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Ricardo Zelarayán

La piel de caballo
El cuento de una novela,
o veinticinco años después

Hasta no hace mucho yo sólo escribía para tirar o perder. Se supone que tirar es
consciente y perder no lo es.

Pero en 1972, Norberto Soares me hizo publicar La obsesión del espacio, mi primer libro
editado, tres o cuatro meses después de terminado...

Desde entonces dejé de tirar... sin dejar de perder.

La piel de caballo, novela escrita en poco más de un mes, entre diciembre de 1974 y enero
de 1975, fue también el resultado de una crisis sentimental, laboral, económica, ideológica,
personal y nacional, que me llevó a refugiarme en la casa de unos amigos en el Gran Buenos
Aires. Yo ya era entonces, valga el eufemismo, “un señor mayor”, aunque como siempre un
“juventón”.

“Novela que protagonizan el vértigo y la violencia”, como escribió en su momento


Telma Luzzani, La piel de caballo, título que alude a esa sísmica piel espantamoscas, narra la
incursión fugaz en Buenos Aires de un provinciano pequeño burgués, marginal y resentido.

Publicada en 1986, once años después de escrita, yo nunca podré saber realmente cómo
pudo salvarse en medio de la vorágine de las persecuciones, las desapariciones y el genocidio
atroz de la siniestra dictadura militar.

Tras su aparición, Eduardo Grüner veía en ella “una consciente vacilación entre el ritmo
entrecortado y nervioso y la letanía inquietante, que define un estilo singular en la literatura
argentina, singular por su rareza aunque plural por su estrategia, un estilo polifónico hecho con
voces múltiples y heterogéneas”. Telma Luzzani mencionaba también “el poder del habla”, y
agregaba que en La piel de caballo “el habla identifica, delata, produce complicidades o fobias,
desencadena acciones, provoca”. Y Miguel Briante, por su parte, afirmó que el libro “es uno de
los más sólidos y delirantes que haya producido la literatura argentina en los últimos años”.

Y bien, hasta ahora nadie dijo o se animó a decir que la novela es mala. Pero otras
críticas, sin dejar de ser elogiosas, confundieron el símbolo con la presencia y asociaron con
lamentable facilidad el caballo del título del libro con la gauchesca, el sainete, la parodia y otras
tonterías de la posmodernidad. No faltó una conocida periodista que, tras desmentir
rotundamente presuntas influencias celinescas y joyceanas, insinuó que el libro era un calco de
cuentos y leyendas populares argentinas compiladas por una ignota profesora y antropóloga de
los tiempos del Proceso.

Después de La piel de caballo he publicado poco y nada. Confieso que me he perdido en


Lata peinada, una novela enorme y torrencial de la cual se publicaron fragmentos en varios
medios, y que ya ha comenzado a perderse a su vez... Realmente, no sé qué hacer con ella.
Como reacción, escribo ahora libros “minimalistas”.

Dicen que mi feroz autocrítica es sólo un pretexto para no publicar o para no escribir, y
encima me acusan de “hacerme el Rulfo”, el gran escritor jujeño... ¡perdón!, mexicano, a quien le
alcanza y sobra con sus dos pequeños libros.

Ricardo Zelarayán

Verano 1999
A Laura Robles y Pepe Ascuri, que hicieron posible que esto se escribiera en aquel verano
inolvidable de 1974-75

¡¡¡Agárrenme que lo mato!!!... El petiso manoteaba hacia atrás buscando o invocando la


patota raleada que se había hecho humo. ¡Sin patota y con mina! ¡Puy, puy, puy! A caballo
desbocado no se le miden los trotes, me dije. ¡Mentira! En ese momento me sentí un poco el pe-
tiso de la calle en medio de la algarada de la madrugada tenebrosa. ¿Quién sería el petiso?
¿Jorge Sobral? ¿Por qué no Piazzolla? Además mi mujer andaba o anda queriéndome matar y yo
no quiero saber nada. Quiero salvar el cuero. Entonces el petiso ese casi era yo. ¿Estamos? Yo
trataba de dormir ¿insensible? a ese juego sin pelota que se desarrollaba en la cortada oscura. Yo
no era mirón, era escuchón. ¿Estamos? Escuchar sin mirar era el verso, el mío. Mirar y escuchar
o mirar sin escuchar no tenía fragancia, no tenía fragancia de viejo patio con parra.

Troilo, ¡verde gusano de parra! ¡Lástima, che mandolión! Mandolión troileano, verde
gusano sobre la parra del tango... Todo eso era mentira entonces y verdad ahora. ¿Qué ha
pasado? ¿Qué me anduvo? ¿Eh? Lo de siempre.

Yo, movido a empujones por la muchedumbre del centro o, de caña pensante, en la


calesita de mi pensamiento circular y vicioso. Algo ha pasado para que en aquel momento me
estremeciera la tremolina de afuera y aura me trepe la risa. El petiso de la calle enfrentaba
verdoso al número que tenía adelante. La mina que lo acompañaba le encajó un carterazo a un
enfrentado. Así... ¡de canto! ¡Se armó! ¡La mina se largó primero! (¡Qué hace el petiso? ¿Todavía
no?). Una mujer del otro grupo, zapato en mano, se trenzó entonces con Jorge. (¿Pero era
realmente Jorge Sobral? Miento. ¡Yo soy provinciano pero no tengo nada contra el tango y estoy
dispuesto a subirme a ese árbol si se da!) El petiso verdoso, suavemente iluminado por el neón,
recibió el agudo taco en pleno ojo, un taco caliente como el sello del ciego que lacrea en el correo
(que, de paso, ¡boludo!, se quema los dedos con los fósforos). Gotas de lacre caliente, espesas.
Gotas de sangre tibia caen del mandolión de Troilo. ¡Hay sangre sobre Piazzolla! (¡Otra vez!
¿Quién te dice ahora que era él? ¿No habíamos quedado en Jorge Sobral? ¿Quién te contó lo del
taco en el ojo? ¿Quién, pero quién?, pero, ¿qué cascabel y qué gato? ¡No te olvidés ahora que vos
estabas de cieguito, de puro escuchón! No te animaste a bichar. ¿Estamos? Ahora es fácil reírse
de la gresca reduciéndola a una bravuconada con petiso. ¡Pero contá! ¿Qué te pasaba en ese
momento?) El petiso trataba ahora de salvar el smoking, total la mina paqué... (¡Grandote al
pedo, ahora te agrandás! ¡Vos también pensabas en salvar la ropa por si tu mujer te quemaba la
casa! Y ahora... ¡Dale, dale, tono menor! Ahora pura joda, ¡pero seguro que cuando escuchabas
el barullo de la calle vos sentías altro que taco en el ojo! ¿Y la sangre, grandote? ¿Y el polvo que
te llena el departamento, pedazo de prófugo? Oíme sordito, vos sentís el agua cuando te llega al
cuello, ¡pero el polvo te entra de la calle silenciosamente, a la quita callando! ¿Te da miedo
mirar, escuchonazo? ¿Por qué los metés en el baile a Jorge Sobral y a Piazzolla? ¡Asómate,
lacrecito! ¡Asómate lacrecito alacre!) Al final el petiso se salvó. Se salvó por un auto que se metió
de contramano y de paso reventó un gato. Despatarrados cuidadores de coches dormían la
mona en la vereda. El gato despanzurrado entraba en la farra como única víctima. Es ley de la
vida, de la vida nocturna, no dejar rastros. Apenas un gato muerto. Un cuidador borracho im-
ponía el orden entre los coches brillosos. La lluvia de esa madrugada limpiaba el marco. (Es
cierto que no era tan sainete lo de aquel momento. Yo era un títere de ese insomnio que ahonda
y ensancha las orejas de los sordos. Yo seguía queriendo la mujer que yo quería, fraguado como
lacre y ciego hasta la otra vuelta. Sudor en invierno). La cara pálida del día siguiente. El gato
muerto barrido por los pies de la ajetreada muchedumbre. ¡Cómo se me han desteñido los
cabecitas del 17! ¿Dónde estará aquella vuelta’el perro con puñaladas de la Enramada?

¿Dónde? Hoy, nada más que una correcta muchedumbre blanca que obedece
astutamente a los semáforos. Hasta ahora el día siguiente no me ha fallado nunca... Pero, por las
dudas, no hay que joder con Buenos Aires. A la larga, la pálida Buenos Aires te la da: “—Señor,
¿qué se va a servir?”; “—¡Te lo juro por mi madre!”; “—¿Cómo me decís eso?”; “—¿Le hablaste,
le alcanzaste, le miraste?”; “—¿Te acerco a algún lado?”; “¡¡¡Oiga!!!”; “—¿Me toma, diga? ¿Me
toma?”

Casi sin querer ella inclinó la cabeza para mirarse la punta de los zapatos. Todavía no
sabe por qué esa imagen le trajo llanto. Se puso sola por un momento. Un momento para
reponerse entre los azulejos y las canillas relucientes. Enseguida volvería a la agitación de
afuera del “toilette”. ¿Pero alguien se habría dado cuenta? Salió lavadita, resplandeciente,
aunque la pena aún golpeaba con olas mansas la boya de su corazón. Aspiró a raudales el aire
acondicionado de esa oficina luminosa y funcional de la avenida Alem. Una rosa en un vaso de
agua. Una rosa era ella también, aunque porosa a las penas últimamente. El rumor de un po-
deroso jet la estremeció a pesar suyo. Por primera vez vio que las patas de su escritorio eran
blancas. Después, para darse ánimo, mezcló rápidamente como naipes una pila de expedientes
hasta recomponerse por dentro. A los diez minutos nadie hubiera notado nada. Ni ella.
Al ratito nomás de dormirme yo volaba por el techo. Y andaba por ahí, como soy o como
he sido, como un Pegaso sin alas pegado al techo. Y movía las extremidades como un
cuadrúpedo, pero en el aire. De la espalda o lomo me colgaban a ambos lados la sábana y la
vieja y sufrida frazadita marrón con grandes manchas de mate. Así andaba por el techo,
lentamente de un rincón a otro, con el lomo rozando el yeso descascarado.

No sé si decir que las cosas mejoraron dos meses después. En este caso la palabra
mejorar me hace sangrar el alma. Y no sé si entonces eso sucedió al ratito o al rato de dormirme,
pero que dormir, dormía. De pronto me vi frente a un enorme espejo. Y yo era un pur-sang. ¡Sí!
¡Un magnífico pur-sang bien tapadito con esa funda blanca que protege los caballos de raza! Y a
través de los agujeros de mi máscara de pur-sang yo miraba con ojos húmedos al noble animal
reflejado en el espejo. Después golpeé divertido el piso reluciente y verde con mi fino casco
derecho. Después, nunca más.

Amalia, yo nunca hubiera pensado dejarte. No sigas con eso. No es cierto que esa vez
que te abracé sentiste un pesado casco de percherón en la espalda. Desde hace años,
aterrorizado, no puedo mirarme el brazo derecho Amalia, así va el mundo.

—¡A ver, gallego bruto, no te me hagás la pezpireta! ¿Así que sos carnicero vos? ¡Un
matadero clandestino debes tener! ¿Carnicero? ¡A ver, mostrá la permisa, la permisa! ¡A ver
gallego mortadela, mostrala!, interrogaba el comisario, muy persuasiva y hábilmente.

El gaita, aguantado a duras penas por tres milicotes, trataba furiosamente de remolcarlos
por el piso. Estaba jugado. Después arrasaría la comisaría, el barrio. Buenos Aires, ¡todo!

Para mí era la pura presión social. Yo andaba nomás por el yuyal urbano en esas noches
de pajonales sin relinchos. Por esas callecitas suburbanas por donde me internaba nada más que
para oír cantar los grillos. ¡Y la sombra, el fantasma del viejo guarda de tranvía! ¿Dónde andará?
Pero yo me agitaba perseguido por el fantasma calvo de la ocasión, el fantasma de la casualidad,
de la suerte también, the ghost of chance, ¿qué tal? La pura presión social supone cierta firmeza
en la cúpula y una espiral en ascenso. La espiral del raquítico arbolito de la esperanza
fulminado como un pajarito por Tata Dios o por el mismo Mandinga, ¿quién te dice? ¿Iniciativa?
Seguramente. ¿Pero hasta qué momento, hasta qué futuro ad-hoc? Lo anterior siempre supone.
Una vez logrado se realizaría. ¿O se realizaría después de logrado? Decime qué monumento: la
sombra, el fantasma del viejo guarda en calzoncillos tanteando en la oscura madrugada su
uniforme lavado ayer “pa ver si secó” y aunque no, ponérselo nomás y a yugar en el primer 84 y
¡talán! ¡talán!, no pasa el tranvía por Tucumán.

En el viejo camión de mudanzas mis cuatro bártulos locos bailan como monos.
Perdóname linda, la vida siempre continúa, ¿pero no te olvidaste de nada? ¿Estará todo bien
atado? ¿Seguro? Lo anterior siempre supone. Mirá; en esta película vos, que sos muy buena
actriz, estás muy mal dirigida. Él, en cambio, que es tan mal actor, está muy bien dirigido. ¡Y te
roba la película, linda! ¿Pero qué clase de película es ésta? ¡Ah sí! ¡La pelota! ¡La milonga entre
bacanes y la pelota entre grandotes! ¡Viva el pelotazo!

¿Total para qué? Después de quemar furtivamente mis libretas de direcciones en los
pajonales suburbanos, me he quedado sin amigos y estoy aquí arrumbado, derrumbado en un
rincón del café. ¡Con la mirada vidriosa, la melena revuelta, la corbata floja y suelta y con
aliento cloacal! ¡Y pensar que hace unos años yo era un esbelto tubito de neón en un letrero
luminoso de una tiendita roñosa de Liniers! —¡Mozo! ¡Un especial de jamón y queso! ¡Eso!
¡Eso—queso, jamón—neón! Y despabilado además por un pelotazo que recibí en plena jeta, salí
del cafetín con las venas llenas del neón de antaño... ¡Mis ojos se encendían y se apagaban,
anunciantes, deslumbrantes!

¡Zas! ¡Feroz botellazo de Talacasto vacía en la cabeza lustrosa del gaita melón! ¡Sangre
española a chorros sobre la enorme fuente de polenta con pacaritos! ¡Sangre humana, sangre
furiosa, sangre española sobre la viscosa, la plástica polenta! ¡El tano dueño de casa le había
llenado la calva de vidrios al otro peninsular! ¡Qué país! ¡Y ahora el gaita le llenaba la cara de
dedos, de formidables dedos de la mano derecha! ¡Y hasta le metía las uñas mochas y
mugrientas en los ojos! Y mientras, con la otra mano manoteaba el largo y filoso cuchillo
dentado, de cortar fiambre, que estaba sobre la mesa. El gaita pelado y furioso, ahora con una
cabellera de sangre, acometía... ¡Dale! La tana madre lo vio, pero ya era tarde... ¡Ahora le tiraba
al gaita puñados de polenta en los ojos! Pero así, al voleo, a la desesperada. Dominaban
sórdidas imprecaciones tanto más en dialectos de esa tierra civilizada si las hay... Pero el gallego
roña ya me lo tenía bien amarrado del cogote, al tano, como pollo parrillero. ¡Y la mano
izquierda fue un refucilo! ¡Qué zurda, mi Dios! Curiosos gritos los de la nona paralítica en su
cromada silla de ruedas. Por un momento el presente se me borró. ¡La nona y su extraño
graznido de esos instantes me hacía recordar al primer pavo real que vi en mi vida! Fue la
primera vez que vine a Buenos Aires de escolarcito entrerriano. Yo era un pendejo. Justo, el
guacho, era el presidente. Fue como en una película, como en una postal animada del zoo. De
pronto me vi abriendo la boca ante el pavo real que chirriaba. Y ahora la nona paralítica ésta,
vaya, uno a saber qué quería decir con ese graznido que me llevaba al pasado, paralítica antes y
ahora encima paralizada de espanto... Pero espanto de suegra, entendamos. Era la madre de la
tana madre. La tanita, mientras, se agarraba fuertemente de mí. ¡Yo volvía al raje del pasado
para caer en las llamas de la pasión erótica del presente inmediato! ¡Hacé algo, me decía la
gatita, con el tono más dulce de la Tierra! ¡Hacé algo! ¡Ay! ¡Hacé algo! ¡Y me abrazaba cerrando
los ojos como si flotara! Era el mismo tono de: ¡dame la puntita de tu colorada lengua o la otra!
¡Fiera alternativa! Yo tenía que decidirme entre separar a los peninsulares o... ¡Ay morronga!
¡Ay, mi vida! ¡Esperá! ¡Ya, ya! Pero el tiempo es el tiempo y, cuando la cosa ya estaba, cayó la
cana... Yo siempre sordo, y más en esa ocasión: ni siquiera escuché los toques escalofriantes de
la ambulancia. Pero yo, un invitado casual, ¿qué pito tocaba, qué vela llevaba en ese almuerzo
familiar, tan dominical, tan porteño? Casual, ahí está. Casual, todo casual. Pero, ¡qué casualidad,
Carla! ¡Pero qué mona estás! Hacía como dos meses que no la veía. ¿De veras, flaquito ingratón?
¿Y adonde vas? Mirá... la cosa está brava, todavía no sé, no tengo la menor idea. Son las once,
noni, noni, ya tendrías que saber... ¿Por qué no te venís a casa, pichón? ¡Vení que ya es casi la
hora de comer y mamá se está haciendo una polenta bárbara! No, no, sin ningún compromiso...
Aparte de nosotros, viene un señor español que tiene una carnicería. El pobre se quedó viudo
hace unos meses. Vení, esqueletito. Vos sabés, son gente de edad. Después de comer se van a
dormir o a jugar a las cartas al fondo. Ya nos vamos a arreglar, dijo Carla bajando púdicamente
sus grandes párpados. ¿Cómo resistirse? Después sucedió lo de antes y un tremendo oficialote
nos separó violentamente con garfios de acero y brazos de fierro, cuando ya la cosa estaba ¿eh?
Y bueno, ni almuerzo ni nada. ¡Todos en cana! Todos menos el taño dueño de casa que se
mandó mudar en la moderna ambulancia con dos feroces tajos, con esos tremendos tatuajes en
profundidad propios de la furia española. A todo esto al gaita lo arrastraban a gatas entre cinco
uniformados. No podían darle la salsa porque sangraba a mares y aún le picaban los cachos de
vidrio puntudos que tenía en la calva. Pero el gaitón no cejaba. En total inferioridad de
condiciones creía, ¡qué bruto!, que cualquier situación podía invertirse, siendo como era un
gaita por los cuatro costados. ¿Será asesino ya? me preguntaba yo. Y miraba de reojo el reloj del
oficial que me conducía sin ninguna clase de contemplaciones. Por las dudas, pobre tano. ¡Era
tan bueno! Un hombre de trabajo, honesto, servicial, claro que a veces se impacientaría, pero a
todos nos pasa eso. Después me dijeron que tenía mal vino. Ahora era un trapo, un trapito...
¡pobre tano!

Ya en la calle dos pálidos oficiales corpulentos me arrojaron fácilmente, como un viejo


escobillón, en el fondo del patrullero. Por mi parte, yo caí como una bolsa e´papas en el piso
mientras mi cabeza se posaba violentamente en una manija niquelada. “¿Ah sí, pibito? ¡Ahora
vas a ver la que te espera flaco escopeta!”, y el que hablaba me tiró un guantazo con la palma
abierta y regordeta que recibí casi insensible. Yo estaba en otra, completamente. Me izaron
entonces como un pelele. "¡Puta que sos livianito, mariconacho!”, y me metieron entre ellos dos.
¡Lindo sángüiche! Con algo de gata parida... ¡Qué calidez! Pero yo estaba en otra. En la pantalla
de mi pensamiento aparecía Carla. ¿ Dónde estarías tanita querida? ¡Nuestra separación física
había sido tan brusca que aún mi corazón seguía iluminado por la diáfana y fogosa luz de su
pezón derecho! ¡Mierda, qué calentura! ¿Dónde estarías, dónde estarás ahora tanita gatona? Tal
vez se había ido con su vieja antiojuda en la misma ambulancia del pobre tano malherido. ¿Y la
nona? ¡Caray!, ¿también se la habrían llevado graznando siempre en su cromada silla rodante?

¡Vaya qué enigma! Yo estaba muy caliente, como se dice. Carlita, ¡ay!, ¡ay!, ¡ahora! sí,
¡ahora!... decía silenciosamente haciendo la banda sonora de las escenas que se proyectaban
mudas en mi mente, en las que aparecíamos nosotros dos tiernamente abrazados, soldados, en
medio de la atroz trifulca de sangre y polenta. Después, como es de suponer, agregaba a los
documentos reales que se me proyectaban fresquitos, una continuación, una secuencia “a
piacere” con lo que debía haber pasado... una secuencia de tono subidísimo, naturalmente.

Y ni me acuerdo de cuándo me bajaron, ni siquiera de la fachada de la comisaría... Pero,


¡qué mentecato y palurdo sos! me decía yo, ¡cómo no te diste cuenta antes que la Carla estaba
con vos! Lo de mentecato y palurdo eran palabras dichas por el gaita que se me habían grabado
en medio de la violenta rosca junto con los confusos vocablos dialectales de los tanos
invitantes... y el graznido de pavo real de la nona paralítica, ¡me olvidaba! Ya ni me acuerdo de
cómo y cuándo me bajaron a empujones y totalmente erecto. ¡Eh! ¡A un erecto no se le pega! ¡A
un perro abotonado no se lo despega, diga! Claro. Yo eso lo pensaba nomás, mientras era
violentamente impulsado hacia adentro o absorbido como basurita por el tremendo poder de
succión de la comisaría. Pasé como céfiro sobre la ancha vereda, después volé por una
amansadora convencional, y en un santiamén me vi en un corredor, ya arrastrándome en zig-
zag como pelota pinchada, como pelota fofa, empujoncito va, empujoncito viene. “¿Y como te
va? ¡Te estábamos esperando! ¡Llegás justo” ¿Eh?”. La última patada me embocó exactamente
delante de un mostrador. “¡Despertate marmota! ¿Qué te creés?” dijo la carota imponente que
me enfrentaba y me estaba destinada. Sería el oficial principal o algo así: “¡Qué! ¿querés dormir
la siesta aquí, eh?” Y ahí nomás me encajó un tremendo golpe de filo de mano. ¡Qué callo feroz!
¡Un borde de mármol de una pulgada asestado velocísimamente justo en mi clavícula quebrada
años atrás en un accidente! ¡Me hizo bramar! Y antes de entregar mis documentos me acordé del
chueco aquel, una bestia de mi pueblo —pero ¡qué gran tipo!— que arreglaba huesos salidos, a
presión, a trompadas e incluso a patadas. Te hacía bramar, sí, pero después, con el huesito bien
puesto, te ibas de vuelta a la cancha a seguir peloteando, feliz y contento, silbando La
Cumparsita. Y por un instante volví a ver el Paraná estupendo de ese mediodía de otoño, las
dragas del Ministerio que remoloneaban entre las islas de jubiloso verde intenso, la maravilla
azul de los jacarandaes. Hasta que, ¡zas!, ¡otra monumental caricia a velocidad, aunque menos
certera que la anterior! Entonces dije con la voz más dulce de la tierra: “Discúlpeme usted señor
oficial. Aquí están mis documentos”. Comenzaba otro problema, lo veía venir al vuelo: un viejo
problema de identidad. “¡Eh!, gritó el principal, ¿qué es esto guacho? ¡La cédula, qué la libreta!
¡la cédula, quiero la cédula!” Y, de mientras, hacía rebotar el grueso callito del borde de su
manita sobre el mostrador de caoba… Sorprendido ahora por esa palabra guacho mi cabeza
trabajaba a full. ¿No sería por´ai paisano mío este animal? ¡Si era, la ganaba seguro! Sin perder
un segundo y viendo que ni siquiera había abierto la libreta, insinué: “Por favor, señor oficial,
¿puede usted controlar si coinciden mis señas particulares? La libreta de enrolamiento es un
documento público. Yo soy entrerriano…” El principal me miró con gran desconfianza, y hasta
parecía que me ia a arrimar otro saque, pero finalmente abrió la libreta. No pudo más. No pudo
evitar que le saliera del alma una voz afectuosa de padre comprensivo: ¡Entrerriano!
¡Entrerrianito como mis finados viejos! ¿Y cómo te has metido en ésta gurisito? Vos estás medio
mal entrazado, no me gusta mucho tu facha, tenés una mirada de turco, ¡pero aquí dice Paraná!
¡Mis viejos eran de Rosario Tala, pero tengo unos tíos en Paraná! ¡No sigás gurisito cursiento!
¡No te metás en líos! Yo tengo que proceder. Yo soy porteño, muy porteño. Toco la viola,
¿sabés?. Estaba confidenciando demasiado, tanto que yo ya maliciaba un nuevo brote de
violencia. Hay que ver que ahora yo estaba a la ofensiva: en plena comisaría le había asestado
un fuerte golpe, un golpe sentimental, claro, un golpe bajo tal vez. Y esperaba una reacción…
Pero no: “¿Para qué te metiste en estas cosas pibe? ¿Quién te saca ahora? ¿Cómo no se te ocurrió
separarlo, desarmarlo, convencerlo a ese gallego bestia de tu viejo?”. ¡¡¡Qué!!! —no pude evitar
un gritito— ¿gallego yo? ¡Ehhh! Perdón, mi querido oficial principal, dije suavemente entonces.
Hay aquí una tremenda confusión. A ese lo he visto hoy por primera vez, al gallego... Se lo
juro... Soy amigo a ratos de la tanita. Hoy, por pura casualidad, ella me encontró en la calle y me
invitó a almorzar en su casa por primera vez, ¡mire usted! Por otra parte, mi padre era del norte
y medio aindiado, mi madre es entrerriana como yo. Nada que ver con los gallegos... Ni con los
tanos, agregué por las dudas. Usted comprenderá: ¡qué podía hacer yo, un visitante de primera
vez! Además yo estaba en otra, ¿me comprende? Yo estaba con la tanita... Soy soltero. Cuando
nos dimos cuenta de lo que pasaba ya no había nada que hacer. Y si hubiera podido hacer algo
por´ai no contaba el cuento.

¿Comprende señor oficial? El oficial ya estaba de mi lado, aunque le costaba. Se tomó la


frente y visiblemente preocupado, bajando la voz, me dijo: “Pero pibe, hay un problema. ¡Este
gallego bruto no quiere cantar! Este animal no habla. ¡Pega! Mira que aquí hay experiencia,
¡pero a esta bestia parece que no la ablanda, nadie! Le hemos registrado con mucho laburo su
ropa hedionda y pringosa, ¡y lo único que le hemos encontrado son unos miserables billetitos
estrujados en el fondo del único bolsillo sano! ¡Hasta ahora, y hasta, que no aparezcan los
documentos —el oficial miró la hora en su reloj— vos sos aquí el hijo y el cómplice del gallego
asesino! Pero quedate tranquilo. Ahora necesito una impresión de tu dígito-pulgar para
completar tus datos. Y después esperá tranquilo en aquella salita. Dejá pasar un poco el tiempo,
esperá nomás. ¡A ver agente Fottini! Condúzcame este detenido a dactiloscopía! ¡Y tráigame a la
brevedad su impresión dígitopulgar para controlar su documento!”, ordenó profesionalmente el
oficial principal. El agente me acompañó sin tocarme y sin hablar hasta un pequeñísimo
cuchitril siguiendo por el corredor hacia la izquierda. Abrió una puerta. —¡Ah!, fue lo único que
dijo, queriéndome decir entra. Entré. Un hombre de remera colorada subido en una escalerita
ordenaba en un estante unas carpetas azules. Otro, de espaldas y apoyado en el mostrador era
evidentemente un oficial sin la chaquetilla. El miliquito se cuadró. El oficial se dio vuelta
lentamente, me miró sin verme y dijo: “¿Qué?”. “Dígitopulgar derecha, oficial.” Almohadilla,
apoya dedos, pulgarcito y ¡pum! al papelito. Al ver mi fino pulgar el oficial fortachón no pudo
resistirse. “¡Qué lindo dedito que tengo yo!”, y me lo trituró de paso sin dejar de esbozar una
sonrisita. “¿Te dolió, eh?”, me dijo. “Aquí hay que ser macho pibe, ¡aprienda!” El miliquito se
apoderó del papelito con mi impresión digital y se cuadró. Y esta vez sí me empujó para que
saliera, quizá para quedar bien con el oficialito rompepulgarcitos. Pero ya en el corredor se
suavizó y me puso en manos de un compañero después de decirle solamente “salita”, y darme
un cordial empujoncito de “hasta lueguito”. El otro que me tocaba era un tapecito regordete y
me llevó hasta la “salita” con más pinta de corredor que otra cosa. Era un recintito de tres por
dos, cuanto más, con dos largos bancos e madera apoyados contra las paredes opuestas. Una
especie de salita de paso, de circulación, una antesala del calabozo. Una luz anémica amarillenta
de lamparita pelada y sucia bajaba del techo lóbrego. De un lado, sin puerta, la salita
comunicaba con el corredor. Del otro, había una puerta cerrada con visillos bastante limpios, y
se veía luz en la habitación de al lado. El vigilante regordete, señalándome con el dedo el vacío
banco de madera, me gritó: “¡Aquí!”, como quien educa un pichicho. Después volvió al
corredor y se quedó mirando en silencio desde allí. En el banco de enfrente estaban otros dos
tipos como yo, digamos. ¿Qué habrán hecho estos dos pillastres? pensé enseguida. Ellos me
estudiaban de reojo y, seguro —¿habrían llegado juntos?—, estaban pensando lo mismo que yo:
¿Quién será este mequetrefe y qué habrá hecho? ¡Mirá la carita de ángel que pone! De pronto,
uno de ellos lo miró al otro. Ahí se vio clarito que no habían llegado juntos. Uno parecía decirle
al otro con la mirada: “¿Y vos polaco podrido? ¿Quién te ha visto y quién te ve? Sos un santito
acaso?”. Y el otro al uno: “¡Salí, fruto del país, sorete empolvado, con esa jeta abollada tenías
que caer aquí!”. Casi igualito, pero no tanto, que en las salas de hospital. Una vez, un pobre
deshauciado me decía sigilosamente desde su cama meada, en un momento de lucidez: “Mirá,
el que está jodido en serio es el de la cama de la derecha. Ese sí que no se salva. La gorda que lo
viene a ver se dispara a cada rato para llorar afuera. Seguro que ya se lo dijeron. ¿Y el de la
cama de la izquierda, que hace una semana nomás se hacía el Tarzán? ¡Escuchá cómo respira!
¡Ese no pasa de esta noche! ¡Por’ai se queda ahora nomás!”. Y bueno, como decía, me estuve en
aquella sórdida salita muy entretenido con ese juego de miradas: “¡Estafador, agiotista,
escruchante!”, acusaba yo al polaco. “¡Asesino de tu vecino!”, me respondía el gringo.
“¡Porteñito vago y raterito!”, me acusaba el más criollo. Ahí me dio en lo más íntimo: “¡Que te
recontra! ¡Más porteña será tu madre! ¡La boca se te haga a un lado, pampeano de mierda!
¡Andá que te zurzan! ¡Cruz diablo!”. Y así habrán pasado como dos horas, hasta que de pronto
se abrió una puerta, la única, la de los visillitos, y por el ruido que hizo pareció que no se había
abierto en mucho tiempo. Entraron —o salieron— dos oficiales bigotudos. El más bajo, me
apuntó con la mirada, y en el corredor le preguntó al canita, levantando la voz para que lo
oyéramos: “¿Quién es ese enclenque que no lo vi antes?”. El milico respondió en voz baja,
inaudible al menos para mí. “Ajá, dijo, ¿y será capaz de eso? No le veo uñas ni facha. Bueno,
sacámelos de aquí. ¡Afuera todos!”. Evidentemente, iban a pasar algo o alguien por la salita y no
querían testigos. “Esos dos allá”, prosiguió el oficial, y señaló algún recoveco del corredor. “Al
flaco tísico llevámelo al fondo,
¡paseámelo!” Enseguida apareció otro milico que se llevó a los empujones al polaco y al
pampeano.”¡Afuera, afuera todos!” Y el canita que ya estaba se encargó de desalojarme a mí.
“¡Vamos, vamos, arriba!”, me dijo, aunque yo ya estaba parado.”¡Rapidito!” Me tomó
enérgicamente del brazo. Y entre palmada y empujoncito seguimos por el corredor hacia el
fondo, doblamos después por otro corredor a la izquierda, después otra veza hacia el fondo y
ahí volví a ver la luz del día que se filtraba por una puesta de fierro de mugrientos vidrios de
color. La abrió, empujón hacia afuera y ¡ah!, ¡el día otra vez! Un patio de baldosas rojas, y a la
izquierda y a la derecha, pabelloncitos bastante nuevos color gris. Y se oían murmullos,
ronquidos, grititos de pobres diablos enjaulados. Seguimos luego, siempre al ras, por un
corredor estrecho, que terminaba en un pequeño patiecito con una habitación a la izquierda y
un patio de tierra al final, donde caía espléndidamente el sol en posición de cuatro, cinco de la
tarde –estábamos en primavera—. Allí, casi en el patio de tierra, sentado en un banquito de
lona y tomando mate, estaba un milico, sin chaquetilla, morochazo de pelo, aunque no tanto de
cara, una cara medio cuadrada, de facciones angulosas con un bigote recortado y medio ralo,
que nos miró con expresión entre sorprendida y divertida. “A ver Dorilo, dice el oficial
Cacciabue que me lo hagas mover un rato. ¡Que barra! ¡Que saque un poco de polvo! ¿Me
entendés? Vamos, tenelo, ¿qué estas esperando?” Y el otro milico se fue. El canita del mate
siguió chupando un rato largo la bombilla, mirando oblicuamente el suelo. Se rió en silencio.
Después bajó lentamente la bombilla de la boca y me dijo: “Ya me hablaron de vos. ¿Así que sos
tagüé?”. Volvió a chupar mate, se rió otra vez en silencio y me dijo medio con sorna: “¡Mirá
che!, yo creo que de acá no salís más. Sentate, sentate nomás en el suelo. No te hagás
problemas.” “¿Cómo que no viá salir?”, dije yo. “¿Quién te ha dicho eso?” “Saldrás sí, alguna
vez, pero de viejito...

¡Pa las calandrias griegas, tagüé, pa las calandrias griegas, segurito!” Estiró la mano y
agarró la pava que tenía al lado, llenó otra vez el mate y me dijo: “¡Habla, habla pata’e catre, que
yo soy correntino y no tagüé! La verdá, nunca me gustaron los tagüés, pero por lo menos, aquí
en la capital, ustedes, con lo engrupidos y traicioneros que son, son medio correntinos al lao de
los porteños.

¡Por lo menos, son como los de Goya, que casi son tan piores como ustedes! ¡Sentate
nomás, che! ¿Querés un amarguito? Me dijeron que no comiste por despacharte un tano. Tengo
galleta, ¿querés? ¿Sí? ¡Así me gusta! Pero tagüé, ¡con esa facha de cobardón quién diría que sos
pelionero!”. Esta vez me pasó el mate y siguió hablando:

“¡Es una lástima no poder probarte en la calle y de cevil, gallinita colorada!”. Yo estaba
medio confundido: ¿A este correntino no me lo habrían puesto adrede pa tirarme la lengua?
Vivísimo, el guacho me leyó el pensamiento. "Sos rapidito", me dijo. "Ta rico el mate, ¿viste?
¡Chupá verde que te hace bien! No, no creas, ¡la erraste fiero tagüecito! ¡Yo soy vigilante pero no
alcagüete! A más, vos no salís más: ¿quién te va a soltar, quién te va a sacar de aquí, vagoneta?"
"Vos, le dije entonces, me parece que sos medio paragua, ¿no?" "¡¡¡Qué!!! ¿Paragua yo? ¡Yo soy
de Conceción! ¡Que te creés, culo sucio!" Y enseguida me guiñó un ojo conteniendo la risa. Ya lo
había entrado a tutear, ¡ya tenía un amigo de veras! ¡Qué tipo grande me iba a resultar ese tal
Dorilo Funes! Al ratito nomás estábamos como chanchos. "¡Vigilante culo picante! Piujujujujú.
Ah, no ¡no me grités aquí! ¡Ah, no! ¿Qué?, ¿querés que me echen?" Y ¡¡¡puy, puy,puy, puy!!!
"¡Callate, yacaré coludo, o te mando a la capacha!" "¿Y, correntino? Puro mate, pura galleta, y
¿donde metés el vino? ¿A que no? ¿Eh? ¿A que no? Te juego una pulseada por una
damajuanita´e vino negro, ¿eh? ¿A que no?" le decía yo desafiante. "¡Ah no, vino no! ¡Asesino,
borrachón, patasucia, calandraca!", decía Dorilo casi gritando.

La enorme mano hachada al raso —¿hoja caída?—, la palma vuelta hacia el abismo
nocturno. Sus sinuosas, infinitas nervaduras de neón, sus líneas de vida. Regresaba de la calle.
La luz de un farol penetraba en ángulo por la ventana de mi pieza, de la calle Reconquista. No
encendí la luz. Tal vez para no ver mi desorden solitario. Me bastaba el haz de luz callejero. En
mi cama dormía un personaje habitual que no me causó ninguna sorpresa. Era un pigmeo
panzón y cabezón, dolicocéfalo como yo, desnudito él. Lo saqué de allí sin despertarlo como si
lo hubiera hecho otra vez. Lo puse de través en los pies de la cama. Enseguida me acosté, y
mientras pensaba, antes de dormirme, lo sentía sobre mis pies. En determinado momento dejé
de sentirlo. “¡Bah!”, me dije, “¡se habrá caído otra vez! Ya subirá. ” Al despertarme, la mañana
siguiente, yo era el pigmeíto panzón y cabezón, y recordaba vagamente que en algún momento
de la noche, mientras dormía, un hombre grandote me había sacado y tirado de la cama ¿Quién
sería ese grandote?, me preguntaba yo.

De pronto me desperté, quizá por haber soñado que me despertaba, quizá por algún
rumor de la calle. ¿Quién era yo ahora? Se oía un griterío infernal, pero yo no estaba en casa.
Estaba acostado en un colchón tirado en el piso de un calabozo de la comisaría. Una celda
minúscula con una ventanita con barrotes en la puerta, por donde entraban algunos reflejos de
la noche. El griterío cesó de pronto y luego se oyeron taconeos de tropa que entraba o se
retiraba. Un silbato lejano y el traqueteo de un tren, un tren de carga seguramente hacia el sur,
me apaciguaron. Respiré profundamente y volvía a dormirme. Serían como las tres o cuatro de
la mañana cuando sentí que la puerta de la celda se abría para cerrarse de nuevo enseguida. Me
incorporé y sentí dos cálidos y redondeados brazos femeninos que me rodeaban el cuello.
Enseguida, acaricié en la oscuridad un pequeño y húmedo rostro de mujer morena. Sus
pulseras tintineaban suavemente. Subí por sus redondos muslos hasta que sentí su mojoncito
hirsuto y húmedo. “¡Ay! ¡Ay gurisa!” "¡Ay! ¡Sí, sí! ¡Ay, ay, presito! Dame tu garrotito de
vigilante. ¡Ay presito. tu palitroquito!" "¡Ay, pero dame vos tu boquita de abajo, tu trompita
mojada que se abre y se cierra como la flor de conejito! ¡Y tomá, tomá! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ay!... ¡Y
tomá otra vez!... ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!..." Hasta que se oyó afuera la voz de Dorilo que cuchicheaba:
¡Basta! ¡Basta ya, tagüé. que viene la polecía! ¿Viste qué linda correntinita? ¡la metí presa nada
más que pa traértela! ¿Qué más querés tagüé? Ahora basta!”, dijo. Hizo tintinear las gruesas
llaves, entró decidido y se la llevó nomás... “¡Salí paragua policillón! ¡No te me llevés la putita,
no te me la llevés, taquero matero, cachaco tripa verde!”, chillaba yo, con ganas de armar un
escándalo... ¡Nada que hacer!, Junto al colchón, menos mal, el Dorilo me dejó la bolsa de agua
caliente llena´e vinacho, tal cual me había prometido.

“Juancito el escobero/ se compró un auto Ford/ Le faltaban las cuatro ruedas/ los
asientos y el motor.” Sí. Juancito sin Ropa, Juancito el escoberito, antes vendedor de escobas y
después vestido de uniforme de portero, me regaló cuando yo era pendejo una pizarrita mágica,
de esas que se borran solas...

Y yo, el flaco escopeta, el Vicuña, el pilpinto, el francesito, el cabecita resentido, seguía


más entrerriano, más tucumano, más salteño que nunca, barriendo el último patio del fondo de
la comisaría. Y me moví, me movía mucho, me hacían mover. Además, no quería ser una media
guacha, tirada durante años en un rincón de la pieza, ¡inútilmente inútil! Mi identidad ya se
había aclarado. Yo era nomás el hijo de mi madre y de mi padre. Al gallego, “mi padre” durante
tres días, ya me lo habían metido en un celular rumbo al departamento, todo abollado y
cárdeno aunque no amansado ni mucho menos, gracias a los esfuerzos profesionales de media
comisaría. Al final, los documentos ibéricos aparecieron, junto con varias chequeras, algunos
titulitos de propiedad, viejos pagarés y otras yerbas, disimulados bajo viejas hojas de diarios, en
una histórica fiambrera llena de moscas, colgada del techo de la trastienda de la carnicería... De
modo que yo casi estaba con un pie afuera... Claro, había perdido a la tanita. Y ya me había
enterado que andaba diciendo que yo era un cobarde que no había salido en defensa de su
babbo... Que yo era un maldito, un atorrante, un muerto de hambre. Tiene razón en parte. No le
guardo ningún rencor. Esas son cosas que se piensan y se dicen después que ocurren las cosas,
nunca antes ni durante. Tiene razón. Si yo fuera ella, ahora lo odiaría a ese flaco flojo, a ese
muerto de hambre, a ese...

Y en esa primavera verde mate´e Dorilo, en medio de la sombra violácea, aporreada, de


la comisaría, ya se me estaría formando sin darme cuenta la sombra de Amalia, la de la cabinita
de cristal de Caballito, el invierno que siguió.

Sombra a la cual aún le faltaba el cuerpo y que ahora es recuerdo, sombra sin cuerpo.

Y el Dorilo llegando con la pava y el mate. “¡Vamos tagüé! ¡Largá la escobita, vení para
acá que se enfría!” Yo estaba terminando de fregar el patio y la galería del fondo. ¡Escobita,
lavandina, detergente, estropajo, lampazo! ¿Sería la última mateada? ¿Se terminaban entonces
esas inolvidables tenidas con el Dorilo, verde riacho’e mate? Y bueno, al décimo mate de ese
octavo día en la comisaría me llama el oficial principal Cardoso, el hijo de tagüés. Mi abogadito,
el gordo Quique, otro hijo de tagüés, ya había arreglado mi libertad... condicional. Se supone
que en cualquier momento yo debía presentarme ante el juez. “¡A ver che! ¡Apúrate a ver si
todavía te largan! ¡Son capaces! ¡Pasa cada cosa aquí!”, me dijo el Dorilo medio en broma medio
en serio, sin largar el mate, claro. Y bueno, allí en la misma oficina de atrás del mostrador donde
una semana antes el principal me dio aquel golpecito duro de callo como bloque de mármol, me
esperaba el mismo Cardoso en mangas de camisa y un cabito idem que se encargó de escribir a
máquina mi última declaración bien pulidita, con dos dedos y, supongo, con simpatiquísimos
errores de ortografía. No me interrumpieron, declaré tranquilo, mirando fijamente una vieja
salivadera enlozada blanca, con patitas de tortuga, que estaba en un rincón. ¡Imagen
imborrable! El oficial Cardoso asentía esta vez muy respetuosamente mis palabras: una fría
pormenorización de los hechos, clarita y mejorada. Habían llegado informes que me favorecían.
En la oscura oficinita entraba un chijete de sol y planeaba una sombra densa y violeta como la
de las siestas del verano. ¡Yo ya flotaba en la ola violácea de mi minúscula libertad! ¡Una breva!
Una breva que crecía vertiginosamente por instantes! El miliquito que me acompañó hasta la
oficina desde el fondo ni me tocó. Puso sí la palma de la mano a unos diez centímetros de mi
espalda por si se le quejaban de excesiva delicadeza, pero en ningún momento me empujó,
quizá porque no lo miraron. Después de declarar, llegué así, casi flotando, al patio del fondo.
“No me digás tagüé que te vas”, dijo Dorilo al verme, sin largar el mate. “¡No puede ser!”
“Mirá”, le digo, “parece que es cuestión de unas horitas más, tal vez de un día, pero ya está.”

Los amigos se portaron. Los que se enteraron... Los demás, ni noticia, como la barra
brava del remolcador, el Jeta, Reynaldo, Carmelo, y el Sorongo, y el Taita Gómez... Pero, hasta
unos cuantos que nunca me tragaron se interesaron por mi suerte. A lo mejor, sin ser mal
pensado, para darse el gusto de tenerme lástima o pa reírse un rato al verme entre rejas...
¿Quiénes se llegaron hasta la comisaría? Bueno, los que menos me esperaba. Una yunta de
correntinos, por’ai de puros vagos, por mover las tabas. “A esos no me los traigas más, sobre
todo al grandote. ¿Cómo se le ocurre venirse mamao a una comisaría? Me metió en un
compromiso. ¡Tendría que haberse quedado aquí con la mona que traía! ¡Qué te creés!” También
fue a visitarme Luisito, el negrito que me robó un versito. ¡Cada negrito con mi versito! ¡Cada
Luisito con su frasquito! Sí, me trajo un frasquito de alcohol Soler, bien precintadito, que
entregó al oficial de guardia: “¡Déselo a ese flaco pa que se rasque la roña ya que no se baña!”.
¡Pero era un frasquito lleno de ginebra! ¡Gracias Luisito! ¡Y llevate nomás el versito que encontré
escrito en el excusao de la capacha!

Una hora escasa y se llegaron al fondo de la comisaría el mismo oficial Cardoso con el
Quique, mi abogadito. ¡Este Quique! El gordo Quique, que me sacó de cada una, apenas unos
años mayor que yo, allí en la comisaría me decía siempre “¡M’hijo!”. Y bueno... ¡qué viá’cer!
¡Otro papacito! Y el principal diciéndole al Quique: “Esta vez ganó usté, dotorcito”. Y ya andaba
con ganas de convidarlo con una lusera o con un guindado. “¿Y usted no guitarrea dotor?
Porque yo sé cantar, ¿sabe? ¿Por qué no se me viene a casa una de estas noches a tomar la
ventolina? ¡Mire que allí se orejea de lo lindo! Si gusta, dotor, ¡véngase nomás con este flaco y
tráigase otros más que por’ai hasta se arma bailongo! A la patrona le gusta la música y el baile,
¿sabe? Y tiene amigas solteritas y buenas mozas, ¿qué me dice?”, insistía Cardozo chocho.

Al salir me saludó hasta el comisario, un formoseño. Ya lo conocía por los gritos que le
pegaba al gallego mal sujetado, al asesino, mi padrecito por tres días. “Buenas joven, y dentro
de un ratito nomás se me va porque lo quiero ver lo más afuera posible. Pero aquí me guarda
compostura, ¿o dónde se cree que está?”, dijo al final haciéndose el fuerte. Esperé un momento
en el vestíbulo de la comisaría. Mi abogado, el Quique, se despidió y salió a los apurones.
Después pasó Dorilo, taconeando fuerte y cuadrándose, con la tropa hacia la calle. “Esperame,
tagüé, que tenemos que arreglar. ¡No te me vayás aunque te larguen y aunque me demore,
yacaré!” cuchicheó.

Y ahora, ya con la calle a la vista, la comisaría me parecía un hotel, un hotel pobre, claro,
y gratis... De pronto veía la ciudad con otros ojos. “¡A ver usted!”, me grita entonces el oficial de
guardia. “Aquí tiene sus efectos personales.” Y saca de un sobrecito de polietileno mi reloj que
ya no anda, detenido en las 14.20, roto seguramente en la soliviantada que me dieron rumbo a la
comisaría, mi billetera y mi viejo cinturón comprado hace años en un negocito de la Avenida de
Mayo. Empecé tímidamente a salir. Lavadito, afeitadito y muy saludador, aunque nadie me
respondía. Ya en la vereda, a un metro de la puerta, comencé a apurarme. ¡A ver si estos se
arrepienten! Y enseguida me largué a correr como si me hubiera escapado. Tanto, que al rato ya
ni sabía de qué lado estaba la comisaría. Caminé luego, siempre rápido y al tun tun, unas
cuantas cuadras. Caminé y caminé sin parar. De golpe me detengo. Quería fumar cigarros de los
míos. Los de Dorilo no eran malos, pero ya entonces me gustaba fumar filtrado. ¡Siempre
fumaré negros hasta el último minuto, el minuto más negro, negrísimo de mi vida! Me costó
mucho encontrar un quiosquito entre las casas bajas de aquel barrio. Al fin, entre un garaje y un
tapial, veo un toldito. Y al asomarme quedé sorprendido: una quiosquera rubita de unos
diecisiete años inflaba un globo amarillo. Sólo veía, en silencio, sus hermosos ojos, su amplia
frente y sus cabellos. Se quitó el globo inflado y me miró con naturalidad, como si me esperara.
Pedí automáticamente mi marca y le alcancé un billete sin dejar de mirarla. “Faltan quinientos”,
dijo la rubita con una sonrisa dulce. “Perdoná”, le dije entonces, “ya te lo habrán dicho mil
veces... ¡pero sos tan linda! Esperá que me recupere.”

No es la mano caballar mano espantamoscas. Es la piel movediza, la piel de caballo


mandada a hacer para espantar las moscas. Una piel naturalmente sísmica. Y a veces, el cogote
ayuda cuando las moscas se van a la cabeza y zumban en las orejas. Y hay un pajarito navegante
de esa piel, acostumbrado desde siempre a ese movimiento de vaivén. Conocí esa piel oscilante
al mismo tiempo que la marejada. Ese flujo y reflujo de la piel de caballo asediado por las
moscas, acompañados de giros del cuello y rítmicos movimientos de la cola. Nada más natural,
parece decir el boyero que, posado en el lomo, acompaña durante largas horas a su compañero
de siempre.

—¿Cómo te va pibe?

Yo paseaba por la calle con Lita, la preciosa hija única de ese hombre totalmente
desconocido para mí hasta ese momento. No tenía el menor interés en conocerlo, pero allí
estaba: “¡Qué casualidad!”, dijo, “¡Lita nos ha hablado tanto de vos!” No era cierto, Lita no le
había contado una palabra de mí a sus padres. Pero paseábamos por e| barrio de ella, por ese
barrio, para mí, el más hermoso de Buenos Aires... “¿Y por qué no te venís ahora mismo a cenar
a casa? Bueno... si no querés ahora, pasate más tarde a tomar un cafecito... O unos mates, o
grappa o tinto si preferís...” A Lita ese encuentro casual con su padre, a pocos días de
conocernos, no le hizo ninguna gracia. A mí menos. Pero ya se verá.

Me sentía libre entonces, ¡más libre que nunca quizá...! ¡Claro! Acababa de salir de la
comisaría. Y una vez más penetraba, aunque de otro modo, en la para mí siempre impenetrable
Buenos Aires.

De pronto, distraído como iba por calles ya oscuras, me encuentro con una avenida
semafórica ya. Estaba en Caseros a la altura de Parque Patricios, tras perder la cuenta de las
cuadras que había caminado al azar durante casi dos horas tal vez. La noche calurosa descendía.
Para apartarme del trajín urbano doblé por la primera esquina. Y a las pocas cuadras, sin querer
ni pensarlo, había caído en un barrio hasta entonces desconocido, para mí el más hermoso de
Buenos Aires. O mejor, esa franja de barrio entre Rivadavia y Garay, y Rioja y Loria, poco más o
menos. Edificación baja, muchos árboles, pendientes, subidas y bajadas, manzanas irregulares...

Una especie de rompecabezas sin armar de Paraná. La fuerte pendiente arbolada de la


calle General Urquiza viniendo desde Garay me conmovió profundamente. Por un momento
creí estar cerca de la Plaza Sáenz Peña de Paraná. Caminé como si flotara bajo la sombra de los
árboles oscilando entre la calle y la vereda. Y el olor verde fresco, intenso, de esos árboles:
paraísos, plátano, ligustros y hasta jacarandaes. Era un delirio paranaense después de más de
una semana de comisaría. Y el cielo terso y reluciente, chispeando entre las copas de los árboles.
Unos pocos autos, muy poca gente. Algún perro ladrándome súbitamente, desde un zaguán o
detrás de un portón. El interior suavemente iluminado de viejas habitaciones entrevistas desde
la calle. Una pared rosada con la foto retocada de algún finado en un marco ovalado. ¿Era
necesario salir de una comisaría para descubrir lo que no había visto antes: ese barrio de
manzanas irregulares, de lentas figuras, de sombras movedizas de árboles, esas sombras tan
propicias para los amores míos de aquellos tiempos?

Una mosca violácea planea sobre la movediza piel del caballo. Una mosca delirante
sobre las migas del mantel arrojadas en un patio de tierra cerca de México y 24 de Noviembre.
Caballo en un alfalfar en Paracao, una mosca verde y ladina, ya sin vértigo de piel de caballo.
Libertad fresca y mía después de una semana y algo de comisaría en ese barrio de sombras hoy
deshabitadas sombras del amor al raso, del amor campero y perfumado de hace años... en
aquellos tiempos en que Irene y Lita eran para mí tan importantes como esa franja de Paraná
metida en el barrio de San Cristóbal, que entonces recién descubría.

Lita juntando las migas y luego levantando el mantel de aquella cena para sacudirlo en
el patio de tierra. Me imagino, estoy viendo sus ojos tristes a través de los párpados
transparentes. El encuentro casual con su padre en 24 de Septiembre y Venezuela, cuando
andábamos en busca de una oscuridad de jacarandá, de pared de hospital, de falta de
iluminación o de lo que fuera... para sentirnos más juntos, para conocernos mejor...

Don Vicente, el padre de Lita, era portero en un colegio y también radiotécnico. Tenía un
pequeño taller en la calle Chiclana cerca de Juan de Garay. De eso me enteré la noche de la
invitación forzada a cenar que no figuraba para nada en nuestros planes. Aparte, don Vicente,
¡qué gran tipo! Un porteño de los de antes... Socarrón, sencillo, encantador. Se las sabía todas,
como porteño que era, pero eso sí, simpáticamente. Realmente un amigo. Ya durante la cena
quiso hacer rancho aparte conmigo. “Vos sabes cómo son las mujeres”, me diría pocos días
después. Pero ya aquella noche de la primera cena, aunque creo que no hubo otra, se las arregló
para dejar a las mujeres afuera y después adentro, como se verá. Yo sentía en un costado de la
cara la mirada permanente de Lita sentada a mi izquierda, y eso me partía el alma. ¡Yo había
caído para ella en las redes de su padre seductor! ¡Seguramente! “¡Oíme flaco!”, me dijo por lo
bajo don Vicente, “tenemos que hablar seriamente, como hombres.” Y después del postre y el
café, me tomó fuerte del brazo. “Mirá, dicen que yo soy loco, pero a mí no me importa. Vení a
ver esto. Seguro que pasaste sin fijarte.” Y me llevó hasta su dormitorio para mostrarme la
pintada que había hecho. “Fijate, el techo lo pinté de rojo. Por eso también me dicen que estoy
loco. ¿A vos qué te parece?” Doña Rosita, la patrona, tendría unos cuarenta y cinco años, un
poco sufrida, se veía, y también un poco abandonada. Pero aceptaba su rol, sonriente. Yo
contemplaba el techo pintado de rojo chillón, con unas extrañas estrellas plateadas, cuando don
Vicente me dijo: “¡Vamos viejo, salgamos! ¡Vamos a tomar una cerveza o un cafecito al bar de la
esquina! ¡Tenemos que hablar seriamente!”.

Harían apenas unos diez días que había conocido a Lita y la cosa pintaba bien. Era una
rubita alta, muy directa, al menos conmigo, que, haciéndose la seriecita, se las arregló para que
los dos nos fuéramos juntos de una reunión de amigotes en un bar del Once. Lita sabía lo que
quería. Con unas pocas miradas nos pusimos de acuerdo. Pero nuestro matrimonio callejero y
primaveral aún no se había consumado. Esperábamos ese fin de semana del viernes en que se
produjo ese encuentro "casual” con su padre en el barrio.

—No, a ése no, me dijo don Vicente cuando salimos ya casi en la esquina. Vamos a
hablar tranquilitos al café de la otra esquina. Fuimos entonces para allá y, al entrar, saludó a
algunos conocidos y nos sentamos al fondo en una mesa aislada. “Oíme pibe, ¿qué pensás
hacer?”, me dijo directamente, sin preámbulos. Yo me hice el extraño, pero enseguida reaccioné:
“Mirá”, lo entré a tutear, “vos sabes cómo son estas cosas. Seguro que a vos te pasó algo
parecido alguna vez, ¿me entendés?”. Y sonreí maliciosamente. “¡Ah sí! ¡Pero yo te pesqué,
pelandrún! ¡A mi hija no me la vas a tocar así nomás! ¡La quiero tanto como a mi vieja!” “¿Y eso
qué tiene que ver?”, le dije ya sin poderme controlar. “¿Cómo que no tiene que ver?” “Y bueno,
¿qué querés que te diga? ¿Que la metás en un convento? Tarde o temprano tendrá que ser...”
“Yo no digo que no”, dijo don Vicente, “¡pero tan rápido no! ¡En todo hay que hacer méritos!
Ahora, si andas caliente, te puedo dar una mano...! Vamos al café de enfrente y te presento unas
putitas divinas! ¡Las conozco muy bien! A mí, de noche, la patrona me echa de casa! Claro, son
muchos años de casados, ¿sabes? Y en cuanto me le quiero insinuar, chilla: “¡Dejame dormir
tranquila! ¡No me vengas a mí con esas cosas!” ¡Menos mal que hay cada loquita en el barrio!
Contá conmigo, yo te las presento. ¡Pero a mi hija no me la vas a tocar, flaco’e mierda! Andá
despacito... ¡te conviene! Sos un bicho simpático, ya sos mi amigo, ¿qué más querés? ¡Pero ojo
con mi hija! Si con el tiempo sentás cabeza, entonces puede ser. ¿Me entendés? ¡A los apurones
no, viejo! ¿Te crees que no te vi hoy en la calle con los ojitos ardidos, la corbata floja y la jeta
llena e baba? ¡Ah no, viejo!, si estás caliente venite conmigo al otro café. ¡Si no, nada! Es mi hija
única. ¡Vos la cuidarías igual si tuvieras una hija como Lita!” Yo ya estaba impacientándome:
“¡Pero a mí me gusta tu hija y vos me querés arreglar con los yiritos del café de enfrente!”
“¡Mirá, flaco, callate de una vez y no arruinés la joda! ¡Mi hija, no! Ahora, más adelante, si la
respetás, si venís seguido a casa... Entonces veremos”.

Al final fuimos nomás al café de enfrente. Allí don Vicente me enganchó enseguida con
una rubia teñida, bien criolla, de dientes desparejos pero bien armadita. “Ya que andás
queriendo una rubita, ¿qué te parece ésta?”, me dijo por lo bajo. Y él se prendió de una petisa
tetona mucho más fea que su mujer, la sonriente doña Rosita, que seguiría en su casa con su hija
bien guardada. ¿De qué estarán hablando?, pensé por un instante. Después de esa primera
noche de cena de novio a la fuerza, terminada así, en una pieza de hotel, con una rubia teñida y
dientuda, ricotona, diestra y alegre, no lo vamos a negar, volví a casa muy confundido. Al
mediodía siguiente, Lita me llama por teléfono y me dice entre triste inocente: “Te aburrieron
mis padres, ¿verdad? No fue culpa mía, vos sabes. Yo estoy con vos, podés estar seguro. ¿Dónde
nos vemos hoy?”. Podría haberle dicho en otro barrio o en el centro, pero no... Ese, su barrio, me
atraía como un imán, y me atrajo siempre.

“¿Qué te dijo mi viejo?”, me preguntó Lita al atardecer cuando nos encontramos.


“Hum...”, le respondí. “Sí, me imagino lo que te habrá dicho. No importa, dijo tomándome
tiernamente de la mano, pero no me has dicho nada de mi nuevo peinado...” Le acaricié
largamente las hermosas onditas que se había hecho sobre la frente sin decir palabra. Esa misma
noche de sábado se produjo lo que era de esperar: la primera trincada —había que ganarle al
viejo— contra una pared oscura de la calle Carlos Calvo. Hubo que arreglarse al raso nomás.
Los “muebles” cercanos estaban repletos. La cosa siguió después en un solitario banco de
piedra en la parte alta de la plaza Martín Fierro, con todos los faroles rotos. ¡Espléndidamente!,
en medio de otras parejas... Al día siguiente, domingo, a eso de las once, el viejo me llama a
casa. “¡Che! ¡Qué anduviste haciendo anoche con Lita que llegó cerca de las cuatro de la
mañana!”, gritó de entrada. “En fin”, le digo, “la noche estaba hermosa para pasear, para tomar
el fresco...” “¡Mirá flaco, conmigo no te hagas el vivo! ¡Yo te he abierto las puertas de mi casa! ¡Si
querés verla vení por casa! ¡Aquí no te voy a vigilar! ¡Ya te dije que con mi hija no se juega!
Bueno, ahora oíme, ¿querés venir hoy conmigo al cine Independencia? ¡Dan una policial
bárbara...! Después cenamos en casa y podrás verla a Lita...” “Está bien, Vicente, de acuerdo.”
¡Qué le vamos a hacer! ¡Me tuve que aguantar nomás una película estúpida sin chistar! Al salir,
¡ya me la veía venir!, me propone pasar por el café de los yiros antes de ir a su casa. Por
supuesto, esa vez ya no me hizo ninguna gracia la rubia teñida y dientuda de la otra noche, que
evidentemente me estaba esperando. Y esa indiferencia mía le habrá hecho menos gracia
todavía a don Vicente.

Y más preocupado quedó cuando al rato me fui nomás, pretextando cansancio y tener
que levantarme temprano. ¡Pero che! ¡Recién son las diez! ¿Qué clase de amigo sos? Si estás
cansado, ¡tomate un geniol y una ginebra con hielo! ¡Mozo! ¡Eh, eh, eh! ¿Adónde vas pibe? ¡Eh,
eh, eh, pibe! ¡Así vamos mal!”

Lentos corcovos de las calles del barrio. Lentísimos corcovos de las fuertes raíces de los
árboles que levantan las veredas. Lentas caminatas de cuerpos que apenas se ven en la
penumbra. La búsqueda de la sombra pasional, el techo y las paredes del amor al raso. Irene se
apagó lentamente, como brasa, en mi recuerdo. Ahora la asocio más que a Lita con la plaza
Martín Fierro, con las escaleras que subíamos para llegar a los bancos de arriba, muy difíciles de
conseguir si llegábamos tarde. Había que llegarse al atardecer y esperar impacientes que cayera
la noche.
La piel cálida, movediza, del negro caballo de la nche. La piel de pleamar de sangre, la
mágica alfombra espantamoscas. La mosca mormosa, saciada. La gran mosca azabache de la
noche, con sus patas enormes apoyadas en las copas de los árboles sombreadores, jaspeadores
de parejas. ¿Dónde estarán los amantes de entonces, dónde el amor al raso, dónde el amor
campiriño ahuyentado del barrio?

Y mis amigos frescos de entonces... La barra del remolcador... ¿Dónde el Jeta e’Bagre?
¿Dónde la chirusita Alcira? ¿Y Reynaldo y el Carmelo?

Don Vicente tuvo que aguantársela nomás. Nunca más me aparecí por su casa sin dejar
de andar por eso por el barrio. Con Lita nos pusimos bien de acuerdo para que no se produjera
otro encuentro casual. “Ese flaco traidor se anda escondiendo. No ha de tener buenas
intenciones si no se anima a venir a casa. Lo traté como un amigo y mirá vos...” Menos mal, y
quizá esto no fue casual, en ese momento cambié de trabajo y de casa. Don Vicente se quedó sin
teléfono para llamarme. Se la aguantó. No podía apretarla más a Lita. No podía impedirle que
saliera sola o sin explicaciones. ¡Se jugó al todo o nada con su hija! Y yo ya no me acuerdo por
qué dejé de verla. Quizá porque entonces apareció Irene. Puede ser...

Ahora, cinco años después, camino por el barrio de nuevo. A tres cuadras de Rivadavia
no puedo seguir. Entro a comer algo en México y General Urquiza. Después me dejo estar allí.
No me animo a salir. Me decido al fin, deseando encontrarme incluso con don Vicente. ¿Qué
sería de él? ¿Seguirían los dos cafés, el honesto y el prostibulario? ¡Lástima este padre celoso de
su hija única! Don Vicente era, y ojalá que siga siendo, un gran tipo. Lástima haberlo conocido
como el padre de Lita.

Y otra vez volvía a sentir el balanceo de piel de caballo de las sombras de los árboles
sobre las parejas ahora ausentes. El cielo nocturno, palpitante ojo de caballo, donde por
momentos veía nítida, transparentemente, los árboles casi cabeza abajo de los cerros tucumanos.
La enorme mosca de sombra de ojos fluorescentes y verdes como los del tuco bajo una copa de
cristal rosado. Y el adoquinado de la calle amarilleando como enorme choclo maduro. Oscura
marejada caballar.
“¡Qué hacés! ¿Adónde vas vago?”, me dice él que en su vida trabajó ni creo que piense
hacerlo ya. “¿Trabajar yo? ¿Hacerle el juego al capitalismo?”, era una de sus frases predilectas. Y
yo que me arrimaba ensimismado a aquel café de las putas y al otro... Encontrarme nada menos
que con Tito, el loco más lindo de Buenos Aires, ¡tan luego en ese momento! Y enseguida se
largó a perorar sobre el mundo del futuro, la liberación total del hombre, su increíble teoría del
condicionamiento objetivo y otros disparates por el estilo. Sentí que me desmoronaba junto con
el barrio. “Mirá”, le dije en un vano intento de sacármelo de encima, “voy a casa de un amigo a
buscar unas cosas.” “¿Qué te tiene que entregar?”, preguntó él. Y se me pegó nomás... ¿Qué
hacer? ¿Cómo despegarme de este loco espléndido en otro lado y en otro momento?, pensaba.
¡Ah! ¡Ya está! Y rápidamente ubiqué a mi amigo imaginario en Rioja y México... ¡Me tiré un
lance! Llamé en la puerta de la primera casa sobre México. Así, al azar... Nadie salió. Insistí.
Nadie, nadie... “¿Seguro que vive aquí?”, preguntó el inefable Tito. “Sí, seguro. Es raro. No
habrá llegado todavía.” “¿No tiene teléfono?”, dijo él. “No. Tendré que esperarlo. Andá nomás.
Nos vemos en cualquier momento...” “¿Qué? ¡Vos en vez de sumar restás! ¡Sos un enemigo del
condicionamiento objetivo! ¡Un enemigo de la humanidad! ¡Si tenés que esperarlo, vamos a un
café! ¡Después volvemos!”, chilló el loco lindo. Estaba perdido. Y ya en el primer café, no en los
que yo quería ver, Tito, siempre sonriente, me dice: t “¡Flaco! ¿Me das diez de libertad para
decirte algo?”. “No, Tito, te doy nueve, ni un punto más...” “¡No me alcanza, viejo! ¡No me
alcanza!” “Bueno, insisto, arreglate con nueve.” “Lo que pasa es que vos sos un pequeño-
burgués reaccionario”, se enardeció. Y con esos delirios siguió gastándome esa noche única.
Menos mal que al final se indignó al verme bostezar en medio de sus exhortaciones y optó por
retirarse ofendido después de dos horas. “¡Sos un pequeño, pequeño, pequeño-burgués que
trabaja para que siga habiendo patrones!”, trinó. “No tenés idea de lo que se viene! ¡No vas a ser
siquiera el último ciclista que se agarra del último camión!”

Un remolcador cachuzo arrastra su panza chota por la mugre líquida del Riachuelo.
¡Riacho puto, angurriento de aceite fabriquero y portuario! ¡Riacho sediento de aceitacho
tachón! Un remolcadorcito fullero y piratón anda por ese riacho guacho. Andando nomás, sin
remolcar un carajo por el momento. Andando como lancha nomás por el Riachuelo inmundo
rumbo a la Gran Charca donde se pudren los cadáveres irreconocibles de los dos grandes ríos
suicidas. ¡Hay cada renuncio en esta vida! ¡Rumbo a esa charca cenagosa, viscosienta,
algodonosa, donde los barcuchos y los grandes paquebotes de los gringos trompiezan —si no
me los llevan de la soguita— con esos turros hormigueros sin hormigas que son los bancos de
arena o esas blandas montañas de soretes, esa enorme masa fecal que expele incontinente el ano
paquidérmico de la Reina del Plata! ¡Puta que hace calor! Don Venancio Dalmiro Roca, alias
Cascote, el patrón del remolcador, lleva puestas a la fuerza dos gruesas camisetas de sudor
mefítico, pestoso, y apoya sus ciento diez kilos en sus patas mugrientas y chatas sobre las
astillas del piso podrido. De tanto en tanto, las grandes manchas aceitosas con reflejos azulados
lo incitan a escupir. Don Venancio lanza entonces un gargajo denso, verdoso oscuro, bien de
hombre, que flota durante largo rato como una florcita blanca sobre el agua negra. ¡Oh bellas
flores blancas del Riachuelo! Pero ¡guarda! ¡guarda! Ahí viene justo, de contramano, “La Flor
del Riachuelo”, una vieja chata untuosa llena’e sándias coloradas. Don Venancio, con buen
olfato, se hace a un costao, mientras espanta las pesadas moscas que se pegan a sus párpados
sudados. Lenta y agradecida, “La Flor del Riachuelo” le obsequia una sándia gorda, ¡caliente
como la gran puta! Bueno, piensa el patrón: A sándia regalada... Ahora los reflejos del sol
bochornoso en el agua le jaspean el torso desnudo con pitucas y movedizas manchas de luz.
¡Altro que efectos de luz negra! Pero el gordo Venancio no está en eso. Está en el paco de plata
fresca del paquebote, del taransatalántico que lo está esperando. Su remolcador cachuzo y
cachaciento no afloja. Claro que a veces cincha tanto que al final hay que remolcarlo. Pero el
gordo todavía se rasca sus buenos mangos con las piratongas changas changarinas que se hace
con su remolcadorcito. —Aura enderezá derechito hacia la boya 714 —dice con voz cansina, ya
en la Charca, a su grumetito-tripulante-maquinista Jeta’e Bagre, un chaqueñito oscuro y
vivarach de veintitrés años a quien paga jornalitos de hambre pero que se las arregla... no con el
patrón cornudo sino con un suplemento que consigue por el otro costado el costado dulce, la
dulce Alcira, una chirucita divina y de cabeza fresca p’administrar los mangos de su marido.
Mangos rotosos o nuevitos pero mangos contantes y sonantes, mangos bien remolcados.

El remolcador cachuzo sigue viaje por la Charca, por la gran hoya fosca, dando saltitos
en la ciénaga bikinizada que cubre como astrosa mortaja el renuncio de dos grandes ríos que ahí
nomás se van al muere sin pena ni gloria. Ya llegan hasta donde tenían que dir, a una media
legua de la canal. Suben a la cubierta del remolcador los otros dos tripulantes Reynaldo y
Carmelo. Y allí en el horizonte está la presa codiciada, el roperazo flotante, el taransatalántico
de Su Majestad, el paquebote. ¡Y está allí, de plantón, esperando ¡ahijuna! al acalorado
remolcadorcito criollo que va a cincharle de la grupa! ¡El taransatalántico de Su Graciosa
Majestad, con sus libras bien guardadas en su panzota blindada, emerge glorioso en medio de
un velo de bruma! ¡Tirame la soga’e fierro gringuito tirifilo! ¡Inglesucho trucha e pucho, tirame
la soga’e fierro, la puta que te parió! ¡Dale Liverpul, a ver si la mosca se quema! ¡Dame rápido
una alita, una patita, un ojito, una pestañita, una cagadita, de tu mosca loca y britanicona! ¡Dale
Birmigán, dale Sutantón, dale gringo alfeñico, dale payo e mierda! ¿Qué esperás? ¿La guerra?
¡La guerra, sí, la guerra/ Muito Obligado, dale Craig. ¡A estómago lleno, corazón compadre! ¡A
pancita caliente platita fresca! ¡Dale vos rubito tramposo! ¡DaJe pobre mariposa, pobre
maringote! ¡Dale chirolero, larga la piola! ¡Dale cervezudo, por si las moscas! Dale maringote,
maringa, ¿qué estás esperando? ¿y qué espera captain? Huella, huella buey... Captain ojo’e buey,
captain Jeta e corcho. ¡Salí canadiucho, senegalés, surimano, cipayongo, bengalí, hibridacho,
mulo cara’ecuJo, lambeculos de la reina! Qué te crees, Pirulazo, etc., etc. La críollada sudorosa se
desgañitaba. Don Venancio se dejaba el faso en la boca pa no reírse a carcajadas. “*No se me
insolenten guasos! ¡No griten tan fuerte por si la Suprefetura! ¡Por si Ja Suprefetura!” Y,
mientras, se echiaba encima un balde de agua sucia de la Charca antes de meterse una barra
entera de antisudoral en los sobacos fétidos y pringosos, por si los gringos... “¡No griten
guachos! ¡En boca abierta no entra esta Mosca!”

Al Jeta e’Bagre hoy lo llamamos Pancho porque está triste. Ojalá nada más que hoy. Y
ojalá nunca tengamos que llamarlo Francisco... Esa noche en la Costanera, esta noche de sábado,
Pancho, el chaqueño vivaracho del remolcador, que no se las aguanta tanto y que si se las
aguanta ya se sabe por qué, anda medio alicaído... Es una noche calurosa de esos días de
primavera que anticipan el verano. El río, el estuario, la Charca, ¡bah!, parece la órbita vacía de
un ojo enorme, un inmenso zanjón de sombra, con las lucecitas del canal a lo lejos, enrojecidas
por la bruma. Hay mucho bullicio en la Costanera, una imperiosa necesidad de tomar la fresca y
de paso... Los parlantes largan una música ruidosa, informe. Estamos en una mesita al aire libre
con Pancho y sus compañeros de trabajo del remolcador: Reynaldo, un santafesino tranquilito,
Carmelo, un ñato de Bahía Blanca. El Jeta’e..., perdón, el Pancho, bebe ausente su cerveza en
silencio. Todos sabemos o maliciamos lo que pasa. Y estamos esperando, si no una confesión al
menos algún detalle. Pero no hay que forzar la mano. Carmelo y Reynaldo hacen rancho aparte,
aunque por momentos tratan de Pancho entre en el tema de ellos: hablan del partido de
mañaña. Al chaqueñito no se le mueve un pelo. El partido de mañana es pan comido. Los de
Independiente ganan caminando, aunque vayan dormidos. El santafesino y el bahiense tienen
casi la misma edad que Pancho, pero el chaqueño es una luz. Si no fuera por su cara aindiada de
hijo de la tierra, por ese físico desgarbado, mellado por el raquitismo —pero qué lungo’e
fierro!— el Pancho ya andaría picando alto a pesar de sus veintitrés años escasos. No hay cosa
que no aprenda rápido y bien. Y cuando él se aparta estando presente, la barra no funciona. Esta
noche Pancho está y no esta. Pensábamos ir a un bailongo en Berisso, pero Reynaldo aún
renguea por una patada que le dieron el jueves en una peloteada en un potrero del Dock Sud, y
Carmelo quiere pelotear un rato mañana a mediodía antes de ir al partido. Yo, por mi parte,
estoy atravesando uno de los tantos desiertitos de mi vida hasta el próximo oasis o isla
sentimental... ¡Para qué están los amigos! Pancho piensa seguramente en las muchas horas de
soledad que le esperan. Si el partido de mañana fuera un clásico sería otra. Pero el partido de
mañana no es un partido. Y un domingo vacío es muy triste para los ajeneros... Pancho no
puede dejar de pensar en Alcira, y a ratos se refugia recordando los momentos felices e intensos
de ése, su amor clandestino que ahora parece peligrar. Se refocila con la imagen del calzoncito
carmín fluorescente y palpitante de la chirucita, con sus tetitas como uvas moradas, con el
recuerdo de sus corcovos y sus grititos jadeantes. Hoy don Venancio, el marido, la habrá llevado
al cine, y a estas horas se la imagina cenando con el gordo en algún restaurante del centro.
Pancho se siente desgarrado porque sabe qué a la chirusa no le entusiasma la idea de irse con él.
La Alcirita le ha confesado que el gordo le conviene “y no solamente por lo que vos pensás,
porque lo otro también lo sabe hacer. Claro, vos me gustás más y no me gritás. Será porque no
vivís conmigo. El me chirlea a veces pero me sigue gustando. Me gusta de otro modo sí, no
como vos. ¿Cómo podría explicarte? Y bueno, el tiempo dirá”. Había semanas en que Pancho le
ganaba al gordo, otras no. Había semanas en que ella lo absorbía completamente, quería estar
todo el día a su lado, salvo los sábados y domingos, naturalmente. Y se las arreglaban para
encontrarse en cualquier momento todos los días hábiles. Don Venancio había puesto un
quiosquito de cigarrillos en la calle Montes de Oca para que lo atendiera la chirusita. La Alcirita
se turnaba allí con su hermana menor de veintidós años, recién casada, que ya lo sabía todo, y
que se excitaba con los detalles del amor escondido de su hermana que hasta ahora la
impulsaban a profundizar su fresca relación conyugal. “¿De dóndes sacarste esta experiencia?”,
le desconfiaba Jorge, el marido, que la desvirgó cuando eran novios, en una placita oscura. Jorge
era un muchacho fuerte y sano, un poco ingenuote ponepliegos en una imprenta. Pero todo
andaba bien. Llevaban apenas dos meses de casados y pronto, pensaban, habría que agrandar la
familia. En fin, las últirnas semanas habían sido muy amargas para Pancho. La chirusa está
preñada y, sea de quien fuera, ella se aferra a su marido. Alcirita es muy despierta, muy rápida
para los números, y en eso y en la cama se entiende bien con el gordo, mal que le pese al
chaqueñito. En lo demás, no tanto. “¡Callate!”, le dice don Venancio cuando van hombres a su
casa. Y cuando a ella la visitan amigas el gordo saluda y se va. Pero don Venancio la quiere y la
chirusa lo sabe. Don Venancio Roca, alias Cascote, nació en Barracas y siempre vivió en el
barrio. Ahora anda por los cuarenta y seis, aunque representa unos cuantos más. Ha sido, ha
hecho, de todo: obrero portuario, tripulante, tuvo una agencita de lotería, ha vendido camisas,
pantalones, baratijas, ha hecho contrabando y lo sigue haciendo. Ahora piratea con un viejo
remolcador, entre otras cosas. Eso es peligroso y él lo sabe mejor que nadie. Pancho siente que
se ha quedado afuera. No sabe lo que va a pasar ni tampoco qué hacer. Hasta ahora va
perdiendo. Días pasados anduvo por el quiosco de la calle Montes de Oca. Estaban las dos
hermanitas. La chirusa se limitó a entregarle unos pesos para compensar el sueldo escaso que el
chaqueño recibe de don Venancio. Pero no quiso nada de encontrarse más tarde con Pancho. Y
antes de llegar al quiosco Pancho pensaba, no podía evitarlo en el hotel del Once que tan gratos
recuerdos suscitaba en él, el lugar de sus encuentros furtivos con la Alcirita, con sus ridículos
florones, sus cortinas apolilladas y sus grandes espejos. Ahora se sentía humillado, usado por la
chirusita. ¿Cómo no pensar lo peor? “¿Y negro? ¿Hasta cuándo?”, se anima a decirle suavemente
Reynaldo. “Bueno, yo no quisiera hablar, pero vos sabés... me tiene agarrado”, dice Pancho sin
inmutarse. “Te juro que me la robaría, pero ella no quiere. Estoy seguro que el chico es mío,
pero...” Poco a poco el chaqueñito se va abriendo a la confidencia, lo necesita. “Y entonces
hacelo desaparecer al gordo”, insinúa Carmelo con una sonrisa acida. “Ya lo pensé, pero por’ai
el remedio resulta peor que la enfermedad. Quiero que ella decida, pero se me escapa. Desde
que supo que está... ¿eh?, se me escabulle”. Y enseguida Pancho vuelve a retraerse.

Pagamos y nos levantamos. Estábamos cerca de la fuente de la Lola Mora, pero


preferimos caminar hasta la salida de Belgrano, por la parte más concurrida de la Costanera. Ya
era cerca de la medianoche. Un trencito despintado y oxidado esperaba a la intemperie a sus
clientecitos del día siguiente, las hamacas voladoras giraban vacías. Por unos instantes nos
detuvimos a escuchar ingenuas tonterías que venían desde uno de los pocos cafés de variedades
al aire libre que quedaban, con un pobre diablo disfrazado a la fuerza de Carlitos Chaplin. “Hay
que pelechar che, ¿no?”, dijo Carmelo para romper el silencio. De pronto, como si nos
hubiéramos puesto de acuerdo, los cuatro nos quedamos abriendo la boca frente a un stand
muy concurrido de tiro al blanco con rifles 22. Enseguida me acordé de mis primeros tiros con
una 22. Primero: ¡pum! al tarrito, después le erraba a los pájaros... Al final hacía volar una liebre
o bajaba un gato de una cornisa, casi siempre nada más que para hacer puntería... “Aquí hay
tongo. Mirá que yo tengo puntería, pero aquí nunca emboqué una.” “¿No será que el pulso se te
afloja esta noche?”, se animó a decir Pancho. “Lo que vos, seguro que hoy no pegas una ni de
chiripa”, respondió Carmelo desafiándolo, aunque con cierta ansiedad, pues temía una reacción
silenciosa de Pancho. Pero el chaqueño esbozó una sonrisa, la primera de la noche: “Tenes razón
che, ¿y si le metemos pa probar?”. “¡Meta, meta!”, dijimos todos. ¡Hecho! Al principio todos
andábamos mal, pero era el principio... Al rato, Reynaldo, el más seguro, ya andaba
arrimándose al blanco. Y ¡pum, pum, pum! ¡Pum, pum, pum! ¡Pum, pum, pum! Pero el
chaqueño comenzó a repuntar. Yo también. Sin embargo, Carmelo fue el primero en hacer un
centro. Y ya no pensábamos en otra cosa, hipnotizados por el dichoso centro, esa pelotita plana
y fija. Carmelo, impaciente, tuvo una breve discusión con el encargado del stand, un hombre de
unos cincuenta y pico de años, calvo, de párpados hinchados, vestido con camisa blanca y
corbata y un pantalón acrocel verde, que se desplazaba continuamente entre los andariveles
para cambiar los cartones. En ese momento seríamos unos ocho tiradores, aparte de los curiosos
que eran unos cuantos más. Todos los andariveles estaban ocupados. Y, ¡pum, pum, pum! .pum,
pum, pum! Me acuerdo que vi a Reynaldo bajar el arma mientras esperaba su cartón. Yo
apuntaba como los otros. Y, ¡pum, pum, pum! De pronto, el encargado del stand, que estaría a
unos dos metros escasos de la barra, se irguió hacia adelante como si fuera a volar y giró luego
hacia atrás como en cámara lenta. Enseguida, ya frente a nosotros, nos miró por una fracción de
segundo con ojos extrañamente fijos, moviéndose suavemente hacia ambos lados. Intentó
entonces levantar la mano derecha donde ya tenía preparado un índice acusador. ¡En vano! Se
oyó un débil quejido: ¡Ah, ah, ah! y enseguida cayó redondo al suelo. En su espalda con camisa
blanca vi fugazmente un pequeño orificio rojo que sangraba... ¡Y se vino el desbande general y a
la atropellada! ¡Sálvese quién pueda! Todos nos separamos en medio de la mayor confusión.
Todos corrían. ¡Solo, mejor! Y la fuga desordenada del stand fue un reguero de pólvora. ¡Al
instante toda la Costanera corría! ¡Todos emprendían la fuga por las dudas! ¡Cuidado!
¡Cuidado!, gritaban algunos, pero nadie dejaba de correr. La gente que azorada nos veía venir
corriendo, se plegaba de inmediato a esa enorme manifestación fugante. Todos corrían sin saber
qué había pasado. ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Por Brasil o por BeJgrano! ¡A correr! ¡A correr! ¡No
preocuparse por los que caen! ¡A correr, correr y correr! ¡Había que salir cuanto antes de la
Costanera!

"¡Alto! ¡Alto Vicuñita! ¿Cómo te va yendo?...” Sorongo, el tucumano metalúrgico y


mecanicote se me abalanzó tambaleante, en medio de la música chillona con un vaso’e tinto en
la mano, pa darme un abrazo de hermano y de compadre. Yo me dejaba abrazar, pero cuidando
mi flamante camisa grafa de los barquinazos del vaso’e vino negro del tucumano. Yo acababa de
entrar con la barra en ese bailongo al raso de la costa del Sarandí. “¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡No te me
vayás tan fuerte! ¡Vení, vení, chango’e mierda, vení o te vuacer cagar!” Pero yo ya seguía de
largo, con mis amigotes, hacia el otro lao de la pista, buscando una mesa entre los saucitos.
¡Puta! A este Sorongo me lo conocía desde hacía años, cuando yo andaba por la isla Maciel en
aquellos tiempos heroicos. Había nacido en un rancho en la costa del río Loro, en Tucumán.
Muy vivaracho, aquí pronto se hizo metalúrgico. Y enseguida ¡mecánico! Había que verlo con
su mameluco impecable en la fonda roñosa del Dock Sud donde sabíamos encontrarnos. ¡El
Sorongo era un tigra pa meterse en rodo tipo de motores! Cuando lo conocí ya andaba por los
motores marinos. ¡Ya picaba alto este tucumano morochazo y grandote, más fuerte que cebil!
Después me enteré que cuanto más se iba pa arriba más se la agarraba con su mujer. Comenzó
con el chirlo, siguió con la cachetada, después la mano cerrada, basta que un día la tiró por una
escalera pringosa y larga que llevaba a un sótano. Ahora, la loca vivía con su madre fiambrera
en Constitución. Sorongo iba a buscar allí a Filemón, su hijo —ya tendría unos once años— para
verlo, pa ventearlo por ai’ cerca nomás. Y cuando se topaba con la loca, hasta le metía un
guantazo bravo, de los de antes, “pa que te acordes, pa que aprendas”. A todo esto, yo y la barra
del bailongo ya se habíamos instalado en un ángulo de la pista, formando un ocho con dos
mesitas de fierro redondas y anaranjadas. Éramos una barra medio veteada pero pareja. Estaban
la Alcira y el Jeta’e Bagre. Ya se habían “casado”, mejor dicho encachilado. Don Venancio, el
marido de la chirusa, el patrón del remolcador pirata, seguía preso. ¡Que siga bien guardao!,
pensaría el Jeta mientras se prendía fuerte de la divina chirusita de calzón fosforescente.
También estaba Reynaldo, el santafesino, que esa noche parecía medio incómodo, él, tan
tranquilo siempre. Estaban también dos morochos nuevos, muy sosegados, que sonreían
siempre y decían lo justo. ¿Serían santiagueños? Y una bizquita medio gaita, una retacona de
piernas feas, culo grande y tetas abiertas hacia los costados, que se hacía la otra cuando la
pellizcábamos sin asco por debajo de la mesa. Creo que en un momento tenía tres manos debajo
de la pollera. Pero ella dejaba hacer. Eso sí, si la cosa venía por encima de la mesa, ¡ahí no!
Porque se veía, ¿no? Entonces miraba p’al otro lado y rempujaba la mano suelta que la quería
tetear. Carmelo, el que faltaba de la barra, se había soltao por un momento pa bailarse unos
chamamés y algún valseado con una petisita dientuda y flaca de cabello teñido, prestada por
dos o tres piezas nomás por una barra amiga, porque como siempre las minas escaseaban. Yo
pellizcaba nomás, ¿pa qué iba a bailar?, y le metía al vinacho y a la cerveza caliente. El aire
estaba quieto, húmedo, sofocante. Una bruma rojiza descendía sobre la ribera. Los parlantes
ensordecían. Pero yo tranquilo, sirviéndome nomás. Por’ai oía gritos de mujeres, puteadas,
amenazas, voces roncas y machazas, ruidos de botellazos y de vidrios rotos. También vi volar
unas sillas y hasta tuve que cuerpear una mesa que andaba por el aire buscando dónde
aterrizar. Pero yo tranquilo entre tintacho y pellizcón, mano izquierda y mano derecha, ¡el tinto
del lao del corazón! Al rato, supongo que yo estaría diciendo macanas, pero ya me había
instalado, ya estaba sumergido en una densa, en una gran mancha multicolor, con voces
distantes. De pronto se iluminaba algún detalle: un brazo, un bracito, una blusita bien rellenita,
unos dientachos blancos de jeta sucia, dos o tres cabecitas en la sombra, una enorme boca
pintarrajeada de mujer... Después la mancha dentro de la cual estaba, se fue oscureciendo más y
más hasta volverse negra, con una o dos lucecitas nada más, allá lejos. Y yo me sentía un
botecito amarrao en la orilla, barquineando en las olitas y cabeceando, ¡poc! ¡poc! ¡poc!, la canoa
ancha de al lado. Cuando la mancha se hizo negra del todo, mi cabeza se hundió plácidamente
en un mar de tinieblas. Al rato largo, supongo, me desperté sobresaltado. ¡Un grito pelado,
agudo, de mujer a la distancia! ¿Lo habría traído la brisa? Ya se venía la fresca, desde el río
inmundo. Yo estaba molido, tirado en un yuyal, en medio de los pajonales y juncales de la costa.
¡Y a mi lado roncaba a pierna suelta la petisita bizca y macetuda! ¿Qué me decís? ¿Yo era el
ganador? ¿Me la había ganado a lo macho o me había tocado de último? Nunca lo supe. Pero
ahí estaba nomás la galleguita retacona, roncando a mi lado, desnuda debajo de la pollera. Yo
estaba roto, me dolía el cuerpo y sentía calor en el brazo derecho, Me fijo: me habían arrancado
la mitad de una manga de la grafa nueva. Y la media manga que quedaba, medio desgarrada, se
me había pegado a un tajo fresco, debajo del hombro, hecho seguro con un cacho’e vidrio o con
una faca desafilada. La tela de la manga que quedaba, ¡dura de sangre seca, bien pegadita a la
herida! ¿Para qué despegarla? ¿Para que me duela más?, pensé. Además, en ese momento, ¡qué
mierda me importaba la sangre, la herida y todas esas cosas! Yo quería seguir durmiendo, pero
después de trincármela un rato, ahora con la cabeza fresquita, a la galleguita morronga de tetas
fofas. Estiré entonces mis manos tembleques hacia sus piernas macetudas, pero... ¡oh!, la petisa
ya no estaba. ¿Dónde andaría? Después volví a oír gritos lejanos, pero cuando quise acordarme
ya me había dormido de vuelta. A la mañana siguiente me despertaron las voces frescas de unos
chicos que andarían hondeando cerca. Abrí los ojos y desde el suelo vi pasar sonrientes a unos
morochitos simpaticones, de ojos grandes, que iban con sus cañitas caseras en dirección al río.
“¡Mirá ese flaco mamao tirado en los yuyos!”, le oí decir a uno de los changos antes de pasar.
Me hicieron reír. Estaba lindo. Eran como las siete y media, ocho de la mañana de ese domingo,
un hermoso día. Me levanté a duras penas. Estaba aporreado, magullado, pero ya con la cabeza
aireada me fui orientando por los yuyales, pajonales y los juncales sucios de petróleo, pa ver
qué carajo pasaba o qué me había pasado, pa buscar una salida, pa entender algo, ¡qué sé yo!
Caminé un rato siguiendo la costa hasta que reconocí a unos cincuenta metros, más o menos, el
tinglado anaranjao y verde del bailongo de anoche. ¿Ya estarán sirviendo café?, pensé un poco
en joda, un poco en serio.

Y medio distraído por un zorzal que cantaba la melodía más hermosa de la Tierra, ¡altro
que ruiseñor!, me metí como un idiota en un pantano disimulado por los yuyos altos en la
ribera. Menos mal que pude zafarme sudando, y ya volvía a embelesarme con la melodía del
zorzal, divino cantor alado, cuando me la tapó una voz machaza, bien ronca, que venía del
bailongo de anoche, del tinglado verde y naranja y soleado de aura. ¡Pero mira quién está!, me
dije sin verlo todavía. Y a medida que me acercaba ya oía las palabrotas, el vozarrón de
Sorongo, que también canturreaba a ratos para lanzar después sórdidas, zafadas amenazas. Ya a
escasos metros pude verlo. ¡Allí está nuestro hombre! ¡Mírenmelo! Dueño de la desierta pista de
baile y arremetiendo cuchillo en mano contra los árboles. “¡Pajarucho despintao, ya te vua a
cortar las alas, maula! ¡Vení, si sos macho, balde dao vuelta!” Y arremetía como una fiera,
aunque a los tumbos y hecho un harapo, contra los pobres saucitos! En una de esas se abalanzó
con tal ímpetu que se desbarrancó hasta la orilla. Pero volvió, ¡volvió gritando, hecho una furia,
cubierto de barro hasta la manija! “¡Eh, tramposo, traidor, maleta! ¡Así no vale! ¡Aura vas a ver,
marica! ¡A ver, a ver, de frente, de frente, a lo macho!” “¡Vamos Sorongo!”, le grité entonces.
“¡Vamos Sorongo que estás machado! ¡Vamos a tomar un cafecito, vamos a pitar unos fasos!
¡Vamos Sorongo!” “¿Cafecito, cafecito? ¿Qué?”, dijo un poco confundido bajando el cuchillo y
tambaleándose siempre. “¡Ahh...!”, tronó, “ ¡Vicuña! ¡Sos vos, tape’e mierda! ¡Traidor! ¡Vení
mierda que te vua’cer cagar, vení maula!” Y con el fierro filoso que destellaba al sol, se puso a
machetear sin asco y al voleo las hojas y las ramitas de los pobres saucitos. ¿En qué mancha
andará metido este pobre Sorongo?, me pregunté sin acercarme más. Y me lo imaginaba metido
en una mancha verde traslúcida, ¡en una enorme uva moscatel! ¡Allí andaría él, en medio de la
pulpa de la uva, queriendo achurar frenético las oscuras semillas del centro que se le escapaban!
¡Y la erraba pero no cejaba! ¡Pobre tucumano!, dije alejándome de allí. ¿En qué macha, en que
mancha te has metido? Y me fui nomás sin saludarlo en dirección contraria al río. Pasaron otros
chicos tempraneros con sus cañitas y me miraron sonrientes como si ya lo supieran todo. “Güen
día, señor”, dijeron poniéndose serios. A los ochenta, cien metros, se me cruza un gringo en
medio de los yuyales. Me mira foscamente y enseguida dice: “mruk, trock, funk, fonk”, como
perdido. ¿Sería mudo, tartamudo, polaco o todo junto? Lo esquivé y seguí de largo. Más allá, en
una lomita a un costado, me esperaban un gordo rubicundo, medio pelado y panzón, con una
mujer de pañuelo en la cabeza. Me siguieron un rato, siempre a un costado, detrás de los yuyos
altos, como quien está cercando a un chancho. Yo seguía caminando por ese descampado verde
desparejo donde no parecían aflojar las ánimas diurnas ni las nocturnas. Pero seguía encantado,
al mismo tiempo, con los ruiditos de las tucuritas y los grillitos entre la maleza, el ¡plop! de
algún sapo que retozaba en un charco entre los pajonales, algún pirincho que pasaba volando
lentamente, ningún zorzal ya... Y ¡zas!, otro personaje. ¡Otra alma en pena de carne y hueso
girando sobre sí misma como un trompo, con los brazos extendidos! Vestía un traje viejo y un
sombrero igual. “¿La trajo? ¿La trajo?”, me preguntó deteniéndose. “¿Qué?”, dije yo. “¿La trajo?
¿La trajo?”, insistió ansioso. “Pero, ¿qué puedo traer yo?” “¡Ah! ¡Entonces no es usted! ¡Pero
usted es igualito! ¿No la trajo?” “¡No señor! ¡Yo no traigo nada! ¡Yo voy, ando de paso!” Me hice
a un lado y pasé. Y allí quedó el hombre, dando vueltas y vueltas sobre sí mismo como
espantapájaros suelto. Yo ya llevaría una hora y pico caminando. Había dejado atrás unos
cuantos ranchos. Oía ladrar un cuzquito.

¿Y aura? Ahora, después de un rato largo por esos andurriales, me había metido al azar
en un campito verde, en un prado entre tanto pajonal, basural y taperas de cartón y chapas.
Después de una peleíta de rutina dominguera por un mate mal cebado y, desde otro vividero,
como escupida en la oreja, una vieja guaracha desafinada por una antigua victrola.

Pero ahora, estaba, pisaba un largo campito con pasto transplantado, pasto civilizado,
césped, ¡bah! Un campito verde parejito, un campito irlandés, green field, ¿qué tal? Y me
encantaba el ruidito que hacían mis zapatos embarrados en ese césped disciplinado traído de
afuera, bien gringo: ¡chips, chips, chips, chips! Unos cuantos metros más... y de pronto se
aparece una masa, un fantasma diurno de muchas cabecitas... ¡Una manifestación ingresaba
rumorosa por un costado del prado irlandés! Una tracalada de hombres, mujeres y chicos,
irrumpía triunfal en el campito por la derecha para luego enderezar por el medio, hacia el
fondo, en dirección, supongo, este-oeste. ¡Y giraron disciplinadamente! Yo iba hacia aquel lado
y por un tiempo iba a incorporarme sin querer a esa extraña manifestación. Las hormiguitas
humanas seguían dócilmente su senda por el verde campito hacia allá, a lo lejos, donde ondeaba
una bandera roja y se divisaba una mesa sobre el pasto con tres hombrecitos, uno de ellos
vociferando megáfono en mano.

Remate, rematador, martillo... De pronto, un ítalo-porteño confianzudo, desprendido de


la caravana, me toma enérgicamente del brazo: “¡Vos lo habrás pensado bien, pibe! ¿No?
¡Hiciste bien en venir! ¡¡Eh!!”, se paró de golpe, “¿qué te hiciste ahí? ¿De dónde saliste vos?”, dijo
al ver la manga desgarrada, teñida de sangre seca pegada a mi brazo derecho. La sangre
atrae...“¡Eh pibe! ¿Dónde te metiste? ¿Dónde te hiciste eso? ’, insistió el tano. “Ya te cuento, me
caí... por venir muy apurado...” “¡Ah sí! ¡Realmente no hay que perderse esto! ¿Vos te imaginás
adonde se puede ir este campito si le metemos chalets californianos?’ Le iba a contestar una
barbaridad, pero ya casi había dejado de oírlo pensando en el martillo del martillero. ¿Lo
traerían en un estuche especial? De pronto, el tano me tomó fuertemente del brazo y me dijo
secamente: “¿Tenes fasos?”. Me quedaba un solo puchito loco, un pobre pucho doblado en el
paquete estrujado. “¿Tendrás otro paquete, lungo, no? Yo fumo rubios, pero por esta vez pasame
esa tagarnina. ” Y me arrancó el fasito de las manos. “Ya vas a ver pibe, dijo retozón, conmigo
vas a llegar lejos, ¿eh?” Y enseguida me palmeó con fuerza, pegándome bien la grafa sudada en
el lomo.

Al final, no sé cómo, lo dejé hablando solo. ¡Pum, pum, pum! ¡Toc, toc, toc! Siempre me
atrajeron los martillos. Pensar que un año después de ese remate del tano confianzudo me
enamoré de Laurita, ¡una chinita hermosa! ¡Y hasta del martillo de su tata, un astuto martillero
de Lanús! Yo, un Juan sin Tierra, no tenía en ese momento la menor idea de su existencia.
Todavía no podía pensar en ella... Al salir del prado verde sólo tuve la visión premonitoria del
tano desesperado, cercado por la inundación en su chalet californiano...

Y siempre manchas, manchas. Manchas planas y tridimensionales. Pelotas. Ya me alejaba


de esa gran mancha verde prolija donde me había metido de paso, sin querer, mancha verde con
toque rojo de remate. Ahora me iba a meter sin ganas en esa mancha enorme, sofocante,
destellante, pegajosa y húmeda, la gran mancha metropolitana. ¡Puaf!

¡Y una pelota, la pelota del pasado, se metía en mi presente! ¡La pelota de romper los
vidrios de mi frágil equilibrio presente! Laurita, la hija del rematador de Lanús, o la bizquita, mi
casual compañera de anoche... Caminaba entonces pensativo, cuándo no, por yuyales con
campanillas azules y tártagos, ya muy de vía de ferrocarril. De pronto recordé un domingo gris
del invierno pasado y las primeras caricias de Amalia, la empleadita de la inmobiliaria, en una
oficinita de apuro, madera y vidrio, delante de un edificio en construcción en Caballito. Y yo,
ahora metido en este amarillo rojizo y abrasador saliendo apenas de ese mar de verdura y
piltrafas humanas muertas de calor, arrastrándome por espontáneos basurales, vidrios rotos,
latas, palanganas cachadas en medio del tierral picoteado por gallinas sueltas. Y a lo lejos, en el
asfalto reverberante de la calle inmediata, el espejismo anunciando una invasión de culebras,
mezcladas con yararás tratando de ganar a nado las copas de los árboles durante la inundación.
“En los tiempos de los apostóles, cuando vivían los barbáros, se subían a los arboles y se comían
los pajáros... ”

¡Puta esta Buenos Aires cafishia del quilombo nacional! ¡Puta, con qué derecho, con qué
instrumento, decime patrona guacha, vieja puta franchuta con dientes de oro! ¿Hasta cuándo
guacha? ¿Qué mierda te creés, marsellesa bigotuda? ¿Que porque me alcés tu montón e
Kavanases, Saficos y Alotas me vas a joder? Gringa poltrona’e mierda, ¿por qué no te me
mandás mudar toda afuera, a tu tierra con tus porteñitos cursientos? ¡No me hagás gritar,
gringa hija’e una gran puta! Y ai nomás me mandé una patada grande en el aire pa espantar
esos espantapájaros de cemento y caí de culo en el suelo. Una yegua suelta galopaba a todo
tranco. La corría un cojudo relinchando más que un tren. Y en su atropellada, el tungo hirsuto
se me lleva por delante y la voltea una vieja pared solitaria en medio’el pajonal. ¡Dale que allá te
está esperando! ¡Dale que la tenés! El cacho de potrero se alarga hasta la primera avenida. ¡Una
gota grande como Güenos Aires! ¡Una gota grandota, elástica!, ¡no te rompás! ¡pa ver si la
ahogamos! Arena, tierral, mugre, roña, pero, ¡qué buen plop de sapo, qué panzada en el agua!
¡Dale gota no aflojés! ¡Qué sonora, escombrera inundación parduzca con bigotachos verdes en
los bordes! ¡Y que siga el balanceo, la marejada, el mundo cabeza abajo, la curva a velocidad, el
mareo y unos nudos huesudos sobre la jeta fofa, si es que no se escurre! Jeta con jareta e upite’e
pollo mojao! ¡La vomitada gruesa, espesa, luego traslúcida hasta hacerse transparente! ¡Y el
agua viscosa que arrastra la mesita con hule verde del rematador, el martillero! ¡Y el martillo de
platino del padre de Laurita! ¡Y el sol, pesado lagarto, y la piel pegajosa del veranote porteño y
napoledano! ¡Y mi media manga de camisa grafa bien pegadita con mi vieja sangre de anoche!
¡Y la bizquita de piernas gordas, también de anoche! ¡Los relumbrones grasientos del verano y
las uvas tiernitas, medio ácidas! ¡Y una iguana, de las que aquí no hay, llegando a cococho sobre
la pelota del pelotazo del pasado! ¡Ah! ¡Ah! ¡Crash! ¡Crash! ¡Crash! ¡Los vidrios rotos, los rotos
vidrios de mi tenue equilibrio de aura! ¡Y los vidrios color habano de la cabinita de la
inmobiliaria de la Amalia, en el edificio hormigonado en construcción en Caballito, el año
siguiente! ¡Las hormigas frescas en la cresta de la inundación, arrastrando inefables sus dóciles
hojitas verdes! El volcán del amor entrando en erupción en el frío y gris invierno que siguió, ese
domingo inclemente en la cabinita de vidrio y palo de la inmobiliaria en el edificio por verse en
Caballito, donde me encontraba con Amalia, la empleadita... ¡Amalia-Rosa, Rosa-Boya,
creciendo y creciendo para mí ese invierno en el invernadero-oficinita de la inmobiliaria, un año
antes de orientarme por la boyita de la hija del martillero de Lanús! ¡Rosa de invernadero!
¡Amalia tenía bellas espinas de dorado también! Y yo que te añoraba queriendo subirme, rosa,
por tus espinas, tus fuertes espinas, ahora en el recuerdo. Queriendo subir por ellas como por
escalera de obrerito telefónico. ¡Oh, enorme rosa con la cual viví sobre mis zancos infantiles!
Rosa fresca y cálida a la vez, Amalia-Rosa-Boya. ¡Fresca como la lluvia de verano colmando las
canaletas del techo de mi casa en Paraná, e inundando el patio a borbotones! ¡Rosa-Amalia,
canaleta fresca y abundante, espinas de dorado, talle de escalera de telefónico! ¡Rosa de
invernadero, más semáfora que boya tal vez!

El gallego salteño, el gallego forajido con tres o cuatro muertes encima, le sacudió un
tremendo mazazo de derecha en la cabeza y la tiró de panza sobre la moquette amarilla. Pero
medio trampeó: al mismo tiempo la había empujado con la izquierda metiéndole además una
zancadilla. La hermosa turca de ojos extrañamente verdes cayó de panza al suelo. Era una turca
fortachona, dura, ágil. ¡Una briosa potranca azabache! Ahora intentaba levantarse, pero el
gallego salteño ya le había plantado su formidable botín Patria 45 en la cintura y la aplastaba
furiosamente contra el piso, contra la moquette amarilla. La turca cimbreaba. Tenía que jugarse.
Hacía varios meses había intentado envenenar lentamente al gallego metiéndole dosis pequeñas
pero progresivas de veneno de hormigas en la sopa. Al ver que eso no surtía efecto, ahora le
metía veneno de ratas en el mate. ¡Se pasó la turca! ¡Tan bruto no era el gallego! ¡Además era
salteño! Ahora la guacha forcejeaba, pero el gaita la aporreaba como martillo al yunque.
¡Feroces mazazos de manotas velludas a ritmo vertiginoso! Estropeada y mormosa, la turca
languidecía. Tenía la ropa hecha jirones, el corpiño hecho un hilito. ¡Toda magullada y con las
tetas aplastadas contra la moquette amarilla! El gallego la soltó un segundo, dio un salto hacia
atrás y manoteó al vuelo una cosa chiquita. ¡La turca comenzaba a moverse otra vez! ¡Puta, qué
turca dura! Pero el enorme botín Patria 45 volvió a caer como martinete sobre su espinazo.
Entonces el gaita peló esa cosita chiquita. ¡Una yilé medio desafilada! ¡Y a rapar a la turca
envenenadora! “¡Yo te voy a dar! ¡Yo te voy a dar!”, le decía al mismo tiempo que le rebanaba la
negra cabellera a toda velocidad y sin miramientos. ¿Acaso era un peluquero fino? El pelo de la
turca volaba por el aire. “¡Qué bien quedás así!”, gritaba enardecido el gaita. La turca, ya a
medio pelar, tenía una cabeza redonda, ¡una cabecita braquicéfala que se agitaba! Tanto peor:
¡así, el gallego le erraba a los mechones que quedaban y le tajeaba el cuero cabelludo! ¡Sangre
roja sobre la moquette amarilla! Pero ya terminaba su faena: un trabajo medio sucio, la verdad
sea dicha. La turca estaba dominada, casi desvanecida... Y cuando volvió a abrir lentamente los
ojos siempre tirada de panza en la moquette, su consorte desplegaba un rollo de cartulina
blanca con el propósito evidente de que la turca lo viera. Enseguida el gallego sacó la caja de
Ranchera de un bolsillo haciéndola sonar para mantener la atención de la turca. “¡Mirá!”, gritó
tomando el rectángulo de cartulina con una mano mientras que con la otra le arrimaba un
fósforo encendido. ¡Era el diploma de maestra de la turca! La pobre recién se dio cuenta cuando
una llama grande, ancha, llegó hasta el ángulo superior del diploma sostenido por la mano
izquierda del gaita. “¡La gran puta!”, gritó el gallego al sentir el ardor del fuego en los dedos. Ya
el diploma estaba bien quemado y el gaita pisoteaba frenético las cenizas incandescentes sobre
la moquette amarilla...
“¡Hey Chuck! ¿En qué estás pensando?”, me interrumpió de pronto Inge, la secretaria
ejecutiva del director general de la agencia de publicidad. Se ve que hacía rato que yo estaba
distraído, abstraído, mirando la rubia moquette de la boutique creativa. Y también se ve que me
había distraído muy creativamente. Aunque no tanto, pues se trataba de un recuerdo,
deformado forzosamente por mi memoria: en realidad la turca no estaba tumbada sobre una
moquette amarilla, sino sobre duras y frías baldosas coloradas...

“¡Hey Chuck!”, insiste Inge, “¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?” “No, le digo, estaba
pensando en lo que podríamos hacer vos y yo, si estuviéramos solos, sobre esta mullida
moquette amarilla.” “Vamos progresando, Chuck. No estuviste tan crudo como otras veces. Yo
soy la primera en lamentar tu falta de sentido de las relaciones públicas, pichón. No basta con
ser creativo. Tenes que estudiar bien la oportunidad para decir ciertas cosas. ¡Y hacerlo
finamente! Yo sé que a vos eso te cuesta. ¡Pero inténtalo! ¡Te puede ser muy útil, pichón!”
Hermosa y madurita Inge, siempre tuviste y tendrás razón. Hermosa modelo jubilada, es cierto,
but notfor me.

¿Por qué la moquette amarilla de mi lugar de trabajo me trajo el recuerdo de la turca


envenenadora y de su gaita consorte con varias muertes encima? ¿Y por qué Inge me
interrumpió? Pero ya no recuerdo si la visión del episodio de la turca y el gallego, que sucedió
alguna vez, la tuve en mi lugar de trabajo, o si se me apareció caminando por el barrio de la piel
de caballo, pensando en la moquette amarilla de mi lugar de trabajo.

—¿Cuántos suicidios por año te mandás, morocha?

¿Te bastan veinte suicidios por año, diez renuncios por semana? Yo llevo unos veinte
años aquí. Una vida de suicidios anuales y renuncios semanales. ¿Te imaginas lo longevo en
suicidios en vida que soy? ¡Por lo menos veinte veces por año levantándome la tapa de los
sesos! ¡Es claro que soy más viejo que vos y a lo mejor ya me suicido menos! ¡Por’ai eso es peor!
¿Y vos? ¿Hasta cuándo pensás seguir suicidándote más de veinte veces por año? Pero... ya que
estamos cerca: ¡Feliz año nuevo, morocha!

—¿Estás loco? ¿Cómo me decís eso? ¡Yo soy lo que soy! Eso sí, desconfío de la gente...

—Claro que desconfiás. Te has hecho una fortaleza para defenderte de vos misma. ¿Te
da miedo saber quién sos? ¿Tanto miedo te tenés?
—Mirá, ¡no me digas eso! ¡Yo ahora estoy haciendo títeres! ¡Lo que pasa es que el
hombre está alienado!

—¿Pero qué sos vos? ¿Mujer o hombre? Suicida, sí, ¡seguro! Y bueno, ¡tenés toda la vida
para suicidarte! ¡Mirá qué programón!

—No sigás. Así no te entiendo.

—Vos me entendés. ¡No hay peor mudo que el que no quiere hablar!

—¿Qué querés? Yo soy así. Soy desconfiada. ¡No lo puedo evitar!

—Sí, ¡vos sos así! Pero yo estoy harto de que cuando te encontrás con Pepe le preguntés:
¿Cómo anda el Flaco?

Y que cuando te encontrás conmigo me preguntés: ¿Cómo anda Pepe? ¡Todo de costado,
nada de frente! ¡No lo busqués a Pepe pa preguntarle de mí! ¡Y no te encontrés casualmente
conmigo para preguntarme por Pepe! Así, morocha, te desangrás inútilmente.

—Mirá, tenés razón. El hombre está alienado... Y la revolución...

—Sí, ¡vos te dejás pirojar pero sin dejarte cober! Vos decís que sabés quién sos, pero lo
del pirojo es puramente por fuera. ¡Vos lo sabés! ¡No pasa nada!

—Yo sé lo que soy, te repito. Es cierto que en cuanto a los demás... Pero aquí no podés
vivir de otro modo. Así es la vida. La alienación, sabés, la alienación.

—Mirá, no te me rajés, no te me escondás con eso de la alienación. Si tenés sed, tomá


agua fresquita... ¡Morocha, quiero tu voz desde lo más profundo! ¿Por qué te tenés tanto miedo?

—¿Es cierto, sí. Pero, ¿qué es de la vida de Laura? ¿Hace mucho que no la ves?

—¡Y dale con Laura! ¡Dejala vivir en paz! ¡Hablá un poquito de vos! No me hablés de
títeres ni de la revolución! ¿Dónde estás? ¿Dónde te me escondés, morocha?

—¿Qué querés que haga?

—Mirá, ¡búscate un abogado para que te defienda mejor contra vos misma! ¡Un abogado
revolucionario si querés! ¡Tu intimidad es puro miedo, morocha!

—Es cierto lo que decís. ¡Pero no le digás a nadie que yo te lo dije, por favor! Ahora, de
todos modos estás un poco loquito... ¿No es cierto?

—Sí, pero aunque así fuera no te me quieras rajar. ¡No te la arreglés tan fácil! ¡El que por
su gusto muere hasta la muerte le sabe a muerte nomás!

—¿No ves? Estás piantado. ¡Qué tendrá que ver!

—¿Y qué tiene que ver la vida suicidada que estás llevando con lo que sos? Yo no quiero
entristecerte. Ni cojerte... Ahora, si querés...

—¡Ya sabía que ibas a empezar o terminar con eso!

—¡Te equivocás! ¡Otra vez te querés rajar! Mirá, yo sé que no corro —aunque corra— y
que aquí no corre nadie... Y bueno... ¡Si sos feliz!

—¿Cómo voy a ser feliz? ¡El hombre está alienado!

—¡Y entonces vos, que sos mujer, te alienás más que todos!

—¡Me parece que estás diciendo cosas que no se pueden decir!

—¡Cómo que no se pueden decir, porteña e mierda! ¡Yo te las digo nomás! ¡Yno te
olvidés de llamarme a las siete pa preguntarme cómo andan Francisco y la Negra, y Juan José y
la Rubia. Decime, ¿qué carajo te importa todo eso? Hace un año que te conozco y desde
entonces...

—Mirá, ahora estoy preparándome para pasar una semana en San Clemente del Tuyú.
Va a estar muy divertido. Vienen la Pocha, Ernesto, Juancho, Dora...

—Está bien, linda. ¡Seguí alternando con gente que te informa de mí! ¡Flor de vida te
mandás, morocha!

Me había encontrado por casualidad con la morocha maestrita de vacaciones al


mediodía cuando salí a almorzar. Ella caminaba por Corrientes hacia el oeste, rumbo a un cine.
Yo hacia el este, hacia mi trabajo. Tomamos entonces un café. Escurridiza, dramáticamente
escurridiza la maestrita. Decía una cosa con la boca, otra con los ojos. Al salir ella hacia el oeste,
yo hacia el este, seguro se habrá ido pensando: ¡Pobre Flaco, qué mal que está! Y yo rumbo a mi
trabajo pensaba: ¡Pobre morocha, qué mal que está!

Y caminando, volvía a escuchar la voz de la calle: “Esas mocosas de mierda, ¡mirá!, decía
un petiso gordo, ¡despreciativas, engrupidas! Creeme, así es la mujer argentina. ¡Hijas de puta!
Ahora, como te venía diciendo, el Torino que te conviene es la coupé. El convertible no sirve”.

Justo una cuadra más y... ¡zuik, zuik! ¡pim, pum! ¡¡¡Kraaaashü! Un viejo Kaiser Carabela
estropeaba un flamante Peugeot. Un choquecito de costado, nada más.

El chocado sale del Peugeot hecho una fiera pero puro grito:
—¡Asesino! ¡Lo hiciste adrede! ¡Me chocaste justo del lado donde viajaba mi madre!
¡Asesino! ¡Lo hiciste a propósito!

El del Kaiser Carabela va a su encuentro sabiendo que hay curiosos de sobra para
separarlos.

—¡Aprendé a manejar, idiota, antes de sacar a pasear a tu madre! ¡Hij’una gran puta!

—¡Asesino, asesino!, insiste el del Peugeot, ¡vos no tenés madre, por eso me la quisiste
matar!

Los curiosos miran compungidos a la madre en el Peugeot chocado, presunta víctima


elegida del solitario conductor del viejo Kaiser Carabela.

Y en mi piecita de la calle Reconquista encuentro un mensaje escrito con letra menuda y


adornadita, la letra de Alcira, la chirusita del Jeta’e Bagre. Después supe que me anduvo
llamando al trabajo sin encontrarme... Cuando se enteró por otro lado que yo estaba preso, se
llegó hasta mi casa y me dejó el mensaje. Había en él un número telefónico. “Pedí que la llamen
a la señora del quiosco de abajo”, y me daba la dirección exacta del quiosquito de la calle
Montes de Oca. “En cuanto salgás, no te demores en verme, flaco, me siento muy mal. Después
te cuento.” Y el mensaje terminaba: “Cariño, Alcira”.

Por un día me olvidé del mensaje. En el trabajo me esperaba otro. “Te llamaron dos
veces, era una voz de mujer. Una miss McFirlan o algo así... ¡Qué querés! ¡No le iba a hacer
deletrear el apellido! ¡A ver si se piensa que no sé inglés!”, me dijo un chufaseca bien bañadito y
estucado que atendió de paso los llamados. La miss ésa había dejado su tubo. Y en seguida:
“¡Wow!¡MissMc Pherlan, please! O yes, Helen, Chuck speaking. Yes, yes Helen... Butwhats the matter
with me? Tell me!”. Y así inicié, todo canchero, una conversación cachuza en gringo básico con
“la competencia , en pleno centro de esa enorme torta de mierda de vaca esterilizada que era mi
oficina suspendida del cielo, piso catorce. Realmente sobreactuaba, me sobredimensionaba, me
agrandaba, ¡bah! Pero lo de miss Mc Pherlan era una propuesta en serio para trabajar en la
competencia en mejores condiciones. Tuve que frenarme para no preguntarle de entrada: How
much? Me citó para el día siguiente a las 19.30, estricta reserva, cubículo C, sala de situación,
hablar primero con Uki, la secretaria balinesa de Peter Cirigliano, ¡un american más yanqui que
los espaguetis!

A los cinco minutos me llama el director general. “Mirá Chukie”, dijo ultravioletizado,
yateado, supersincronizado, multicanalizado, mi director sigloveintiúnico en su despacho
presurizado y supersónico. “Si vos aquí no te sentís OK, ¡decímelo! ¡Decímelo a nivel humano!
Ahora, si querés un mes de vacaciones en Punta, ¡ningún problema! ¿O preferís Copacabana o
Ipanema? Pero decime vos, ¿dónde podés sentirte mejor que aquí, mi viejo? Y si querés también
te vamos pagando un auto... ¿Cómo es posible que todavía no tengás uno?”

Por atrás había entrado la bella sombrita cromada de Inge, la ex modelo cuarentona,
ahora secretaria ejecutiva. ¡La bella narcisista miraba desde arriba, por su amplio escote, a través
del surco profundo de sus preciosas tetas cónicas, el hermoso paisaje de su monte de Venus
asomando sobre el elástico de sus breves dutch panties! No era tonta la viejita, aunque para dejar
de serlo del todo tuviera que olvidarse de la moda nostalgia, del camp, del Di Tella, de los viajes
por el mundo, del psicoanálisis y otras balandronadas por el estilo. A veces se comedía a
arrimarme hasta mi pobre piecita de la calle Reconquista. Entonces se prendía creativamente de
la palanca de cambios de su Fiat 1600. Le brillaban los pómulos ultravioletas bajo sus anteojos
semiahumados. “¿Hasta cuándo, Chuck, vas a seguir viviendo en esa pocilga? Claro, vos sos un
romántico. Pero, ¿quién entra allí?” “No creas”, le digo, “hay quien se anima.” “¡Bah! ¡Seguro
son unas negritas nomás! El barrio está bien, ¡estás en la manzana loca! ¡Pero mirá qué lindo
edificio están haciendo en la esquina! ¿Por qué no, Chukie? ¡Yo te apoyo!” ¡Pobre Inge, porteñita
hija de un alemán nacido y criado en Misiones! Ser rubia la favorecía. ¡Y hasta decía ser hija de
un alemán puro, de un nazi fugado después de la guerra, la mentirosita! Eso también la
favorecía.

¿Y Helen, Uki, Peter Cirigliano, sala de situación, cubículo C, 19.30? ¡Cualquier día! ¡Tu
abuela no compra pollos! ¡Excuse me Helen!¡A ver si al final, como quien no quiere la cosa, uno
termina queriendo la cosa! ¡A ver si al final me resultás entrerriana y adventista educada en
Puiggari! No, Helen, hoy no. Después a lo mejor sí. Primero la chirusita. ¡Después veremos,
Helen de Santa Elena— Y, ¡¡¡puypuypuypuypuy!!!

“¡El Jeta se defendía como lión! Pero eran muchos, ¿sabés? Eran cinco contra uno. Serían
como las tres de la mañana o más. Yo te vi a vos antes en un entrevero en medio de la pista. El
Reynaldo se nos dio vuelta, ¿sabés? ¡Y en vez de defenderlo al Jeta me manosió! ¡Mirá qué
amigo! ¡Yo me tuve que disparar volando porque me quería chucear! Llegué corriendo a un
descampado. ¡Menos mal que estaba fresca y el Reynaldo y los otros punteados! Y me puse a
gritar. ¿Qué iba a hacer? ¡Ah! ¿Vos me oíste? ¿Pero no se te ocurrió? Sí, es cierto, ¡yo te vi
defenderla a la galleguita bizca! Después no te vi más. A mí me empezaron a pellizcar mientras
lo provocaban al Jeta al mismo tiempo. Cuando llegué al descampado no supe qué hacer. Oía
los gritos de ellos. Le estarían dando al Jeta con cualquier cosa, con un ladrillo, con un palo, con
una lata... ¡Qué se yo, flaco! Desde entonces no lo vi más. Estaba muy oscuro. ¡Tengo miedo,
guaycurú! ¡Me imagino lo pior! ¡Lo pueden haber muerto! ¡No te cuento lo que fue esa noche
para mí, perdida en esos cangrejales, sin saber qué hacer y para dónde disparar! ¡Con locos y
perros que me salían al cruce de entre los pajonales a cada rato! Y gracias a Dios que al final no
sé cómo pude salir de allí. Cacé un colectivo a la madrugada, ¡un colectivo que iba a cualquier
parte pero que me sacaba de allí, cuando ya me alcanzaba otra patota en medio de los yuyales!
Claro que el colectivero también se me ofreció... pero no podía largar el volante y ya había gente
adentro. Yo lloriqueaba como ahora. Oíme flaco, ¿me vas a ayudar? ¡Yo por el Jeta haría
cualquier cosa, ¡pero vos me tenés que ayudar! ¡Hecho, flaco! ¿Me ayudás entonces?”

La chirusita gimoteaba con su criatura en brazos que aún no tendría un año. Su cuerpo
hermosito y espigado, forrao con un vestidito morao con frunces en el pecho. Esa tarde había
llevado a la criaturita a Devoto para que la viera el padre... “¡Mirá!, hasta el Cascote (don
Venancio) me pregunta por el Jeta!”

¡Un cascote en la jeta! ¡Eso era lo que yo me imaginaba justamente que le había pasado al
Jeta’e Bagre! Cascotazo, ladrillazo, un adoquín en la sien o más atrás. ¿Hasta el seso? Pero la
verdad es que la chirusita Alcira estaba muy linda esa noche! ¿Y yo me había salvado del
cascotazo fatal la noche del bailongo del Sarandí, o me había salvado de darlo, tal vez por la
bizquita? Nunca lo sabré. Como en una visión se me aparecían cuatro hombres irreconocibles
en la oscuridad llevando un bulto informe pa tirarlo al río y después hacerse humo... ¿Pero ese
bulto sería el Jeta o el Jeta era uno de los que tiraban el bulto? ¿Muerto o prófugo?

Esa noche, mejor dicho al atardecer, me había llegado al quiosco de la calle Montes de
Oca. Estaba la Alcirita con la hermana menor, que me dejó confundido por su manera de mirar.
Después la chirusa se quedó sola conmigo y comenzó a contarme lo de antes, lo ocurrido la
noche del bailongo de la costa del Sarandí. “Vamos a casa”, dijo interrumpiendo el relato,
“tomaremos unos mates y comeremos algo.” Y alzó la guagua de ojos negros y grandotes,
medio sonrientes, medio muertos de sueño. La casa: un edificio viejo, tipo conventillo, de esos
de principios de siglo: todos departamentitos de planta baja con patiecito adelante, donde la
chirusa vivía ahora con las pilchas del Jeta nomás, esperando... Me quedé sentado en el patio
delantero mientras ella cambiaba a la gurisa y le daba de comer antes de acostarla. ¡Qué delicia
el fresco! Al rato llama a la puerta un gordo en camiseta de unos cincuenta años. Abro y se mete
nomás como Pedro por su casa. Pregunta por la chirusa y me examina atentamente. Se fue a
regañadientes. “Ya voy a volver”, amenazó. “¿Con quién tengo el gusto de hablar?”, le dije yo
finamente. Pero se fue dando un portazo. Volví a sentarme, estiré las piernas y respiré
profundamente. En medio de todo me sentí muy bien. La noche estaba serena y había
refrescado algo. Al rato viene la Alcirita y comemos un pucherito recalentado pero muy rico, allí
mismo en el patiecito. La gurisita ya duerme. Tratamos de recordar lo que pasó aquella noche
del bailongo hasta donde podemos. Nos ponemos de acuerdo. Pero no sólo ha desaparecido el
Jeta, sino también Reynaldo y Carmelo. “Que haya desaparecido Reynaldo, dice la chirusa, me
lo explico. A Carmelo lo perdí de vista aquella noche igual que a vos. La última vez que lo vi,
seguía bailando con la dientuda de la otra barra, ¿te acordás? Tal vez se habría ido a ventearse
con ella por allí cerca, antes de que ocurriera lo que te cuento”. De pronto la chirucita llora. “
¡Vamos a buscarlo al Jeta entre los dos, flaco, prometeme!” “Ya te he dicho que sí”, le contesto.
“Mirá flaco, si ahora apareciera el Jeta, ¡te juro que me daría miedo como si fuera un aparecido!
¡No me dejés sola! ¡Al Jetita lo he querido más que nunca en estos meses que hemos vivido
juntos! ¡Nunca lo hubiera creído! El Cascote ya sabe todo pero se las aguanta. Me lo tendrán
guardado un buen rato. La gurisa crece. Todos contentos en fin pa lo que podemos pedir.
Aunque la cosa escasea, vos sabés. Pero, por favor flaquito, no me dejés sola! Aquí mismo, en la
casa, ya hay varios que me andan arrastrando el ala. Hasta el encargado... Me ven sola y ya se
ofrecen pa cuidarme. Es claro que si no vuelve el Jeta tendré que buscarme un hombre. Por mí y
por la nena... ¿No te parece?”

Yo ya pongo cara de irme. La chirusita se da cuenta. “¡No pensarás irte ahora...!” “¿Por
qué no?”, le digo. “Por favor, guaycurú, ¡no me dejes sola! . Pero, ¿no vendrá el Jeta?”. “No,
flaquito, seguro que hoy no viene.” Y la Alcirita me toma suavemente de la mano y cuando
quiero acordarme ya estamos en una piecita encalada, con una ventana y una cortina de cretona
de colores vivos. No, no, no, digo yo. Sí, sí, sí, dice ella. ¡Hermosa chiquilina! Ahora puedo
palpar esas tetitas botellonitas como uvas moradas, esos largos pezones y ese mojoncito
azabache de abajo: ¡una breva de diciembre! ¿Cómo resistirse? La tumbo en la cama y enseguida
me abalanzo entre sus piernas abiertas en busca del rojo interior... ¡Una breva!

Esa mañana me había llegado hasta la Subprefectura acompañado por Paco, un amigo
influyente. De esto no le dije nada a la Alcirita. Nos mostraron tres verdosos cadáveres, no
reclamados, recogidos en el río. Uno de ellos tenía la boca fruncida como si apretara una pipa.
¡No sería un yachtman, seguro! Otro parecía haber perdido los anteojos antes de perder la vida.
Tenía la huella de usarlos en la nariz. El tercero más bien un muerto de hambre, hinchado por el
agua pero puro hueso. Me ofrecieron participar en un rastreo en lancha, por el lado del Sarandí
el día siguiente al caer la tarde. ¡De acuerdo!

Antes de cerrar los ojos me quedé pensando en el comedimiento de la Subprefectura,


pero a poco de dormirme yo ya era un oso hormiguero haciendo rodar con la trompa una
sandía sobre la cual hacía equilibrio a saltitos un tordo. ¡Qué dulce y suave es la miel de las
lechiguanas! En el monte hay que ahuyentarlas con el humo de una fogata para que se vayan
del panal. Y la miel no empalaga, porque se come con panal y todo. Oso hormiguero, oso
melero. O mejor, ucumari... ¡Sí! ¡Ucumari!

Al llegar al pueblo grande el solazo raja la tierra. Plena siesta. Fiesta de las iguanas.
Venimos en camión desde Mendoza con el Taita Gómez, él trabajando, los dos de jarana. Y van
tres noches sin dormir. Ya en el asfalto que pela, se nos cruza un camión regador. Bigotazos de
agua... Algo es algo. ¡Y a dormir la siesta como vizcachas que esta noche hay farra! Unas cuantas
leguas para arriba o para abajo... Nos enteramos en el camino. Cuando me despierto no sé
dónde estoy. Ni hablar de quién soy. Me siento derramado, fuera de la botella. Y me cuesta un
rato largo y una ducha, juntarme conmigo otra vez. Un fuerte chaparrón me despabila del todo.
¡Ah...! Chapa, chapa, chaparrón. ¡Puy, puy, puy! ¡Qué lindo llueve sobre el galpón! Y enseguida
Villa Mercedes se me pierde en la memoria en medio de la lluvia. A las dos leguas el chaparrón
se termina. ¡Solazo otra vez! Chapa, chapa, la farra es en un caserío en la San Luis de entonces,
la San Luis sin diques todavía. ¿Papagayos, Cortaderas, Merlo? Por’ai debió ser. No viá
ponerme a escarbar justo ahora. Una farra de esas que vienen después de la fiesta de fin de
curso de las “blancas palomitas”. Y aunque no puedo acordarme dónde era, mirá vos, veo en el
tablado, oigo clarito, un chico disfrazado y con bigotes tiznados recitando con la mirada en la
lejanía: “Soy noble gaucho puntano / Soy el hijo de este suelo...”. Y no me acuerdo más. La
escuelita del caserío pegado a la sierra por un lado y al desierto en pendiente por el otro. Y se
arriman al bailongo, que vendrá después de la fiesta de los chicos, hasta gente de Concarán, me
dicen. “Y de Mendoza...”, digo yo, porque sin querer se venimos de allí. Y al final, como
siempre, en estas guerras sobran los hombres. Las maestritas, dos, son las más solicitadas. El
director de las “blancas palomitas” desapareció antes de que empezara la música, llevándose a
su mujer bonita. Pero hay una chinita suelta. Me largo. Sí, linda de lejos... De cerca, ajadita y
desdentada. Se tapa la boca para reírse de las macanas que digo, arrastrándole el ala en la
polvareda. Dos piezas nomás. Derecho de piso. Soy forastero. ¡Adiós! ¿La música? Bandoneón,
violín y guitarra. Sin altoparlantes. Justo para que la escuchen los bailarines del patio de la
escuelita. A treinta metros escasos del patio, apenas se oye. Y allí está el mostrador, ya en el
descampado: sierra, desierto, luna enorme, cielo estrellado. ¿Mostrador?, dije. Una tabla sobre
cajones y un sol de noche. ¡Hasta tan lejos no llega el cable de la eléctrica! Y vino, empanadas,
cerveza caliente, ginebra y anisado. El Taita se me ha perdido. Fuera del camión se suelta
rápido. Se las arregla solo. Venga un tinto pues. Y entro a conversar con la paisanada. El más
dicharachero se me arrima. “¿Y qué anda haciendo por acá?”. “Y... de paso nomás.” “¿Y de
dónde se ha venido?” “De Mendoza, pues, pero soy de... Ahora ando por Buenos Aires...” “¡Ah
sí! ¿Yqué me cuenta del Perón? ¿Usted lo ha visto? ¿Le parece que puede ganar? ¿Sí? Yo no creo.
Aquí no. Seguro que no lo vota nadie... Y si anda ahora por Buenos Aires, irá seguido a las
canchas, ¿no?” “Sí, a veces. Sigo siendo hincha de Belgrano de Paraná.” “¿Y qué tal las porteñas
y las entrerrianitas? Porque no me va a decir que a eso va de vez en cuando... ¡Jua! ¡Jua!” Y al
rato me palmea tan fuerte que me hace doler. “¡Dale flaco, chupá tranquilo nomás que paga
Aguilar Hermanos. ¡Jua, jua, jua!”. A los tres vasos de vino me sale un grito del alma
entrerriana: ¡Puy, puy, puy, puy.J ¡Piuujjjj!” Me siento alegre, nada más. Pero nadie conoce este
grito en la zona y el miliquito que cuida el orden, se abre paso entre la paisanada y me pone la
mano en el hombro. Mi nuevo amigo me salva: “¡Pare, che!... ¡Dejámelo tranquilo al señor! ¿Qué
te ha hecho?” “Bueno, si usted lo dice, don Aguilar, pero...” “Pero nada, ¡mandate mudar que
hoy paga Aguilar Hermanos!” Y la convidada era para todos. Y don Aguilar más prendido del
vaso que ninguno. Ya le iba a preguntar qué era eso de Aguilar Hermanos, cuando se le acerca
justo una mujer de luto riguroso, avejentada, alta, flaca y desdentada también, la típica viuda.
Habla en voz baja con don Aguilar y se va enseguida. El otro larga una carcajada y me dice,
también por lo bajo: “¡Aquí si conseguís bailar más de tres piezas con la misma vas a terminar
casándote! ¿Te conviene? Si no te conviene seguime. ¡Dale que la viuda me ha ofertado unas
chinitas! ¡Vamos que nos están esperando! ¡Una botella más y vamos! ¡Vamos que paga Aguilar
Hermanos! ¡Jua, jua, jua, jua!”, gritó más fuerte que nunca, mientras todos los del mostrador nos
miraban. Y escuchaban, claro.

Lo de la viuda era una casa muy vieja, del lado del desierto de aquel entonces, a unas
cuatro cuadras de campo de la escuelita del bailongo. Un patio de tierra grande, iluminado por
una lamparita pelada, amarillenta, rodeado de un corredor con piso de ladrillo al cual daban las
piezas. De entrada nomás, don Aguilar se larga a vomitar como Dios manda. De todos los
rincones oscuros se vienen al raje los perros largos, enclenques, famélicos, a lamer, a pelearse
por la vomitada sobre el piso de ladrillo... Bl, bl, bl, bl, bl... ¡Cuando hay hambre no hay pan
duro, ni blando! La Viuda, sin decir a, lo endereza enseguida al don con unos amargos y ya
Aguilar Hermanos la comienza a pellizcar. A mí me dejan solo en una piecita vacía. Hay una
lamparita también pelada sobre el piso en un rincón. Me dejan también una botella de vino
blanco y un vaso. El tiempo pasa. Lento, muy lento. Me entretengo mirando mi sombra enorme
y a del vaso y la botella contra la otra pared. El vino hace olitas en la sombra. Ni sé cuánto llevo
esperando. El don ese, y la Viuda me han engañado. Pero cuando me decido a abrir la puerta
para irme, me detienen los paragolpes dulces de una chinita baja y redondita, de unos dieciséis
años... Servicial, dulce, seguidora, ¡ah! ¡Y dale nomás que paga Aguilar Hermanos! ¿Qué me
contás?

Al día siguiente sigo encerrado con la chinita. ¡Toc, toc, toc, toc, toc! Golpes en la puerta.
Es don Aguilar que se despide: “¡Dale, dale nomás que paga Aguilar Hermanos! Jua, jua, jua!”.
No sé cuánto tiempo seguí dulcemente encerrado allí con la chinita puntana. ¡Divina! Me olvidé
de todo, alegremente. ¡Qué me importa el mundo! ¡Y dale nomás...! Por la mañana, a eso de las
diez y a la tardecita, la Viuda golpeaba suavemente la puerta y cuchicheando le preguntaba a la
chinita qué necesitábamos. Se llevaba hasta la pelela y la traía limpita de vuelta. Y volvía
además con un guisito, vino de repuesto, brevas, duraznitos, sin entrar en la pieza para nada.
Todo en la puerta. Amor frutal y regalado. A la chinita puntana hasta le prometí volver sin
preguntarle el nombre. Volver para llevármela del todo. Y por’ai lo hubiera hecho, de no ser que
a los cuatro o cinco días, ¡qué sé yo!, salgo de la piecita unos cincuenta metros y alguien me
entera, alguno del mostrador de la otra noche, seguro, ¡que al don Aguilar me lo han metido
preso por cuatrero junto con el hermano! ¡Al fin sabía qué era eso de Aguilar Hermanos! Y,
encima... que a mí me tenían fichado y me seguían el rastro, por cómplice! ¡Y que si no me
habían cazado todavía era por falta de personal: el policillón encargado de proceder conmigo
había desaparecido. Quién sabe si prendido del vaso o si el amor se lo había llevado lejos... ¡Y
dale nomás, ahora sin Aguilar Hermanos!
La chinita puntana se adelantó, la verdad sea dicha de una vez... Se adelantó cinco años
a quien no quiero nombrar. Pero aquí tiene que ser, aquí lo vua decir no más. ¡Fuerza!
Rararararamo...na ¡Al Fin! ¡Ramona, sí! ¡Llevo veinte años sin nombrarte! ¡Ni en sueños, creeme!
¡Pero vos siempre sos, siempre serás una herida, nunca un recuerdo! ¡Separación dramática en
Tucumán! ¡En un hotelito frente a la plaza Alberdi... Lo tuyo no es recuerdo ni cicatriz, será una
herida siempre. Amor superfrutal el nuestro, con el solazo entrando por la ventana. ¡Y todo,
todo el hotel alimentando nuestro amor! ¡Tremenda lección de amor, la tuya! ¡La mitad de mi
vida por lo menos...! Hachazo feroz en cebil. Rayo en yamita, apenas, la chinita puntana... La
Alcirita anda en el medio. Por ahora...

Y una madrugada me fui nomás de la casa de la Viuda, en el San Luis sin diques de
entonces. “Ya vuelvo”, le dije a la chinita puntana. Y esa noche, esa madrugada, digo, me deslicé
hacia la ruta y paré a un camionero que me llevó hasta Justo Daract, donde tomé el primer tren
que pasó. Me buscaban, ya lo dije, por complicidad con Aguilar Hermanos. Y hasta andaban
diciendo que yo era uno de los cordobeses del otro lado de la sierra que cuatrereaban de a ratos
del lado de San Luis.

¿Y el Taita, el Taita Gómez, pues? Y bueno, también a él le perdí el rastro esa vez.

Y un cordobés maneja la lancha, el cabo Heredia.

Y el marinerito Maidana me dice:

—¡Pero ché! ¿Quién es ese Jeta’e Bagre y quién sos vos que se interesa tanto por él?

La pregunta se me vino encima nomás, distraído como estaba.

—¿Quién sos vos, contá, que andás limpito, pa meterte en ésta? ¿Qué andabas haciendo,
decime, en esa milonga rea del arroyo Sarandí?

Hipnotizado por las boyas de la lejanía lo dejé seguir.

—Hay que ser medio degenerado pa juntarse con esa gente... ¿Vos no tenés hijos?
Porque años tenés de sobra para eso, ¿no?
Aquello se parecía, cada vez más, a un “hábil interrogatorio”. Había que frenarlo. Hice
un esfuerzo enorme:

—Años tengo de sobra, es cierto. No es culpa mía haber nacido antes que vos. Esa es mi
gente, te lo digo fuerte. Yo no soy de aquí. Soy un yacaré... ¿Qué Je v’ia’cer?

—Yyo soy de Casilda. ¿Y de’ai?

—Así vamos bien, ¿y qué?

—Que me parece que andás en malas juntas...

—Ando limpito por hoy. ¡Perdé cuidado! Recién me conocés. No te me hagas el educado,
el porteñito. Sacate un poco el uniforme. Así vamos a entendernos. Si no...

—Está bien, vos estás acomodado. Si no, no hubieras subido a esta lancha. ¿Quién es el
tal Jeta’e Bagre?

—Un amigo, un amigo del alma...

—Y si eras tan amigo, ¿por qué no lo defendiste cuando se la estaban dando?

—Mirá, andaba medio punteado, mamao, machado. ¿Me entendés?

—Te entiendo, sí. Borracho... Ya me parecía. ¡Al fin mostraste la hilacha! Pero decí de una
vez: ¿por qué no lo defendiste al Jeta’e Bagre ese? Decí...

—La verdá... Todavía no sé si lo defendí o no. Yo no me acuerdo nada.

—¡Ah.,.! ¡No te acordás de nada! ¡Ya te van a hacer acordar, perdé cuidado! Ahora
resulta que toda tu barra desapareció menos vos... ¿No estarás inventando todo, borracho
limpito?

—No la sigas. Yo no estoy preso...

—Claro, estás acomodado...

—Basta che... ¿Ves esta cicatriz? Es un recuerdo de la noche del bailongo cuando
desapareció el Jeta.

—¡Ajá! ¡Y todos desaparecieron menos vos! ¡Y también una mujer que estaba con tu
barra y que no se sabe quién es! Si es cierto que el Jeta y los demás existen, y encima hay un
muerto y vos te salvaste, ¿cómo me explicás todo esto? ¿Quién es esa mujer? ¿La conocés? ¿Por
qué te salvaste vos?, decime...
—Pensá lo que quieras. Yo creo que me salvó el alcohol. No me acuerdo nada... Y a lo
mejor también una bizquita petisa que conocí en el bailongo...

—¿No serás vos el que lo despachó al Jeta?

—Mirá, ya te veía venir desde el principio. ¡Calmate de una vez! ¡Yo no estoy preso!

—Tenés razón, estás recomendado.

Y el cabo Heredia y el marinerito Maidana, mucho más joven que yo, se largaron a reír a
carcajadas. Y esta vez, desconcertado al principio, terminé por sumarme a las carcajadas. “Yo no
quise meterme, dijo después el cabo Heredia, yo te escuchaba y te miraba. Por’ai es cierto lo que
decís... quién sabe.”

Ya estaba oscureciendo. Yo miraba las luces rojizas de las boyas distantes. Pensé: estos
son de los míos, simularon querer sacarme de las casillas. Las luces de dos boyas se me
antojaban ahora los dulces y largos pezones morados de la Alcirita. ¿Me estaría esperando? Y
hasta me parecía ver adelante sus dos piernas abiertas, enormes, tendidas sobre el río sucio y
oscuro.

El aire pesado, inmóvil. El agua caliente de la Charca, como de puchero. El rastreo sigue
sin novedad. Se me acerca el cabo. “Aquí no pasa nada. Vamos al recreo que está allá, en la
salida del arroyo Sarandí ¿Lo ves? Es ése, ¿no?”

—No. Está un poco más adentro, entrando en el arroyo.

—Está bien. Ya sé cuál es. Pero vamos a éste que es de unos amigos. Ellos siempre saben
lo que pasa en el Sarandí.

Ya era noche cerrada cuando bajamos al recreo, iluminado y casi vacío. En la pista de
baile solitaria resonaba “El pollo Ricardo”, tironeado por D’Arienzo, que rebotaba en los
árboles. Lindo el eco, ¿no?, pensé distraído, siempre a la deriva de muchos pensamientos
entrecruzándose interminablemente con recuerdos... La piel de caballo, ¡bah!

Los días hábiles, sabido es, los recreos de la zona funcionan como almacén y despacho
de bebidas. Unos pocos personajes, todos auténticos de la ribera, bebían en silencio vino,
ginebra o cerveza. Nos sentamos en una mesita al borde de la pista pelada con el marinerito,
mientras el cabo Heredia se va a hablar con el patrón del local. Enseguida nos traen cerveza con
una picada grande, sin cargo. Al rato vuelve el cabo: “El patrón dice que te vio alguna vez por
aquí. Él siempre hace la denuncia cuando se arma una podrida. En cambio el patrón de tu
recreo, el del otro lado, parece que no...”, sonrió con malicia y no dijo más. Le metimos a la
cerveza y a la picada. Después pedí una botella de tinto. Los mosquitos nos apuraban. “Vamos”,
dijo el cabo Heredia, mirándome fijamente en los ojos, “me ha dicho el patrón que casi media
legua arriba vio un bulto sospechoso en un riacho, dice.” Subimos de nuevo a la lancha y a los
quince minutos divisamos el bulto casi quieto, en un riacho estancado, cubierto de espuma de
barro. Un bulto casi quieto.

Un cuerpo flotando de panza. Un hombre de unos cincuenta años, con bigote y la barba
crecida. Tiene el cráneo hundido por un golpe que parece dado con un fierro o una piedra. Ya
no hay rastros de sangre. Un hombre más bien flaco, de mediana estatura, hinchado por el agua,
vestido con una camiseta de mangas largas y pantalones arremangados hasta las rodillas. El
cabo y el marinero lo arriman a la orilla. Después lo suben a la lancha, lo tienden sobre una lona
y lo cubren con otra.

Ya tenemos uno. ¿Aparecerá el tuyo?”, dice el marinerito, y sonríe. Volvemos por el Plata
y seguimos explorando la costa, iluminándola ahora con un reflector. Al rato, el cabo Heredia
decide enfilar río adentro. Esta muy oscuro. Cielo cubierto sin luna. Sólo se ven las boyas y las
luces en el horizonte. Tomamos por el canal hacia abajo. Después volvemos y merodeamos cerca
de un pontón hundido. Oigo aletear un biguá. Vuelvo a sentirme incómodo. Realmente...
¿Quién soy yo otra vez? ¿Quién soy para reconocer a ese Francisco Jacinto Gómez, más
conocido por el “Jeta’e Bagre”? Encima el cabo y el marinerito ya saben que la noche del
bailongo aquel también desapareció una mujer... La mujer que me ha dicho que al Jeta lo
mataron, “jDale flaco! ¡Basta por hoy! ¡Volvemos nomás!”, dice el cabo Heredia pasándome un
jarro con ginebra. “¡Dale! ¡Salú!” Y él alza también otro jarro con la izquierda mientras atiende el
volante con la otra. El marinerito hace otro tanto. Tomo un trago y sigo pensando: ¡Y yo, que me
he encajetado con la chirusa! ¿Me estará esperando o habrá aparecido el Jeta? ¿Se habrá
terminado todo o todo vuelve a empezar, pero cambiado? Y en ese momento recién presto
atención al ruido del motor de la lancha. Y vuelvo a oler a podrido. La charca viscosa,
purulenta, agua de puchero de muertos.

Peor es nada, flaco. Algo encontramos. Siempre se encuentra algo, che... Y menos mal
que el muertito que encontramos no es tu amigo”, dice el cabo Heredia, ya de vuelta en la
Dársena Norte. Y Maidana, el marinerito guaso, me alcanza la botella de ginebra pa chupar de
última sin jarro, directamente los tres. “Si mañana o pasado querés acompañarnos otra vez,
¡arrimate nomás, no hay problema! Ya veo que te gustan estas cosas... Y si llega a aparecer tu
amigo, el Jeta ése, ¡venite con él también!”, la siguió el cabo Heredia, guiñándome un ojo. Los
dos me miraban picaramente, pero con simpatía... ¡Al fin me reconocían como uno de ellos! Les
quise dar una mano pa bajar al muerto... “¡No, flaquito, deja nomás, pero no te olvidés de
nosotros!”, insistió el cabo. Grandes abrazos y hasta la vuelta. Medianoche o más. Camino
pesadamente, desanimado, por el empedrado solitario entre los espigones sombríos. Al llegar a
Retiro no sé qué hacer. Al final me tomo el primer colectivo que pase por Reconquista y que me
arrime, pienso y me equivoco, a la casa de la chirusa. “Mirá, encontramos un muerto... pero
equivocado, Alcirita...” Ahora estaba dispuesto a contarle todo lo que no le había dicho antes:
“No fue adrede, ¡te lo juro, cambicha!”. ¿Y si por’ai había vuelto el Jeta? Malicié que me estaba
buscando pretextos para no ir a lo de la chirusa por no haber encontrado al Jeta muerto o para
no encontrármelo vivo en la casa de ella... De a ratos me imaginaba que la chirusa se había
cansado de esperarme... Y ya le andarían rondando cerca todos los que se le ofrecían: el
peluquero de al lado, que la tiene vista sola desde hace rato, lo mismo que el peón de la
Municipalidad, que le quiere arreglar todo, y el encargado, que también quiere mojar... Cuando
el colectivo llega a Córdoba, aflojo... ¡No doy más! Bajo y camino media cuadra escasa. Subo a
mi piecita de la calle Reconquista. Abro la puerta y me confundo en la oscuridad. No me
acuerdo ni dónde está la llave de la luz. Acierto al fin. Debajo de la puerta hay un papel
desgarrado, arrugado, con un mensaje escrito en letra grande con lápiz de carpintero, parece:
“Reynaldo está en la casa del Taita Gómez”. Nada más. No hay firma. No es la letra de la
Alcirita. ¡Para nada! ¿La letra del peluquero que quiere despistarme? ¿O la del peón municipal?
¿O la del Taita mismo que malicia algo? Pero alguien debió dejar el mensaje. ¿Lo hizo dejar la
Alcirita? No. No puede ser la letra de la hermana. ¿Será la del cuñado? No puedo quedarme un
minuto más. Salgo rápidamente, camino al azar. ¿Quién me mandó bajarme en Córdoba? ¡Si
hubiera seguido hasta la casa de la chirusa, después no le hubiera hecho caso al mensaje! Pero
sigo caminando hacia el sur. De tanto en tanto, me paro y vuelvo a leer el mensaje sin firma a la
luz de las vidrieras. Sin darme cuenta ya estoy a pocos pasos de la Avenida de Mayo. ¿Qué
hacer? ¿Romper ese papel maldito, irme como si nada a lo de la chirusa? Pero... el 64, ¡ay!, el 64,
¡sí!, me deja casi justo... El Taita Gómez vive en el Bajo Belgrano a unas seis cuadras de la
parada... ¡El primer 64 lo dejo pasar, pero el que viene después lo tomo! ¡Seguro! ¡Hay que
jugarse!... Y una vez arriba pienso que la Alcirita me estará esperando... No me decido a bajarme
en Callao. ¡No puedo volverme atrás! ¡Hay que jugarse! Si llego a verlo al Reynaldo, la cosa se
aclara o se oscurece del todo. Sin vueltas. Si es cierto que además de la chirusa, ha aparecido
otro, ya es mucho, aunque siga faltando el Jeta. Además, para dos o más de ellos falto yo. Y otra
vez: ¿Quién es en realidad el muerto y quién lo mató? ¿Quién a quién? Estos pensamientos se
pegan como moscas. Me fijo ahora en el colectivo que tomé. Nuevito, carrocería rosarina, reloj,
la una y cinco de la mañana, y música de Paul Mauriat. Unos quince pasajeros al pasar por
Once, medio dormidos todos. Lo de la chirusa... ¡qué tristeza! Al rato rodamos por Paraguay.
Después doblamos por Gallo. El colectivero charla con alguien que viaja en la escalerita de la
puerta cerrada. Un chofer fuera de servicio, seguro. Poco antes de llegar a Güemes, el colectivo
se detiene. Alcanzo a ver afuera una grúa amarilla del Automóvil Club que se lleva de allí un
estupendo “bote” fanfarrón que por lo visto se mancó. Y el hombre del “bote” remolcado sube
al colectivo. Un viejo pituco de más de cincuenta años, pelado y petiso, de impecable traje gris,
agrio y perfumado... ¿Qué está haciendo éste aquí? ¿Por qué no se toma un taxi? Pienso por un
momento en el remolcador pirata del “Cascote”. Nada que ver por lo visto. Por otro lado tengo
una visión: la piel de caballo se agita, de improviso enérgicamente y el boyerito no sabe lo que
pasa. Ahora el jovato pituco se corre hacia atrás por el pasamanos. De paso me echa una mirada
hosca. Creo entender el mensaje. Mueve la cabeza como diciéndome: “¡A mí tan luego me viene
a pasar esto! Tener que viajar con ustedes...! ¡Borrachos de mierda!”. A lo mejor me equivoco.
Por ai me quiere agarrar de cómplice, lo que es peor... Va hacia un asiento vacío, pero no alcanza
a sentarse. En la curva de Gallo y Güemes, aparece velozmente unTorino naranja que trata de
encerrar al colectivo. ¡Violentísima frenada nuestra! El viejo oligarca se desliza a pesar suyo
hacia adelante y ¡zum!... va a dar duro contra la varandita cromada de adelante, mientras el
colectivero putea y todos los demás gritamos. Pero el garca se endereza con dignidad y para mi
gran asombro lanza estas palabras inesperadas, definitivas: “¡Chóquemelo a ese Torino!
¡Hágame el servicio!”. Para el colectivero, que habría pensado lo mismo, ésa es una orden, más
que una orden, algo deseado, esperado. ¿Soy o no soy un hombre?”, parece pensar. Y se embala.
El colectivero fuera de servicio también lo había pensado: “¡Dale Carlitos! ¿Qué esperás?
¡Rompelo todo al Tormo, como dice el señor! ¡Metele fierro!”. Y Carlitos se prende fuerte del
volante y mete pata. ¡Meta, meta! ¡A las tres cuadras el colectivo lanzado ya se arrima como
balazo al corazón del Torino naranja! Y a mí me parece oír a Tito: “¡La lucha de clases, viejo! ¡La
sirvienta contra la patrona, el colectivero contra el tuerca!”. Pero... ¡otra descomunal frenada! Y
esta vez me encuentro volando como palomita sobre los asientos. Trato de agarrarme de algo...
Del cogote de una vieja, de los pelos de cualquier cabeza, de algo... Al final doy con mis huesos
contra el suelo del pasillo. Cuando a gatas consigo levantarme, todo machucado, ya se han
formado dos bandos en el colectivo: los que quieren aplastar al Torino y los que nos queremos
bajar. “¡Mátense ustedes, si quieren!” “¡Párenlo!”, gritan unas viejas. Y los cagones, que somos
mayoría, no decimos nada. “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Policía!”, vociferan ellas ahora. ¡Epa!, no es para
tanto, pienso. Pero enseguida necesito gritar algo. “¡Televisión! ¡Televisión! ¡Llamen a todos los
canales!”, es todo lo que me sale hasta que me alza hasta el techo una formidable patada en el
culo. ¡Violento aterrizaje! Y desde el suelo, en el pasillo otra vez, veo pasar volando a una rubia
madura que intenta encender en el aire un Kent con un Flamminaire. “¡Che! ¡Aquí se puede
volar, pero está prohibido fumar!” De nuevo le andamos cerca al Torino naranja: ¡cincuenta,
treinta, veinte, diez metros! ¡Se nos escapa el loco haciendo humillantes eses anaranjadas! ¡El
colmo de la provocación! Los barquinazos nos tiran en todas direcciones. Ahora sí, los cagones
nos juntamos para pararlos de una vez. ¡Nosotros también somos hombres! ¡Qué mierda! En un
operativo a lo Tarzán, me deslizo por el pasamanos para darles fuerte, con mis patas 44 anchas a
los locos de adelante... ¡Tremendo barretazo férreo en los tobillos y luego en la cintura, dedicado
por el chofercito fuera de servicio. Me siento un infeliz en el suelo, siempre en el suelo, mientras
aterrizan otros cuerpos sobre mí. Aplastado, pisoteado, magullado y todo, espero decolar en
cualquier momento hacia el techo. ¡Hay tormenta en la piel de caballo! ¡Las boyas parpadean a
la disparada! ¡La chirusita espera a velocidad!... Quebrado o como sea, estoy de nuevo en pie. El
chofer fuera de servicio siempre con el fierro en la mano. El viejo pituco, el cerebro del aplaste
del Torino, no deja de azuzarlos. Y ellos se enardecen... Veo al Torino naranja dar la vuelta
completa al monumento de los gaitas. ¡Olé! Ahora amaga venírsenos encima encandilándonos.
Pero, corte y quebrada, desaparece en los bosques de Palermo. “¡Basta!”, grito entonces con mi
voz más recia y cavernosa. “¡Basta!”, y avanzo decidido a todo... Y otro feroz barretazo me parte
la boca y escupo clientes... ¿Quién te mandó ponerte a tiro? Uno de atrás, que me
envalentonaba, se va al suelo y, en otro tumbo, se desliza como por tobogán hacia adelante. Liga
un fierrazo peor que el mío. ¡Servido caballero! Y ya no se levanta más. ¡Otra vez Paul Mauriat!
Del paisaje sombrío de los bosques de Palermo pasamos de un salto a una calle oscura. ¡Crish,
crish, crish! ¡Crash, crash, crash! Cuatro o cinco coches estacionados en la penumbra afeitados
de pasada. Ahora nos inclinamos fiero. ¡Vamos a volcar! ¡Me tiro! Pero el 64 se endereza por
milagro. “¡Dale que se nos escapa el Torino!” El chofer, su colega fuera de servicio y el garca
cerebro están jugados. Nosotros, los demás, siempre listos para el aterrizaje y el despegue. De
pronto veo al Torino naranja meterse como cohete a contramano por Cabildo. Y nosotros detrás
de él... ¡Meta! Los otros coches, despavoridos, ya quisieran subirse a los árboles... Y una vez
más: treinta, veinte, diez, cinco metros... Lo tenemos... Lo tenemos... Siento que yo también
estoy jugado. Quebrado, blando, viscoso, aceitoso de sangre con aditivos mortales, ahora que no
hay otra. ¡Hay que aplastarlo, destriparlo, desintegrarlo, desmenuzarlo al Torino! Pero de golpe
se nos viene encima metiendo faros otra vez. ¡Bam, bam, bam! ¡Crash, crash, crash, crash! ¡Nos
dio fuerte de costado! Encandilado, aporreado en el suelo, ya casi no veo. Siento que
tambaleamos en una vereda. Prendido de un asiento destartalado percibo confusamente que el
64 devuelve el golpe acorralando y atropellando con saña al Torino contra un portón de zinc
acanalado. El ruido a lata ensordece. Le dimos fuerte, sí, pero no del todo. Me llega apenas un
mensaje desde la costa del Sarandí. Dos boyas rojas parpadean frenéticamente... ¡Estoy jugado!
“¡Dale Carlitos!” Hasta que un fierrito travieso se mete en mis costillas y al mismo tiempo me
sofoca el humo. ¡No está muerto quien pelea! ¡El bólido naranja ataca de nuevo aullando con
todas las luces altas! Una rueda tuerta se mete girando por una ventanilla. ¡Ah! ¡Ahora los
fierritos me mantienen parado! ¡El pasto de fierro crece y crece hacia adentro atropelladamente!
¡Le dimos de nuevo! ¡Ya está! ¡Acabalo, achatalo, Carlitos! ¡Hacelo sombra en el paredón oscuro!
¿Y por casa? La ropa ensangrentada más pegajosa que nunca, el pantalón que comienza a arder
desde abajo y una llama que se posa en el hombro izquierdo. La costa del Sarandí está muy
lejos... Tan lejos como los pies, la boca desdentada, los ojos... Apenas un chiñido: Biiii... chateee...
taaa... guuué... chumbeeeaooo... biiii... chaandooen... cachiqueeengue...

Yqueee... viaaaa... biiiichar... redaaaamaooo... deeesen... cachiiiiilaoooo.

FIN

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