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destacado.
Habría que comenzar, sin duda, por San Alberto de Jerusalén cuyo papel no fue el de
un mero legislador de la Orden sino que en cierto sentido fue su verdadero fundador;
su recia personalidad y su propia vivencia quedaron sin duda plasmadas en los
grandes valores y principios dictados en aquella formula vitæ por los que se habían
de regir los primitivos eremitas del Carmelo. Aquellos monjes no se preocuparon ni
mucho ni poco en que de sus vidas quedara constancia; simplemente se limitaron a
vivir a tenor de unos ideales que se habían forjado en un lugar y en circunstancias
concretas, las del Monte Carmelo, pero que hubieron de trasladar muy lejos del lugar
en donde habían surgido. Las diversas refundaciones de que ha sido objeto a lo largo
de la historia ha originado que el Carmelo haya siempre reemprendido altos vuelos
de constante renovación, siempre orientados hacia sus fuentes de origen, pero sin
las trabas de los hechos formales de una fundación canónica.
Nuestros primitivos escritores, hijos ya de la nueva cultura de Europa forjada en