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¿Por qué a los

dioses les encanta


fumar?
© Pablo A. Bugallo

DRAMATIS PERSONAE
Mike
Alguacil / Capitán
Deschaquetado / Soldado Felipe
Hombre 1
Hombre 2
Dr. Valenzuela
Joven 1
Joven 2
Manifestantes (nº indeterminado)
Psiquiatra / Dra. de la Parra
Enfermero
Fantasma del General / General
Fantasma del Presidente
Generala

ACTO PRIMERO
Escena primera
Sala de interrogatorios de una comisaría, o puesto de policía,
o similar. La luz la proporciona un ventanuco enrejado. Hay
una mesa con dos sillas, una de ellas ocupada por un hombre
joven. Un policía, o guarda, o similar, custodia la salida.
Desde una estancia contigua, otros hombres, algunos
uniformados, observan la escena a través de una ventana
grande que desde el interior de la sala de interrogatorios
parece un espejo. El número de observadores irá variando
durante la escena. Algunos saldrán para regresar al cabo de
un rato, a veces con papeles que mostrarán a los otros, a
veces con las manos vacías pero con una sonrisa de oreja a
oreja.
MIKE.— (Al alguacil) ¿Va a tardar mucho el general? A los dioses no les gusta
esperar.
ALGUACIL.— Tenga paciencia, joven. Los generales son personas muy
ocupadas.
MIKE.— Oh, ya lo creo. La guerra es una actividad muy absorbente.
ALGUACIL.— Aquí no hay guerra.
MIKE.— ¿Por qué tarda tanto, entonces?
ALGUACIL.— El General tiene muchísimos asuntos que atender cada día. Quizá
no pueda verle hoy. Ud. no ha seguido los cauces establecidos. Debió anunciar
su visita con mayor antelación ... con alguna antelación. Presentarse así, sin más
ni más, sin credenciales siquiera, es cuando menos una descortesía, ¿no le
parece?
MIKE.— Visto así ... Pero comprenderá Ud. que donde hay capitán no manda
marinero. Ya verá Ud. como su general sí que lo entiende ...
ALGUACIL.— ¿Es Ud. soldado, joven?
MIKE.— Lo soy contra mi voluntad.
ALGUACIL.— ¿Cómo es eso? Ud. ni siquiera es de aquí.
MIKE.— La llamada, no pude resistirme a la llamada. Muchos son los llamados y
pocos los elegidos. Yo soy uno de ellos. Ahora sé que lo peor que uno puede
hacer es resistirse. ¡Nunca me hubiera imaginado que los dioses fueran tan
caprichosos! Cuanto más te resistes, más se empeñan ellos en elegirte.
ALGUACIL.— Nunca había oído hablar de ese grupo de insurgentes. ¿Quién está
al mando?
MIKE.— ¿Insurgentes? ¿Puedo mirar eso en mi diccionario? (El alguacil le da
permiso con un ademán de la cabeza. Mike saca un diccionario de bolsillo y
busca la palabra) Se aplica a los que se han declarado colectivamente contra las
autoridades y están en lucha contra ellas. (Se queda pensativo un momento) Yo
sólo he venido a entregarle un mensaje al General. Nuestra lucha no es con
armas. Además, ¿no decía Ud. que aquí no había guerra?
ALGUACIL.— Cierto. No la había hasta que llegó Ud.
MIKE.— ¡Válgame Dios! ¿Cómo es eso?
ALGUACIL.— Fue Ud. quien dijo que era soldado. Puesto que su nombre no
figura en nuestros archivos, suponemos que de un ejército enemigo, de alguna
facción terrorista desconocida o de nueva creación. Ud. bien podría ser agente de
los servicios secretos de su país en misión desestabilizadora, o con funciones de
enlace y apoyo a la insurgencia del nuestro. Uds. no son de fiar. Unas pocas
monedas bastarían para hacerles traicionar a sus más leales aliados.
MIKE.— Me confunde Ud. con otro. ¿Cómo podríamos cuatro gatos desestabilizar
un régimen como el suyo? Agente de la CIA: ¡qué ocurrencia! ¿Me ha mirado Ud.
bien? ¿Se presentaría un agente de la CIA a las puertas de su palacio como yo lo
he hecho: con la cara descubierta y sin otro apoyo logístico que un diccionario de
bolsillo? ¿Adónde van a parar entonces los millones de dólares que mi gobierno
dedica a tales menesteres? Uds. saben mucho mejor que yo cómo se las gasta
mi gobierno: o mucho me equivoco, o Uds. no estarían donde están sin su ayuda.
ALGUACIL.— Yo de eso sé bien poco. Pero si es así, mucho es lo que tenemos
que agradecerles.
MIKE.— Si Ud. lo dice ... Ud. y yo somos muy parecidos. Peones en una partida
que nosotros no jugamos. Como casi todo el mundo: manipulables, prescindibles,
carne de cañón, siempre dispuestos al sacrificio. Ya ve Ud. que la vida es como
una partida de ajedrez. Pocas veces un peón corona y se convierte en dama.
Todo vale con tal de evitarlo.
ALGUACIL.— Ahora soy yo quien no
MIKE.— Uds. estuvieron a punto de conseguirlo. O mejor dicho, lo consiguieron,
sólo que después se equivocaron de estrategia. Desde el mismo momento en que
se convirtió en dama, el peón tenía los días contados. Mi gobierno, como todo el
mundo sabe, se ocupó de tachar unos cuantos.
ALGUACIL.— ¿Se refiere Ud. a ...?
MIKE.— ¿Por qué se queda callado? ¿Acaso está prohibido nombrarlo?
ALGUACIL.— Además de un pobre loco, Ud. es un extranjero ignorante. Ése
cuyo nombre me callo era un hijo de puta, un conchas de su madre, un hijo de la
gran perra, un lacayo del gran hijo de perra caribeño, un vende patria, un lambe
culos marxista-leninista, un asesino de su pueblo ...
MIKE.— Ahora es Ud. quien me abruma. ¿Sabe? Me da Ud. un poco de miedo.
Ya me había advertido que lo pasaría mal. ¿Sabía Ud. que eso mismo se dice de
su General?
ALGUACIL.— ¿Quién lo dice, eh? Los vendepatrias que salieron corriendo como
ratas asustadas. Los que se daban la vida padre por ahí fuera vendiéndoles a
Uds. las mentiras que querían oír. Pregunte a quienes nos quedamos en la Madre
Patria, sufriendo y reconstruyéndola con nuestro sudor y nuestra sangre.
¿Quiénes son los verdaderos héroes, los que abandonan el barco a las primeras
de cambio o los que arriesgan su propia vida para mantenerlo a flote? Ése del
que Ud. habla sin nombrarlo fue el que abrió la vía de agua. Yo lo viví. ¿Dónde
estaba Ud. cuando sucedió? Es muy fácil hablar ... Ése, si le dejan, nos
arrastraba a todos hasta el mismísimo fondo del abismo. Gracias a mi General el
barco no sólo se mantiene a flote sino en perfecto estado de revista. No se
equivoque Ud.: somos la envidia de todos nuestros vecinos. Salga un poco y
pregunte si no me cree.
MIKE.— Se ha aprendido Ud. bien la lección. Me sorprende no ver galones en su
uniforme. Pero no se enfade Ud. conmigo: yo no tengo la culpa de que Él me
haya elegido. Le aseguro que opuse toda la resistencia humanamente posible.
Pero ¿quién puede vencer a una fuerza irresistible? Ése cuyo nombre callamos
ya es un símbolo en el mundo entero. Poco importa lo que hiciera o dejara de
hacer: lo hemos convertido en un símbolo que sobrepasa con creces lo
razonable. ¿Quién está dispuesto hoy a morir para defender unos ideales?
ALGUACIL.— Mi General, sin duda alguna. Y todos los hombres amantes de la
libertad que le venimos sirviendo desde hace tantos años.
MIKE.— Uds. nunca han estado dispuestos a morir. Lo que Uds. siempre han
estado dispuestos a hacer se lo voy a decir yo ahora mismo: Uds. siempre han
estado dispuestos a matar. A matar, que no es lo mismo. Matar a alguien por
defender unos ideales no es defender unos ideales sino matar a alguien.
ALGUACIL.— Mire, joven, se está Ud. metiendo en camisa de once varas. No
puede Ud. venir acá y llamarnos asesinos como si tal cosa, en nuestra propia
casa, a nuestra propia cara. Hágame caso: hágase Ud. el loco (no le costará
mucho), vuélvase a casa en el primer avión, enamórese, cásese, tenga hijos, y
olvídese de todo.
MIKE.— Te tomarán por loco ...
ALGUACIL.— ¿Cómo dice?
MIKE.— Estaba recordando algo que Él me dijo.
ALGUACIL.— ¿Quién? ¿Para quién trabaja?
MIKE.— Ya se lo dije a sus compañeros de la puerta. Vengo a entregarle a su
General un mensaje de parte de Dios.
ALGUACIL.— Así que al jefe le llaman Dios ... ¿Cómo se llaman sus otros
compinches?
MIKE.— Perdone, pero no le entiendo. (Buscando en el diccionario) Déjeme ver:
compinches, compinches ... Respecto de una persona, otra que se relaciona con
ella para algún fin no lícito, o censurable.
ALGUACIL.— Ud. dijo que eran cuatro.
MIKE.— ¿Eso dije? Bueno ... En cierto modo, cuatro somos. Pero no es que
llamemos Dios al jefe, sino que el jefe es Dios. Lo de las cuatro personas ... pues
... ya sabe: tres personas distintas ... La cuarta soy yo. ¿Cómo podría explicárselo
para que me entienda?
ALGUACIL.— Empiece por el principio y déjese llevar. Por muy mal que le salga,
siempre le servirá de ensayo para cuando vengan los jefazos.
MIKE.— Yo no quisiera hacerles perder su precioso tiempo. Me imagino lo
pesado que debe de ser planificar la represión y todo eso. Si el General pudiera
dedicarme unos minutos, yo podría regresar a casa y Uds. a sus importantes
ocupaciones.
ALGUACIL.— Yo podría hacérselo llegar.
MIKE.— ¿Ud. conoce al gran hombre? (Se queda callado un instante como
recapacitando) Lo siento. Las instrucciones son muy claras. He de entregarlo en
mano, de viva voz. Sólo así hay posibilidades de que el General comprenda.
Cuando llegue el momento, el Espíritu de Dios penetrará en mí e infundirá Su
Aliento a las palabras que habrán de salir de mi boca.
ALGUACIL.— ¿No ha pensado Ud. que tal vez el General no lo reciba nunca?
MIKE.— Aunque sólo soy un soldado, sí que lo he pensado. ¡Un ejército de un
solo soldado a quien, encima, se le permite pensar! Pero, ve, amigo mío, después
de mucho pensar he llegado a la conclusión de que Él sabe bien lo que se hace.
El General cree en Dios, ¿verdad? Dígale entonces que no es a mí, a Michael
Guccione Kouloukis, a quien está haciendo esperar, sino a su Jefe Supremo.
ALGUACIL.— ¿Ha estado alguna vez en tratamiento psiquiátrico?
MIKE.— ¿Lo necesito? Supongamos que estuviera loco, loco de remate, yo
entonces les preguntaría a quién hace daño mi locura. Uds. son los cuerdos,
¿no? Pregúntense entonces qué hace más daño, si mi locura o su cordura.
¿Quiénes son los locos y quiénes los cuerdos? Si resulta que mi locura es
cordura, entonces su cordura es locura, ¿no le parece?
ALGUACIL.— Viendo lo ocurrente que es Ud., no dudo que será todo un
espectáculo cuando le posea el Espíritu de Dios. Sepa que si yo fuera el General,
me sería muy grato recibirle.
MIKE.—Sus burlas no podrán herirte, dijo el Señor. Teme su furia, pero yo te
prometo que si tocaran uno solo de tus pelos, el daño que te causaren lo recibirán
multiplicado por cientos.
ALGUACIL.— Será mejor que vaya a ver qué pasa. Ya deberían estar aquí.
MIKE.— No hace falta que salga. ¿Cree que no me he dado cuenta de cómo ha
estado mirando el espejo? (Se levanta y se planta delante del espejo) Mi General,
¿está Ud. ahí? Si está Ud. ahí, entre de una vez: le prometo que sólo será un
momento. Después podremos irnos todos a casa a descansar. No tiene nada que
temer de mí. Guárdese de la cólera de Dios, si acaso, pero no de mí. Yo sólo soy
un humilde siervo de quien todo lo puede. Venga aquí y escuche lo que Dios me
ha ordenado decirle. ¿Osará también dejar a Dios con la palabra en la boca?
ALGUACIL.— ¡Pobre loco! Ande, siéntese. ¡En qué cabeza cabe que el General
pudiera estar ahí con tantas cosas como hay por hacer! (Le lleva del brazo hasta
la silla) Tranquilícese. Ahora mismo vuelvo.
Sale.

Escena segunda
En la estancia contigua a la sala de interrogatorios. Los tres
hombres que se encuentran allí en este momento
intercambian opiniones en voz baja delante del ventanal que
da a la sala de interrogatorios. Mike se ha levantado y escruta
el espejo.
Entra el alguacil que ha estado hablando con Mike. Tres de
los hombres se cuadran al estilo militar. El otro saluda con la
cabeza.
ALGUACIL.— ¿Mi chaqueta?
Se quita la gorra de plato y se la entrega a uno que va en
camisa. Éste le ayuda a quitarse la chaqueta que lleva
puesta.
DESCHAQUETADO.— Ahora mismo se la traigo, mi capitán.
Se pone las dos prendas que el capitán acaba de entregarle y
coge de una silla una gorra y una chaqueta cargada de
insignias militares. Le ayuda a ponérsela. El capitán se pone
la gorra debajo del brazo.
CAPITÁN.— Gracias, Felipe. No pierda de vista al prisionero y avíseme si hace
algo extraño. (A los otros) Y bien, caballeros, ¿qué les parece? ¿A qué nos
enfrentamos?
HOMBRE 1.— Los informes que hemos recibido hasta ahora parecen descartar
cualquier conexión con grupos del exilio. Podemos igualmente descartar que haya
contactado con algún elemento sospechoso durante su breve estancia en
Santiago.
HOMBRE 2.— Es un estudiante de la universidad americana de Utah. Llegó hace
tres días con un grupo de estudiantes y profesores de la cátedra de Estudios
Hispanoamericanos. Una especie de intercambio con nuestras universidades.
HOMBRE 1.— Ayer no durmió en el hotel. Esta mañana debía haber partido con
el resto del grupo rumbo a Valparaíso. Un profesor le dejó una nota en recepción
afeándole su conducta y conminándole a reunirse con ellos en Valparaíso. Quedó
en llamar al hotel esta noche para ver si había regresado.
CAPITÁN.— No durmió en el hotel ... Eso explicaría en parte su aspecto
desaliñado. ¿Qué sabemos de lo que hizo desde que desapareció hasta que se
presentó en el Cuerpo de Guardia?
HOMBRE 1.— Uno de los soldados cree haberle visto deambular por la cara
oeste. A eso de las tres y media de la noche.
CAPITÁN.— ¿Iba solo?
HOMBRE 1.— Eso parece, mi capitán, pero el soldado dice que gesticulaba como
si fuera hablando con alguien.
CAPITÁN.— ¿Oyó algo?
HOMBRE 1.— Algo oyó cuando el detenido pasó por debajo de la garita. Lo
extraño es que cuando le preguntamos si podía recordarlo nos dijo que sí, pero
después fue incapaz. Tres horas lleva intentándolo. Lo único que acierta a decir
es que lo tiene en la punta de la lengua.
CAPITÁN.— Alguna forma habrá de ayudarle a recordar: drogas, hipnosis ...
HOMBRE 1.— Estamos en ello, mi capitán. En cuanto sepamos algo ...
FELIPE.— (Gritando) Capitán, capitán ... El detenido se ha puesto a escribir en el
espejo.
Todos se vuelven hacia el espejo.
CAPITÁN.— ¿Escribir? ¿Con qué? ¿De dónde ha sacado ese rotulador?
HOMBRE 2.— (Mirando a Felipe) El responsable de este desaguisado lo va a
pagar caro. ¡Si llega a ser una pistola ...! ¿Quién efectuó el arresto? (Felipe se
encoge de hombros) ¡Vaya ahora mismo a cachearle! ¡Ah, y espósele!
CAPITÁN.— No, espere a que termine. Miren: el muy condenado está escribiendo
de derecha a izquierda. Quiere que se pueda leer desde aquí. Veamos qué se le
ha ocurrido.
Cuando Mike terminó de escribir, se quedó mirando el espejo,
como comprobando que todo estaba bien:
Matar a alguien por defender unos ideales no es defender unos ideales sino
matar a alguien.
CAPITÁN.— ¡No puedo creerlo! O bien estamos tratando con un individuo muy
listo, o bien el pobre está loco de atar. (A Felipe) Ya puede ir. ¡Y quédese con él!
Felipe sale y enseguida aparece en la sala de interrogatorios,
donde hace como se le acaba de ordenar.
CAPITÁN.— Bueno, Dr. Valenzuela, Ud. es el experto en desórdenes de la mente
y del comportamiento. Dígame: ¿es fingida o verdadera la locura?
DR. VALENZUELA.— Para empezar, mi querido capitán, con todos mis respetos,
todavía no puedo confirmar el diagnóstico que Ud. de alguna forma aventura en
su pregunta. La definición del término locura que damos los expertos difiere
bastante de la de los legos. El comportamiento extravagante bien podría ser un
claro signo de cordura e, incluso, de genialidad. No obstante, admito que el sujeto
bien podría estar fingiendo, pero, entonces, la cuestión podría ser esta otra: ¿se
trata de un cuerdo fingiendo locura o más bien de un loco fingiendo cordura?
Luego de analizar sus motivaciones y tras un riguroso ...
CAPITÁN.— Mire, Dr. Valenzuela, no estamos ahora para disquisiciones
filosóficas. Sólo le pido un pequeño apunte profesional, no un diagnóstico
definitivo.
DR.VALENZUELA.— Está bien. De acuerdo. Pero comprenda que sin someterlo
a una minuciosa observación ... (El capitán le apremia con un gesto de las
manos) De acuerdo, capitán, como quiera. A primera vista, el sujeto podría estar
sufriendo un episodio psicótico. Si es así, necesitaría ayuda psiquiátrica urgente.
CAPITÁN.— ¿Firmaría Ud. una orden de traslado al hospital psiquiátrico? Para su
observación, ya me entiende.
DR. VALENZUELA.— Sin lugar a dudas. El muchacho ...
CAPITÁN.— Bien, entonces le agradecería mucho que fuera haciéndolo. Le
ruego perdone la brusquedad pero andamos un poco cortos de tiempo. Prometo
mantenerle informado. Ahora, si nos disculpa ...
DR. VALENZUELA.— Como guste. Ahora mismo me pongo a redactar la
documentación.
CAPITÁN.— Agradecido, doctor. (El Dr. Valenzuela sale. El capitán le sigue con
la mirada) ¡Estos matasanos lo vuelven a uno loco a poco que uno se descuide!
(Los otros dos esbozan una sonrisa de aprobación). Bien. Esto es lo que vamos a
hacer. De momento, os lo lleváis al hospital psiquiátrico. ¿A quién tenemos allí de
confianza? Bueno, aparte del Dr. Valenzuela.
HOMBRE 2.— Hay un doctor que ha colaborado con nosotros en dos o tres casos
delicados. Ahora no recuerdo el nombre, pero podría averiguarlo con un par de
llamadas.
CAPITÁN.— Hágalo. Dígale que quiero un estudio completo para ya y que le
retenga hasta que reciba nuevas instrucciones. El alta la damos nosotros,
¿entendido? Ah, y mantenga al paciente bien vigilado: no quiero sorpresas.
HOMBRE 1.— ¿Qué hacemos con el grupo? ¿Les informamos de la detención?
CAPITÁN.— No, dejemos que piensen que está viviendo alguna aventurilla. No
hay necesidad de precipitarse. Cuando denuncien su desaparición, ya veremos.
HOMBRE 1.— ¿Y al cónsul americano?
CAPITÁN.— Dejemos primero que el grupo denuncie su desaparición.
Esperemos que todo esté resuelto para entonces. Si está loco, lo repatriaremos
después de unos días de asistencia urgente. Si, por el contrario, es un listillo en
busca de notoriedad, ya nos ocuparemos de que la realidad supere a la ficción.
Hay métodos para que en unos días acabe pensando que verdaderamente oye a
Dios. Sea como fuere, no puede salirse con la suya. Sería un precedente
peligroso. Correríamos el riesgo de convertirnos en lugar de peregrinación para
esa gente. Seríamos el hazmerreír del mundo. Por tanto, señores, silencio
absoluto hasta que yo decida lo contrario. Ahora, cada uno a lo suyo.
Salen.

Escena tercera
En la sala de interrogatorios.
Entra el capitán.
CAPITÁN.— Déjenos solos, Felipe.
Felipe sale.
MIKE.— Veo que le han ascendido. ¿Cuándo podré hablar con el General?
CAPITÁN.— Me temo que no podrá.
MIKE.— ¿Conoce Ud. la historia de Moisés?
CAPITÁN.— ¿Por qué lo pregunta?
MIKE.— El faraón también se negó a escuchar a Dios.
CAPITÁN.— ¿Nos amenaza Ud. con alguna plaga? Dios entregó un báculo a
Moisés, ¿qué le entregó a Ud., un rotulador, un spray para llenar nuestras calles
de pintadas?
MIKE.— Está visto que Ud. no va a escucharme. Al menos transmita mis palabras
al General. No se haga Ud. responsable de lo que ha de suceder si desobedecen
la palabra de Dios.
CAPITÁN.— ¿No podría ser un poco más preciso?
MIKE.— Ya se lo he dicho: Dios me ha hablado y me ha ordenado que sea
mensajero de su palabra.
CAPITÁN.— ¿Cuándo le habló? ¿Cuál fue su Sinaí?
MIKE.— Me sorprende que un hombre tan escéptico conozca las Escrituras tan
bien.
CAPITÁN.— Voy al cine. El otro día llevé a mis hijos a ver "El Príncipe de Egipto".
Además, ¡quién no ha visto "Los diez mandamientos"!
MIKE.— El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; mas el que es incrédulo al Hijo,
no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.
CAPITÁN.— Y Dios le ha dicho que vaya por ahí condenando a la gente ... Le
parecerá muy bonito, ¿no?
MIKE.— Tu boca te condenará, y no yo; y tus labios testificarán contra ti.
CAPITÁN.— (Para sí) ¡Será huevón ...! (A Mike) Bueno, sigamos con la historia.
¿Supongo que no se le aparecía en forma de zarza ardiendo?
MIKE.— Cafetera.
CAPITÁN.— ¿Cafetera? ¿Ha dicho cafetera?
MIKE.— Sí, en forma de cafetera ardiendo. En la cocina de mi apartamento.
Donde yo vivo no hay ni montañas ni zarzas.
CAPITÁN.— ¡Ya he oído suficiente! Vamos a llevarle al hospital para una
evaluación psiquiátrica. Va a tener Ud. suerte. Yo le mandaría de vuelta a casa
ahora mismo, pero hay formalismos que es necesario cumplir. Ud., amigo gringo,
no está en sus cabales.
MIKE.— Lo loco de Dios, mi capitán, es más sabio que los hombres; y lo flaco de
Dios es más fuerte que los hombres también.
CAPITÁN.— ¿Capitán? ¿Cómo sabe que soy capitán? ¿Ha estado Ud. en el
ejército?
MIKE.— Me lo acaba de decir Él.
CAPITÁN.— ¿Está aquí?
MIKE.— Aquí y en todas partes.
CAPITÁN.— ¿Podría yo hablar con Él?
MIKE.— Podría si estuviera dispuesto a escucharle.
CAPITÁN.— Lo estoy.
MIKE.— Inténtelo, entonces.
CAPITÁN.— (Con sorna, alzando los brazos y la vista) Dios, ¿está Ud. ahí?
¿Puede oírme? Hágame una señal si me oye.
MIKE.— Así no va a conseguir nada. Háblele con el corazón.
CAPITÁN.— Con el corazón ... Veamos ... (Se arrodilla y cierra los ojos) Dios,
aquí el capitán Morales. Me pregunto si su excelencia podría recibirme ahora.
Mike se echa a reír a carcajadas. El capitán se levanta.
MIKE.— (Riéndose todavía) Ande. Déjeme a mí, calamidad. (Se cruza de brazos
y levanta la cabeza, como aguzando el oído) Eh, Dios, ¿le has oído? ... Sí ... No,
no creo ... Me va a llevar al loquero ... Sí, ya se lo he dicho. Pero nada ... Hombre,
un poco de miedo sí que tengo ... Ya has visto tú el caso que me hacen ... Nada,
este no se lo traga ... Sí, como el faraón ... Vale ... ¿Quieres que le diga algo? ...
¿Que se ponga? ... Bueno ... Venga, adiós ... Te lo paso ... (Le hace una señal
con la cabeza y las manos)
CAPITÁN.— (Siguiéndole la corriente. En voz baja.) ¿Qué hago?
MIKE.— Hable. Con el corazón, recuerde.
CAPITÁN.— (Imitando a Mike, aunque él se lleva una mano a la sien, como si
llevara un receptor inalámbrico en la oreja) El capitán Morales al habla ... Sí, sí, le
escucho ... No. ¿Por qué lo dice? ... Hombre, Señor, pues claro ... Mucho mejor
hubiera sido ... Sí, sí, entiendo, ése se pone a hablar y no hay quien le pare ...
Pero es que, Señor, ya estamos hartos de que sólo la tomen con nosotros ...
Bueno ... Sí, la tendremos ... El concha de su madre ése será el siguiente. Uy,
perdón ... De acuerdo ... Vale. Trescientas avemarías y ... ¿Y cuántos
padrenuestros? ... Bien. Gracias ... Ahora se lo digo ... Adiós, Señor. (A Mike)
Dice Dios que a mí puedes contármelo todo.
MIKE.— (Saltándosele las lágrimas de la risa) Si no lo veo, no lo creo. ¡Habráse
visto cara! Ande, no me tome el pelo. ¿Pero Ud. se cree que Dios es tonto? ¿No
ve que me ha dejado oír todo lo que decía?
CAPITÁN.— ¿Ah sí? A ver, ¿qué ha dicho?
MIKE.— Si Ud. lo ha oído igual que yo ...
CAPITÁN.— Sí, pero quiero estar seguro de que tú también le oyes. Podrías ser
un impostor.
MIKE.— Habéis hablado de Castro. Te ha dicho que ya ha enviado a otro como
yo a hablar con él.
CAPITÁN.— ¿Eso es todo?
MIKE.— No. También te ha dicho que como sigas así, ni Él podrá salvarte de las
llamas eternas del Infierno.
CAPITÁN.— Vaya, hombre. De eso no me acuerdo.
MIKE.— (Riéndose) Ni yo ... Pero donde las dan las toman, mi capitán. ¿Por
quién me ha tomado? Llámeme loco, si quiere, pero no imbécil.
CAPITÁN.— (Suspira y se encoge de hombros) Bueno, que no se diga que no lo
he intentado. Ahora mismo mandaré a por Ud.
Cuando está a punto de abrir la puerta para salir, entra Felipe
bastante sofocado.
FELIPE.— Capitán, capitán (El capitán, que está detrás de la puerta, la cierra de
un golpe) Ah, está ahí. Perdone, mi capitán, no le había visto.
CAPITÁN.— ¿Qué pasa? ¿A qué viene tanto escándalo?
FELIPE.— !Un grupo de universitarios viene hacia aquí con pancartas y coreando
gritos subversivos!
CAPITÁN.— ¿Cómo dice? ¡Pero es que se han vuelto todos locos! Vaya
inmediatamente a la entrada con un equipo de antidisturbios. Dígale al sargento
de guardia que cierre la verja y que espere hasta que yo llegue. (Felipe se va. El
capitán se vuelve hacia Mike, que le mira desde la silla con los ojos bien abiertos)
Después me encargaré de Ud.
Sale. Se oye cómo cierra la puerta con llave.
MIKE.— (Gritando) Tu maldad te castigará, y tu apartamiento te condenará: sabe
pues y ve cuán malo y amargo es tu dejar a Jehová tu Dios, y faltar mi temor en ti,
dice el Señor Jehová de los ejércitos.
Empieza a oírse un coro de voces jóvenes. Mike se levanta y
se planta delante del ventanuco. Tiene que ponerse de
puntillas para poder asomarse. Los gritos van volviéndose
más nítidos poco a poco. Empiezan a distinguirse algunas
palabras.

Escena cuarta
Entrada del palacio, cuya figura se eleva majestuosa al fondo.
La verja que lo rodea permanece cerrada baja la atenta
vigilancia de dos soldados que han calado la bayoneta en sus
fusiles. Los cánticos se van haciendo más claros. De ambos
lados de la explanada del palacio surgen dos grupos de
antidisturbios que desfilan a paso ligero perfectamente
alineados. Se juntan poco antes de llegar a la verja. El
capitán, que iba en cabeza, empieza a dar instrucciones con
la ayuda de un megáfono portátil.
CAPITÁN.— Cubran la entrada y dispónganse a repeler cualquier intento de
invadir el recinto.
Empiezan a aparecer jóvenes por todas partes (del patio de
butacas). Algunos portan pancartas que rezan "¡Libertad ya! y
"Abajo la tiranía". Caminan hacia el escenario cantando una
canción. Algunos suben y se paran delante de la verja, de
espaldas a los que se quedan en el patio de butacas.
CAPITÁN.— ¡Armen la ametralladora!
CANCIÓN:
Fértil provincia y señalada
en la región antártica famosa,
de remotas naciones respetada
por fuerte, principal y poderosa;
la gente que produce es tan granada,
tan soberbia, gallarda y belicosa,
que no ha sido por rey jamás regida
ni a tiránico dominio sometida.
Libertad, libertad.
CAPITÁN.— (Por el megáfono) ¡Dispérsense! ¡Vuelvan a sus butacas!
Los jóvenes responden aumentando el volumen de sus cánticos.
CAPITÁN.— ¡No nos obliguen a intervenir! Esta manifestación no ha sido
autorizada. Repito: ¡vuelvan a sus butacas! (A los soldados) Prepárense para
lanzar los gases lacrimógenos.
JOVEN 1.— (Desde el patio de butacas) ¡Abajo la tiranía!
CAPITÁN.— Este es el último aviso. ¡Retírense a sus butacas! Lo que están
haciendo es ilegal.
Los jóvenes no retroceden ni un palmo y vuelven a entonar la
cancioncilla con nuevos bríos.
JOVEN 2.— (Desde otro lado del patio de butacas) Libertad. ¡Queremos libertad!
¡Abajo los lacayos del tirano!
CAPITÁN.— (A los soldados) ¡Lancen los botes! ¡Ametralladora preparada!
Los botes de gases lacrimógenos caen por todo el patio de
butacas. El humo lo cubre todo. Gritos de terror por todas
partes. Algunos jóvenes intentan saltar la verja.
CAPITÁN.— Ametralladora: abra fuego.
Los de las verjas son los primeros en caer. Los jóvenes salen
huyendo. La humareda apenas deja distinguir nada, pero las
escenas de pánico son evidentes. El ruido de la
ametralladora es ensordecedor.
CAPITÁN.— ¡Alto el fuego! ¡Prepárense para cargar! ¡Abran la verja! ¡Adelante!
Un grupo de soldados armados con porras invade el patio de
butacas. Los pocos jóvenes que no yacen malheridos en el
suelo salen huyendo. El humo se va disipando poco a poco
dejando a la vista un espectáculo sobrecogedor de rostros
ensangrentados y cuerpos destrozados. Los soldados se
retiran ordenadamente dejando tras de sí un silencio
sepulcral roto ocasionalmente por los gemidos de los heridos
y, finalmente, por las sirenas de las ambulancias. Poco
después el lugar todo aparece como al principio: la entrada
del palacio, cuya figura lo preside todo, y la verja que lo rodea
vigilada por dos soldados.

ACTO SEGUNDO
Escena primera
Habitación de un hospital. Una mesa, dos sillas y un
camastro. Mike está hecho un ovillo sobre el camastro y no
para de sollozar.
Entra una mujer. Lleva puesta una bata blanca. En el bolsillo
asoman varios bolígrafos de diferentes colores. Se acerca a
la cama y deja un portafolios sobre el tablero.
PSIQUIATRA.— Hola, Mike. Soy la Dra. de la Parra. ¿Cómo te encuentras?
Mike responde enroscándose aún más sobre sí mismo. La
doctora abre el portafolios e, inclinándose sobre la mesa,
toma unas breves notas. Luego de esto, se va hacia Mike y
se sienta junto a él, casi en el aire pues apenas hay sitio.
PSIQUIATRA.— (Posa una mano en el hombro de Mike) Mike, yo estoy aquí para
ayudarle. Tranquilícese y dígame por qué llora.
MIKE.— No soy yo quien llora, señorita ... bueno, sí, pero también Dios. ¡Cómo no
habríamos de llorar después de ver lo que hemos visto!
PSIQUIATRA.— Entiendo, Mike, pero dígame: ¿qué ha visto exactamente?
Mike se echa a llorar con tanta fuerza que la doctora acaba
sentada en el suelo.
PSIQUIATRA.— (Luego de levantarse y mientras le desata la camisa de fuerza)
Vamos a ver si le puedo quitar esto. No sé a quién se le ocurriría ponérsela. Ud.
no es peligroso, ¿verdad, Mike?
Mike tarda en contestar el tiempo que le lleva a la doctora
quitarle la camisa de fuerza.
MIKE.— (Algo más calmado) No, señorita, no ... pero es precisamente eso lo que
a algunos les da miedo. Si me imaginaran peligroso sabrían qué hacer conmigo
pero así ...
PSIQUIATRA.— (Levantándose y caminando hacia la mesa) Ande, venga
conmigo a la mesa.
Mike se incorpora y la sigue. Se sientan el uno frente al otro.
La doctora escribe algo sin levantar la vista.
MIKE.— No puede Ud. ni imaginarse lo duro que resulta trabajar para Dios: es un
jefe implacable.
PSIQUIATRA.— (Alzando la vista del papel) ¿Por qué lo dice?
MIKE.— Basta fijarse en mí para darse cuenta. Antes de que Él irrumpiera en mi
vida y lo trastrocara todo, yo era como cualquier hijo de vecino. Como Ud.
posiblemente, sin ir más lejos. Ahora vivo sin vivir en mí, apenas duermo y, de un
tiempo a esta parte, todos me miran como a un bicho raro.
PSIQUIATRA.— ¿Le gustaría volver a ser el de siempre? Yo podría ayudarle si
quiere.
MIKE.— Si pudiese, no querría. Quiero porque no puedo. Ya no hay marcha
atrás. No después de lo que he visto.
PSIQUIATRA.— ¿Qué ha visto?
MIKE.— ¿No lo dicen esos folios que tiene delante?
PSIQUIATRA.— Aquí dice que Dios se le reveló en la cocina y que le hizo el
encargo de entregarle un mensaje al General.
MIKE.— ¿Le parece poco? Hay precedentes: habrá oído hablar de Pablo de
Tarso, ¿no? Y yo ni siquiera perseguía cristianos ... Además ... (Empieza a
sollozar)
PSIQUIATRA.— ¿Además ...?
MIKE.— (Señalando los documentos) ¿No le informan ahí de lo de la
manifestación?
PSIQUIATRA.— ¿Qué manifestación?
MIKE.— En la explanada del palacio. Seguro que los periódicos de hoy dicen
algo.
PSIQUIATRA.— No sé a qué se refiere.
MIKE.— ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
PSIQUIATRA.— Le trajeron anoche. Ahora son las doce de la mañana. Aquí no
dice nada de una manifestación. ¿No lo habrá soñado Ud.? Los fármacos que le
suministraron al llegar a veces provocan pesadillas. Efectos secundarios
indeseables.
MIKE.— Ojalá lo hubiera soñado, señorita. Ojalá todo fuera un sueño: mi locura,
esta sala, el capitán, el General ... Dígame que el General no existe y admitiré
que la masacre no es sino producto de una mente enferma.
PSIQUIATRA.— Le confieso que no sé de qué masacre me habla.
MIKE.— Ud. parece inteligente, tiene estudios, dígame: ¿no le parece prueba
suficiente la existencia del General? ¿Por qué habría yo de inventarme una cosa
así? ¿Cree que Dios me lo permitiría? Dios no actúa como la CIA, señorita: Él
jamás fabricaría pruebas falsas para incriminar a un inocente. Él no permitiría que
yo tomara por real algo soñado.
PSIQUIATRA.— Tiene sentido lo que dice, pero, entiéndame, Mike, nadie va a
creer que Dios habla con Ud. a menos que pueda demostrarlo.
MIKE.— ¿Quién sino Dios empujaría a un joven con un futuro prometedor por
delante a presentarse aquí con una misión tan descabellada?
PSIQUIATRA.— A veces las personas creen ver lo que no hay. Créame, Mike: yo
me gano la vida con eso.
MIKE.— Uds. los psiquiatras encerrarían al mismísimo Hijo de Dios si tuviesen
ocasión.
PSIQUIATRA.— Probablemente, pero Él al menos sembraría la duda con algún
que otro milagro o hecho extraordinario. ¿Puedes tú?
MIKE.— (Señalando hacia arriba con el dedo) Si Él quisiera ... Pero esa no es la
cuestión, señorita. Admitamos que estoy un poco desequilibrado: ¿resulto yo
acaso más peligroso para mi prójimo que todos los que están fuera? ¿Por qué me
encierran, entonces? ¿No sería más sencillo dejarme hablar con el General y
acabar de una vez? ¿No hay nadie que necesite su ayuda más que yo? ¿Tan
sobrados de recursos están Uds.? Admítalo, señorita: Ud. tiene mejores cosas
que hacer.
PSIQUIATRA.— Yo también obedezco órdenes, Mike.
MIKE.— ¿Aunque sean manifiestamente injustas e inmorales? ¿Quiere Ud.
hacerse cómplice de la barbarie? Ud. sabe que no estoy loco, señorita, sino que
hablo palabras de verdad y de templanza. Párese un momento a escuchar: Dios
le está hablado.
PSIQUIATRA.— ¿De verdad está hablándome? No oigo nada.
MIKE.— Pues le aseguro que está hablándole. ¡No puede Ud. ni imaginarse la
cantidad de saliva que gasta Dios!
PSIQUIATRA.— Bueno, ¿y qué dice?
MIKE.— Lo mismo que yo.
La doctora se pone a escribir con fruición. Mike se inclina
hacia delante y estira el cuello para ver mejor.
MIKE.— No me cree, ¿verdad?
PSIQUIATRA.— No es eso, Mike, solo que tengo algunas dudas. (Ordena los
folios y se levanta) Seguiremos hablando mañana.
MIKE.— (Señalando la camisa de fuerza que dejaron sobre la cama) ¿Quiere que
me ponga eso?
PSIQUIATRA.— No será necesario.
La doctora recoge la camisa de fuerza y se va hacia la
puerta. Llama un par de veces con los nudillos.
PSIQUIATRA.— Abra, por favor. (Mientras espera a que el guarda compruebe su
identidad por la mirilla:) Bueno, Mike, ha sido muy agradable hablar contigo.
Mañana nos vemos. Cuídate.
Sale.

Escena segunda
La misma habitación. Más tarde. Mike se entretiene haciendo
ejercicio: trota alrededor de la mesa, hace flexiones ...
Entra un enfermero con un vaso de agua y unas pastillas.
Mike sigue con sus ejercicios.
ENFERMERO.— Tiene que tomarse estas pastillas. Es la hora de irse a la cama.
MIKE.— (Señalando la mesa) Déjelas ahí. En cuanto haya acabado me las tomo.
ENFERMERO.— Me temo que no puedo hacer eso. Debo asegurarme de que se
las toma. Órdenes de la doctora.
MIKE.— (Resignado) Está bien. Traiga. (Coge las pastillas y el vaso de agua)
Una ... y dos ... Ya está.
Aplasta el vaso de plástico y se lo devuelve al enfermero.
Éste lo abre para echar un vistazo dentro.
ENFERMERO.— No se ofenda, pero no se imagina las cosas que uno ve aquí
dentro. Debo también pedirle que abra la boca para una inspección rutinaria.
Mike la abre sin rechistar.
ENFERMERO.— Suba la lengua, por favor.
MIKE.— Aaaah
ENFERMERO.— Gracias. En unos minutos apagaremos las luces. Le vendrá
bien dormir un poco. El segundo día suele ser el peor.
La puerta se cierra tras él con el acostumbrado ruido
metálico. Mike se queda mirándola fijamente hasta que se va
la luz: medio minuto poco más o menos. Vuelve en sí con el
apagón y se tumba en la cama a esperar que le venza el
sueño o la droga.
MIKE.— (En voz baja) Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me dejes solo, ni
de noche ni de día. (Al cabo de un minuto o así, con voz somnolienta) Buenas
noches, Señor.
Un humo blanco que surge del suelo va inundando poco a
poco la habitación. Mike se agita en la cama. Un instante
después una figura de porte altivo surge de una de las
esquinas. Se atisban entre las sobras las siluetas de una
capa y de una gorra militar.
FANTASMA DEL GENERAL.— ¿Quería verme, joven?
Mike da un respingo en la cama.
MIKE.— ¡Mi General!
FANTASMA DEL GENERAL.— No hace falta que se levante.
MIKE.— (Sentado en la cama) ¿Es Ud., mi General?
FANTASMA DEL GENERAL.— Yo soy. He venido por lo del mensaje.
MIKE.— ¡Gracias a Dios! ¡Por fin podré volver a casa!
FANTASMA DEL GENERAL.— No tan deprisa, joven. Hay algunas formalidades
que cumplimentar.
MIKE.— A Dios no le va nada la burocracia.
FANTASMA DEL GENERAL.— A eso precisamente me refiero. ¿Cómo sé yo que
Ud. no es un vulgar estafador, o algo mucho peor? Y no me diga que los
designios del Señor son inescrutables: ¡si lo sabré yo!
MIKE.— ¿Es que sus subordinados no le han explicado nada?
FANTASMA DEL GENERAL.— Algo sí que me han explicado, pero dígame:
¿para qué iba Dios a necesitarle a Ud. con la de capellanes que tengo en mi
ejército?
MIKE.— Le aseguro, mi General, que yo tampoco lo sé. Seguro que a ellos les
sobran los méritos que a mí me faltan. ¿Les escucha Ud.?
FANTASMA DEL GENERAL.— ¡No sea insolente!
MIKE.— Verá, mi General, si es muy sencillo: déjeme darle el mensaje y
sanseacabó.
FANTASMA DEL GENERAL.— ¿Sencillo? ¿Dice sencillo? ¡Qué poco sabe Ud.
de la vida! ¿No se da Ud. cuenta de las presiones a que estamos sometidos? ¡Un
simple error podría dar al traste con todo!
MIKE.— ¿Al traste con qué, mi General? ¿Con un régimen cuyos pilares son la
represión, el asesinato y una falsa sensación de bienestar?
FANTASMA DEL GENERAL.— (En un tono desafiante) ¿Quién dice eso, Ud. o
Dios?
MIKE.— Son palabras de hombre, mi General. En cuanto a Dios, escuche lo que
he venido a decirle y juzgue por Ud. mismo.
FANTASMA DEL GENERAL.— Le he preguntado quién lo dice. ¡Responda a mis
preguntas!
MIKE.— (Gritando y extendiendo los brazos en un gesto clarificador) ¡Todo el
mundo, mi General! ¡Todo el mundo! ¿Sus capellanes no?
FANTASMA DEL GENERAL.— Está Ud. en un tris de cruzar un punto sin retorno
...
MIKE.— ¿Lo ve? Su argumento es la amenaza.
El general se golpea la palma de la mano con el puño. Se
queda un instante en silencio, como sopesando lo que va a
decir.
FANTASMA DEL GENERAL.— Una mala costumbre de la que yo no tengo la
culpa. No fui yo quien empezó. Las guerras nunca traen nada bueno. Eran ellos o
nosotros. La gente venía a los cuarteles a exigirnos que interviniéramos. En la
calle nos insultaban. ¿Sabe Ud. lo que se siente cuando a uno lo llaman cobarde?
El desabastecimiento era total. Apenas había qué comer. El gran hijo de perra
caribeño pretendía, en connivencia con nuestro Presidente, exportar aquí su
revolución de guerrilleros barbudos. En lugar de grano para paliar el hambre
enviaban armas para sus milicias. ¿Ud. qué habría hecho? Yo, y esto bien lo sabe
Dios, no hice sino cumplir con mi obligación, como hombre y como militar. Pero
no vaya Ud. a pensar que no siento lástima por las víctimas. Más por los que
cayeron defendiendo la Patria, por sus padres, sus hermanos, sus hijos, héroes
anónimos a quienes nadie rinde tributo porque, simplemente, cumplieron con su
obligación. Los otros, no se engañe, eran terroristas, lobos disfrazados de ovejas.
No digo que muchos no fueran también inocentes, ingenuos hechizados por las
promesas de un falso paraíso. Pero hay malas hierbas que vuelven a brotar por
más que las arranques; sólo el poder purificador del fuego las erradica para
siempre. ¿He de pedir perdón por salir victorioso, por cumplir con mi deber?
¿Acaso debe Dios pedir perdón por haber destruido Sodoma y Gomorra? ¿Y qué
me dice de Hiroshima y Nagashaki? ¡Váyanse Ud. y su mensaje a otra parte!
Entrégueselo a cualquiera de esos, obtenga su arrepentimiento y verdadero
propósito de reparación, y, entonces, sólo entonces, vuelva Ud. por aquí.
MIKE.— Visto así ... Pero verá Ud., mi General, yo sólo soy un soldado. Ud.
debería entenderlo mejor que nadie. ¿Qué hace Ud. con los soldados díscolos e
insubordinados? ¿No los manda arrestar y arrojar a un lúgubre calabozo? Pues
bien, Dios también es un general exigente y por nada del mundo quisiera yo
hacerme notar más de la cuenta. Además, Ud. convendrá conmigo que no hay
estratega que le iguale en todo el universo. Así pues, diga lo que diga, no seré yo
quien ponga sus órdenes en tela de juicio. Créame, se lo digo de todo corazón: no
tiene nada que perder que no esté ya perdido y sí mucho que ganar. Sepa que
ahí arriba la retórica no sirve para nada; mucho menos escudarse en lo que otros
hacen o dejan de hacer. No rechace esta oportunidad: quizá no vuelva a
presentársele.
FANTASMA DEL GENERAL.— (Volviéndose hacia otra esquina) ¿Quién anda
ahí?
Una nueva figura sale de entre las sombras. Esta parece ir
vestida con un traje de caballero.
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— ¿No me reconoces, viejo amigo?
FANTASMA DEL GENERAL.— La voz me resulta familiar ... (Da unos pasos
hacia adelante e, inmediatamente, retrocede como asustado) ¿Tú? ¿También
aquí?
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— (A Mike) Le visito cada noche desde hace ...
(Al General) ¿Cuánto tiempo ha pasado ya?
FANTASMA DEL GENERAL.— ¿No te basta con atormentarme en mis propios
sueños que tienes que hacerlo también en los de los demás?
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— Son tus palabras las que me han convocado.
FANTASMA DEL GENERAL.— (Señalando a Mike) ¿Qué tienes que ver con
éste?
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— Afortunadamente para él, nada. De otro modo,
lo mandarías fusilar, ¿no?
FANTASMA DEL GENERAL.— Nunca has sabido perder.
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— Perder contra ti significa la muerte.
FANTASMA DEL GENERAL.— No fui yo quien te mató sino tu propia cobardía.
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— Fue una muerte honrosa: morí por un ideal.
FANTASMA DEL GENERAL.— Tú no te moriste ni te mataron: ¡te suicidaste!
¿Dices que por un ideal? Puedes llamarlo así si quieres; yo lo llamaría
"espejismo". ¿No ves lo que ha hecho tu ... tu correligionario? ¿Llamarías
"paraíso" a eso?
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— La bondad de una idea no reside en su
ejecución.
MIKE.— (Levantándose e interponiéndose entre ellos) Eh ... eh ... alto ahí un
momento.
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— (Al General, señalando a Mike) ¿Qué le pasa
a éste?
FANTASMA DEL GENERAL.— Sería largo de explicar ... pero estamos en su
sueño.
MIKE.— Ud. lo ha dicho: éste es mi sueño. Así que, caballeros, permítanme
terciar en el asunto, no vayan Uds. a enredarme. Tranquilos: no será largo el
discurso. (Señalando las sillas) Pueden sentarse si lo prefieren. Supongo que no
les vendrá mal un descanso a su edad. Descansen, pues, Uds. para que también
nosotros podamos hacerlo.
Ambos se sientan.
FANTASMA DEL GENERAL.— Bien. Le escuchamos.
MIKE.— Es lo menos que pueden hacer después de turbar mi sueño. No me
molestaría si fuera para abrazarse y reconciliarse, pero Uds. nunca han tenido en
cuenta a los demás. La verdad, señores, no hallo disculpas para su
comportamiento. Ud., por ejemplo, Presidente, ha gozado de un largo retiro que
podría haber aprovechado para reflexionar. Y Ud., General, ya no tiene edad para
entretenerse en divagaciones que no llevan a ninguna parte: no hay más cera que
la que arde y a Ud. no le queda mucha. Así que déjense de zarandajas. Está
próximo el tiempo en que serán conducidos ante el Alto Tribunal. La ocasión la
pintan calva, caballeros. No encontrarán una mejor para llevar a cabo un buen
examen de conciencia.
FANTASMA DEL GENERAL.— Se le acaba el tiempo.
MIKE.— Ese precisamente es su gran pecado: ver la paja en ojo ajeno y no la
viga en el propio. Háganme caso. Todavía están a tiempo. Reconozcan sus
errores, pidan perdón e intenten reparar el daño causado. Dice Ud., Presidente,
que la bondad de una idea no reside en su ejecución. Yo le digo, sin embargo,
que depende exclusivamente de su ejecución que una idea se perciba como
buena o mala. No es este un debate sobre ideas sino sobre cómo las plasmamos
en la realidad. No se engañen Uds: de buenas intenciones está empedrado el
camino al Infierno. Se han pasado la vida entera lanzándose pullazos y, uno por
otro, la casa sin barrer.
FANTASMA DEL GENERAL.— Protesto: ¡no fui yo quien empezó! (Señalando al
Presidente) Si éste no nos hubiera vendido, ahora no tendríamos que lamentar
tantas muertes.
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— Yo nunca me dejé comprar: ¿puedes tú decir
lo mismo? ¡Malditos dólares! Ah, y no te ufanes tanto de tu victoria: puede que
hayáis ganado una batalla pero no la guerra. (Levantando el puño con energía)
¡Socialismo o muerte!
FANTASMA DEL GENERAL.— ¿Lo ve Ud., joven? No nos dejaron alternativa.
Contemple Ud. las naciones del mundo y verá cómo el socialismo no ha traído
más que pobreza y desolación. ¿Debía quedarme cruzado de brazos mientras la
bicha mordía a mi pueblo?
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— Resulta Ud. aún más patético ahora que en
vida. En la mía, claro: en la que Ud. me arrebató. ¿Qué pretende, efectuar un
recuento de muertos? ¿Ud., que nunca ha respetado el de los votos?
FANTASMA DEL GENERAL.— Todo se andará. A su debido tiempo.
MIKE.— Pues el tiempo, mi General, se le está echando encima.
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— La ingenuidad es virtud en los jóvenes, pero
en los viejos se vuelve defecto. No le crea Ud., joven. ¿No ve cómo me engañó a
mí?
FANTASMA DEL GENERAL.— (Se levanta furioso) Lo niego rotundamente. Yo
siempre he sido un hombre de honor. Si Ud. no hubiera lanzado la primera piedra
... Sí, Presidente, a mí no podrá confundirme: Ud. es de los que lanzan la piedra y
esconden la mano. ¡Lo que yo daría por desenmascararles! Pero descuide: la
verdad resplandece tarde o temprano. Disfruten, pues, mientras puedan, de esta
gloria efímera. Llegará el día en que los jóvenes aborrezcan imprimir sus rostros
en las camisetas que se ponen.
MIKE.— ¡Ya estoy harto de polémicas estériles! No voy a volver a repetírselo:
¡empiecen un diálogo constructivo o márchense y váyanse los dos al infierno! ¿Es
que no les importa nada la sangre derramada? ¿Todavía no han tenido
suficiente? ¿Cuántos más han de morir para que Uds. se queden satisfechos? Y
Ud., General, déjese de monsergas: yo mismo le he visto matar a inocentes.
FANTASMA DEL GENERAL.— ¿Se ha vuelto Ud. loco?
MIKE.— ¿Es un chiste, mi General? Porque si es un chiste, no le veo la gracia.
FANTASMA DEL GENERAL.— Ahora comprendo por qué está Ud. aquí.
MIKE.— Y Ud. se hace el loco para seguirme la corriente, ¿no? ¿Cuántos
inocentes murieron ayer en la explanada de su palacio?
FANTASMA DEL GENERAL.— No sé de qué me habla, y sepa Ud., joven, que no
cae una hoja al suelo sin que yo lo sepa.
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— Cínico además de artero.
MIKE.— Ayer. En la Plaza de Armas, o como la llamen. El capitán Morales estaba
al mando.
FANTASMA DEL GENERAL.— Le conozco. Uno de mis mejores hombres: leal
hasta la muerte. Un verdadero patriota. Seguro que tuvo sus buenas razones. Ya
se lo he dicho: hay malas hierbas que sólo se pueden combatir con fuego.
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— ¿Cuántas veces has de matarme para darme
de una vez por muerto?
FANTASMA DEL GENERAL.— Las que sea necesario.
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— Entonces, la tragedia es inevitable. ¿Cómo se
puede matar una idea? Las ideas son eternas.
FANTASMA DEL GENERAL.— Si así fuere, otros vendrán detrás de mí.
MIKE.— Las ideas se combaten con otras mejores, no a hierro y fuego.
FANTASMA DEL GENERAL.— ¡Ay, muchacho ... ojalá el mundo fuera como tú
dices!
FANTASMA DEL PRESIDENTE.— Quizá cuando tú y yo muramos ...
FANTASMA DEL GENERAL.— (Marchándose) Sí. Cuando no quede de nosotros
ni el más mínimo vestigio.
El Presidente le sigue a través de densas nubes de humo.
MIKE.— General ... Mi General ... El mensaje ... no le he dado el mensaje ...
Cuando el humo se disipa, Mike aparece tumbado en la
cama, durmiendo.
Se encienden las luces. El enfermero de las pastillas entra.
Lleva un puñado de folios en una mano y el rotulador de Mike
en la otra. Mike se despierta.
MIKE.— (Desperezándose) ¿Qué hora es?
ENFERMERO.— Las ocho.
MIKE.— ¿De la mañana o de la tarde?
ENFERMERO.— De la mañana. Veo que ha dormido bien.
MIKE.— No crea.
ENFERMERO.— (Dejando los folios y el rotulador sobre la mesa) Dice la doctora
que no le vendría mal escribir un poco.
MIKE.— ¿Qué quiere que escriba?
ENFERMERO.— No sé. Lo que se le ocurra, supongo. ¿Tiene hambre?
MIKE.— No ... Lo que tengo es mucha sed. También me apetecería poder
asearme un poco.
ENFERMERO.— Ya han empezado a servir el desayuno. No creo que el suyo
tarde mucho. Para asearse tendrá que esperar un poco más. Ya se le avisará.
¿Se ha duchado alguna vez con agua fría, muy fría?
MIKE.— No, supongo que no. ¿Qué pasa? ¿Se les ha estropeado el calentador?
ENFERMERO.— Es parte del tratamiento. Bueno, adiós.
MIKE.— Espere. (Señalándose entre las piernas) Es que no puedo aguantarme ...
ENFERMERO.— ¿Nadie se lo ha dicho? Encontrará lo que necesita debajo de la
cama.
Sale. Cuando se ha cerrado la puerta, Mike se lanza hacia la
cama. Telón. Se oye cómo Mike se alivia en un orinal
metálico. Suspiros de alivio.

ACTO TERCERO
Escena primera
Exterior del palacio. En un porche. El General y su mujer
acaban de desayunar. Ambos ojean la prensa. Un criado
permanece de pie a cierta distancia.
GENERALA.— He pensado, cariño, que quizá sería mejor poner dos camas.
GENERAL.— ¿He vuelto a roncar?
GENERALA.— No es eso, rey. No me refiero a dormir en habitaciones separadas.
Los ronquidos ya no me molestan: treinta años de matrimonio le dan tiempo a uno
a acostumbrarse. Es más, ya no creo que pudiera dormir sin ellos.
GENERAL.— (Asomando la cabeza por encima del periódico) ¿Entonces por qué
lo dices?
GENERALA.— Últimamente no sé qué te pasa que no paras quieto en toda la
noche. No me dejas pegar ojo.
GENERAL.— Cuando dices últimamente, ¿a qué te refieres: a una semana, a un
mes ...?
GENERALA.— No sé, rey. Tampoco llevo la cuenta. Dos meses quizá.
GENERAL.— (Deja el periódico sobre la mesa) A lo mejor tiene algo que ver con
los sueños.
GENERALA.— Pero si tú siempre has dicho que no sueñas ... o que por lo menos
no eres consciente de hacerlo.
GENERAL.— Eso era antes. Ya sabes que dejé de tener sueños el mismo día
que ... Ahora vuelvo a soñar. No es que tenga pesadillas, pero son unos sueños
muy raros.
GENERALA.— Ya lo creo: nunca te has movido tanto en la cama.
GENERAL.— ¿Nunca? ¿Ni cuando éramos jóvenes?
GENERALA.— Bueno, ya sabes a qué me refiero. ¡Qué hombre! A tu edad y tan
picarón como siempre.
GENERAL.— Es una pena que el cuerpo ya no responda ... Aunque he leído en
alguna parte que los americanos están trabajando en una píldora que hará
milagros. Cuando la comercialicen, vas a saber otra vez lo que es bueno, mujer.
La generala se atusa el cabello coquetamente mientras le
sonríe.
GENERAL.— Aún me acuerdo del de esta noche. Había un muchacho muy raro,
posiblemente extranjero. Me dijo que tenía que entregarme un mensaje de parte
de Dios. Estábamos en una especie de parque, pero en el sueño, ya sabes cómo
son los sueños, tú siempre has dicho que ya soñabas tú por los dos, el parque no
era un parque sino un manicomio.
GENERALA.— Hijo, ¡qué sueños más raros tienes!
GENERAL.— Espera, que esto no es todo. ¿A qué no te imaginas quién apareció
en medio del sueño?
GENERALA.— No me lo digas: él.
GENERAL.— Sí, él. Iba vestido como el último día. Y tan pomposo y altanero
como siempre. Nos pusimos a hablar. No recuerdo exactamente en qué momento
de la conversación, pero él me llamó "viejo amigo". ¿Te lo puedes creer?
Después, el loco se puso como un basilisco, a bailar alrededor de nosotros
insultándonos y haciéndonos muecas. Entonces, el que tú ya sabes empezó
también a reírse de mí. ¡Lo reales que pueden resultar los sueños! Nunca en mi
vida me he sentido tan humillado.
GENERALA.— ¿Qué hiciste?
GENERAL.— Nada, mujer, ¿qué querías que hiciera? Era un sueño nada más.
GENERALA.— ¿Y el loco: te dio el mensaje?
GENERAL.— Algo me dijo, pero a título personal. Cuando iba a darme el
mensaje, me desperté ...
GENERALA.— Eso sí que haría una buena película y no las basuras que hacen
ahora.
GENERAL.— Deja, deja, mujer, lo que me faltaba. Recuerdo también que el loco
mencionó a un capitán. No sé a cuento de qué. Te parecerá una bobada pero
tengo el presentimiento de que es importante que me acuerde.
GENERALA.— Ay, rey, no te preocupes por esas cosas. Yo llevo toda mi vida
soñando y nunca me ha servido para nada. Los sueños son basura. Mejor
estaríamos sin ellos. (Después de un rato callada) ¿Te imaginas ser receptor de
un mensaje personal de Dios?
GENERAL.— Sí, como si Dios no tuviera cosas mejores que hacer. Aunque bien
pensado, a algunos no les vendría nada mal.
GENERALA.— ¿Tú de verdad crees que el Santo Padre habla con él?
GENERAL.— ¡Qué cosas dices, mujer! Claro que hablan, pero no como lo
estamos haciendo nosotros ahora. Lo suyo debe de ser algo mucho más
misterioso. Oye, cielo, te noto un poco rara.
GENERALA.— Será la falta de sueño.
GENERAL.— Lo siento de veras. Si quieres, encarga las dos camas.
GENERALA.— No, rey, de ninguna manera. Era broma. ¿Tú cuál crees que sería
el mensaje?
GENERAL.— Ay, mujer, no me abrumes. ¿Por qué no lo preguntas en tu próxima
sesión de espiritismo?
GENERALA— No te burles, Agusto.
GENERAL.— Es que, mujer, tienes cada cosa ... No tiene sentido. Para eso están
los curas, ¿no? Nosotros no somos nadie en ese terreno. Gentes santas habrá
que lo merezcan más que nosotros. O pecadores empedernidos que lo necesiten
más que nosotros.
GENERALA.— Era simple curiosidad, rey. Reconoce que tendría su gracia.
GENERAL.— Podría tenerla, desde luego; sobre todo, si no te gustara lo que nos
dijera. Has de reconocer que algún que otro pecadillo sí que hemos cometido.
GENERALA.— Bueno, sí, pero supongamos que Dios se te apareciera: ¿tú qué
crees que te diría?
GENERAL.— Ay, mujer, mira que a veces te pones pesada. Si lo llego a saber,
no te cuento nada.
GENERALA.— No te enfades, rey. (Le hace una seña al camarero para que le
sirva más té.) ¿Tú crees que nos salvaremos?
GENERAL.— ¿Salvarnos de qué?
GENERALA.— Ya sabes: salvarnos del infierno.
GENERAL.— ¡Qué cosas se te ocurren! ¡Cómo no vamos a salvarnos! Vamos a
la iglesia y comulgamos, ¿no? Nos confesamos a menudo, ¿no? ¿Por qué
íbamos a condenarnos? El que se habrá condenado seguro es el suicida. ¿Cómo
iba Dios a permitir que los dos estuviésemos en el mismo lugar?
GENERALA.— ¿Y si estamos equivocados?
GENERAL.— ¿Es que ahora te vas a poner de su parte?
GENERALA.— Sabes que no. Yo nunca haría eso. Para mí no hay nadie más
que tú.
GENERAL.— No sé, mujer. Habla con tu confesor. Él sabrá qué decirte. A mí
estas cosas no se me dan muy bien.
GENERALA.— Tienes toda la razón, Augusto. Por cierto, ¿te he dicho ya que
esta tarde vienen tus nietos?
Escena segunda
Oficina del capitán. El capitán está reunido con el Dr.
Valenzuela y los dos hombres de la escena del interrogatorio.
El capitán parece enfadado.
CAPITÁN.— ¿Cómo es posible que se haya enterado si ninguno de Uds. se ha
ido de la lengua? La Señora está furiosa. Dice que el General ha soñado con el
loco.
HOMBRE 1.— ¿Cómo se ha enterado la Gene ... la Señora?
CAPITÁN.— La Señora tienes sus medios. Mejor no pregunte.
HOMBRE 1.— Quizá el General también.
CAPITÁN.— Sin duda, pero de un tiempo a esta parte la Señora actúa de filtro.
Como Uds. sabrán., el General anda un poco delicado de salud últimamente.
Debe llevar una vida lo más sosegada posible.
HOMBRE 2.— El General es un hombre de recursos.
CAPITÁN.— Lo sé, pero la Señora me ha pedido que castigue al culpable de la
filtración. Por tanto, quiero que encuentren al responsable. Tiene que ser uno de
sus colaboradores.
HOMBRE 2.— ¿Qué me dice de los hombres que estaban de guardia cuando
vino el joven americano?
CAPITÁN.— Les aseguro que ellos no han sido. Pongo la mano en el fuego.
DR. VALENZUELA.— Quizás ... No, no creo. Es una posibilidad muy remota.
CAPITÁN.— ¿A qué se refiere?
DR. VALENZUELA.— Es sólo una hipótesis. Una vez leí en una prestigiosa
revista norteamericana un artículo sobre sueños inducidos. Parece ser que
algunas personas poseen la rara habilidad de proyectar sus sueños en los de
otras personas. Esta habilidad natural suele ser desconocida para el individuo que
la tiene.
CAPITÁN.— ¿Insinúa que el loco pudo haber provocado el sueño del General?
DR. VALENZUELA.— Es una posibilidad remota que merece la pena analizar. Si
nuestro joven posee esa habilidad, el episodio psicótico bien podría haberla
aumentado.
CAPITÁN.— ¿De verdad cree eso posible?
DR. VALENZUELA.— Puedo asegurarle que el gobierno americano investiga este
y otros fenómenos similares desde la segunda Guerra Mundial. Desconozco los
resultados, pero apostaría a que incluso es posible mejorarla mediante un
entrenamiento adecuado.
CAPITÁN.— Vamos a ver si he entendido bien: Ud. realmente piensa que el
detenido ha provocado el sueño del general.
DR. VALENZUELA.— Es harto improbable, pero podría ser. La mente humana es
una caja de sorpresas. ¿Consta si el sujeto tuvo el mismo sueño?
CAPITÁN.— Aún no he hablado con el psiquiatra que le atiende, pero supongo
que podríamos averiguarlo.
DR. VALENZUELA.— Yo descartaría esta posibilidad antes de ponerme a buscar
a otros culpables. Si el joven ha tenido un sueño similar, la hipótesis se convertiría
en certeza. De todas formas, para su tranquilidad, sepa que es extremadamente
difícil que sea consciente de su poder.
CAPITÁN.— Eso me da igual. De ninguna manera vamos a permitir que ande por
ahí suelto alguien para quien la mente de nuestro General es vulnerable:
comprometería seriamente la Seguridad Nacional.
HOMBRE 2.— Lo que sí sabemos ya, capitán, es que actúa solo. Sean cuales
fueren sus motivos, no está respaldado por organización alguna.
DR. VALENZUELA.— A mi buen entender, bastaría declararle persona non-grata
y expulsarlo del país.
CAPITÁN.— Eso atraería la atención de los medios. Si el detenido es un farsante
en busca de publicidad, se saldría con la suya y nosotros seríamos el hazmerreír
del mundo. Prefiero una solución más discreta.
HOMBRE 1.— Dé la orden y en una semana haremos que se crea Napoleón. La
repatriación no sería ningún problema entonces. Además, dadas las
circunstancias, nadie se atrevería a cuestionar la orden de internamiento.
Podemos decir que llevaba varios días vagando por las calles. Esto y el
diagnóstico del doctor ...
DR. VALENZUELA.— Yo no he oído nada. Ya saben que desapruebo esas
prácticas.
CAPITÁN.— Ya sabe cuánto apreciamos su asesoramiento. Ud. puede tener la
conciencia tranquila. Déjeme a mí las decisiones. Ahora, si lo prefiere, puede irse.
Sale.
CAPITÁN.— (Al Hombre 1) Debió Ud. esperar a que se fuera. Detesto verle
haciéndose el Poncio Pilatos ... Bueno, ¿qué otras noticias tenemos?
HOMBRE 1.— Uno de los profesores se presentó esta mañana en una comisaría
para denunciar su desaparición. El comandante del puesto le dijo que había que
esperar otras veinticuatro horas antes de cursar la orden de búsqueda. Quedó en
volver mañana si todavía no había aparecido.
CAPITÁN.— Eso complica un poco las cosas. Habrá que prepararse para un
desenlace rápido. Me temo que no vamos a disponer de mucho tiempo. ¿Está
listo el operativo que solicité? Mucho me temo que sea nuestra única salida.
HOMBRE 2.— Preparado para intervenir en cuanto Ud. dé la orden.
CAPITÁN.— No quiero el más mínimo fallo. El accidente ha de parecer totalmente
fortuito. Permanezcan a la espera: aún me quedan unos cuantos flecos que
peinar.
Escena tercera
Habitación del hospital psiquiátrico. Mike está escribiendo.
Entra la Dra. de la Parra.
PSIQUIATRA.— (Ojeando algunas de las cosas que Mike ha escrito) Veo que
está Ud. aprovechando bien el tiempo.
MIKE.— (Sin levantar la vista) Hola, señorita. ¿Cómo le va?
PSIQUIATRA.— Estoy preocupada, Mike. No estamos avanzando nada y algunas
personas están empezando a ponerse nerviosas.
MIKE.— ¿Teme por mi vida?
PSIQUIATRA.— Por Dios, ¿por qué dice eso?
MIKE.— Él también está preocupado. Dice que no esperaba que las cosas se
pusieran tan feas.
PSIQUIATRA.— Pues tú pareces tranquilo.
MIKE.— Es que también me ha dicho que ya encontrará la forma de sacarme del
lío en que me ha metido. Para empezar, me ha liberado de mi obligación: ya no
hace falta que le entregue el mensaje al General. Dice que ya hallará otro camino.
PSIQUIATRA.— ¡No sabes cuánto me alegro! Me sorprende, eso sí; pero es una
excelente noticia.
MIKE.— Más me alegro yo. No sabe el peso que me ha quitado de encima.
PSIQUIATRA.— ¿Entonces ya no existirá ningún impedimento para que revele el
contenido del mensaje? Sabe, Mike, hay algunas personas muy importantes que
me han manifestado su interés por conocer la buena nueva.
MIKE.— Me temo que se equivoca, señorita. A mí no me importaría nada
revelárselo a Ud. y al mundo entero si hiciese falta, pero mis órdenes son otras.
Lo lamento de veras: Ud. me parece una buena persona.
PSIQUIATRA.— (Echando un vistazo a los folios garabateados por Mike) Esto
que está escribiendo me parece muy interesante, aunque un poco arriesgado.
MIKE.— Es para uso personal. La idea fue suya, ¿recuerda?
PSIQUIATRA.— ¿Me dejará leerlo cuando termine?
MIKE.— Naturalmente.
PSIQUIATRA.— "¿Por qué a los dioses les encanta fumar?" ¿De dónde ha
sacado este título?
MIKE.— Si se lo dijera, no me creería. Tómelo por una ocurrencia de un pobre
loco.
PSIQUIATRA.— Ud. no está loco, Mike.
MIKE.— ¿Significa eso que ya puedo irme?
PSIQUIATRA.— No exactamente, pero le aseguro que Ud. no tiene nada que no
pueda curarse.
MIKE.— ¿Saben ya cómo curar la locura provocada por exceso de cordura?
PSIQUIATRA.— No se lo tome Ud. a broma. Le aseguro que se ha metido en un
buen lío.
MIKE.— ¿Van a matarme? Ya le advertí al capitán sobre las consecuencias ... No
quisiera yo estar en su pellejo si se atreve a tocar uno solo de estos cabellos.
PSIQUIATRA.— No vuelva Ud. a las andadas. Y no diga tonterías. ¿Por qué iban
a hacer tal cosa?
MIKE.— Ud. sabrá. Ud. es la psiquiatra. Dígamelo Ud..
PSIQUIATRA.— Bueno, Mike, he estado hablando de su sueño con mis colegas.
Ninguno aprecia nada anormal que deba preocuparnos. ¿Seguro que Ud. no está
obsesionado con nuestro General?
MIKE.— Ya se lo he dicho, señorita. Hasta que Él me habló, ni siquiera sabía en
qué hemisferio se encontraba su país. Desventajas de un sistema educativo que
promueve la especialización. Una vergüenza en muchos aspectos, pero también
tiene sus ventajas.
PSIQUIATRA.— Yo le creo, Mike. El problema es cómo convencer a quien Ud. ya
sabe.
MIKE.— (Señalando con el dedo hacia arriba) Déjeselo a Él. Le aseguró que
puede ser muy persuasivo cuando quiere.
PSIQUIATRA.— Francamente, Mike, no creo que exista siquiera.
MIKE.— Abra los ojos, señorita.
PSIQUIATRA.— Los tengo bien abiertos, Mike.
MIKE.— Entonces está Ud. ciega. Pruebe a escuchar con atención.
PSIQUIATRA.— Sólo te oigo a ti, Mike.
MIKE.— Es Ud. un poco dura de oído entonces. El oído hay que educarlo,
señorita. Que Ud. no le vea ni le oiga dice más de Ud. que de Él. Los perros ven,
oyen y huelen cosas que a los humanos nos pasan desapercibidas. Fíese de mí y
déjeme ser su perro lazarillo.
PSIQUIATRA.— Pero Ud., Mike, es como yo. Ud. no es un perro.
MIKE.— Por Ud. podría serlo. ¿No me negará que algunas personas tienen mejor
vista y oído que otras?
PSIQUIATRA.— Me gustaría creerle.
MIKE.— Un pequeño paso para Ud. pero muy grande para mí. Déjeme ver cómo
puedo convencerla de que soy de fiar. Vamos a ver ... ¿Su madre cree en Dios?
PSIQUIATRA.— Mi madre murió el año pasado.
MIKE.— ¿Y su padre?
PSIQUIATRA.— Nos abandonó cuando nací yo.
MIKE.— Entiendo. ¿Cree que yo puedo sentir su dolor?
PSIQUIATRA.— ¿Puede?
MIKE.— No, no exactamente. Pero eso no quiere decir que no exista, ¿verdad?
¿Lo ve? Ud. también podría ser mi lazarillo. Yo le dejaría ser mi lazarillo.
PSIQUIATRA.— Ud. está jugando conmigo. Eso no son más que palabras.
Ordénelas de otra forma y demostrará lo contrario.
MIKE.— No me saldría: de la abundancia del corazón habla la boca. ¿Y si yo le
dijera algo de su madre que sólo Ud. pueda saber?
PSIQUIATRA.— ¿Podría?
MIKE.— Puedo intentarlo. Si Él quiere ...
Se abre a puerta de golpe y entra el capitán.
PSIQUIATRA.— Capitán, ¿Ud. aquí?
MIKE.— ¿Se conocen?
CAPITÁN.— (A la doctora) Déjenos solos. Tengo que hablar con el detenido.
PSIQUIATRA.— Esto es muy irregular. Está Ud. interfiriendo en mi trabajo.
CAPITÁN.— Yo decidiré cuál es su trabajo y cuál es el mío. Ahora, ¡salga!
PSIQUIATRA.— Se lo advierto, capitán, su intervención puede provocar una
nueva crisis. El paciente está respondiendo muy bien.
CAPITÁN.— (Al soldado que permanece en la puerta) ¡Sáquela de aquí!
PSIQUIATRA.— (Al soldado, indicándole con un gesto de la mano que se
detenga) No es necesario. Tendrá noticias mías, capitán. Esto no es lo que
habíamos acordado.
CAPITÁN.— La Seguridad Nacional está en juego, doctora. Le aconsejo que se
mantenga al margen.
La doctora sale. El capitán cierra la puerta.
MIKE.— Me sorprende Ud.. Yo creía que lo suyo era la ejecución sumarísima.
CAPITÁN.— ¿Estos son los progresos que Ud. ha hecho? Sigue tan lenguaraz
como siempre. No parece que Ud. sea consciente de la situación en que se
encuentra. Ha pisado Ud. el pie equivocado, amigo. Le aconsejo que recapacite y
colabore. Quiero que me diga ahora mismo quién está detrás de toda esta farsa y
lo que pretende.
Mike esboza una sonrisa y señala hacia arriba con el dedo.
CAPITÁN.— Se lo advierto: se me está acabando la paciencia.
MIKE.— ¿Va a pegarme un tiro?
CAPITÁN.— Va a desear que se lo pegue.
MIKE.— ¿Es que en este país no respetan ni a los locos?
CAPITÁN.— ¡Ud. no está loco!
MIKE.— Yo nunca he dicho que lo estuviera. Son Ud. los que me han traído aquí.
CAPITÁN.— ¿Lo reconoce entonces?
MIKE.— Pues claro que sí. No es a mí a quien le corresponde estar aquí. A Ud.,
sin embargo ...
El capitán le golpea en la cara y Mike cae al suelo.
MIKE.— ¡Dios!
CAPITÁN.— Se lo había advertido. Se acabaron los juegos. (Le acerca una silla)
Levántese y siéntese.
MIKE.— (Mientras se apoya en la silla para levantarse y sentarse) Esto va en
serio. (Gritando) ¿Me escuchas, Señor? Que esto va en serio.
CAPITÁN.— (Apuntándole con el dedo muy cerca de la cara en gesto
amenazador) ¡Se acabó! ¡No quiero volver a oír ninguna de sus tonterías!
(Paseando alrededor de Mike con las manos a la espalda) Bien. Ahora me lo va a
contar todo desde el principio.
MIKE.— (Siguiéndole con un movimiento de la cabeza) No hay nada que contar.
Bueno, sí: ya no tengo que entregar ningún mensaje. Dios ha cambiado de
planes. Si me deja marchar, no volverá a verme nunca más.
CAPITÁN.— Dígame antes para quién trabaja. ¿Para la CIA, quizá?
MIKE.— ¿Me trataría así si trabajara para la CIA?
CAPITÁN.— Por supuesto que no: la CIA ha rendido grandes servicios a este
país.
MIKE.— ¿No fue Ud. quien dijo que los de la CIA eran unos Judas?
CAPITÁN.— Le mentí. Quería saber de qué pie cojeaba Ud.
MIKE.— Bueno, entonces soy de a CIA. ¿Puedo irme ya?
CAPITÁN.— ¿Qué sabe Ud. de la inducción de sueños?
MIKE.— ¿Cómo dice?
CAPITÁN.— La inducción de sueños. ¿Acaso no le han entrenado a Ud. para
eso?
MIKE.— Mire, capitán. Me quitaron mi diccionario cuando me trajeron aquí.
¿Podría explicarme el significado de esa palabra?
CAPITÁN.— ¿Cómo logra Ud. meterse en los sueños de nuestro General?
MIKE.— ¿He hecho yo eso?
CAPITÁN.— Ud. soñó con el General, ¿no?
MIKE.— (Mirando hacia la puerta) Veo que está bien informado. Pero no es como
Ud. dice: en todo caso, fue el General el que se metió en mi sueño. El General y
...
CAPITÁN.— No se esfuerce más: lo sabemos todo.
MIKE.— Bueno, ¿y qué? ¿Acaso también está prohibido soñar?
CAPITÁN.— ¿Cree Ud. que vamos a arriesgarnos a que siga manipulando la
mente de nuestro General?
MIKE.— Vamos a ver, capitán, ¿está Ud. loco o qué? ¿Cómo iba yo a hacer tal
cosa? Yo sólo pretendía entregarle un mensaje, pero ya no hace falta; así que
asunto resuelto. Olvidémoslo todo y sigamos con nuestras vidas.
CAPITÁN.— ¿Qué está tramando la CIA? ¿A dónde quieren llegar?
MIKE.— Estarán con lo de siempre, supongo: conspirando aquí y allá para
derrocar a alguien o aupar a alguien al poder. ¡Qué sé yo! (Al percatarse de cómo
se le ilumina el rostro al capitán) Un momento. Un momento. Que yo no tengo
nada que ver, ¿eh? Le dije que era de la CIA porque creí que así me dejaría
marchar, que quede claro.
CAPITÁN.— Ya ...
MIKE.— De verdad. Yo no tengo nada que ver con esos. ¿No podría dejar de dar
vueltas? Me está mareando. Se lo repito: yo ya no tengo nada que hacer aquí.
Fue todo un lamentable error.
CAPITÁN.— Un error que aquí se paga con la muerte.
MIKE.— Mire, capitán, está Ud. jugando con fuego.
CAPITÁN.— Las amenazas no van a servirle para nada. No espere Ud. que
vengan a ayudarle. Lo tenemos todo bien atado.
MIKE.— Capitán, se lo advierto: soy un embajador del Cielo. Va a provocar Ud.
un grave conflicto.
CAPITÁN.— ¿Vuelve Ud. a hacerse el loco?
MIKE.— Me rindo. Lo que ha de pasar pasará. Su castigo será saber que Ud.
pudo haberlo evitado.
CAPITÁN.— Correré ese riesgo. (Señalando los folios garabateados de la mesa)
Siga escribiendo. Es su testamento.
Sale. Mike se echa a llorar desconsoladamente en cuanto se
cierra la puerta.
MIKE.— ¡Padre! ¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?

EPÍLOGO
Habitación del hospital. Mike duerme. Entra la Dra. de la
Parra y se acerca a Mike. La puerta permanece abierta, las
luces apagadas.
PSIQUIATRA.— (Dándole golpecitos a Mike en el hombro. En voz baja) Mike.
Mike. Despierte.
MIKE.— ¿Eh? Señorita, ¿qué hace Ud. aquí a estas horas?
PSIQUIATRA.— Baje la voz, Mike. Tiene que escapar. Van a matarle.
MIKE.— (Mirando hacia la puerta) ¿Y el guarda?
PSIQUIATRA.— No se preocupe. Ya me he ocupado de él. Vamos, sígame.
Mike se detiene en la puerta.
MIKE.— (Mirando hacia abajo) Ya veo cómo se ha ocupado de él. ¿A dónde me
lleva?
PSIQUIATRA.— (Desde fuera) Calle y sígame.
Desaparecen los dos. Al cabo de un rato, se abre una
ventana por encima del escenario y ambos asoman la
cabeza.
PSIQUIATRA.— (Mirando hacia el patio de butacas) No hay moros en la costa.
Se mete para adentro y saca una cuerda. El extremo de la
cuerda llega casi hasta el suelo del patio de butacas.
MIKE.— ¿No pretenderá que baje por ahí?
PSIQUIATRA.— No hay otro camino. Hay un coche vigilando la puerta principal.
MIKE.— Prefiero que me maten ellos a matarme yo.
PSIQUIATRA.— No seas tonto, Mike. (Señalando una de las puertas de salida del
patio de butacas) ¿Ves aquel coche de allí? Te están esperando para sacarte del
país.
MIKE.— ¿Y tú qué vas a hacer?
PSIQUIATRA.— No te preocupes por mí. Tengo amigos poderosos. Ellos me
ayudarán con el capitán. Venga, date prisa.
Mike se descuelga por la ventana.
MIKE.— Me he dejado mi ...
PSIQUIATRA.— No te preocupes ahora por eso. Baja, por favor.
Mike empieza a descender. Cuando está a medio camino,
vuelve a detenerse.
MIKE.— No me has dicho tu nombre. ¿Cómo te llamas?
PSIQUIATRA.— Susana, me llamo Susana. Ahora, vete. Deprisa.
Mike se descuelga hasta el suelo. Se separa un poco del
edificio y se vuelve para despedirse de la doctora moviendo
la mano.
PSIQUIATRA.— (Despidiéndose también con la mano) Adiós,
Mike. Si ves a mi madre ... Nada. Adiós.
La doctora se pone a recoger la cuerda. Mike echa a andar
en dirección al coche.
MIKE.— Era broma, Dios. Yo nunca he dudado que me sacarías de ésta ... No,
por favor, no quiero más misiones ... Bueno, ya lo discutiremos cuando estemos
en casa.
TELÓN
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