pertenece Alberdi, inspirado en un odio a si mismo que se exhibe, por ejemplo, en su identificacién como uno de esos “abogados que salen escribir libros”, deptorable tipo hu- mano que es de esperar haya de deseparecer pronto del horizonte nacional, no carece sin duda de una maligna penetracin. Peto induce a Alberdi a recusar de- masiado fécilmente las objeciones que a su. proyecto politico, presentado con sobria macstrfa en el texto descarnado de las Bases, van a oponerse. No tendré ast paciencia con un Sarmiento, que halla excesiva fa pena de muerte que ent Entre Rios se aplica a quien roba un cerdo. Esa “ebsolucién inaudita del comu- nismo” revela que Sarmiento no es de veras partidario de los cambios radicales que el pais necesita. Si quisiera los fines que dice ansiar tanto como Alberdi, querria también los dnicos medios que pueden llevar a ellos, éPero es cierto que son és0s los tinicos medios? Las objeciones que oponen al proyecto de Alberdi quienes entraron con él en la vida publica en pos de transformaciones muy diferentes de las propuestas en las Bases, no son las unk cas imaginables: el camino que Alberdi propone no sélo choca con ciettes con- XXXIV vicciones antes compartidas con su grupo; se apoya en una simplificacién tan extrema del proceso a través del cual el cambio ccondmico influye en el social y politico, que su ucilidad para dar orientacién a un proceso histérico real puede set legitimamente puesta en duda, Alberdi espera del cambio econémico que haga racer a una sociedad, a una politica, nuevas; ellas surgirén cuando ese cambio econdmico se haya consumado; mientras tanto, postula el descncadena- miento de un proceso econémico de dimensiones gigantescas que no tendria, ni entre sus requisitos ni entre sus resultados inmediatos, transformaciones sociales de alcance comparable; as{, cree posible crear una fuerza de trabajo adecuada una economia moderna manteniendo a la vez a sus integrantes en feliz igno- yancia de {as modalidades del mundo moderno (para Jo cual aconseja extrema parsimonia en le difusién de la instruccién popular). Antes de preguntaraos si ese ideal es admirable, cabe indagar si es siquiera realizable. Aun asf, las Bases resumen con una nitidez a menudo deliberadamente cruel el programa adecuado a un frente antirrosista tal como la campajia de opinidn de los desterrados hab{a venido suscitando: ofrece, a més de un proyecto de pats nuevo, indicaciones precisas sobre cémo recoger los frutos de su vistoria a quienes han sido convocados a decidir un conflicto definido como de intereses. Y dota a ese programa de lineas tan sencillas, tan precisas y coherentes, que es comprensible que se haya visto en él sin més el de la nueva nacién que comienza a hacerse en 1852, Bien pronto ese papel fundacional fue reconocido a las Bases incluso por muchos de los que sentien por su autor un creciente aborrecimiento; Ja convic- cién de que los textos que puntuaron la carrera publica tanto mds exitosa de sus grandes rivales pesan muy poco al Jado del descarnado y certero en que Alberdi £6 Ja tarea para Ja nueva hora argentina fue igualmente compartida, Aguf no se intentaré recusarla; sdlo [imitarla al sefialar que —aunque, como suele, nunca ja haya presentado de modo sistem4tico— Sarmiento elabord una imagen del nuevo camino que la Argentina debia tomar, gue rivaliza en precisida y cohe- rencia con Ja alberdiana, a Ja que supera en riqueza de perspectivas y conte- nidos. 5) Progreso socio-culiural como requisite del progreso econdmico. Se ha visto ya que Alberdi prefirid no verlo asf: Sarmiento se atreve a dudar de la va- lidez de sus propuestas porque es a la vez un nostélgico de la siesta colonial y de la turbulencia anérquica que siguié a la Independencia. Sin duda este diagnds- tico malévolo es mas certero que el de adversarios mas tardios de Sarmiento, que afectan ver en 4 el paladin de un progresismo abstracto y escasamente in- teresado en Io que el progreso destraye, Sarmiento sintié mas vivamente que muchos de sus contemporineos el vinculo con el pasado colonial, y su tem- peramento se hallaba més cémodo en el torbellino de una vida politica facciosa que en un contexto de accién més disciplinada, Pero la pieeas con que se vuelve hacia la tadicién colonial no le impide subrayar que esta irrevocablemente muetta y que cualquier tentativa de resucitarla sdlo puede concluir catastré- ficamente, y su desgartado estilo politico fue compatible, por ejemplo, con una xxxV constancia en el apoyo al conservadorismo chileno, que iba bien pronto a tener ocasién de comparar favorablemente con la mds voluble actitud de Alberdi. . . No es entonces Ja imposibilidad congénita de aceptar un orden estable la que mueve a Sarmiento a tecusar el modelo autoritario-progresista propuesto por Alberdi; es su conviccién de que conoce mejor que Alberdi los requisites y consecuencias de un cambio cconémico-social como el que la Argentina posto- sista debe afrontar. Esa imagen del cambio posible y deseable, Sarmiento la elaboré también bajo el influjo de la crisis europea que se abrid en 1848, Como Alberd , Sarmiento deduce de ella justificaciones nuevas para una toma de distancia, no sélo frente a los ideélogos del socialismo sino ante una entera tradicién politica que nunca aprendié a conciliar el orden con Ia libertad, Peto micntras Alberdi juzgaba atin posible recibir una ultima leccién de Francia, y vefa en el desenlace auto- titario de Ja crisis revolucionaria un ejemplo y un modelo, Sarmiento deducia de ella que lo mds urgente era que Hispanoamérica hallase manera de no ence- rrarse en el laberinto del que Francia no habiz logrado salir desde su gran re- volucién, Esa recusacién de Francia como nacién guia habla sido ya prepatada por el contacto que Sarmiento tuvo con el que Echeverria iba a amar pueblo revela- dor, que no dej6 de provocarle algunas decepciones, De Paris a Bayona se le re- vel toda una Francia por él insospechada, que se le aparecia tan arcaica como Jos rincones més arcaicos de Chile, En ese vasto mar, algunas islas de moderni- dad emergian, y en primer término Parfs, que provocd en Sarmiento reaccia- nes bestante mezcladas, Aunque Paris no podia proporcionarle una experiencia directa del nuevo orden industrial, le pertnitia petcibir Ja presencia de rensiones latentes y contrastes demasiado patentes que confirmaban su imagen previa de les condiciones en que se daban Jos avances del maquinismo. Esas reticencias lo preparaban muy bien para proclamar, ante Ja ctisis politico-social abierta en 1848, las insuficiencias del modelo francés y Ia necesidad de un modelo alterna- tivo, Para entonces crefa haberlo encontrado ya en los Estados Unidos. La seccidn de los Viajes dedicada a cse pals, si mantiene el equilibrio entre andlisis de una sociedad y crénica de viaje que caracteriza a toda la obra, inclaye una tentativa més sistematica de lo que patece a ptimera vista por descubtis ta clave de la criginalidad norteamericana. Més sistemética y también mds origi- nal: aunque los estudios del texto satmientino no dejan de evocar el obvio paralelo con Tocqueville, el interés que gufa 2 Sarmiento y la leccién que espera de Estados Unidos son muy distintos que en el francés. No le preocupa primor- dialmente examinar de qué modo se ha alcanzado allf una solucién al gran pro- blema politico del siglo x1x, Ja conciliacién de la libertad y la igualdad, sino sastreat el surgimiento de una nueva sociedad y una nueva civilizacida basadas en la plena integracién del mercado nacional. A los arados de disefio y material cambiantes y casi siempre atcaicos que ofrece Europa, los Estados Unidos oponen unos pocos modelos constantemente tenavados y mejorados, y que comienzan ya a producirse para toda [a nacién XXXVI ea contados centros industriales: la misma diferencia se presenta en cocinas, ape- 10s, ropas. .. He aqui una perspectiva que no se esfozzaron por explorar ni siquiera tos escasos observadores que centreron su interés en la peculiaridad econdmica, antes que en les politico-sociales, de los Estados Unidos, y que vermitird a Sarmiento aproximarse de modo nueve a otros aspectos de la reali- ded norteamericana. La importancia de Ia palabra escrita en una sociedad que se organiza en torno @ un mercado nacional —y no a una muchedumbre de semi-aistades mercados locales— se le aparece de inmediato como decisiva: ese mercado sélo podria estructurarse mediante la comunicacidn escrita con un pt- hlico potencial muy vasto y disperso: ef omnipresente aviso comercial patecié a Sarmiento, a la vez que un instrumento indispensable para ese nucvo modo de articulacién social, una justificacién adicional de su interés en la educacién popular. Pero si esa sociedad requiete una masa letrada es porque requiere una vaste masa de consumidares; para ctearla no basta la difusién del alfabeto, es necesa- ria Ia del bienestar y de las aspitaciones a la mejora econdmica a partes cada ver més amplias de la poblacién nacional. Si para esa distribucién del bienestar a sectorcs mas amplios debe ofrecer una base sélide la de la propiedad de la tierra (y desde que conoce Estados Unidos, Sarmiento no dejar de condenar -—aun- que con vehemencia variable segtin la coyuntura— Ia concentracién de la pro- piedad territorial en Chile y la Argentina), para asegurar la de las aspiraciones ser4 preciso hallar una solucién intermedia entre una difusién_masiva y pre- matura de ideologias igualitarias (que habie sefialado en Facundo como una de las causas del drama politico argentino) y ese mantenimiento de la plebe en feliz ignorancia que iha a preconizar Alberdi. Sarmiento vefa en la educacién popular un instramento de conservacién so- cial, no porque ella pudiese disuadir at pobre de cuelquier ambicién de mejorar su lote, sino porgue debfa, por cl contrario, ser capaz —a ta vez que de suge- title esa ambicién— de indicarle los modos de satisfacerlas en el marco social existente. Pero esa funcién conservadora no podria cumplirla si esto ultimo fuese en los hechos imposible. El ejemplo de Estados Unidos petsuadié « Sarmiento de que la pobreza del pobre no tenfa nada de necesatio. Lo persuadié también de algo mas: que la capacidad de distribuic bienestar a sectores cada vex mds amplios no era tan sélo una consecuencia sacialmente positiva del orden ecendmica que surgia en los Estados Unidos, sino una condicién neceseria para Ja viabilidad econémica de ese orden. La imagen del progreso econémico que madura en Sarmiento, porque es mds compieja que la de Alberdi, postula un cambio de la sociedad en gu conjunto, no come resultado final y justificacién péstuma de ese progreso, sino como condicién para él, En la que Sarmiento presenta como modelo (més mévil, si no necesatia- mente més igualitario, que las hispancamericanas) la apetencia de 1a plebe por elevarse sobre sa condicién, lejos de constitnir la amenaza al orden reinante que temfa Alberdi, puede alimentar los mecanismos que mantienen su vir XXXVIE gencia. Sin duda esta imagen del cambio econdmico-social deseable no deja de reflejar la constante ambivalencia en Ja actitud de Sarmiento frente a la pre- sin de los destavorecidos en una sociedad desigual; si quiere mejorar su suerte, sigue hallando peligroso que aleancen a actwat como personajes aurGnomos ef |e vida nacional; la alfabetizacién les ensefiaré a desempetat un nuevo papel en ella, pero ese papel habré sido preestablecido por quienes han tomado a su cargo dirigir el complejo esfuerzo de transformacién a la vez econdmica, so- cial y cultural, de Ia realidad nacional. El cjemplo de tos Estados Unidos, a la vex que incita a Sarmiento a prestar atencién al contexto socio-cultural dentro del cual ha de darse el progreso econé- mico, hace para él innecesaric definir los requisites politicos para ese progreso cos una precisién comparable a la que bused alcanzar Alberdi, Sarmiento no s6lo no se formé una idea muy alts del nivel de la vida polftica norteamericana (Toc. queville, que habia alcanzade un juicto también matizado, no habfa dejado por eso de buscar en ella el ejemplo de una solucidn viable al dilema politica de su tiempo); no parece tampoco haber advertido en esa esfera el anticipo atin in- maduro de un orden futuro que eteyé descubrir, en cambio, en la social y €condmica. Por es0 mismo no se empefia en escudrifar la presencia de un sis- tema de soluciones politicas detras de las anécdotas a veces grotescas con que ameniza sus recuerdos de viaje, Sin duda, si no una leccién explicita, hay si una implicita en ese espectéculo abigarrado: ese orden férrco mantenido por una autoridad siempre dispuesta a afirmar su supremacia —que Alberdi postularia como requisito esencial del ptogteso— no ha sido necesatio para asegurar el de Estados Unidos: una cons. tante turbulencia, un desgarro polémico que no conoce [os limites de la pru- dencia mejor que los del buen gusto, una sucesién frenética de emergencias Politicas seguidas con curiosidad entre apasionada y divertida por una activisima opinién publica, todo eso, que el cbscrvador de paso corte riesgo de interpretar como signo de wna inminente quiebra def orden politico, es por cl contrario uno de los rasgos normales de ese orden, que ha hecho posible un vertiginoso Bro. Breso econémico. Pero, precisamente porque s¢ inhibe de extraer ninguna ence. fianza explicita de tal espectaculo incongruente, Sarmiento no va por el mo- mento a deducir de 4] siquieta la puremente negativa que relnisa al autorita- tismo Ia dignidad de precondicién del progreso. Al salir de los Estados Unidos, Sarmiento podzia haber dicho, como algun peregrino a la URSS noventa afios més tarde, que habla visto el futuro ¥ que el fururo en efecto funcionaba. De vuelta en Chile, se dedicaria a escudrifiar los primeros anticipos de ese fururo, rastreando los efectos mediatos ¢ inmediatos de la nueva prosperidad creada por Ia apertura del mercado californiano a las exportaciones chilenas: més allé de la zona tiguera, advertia en 1849 su im- pacto en los avances de Ja construccidn privada en Santiago y en los del nivel de vida de Ja plebe urbana; cta la ampliacién del mercado, a través de la del consumo, la que subtendia todos esos avances y dotaba de un nuevo dinamismo a Ja economia chilena en su conjunto. XXXVIL En 1855 veria en ese episodio una oportunidad perdida: Chile creyé eterno su dominio del metcado oftecido por Jas tiertas dei oro, bien pronto borrado por el surgimiento de la agricultura californiana. Esa falta de todo c4leulo y toda prevision juzga a los terratenientes come a los labradores chilenos; elle es en suma frato de la ignorancia, y confirma que In supervivencia misma de la economia chilena depende de la mejora répida del nivel de instruccién popular Hay otra leccién que Sarmiento no subraya pero no deja de atesorar: en un Chile dominado por ia clase terrateniente, los avances de la igualdad social no podtian basarse en una mayor difusién de la propiedad de Ja tierra, En pocas paginas, admirablemetne penetrantes, Sarmiento va a esbozat una linea alterna- tiva de desarrollo: la modetnizacién de la agriculrura chilena —de todos modos condicién indispensable para sx supervivencia— sélo puede hacerse en el marco de Ja atan explotacién capitalista (aunque Sarmiento ignora el nombre, describe muy bien Ia cosa), Ello exige una masa de asalariados rurales instrui- dos y bien remunerados, pero poco mumerosos; complemento de ese cambio de- be set el crecimiento de las ciudades, tinico desemboque a la poblacién campe- sina expulsada de la tierra por esa vasta transformacién. Serd en [a ciudad donde surja una sociedad m4s completa y mévil, y para que esto ocurra, Ta difusiéa de Ja instruccién es todavfa més imprescindible. Como se ve —a diferencia de Alberdi, que conoce una sola receta de trans- formacién econémico-social_— Sarmiento es perfectamente capaz de percibir la posibilidad de caminos y estilos de desarrollo alternarivos al que habla descu- bierto en los Estados Unidos. Peto ese texto de 1855 muestra ademas otra cosa, pese a que su entusiasmo por el modelo norteamericano se debe a algo mds que a la confianza ett su eficacia para lograr progresos rfpidos (como lo revela la imagen de la fucura hegemonfa norteamericana como suprema victoria de la de- mocracia plebeya sobre la Europa monérquica y aristocratic. que muestra hasta qué pun:o Sarmiento ha buscado en Estados Unidos una confirmacidn antes que una alternativa para el ideario democrético-igualitario que cree definitivamente comprometide en Europa), est dispuesto acatar la gravitacién a su juicio in- contrastable de ciettos condicionantes sociales o politicos que hacen imposible Ia adopcidn de ese modelo. También en ese aspecto esos esctitos anticipan el sentido de la accién politica de Sarmiento, wna vez vuelto a su Argentina. El espectéculo que se le presenta al rerornar a Buenos Aires confirma a Ja vez las segutidades y Jas perplejidades inspiradas en el ejemplo norteamericano y en el de un Chile que —quizd porque sospecha que ha de abandonatlo pronto— le parece ofzecer un modelo cada vez menos vélido para la Argentina futura. El progreso de Santiago, el de Valparaiso, empatidecen en comparacién con el de Buenos Aires, Aunque lz que fue capital rosista atraviesa ahora constantes tutbulencias politicas y vive una permanente indefinicién en aspectos tan esen- ciales como el papel de Ia cindad y Ja provincia en un pals en trance de organi zacion, todo eso no Jogra afectar su insolente prosperidad presente y su inque- brantable confianza en su prosperidad futura. XXXIX De ello dedoce Sarmiento que Ja preocupacién por el orden que habfa obse- sionado al partido conservador chileno no habia estado tan claramente justifi- cada como él mismo habia crefdo durante sv etapa de destierro. La desenfadada, la caética libertad de Buenos Aires no era incompatible con un progreso mds tdpido que el chileno, Hay otra conclusién ante Ja que Sarmiento dice dete- nerse, asustado del rambo que toma su pensamiento: el vertiginoso progzeso de Buenos Aires es mds antiguo que su turbulenta libertad; fue alcanzado primero bajo Ja administracién de Rosas, cuyo despotismo arbitrario y obtuso el propio Sarmiento —entre tantos otros— habfa denunciado como incompatible con cualguier progreso sostenido, Al parecer ni el despotismo ni la desordenada libertad, ese Escila y ese Catibdis entre los cuales el liberalismo posrevolucio- nario buscaba afanosamente on rambo salvador, tenfa consecuencias tan temi- bles como Sarmiento, entze muchos otros, habla cretdo. Sin duda Sarmiento se muestra reacio a Ievar a fondo la exploracién de esa nueva perspectiva; con sélo vislumbrarla ve confirmada su previa tendencia a colocar en segundo plano el marco polftico-institucional, cuando considera los requisites para el radical cambio en Ia estructura del pais que juzga a la vez urgente ¢ inevitable. Esa tclativa indefinicién de fos aspectos propiamente politicos de su progra- ma se continéa en una indefinicién por lo menos igualmente marcada acerca de la articulacién del grupo politicemente dirigente que tendr a su cargo guiar Ja construccién de una nueva nacién y Ia sociedad argentina en su conjunto. Al. berdi habia arrojado sobre esta cuestién una claridad cruel: fa Argentina seria tenovada por la fuetza creadora y destructora del capitalismo en avance; habia en el pais grupos dotados ya de poderfo politico y econémico, que estaban desti- nados a recoger los provechos mayotes de esa renovacién; el servicio supremo de la élite letrada seria revelarles dénde estaban sus propios intereses; una vez logrado esto, esa élite debfa prepararse a bien morit; una concepeién que pos. tula consecuencias canstantemente benéficas para la libre accién de las fuerzas econémicas y afirma con igual vigor la coincidencia necesaria entre ef interés nacional y el del grupo que controla a la vez el poder politico y los recursos econdémicos de ia nacién, no reconoce ya funcién legitima para une clase politica que embicione ser algo més que el agente de negocios de ese grupo dominante, Sarmiento no cree, con Ja misma fe segura, que las consecuencias del avance de la nueva economia sobre las 4reas marginales (que juzga no sdlo inevitable sing también deseable) sean siempre benéficas; postula un poder politico con suficiente independencia de ese grupo dominante para imponer por sf rumbos y limites a ese aluvién de nuevas cnetgias econémicas que habtd contribuido a desencadenar sobre el pals. ¢Quignes han de cjercer ese poder politico, y en qué se apoyardn para ejercerlo? Sarmiento nunca se planted la segunda pre- gunta; en cuanto a la primera, en el momento de retorno del destierro su res- Buesta es contraria a la de Alberdi: es desde luego la élite letrada, de a que se declara orgulloso integtante, y cuya historia colonial ha trazado con humilde orguilo en Recuerdos de provincia, la que tendr4 a su cargo la funcién ditectiva, xL Sélo paulatinamente Ja acumulacién de desengafios politicos (entre los cuales fue particularmente revelador el que le produjo el desinterés de la clase ilustra- da sanjuanina por los programas de reforma que intenté introducir durante su breve gobernacién de esa provincia, y que acrectan las cargas fiscales para las clases propietarias) lo convencid de que, si no en ef pasado, en el presente esa élite letrada no estaba més interesada que otros sectores de la sociedad en favo- tecer el interés de In nacién o el Estado; deplorablemente carente de espititu publica, usaba su superior ilustracién como justificative para ver realizado su ideal de otius cure dignatate a costa del erario pablico. Pero Sarmiento no descubre ningiin otro sector mejor habilitado para esumir esa tarca, y desde entonces se resigna a que sv carrera politica se transforme en una aventura estrictamente individual; sdlo puede contar sobre sf mismo para realizar una cierta idea de la Argentina, y puede aproximarse a realizarla a través de una disposicién constante a explotar todas las opciones para J abiertas en un panorama de fuerzas sociales y politicas cuyo complejo abigarramieato contrasta con ese orden de lineas simples y austeras que haba postulado At- berdi, Para ello Ja relativa indiferencia por los aspectos politico-institucionales del cambio que postula, lo prepara desde Inego particularmente bien. Sin duda, no es ésa una solucién que Sarmiento halle admirable, y a veces va a tevelar, en breves reldmpagos, su célera frente a ella y su nostalgia de alguna solucién diferente, De esta manera, el mismo Sarmiento que en 1862 preconi- vaba la masacte de gauchos para terminar con la rebelidn federal riojana, asiste menos de diez afios despuds con orgullo patridtico a otra rebelién més vasta del fedetalismo andino: siguiendo a Felipe Varela, la plebe de esas provincias revela tener fibra més dura que esos chilenos acostumbrados a una mansa obe- diencia por el largo predominio conservador; la paz chilena es Ja de la muerte, pero la Argentina de Ia ultima montonera bulle de vida... Sin duda estos exabruptos quedan para la confidencia privada y no reflejan una actitud siste- mitica de Sarmiento; aun asi expresan muy bien su conviccién ya inquebranta- ble de que —en la hora de organizar Ja victaria— el grupo con el cual se ha identificado y en cuyo nombre ba combatido ha hecho desercién. No mejor re- flejo de una actitud sistemética es el curioso pasaje de! discurso que Sarmiento pronuncia en Chivilcoy, en 1868, cuando esa carreta politica que combing arisca independencia y considerable ductilidad acaba de llevarlo @ la presidencia de la Republica, Allf se proclama dispucsto a recager la herencia caudillesca, traspuesta a fa nueva clave proporcionada por una nacién moderna: el presi. dente es el caudillo de unos gauchos que se habtén transformado en la com- petencia pacifica por la conquista del bienestar. Y sin duda cn una nacién de veras transformeda, unas masas populares capaces de hacer suya la nocién que sobre el lugar que les cozrespondia en ia sociedad habia propuesto Sarmiento, hubicran podido proporcionar la base politica para un programa como el que éste ofrece. Pero desde luego, Ja nacién no se ha transformado tanto como Sar- miento quiere creer cuando la contempla desde ese rincén de excepcional pros- petided campesina que es Chivilcoy: las cleses populares no ofrecer por el mo- XE mento un apoyo més sélido al programa renovador que Ja lize lettada. Es com- prensible entonces que Sarmiento haya preferido no proseguir el examen del ptoblema sino a través de ocasionales alusiones inspiradas por la decepcién o Ja eurofia: de un examen més sistemético slo podfa obtener una desesperan- zada lucidez frenadora de cualquier accién politica, Pero él tampoco iba a recibir estimulo del contexto en que proseguiria el debate politico en la Argentina posrosista; el marcado eclecticismo y las oscila- ciones aparentemente ertaticas que desde 1852 ibe a carecterizar a sus tomas de posicién, se mostrarfan mds adecuados que la tigidez politica del modclo alber- diano en esa permanente tormenta que iba a ser la vida politica argentina en la larga etapa que se abria en Casetos, Es ya revelador que muy poco después de la caida de Rosas, cuando Alberdi y Sarmiento se enfrasquen en una no siem- pre decorosa batalla de plama, no intentarin ya seriamente explorar qué los separa en la definicién de los objetivos que uno y otro proponen a la nacién, Ello no se debe tan sélo a que ambos siguen aplicadamente los consejos ird- nicamente formulados por Larta para uso de polemistas, y revuclven su pasado, presente y futuro en busca de motivos de injuria mds que de arqumentos para un debate serio, Aun cuando éste se entabla se dard en totno de perspectivas de corto plazo: girard en torno a Ja ubicacién de ambos en [os conflictos que han vuelto a atremolinarse en un pats que realiza tan mal el proyecto de reconcilia. cién universal en el nuevo credo de la paz productiva, que tan itil habia sido pera allegar nuevos ¢ influyentes reclutas a la batalla entirrosista. TREINTA ANOS DE DISCORDIA Albetdi habia postulado que el sistema de poder creado por Rosas seria capaz de sobrevivir 2 su caida pata dar sélida base al orden posrosista; Varela, que cl lugar de Buenos Aires en ef pais no seria afectado por la victoria de una coalicisn cimentada en la oposicién comtin a la hegemonia de Buenos Aires sobre Ja entcra cuenca del Plata, Ambos postulados, titiles para evitar desfallecimien- tos y disensiones en vispetas del combate decisive, resultaban, apenas se los examinaba, algo de muy poca probable realizacién. Nada sorprendentemente, luego de 1852 el problema urgente no fue ef de cdmo utilizar el “poder enorme” Iegado por Rosas 2 sus enemigos, sito cémo etigir un sistema de poder en te- emplazo del que en Caseros hab‘a sido barrido junto con su creador. Asi, aun Alberdi que lo invitaba a aceptar la realidad y ver en Urquize el he- redero, a Ia vez que el vencedor de Rosas, Sarmiento podia replicar rogando a su contrincante que se dignase mirar la realidad a la que constantemente aludia. No se trata, tan sdlo, de que a juicio de Sarmiento, Urquiza no estd de veras dispuesto a poner su poder al servicio de una politica de tépido progres como fas que él y Albetdi proponen. La conviccién de que ast estaban las cosas habla XL Ilevado a Sarmiento a recornar a Chile y marginarse de Ja politica argentina; lo que Io devuelve a ella es el descubrimiento de que Urquiza no ha sabido hacerse el heredeto de Rosas; no hay en la Argentine una autoridad irrecusable, hay de nueve bandos rivales en un combate que se ha reabierto, ¢Ilegara el realismo de Alberdi hasta acepiar esta situacién tan distinta de la que habfa proyec- tado en 18477 Para Alberdi, objeciones como esta reflcjan un inaceptable cinismo. La crea- cign en Buenos Aites de ua centro de poder rivel del que reconocia por jefe al general Urquiza no podfa tener sino consecuencias calamicosas para el pafs, al que distrata de emprender esa transformacidn radical que también Sarmiento habie proclamado imptescindible, para volverlo a encerrar en el viejo laberiato de querellas facciosas. Los partidos que se proclamaron muertos en Caseros resucitan paza retomar su carrera de sangre, y esa tragedia futil ¢ interminable seta la obra de quienes, como Sarmiento, se jactan de haber frustrado una oca- sidn, quizé irrepetible, en nombre de una politica de principios. Alberdi prefiese creer que [a ofuscacién no es Ja Gnica responsable de tan inoportuna intransi- gencia; Sarmiento guarda una inconfesada nostalgia de la guerra civil, y es de te- mer que esa inclingcién secreta sea demasiado compartida en un pais larga: mente acostumbrado a ella. 1) Las facciones resurrectas. Ya que Caseros no ha creado ese sdlido cen- tro de autoridad puesto al servicio del progreso —viene a decir Alberdi— ha dejado cn sustancia las cosas como estaban... Toda una literatura facciosa, servida en potciones rebosantes por fa prensa diatia, parece sugerir en efecto que el nuevo pals vive prisionero de sus vicios dilemas. A més de diez afios de la caida de Rosas, José Hernandez podia abrir su serie de artfculos sobre la re- ciente ejecucién cel general Pefialoza, con la denuncia de que “los salvajes uni- tarios estdn de fiesta”. Cinco aiios antes, en los Debates que publica Mitre en Buenos Aires, el oriental Juan Carlos Gémez, al evocar las victimas mas pumerosas de la masacte de Quinteros, denuncia en ésta el comienzo de apli- cacién del Gnico programa que los blancos orientales y sus aliados Ios federales atgentinos conccen: el exterminio del adversario. Como temfa Alberdi, un periodismo formado en el clima de guetra civil que acompafié toda la etapa rosista se esfuerza —al parecer con éxito— por man- tenetlo vivo. Pero no es fécil creer que las facciones que todos habfan procla- mado muertas antes de Caseros, deban su inesperada vitalidad tan sélo al in- flajo de unas cuantas plurnas mal inspiradas. Las lealtades hetedadas de la eta- pa que certd Caseros cumplen sin duda atin una funcidn, en cuanto ofrecen solidaridades ya hechas, que Jos nuevos ptotagonistas de las nuevas luchas no yenunciarén 2 utilizar. El problema es que a fa vez se adaptan mal a Jas nuevas Jineas de clivaje politico: la tentacién de tomar distancia frente 2 esas identifi- caciones facciosas est constantemente presente, y, apenas se los examina con cuidado, los textos simétricos de Gémez y Hernandez, que parecerfan expresat con una inmediatez reflejada en su lenguaje viclento la sed de venganza de una faccién sometida a fa dura ley de su vencedor, esconden una exhortacién alar- XLUT mada a perseverar en una lealtad facciosa cuya esponténea solidez no resulta evidente ni siquiera en ese momento de amarga prucba, en que Ja sangre derra- mada parece excluit fa posibilided misma de una solucién al conflicta politico, mds coneiliatoria que fa eliminacién del enemigo, La fragilidad de ese elemento cohesive que Jas facciones histéricas ptoporcio- nan, se advierte ya en la relacién tan ambigua que tanto Gémez como Hernan. dex imantienen con aquéllas a las que convocan a una lucha sin curtel, En el escrito de Gémez, si el nombre exectado del pattido blanco es reite- rado hasta la saciedad, su rival colorado es evocado con mucha mayor par- simonia. Es que no es evidente que Gémez sea atin colorado. Por la ptimera es- pada de ese partido, cl general Flores, no tiene sino horror; a su juicio, Flores no sdlo ha deshonrado a su faccidn con una conducta digna de la adversaria, sino Ia ha debilitado al entrar (para favorecer su carrera personal) en transac. ciones con el enemigo, Quinteros debe devolver a Ia realidad y la accién a cuan- tos no estan dispuestos a aceptar la sangrienta tirania blanca, pero la victoria de éstos no significard sin més el tetotno al poder de un coloradismo irremediable- mente manchado por culpas y claudicaciones; debe ser el comienzo de una mis ambiciosa regeneracién politica... Gémez busca, en suma, utilizar Ia disciplina que surge de Ia lealtad a un pasado y a una divisa, para persuadit a una entera colectividad polftica de que su deber es recibir inspiracién de quien estd po- nigéndose al margen de ella. Esa disciplina y la més elemental que surge del miedo: quienes no reaccionen a tiempo se equivocarén al creer que su manse- dumbre habrd salvado su vida. La relacién enire Herndndez y el federalismo argentino es muy semejante, Si busca ahorvar censutas explicitas a su trayectoria pasada, el hecho de que el méartir cayo sacrificio conmemora haya luchado tenazmente contra Rosas lo obliga a los mas delicados equilibrios para evitarlas, sin arrojar a la vez una mancha sobre su memoria, Aunque menos dramdticamente expresada, Ja tela- cia de Hernéndez con el pasado de su partido no es entonces menos ambigua que la de Gémez. La misma ambigtiedad basica la volvemos a encontrar en Ja que guarda con el jefe de ese pattido. Hernndez no tiene sino expresiones de respeto por ef general Urquiza; aun asi, le profetiza que la muerte bajo el Pufial unitario serd cl desenlace de su carrera, si no abandona el camino de las concesiones frente @ un enemigo ineapez —cualquicra sea el lenguaje que adopte— de controlar su propia yocacidn asesina. En suma, Hernéndez expresa en términos de extrema decoro el temor de que su partido esté siendo trai- cionado por un jefe que juzga por otta parte insustituible, de que el partido siga a pesar de todo esa orientacién a la vez claudicante y svicida La apelacién apasionada a una tradicién facciosa refleja entonces fa convic- cién de que esa tradicién est4 perdiendo su imperio. No es sorprendente que el extremismo faccioso adoprado como recurso desespetado deje paso al anuncio jubiloso de Ia muerte de las facciones: Gémez habta tomado ya la costumbre de combinar una y otra actitud; Herndndez iba a pasar de Ja primera a Ja se- gunda a lo largo de la década del sesenta. XLIv Si esas tradiciones facciosas agonizan es porque —como habia declarado Al- berdi— se estén haciendo irrelevantes, y lo que las hace irrelevantes son los cambios que a pesar de todo ha traido consigo Caseros, esa victoria que AL berdi esta dispuesto a confesar estéril. éPero qué ha cambiado Caseros? No por cicrto las situaciones provinciales con- solidadas en la etapa de hegemonia del Buenos Aires rosista, que ahora se apre- suran a cobijatse bajo la de su vencedor. Tampoco decisivamente el equilibrio interno a las facciones politicas uruguayas. Evidentemente Caseros ha puesto en entredicho la hegemonfa de Buenos Aires y ha impuesto la biisqueda de un nuevo modo de atticulacién entre esta provincia, el resto del pats y los vecinos. Este cambio obvio daré su tema basico a los conflictos de varias décadas revuel- tas; al lado de él se olvida otro no menos importante, que va también a efectuar esos conflictos. También se ha detrumbado en Caseros el sistema de poder creado por Rosas en su provincia, Ese sistema, consttuido a partir de Ja gran movilizacién urbana y rural de 1828-29, habfa sido lenta y tenazmente despojado por su ercador y beneficiario de toda capacidad de reaccidn espontdnea, cn un esfuerzo de veinte afios que hace posible —bajo la apatiencia de una rabiosa politizacién— una despolitizacién creciente de Ja sociedad entera. La cafda de Rosas deja entonces en Buenos Aires un vacio que Henan mal fos sobrevivientes de la politica pre-rosista y rosista, como ese Vicente Lépez y Planes, alto magistrado de Ja judicatura rosista que Heva a la gobernacién de la provincia, en que lo instala Urquiza, Je fatiga acumulada en casi media siglo de carrera publica. Ese vacto ser4 Tenado entre junio y diciembre de 1852; en esos meses aficbrados un nuevo sistema de poder es creado en la provincia ven- cida; al cabo de ellos habtd surgido una nueva direccién politica, con una nueva base urbana y un sostén militar improvisade en el combate, pero sufi- ciente para jaquear, aun en ese campo, la hegemonfa que Entre Rios creyé haber ganado en Caseros. El 11 de setiembre de 1852, el dfa en que Ia ciudad y la provincia se alzaron contra su vencedor, ¢s una fecha ya borrada de la memoria colectiva: es, sin embargo, la de una de las no muchas revoluciones argentinas que significaron un importante punto de inflexién en el desarrollo politico del pais. 2) Nace ef Partido de ia Libertad. A fines de janio de 1852, la recién ele- gida legislatura de la provincia de Buenos Aires rechaza los términos del Acuct- do de San Nicolés, por ef que las provincias otorgan a Urquiza la direccién de los asuntas nacionales durante la ctapa constituyente. Un miembro distinguido de Ja generacién de 1837, Vicente Fidel Lépez, hecho ministro por su padre el gobernador de la provincia, defiende sus cérminos ante una muchedumbre que lena el recinto y las calles, a la que acusa de haber solo recientemente brin- dado matco a las ceremonias rosistas. Estas lineas de tazonamiento no es apre- ciada por su vasto pablico; el hétoe de la jornada es, en cambio, un militar de treinta afios que comienza su carrera parlamentatia de vuelta de peregrinacio- nes que Jo han Hevado por Ucuguay, Bolivia y Chile. Bartolomé Mitre quiere XLY ser portavoz de una ciudad y una provincia que ni aun en la adversidad mds extrema han renunctado a defender Ja causa de Ja libertad. En nombre de ella habla quien se presenta a sf mismo como el joven hétoe pottelio que ha abierto a cafionazos el camino de Jos ministerios que otros més pusilénimes ocupan. El proceso de invencin de un pasado esté comenzendo: la provincia que ha conquistado al peis y le ha impuesto como marca de su victoria la divisa punz6 del federalismo, afecta ver en esa divisa el simbolo de la barbaric en que yacen las provincias, y que su vencedor (peto ya no libertador, pues su liberacién ha sido preparada por la sangre de sus mértires y consumada por sus mejores hijos) ha intentado afrentosamente imponerle. Estd renaciendo a {a vez algo que faltaba en la ciudad desde hacia veinte aiios: uuna vida politica. En el mesurado diélogo entre an grupo ditigente politico- econémico y una élite letrada resignada a su definitiva mediatizacién, que se- gun Alberdi debia determinar el futuro politico de la Atgentina, se entremez- claba otro turbulento ¢ imprevisible interlocutor, La novedad comenzé por ser recibida con desdén por quienes iban a enfzentar su desaffo; los hotteras senti- mentales que formaban piblico a la oratoria de Mitre no podian desde Inega ser tomados cn serio; esa oratoria misma, Ilena de efectos sabiamente calibrados con vistas a ese ptiblico, juzgaba a la empresa politica a cuyo servicio era puesta, En efecto, esa rebosante oratotia girandina parecia anuneiar una recaida en el estilo politico que —segitn tados habfan convenido hasta hacia poco— habia provocado Ia reaccién federal y rosista. La breve trayectoria de Mitre no era mas tranquilizadore; de Chile habia sido destertado por su participacién en las agitaciones del ala exttema dei renaciente liberalismo, no desproyistas de pun- tas socialistas. El comentario de Alberdi habia sido entonces conciso, compa- sivo y desdefioso: “jPobre, es un nifio!” El pobre nifo y su culto fandtico de Ja libertad no parecfan con todo demasiado temibles; su éxito patlamentario fue contrarrestado por un golpe de Estado de Urquiza, dispuesto a devolver a la obedicncia a la ingrata Buenos Aires, Peto la ocupaciéa militar entrerriano- correntina se hace bien pronto insostenible: el 11 de setiembre se asistird a un alzamiento exitoso en desafio a un ¢jércite dispuesto de anzemano a la des- bandada, Entonces, esos hombres mievos a quienes las jornadas de junio han dotado de un séquito urbano, trensforman su base politica en militar; cuando la fecha estaba atin viva en fa memotia colectiva, la imagen que primero evo- caba era quiad Ja del joven Adolfo Alsina, convocando esa medtugeda a los guardias nacionales de la ciudad al airoso redoble de su propio tambor, Pero esos advenedizos de Je politica rioplatease no estén solos; junto con ellos se levantan Jos titulares del aparato militar creado por Rosas en Ja fron- tera india; unos y otros reciben de inmediato el apoyo de las clases propietarias de ciudad y campajia. Es que, como no se fatigard desde entonces de denunciar Alberdi, la causa de la libertad que Mitre evoca en tiadas de célida oratoria, oculta Ja eterna causa de Buenos Aires, La provincia hegeménica, que ha visto partir al destierro a su paladin de un cuarto de siglo, sdlo ha necesitado unas pocos meses para reemplazarlo, XLVE Las cosas no son sin embargo tan sencillas. La causa de Buenos Aires no es idéntica para los jefes de frontera, para las clases propietarias, para fa nueva opinién urbana movilizada por los dirigentes suzgidos cn junio. Esta ltima identifica, en efecto, la causa de Buenos Aires con la de la libertad que se pro- pone imponet con violenta pedegogia a las dems provincias, poco ansiosas de compartir ese bien inestimable. Para las clases propietarias, ella significa la re- sistencia a incorporarse a un sistema politico y fiscal que los intereses portefios no controlan; para el aparato militar exrosista, la negativa a aceptar la hege- monia entrerriana sobre Ja primera provincia argentina, Cuando, vencedor el movimiento en Buenos Aires busca expandirse al interior amenazando inaugu- rar un nuevo ciclo de guerras civiles, ese aparato militar se alza, expresando asi la fatiga de guetra de la entera campafi No logra derrocar de inmediato al gobierno de la ciudad, y Urquiza decide darle apoyo, sometindo a la ciudad disidente a bloqueo naval. Buenos Aires supera la prueba, gracias entre otras cosas al uso generoso del sohorno; Urquize se retira una vez mds y la organizacién militar de Ja campafia es cuidadosamente reestructurada para que no pueda servir de contrapeso a esa Guardia Nacional de Infanterfa que es la expresidn militar de fa faccién dominante en Ja ciudad. Sin duda, Ia prueba atravesada ha enseiiado a los dirigentes politicos urbanos Jos limites de su libertad de decisiones; su victoria se debe en no escasa parte a que, en la emergencia, el atbitraje de las clases propietarias no les ha sido desfavorable; éstas seguirin 2poyéndolos, en pacte debido a sus prevenciones contra la incorporacidn a la confederacién urquicista, en parte a que no ansian enfrentar a un grupo de dirigentes que han revelado ya hasta dénde estén dis- puestos a llegar para conservar las posiciones acquiridas. Pcto esas clases pro- pietarias no tolerarian una politica interprovincial de conflicto y aventura, y sus incémodos aliados deben aprender a combatir frente a la Confederacién de las trece provincias interiores (que en 1853 se da una constitucién muy cercana en sus gtandes Lineas a la propuesta por Alberdi) una extrema violencia verbal, cuya ausencia su clientela urbana extrafiaria, con acciones mucho més cir- cunspectas. ‘He aqui, entonces, a una nueva fuerza politica consolidada sobre el vacio que Ja fuga del derrotade Rosas habia creado en Buenos Aires, una fuerza que habia suscitado y sabido utilizar el renacimiento de esa politizacién urbana que habla sido ya antes clave en la vida politica de la provincia y del pais hasta que Rosas Ja habia desmontado en un esfucrzo de dos décadas. Su stibita presencia es recibida con sorpresa muy viva. Casi un cuarto de siglo después de esos episo- dios, un Sarmiento ya serenado concluye que Urquiza habia tenido razén en preferir, al apoyo de los exigentes jévenes con quienes el propio Sarmiento se haba identificado, el de los propictarios y hombres de consejo que lo habian otorgado antes al régimen rosista. La conclusién parece algo absutda (es0s jé- venes sin dincro, prestigio o influencia se alzaron en unos meses con la pro- vincia) pero conserva un eco de la sorpresa de un pais que no habia esperado, al parecer, de la caida del rosismo una renovacién profunda de su elenco diri- XLVIT gente, y hace comprensible la indignacién de cuantos contaban con que el po- der se transformaria a la caida de éste cn recompensa a métitos acumulados en cl anterior medio siglo de historia argentina. Esa indignacién estd atin viva en Ios capitulos iniciales de Fl gobierno y la alianza. Para Carlos Guido y Spano, hijo de ese ilustre confidente del genetal San Martin, y luego servidor discreto y eficaz de tantos gobiernos (entre cllos el de Rosas) que fue el general Guido, para este joven de bellas esperanzas € indudables talentos que nunca tendria una carrera publica, el grupo que ruido- samente invadid ¢l escenario politico portefio en 1852 sigue estando matcado en 1865 por una irremediable medioctided; ef triunfo af que ha Hevade a su causa en la entera nacién no ¢s sino un cruel capricho de Ja fortuna. Esa condena concisa e incisiva resume con acrecida eficacia la infatigable- mente feiterada durante afios por Nicolds Calvo. En el Buenos Aires organizado cn estado separado, Calvo consagra su diario La reforma pacifica a propngnar la integracién de Ja provincia en la Confedetacin utquicista. Denuncia el mayor obstéculo a esa solucién salvadora en un grupo dirigente al que acusa de opo- netse a la reconciliacién nacional Ginicamente para conservar su poder, ya que la intransigencia antifederal que ostenta es séle un recurso opoctunista. Ello lo lleva a examinar prolijamente las credenciales del grupo que domina la politica portefia, para hallarlas gravemente deficientes. ¥ no sin motivo: en Al se cuentan sin duda algunos antiguos unitatios de segunda file, como Valentin Alsina o el cordobés Vélez Sarsfield {2 quien Caseros sotprendié en Buenos Aires, ya asiduo concurzente a la tertulia de Mannelita Rosas) pero equé pesen estas presencias al Jado de la de Salvador Maria de! Carril, el vicepresidente de Urguiza, en Ia constelacién politica de Parana? Mitre y Sarmiento han comen- zado su vida piblica como seguidores de la generacién de 1837, pero los sobre- vivientes del grupo fundador (Alberdi, Vicente F. Lépez, Juan M. Gutiérrez} se han identificado con la Confederacién urquicista. Y la demasiado tenue justificacién de los derechos de herencia exclusiva ala tradicién antitrosista es todavia comprometida por la presencia, en posiciones influyentes, de figuras que no han mostrado militancia alguna frente al tégimen tosista, desde ese gobernador Pastor Obligado, al cual el mote de “Nerén por- tefio” que liberalmente le aplica Calvo describe sin deda muy mal, pero cuya trayectoria anterior a Caseros no invita a evocar tampoco a Catdn, hasta ese doctor Rufino de Elizalde, destinado a convertitse en ministro de Relaciones Exteriores del presidente Mitre, y cuya escuela ha sido le cancilleria de Rosas... Calvo no escatima los ataques ad hominem, y ninguna falsa modestia le impide comparar a esas notabilidades de campanario, de pasado a veces escasamente claro, y su propia tanto mds espectable persona. Su critica es sostenida por un considerable valor personal (que no convendria exagerar, sin embargo: sus denuncias cotidianas del Nerdn portefio y Ia mazorea celeste no parecen habetle ocasionado agresién mucho més seria que la de un Sarmiento atmado de su bastdn, una santa célera y Ja dosis en él habitual de amor al escdndalo). No se caracteriza, en cambio, ni por su perspicacia ni por su XLVI eficacia; es acaso revelador que una oposicién que contaba no sélo con el apoyo de ese pequco circule de acaudalados nostalgicos a que habla quedado redu- cido el rosisino, sino can el de los muchos que en Buenos Aires apreciaban en poco una politica que suponia un riesgo constante de colisién con ef resto del pais, haya encontrado vocero tan insuficiente; el hecho refleja, a su manera, et éxito de la empresa politica inaugurada en junio de 1852. Tal éxito se da en un contexto muy diferente del previsto por quienes pre- tendian predecir antes de 1852 el rumbo de la Argentina postosista. No se mide en cambios sociales, en un nuevo ritmo de progreso econémico estimulado por la accién estatal o en avances institucionales (sin duda Buenos Aires entra, un afio después de la Confederacién, en la etapa constitucional, pero ella supone innovaciones menos radicales que para su rival). Es un éxito estrechamente politico: comienza a borrar las consecuencias de la detrota de Buenos Aires en. Caseros; ototga, a una tradicidn antirrosista que se est haciendo genéricamente antifederal, una sélida base popular af identificarla con la causa de la provincia. En ese inesperado contexto, tanto el pensamiento politico como su expresién no podian sino adquirir modalidades nuevas. Los cacmigos de la expetiencia portefia, que desde Parané denunciaban en los improvisados dirigentes de Buc- nos Aires a transfugas de la empresa comtin, prestan sobre todo atencién al se- gundo aspecto: les politicos de Buenos Aires se ditigen a un publico distinto y més yasto que esos grupos dominantes que Alberdi habia reconocido como Amicos interlocutores legitimos; el estilo que el publico popular impone parece, a los de Parana, irresponsablemente demagégico. Pero esa imagen de los cambios que Ja experiencia portefia imponia a la perspectiva politica de sus diigentes era, a la ver que tendenciosa, abusiva- mente simple. El éxito de la disidencia de Buenos Aires habla revelado Ia pre- sencia decisiva de ciertos aspectos de la realidad argentina cuya gravitacién no hubfa sido aquilatada en los escritos destinados a anticipar y prepara ef fin de a etapa rosista. He aqui tado un nuevo mundo de problemas ¢ ideas que Alberdi habia ignorado sistemdticamente, al que Sarmiento sdlo atendié episd- dicamente, pero cuya significacién no podria continuar ignorada. Sin duda no es imposible deplorarla y oponerle wna altiva condena, inspirada en critetios morales al parecet muy estrictos, aunque nunca muy explicitamente definidos, Pero cs tamisién posible ubicarse en esa perspectiva nueva pata proponer una politica que —como toda politica— se dirige a ganar la adhesién e inspirar la accién de un piblico, pero que es algo mas que un instrumento de captacién de Ia benevolencia de ese ptblico. Ese esfuerzo de definicién de una politica (que Heva implicita una imagen de la actividad politica distinta de la elaborada antes de 1852) inspira los articulos con que Mitre Ilena no escasas columnas de su primer diario pottefio, Los Debates. En ellos enconzramos en el lugar de honor al petsonaje que Alberdi habria querido destercar para siempre de la vida atgentina: el partido. EL surgimiento de un interés por el partide como colectividad que —sin tener necesariamente una estructura organizativa precisa— es algo més que la XLIX mera agregacién de petsonas que tienen puntos de vista coincidentes en torno a ciertos problemas, no es en ese momento exclusive del Rio de la Plata, y alli donde se da parece vincularse con una incorporacién de sectotes sociales urba- nos ms amplios a la vida politica: en Nueva Granada, entre 1848 y 1854, la conexién ¢s perticularmente evidente, pero no es imposible rastrearla también en c] renacet liberal de Chile (en el que, como se recotdard, Mitte tavo par- ticipacién) o en [a wansicién a la repdblica liberal en Venezuela, Ella impone una conexién nueva entre diigentes y séquito politico, un estilo nuevo también, en el que antes de Mitre y sus amigos se han mostrado maestros los jdvenes liberales bogotanos ese veterano de todas las politicas posreyolu- cionarias, Antonio Leocadio Guzman, que comienza una nueva catrera como tribuno de la plebe caraquesa. La empresa politica que Mitre se esfuerza por definir presenta elementos y problemas comunes con las que han comenzado a fines de la década anterior en tantos rincones de Hispanoamérica. El énfasis en el partido, antes que el Estado o ef jefe, como depositario de Ia lealtad politica de una enteta colecti- vidad, es slo uno de ellos. Onto es el esfuerzo por buscar un pasado para ese partido: desde México a Nueva Granada y Chile, el liberalismo que nace busca imaginat que renace, pero la continuidad con la breve primavera liberal de la década de 1820 cs més postulada que real (asi el nuevo liberalismo chileno es en rigor el resultado de disensiones dentro del partido conservador). La bus queda de un pasado no es sélo juzgada necesaria por los liberales: los conser- vadores neogranadinos terminan por hacer suya esa franja de historia que los liberales no han mostrado interés por reivindicar, ¢ improvisan un fervoroso culto a Bolivar, pese a que entre sus dirigentes mds venerados se encuentra ese Mariano Ospina, atin ufano de haber participado en su juventud en el atentado de 1828 contra la vida del Libertador. Esa reivindicacién —tan parecida a invencién— de una historia para ef partido que nace, cumple una funcién atin més importante en esa Buenos Aires que necesita urgentemente ella misma inventarse un pasado menos objetable que el cuarto de siglo de identificacidn con la empresa politica de Rosas. Desde que surge a la vida priblica, Mitre ha sabido utilizar admirablemente la presen- cia de tales necesidades complementarias (un pasado para su partido, un pasado deputado de manchas para su provincia); si la provincia ha sido en efecto (como esté cada vez mds dispuesta a creerlo) un inexpugnable aunque secreto bastin del combate antirrosista, sus jefes naturales son quienes han expresado en Jucha abierta los secretos anhelos de una mayoria silenciosa porque opri- mida. Cualquier tentativa de oponer hechos a esa fable conveaue solo tedun- dard en Ja impopularidad de aquellos que se entreguen a tan inoportunos ejer- cicios de memoria. En este marco, el retorno de los restos de Rivadavia —sobre cuya aceién po- litica la generacién de 1837 habia pasado un juicio muy duro— lejos de marca una vuelta al conflicto interno, viene a coronar un largo esfuerzo integrador: al recibir triunfalmente al padre de la provincia, que es a la vez el Precursor L de la unién nacional, Buenos Aires concluye su reconciliacién consigo misma. La resurreccién de una tradicién politica que a partir de 1837 hebfa sido und- nimemente declarada muecrta, no se debe desde luego al descubrimiento en ella de ningtin vélido elemento de oticntacién politica: nace de la identificacién —finalmente total y sin residuos— entre le tradicién usitaria y Ja causa de la provincia, Esa tradicidn se adectia en efecto muy bien a las necesidades de una Buenos Aires que, luego de su derzota de Caseros, debe teivindicar mas explf- citamente que nunca, su condicién de escuela y guia politica de la entera nacién. La identificacién pasada, presente y futura entre partido y provincia da al primero una fuetza adicional considerable; a riesgo de convertitse en el de los prejuicios, el de los principios echa ahora en Buenos Aires raices mas vigorosas que en su supuesta época de oro de 1821-27. Comienza a advertirse aqui el elemento de originalidad de fa experiencia de Buenos Aires en el marco hispanoamericano. El liberalismo que nacia (0 re- nacia) se fijaba por tarea introducir innovaciones muy hondas en la vida colectiva; por eso mismo no aspiraba a presentarse como representacidn politica de la entera sociedad, tal como estaba conformada antes de esas renovaciones sadicales que el partido postulaba. Sin duda, ese liberalismo no admitia a su Jado otras fucrzas politicas dotadas de legitimidad comparable a la que se asig- naba a si mismo, pero su superioridad en este aspecto no derivaba de ninguna pretensidn de reflejar fielmente en el campo politico una realidad que juzgaba deplorable sino, por ef contrario, de Ia pretensién de identificarse con un sistema de ideas validas, frente a Jas caducas de rivales a los que xeconocia de buen grado cardcter representative de una realidad igualmente caduca. Sin duda, en parte la diferencia se justificard por una divergencia en la apre- ciacién de Ja realidad que ante sf tiene el partido: al mantener sn identificacién intransigente con fa causa del progreso —viene a asegurarnos Mitre— el Partido de le Libertad no hard sino reflejar la que la sociedad portefia mantiene, desde su origen mismo, con esa causa, Aun asi, ella se ha de continuar en une defini- cién de Ja tarea renovadora del partido cuya distancia con la de ese renaciente liberalismo hispanoamericano, gustoso de presentatla como un desaffo radical a las sealidades heredadas, Mitre se encarga de subrayar con insistencia. En este aspecto influye sin duda, la situacién especialisima creada por la identificaciGn entre Ja causa de un partide que se define como renovador y Ja de una provincia ansiosa de preservar, a la -vez que su hegemonfa, un acervo de tradiciones politicas de signo mds complejo de lo que Mitre estd dispuesto a reconocer. Pera influye también, con una fuerza que Mitre reconace atin mds explicitamente, el clima de opinién creado por el fracaso de las tevoluciones de 1848, El hace urgente separar la causa del liberalismo de la de un radicalismo que se declara condenado de entemazo al fracaso. A diferencia de los liberales neogtanedinos, mexicanos 0 chilenos, Mitre quiere tener enemigos a su izquies- da; su liberalismo es algo més que una nueva versién del juste milieu: no se li- mita a ofrecer una alternativa preferible a la conservadora o radical; recoge en si mismo todos los motives validos en ambas posiciones extremas, y al hacerlo LL despoja a ambas de cualquier velidez. La pretensién de representar a la sociedad entera se contintia entonces en la de expresar todas las aspitaciones politicas legitimas, En argos pdtrafos de prosa elegantemente adornada e intimamente frfa, an- ticipo del “estilo Luis Felipe” que, segiin feliz caracterizacién de Alejandro Korn, iba a ser el de sus grandes obres histéricas, Mitre defiende persuasiva- mente esa concepcién de un partido a la vez conservador y renovador, cuya audacia innovadora es reflejo de Ia de una entera sociedad abierta hacia el futuro. Le es con todo menos fécil doter a esa orientaciGn renovadora de un contenido preciso. ¢Qué debe set conservado, qué debe en cambio ceder el paso a la cxigencia renovadora? Son preguntas que Mitre no tiene urgencia por responder, y no es sorprendente que reaccione con mal humor frente a quie- nes proclaman la necesidad de partidos agrupados cn torno a programas. A primera vista ese mal humor parece sin embargo injustificado; al presen- tarse al puiblico portefia como periodista, Mitre definié sus posiciones progra- madcicas sobre puntos tan vatiados y precisos como el impuesto sobre el ca- pital, la convertibilidad del papel moneda y Ia ctescién de un sistema de asistencia publica desde la cuna hasta la wimba. Peto no hay duda de que esas definiciones programéticas no podrfan ser las de un partido que pretendiese representar atmoniosamente todas las aspiracio- nes legitimas que se agitan en el seno de la sociedad; su misma precisién las hace inadecuadas para cumplir ese papel. Una cierta indefinicién de objetivos parece entonces ineludible en el partido que Mitre ayuda a macer en el Bue- nos Aires posrosista, En un conjunto de articulos de ocasién, vemos entonces dibujarse una imagen del partido y de la politice destinada a un extenso futuro: la deuda que con esa definicidn de su lugar y su tazea tienen tantos movimientos politicos argenti- nos es muy grande, y lo es particularmente en algunos que guardan muy escasa devocién por el recuerdo de Mitre; esas definiciones de 1852 quedardn hasta tal punto incorporadas a {a tradicin politica argentina que seguirdn gravitando aun en quienes sin duda ignoran su existencia misma. Asi se encuentra muy claramente un eco de ellas en la tonaz resistencia de Hipélito Yrigoyen a la de- finicién de un contenido programtico para la reparacién que habia sefalado como tarea histérica a su partido, y de modo menos directo, aunque todavia inequivoco, se lo puede atin encontrar, pese a la mayor volubilidad de inspi- racién ideolégica, en las autodefiniciones que para el peronismo propuso su in- ventor y jefe. Hay un drea en que ese consenso que el partido aspita a representar puede expresarse con menos dificultades: es la del Estado como institucién, cuya es- tructura debe ser perfeccionada para adecuatla al nivel alcanzado ya por Ja civilizacién. Pero si Mitre gusta de detenerse en ella no es tan sdlo porque, en efecto, puede consagrarle sostenida atencién sin verse obligado a revisar esa imagen de una sociedad concorde que le interesa conservar. Al considerar el Progreso scbre todo como avance hacia la creciente perfeccién de Ja institucién- Lo Estado, viene a expresar una de sus convicciones basicas, sumergida sélo un instante por la sdopcién de un impetuoso liberalismo eo raptuta con el entero pasado. Esa conviccién no es sorprendente en quien, como Mitre, proviene de uno de Jos linajes familiares més antiguos de Buenos Aires, que en su trayectoria nunca conocidé una matcada prosperidad, pero hallé a menudo su lugar en Ia sociedad rioplatense en el servicio del Rey. Ella encuentra expresidi extrema en el dis- curso pronunciado en el retorno de los restos de Rivadavia, en que, en nombre del ejército, reconoce en el primer presidente al fundador de Ja institucién: en la exigente concepcién de Mitre, mientras ésta no fue integrada en una de- finida estructura estatal no podia considerdtsela en rigor existente. . . Si las definiciones politicas que Mitre avanza en 1852 contiene in nuce todo un futuro, el de le alineacién politica en cuyo nombre son formuladas es en extremo problemético. La movilizacién politica urbana no tavo en Buenos Aires efectos mas duraderos que en Chile, Bogoté o Caracas; mientras en Chile © Nueva Granada esa experiencia iba a ser clausurada por la represién o la detrota, en Buenos Aires serfa agotada por una desmesurada victoria: a partir de 1861 el Partido de Ja Libertad inzenta la conquista del pafs, y no sélo fra- casa sino —a través de esa cmpresa desaforada— destruye las bases mismas desde las que ha podide lanzar su ofensiva por un instante afortunada. 3) El Partido de la Libertad a la conquista del pais. Buenos Aires va a mantener dos conflictos armados con la Confederacién; derrotada en 1859 en cl primero, admite integrarse a su rival, pero obtiene de éste el reconocimiento del papel director dentro de la provincia de quienes la han mantenide en Ja Linea disidente; obtiene también una reforma constitucional que, a mas de dis- minuir el predominio del Estado federal sobre los provinciales, asegura una integracién financiera sélo gradual de Buenos Aires en la necién. Vencedora en 1861 en el segundo, su victoria provoca el detrumbe del gobierno de la Con- federacién, presidido por Derqui y sdlo tibiamente sostenido por Urquiza, que ha desarroilado una viva desconfianza hacia su sucesor en la presidencia. Mitre, gobernador de Buenos Aires, advierte muy bien los limites de su victoria, que pone a su cargo la reconstitucién del Estado federal, pero no Jo exime de re- conocet a Urquiza un lugar en la constelacién politica que surge. En efecto, Mitre admite que los avances del Partido de Ja Libertad no podrian alcanzar a las provincias mesopotémicas, que han de qnedar bajo la influencia del gober- nador de Entre Rios; parece por un momento dispuesto a admitir también que en algenas de las provincias interiores, Ia base local para establecer el predominio liberal es tan exigua que csa aventura no debe siquieta ser intentada. Son conclusiones zecibidas con indignada sorpresa pot la mayor patte de esa opinién publica urbana cayo entusiasmo ha conocido sin duda desfallecimien- tos, peto que ha sido Ia base de poder més sdlida de la disidencia y que no entiende ser despojada de los fratos de su inespereda victoria. Entre los com- pafieros politicos de Mitre no pocos estan dispuestos a dar voz a esa protesta, y el vencedor de Pavén —si no cree posible prever los términos de su acuerdo Lull implicito con Urquiza— admite en cambio (con cada vez menores teservas desde que descubre hasta qué punto la empresa se presenta {icil) Ia remocién de los gobiernos provinciales de signo federal cn el Interior, hecha posible por la presencia persuasiva de destacamentos militares de Buenos Aires (y en ef Norte pot los de Santiago del Estero, provincia cuyos caudillas, los hermanos Taboada —sobrinos del que la mantuvo en Jealtad a Rosas derante todo su gobierno— la estén transformando en base regional del predominio liberal). Esa empresa sdlo afzonta Ta resistencia activa de La Rioja, aparentemente do- blegado cuando su méximo cazdillo —el general Angel Vicense Pefaloza, el Chacho— es vencido y ejecutado. Pero la escisién del liberalismo portefio {anticipada por la del cordobés, vic- tima de los conflictos interns tan caracterfsticos del labetintico estilo politico de esa provincia) no pudo al fin ser eviteda, Mitre, sacudida ya su hase provin- cial, busca consolidarla mediante Ia supresién de !a autonomfa de Buenos Aites, que una ley nacional dispone colacar bajo la administracién directa del gobictno federal. La legislatura de la provincia rehtisa su asentimiento; Mitre se inclina ante la decisién, pero no logra evitar que la erosién de su base portefia quede institucionalizada en Ja formacién de una faccién liberal antimitrista —la auto- nomista— que en unos afios se hard del contral de la Provincia. En su origen, el autonomismo retoma y exaspera los motivos antifederales y antiurquicistas que marcaron las primeras reticencias frente a la gestién de Mitre luego de Pavén. La divisién del liberalismo portefio va a gravitar entonces en la ampliacién de fa crisis politica cuya intensidad Mitre habla buscado pa- liar mediante su acercamiento a Urquiza. Pero lo que sobre todo va a agravarla €s su internacionalizacién: Ia victoria liberal de 1861, como la rosista de veinte afios antes, sélo puede consolidarse @ través de conflictos externos. Es de nuevo, como entonces, el cntrelazamiento entre las luchas facciosas argentinas y urn. guayas el que conduce a ese desenlace. El predominio blanco, brutalmenie ase- gurado en Quinteros, va a afrontar el desafio de esas espadas veteranas del co- Joradismo que han encontrado lugar en el ejército de la disidente Buenos Aires, para Ia cual han organizado wna caballeria. La Cruzada Libertadora que el general Flores lanza sobre su pais, czenta con el apoyo no siempre suficien. temente discteto del gobierno de Buenos Aires, Desde que se hace evidente que, si Flores no es capaz de una rapida victoria, el gobierno de Montevideo no es mds capaz de eliminar su amenaza al orden estable de La campaita, el temi- ble ctuzado colorado contatd con otro apoyo externo atin més abierto: el Brasil emprende en su nombre Ja conquiste reglada de ‘a campafia oriental, abandonando —pese a las melancélicas advertencias del barén de Maud, el banquero que ha consolidado fa presencia financiera del Imperio en tierras sioplatenses— la posicién pro-blanca que ha mantenido por mas de una dé- cada. En Paysandd, sdlo Ja superioridad abrumadora de las fuerzas brasile- fias logta doblegar la resistencia de Leandro Gémez; por semanas el Entre Rios de Urquiza zsiste, Rio Uruguay por medio, a la agonia de la ciudad mér- Liv tir y de la causa politica orientel con la que lo une mds intima afinidad. Si la pasividad de Urquiza despierta no siompre silenciosa reprobacidn entre los fe- detales, los liberales autonomistas hallan posible acusar de pasividad a Mitre, porque la intervencién argentina ha sido menos desetnbozada que la brasileria. Esos reproches se hardn més vivos cuando el joven presidente del Paraguay, Francisco Solano Lépez, juzgando oporturo ¢l momento para desencadenar «l chogue que cree de todos modos inevitable con el Brasil, enere en Ja liza en defensa del equilibrio rioplatense que ptoclama amenazado por la interven: cidn imperial en el Uruguay. Léper espera contar con ef apoyo de Urquiza y el federalismo argentino, a nds del que obviamente tiene derecho a espetat del moribuado gobierno blanco de Montevideo. Los autonomistas quisieran ver realizadas las esperanzas de Lé- pez: urgen 2 Mitre 2 que Ileve a la Argentina a la guerra al lado del Brasil, confiando en que, al Ianzer a Ja nacién a una empresa inequivocamente faccio- sa, obligardn finalmente a Urquiza a salit de esa pasiva lealtad que lo ha ca- racterizado luego de Pavén. Precisamente por eso, Mitre busca evitar que Ja entrada en guetta parezca resultado de una decisién libre de su gobierno. Cuando Lépez decide atacar a Corrientes luego de que Ie ha sido denegado el paso de sus fuerzas por tertitorio argentino en Misiones, logta hacer de la entrada de la Argentina en el conflicto Ia respuesta a una agresién externa; sin perder su otigen y motivacién facciosos, la participacién argentina adquiere ana dimensidn nacional. Urquiza se aptesura a proclamar (mds explicitamente que nunca en el pasado) su solidaridad con la nacién y sw gobierno; jactan- cigsa, pero no infundadamente, Mitre podri por su parte proclamar que est recogiendo los frutos de una gran politica, Pero, en la medida en que Ja gue- tra no ha de servir de punto de partida para la definitiva operacién de limpieza contra Jos ultimos reductos federales, ella pierde buena parte de su interés para el autonomismo, que se habia propuesto destruirlos aun a riesgo de lanzar al pafs a! conflicto mas terrible de su nada pacifica historia, Si el proceso que conduce ¢ la guerra marca e! triunfo més alto del estilo po- litico de Mitre como jefe de la nacién, la guerra misma va a poner fin a su eficacia. Las pruebas que impone son demasiado duras, las tensiones que in- troduce en el cuerpo social demasiado poderosas para que un proceder politico marcado por constantes equilibrios y tergiversaciones —inspirado como estd en la viva conciencia de las limitaciones extremadamente severas que afectan el ejercicio de un poder nominalmente supremo— pueda atin afrontarlas con éxito. A medida que el conflicto revela su verdadera estatura, y ef pais ad- vierte que tiene que afrontar su primera guerra moderna, el aislamiento poli- tico de! presidente se acentia. A él contribuye la creciente resistencia federal ala participacién en un conflicto cuya dimensién facciosa, si puede set a ratos ignorada, no es por eso menos real, Pero contribuye también, de modo cada ‘yez més decisivo, la toma de distancia frente a la empresa de ua autonomismo que, antes que nadie, la habfa proclamado necesaria. Ahora cree posible WwW utilizar ch creciente despego por ella para comenzar un progresivo acerca. miento hacia su archicnemigo federal. Le movilizacidn politica urbana, que ha sobrevivido mal a la escisién libe- ral, se hace presente por viltima vez en el momento de declatacién de guetta. Desde entonces, en ciudad y campatia, Ia vida politica de Buenos Aires serd cada vez mds protagonizada por dos iquinas electoreles, a ratos parecidas a maquinas de guerra, cuyas razones de rivalided interesan sobre todo a ellas mismas y a quienes las ditigen y usufructian sus victorias. Si los motivos que originaron Ja escisin liberal han perdido vigencia desde que el gobierno ne. clonal parece habetse resignado a su condicién de huésped en Ja capital de la primera provincia, y el autonomismo, que ha reprochado a Mitre sus toleran- cias con Urquiza, se acerea a hacer de éste un aliado, la unidad de principios e ideales que atin mantendria un lazo entre las facciones escindidas sobrevive también mal a la prueba que es la guerra paraguaya; luego de 1865 queden trazas de ella sobre todo en las apelaciones inctectivas de Mitre a esa comu- nidad fantasma que ¢s ef Gran Partido Liberal, cuya presencia en la escena politica sdlo sc manifiesta a través de Ja de sus disjecta membra, Es el csfuerzo exorhitante que la guetta impone el que acelera Ja agonta del Partido de la Libertad. Sin duda, la cautela con que Mite se ha acereado a ella ha evitado Ja quiebra abierta de la unidad nacional en el momento mismo de emptender fa lucha, al obtener para el gobierno de Mitre la expresa solidaridad de Urquiza. La cautela de éste no se explica tan sélo por Ja des- treza con que el presidente encaré la crisis paraguaya, ni —como queria Sar- miento y luego tantos otros que hasta hoy reiteran Ia acusacién— por su condicién de gran empresario poco dispuesto a suscitar tormentas pertur- badoras de fa buena marcha de los negocios. Urauiza ha visto reconocida en el nvevo orden una influencia que espera poder amplige apenas dejen de hacerse sentir los efectos inmediatos de la victoria de Buenos Aires en un Interior en que cl federalismo sigue siendo 1a faccién més fuerte y mejor atraigada, La ambigiiedad insalvable de la accién politica de Urquiza se vincula con su de- seo de transformar en instrumento de reconquista pacifica del poder una Kealtad politica que —desde la perspective de una faceién entregada al duro predominio de la adversaria— halla desemboque més natural en la protesta armada, Urquiza no puede seriamente apoyarla; tampoco podrla ignorar del todo los sentimientos de aquéllos cuya teconquistada influencia politica deberd devolverle lo perdido desde 1860, Asistiré asi, como espectador dispuesto a comentarios ambiguos 0 contradictorios, al gran alzamiento federal de 1866-67, que desde Mendoza a Salta convulsions todo el interior andino. La titubeante linea politica que Usquiza adopta se tevelerd Iiteralmente sui- cida, Aun asi, ella se apoya en una percepcién més justa que la que parece haber alcanzado Mitre sobre las consecuencias de ta constitucionalizacién del poder nacional; Ias estipulaciones demasiado claramente definides del texto constitucional (sobre todo en lo que hace al equilibrio de las representaciones provinciales en e] Congteso y el Colegio Electoral presidencial) hacen mds LVL diffeil que el sistema de pactos (al que Rosas conservd un amplio margen de indefinicién} transformar Ja victoria militar de una provincia asada en fa permanente hegemonfa de la faccién com Ja que esa provincia se identifica en el orden nacional, Como se ve, no es sdlo Ja erosién de su base politica portefia la que pro- voca la vertiginosa decadencia del mittismo; es también el hecho de que —en el contexto institucional adoptado por la nacién finalmente unificada— esa base no bastarfa para asegurar un predominio nacional no disputado, Hay desde lucgo una aliemativa a Jargo plazo insostenible, pero que a corto plazo se esporaria valida: la utilizacién del gobierno nacional como base alternativa. Que Mitre pensd en esa solucién lo revela su infortunada propuesta de colo- car a fa entera provincia de Buenos Aires bajo administracién nacional. Pero en este aspecto la guerra aleanz6 consecuencias no menos gtaves, al imponer al Estado, y sobre todo a su aparato militar, un ritmo de expansién tan ré- pido que hace diffcil conservarle el papel de instrumento pasiva de una fac- cién. El ejército nacional necesita ampliar su cuerpo de oficiales con una urgencia que permite el retorno a posiciones de responsabilidad jnfluencia de figutas politicamente poco seguras. Al mismo tiempo, las poco afortunadas vicisitudes de la guetea debilitan el vinculo entre ese cuerpo de oficiales y quien es jefe de su faccién y de la nacién, pero también general en jefe cuyas iniciativas sdlo infrecuentemente son coronadas por el éxito. El sangriento de- sastre de Curupayti no sélo tevela a Ja nacién que la guerra ha de ser mucho més larga, dura y cruenta de lo esperado; inspira entre los oficiales dudas so- bre una conduccién militar que impone sacrificios aparentemente tan inutiles. Es ese cuerpo de oficiales el que es solicitado desde 1867 por ei coronel Lucio Mansilla para apoyar Ia candidatura presidencial de Sarmiento. Mansilla es sobrino de Rosas y ha sido seguidor de Urquiza hasta las visperas mismas de Pavén; todo ello no le impide ganar Ia adhesidn de sus camaradas, y un afio después Sarmiento serd presidente... Aun los jefes de més vieja lealtad mi- trista se sienten cada vez menos figados por ella: el genetal Arredondo, feroz pacificador del Interior Iuego de Pavén, entrega los clectores de varias pro- vincias a Sarmiento. Puede hacerlo porque gracias a la guerra civil de 1866-67, el ejército nacio- nal ha afcanzado gravitacién decisiva en ef Intetior, los Taboada, caudillos del mittismo santiaguefio, hacen ahora tecluta de caudillos federales vencidos para unitlos en un solo bloque de resistencia a la nueva hegemonia militar. Esa alianza nostélgica de fuerzas en ocaso no podria ofrecer rivalidad setia al ejét- cito teforzado por la prueba paraguaya, y por otra parte subraya cruelmente las contradicciones de un mittismo que, perdido el poder, gusta mds que nunca de autodefinirse como el partido de los principios. Ese contexto de vertiginosa decadencia de la faccién que por un instante parecidé capaz de seiterar Ja hazafia de Rosas, y pintar a la Argentina toda de un color, explica las modalidades de la polémica cada vez més violenta y atre- molinada, que debate en plena guerra las rafces y Ia justicia de Ja guerra mis- LIT ma Retrospectivamente, uno de los aspectos més sorprendentes de ese debate es la considerable libertad con que se desenvolvid, en medio del més terrible conflicto extetior afrontado por Ja nacidn; esa libertad hace posible una extrema violencia de tone, que ha ganado para mds de una de estas pa- ginas de ocasién un lugar en la memotia colectiva, Esa libertad y esa violencia Po arguyen necesariamente Ja ausencia de reticencias y reservas entre los pole- mistas. Estos buscaa utilizar el hecho brutal que es Ja guerra en una disputa entre facciones internas, y no vacilan en estilizer faertemente la imagen que propo- nen del conflicto para mejor emplearla en esa disputa. Para ello pueden apo- yarse en una latga tradicién de polémice facciosa, que toma prestados los procedimientos de la querella de tribunal y se pierde con delicia en el laberin- to de atgumentaciones leguleyas. En él se interna intrépidamente Carlos Guido y Spano en los pasajes més opacos de su vibrante E! gobierno y la aliewza, En ellos nuestro amable poeta —que es también un hombre de vehementes pasiones, ya que no de tenaces acciones politicas— improvisa una versacién en derecho internacional para oftecer argumeztos que —sin negar la realidad de la agresién paraguaya— intentan demostrar que la responsabilidad legal por ella recae en primer término scbre el gobierno argentino. Esa argu mentacién torturada rebuisa tomar un curso menos artificioso, sin duda porque Guido prefiete no exhibir con total claridad su posicidn frente a la guerra: su simpatia por la cansa paraguaya es menos limitada de lo que juga oportuna manifestar. Es que —si no tiene demasiado que tetwer de una represin inco- herence v poco dispuesta a demorarse en anélisis juridicos de la diferencia entre Ia critica al gobierno nacional y la traicién frente al enemigo en guerra abierta— debe, en cambio, emer Ia reaccién de una opinién publica a la que sin duda los inesperados suftimientos han fatigado de la guerra, pero no han preparado a ver con mayor simpatfa al enemigo capaz de infligirios, Del mismo modo, si en su Rio de la Plata José Hernindez va a dar ancha hospitalidad a las necrologias favorables publicadas en el extranjero a la muerte de Lépez, Ja que él mismo oftece muestra muy escasa piedad frente al sactificio supremo del paladin que bajé a la liza para defender Ia causa blanca y federal que era entonces la de Hetndndez, La guerta, ese hecho monstruoso y enorme, es entonces sdlo apatentemente el tema de {a polémica, 0 mds bien lo es tan sdlo la medida en que ofrece un arsenal de nuevos argumentos para la eterna dispute facciosa, un item més (aunque sin cuda el mas conspicuo) en la lista de agravios escrupulosamente contabilizados por el rencor de los bandos rivales: En esa disputa, Guido y Spano habla en nombre del nacionalista “en que se ha refundido el federal’, y acusa a Mitre de haberse constituido en agente de la demorada venganza unitatia, frustrando asi la ocasién que en 1861 se brin- daba para una unificaciéa nacional en la concordia. Los argumentos que sostiene coa tanto brio polémico estén en la linea de los que se hicieron frecuentes luego de Caseros; pese a su raigambre federal, el nacionalismo que Guido de- LVuL fiende ha borrado de la herencia del federalismo toda huella de la etapa rosis- ta... Pero esa interpretacién de los conflictos politicos argentinos sobre la clave del choque entre facciones tradicionales resulta atin mds forzada que diez afios antes: ese unitarismo descripto como un partido vivo y actuante en 1865 es sdlo un fdolo polémico. ‘Aun asi, las colectividades politicas a las que Guido y Spano alude son estili- zaciones sin duda violentas de las efectivamente existentes. E] partido cuya causa abraza Juan Carlos Gémez en su polémica con Mitre es, ea cambio, de- claradamente inexistente, El Partido de la Libertad no existe; Mitre fo ha des- trnido; el federalismo acorralado ha sobrevivido mejor a una politica destinada a deshacer su influencia. Es el resultado paraddjico pero justiciero de una accién més interesada en resultados que en principios. Mitce traicioné los de su partido cuando proclamé la “espectabilidad” del caudillo Urquiza, cuando ecep- 16 como sus aliados en el Interior a los caudillos Taboada, cuando favorecié en el Uruguay la causa de ese otro traidor a sus principios, el candillo Flores. La traicioné atin més gravemente cuando, desencadenada la guerra paraguaya, pacté con el imperio brasileao una alianza contraria, a le vez que a Ja vocacién repu- blicana de su partido, al deber de todo caballero de lavar por si mismo —sin buscar ef auxilio de extrafios— la afrenta que ha recibido. A esa bancarrota moral siguié la bancarrota politica, cuyos efectos estan sdlo comenzando a sen- tirse; para Gémez no tiene duda que el futuro ha de tracr la restauracién del predominio federal. Cuando contesta esa requisitoria, Mitre no es ya presidente; es sdlo el jefe de una fraccién politica cuya influencia —ya muy menguada— parece conde. nada a seguir declinando. El que responde no es entonces ni el orador rico en efectos, ni el definidor y orgenizadcr de una nueva fuerza politica, ni el esta- dista que se envuelve en una coraza de imperturbebilidad. Es —quiere ser— un yeterano de muchas y variadas luchas, dispuesto a Ievat a la polémica la voz de un buen sentido sélido, aunque deliberadamente un poco corto. La po- Titica de Gémez es “romédntica”; la guerra del Paraguay no ha sido una cruzada Yiberal, sino la respuesta de Ja nacién a una peligrosa agresién externa, que ha buscado su instrumento mds idéneo en una alfanza de intereses con los otros enemigos que la politica paraguaya ha suscitado; la nocién de que la Argentina debia hacer la guerra al Paraguay, rechazando altivamente Ja alianza brasilefia, juzga a quien la propone. No més impresionado ha de mostratse por otto argumento de Gémez, para quien la agresida paraguaya no ha quitado al conflicto ef cardecter de guerra de partido. eCémo la juzgard el pais cuando el federal, al que Mitre no ha sabido destruir, atrebate el poder al liberal, mortalmente debilitado por las claudica- ciones que Mitre le impuso? Este afecta no ver en la perspectiva de una res- tauracién federal nada de alermante. Si el federalismo triunfa, sera luego de aceptar el otden institucional que el liberalismo ha impuesto el pais, y porque habré sabido interpretar mejor sus Fines que un liberalismo decididamente in- capaz de realizar su misién histérica, Si ello ocurre “nuestra bandera quedara LIX trlunfante en otras manos”. No ¢s Ia primera vez que Mitre trata de presentar el resultado probable de un proceso que no controla como uno de los frutos de su deliberada accién de estadista. Como los criticos de su politica pataguaya, él también va por otra parte a devolver [a discusién al contexto de la lucha de faeciones intetnas del que surgid. Es sugestive que —ttas de entregar sobria- mente a su partido a un destino que espera sombrio— no crea necesario exami- nar el punto que Gémez evoca: no se extiende en efecto a predecir qué juicio merecera Ia guerra del Paraguay en una Argentina colocada bajo el signo de un federalismo regenerado en el culto y Ia practica de las vittudes liberates. ¢Pero es verdad —como postula Gémez y no niega Mitre— que el fracaso del Partido de Ia Libertad en su desmesurada tentativa de conquistar el pais ha abierto el camino a un retorne de la hegemonia federal? Un texto que vuelve a examinar, por primera ver retrospectivamente, el conflicto paraguayo, sugiere mas bien que ese fracaso hace posible el surgimiento de un consenso politico me- nos ligado a la herencia de las facciones tradicionales. Ese texto es el que el joven Estanislao Zeballos dedica al ministro de Relaciones Exteriores del pre- sidente Sarmiento; allf Zeballos propone una problemstica nueva que quiere juridica y no politica; ella le permite ganar una considerable independencia frente a las posiciones enfrencadas en la guerta de pluma que acompaié al ente- to conflicto paraguayo. La que Zeballos adopta se Apoya en un andlisis cefiido del texto del tratado de alianza: ni Ja guezta misma, ni Ia decisién de afrontarla en alianza con el Brasil y el gobierno colorado de Montevideo, van a ser en- tonces puestas en tela de juicio. La prehistoria politica del conflicto tampoco setd examinada; es cn efecto irrelevante para el andlisis técnicojuridico que Ze- ballos se propone emprender. Pero esa decisién de separar pulcramente Ja di- mensién politica de la juridiea esconde mal una opcidn politica: el veredicto de Zeballos propone una versidn de la guerra y su otigen capaz de ganar ef asenti- miento de ese nuevo consenso que comienza a agrupar a autonomisias y fede- rales. La decisién de no explorar las ctapas anteriores a la declaracién de guerra y concertacidn de la alianza permite, por ejemplo, echar un necesario velo sobre Ja etapa en que el autonomismo empujaba de modo vehementc a la guerra, esperando hacer de ella una cruzeda antifederal. Si las culpas de la politica ai- gentina aparecen més circunscriptas que en Ja literatura antimitrista florecida durante la guerra, son por lo menos culpas exclusivas de Mitre y su ministto Elizalde, a quien Mitre hubiese querido vet elegido presidente en ngar de Sat- miento. La moderacidn del tono adoptado por Zeballos refleja, por otra parte, Jos avances ya realizades por ese nuevo consenso: no s6lo el Partido de la Liber. tad, que debia ser el nticleo del nuevo Estado nacional, ha sido exchuido de él; Ia amenaza implicita en su disidencia no es fo bastante fuerte para suscitar reac- ciones més atborotadas. Puede el federalismo, sobrevivir a ese retorno de las tinieblas exteriores, debido mas que 2 sus victorias, al agotamiento de la ftaccién antes dominante en el alineamiento adversario? Y aun antes de esa dificil transicién requerida por el levantamiento dei interdicto que sobre él pesaba, 2qué sobrevivia de una Lx tradicién federal expuesta a partir de 1852 a tantas y tan contradictorias expe- tiencias? 4) De Ia reafirmacion det federalismo a la definicién de una alternative a las tradiciones faceiosas. Ya la caida de Rosas habia significado un punto de inflexién en ia trayectoria del federalismo, Entonces debid reconstituitse a partir de la aceptaci6n péstuma de la victoria alcanzada por un movimiento de disidencia regional contra quien habia sido poz dos décadas su jefe nacional. La solidatidad del partido encontraba a Ja vez una nueva base en Ja identifi- cacién apasionada con Ia constitucién nacional de 1853 (el intento de adoptar para la faccién el nombre de constitucionalista, aunque condenado por su art ciosided misma, es sin embargo revelador). La secesién de Buenos Aires de- volveré a primer plano motivos antiportefios ya enteriormente dominantes tanto en el federalismo litoral como en el del Interior, a los que habia puesto sordina 1a larga hegemonfa de Buenos Aires impucsta por Rosas bajo signo federal. Ese federalismo constitucionalista y antiportefio es el que debe hallar modo de sobrevivir a la sorpresa de Pavén, Su primera reaccidén a ésta es nada sorprendente— la de un partido que, pese a ese contratiempo, sigue viéndose como la columna central del pais y el eje de su historia como nacién independiente. El jefe nacional del federalismo, Urquiza, no ha sido despojado por Pavdn de un lugar legitimo en la vida politica argentina; su vencedor aban- dona el estilo citcunspecto que ha adoptado en esa etapa de su carrera, pata ofrendarle los més desmesurados elogios; Ja constitucién que ese vencedor ha jutado y da base juridica al poder nacional, es Ja que se proclama dictada en cumplimiento de los pactos establecides treinta afios antes entre los grandes paladines histéricos del federalismo. Esa seguridad de que el federalismo no ha perdido en la derrota su posicién central en Ja vida politica del pais, esa segu- tidad demasiado sdlida para que necesite expresarse con ninguna atrogancia esté ain viva en la proclama coa que el general Angel Vicente Pefialoza —el Chacho— anuncia su levantamiento contra el muevo poder nacional. Peialoza no se alza tan sdlo en nombre de ciertos principios, sine en defensa de tn sistema institucional y legal cuya vigencia no ha sido recusada, aunque fos “opresores y perjures” prefieran ignorarlo. Pero Ja segura derrota de esos usurpadores devolverd al pafs al camino que nunca debié abandonar; ta procla- ma no llama en efecto, a Jes riojanos a imponer una solucién politica nueva, sino al retorno a la linea de Mayo y Caseros, al camino real de la historia na- cional. La seguridad de que —pese a las apariencias— el federslismo sigue siendo el pais, puede aqui estar inspirada sobre todo por el optimismo aprioristice que caracteriza a menude al llamado a una accién que se sabe Hena de riesgos. Pero, en pocos afios, aun ese optimismo quiz’ forzade deberé abandonarse: van a hacerse includibles ottas interpretaciones del pasado y del presente, que reconozcan en Ja derrota federal algo mds que una aberracién momentdnea, sin rafces en el pasado ni perspectivas de futuro. LXI Sin dada, el obstinado infortunio invita a denuncias cada vez més apasionadas del adversatio: es la cinica carencia de todo escripulo, la ausencia de aspitacio- fnes que vayan mds all4 del goce sensual del poder (debida a la profunda in- moralidad de los ditigentes I:berales, pero tambign a su iremediable frivolidad intelectual) la que da al llamado Partido de la Libertad su mortal eficacia en la conquista de sus sdrdidos objetivos. Pero —por consoladora que ella sea— la nociéa de que el federalismo ha sido victima de una conjura de meros asalvan- tes de caminos es demasiado inverosimil para que pueda ser utilizada sino en alivio momenténeo del inagotable mal humor de los vencidos. Otras deberdn Proponerse que —teservando al federalismo el papel de héroe positive en el drama politico argentino— habtén de reconocer alguna sustancia histérica a quienes le han infligido una derrota cuyas consecuencias son tan dificiles de borrar. Una interpretacién cada vex més popular del conflicto cuyo desenlace fue tan infortunado para la faccién federal deriva —a través de Alberdi— de la ltima etapa de Ia polémica ancirrosista, Ja que denuneiaba, en Ja Buenos Aires a la que Rosas habfa devuelto a posicién hegeménica dentro de la nacién, a un poder votado al monopolio mercantil y [a explotacién fiscal del resto del pais. El tema, que subtiende la entera campafia en favor de la libre navegacién de los rios, ser retomado por Alberdi cuando —como representante de la Confede- racién urquicista en Londres y Paris— le toque defender su causa ante la opinién europea. La que mis Je interesa ganat es ta de las cancillerias, y pata su edificacién presenta al estado de Buenos Aires como identificada con el mo- nopolio mezcantil arraigado en !a tradicién colonial, y por lo tanto como el prin- cipal obstaculo a la expansidn de la influencia comercial de Gran Bretaha y Francia. Sin duda parecerfa posible ampliar el alcance de la critica y denunciar en esa postura un indicio del antiliberalismo, del tadical pasatisimo que los dirigentes de la secesién portefia esconden bajo su constante invocaciéa a los principios liberales. Alberdi lo ha hecho en el pasado y volveré a hacerlo en el faturo; por el momento, sin embargo, prefiere adecuarse a las preferencies de sus influyentes interlocutores, presentando a csos dirigentes como un grupo de trasnochados demagogos adn afectados por el breve sarampién revolucio- nario que fue eco hispancamericano de las tormentas europeas de 1848: asi no dcjaré de reprochar a Mitre que, antes que seguir el ejemplo de sdlida piedad que ofrece la emperatriz Eugenia atrayendo al Rio de la Plata a las hermanas de caridad, prefiera oftecer Ja hospitalidad de Buenos Aires a los presidiarios de Cayena (esta despiadada teferencia alude a los infortunados defensores de Ja Segunda Republica Francesa allé deportados luego del golpe del 2 de diciembre) Tras la victorfa de Mitre y Buenos Aires, en escritos que ahora dirige a sus compatriotas, Alberdi prefiere insistir en el elemento fiscal antes que en el mercantil del contencioso que separa a Buenos Aires de las provincias. En diez afios se habia hecho ya evidente lo que en 1852 habia vaticinado ese sagaz ob- servador de Ia realidad rioplatense que fue sir Woodbine Parish; a saber, que LXIT la Jibre navegacién era incapaz de afectar sensiblemente la hegemonfa mercen- til de Buenos Aires, Ms que de eliminarla, se trata cntonces de hallar modo de que el pais entero participe de manera menos desigual en sus beneficios. Ello sdlo podré lograrse, segtin Alberdi, mediante la cteacién de un autén- tico Estado nacional, duefio de las rentas nacionales. El punto serd explotado en Jas paginas admirablemente argumentadas de Las causas de la anarquia en la Repiblica Argentina, cuya ceiida linea de razonamiento no condesciende ni por un instante a registrar la presencia en el pais de tenzces rivalidades faccio- sas, que pata observadores mas anegados a los hechos —o inclinados a demo- rarse en la superficie de esos hechos— tienen bastante que ver con esa ine- Timinable anarquia. He aqui en accidn una tendencia constante en Alberdi: la de descorter el velo de una vide politica cuyo ruido y furia dominan Ia escena nacional, para descubrir en otras instancias una clave que, a la vez que explica la tenacidad de los conflictos politicos, desenmascara su radical insensatez. En 1863, esa ten- dencia siempre presente celebra su triunfo més extremo porque Alberdi ha cortado mds radicalmente que en otras etapas de su carrera los lazos siempre tenues que Io ligan a facciones cuya legitimidad y existencia sustantiva recusa. Luego de mds de diez afios de deliberada abstencién de toda critica frente a Urquiza, condena ahora al infortunado jefe del federelismo con la misma desde- fiosa dureza que en su javentud habla reservado pata quienes no hablan mos- trado suficiente docilidad 0 eficacia en el papel de ejecutores de sus planes po- liticos. Y aunque ni siquiera después de la victoria est4 dispuesto a reconocer en Mitre a un hombre de Estado, considera con énimo abierto la posibilidad de gue asuma el papel ancilar de ejecutor del proyecto alberdiano en que Urquiza lo habia decepcionado tan profundamente. Esa momenténea automarginacién def conflicto politico argentino (asi esté basada tan sélo en las ilusiones a las que no quiere renunciar quien se ha visto siempre a si mismo como el guia po- Iitico de la nacién, y comienza a columbrar el peligro de transformarse en parla dentro de ella) explica la ausencia de esos rebuscados ataques ad hominem, que en piginas menos felices suelen cmpujar al pensamiento de Alberdi por cami- nos extravagantes, y aun [a reiterada —ya que no necesariamente bien intencio- nada— utilizacién de los escrivos de Sarmiento para corroborar sus propios pun- tos de vista. Pero precisamente por todo ello, el motivo alberdiano de Ja rivalidad fiscal eatre Buenos Aires y Ja nacién sdlo podra incorpotarse al acervo comin del fe- detalismo posterior 2 Pavén una vez traspuesta esa clave facciosa que, pot una vez, Alberdi habia eludide por completo. Esa trasposicién no es dificil para un federalismo que ha expurgado de su pasado la larga etapa rosista y sufre en el presente los golpes de un enemigo cuya fuerza es la de la provincia de Buenos ‘Aires. La identificacién del federelismo con Ia oposicién a la hegemonia por- tefia es, en efecto parte capital del acevo tradicional que ef federalismo reco- noce como suyo, Desde Artigas, Ramirez y Lopez hasta Urquiza —pasando por Quiroga, Ferré, Brizuela, Pefialoza— los héroes federales son irreprocha- LXMIL blemente provincianos (si bien el antiporteftismo de varios de ellos ha conocido desfallecimientos que la nueva mitologfa federal caritarivamente ignora), De Jos hombres de Buenos Aires slo Dorrego alcanza un Ingar en ese panteén, y lo conguista sobre tado debido a su muerte trdgica come victima de la facciéa unitaria (hay demasiado en su carteta previa que, en efecto, lo inhabilita para una inclusién menos tcticente en la constelacién de héroes fundadores del federalismo). Esa integracién del motivo alberdiano y una tradicién federal depurada de cualquier memoria de Ja etapa rosista, encuentra concisa expresién en la procla. ma con que el coronel Felipe Varela se pone al freate del gran alzamiento det Interior andino, en diciembre de 1866. Si Ja causa que invoca es Ia misma que en 1863 (se trata en efecto de “concluir la grande obra que principiasteis en Caseros”) el enemigo no es tan sdlo el “‘candillo Mitre” de “Gneptas y febrinas manos” © su “cfrculo de esbitros”. Uno y otros son agentes de la provincia de Buenos Aires, en cuyo beneficio Mitre ha transformado a los hijos de Jas restantes en “‘mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos”, sacrificados de modo sistematico 2 “un pueblo vano, déspoia e indolente”, Paralelamente con cl infortunado alzamiento federal, se desenvuelven los esfuerzos por hacer de Urquiza un candidato a la sucesién constitucional de Mitre. Con vistas a ello, Olegario V. Andrade escribe un breve penfleto Las dos politicas que gtacias a una subvencién de Urquiza es ampliamente distribuido en 1867. Andrade teivindica también esa tradicién de un federalismo renovado en sentido consti- tucionalista y antiportefio, que Varela habia invocado en su convocatoria a la lucha armada. Pero le continuidad facciosa de la corriente en que se inscribe —y de la opuesta— son subrayadas atin més vigorosamente que en las pro- clamas guerreras de 1863 y 1866. Su federalismo se ubica en una linea mds precisa que la de Mayo y Caseros, y el centralismo optesot de Mitre es explicade también él como el fruto de algo més que la coincidencia de intereses entre un aventurero afortunado y una provincia rapaz: Mitre es el representante mds reciente de una tradicién juzgeda con extrema dureza por Andrade, pero reco: nocida como uno cde los polos permanentes entre los cuales se ha desenvuelto el proceso histérico argentino. El poeta de verso vchemente, que gusta de ver en Ja histotia el teatro de vastes Inchas entre ideales incompatibles, no condescien- de hasta examinar los procedimientos usados por Buenos Aires en las expolia- ciones de las que la acusa; ese despojo prefiere verlo sobre todo desde una perspectiva ético-politica, que le brinda oportunidad para su elocuente condena. Constitucionalismo y sobre todo antipottefiismo ofrecen entonces una re- novada base al federalismo, en la etapa en que sv supervivencia aparece amena- zada por la ofensiva momentdncamente exitosa lanzada por el Partido de la Libertad desde su fortaleza portefia. Es menos evidente que ofrezcan base igualmense adecusda para un federalismo que, si comienza a set mejor aceptado como interlocutor legitimo en el didlogo politico argentino, no es porcue haya sabido resistit victoriosamente a esa ofensiva, sino porque la polarizacién fac- ciosa, pese a su inesperada revitalizacién Iucgo de Caseros y de nuevo como LxIy consecuencia de Pavdn, parece finalmente acerearse a su agotamicato definitivo, Nadie advierte mejor que José Hernandez, en los afios finales de Ia década del sesenta, las oportunidades abiertas para quienes se han identificade con la causa federal, veteranos de tantas derrotas, por ese al parecer esponténeo aflo- jamien:o de la tensién politica, Nadie advierte también con mayor claridad que, para utilizar esa oportunidad quiz4 irrepetible, los voceros del federalismo deben emprender una radical redefinicién de su fe politica, despojandola de los motives facciosos acumulados en Ia larga etapa de discordia civil cuyo fin adivina, y resolviéndola de este modo en una adhesién sia reticencias al nuevo consenso politico en formacidn, cuya serena expresién habiamos ya encontrado en el texto més tardfo de Zeballos. Quienes llegan a identificarse con ese con- senso a partir de una militancia federal, no necesitan incorporarse a él como enemigos vencidos: Hernandez percibe también con igual lucidez, y esté dis- puesto a utilizar en pleno, les opottunidades quiz irtepetibles abiertas por ese momento fugaz que marca el derrumbe pacifico pero vertiginoso de la in- fluencia mitrista en el pafs. Sarmiento, presidente desde 1868 contra los descos de Mitre (que si no Ilegé a lanzar contra él Ia excomunién mayor que fulminé sobre Urquiza y Alsina, no oculté sus preferencias por Elizalde) no se limita a aftontar en estilo desgarradamente polémico el hostigamiento de un mitrismo enconado por la pérdida del poder nacional; falto de apoyo partidaria propio, se acerca a Urquiza, a quien unos afios antes habia propuesto la alternativa del destietto 0 Ja horca. Se da asi la posibilidad de una nueva alineacién en que el fedetalismo (agtu- pado atin en torno a su jefe histérico, pese a Jas reservas que hab/a venido des- pertando su cautelosa politica) puede aspirar a ganar gravitacién decisiva, La nueva coyuntura esté admirablemente reflejada en la crénica que ofrece E! Rio de la Plata de la visita que el nuevo presidente efectia a Urquiza. Cerca det Atroyo de Ia China, sobre

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