La visión que nos ofrece el cristianismo acerca de la
realidad del matrimonio parte de dos premisas:
1) El matrimonio forma parte de la condición humana del creyente, y está sujeto a la conducta que el cristiano ha de mantener de acuerdo con el contenido de la fe. 2) El matrimonio pertenece al orden de las realidades destinadas a desaparecer en la resurrección gloriosa del hombre, y en este aspecto no es sino un signo de las realidades futuras, de la comunión que Dios mismo quiere establecer con su pueblo y con cada uno de los creyentes. La importancia que el cristiano concede al matrimonio se comprende con ambas premisas bajo una doble perspectiva: Está llamado a la santidad y es signo del amor de Dios a la humanidad. En el Nuevo Testamento se presenta a Cristo como el Esposo que llega para celebrar sus bodas con la humanidad en comunión con todos los que esperan y ansían su venida. La imagen de las bodas expresa el mensaje central de los Evangelios: la llegada de aquel en quien se cumplen las divinas promesas, que viene a sellar con su sangre la alianza de Dios con su pueblo, que trae la paz y la reconciliación para todos los pueblos, que convoca a todos al banquete celestial. En el Antiguo Testamento se resalta la fidelidad de Dios hacia su Pueblo. Para mover a la conversión, para inspirar la confianza en el Dios de las promesas. Mientras que el Nuevo Testamento destaca el hecho de la celebración de las bodas. Para anunciar las bodas del hijo del Rey, para invitar a la fiesta y celebrar con alegría el banquete del Reino. La imagen de las bodas expresa el sentido que tiene la llegada del Reino, la presencia de Jesús entre los hombres, la etapa última y definitiva de la historia de la salvación que alcanza la plenitud en la persona de Jesús, el Dios encarnado y que se consumará al final de los tiempos con la incorporación a la Iglesia, cuerpo de Cristo, de todos los redimidos. A la luz de estas bodas celestiales, la realidad humana del matrimonio pasa a un segundo plano y aparece una nueva forma de vida que busca el seguimiento de Cristo a través del amor consagrado a los valores del Reino. Esta realidad no es sino una forma de situar al matrimonio humano en el nuevo contexto de la libertad y de gracia creado por la venida de Jesús. El matrimonio se revela como una realidad sometida a las limitaciones de todo lo humano, impedida por las propias estructuras humanas para llevar a cabo el ideal cristiano de perfección, carente de las condiciones sociales, morales y espirituales necesarias para poder cumplir sus funciones de acuerdo con los proyectos de Dios. La primera experiencia auténticamente cristiana que tiene la comunidad de creyentes, después del día de Pentecostés, es la de sentirse la familia de Jesús. Una vez que los apóstoles y creyentes han pasado por el trance doloroso de la pasión y resurrección de Cristo, logran experimentar la nueva realidad de ser la familia, la comunidad e Iglesia de Jesús. Dentro de la primitiva familia cristiana, habría sin duda casados y familias con hijos que debían atender a las obligaciones de su vida de trabajo y hogar. La situación de aquellos cristianos varía poco, pues la enseñanza de Jesús no exigía un cambio en la condición de vida de los creyentes, sino en las actitudes del corazón y en las obras de santidad, de caridad y de servicio a los demás. La perfección esta en el amor. El Apóstol de los gentiles no se limita a señalar a los esposos cristianos sus deberes conyugales, sino que les exhorta a inspirar su conducta en el amor que Cristo tiene a su Iglesia, apoyándose en la idea de que la unión entre los esposos es semejante a la unión que existe entre Cristo y su cuerpo, la Iglesia. En esta comparación, situada en la carta a los Efesios, Pablo quiere dar a conocer el gran misterio que tiene la plenitud de los tiempos. Este misterio consiste en que Cristo ha sido constituido en cabeza del universo entero. Los incorporados a Cristo participan de su resurrección y de su gracia, son conciudadanos de los santos y familiares de Dios y forman un templo santo. San Pablo expone los deberes conyugales a la luz de la fe en Jesucristo y en su amor redentor. La mujer es para el esposo como su propia carne, al igual que la Iglesia es el cuerpo de Cristo. El esposo debe amar a su mujer y cuidarla como a su propia carne, como a sí mismo, al igual que hace Cristo con su Iglesia. El paralelismo entre matrimonio y la Iglesia refleja dos realidades distintas: 1) Misterio de la Iglesia: los bautizados forman un cuerpo unido a Cristo, su cabeza. 2) Gn 2, 24. “Se hacen una sola carne” “Gran misterio es este, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” Ef 5, 32 Pablo presenta el matrimonio a la luz de la relación que existe entre Cristo y la Iglesia, como una realidad llamada a expresar de manera especial el amor que Cristo manifiesta a la Iglesia. Los sentimientos y deseos de los esposos se convierten en obras de verdad y santidad. Una dimensión nueva a la luz del amor de Cristo a la Iglesia. El cumplimiento de la ley no consiste en seguir escrupulosamente las más mínimas prescripciones mosaicas, sino en buscar el bien con un corazón recto y puro. El discurso de la montaña alude al adulterio y al divorcio, como dos puntos conocidos de la moral judía. En cuanto al adulterio, la enseñanza de Jesús pone el acento en los deseos que brotan del corazón. Los relatos más extensos sobre este tema pertenecen a Mateo y Marcos. El de Marcos es el más primitivo y coincide en lo esencial con los demás textos que hay sobre el divorcio en el N.T. El Evangelio de Mateo cuenta con dos versiones: una más breve que pertenece al sermón de la montaña y otra más extensa. Ambos relatos muestran la postura de Jesús respecto a la Ley mosaica del divorcio y en relación a la legitimidad moral del divorcio. Frente a la opinión de los fariseos que alegan la ley mosaica a favor del divorcio, Jesús explica que ello se debe a la dureza de su corazón. Jesús recuerda las palabras del Génesis según las cuales “dejará el hombre a su padre y madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne” Para mayor conformación de estas palabras, Cristo se pronuncia en contra de la disolución del matrimonio “Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre” “lo que Dios unió, no lo separé el hombre” Pablo transmite este logion como precepto del Señor. Según este precepto, no es lícito entre cristianos el divorcio en sentido estricto, es decir, con posibilidad de contraer un nuevo matrimonio. No cabe un nuevo matrimonio del hombre o de la mujer divorciados. La postura de Jesús en contra del divorcio consta con claridad en la primera tradición cristiana. Los esposos cristianos no deben separarse, y si lo hacen, han de intentar reconciliarse, pero no pueden casarse de nuevo. La unión de la pareja no es meramente convencional, sino que lleva en sí misma inscrita la llamada de Dios a vivir en amor y en unidad. Para los esposos cristianos, el matrimonio es una llamada a vivir el amor de Cristo en la comunidad de la pareja y de la familia. Pablo eleva el matrimonio cristiano a la condición de signo del misterio de la Iglesia, que es misterio de amor y de fecundidad. La caridad de Jesucristo quiere difundirse a través de la unión matrimonial y de la familia.