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Espadas y plumas en la Monarquía hispana

Alonso de Contreras y otras vidas de soldados (1600-1650)

Thomas Calvo

Editor: Casa de Velázquez, El Colegio De Michoacán A.C.


Lugar de edición: Madrid
Año de edición: 2019
Publicación en OpenEdition Books: 26 febrero 2020
Colección: Bibliothèque de la Casa de Velázquez
ISBN electrónico: 9788490962190

http://books.openedition.org

Edición impresa
Fecha de publicación: 24 octubre 2019
ISBN: 9788490962183
Número de páginas: VIII-334
 

Referencia electrónica
CALVO, Thomas. Espadas y plumas en la Monarquía hispana: Alonso de Contreras y otras vidas de
soldados (1600-1650). Nueva edición [en línea]. Madrid: Casa de Velázquez, 2019 (generado el 26
février 2020). Disponible en Internet: <http://books.openedition.org/cvz/9414>. ISBN: 9788490962190.

© Casa de Velázquez, 2019


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BIBLIOTHÈQUE COLECCIÓN
DE LA CASA DE VELÁZQUEZ INVESTIGACIONES
V O L U M E N 76

T HOM A S C A LV O

ESPADAS Y PLUM AS
EN L A MONARQUÍA HISPANA
alonso de contr er as
y otr as vidas de soldados
(1600-1650)

M A D R I D 2 019
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Éditrice : Sakina Missoum
Secrétariat d’édition : Isabel López-Ayllón Martínez
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ISBN : 978-607-544-072-9.
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Martínez de Navarrete núm. 505, Col. Las Fuentes
59699 Zamora, Michoacán, México

ISBN : 978-84-9096-218-3. ISSN : 0213-9758. Dépôt légal : M-8022-2019.


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In memoriam.
Jean-Pierre Berthe y Thomas Calvo Pérez. Hombres cabales.
introducción

UNA HISTORIA QUE PUDO SER O NO SER

L’occasion fait le larron.


Refrán francés1.
Eso puede ser, y eso puede no ser.
Sextus Empiricus, Hypotyposes.

A la ocasión la pintan calva, con un solo pelo para poder asirla. Sin embargo,
en el caso de este libro fue diferente. Nació sin cabello alguno, cuando a finales
de la década de 1980, en una de mis conversaciones con Jean-Pierre Berthe, que
nunca tenían otra meta que recorrer el tiempo y deleitarse, me habló de la auto-
biografía de un soldado español, un tal capitán Contreras. En mi siguiente viaje
a Madrid tuve la oportunidad de comprar el libro y, al leerlo, me fascinó. Pero no
tenía por dónde, ni cómo asir esa vida de soldado: era algo como Los tres mos-
queteros, mejorado, más real, con más nervio. Poco más tarde, al leer a Francisco
Tomás y Valiente, en un estudio sobre la tortura, descubrí la existencia de otra
autobiografía, con un tono más barroco, la de Diego Duque de Estrada2. La leí,
pero la ocasión seguía calva, pues no veía cómo relacionar dos objetos tan dispares.
Además, mis intereses entonces, aunque relacionados con la Monarquía Hispánica
en el siglo xvii, parecían alejados de las vidas de soldados, se dirigían más hacia
portentosas imágenes santas, otros granos de arena dentro del mismo costal.
Un primer cabello brotó poco después. Fue otra vez gracias a Jean-Pierre Berthe,
mientras comentábamos a doble voz el Discurso de mi vida de Alonso de Contre-
ras, cuando me señaló que el dicho capitán, al terminar de escribir su autobiografía,
tuvo una segunda vida, esta vez en Nueva España, ya que fue capitán del presidio
de Sinaloa, después castellano de San Juan de Ulúa. Concluyó diciéndome que pen-
saba escribir un artículo sobre ello, ya que nadie parecía saberlo, o por lo menos
tomarlo en cuenta. Había un cabello al que aferrarse, pero no era para mí, pensé.
Por desgracia, Jean-Pierre nunca escribió dicho artículo. Por los años de 2010,
en una librería de viejo encontré otra vida de soldado, la de Miguel de Castro. No
fue, entonces, empatía lo que resentí, sino vibraciones, hondas: a través de las

1
«La ocasión hace al ladrón».
2
Más adelante, por supuesto, daremos más precisiones bibliográficas.
2 introducción

frases mal escritas —dicen—, de las circunstancias sin relieve, me hice joven
soldado español por las calles —más bien los tejados— de Nápoles, hacia 1610;
disfruté paisajes lluviosos de las campiñas napolitanas donde nunca fui. Ya la
ocasión tenía mechones por todas partes.
Pero mi pretensión —la del discípulo— era mayor: quería escribir todo un
libro sobre las andanzas del capitán Alonso de Contreras por las Indias Occi-
dentales (mapa 1). Al final, el maestro tenía razón: los seis o siete años que
el soldado pasó en Nueva España se prestaban a uno o dos artículos, como
veremos adelante, pero no más3. ¿A qué se debía esto? No tanto al tiempo trans-
currido en esas Indias, sino a que hay que dividirlo en dos etapas, más tres
estancias de varios meses en México, poco o mal aprovechadas, lo que hace que
todo esté desmenuzado, sin muchas peripecias. Aunque los cargos sean de bas-
tante lustre, es probable que la actuación del capitán en cada uno de ellos haya
sido de poca sustancia, por la brevedad o debido a la novedad para alguien pro-
cedente del Viejo Mundo; y, tal vez, también por el cansancio, pues don Alonso
ya rondaba los sesenta años. En definitiva, la hebra por donde jalar era delgada.
Pero eso lo fui analizando con el tiempo. Mientras, me iba documentando.
Enseguida descubrí que hacia 1600-1650 —términos amplios— había más que
una arboleda, casi un verdadero bosque de vidas4 de soldados españoles, redac-
tadas «con sus pulgares», como escribió Miguel de Cervantes, al cual, hasta
cierto punto podríamos incluir entre ellos5. Como se aclara más adelante,
son por lo menos siete6. Aunque sus hazañas estén sobre todo centradas en el
Mediterráneo —Malta, Nápoles y Palermo son sus bases predilectas de opera-
ciones—, están presentes en todas partes donde las armas españolas triunfan o
se quiebran, de Lepanto a Nördlingen, pasando por La Mahometa; y, aún más
allá, de Transilvania a Orán, de los Países Bajos a Mombasa y Goa. Es, pues,
toda una cabellera la que nos ofrece, al final, la ocasión.
Al avanzar, averigüé que ya muchos la habían peinado, aunque parcialmente,
y de forma diferente7. Nadie se había atrevido a unir esos relatos en una trenza

3
Véase la Parte III de este libro: «Una vida después del Discurso de mi vida».
4
Por comodidad, para no caer en un anacronismo, preferimos este término con cursivas, que
adoptamos a partir de ahora, al de autobiografía.
5
Véase el cap. ii de este libro: «Un bosque de vidas».
6
Véase el cap. ii de este libro: Un «bosque de vidas». Por razones varias, no hemos incluido la
vida de Catalina de Erauso, la monja alférez.
7
El primero en hacer cierta sistematización, al publicar varias de esas vidas en 1956, fue José
María Cossío en Autobiografías de soldados, donde juntó las obras de Jerónimo de Pasamonte,
Alonso de Contreras, Diego Duque de Estrada y Miguel de Castro, sin un análisis detallado. En un
trabajo pionero Pope, 1974, dedicó algunos apartados a los mismos personajes y añadió a Domingo
de Toral y Valdés, en un capítulo intitulado, no muy acertadamente «Los aventureros»; con menos
acierto todavía Pasamonte y Diego Suárez Montañez se encuentran en el capítulo «Los estableci-
dos». El propósito de Levisi, 1984 es más coherente, pero sigue siendo limitado, no tanto porque
sólo trata de tres vidas, sino porque después de una breve introducción las analiza, por separado,
sobre todo a nivel psicológico y literario. A partir de este conjunto, siguen otros estudios. La veta
cultural es la más explotada, de hecho, es notable, por su enfoque, Juárez Almendros, 2006.
una historia que pudo ser o no ser
3

Mapa 1. — La geografía de algunas vidas de soldados. © Thomas Calvo.


4 introducción

única. Por supuesto, todos los comentaristas pensaban en el trauma que suponía
una monarquía que declinaba, así como su impacto sobre sus servidores más
directos y dolientes, los soldados, pero no analizaban nada más allá de la reac-
ción personal, de lo psicológico o de la apariencia y, en realidad, no ligaban a los
individuos con su geografía, su universo político, sus sociedades —el contexto en
su conjunto—, tal como se reflejan en las obras de estos militares. Esta podía ser
nuestra oportunidad y algo de ello se manifiesta en el segundo capítulo.
Asimismo, no se puede obviar la herencia del individualismo renacentista.
No podemos olvidar que son historias de una sola vida, aun sin alcanzar la
inquietud introspectiva de Michel de Montaigne o Teresa de Jesús. Sobre todo
proceden de la savia novelesca, picaresca y autobiográfica que recorre La lozana
andaluza y El lazarillo de Tormes hasta El buscón y Estebanillo González, sin
dejar de lado las comedias de Félix Lope de Vega, al cual debe tanto el Discurso
de mi vida de Contreras8. Todos estos elementos, aunque de forma indirecta,
fueron poderosos incentivos, como para sentarse una mañana y llenar en pocos
días cuadernos enteros con sus hazañas y otras tropelías —en el caso de Con-
treras—, o destilar a lo largo de su existencia, página tras página, los recuerdos de
una vida novelada y engalanada de sedas y bastante fatuidad, como en el caso
de Diego Duque de Estrada.
Las vidas de soldados no son, sin más, juegos de individualidades, más o
menos estables, perturbadas o incluso paranoicas, ni tampoco pretextos para
reconstruir un fresco grandioso, pero sin aliento, sobre la Monarquía. Hemos
querido vivir con esta, en sus entrañas, algunos episodios en los cuales nues-
tros soldados, o sus congéneres, estuvieron implicados, ya que nadie conoció
tan de cerca, hasta en su carne y sus cicatrices, los trastornos de la fortuna por
los que atravesó ese ente casi planetario que fue el Imperio hispánico, de Sici-
lia al archipiélago filipino. Este país insular, Filipinas, que origina las tensiones
más intensas, pone al descubierto los fallos y las inconsecuencias de una admi-
nistración incapaz de medir las secuelas de sus decisiones, tesis esencial de los
capítulos referentes a «los socorros de Filipinas» (1613-1620)9, donde el destino
personal de Contreras se teje con la voluntad obtusa del Estado moderno en
ciernes y el destino del distante archipiélago. ¿Lo universal ligado a lo particular,
lo monstruoso con lo minúsculo? No olvidemos que detrás de las escamas del
Leviatán hay también hombres, instrumentos de sus designios: ¿el propio rey,
sus ministros? Advertimos al lector que en esa balanza entre lo macroscópico y
lo microscópico, entre el surgimiento del Estado moderno y la zozobra del barco
de Alonso de Contreras en la bahía de Cádiz, nunca pretendimos lograr el equi-
librio. El fiel de la báscula se fue del lado del engendro monstruoso, con toda su
inclemencia, pues esta era para el discurso o algunas circunstancias inevitables10,
con su contradicción insuperable, una ambición desmedida, universal, de raíz

8
Véase el cap. i de este libro: «Discurso y vida del capitán Alonso de Contreras».
9
Véanse los caps. iii y iv de la Parte II de este libro.
10
Sobre el concepto de «clemencia» en la justicia de la Monarquía, Hespanha Botelho, 1993.
una historia que pudo ser o no ser 5

providencialista y unos medios cada vez más acotados. Pero, como subraya-
mos, la maquinaria que vive en sus entrañas tiene carne y sangre, entreteje sus
propios destinos; en este caso, desde el príncipe Filiberto de Saboya, e incluso
Felipe  III, hasta Contreras y el último de los marinos, pasando por algunas
intermediaciones esenciales, como la de Juan Ruiz de Contreras, secretario del
Consejo de Indias, o de Francisco de Tejada, presidente de la Casa de la Con-
tratación en Sevilla, durante los años 1616-1617.
¿En qué medida, en esa madeja colosal que representa la Monarquía His-
pánica, cada uno es capaz de aprovechar sus propias ocasiones, tirando de su
hilo? Por lo menos lo intentó el capitán Contreras a partir de  163511, ya con
más de cincuenta años, siguiendo a un posible patrón, Lope Díez de Aux y
Armendáriz, marqués de Cadereyta, virrey de Nueva España (1635-1640). Esto
demuestra que el espejismo indiano sigue activo, en esa fecha ya avanzada,
y que no hay edad para sucumbir ante él. Otra vez, el destino individual se
enreda con el de la Monarquía, la cual conoce un cambio radical de política,
precisamente en ese ámbito americano. La lógica marítima triunfa sobre la
continental, aunque de manera más o menos solapada, implícita, pues también
nuestros soldados tropiezan con la gran estrategia imperial. Aquí, Contreras,
como castellano de San Juan de Ulúa, estuvo en el corazón del dispositivo. Otra
enseñanza: la epidermis del Leviatán era reacia a las variaciones y, al final, la
Armada de Barlovento, en parte creación de Cadereyta, fue un fracaso. Y lo indi-
vidual va por el mismo camino, tanto en Sinaloa como en San Juan de Ulúa, ya
que Contreras sigue haciendo lo que sabe, cabalgar a la cabeza de sus soldados,
dar ejemplo, gastar su energía en obras de construcción, olvidarse de las reglas
y de la jerarquía burocrática.
Con esto se plantea una gran pregunta, esencial cuando se trata de una
máquina tan compleja como un imperio sin puesta de sol: ¿cómo tener
pleno dominio sobre cada pieza del engranaje, humano, administrativo en
un marco espacial tan dilatado? Ya en otra parte, y de manera más general,
hemos dado elementos de respuesta, en particular a través de lo que podría
llamarse —con precaución— «una política salarial»12 . Al presente seremos
más limitados: ¿Qué se requiere para ser capitán de presidio y castellano de
una de las llaves del Imperio? ¿Cómo, muy en concreto, frey don Alonso de
Contreras, caballero de la Orden de Malta, logró tales cargos? Se trata de llegar
al hombre y sus ocasiones, a través de instituciones, circunstancias, decisio-
nes. Si la Monarquía Hispánica supone esa pesadez administrativa, esa carga
humana, supone también la circulación de hombres, noticias, ideas, conceptos
y actitudes: todo ello dentro de fronteras dilatadas, a escala de un mapamundi,
y siempre conflictivas. Es lo que surge en los dos últimos capítulos. Están, en
parte, estructurados en noticias y fronteras, de Filipinas al Caribe, en el séptimo
y los conceptos —en particular, el honor— y sus sellos sobre la sociedad y la

11
Véase la Parte III de este libro: «Una vida después del Discurso de mi vida», así como los
caps. v y vi.
12
Berthe, Calvo, 2011.
6 introducción

cultura, en el octavo. Pero se encuentran envueltos en grandes torbellinos que


los desbordan en algunas páginas: el espíritu de cruzada, el heroísmo, el provi-
dencialismo, el pundonor y, por qué no, el amor y la tragedia13. En los capítulos
anteriores, nuestro mentor, el capitán Alonso de Contreras, ha sido un actor
directo, a veces central. Aquí es nuestro caballo de Troya, para penetrar lo que
rehúsa escribir en el Discurso de mi vida, las profundidades del ser detrás del
actuar, lo mismo en la conducta pública, enfrentando al enemigo o a la autori-
dad, como en el secreto de la vida privada, desafiando la afrenta. Es posible que
cuando, en 1638, se encontraba en México, entre costa y costa —pasando de
Sinaloa a Veracruz—, nunca leyera las noticias que se publicaron en la ciudad.
¿Quién sabe? Y, además, eran el espejo de sus propias vivencias, alrededor del
Mediterráneo. Es cierto que no siguió a su general Alonso Fajardo a Filipinas
en 1617, pero conoció en Palermo la misma desventura que este en Manila y
los dos, en aras de su honor, reaccionaron con la misma violencia despiadada.
Es más que probable que quien sea aficionado a las lecturas de vidas, en par-
ticular de soldados, considere que, con todo esto, aquí el río se desbordó,
que no hay nada sobre la psicología del héroe, sobre la «verdad histórica» en
tal o cual vida o episodio narrado, sobre el arte de saber seleccionar relatos
dentro de una trama personal siempre muy llena. Nada de esto nos guió
en esta aventura que emprendimos, sobre todo porque no sabemos lo que es
la dicha verdad histórica14, en los detalles de las vidas, en el aliento final de
su conjunto. A lo más podemos discutir, como un ejercicio intelectual, sobre
lo verosímil y lo probable15. Acceder a las capas profundas del pensar de nues-
tros ancestros del siglo  xvii es tarea difícil, más al tratarse de hombres de
acción, pero tenemos sus comportamientos y sus actuaciones que proceden
de su ser, forjado en la España del Siglo de Oro menguante. Y esto, unido a la
miríada de otras decisiones y acciones que en todo momento dan consisten-
cia al Estado moderno —aquí la Monarquía Hispánica—, da la oportunidad
de tomar la ocasión por su cabellera, esta vez a manos llenas. Esta será nuestra
tarea, lo explicitamos de una vez por todas.
Hay una palabra que no hemos usado hasta aquí: ejemplar. Todo es singular en lo
que nos cuentan nuestros soldados, o sus circunstancias. No hay nada de ejemplar
ni parecido en las rondas amorosas del soldado Miguel de Castro por los tejados
de Nápoles, como cualquier gato, o en la lucha de un Jerónimo de Pasamonte, otro
miles [militar], contra «los malos ángeles», o en la inestabilidad y resistencia a la
autoridad del capitán Alonso de Contreras. Pero, en conjunto, se va dibujando
un paisaje imperial, con sus relieves, de Malta16 a Manila, donde se percibe una

13
¿Es necesario rehabilitar ese sentimiento dentro de nuestra cultura y sus ciencias sociales?,
véase Gonzalbo Aizpuru, 2013.
14
Tal vez sea algo entre «la objetividad de la historia y la subjetividad del historiador», Ricœur,
2015, p. 30.
15
Sobre esa discusión, Huizinga, 1977. Véanse también buena parte de los capítulos de
Ginzburg, 2010.
16
Por supuesto es, hasta cierto punto, un anexo de la Monarquía, no una pertenencia de esta.
una historia que pudo ser o no ser 7

unidad cultural, más allá de lo político y lo religioso. Los rasgos aparecen en


la punta de la espada, dibujados por algunos miles de soldados, de los cuales
nuestros siete autores son, eso sí, los intérpretes.
El Imperio español —más bien ibérico en tiempos de nuestros héroes— se
expandió como una onda, durante unas tres generaciones, del occidente del
Mediterráneo a las puertas de Asia, desde su centro de gravedad castellano-
aragonés al otro extremo del planeta. Este libro sigue la misma lógica, desde
su epicentro que es el capitán Alonso de Contreras y su vida. La primera parte
tiene por eje Italia-Castilla, en la que se recoge la mayor carga humana del
personaje, acompañado de los otros soldados escritores de autobiografías.
Sigue un episodio central que trata la existencia de Contreras, «los socorros
de Filipinas», entre Madrid y Sevilla-Cádiz, donde el actor puesto en evidencia
es el Estado moderno en formación y su proyección Plus Ultra. En la tercera
parte, cruzamos el mar del Norte, vamos de costa a costa, entre el Pacífico y el
Seno Mexicano, tras las huellas del capitán, pero no es tanto su sombra lo que
importa sino las realidades de un mundo colonial —expresión cómoda, si no
exacta—, desde los espacios de frontera septentrional y la llave de un virreinato.
El último segmento se dilata aún más, del Caribe a Filipinas donde Contreras
nunca estuvo, es decir que su presencia física se diluye, casi desaparece, pero no
su forma de ser, y menos los otros grandes actores del libro: el espacio trillado
por hombres, órdenes y nuevas. Desde los finisterres se nos ofrece, con más
nitidez que en el centro imperial, una forma de cultura hispánica, es decir, la
capa negra con hilos de oro que echó sobre parte del mundo ese ser que se llamó
la Monarquía Hispánica o católica y que acompañan la espada y el hisopo.
Nos falta saldar una última cuenta, con esa «loca del desván» como llama
Luis González a la imaginación17. En algún momento del proceso de elabo-
ración hemos pensado solicitarla en abundancia, ya que podía ser uno de los
cabellos privilegiados de la ocasión. Hay en esas vidas muchos huecos históri-
cos, físicos, morales. Es cierto que surgen muchas preguntas, que estimulan,
pero sin respuestas firmes. Vimos actuar en Italia a los soldados españoles
como si fuera territorio conquistado18: ¿Hasta dónde podíamos aceptar esta
postura, que nos podría remitir más bien a las Indias Occidentales? Entre el
Lepanto de Cervantes y el de Pasamonte hay una inmensidad: ¿Era bastante
para tildar al uno de héroe y al otro de cobarde? Físicamente no tenemos ningún
retrato de nuestros héroes, solo sabemos que Duque de Estrada era de talla
diminuta —lo cual fue su obsesión—, Pasamonte fornido, Contreras «buen
mocetón» en su juventud. La imaginación hubiese podido trajinar, con el apoyo,
es cierto, de innumerables descripciones de sus atuendos: el parecer era el ser
entonces, pero ya estaba el tema entre otras manos19. ¿Hasta dónde «la negra
honrilla» conducía a los hombres en esos tiempos? Nuestra supuesta percepción

17
Otros, como Fernand Braudel, hacen de ella la virtud excelsa del historiador, véase Andrade,
2010, p. 591.
18
Véase el cap. ii de este libro: «Un bosque de vidas».
19
Juárez Almendros, 2006.
8 introducción

psicológica podía encaminarnos en algunos casos, pues son innumerables los


indicios que dejaron esas vidas. Pero nunca podremos decir en qué momento
preciso el verdadero remordimiento se apodera del espíritu de un soldado del
siglo xvii. Tal vez esta sea la gran cuestión psicológica que no nos atrevimos a
tocar. Aunque podemos arriesgarnos, ya que llegó temprano para Castro y no
tocó de sus alas negras a un Pasamonte. El lector será juez.
Al final controlamos a nuestra «loca», sin desterrarla. Hemos usado limita-
das libertades literarias —y lamentamos ahora que sean tan pocas—, apostado
sobre supuestas lecturas de Contreras en 1638, propuesto ciertos procederes y
circunstancias en sus nombramientos en Nueva España y embrollado lo que
ocurrió en Palermo entre él y su esposa con el drama de Manila, con las viven-
cias de Duque de Estrada y con el teatro de Pedro Calderón de la Barca. Al
igual que nuestros héroes hemos procedido desde lo externo, y cuando hemos
tratado de ver qué encierran, siempre ha sido con timidez, pero sin desdeñar
una que otra vibración o estremecimiento. ¿Qué puede explicar que la goberna-
dora de Filipinas se enamore, a primera vista, de un simple mercader de puntas
o encajes de Manila? ¿El contraste con el esposo militar, la apariencia del futuro
amante, la camisa que lleva el galán con sus puntas y sus dibujos de corazones,
el afán de aventura, el aburrimiento, la ocasión, aquí también? La historia es
una cadena de eventos, que constituyen una narración, más o menos explícita
y explicada. Y nuestro atrevimiento —si tal hay—, no está tanto en intentar
esa explicación al ras-du-sol, al nivel de nuestros soldados, sino de treparnos
sobre ellos y sus vidas y tratar de alcanzar la bóveda que los abriga a todos, esa
Monarquía Hispánica, en su momento de quiebra y en su mayor extensión.
Las manijas del reloj se han ido recorriendo. Estoy leyendo las pruebas y,
a cada página, salta un recuerdo, un agradecimiento. Gracias a esos apoyos
he podido sobrellevar mis insuficiencias. Marco Antonio Hernández, del
SIG-Colmich, hizo más que poner en limpio los mapas que le sugerí, pues
dio claridad a mis propuestas y con su maestría me ayudó a ganar tiempo
y espacio para los relatos. Samuel Ojeda, de la Universidad de Sinaloa, tuvo
la gentileza de intentar perseguir la sombra de Alonso de Contreras, entre la
maleza documental de su Estado. Pero el capitán pasó con demasiada rapidez
por esa geografía para dejar verdaderas huellas en el lugar. Adrián Blázquez,
Martín Escobedo, Hans Roskamp me apoyaron con fotografías documentales,
con una traducción del holandés. Debo asimismo agradecer a los dos expertos
anónimos que leyeron el manuscrito e hicieron pertinentes críticas con gran
profesionalismo. Igualmente eficiente fue el apoyo de mi tocayo y amigo
Thomas Hillekuss quien se encargó de los dos índices. Sin olvidar los dos
departamentos de publicaciones de la Casa de Velázquez y de El Colegio de
Michoacán, así como a mi editora, Isabel López-Ayllón.
A salto de mata, con algunos colegas de España, Francia, México, con los
estudiantes de El Colegio de Michoacán fui dando a conocer algunos manojos
de páginas, sobre las aventuras de mis soldados. Reconozco que, en algunos
casos, me sobrepasé: con el tiempo algo de esos militares se me ha contagiado.
una historia que pudo ser o no ser 9

Espero que no sea el espíritu atrabiliario de Pasamonte, la inestabilidad de


Contreras, la soberbia de Duque de Estrada ni, sobre todo, el egoísmo sin límite
de Castro. Pero, si así fuera, tengo a mi lado quien me ponga en buen camino,
Paulina, al ser ella misma amabilidad, equilibrio, comedimiento y generosidad.
Su inteligencia hace, además, que sea la esposa ideal para un autor desbaratado
y desengañado de sí mismo.
Por fin, hemos tratado de facilitar la lectura de las citas documentales que
aparecen en el texto, modernizando el conjunto, pero con prudencia. Es por
ese motivo por el que hemos desarrollado las abreviaturas y, por supuesto,
hemos añadido puntuación, todavía casi por completo ausente en los textos
del siglo xvii. Hemos acentuado las palabras que lo requieren, otra ausencia
de los documentos, quitado las dobles consonantes cuando no tenían ninguna
utilidad fonética, reemplazado «y» por «i», «ç» por «z» o «s», «v» por «b», o en
sentido contrario; asimismo, hemos añadido o suprimido alguna que otra «h»,
según lo que hoy se requiere.
Pero hemos mantenido una serie de arcaísmos perfectamente entendibles
por el lector actual, como «desto», «dello», «ansi», «mesmo», «agora» o palabras
cuya ortografía está un poco alejada de la actual, como «adbitrio», a fin de que
se sienta un poco el crujir del viejo papel. Sobre todo, hemos dejado sin modi-
ficación los nombres propios (de personas, geográficos), ya que son el reflejo,
a veces de realidades todavía en construcción —sobre todo para regiones aún
mal conocidas—, o del nivel de familiaridad con dicha geografía del autor de la
cita, o del recuerdo que tal lugar ha dejado en su memoria, al cabo de décadas.

Zamora, Michoacán, 20 de noviembre de 2018


PRIMERA PARTE

VIDAS DE SOLDADOS: EL IMPERIO A RÍO REVUELTO


Este ejército que ves / vago al yelo y al calor, / la república mejor /
y más política es / del mundo, en que nadie espere / que ser preferido pueda /
por la nobleza que hereda, / sino por la que él adquiere; / porque aquí a la sangre excede /
el lugar que uno se hace / y sin mirar cómo nace / se mira cómo procede. /
Aquí la necesidad / no es infamia; y si es honrado, / pobre y desnudo un soldado /
tiene mejor cualidad / que el más galán y lúcido; / porque aquí a lo que sospecho /
no adorna el vestido el pecho, / que el pecho adorna al vestido. / Y así, de modestia llenos, /
a los más viejos verás / tratando de ser lo más / y de aparentar lo menos. /
Aquí la más principal / hazaña es obedecer, / y el modo cómo ha de ser / es ni pedir ni rehusar. /
Aquí, en fin, la cortesía, / el buen trato, la verdad, / la firmeza, la lealtad, /
el honor, la bizarría, / el crédito, la opinión, / la constancia, la paciencia, /
la humildad y la obediencia, / fama, honor y vida son / caudal de pobres soldados; /
que en buena o mala fortuna / la milicia no es más que una / religión de hombres honrados.
Calderón de la Barca, Comedia famosa. Para vencer a amor, querer vencerle, Jornada I

Si consultamos las efemérides, nos dicen que, a lo largo del siglo xvii, Europa
apenas conoció nueve años de paz o de tregua1. La guerra está presente en todas
partes, pero ¿de igual manera?
En primer lugar, tendremos que distinguir entre conceptos y situaciones,
guerra y soldados, Francia y España, por ejemplo. Hasta el sitio de Fuenterra-
bía, en  1638, España extendió la guerra fuera de sus fronteras y, después,
logró contenerla en espacios alejados como el Franco Condado, Flandes o
Italia, salvo algunos «episodios nacionales» en Portugal o Cataluña. A princi-
pios del siglo, Francia salió de una serie de graves turbulencias, luego se rozó
en sus fronteras nororientales con la Guerra de los Treinta Años y su frontera
norte estaba abierta a los aludes desde Flandes. Sobre todo como plataforma
central en Europa, tuvo que luchar a la vez en dos o tres frentes y vio pasar
tropas de un extremo al otro, mientras dejaba por todas partes un sendero de
miserias y crueldades. El concepto de guerra no lucía de igual manera, pues
fue teatro de guerra, sol de gloria para unos como el español Calderón de la
Barca e infierno de guerra, sol de desesperanza para otros, como el lorenés
Jacques Callot (fig. 1). Y así lo era en cuanto al soldado, pues se reflejaba en
las mismas aguas.

1
Parker, 2013, p. 78, es aún más pesimista, ya que no identifica más que tres años de calma militar.
14 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Fig. 1. — Jacques Callot, Les Grandes Misères de la guerre, «La Pendaison»,


grabado n.o 11, 1633.

Los dos espejos que presentamos (el texto y el grabado) —cada uno con la
genialidad de su autor— son más complejos que el rápido acercamiento que
hemos esbozado. Por lo tanto, tampoco pueden ser una puesta en abismo de cada
lado de los Pirineos. Calderón pinta al soldado, a ese ser abnegado, víctima de
su propia representación, casi mártir en el altar del honor y de la lealtad. Callot
escribe que en la guerra, con sus excesos, el soldado se olvidó de ser un héroe
inmaculado y vestido de honestidad, motivo por el que se reveló como un instru-
mento brutal de castigo. Y es que el artista es natural de Lorena, mitad francés y
mitad germánico, y la Guerra de los Treinta Años es su universo.
Luz y sombra, son dos testimonios que parecen encontrados, aunque en
algún punto se juntan. El dramaturgo español pintó «la firmeza» de un soldado
«honrado, pobre y desnudo», pues entendía aquí la honradez como honra,
honestidad en el sentido del siglo xvii. El grabador francés nos habla del rigor
y la templanza de la compañía de soldados alineados en la parte izquierda, y
que asisten al ahorcamiento de la pandilla de ladrones —tal vez sus anti-
guos compañeros desertores—: lúgubre árbol frutal. Y su oficial, con la mano
tendida, domina toda la escena y alecciona; parece surgir del teatro de
Calderón de la Barca.
Sin embargo, en profundidad y al elevarnos sobre ambos «preciosos»
testimonios, descubrimos que están en un punto de inflexión. En la España de
Calderón, la nobleza del soldado se estaba opacando. En la Francia de Callot se
abría un largo camino que llevará a la gloria de «los soldados del Año II [1794]»,
según los versos épicos de Víctor Hugo.
capítulo primero

DISCURSO Y VIDA DEL CAPITÁN ALONSO


DE CONTRERAS: ENTRE DOS SIGLOS (1582 – CA. 1645)

De todo ello se desprende que nada hay menos natural


al puro hombre de acción como escribir sus memorias
José Ortega y Gasset, 1943, p. xli.

I. — ABRIENDO EL OPUS

En la mañana del 1  de octubre de  1630 —suponemos que fue durante la


mañana—, en su posada de Roma donde estaba al servicio del embajador de
España, el capitán Alonso de Contreras se sentó a su mesa, con pluma, papel
y tinta. Empezó a escribir el Discurso de mi vida, con una escritura firme,
redonda y regular, aunque la emoción o el cansancio podían acelerar el ritmo de
las palabras escritas, espaciar los renglones. A su lado había una variedad de
documentos que llamaba sus papelillos1: relaciones, hojas de servicios y cartas
y, tal vez, un escrito que Lope de Vega le dedicara. Pocas veces los consultaba,
salvo cuando quería copiar algún párrafo, en particular de su correspondencia;
entonces, dejaba correr la pluma al paso de su memoria; a veces las dos tenían tro-
piezos, lo que motivaba errores no siempre rectificados, añadiduras, enmiendas
y alguno que otro garabato. Iba llenando cuaderno tras cuaderno, durante once
días casi no debió levantarse de la silla, cubrió cerca de 21 cuadernos delgados y
159 folios, y recorrió su existencia hasta «el hoy» romano de 1630.
Tal hazaña, harto sorpresiva por parte de un hombre de capa y espada que
rebanaba orejas y narices de moros con más facilidad que cortaba una pluma para
escribir2, se repite dos veces más, pero sin la misma constancia y amplitud. Cuando

1
«Presenté mis papelillos en Consejo de Guerra», en Contreras, Discurso de mi vida, p. 132.
La edición de Henry Ettinghausen (1988) parece la más cómoda, pues contiene una excelente
introducción, la más fiel al manuscrito. Salvo otra indicación, el texto citado de Alonso de Contreras
pertenecerá a dicha edición.
2
Véase el episodio en Contreras, Discurso de mi vida, p. 120. Aunque empieza sus hazañas
matando a otro niño con el «cuchillo de las escribanías», p. 70.
16 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

estaba en Palermo, a principios de febrero de 1633, volvió a abrir su manuscrito


para añadir treinta folios, es decir, dos o tres días encadenado a su silla. Cuenta
lo sucedido en esos dos años y medio, donde el punto central es la erupción
del Vesubio de 1631, que hasta lo «chamuscó» así como a sus soldados3. Tenía
más de cincuenta y dos años, ya no todo era promisorio cuando ya terminaba
su tarea de escritura, «si Dios me diere vida y se ofreciere algo más, lo añadiré
aquí», al mismo tiempo estampa la palabra «fin»4.
Dios aún le dio bastante vida y, mucho más tarde, volvió a sus cuadernos.
Este último tramo es muy breve, tan solo cuatro folios, y fue dictado. No tiene
fecha ni lugar. Pero se escribió tras la muerte del Cardenal-Infante5. Veremos6
que Contreras regresó de las Indias hacia 1643 y la última huella —una relación
de méritos— que tenemos de él es de 1645, motivo por el que podemos emitir
la hipótesis de que fue en Madrid, entre los años 1643 y 1645, cuando pensó en
concluir su vida7. En realidad, el relato no va más allá de los años 1633-1634 y
se interrumpe de una forma brutal al principio de una frase.
De manera que el viejo capitán, que ya tenía más de sesenta años, sólo se
dedicó a la tarea unas pocas horas hasta que se cansó por fin, mas ¿de dictar
o de contar? ¿A qué se debía ese sinsabor? Es posible que narrar cerca de
diez años más, en relación a experiencias nuevas por completo, indianas, y
sin el revuelo y el chispeo de su juventud, le resultara abrumador. Además,
es posible que le desalentara la inutilidad de contar lo que tal vez nadie
leería. Dicho de otra manera, ¿se decepcionó hacia 1643-1645, al instante
del reencuentro consigo mismo, unos diez años después de su último juego de
espejos, cuando los horizontes ya se cerraban para quien fue «un ejemplo
superlativo y químicamente puro del hombre aventurero»8? ¿Ya el embrujo
de la dedicatoria y de las conversaciones con Lope de Vega no actuaban? Estas
son algunas de las preguntas que hoy acompañan al lector al cerrar ese libro
tan «seco y sin llover», todo nervio, «sin retóricas ni discreterías»9, una
extrañeza literaria en la España de Luis de Góngora o Lope de Vega, aunque
no fuera un ejemplo aislado como veremos.
Pero, al final —y si queremos también apretar la trama del tejido discursivo—,
todas las preguntas giran alrededor de una interrogación principal: ¿Por qué
una mañana de 1630, ese miles gloriosus se sentó, como galeote, para escribir la
relación de su existencia hasta ese momento? Para esto hay algunas respuestas y

3
Ibid., p. 232.
4
Ibid., p. 251.
5
Ha dictado: «Llegó el Infante Cardenal que esté en gloria» (Contreras, Discurso de mi vida,
p. 254). El infante Fernando alcanzó la gloria celestial el 9 de noviembre de 1641.
6
Ibid., cap. vi: «De castellano de san Juan de Ulúa a sargento mayor del reino (1638-1643)».
7
Como ya se ha notado, vida es sinónimo en el contexto hispano de lo que mucho más tarde se
denominará autobiografía. Para que se incluya en el diccionario de la Real Academia Española
(RAE) hay que esperar a 1884.
8
Contreras, Aventuras del capitán, p. xii («Introducción» de José Ortega y Gasset).
9
Contreras, Discurso de mi vida, p. 229.
discurso y vida del capitán alonso de contreras 17

bastantes hipótesis, que sólo se podrán aclarar si alzamos el vuelo, recorremos


contextos ensanchados y analizamos esta vida en conjunto con otras. Pero el
propio discurso de Alonso de Contreras nos debe dar pautas.

II. — UNA VIDA AL FILO DE LA ESPADA

Ya Ortega y Gasset en su introducción al Discurso de mi vida comentaba que


«es la vida a salto de mata», expresión que también gustaba a Contreras, y añadía:
«Una epopeya compuesta solo de episodios»10. El filósofo dará de estos episodios
un muy brillante resumen y análisis: «Se trata, precisamente de una narración
sobremanera inverosímil, a la cual acontece la gracia de ser la pura verdad».
De cierta manera este oxímoron —inverosimilitud, verdad— encierra buena
parte del resorte del teatro y la novela del Siglo de Oro. Y, para concluir: «Todo
hace sospechar que fue Lope de Vega quien movió a Alonso de Contreras para
que escribiese sus memorias»11.
Lope de Vega, quien sacaba su miel precisamente de este tipo de personajes,
capaces de alcanzar, con la espada en la mano y el corazón entre los dientes,
el rango de caballero siendo humildes villanos por nacimiento12. De alguna
forma, fue Lope quien inventó a Contreras, oliendo «a hazañas heroicas, mura-
les, navales y castrenses», como escribe en la entusiasta dedicatoria que ofrece
al capitán, la cual encabeza la tragicomedia El rey sin reyno. Contreras ha
dejado testimonio del encuentro entre ellos, allá por 1622-1623:
Lope de Vega, sin haberle hablado en mi vida, me llevó a su casa diciendo:
—Señor capitán, con hombres como vuesamerced se ha de partir la capa.
Y me tuvo por su camarada más de ocho meses, dándome de comer y
cenar, y aún vestido me dio. ¡Dios se lo pague!13

Y, en efecto, es una alabanza que vale oro molido:


Un soldado de los mejores que ha producido España, natural de Madrid,
su nombre el capitán Contreras del hábito de San Juan, de quien dara [sic]
mejores señas la ferocidad de los Turcos que la embidia [sic] de los nuestros.

10
Contreras, Aventuras del capitán, p. xxxvi («Introducción» de José Ortega y Gasset);
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 80 y 174.
11
Contreras, Aventuras del capitán, pp. xi y xli («Introducción» de José Ortega y Gasset).
12
Lope de Vega Carpio, Peribáñez y el comendador de Ocaña, drama de la honra villana, escrito
entre 1610-1614. También Rojas Zorrilla, Del Rey abajo, ninguno, p. 384: «¿Y el Rey, que los cielos
guarden / me envía contra Algecira / por Capitán de sus haces, / siendo en su opinión villano?».
13
Contreras, Discurso de mi vida, p. 223. La obra de Lope se publicó en Madrid en 1625,
en Lope de Vega Carpio, Segunda parte de la Veinte. El encuentro entre ambos es ante-
rior, por supuesto, aunque Contreras, quien está reñido con la cronología, como veremos,
lo sitúe después de los hechos acontecidos en noviembre de  1625, véase Pelorson, 1970,
pp. 253-276.
18 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

El dramaturgo ocultó los orígenes humildes, aunque de «cristiano viejo»,


de su coterráneo madrileño nacido en 1582, así como sus primeras andanzas
como pícaro, que condujeron al futuro héroe a acuchillar a otro niño, con «el
cuchillo de las escribanías», como veremos más adelante, pues en ese mundo
hay poco trecho de la pluma a la espada: «Y el señor alguacil se quedó sin hijo».
Nunca debemos esperar mucho remordimiento de tal hombre, ya que aun sin
pretensión literaria, que sepamos, le interesa más terminar una narración por
un exabrupto que lamentar una mala acción pasada. Es como hincar la punta
de la espada en la carne. Para rematar, está a punto de descalabrar con «una
cantarilla de cobre» a la esposa del platero con quien lo pusieron como apren-
diz cuando el rapaz apenas tenía entre doce y trece años. Eso sí, como dice su
madre, «no ha salido del cascarón y quiere ir a la guerra»14.
Al ser viuda, su madre tuvo que abdicar frente a la voluntad de su hijo:
«Un martes 7 de septiembre de 1597, al amanecer, salí de Madrid tras las trompetas
del Príncipe Cardenal». La precisión de este escrito, realizado más de treinta
años después, asombra y preocupa. Lo cierto es que la comitiva del príncipe
Alberto salió rumbo a los Países Bajos el 26 de agosto de 1595. Y el problema
es que Contreras afirmó haber participado en la jornada que él —y después
Lope de Vega— llamó de Petrache, en realidad Patrás en Morea, que tuvo
lugar el 23 de septiembre de 159515. De esa primera fase de su vida, poca o nula
documentación le quedaba hacia  1630 y admitimos con él que «no se puede
recuperar la memoria y hechos y sucesos de treinta y tres años». Pero todo huele
a novela picaresca. Aunque ¿de manera demasiado marcada? Perdió sus pocas
pertenencias en el juego, cuando apenas acababa de marcharse de casa, fue
«galopino» y se adueñó de las cocinas ambulantes del príncipe Alberto, sentó
plaza de soldado camino a Borgoña para desertar al poco tiempo y tomó rumbo
al sur de Italia. Todo esto suena muy novelado. Guzmán de Alfarache o Pablos del
Buscón, a su edad, no hicieron otra cosa. Y, como buen relato picaresco, este
empezó por su «nacimiento, crianza y padres»16.
Los años que siguen a 1597 son, en esencia, los del corsario maltés y los más
dignos de «una película magnífica en tecnicolor»17. Todo es epopeya, sangre,
heroísmo y hasta erotismo, o como escribía Lope hacia 1623 «asaltos, batallas,
emboscadas, envidias, desafíos, mares y extrañas tierras». Según su «Relación
de los servicios» de 1633, Contreras se alistó como soldado en agosto de 1598
en Sicilia, por tanto no tenía la edad requerida de diecisiete años. Tres años
después, en 1601, pasó a Malta con licencia del virrey de la isla18. Según su vida,

14
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 70-72.
15
Ibid., pp. 72 y 77.
16
Título que dio Contreras al «Libro primero» de su Discurso de mi vida.
17
Contreras, Aventuras del capitán, p. xxiv («Introducción» de José Ortega y Gasset).
18
Sobre las fechas de ese período no hay absoluta claridad, en particular en el Discurso de mi
vida. En su memorial de servicios de 1633, sólo se dice que pasó a España, insistiendo sobre su
estancia y actuación en Malta: «Le aprobó el Consejo de Guerra por alférez del capitán don Pedro
Xaraba del Castillo» (AGI, Indiferente general, 111, N. 144). El memorial de 1645 es más preciso y
discurso y vida del capitán alonso de contreras 19

más novelada, en el transcurso de esos tres años participó en tres expediciones


de corso, en Berbería y Levante: «Hicimos increíbles robos en la mar y la
tierra». Sobre todo, armó zafarranchos en todos los bodegones de Palermo y
después de Nápoles, de donde tuvo que huir, antes de salir, escondido, hacia
Malta, por supuesto, sin ninguna licencia. Es probable que el informe oficial
de 1633 esté algo edulcorado y, más aún, el de 1645, o el Discurso de mi vida
bastante subido de tono.
Fue en Malta, con la Orden de San Juan19, donde daría toda su medida como
soldado y, sobre todo, como corsario con mucha industria. Fueron apenas unos
dos años, pues entre 1600 y 1602 ya estaba en España, promovido como alférez
hacia 1603. Pero, en ese corto tiempo de dos años, su actividad (y ventura) pare-
cía inagotable e inverosímil si retomamos a Ortega y Gasset. Y es este período
el que Lope de Vega, sutil conocedor, recordó con el mayor deleite: «parece que
la mar obedecía […] venciendo sus peligros, y atropellando sus ondas». Lope
de Vega enfatizó hasta los episodios menos relevantes en términos estratégi-
cos, como un duelo entre Contreras y «aquel valeroso Turco que terciada la
pica, y en ella una bandera naranjada, con palabras bárbaras llamaba a singular
desafío»; o la captura «de la más querida [de las] mujeres, húngara de nación, y
única de hermosura» de Solimán de Catania20. Alonso tenía apenas unos veinte
años y el gran maestre le confió misiones sensibles de inteligencia o de rescate,
e incluso se le dio el mando de una pequeña armada de dos fragatas que se
aventuró para merodear por el interior del Nilo21. Con todo esto, también tuvo
tiempo de tejer intrigas amorosas.
Es demasiado, y más para los tiempos de aquel entonces, en los que todo se
preparaba y se hacía con cierta lentitud. Durante ocho meses, Alonso le contó
a Lope lo que quiso. Pero nadie le dictaba nada al Fénix de los Ingenios. Según
lo oído, el gran escritor recortó, amplificó y, tal vez, magnificó. Y se imprimió
en 1625. Hacia 1630, por respeto, coherencia y vanidad, Contreras debía man-
tener su propia imagen tal como la pintó Lope de Vega22. Lo cierto es que esos
días de  1630, que pasó en Roma escribiendo sobre el guion del dramaturgo,
dejaron una impresión duradera, y el capitán aprovechó su estancia ulterior en
Madrid para «[holgarse] en ver lindas comedias del Fénix de España»23.
Entre 1602 y 1604 tenía apenas veinte o veintidós años y todo parece indicar
que vislumbraba un futuro promisorio en Malta, aunque también arriesgado,
pues la ira de Solimán de Catania lo perseguía y, además, siente nostalgia:

algo divergente: «En el de 600 vino a España con licencia donde el de [160]3 se le sentó de alférez»
(AGS, Guerra, Servicios militares, 91), pero eliminando lo de la Orden de San Juan y Malta.
19
Sobre la Orden de San Juan de Jerusalén, véase Rivero Rodríguez (coord.), 2009.
20
«Dedicatoria», en Lope de Vega Carpio, El rey sin reyno.
21
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 120-122.
22
Quienes han comparado los dos textos, subrayan un claro comparatismo, véanse Pelorson,
1970, pp. 271-276 y Domínguez Flores, inédita, pp. 45-47.
23
Contreras, Discurso de mi vida, p. 229.
20 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

«y acordeme de mi tierra y madre»24. En la corte, en Valladolid, presentó sus


«papelillos» y se le nombró alférez (1603); más adelante, se le nombró capitán
(1616). Comenzó otra vida con la preocupación de medrar, donde la bendición
materna era recurrente, así como las pretensiones y desencantos en la corte,
donde logró tener tres entrevistas, sin mucho resultado, con Felipe III y después
con su hijo. Hasta se hace responsable de la apoplejía fatal de un presidente del
Consejo de Indias, quien lo recibía «con cara de hereje», pero sin el nombra-
miento esperado: «Él se quedó sin vida y yo sin [el] almirantazgo» esperado,
año de 1622. Ya nos acostumbramos al tacitismo de Contreras25.
Durante esos dieciocho años, de 1604 a 1622, la misma vida «a salto de mata»
sigue, en tierra, en mar, en la putería de Córdoba, con un matrimonio desdichado
en Palermo, una experiencia de siete meses de ermitaño, una acusación de ser
rey de los moros de Hornachos y varias ocasiones de ser torturado y condenado
a muerte. Sin olvidar un año con la guarnición de Cambray, donde se entera
¡antes de tiempo! de la muerte de Enrique IV de Francia. Participó, asimismo,
en el desastre de La Mahometa donde murió el adelantado de Castilla, en agosto
de 1605. Aprovechó, entonces, la circunstancia para ser algo cronista, menos
centrado en sus propias vivencias entre pícaro, rufián y soldado. Fue protagonista
malogrado de ese monumento de incuria que son los desastrosos «socorros de
Filipinas» de los años de 1613-1620; ya tendremos ocasión de volver sobre ellos26.
Su espacio se dilató, aunque siguió pretendiendo en Madrid y en Malta, surcando
el Mediterráneo; Gibraltar estaba cada vez más presente, estuvo en Flandes un
tiempo, y entre 1618 y 1619 se encontraba al mando de dos galeones que perse-
guían a Guatarral —sir Walter Raleigh— por el Caribe, sin mucho éxito.
Su relato de dicha expedición demuestra que es difícil que Contreras tolerara
que se le arrebatase el protagonismo. Sólo menciona su activismo, navegando,
construyendo fuertes, domeñando a la tripulación, luchando contra ingleses

24
Ibid., p. 132. El hecho es que pasó de dos a tres años en Valladolid, hacia 1601-1603, sin ir a ver
a su madre a Madrid, aun con todo lo que escribe. Hay aquí algo intrigante, pues existe el bautizo
de un niño, Francisco Alonso de Roa Contreras, en la iglesia de San Esteban, una de las parro-
quias de Valladolid, el 7 de junio de 1603 (véase FamilySearch, disponible en línea) [consultado
el 22-02-2019], hijo de Alonso de Roa Contreras y Antonia de León. Las fechas por lo tanto coin-
ciden. Sabemos que hay entonces homónimos, como un tal Alonso de Roa Contreras, que pasó a
Perú en 1593, pero ¿regresó después? (AGI, Indiferente general, 2101, N. 19). Se conoce también al
propio tío de nuestro héroe llamado, asimismo, Alonso de Roa Contreras, un correo del Rey (AGI,
Indiferente general, 428, L. 33, fo 177), que vivía en Valladolid hacia 1620 (Contreras, Discurso de
mi vida, p. 215), y que fue padrino del futuro capitán (ibid., p. 69). Existen varias posibilidades: que
nuestro héroe sea el padre del niño es una de ellas, con el interés entonces de saber lo que ocurrió.
Entonces ¿por qué no relata dicho episodio? En su Discurso de mi vida contó cosas muy reprensi-
bles, como dar a una mujer «en las asentaderas dos rebanadas [con su espada] como un melón»,
matar a su esposa adúltera (Contreras, Discurso de mi vida, pp. 156-158 y 189). ¿Se negaría a
transcribir la muerte o abandono de un hijo? Pero no podemos, por falta de elementos certeros,
colgar el sambenito a nuestro Alonso.
25
Ibid., p. 218.
26
Véase Parte II de este libro: «Los socorros de Filipinas (1613-1620): el fracaso de un gran
designio imperial».
discurso y vida del capitán alonso de contreras 21

con «los míos [navíos]». De una forma muy casual, menciona al «otro capi-
tán», sin mayor precisión, pues resulta que el cabo de los dos galeones fue «el
otro», don Bernardino de Múxica, quien recibe las instrucciones para el viaje el
18 de septiembre de 161827. Todo bien pensado, esta omisión es pecado venial y
como esta hay muchas en el Discurso de mi vida aunque, en realidad, poco nos
importa. No cazamos realidades pretéritas y siempre dudosas, sino personali-
dades, con sus libertades y sus prisiones mentales28.
Es decir, los imperativos de la política militar española se imponían cada
vez más, y la Guerra de los Treinta Años había empezado en  1618, mien-
tras el centro de gravedad de este guerrero y después caballero de la Orden
de San Juan era poco a poco más occidental, continental y administrativo.
Entendió, al cabo de los años, que había que servir a un señor, pero que este
no fuera el rey, tan comprometido con todos y alejado de la gente menuda.
Sin que sepamos por qué, escogió —si es que pudo hacerlo— como patrón
a Manuel Alonso de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, embajador en
Roma29. Y ahí lo encontramos, en octubre de 1630, redactando su vida. Lo siguió
a Nápoles cuando este fue nombrado virrey y entró en el círculo de sus favo-
recidos. Se le dio el grado de capitán de caballos corazas, culminación de
su carrera militar, y las funciones de gobernador y capitán a guerra de El
Águila [L’Aquila], causando, por donde pasaba, revuelo e inquietud. Acabó
con la paciencia de su protector y, cuando volvió a tomar la pluma en 1633,
dijo estar «en desgracia del conde mi señor». De regreso a Madrid, hacia
el mismo año, tuvo otro desencuentro burocrático, ya que el secretario del
Consejo de Guerra se burló de él, diciendo «que había sido capitán de caba-
llos de tramoya»30. Nada podía herir más a nuestro capitán y, es probable que
fuera entonces cuando decidió introducir una relación de sus méritos en el
Consejo de Indias, a la vez que solicitaba, de nuevo, el puesto de almirante
en alguna parte de las Indias. Y pasó al Nuevo Mundo en 1635, pero esta es otra
historia que no se cuenta en el Discurso de mi vida, aunque sí es de mucho
interés para nosotros31.
¿Este relato podría servir de apoyo para entender por qué, durante un tiempo,
este «espadachín matamoros» trocó la sangre por la tinta? Sin duda, en 1630, en el
ambiente de la ciudad pontificia, mientras cumplía funciones medio diplomáticas,
a la sombra de un gran señor, al acercarse a los cincuenta años, podía pensar que
su vida estaba dando un vuelco y que era momento de reflexionar. Es posible, pero

27
AGI, Santo Domingo 869, leg. 7, fos 36r-38r. Es probable que se tratara de uno de los miembros
de la familia Lezcano-Múxica, establecida en Canarias y Puerto Rico.
28
Sobre la expedición al Caribe, véase Contreras, Discurso de mi vida, cap. xiii.
29
Rivas Albaladejo, 2010, pp. 703-749. Este grande de España fue dos veces embajador en
Roma (1622 y 1628-1631), virrey de Nápoles (1631-1637), entre otros cargos. Por lo demás, no era
mala elección como patrono, pues era cuñado de Olivares.
30
Contreras, Discurso de mi vida, p. 254.
31
AGI, Indiferente general, 111, N. 144. Fue vista en consejo el 8 de noviembre de 1633. Véase
la Parte III de este libro: «Una vida después del Discurso de mi vida».
22 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

no todos los quincuagenarios toman la pluma para escribir su vida, aunque


habiten en Roma32. Y, además, si hay algo ausente en esta sarta de episodios, es
justo la reflexión. El empuje del Fénix de España fue importante, pues encaminó y
legitimó el discurso: a unos siete años de distancia, es cierto. Esto nos obliga a
recordar que, en su origen, la vida de Contreras se forjó al fuego de las tertulias
y tuvo un soporte oral hasta que este se cristalizó a través de la escritura. Esa
oralidad, de principio, explica en parte que la acción domine la descripción y
que su estilo sea cenceño.
Hay engreimiento, autocomplacencia, placer y orgullo en el soldado ya maduro,
que se recuerda a sí mismo «buen mocetón y galán, que daba envidia»33. Pero,
además, hay cierta ironía que atenúa el rasgo, pues la autoestima estaba más en
su armadura de valentía que en su ropaje de sedas, a diferencia de un personaje
como Diego Duque de Estrada, otro autor de una vida. Por lo demás, aunque
varias veces el capitán se dirige a un lector hipotético, no hay en el escrito el
menor rasgo de enseñanza y menos de moral. Si hay desencanto frente a los
pudientes, críticas abiertas34, también hay indulgencia y, al final, la satisfacción
de un ascenso social logrado: de pinche de cocina a comendador de la Orden
Militar de San Juan, si recordamos algunos de los títulos postizos que se dieron
a la obra del capitán.
De una manera más coyuntural —y, por lo mismo, más decisiva tal vez—,
Contreras parecía encontrarse en un momento de inactividad e indecisión. El
conde de Monterrey lo había olvidado o apartado en ese instante de octubre
de  163035. Con naturalidad, aunque lo dude Ortega y Gasset, de la acción a
la punta de la espada, Alonso se desliza hacia la pluma, otra forma de lidiar,
ahora con recuerdos y fantasmas, pero también con el veneno de la ociosidad.
Esta es la camarada habitual del militar, entre los tiempos de combate y de
marchas. Escribir puede ser una forma de convenir con ella, como lo menciona
el soldado Diego Suárez: «por no perder tiempo ni estar ocioso, me aficione a
escrivir esta historia de sucesos de guerra»36.

32
Como ya se ha mencionado con anterioridad, evitamos el término «autobiografía» y, por lo
tanto, todos los debates que giran a su alrededor en esa época y en el ámbito hispánico. Sobre el tema,
la literatura es más que abundante, y nos remitimos a ella, con las posturas encontradas de Lejeune,
1974, y Pope, 1974. Nuestro punto de vista es abierto por completo, de la misma manera que los de
Henry Ettinghausen o Margarita Levisi: si no hay autoanálisis en lo que escriben los autores de vidas
entre 1500 y 1600, dichas obras son sumamente evocadoras del mundo interior de nuestros héroes,
«y esto sobre todo por lo que nos dicen acerca de las tensiones creadas en la personalidad altamente
conflictiva y angustiada de su autor, tensiones para las que el propio acto autobiográfico fue sin duda
un intento de superación»; aquí Ettinghausen introduce a Duque de Estrada, Comentarios del
desengañado de sí mismo, p. 62. También compartimos lo escrito por Estévez Regidor en su prólogo a
la edición de Vida del soldado Miguel de Castro (Estévez Regidor, 2013, pp. 7-28).
33
Contreras, Discurso de mi vida, p. 157.
34
Contra quien fue su general, en particular, don Juan de Fajardo. Véase Contreras, Discurso
de mi vida, p. 221: «Pluguiera a Dios fuera general de toda esta armada el buen Rivera», y no
Fajardo.
35
Ibid., p. 228.
36
Morel-Fatio, Discurso verdadero, p. 152.
discurso y vida del capitán alonso de contreras 23

Todo esto es de interés decisivo en el plan personal. Pero tenemos que buscar
a otro nivel esa alianza de «la espada y la pluma», sin recurrir por fuerza al
archimodelo de los Commentarii de bello Gallico de Julio César. Otra vez,
la edición de  1943 que prologó Ortega y Gasset nos lleva a la reflexión: Las
aventuras del capitán Alonso de Contreras —título postizo— que se publicó
en la colección «Aventureros y tranquilos. Memorias, diarios, biografías»,
enunciación un poco sorpresiva, pero que aproxima con acierto la tempestad
interior y la serenidad de la escritura. Sobre todo, el emblema de la colección
es el Doncel de Sigüenza, caballero que murió cuando luchaba en las vegas de
Granada en 1486, inmortalizado en un túmulo de mármol, revestido con su cota
de malla y sus armas, mientras lee un libro (fig. 2). En el contexto de los siglos xvi
y xvii, «soldado» y «cultura» hicieron un buen maridaje bajo los auspicios del
humanismo, al mismo tiempo que se proponía un modelo de promoción
individual, en parte apoyada sobre las armas. Contreras nunca leyó a Francisco
de Miranda Villafañe, pero le hubiese convencido su postura: «la nobleza se la
debe hacer uno mismo, es más importante ser cuna de nobleza que heredero»37.
Sin olvidar que el «yo» brotaba con fuerza dentro del Renacimiento.

Fig. 2. — Anónimo [atribuido a Sebastián Almocid], sepulcro del Doncel


(Martín Vázquez de Arce) [entre 1486-1504], capilla de San Juan y Santa Catalina,
Catedral de Sigüenza (Guadalajara, España).
© Fotografía: Adrián Blásquez

37
Berrendero, 2004, p. 605.
24 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

III. — EL SIGLO DE LAS INTROSPECCIONES (1580-1670)

Hay que conocerse a sí mismo;


aunque no sirva para encontrar la verdad,
por lo menos será útil para gobernar su vida;
no hay nada más atinado.
Blaise Pascal, Pensées (1670)38.
En la primera mitad del siglo xvi, se unen tres fenómenos que van a poten-
ciar los movimientos del alma o los relatos de las vidas, sin que sea necesario
insistir mucho en ello, pues serán bien conocidos. En primer lugar, el huma-
nismo, es decir la figura única del individuo y su valoración. Sigue 1492 y el
descubrimiento del otro, con todas las interrogaciones que nacen entonces
sobre la naturaleza humana, los criterios que la podrían definir, sus grados. Y
esto se acompaña de una relación con la divinidad que se amplifica tanto en
el campo de la Reforma protestante como de la católica; el lazo se hace más
directo, a través de la meditación, el rezo silencioso y los ejercicios espirituales,
con los que se alcanza un mejor conocimiento de sí mismo, en busca de la gracia
divina o de los pecados del alma.
A un breve pero ardiente siglo xvi, que podría ser también el de las con-
quistas, le sucedieron tiempos de dudas y conservacionismo. Primero
fueron conquistas de coronas por nuevas dinastías: los Tudor en Inglaterra,
los Vasa en Suecia, los Valois-Angoulême en Francia (en espera de los Bor-
bones), los Trastámara-Habsburgo en las Españas —incluyendo Portugal
en 1580—, y los Orange-Nassau en las Provincias Unidas después de 1566.
Y eso sin hablar de la lista infinita de príncipes italianos, gente de «cuchilla y
bolsa», empezando por sus modelos, César Borgia y Ludovico Sforza el Moro.
Y esto, además, si nos quedamos tan solo en el ámbito occidental. Fueron,
también, conquistas de reinos y hasta de continentes, a través de alianzas
matrimoniales como las que confluyeron hacia Carlos  V, y otra vez de la
cuchilla, sea la de Hernán Cortés o la de Francisco Pizarro. Pero, después,
pasada la mitad del siglo, en el brasero quedó la ceniza, es decir la vacila-
ción: dudas religiosas por todas partes (incluso en España); dudas políticas
y alguno que otro tiranicidio (Provincias Unidas, Francia, Inglaterra); y las
interrogaciones se agudizaron cada día más en la Monarquía Hispánica; de
hecho, algunos se preguntaban: ¿Y si la Providencia abandonara a España y
si el peso del Imperio fuera excesivo?
Es decir, que al triunfalismo sucede el suspense y esto lleva a la introspec-
ción, es decir, conocerse mejor para gobernarse mejor, lo dice Blaise Pascal, ya de
forma tardía39. Con esto repetía lo dicho por Michel de Montaigne: «Pintán-
dome para otros, me he pintado a mí mismo con colores más nítidos que los

38
«Il faut se connaître soi-même; quand cela ne servirait pas à trouver le vrai, cela sert au moins
à régler sa vie: il n'y a rien de plus juste».
39
Notemos que, ya entonces, Pascal daba un valor muy relativo a la introspección, pues esta no
permite acceder a ninguna verdad; tiene sólo un interés práctico.
discurso y vida del capitán alonso de contreras 25

que eran los míos en un principio»40. En el caso español, los años de 1598-1600
constituyen los de mayor reflexión política41, seguidos por los que acompañaron
al otro cambio de reinado de 1621-1622 con su Junta Grande de Reformación.
Pero el cuestionamiento no es sólo político y colectivo. En este caso, el
año de referencia es 1580 con la primera edición de los Essais de Montaigne, una
amplia e íntima reflexión cuyos soportes son las lecciones procedentes de la
filosofía y la historia. ¿Cómo dar un sentido y orientación a toda una vida,
si no es a través de la duda y la confirmación de la humildad de la condición
humana? En el universo francés —y podemos decir occidental—, el Discours
de la méthode (1637) de René Descartes y su cogito ergo sum [pienso luego
existo], son a la vez la culminación de esa indagación, como también su punto
terminal, pues de la duda nace otra certeza científica, cuando los animales son
máquinas y las pasiones productos de la fisiología. La introspección se sobre-
vive, tiene sus últimas llamas dentro de ese episodio secular, en Francia, con
la Princesse de Clèves (1678) y las tragedias de Jean Racine (escritas en esencia
entre 1667 y 1677). Como si la búsqueda de verdad que acompaña al manie-
rismo favoreciera el fuego interior del conocimiento de sí mismo y la claridad
y extraversión del Barroco o el rigor del clasicismo francés lo opacaran, hasta
que, como otro fénix, renaciera con las primicias del Romanticismo y un per-
sonaje como Jean-Jacques Rousseau42.
¿España conocía la sed de la introspección? Las fechas casi coinciden, sin
tomarse en cuenta los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola (1548). Es
este un antecedente fundador43, pero aquí la meditación solitaria se combina
más con la certeza que con la interrogación; se busca el camino hacia la
verdad más que la verdad personal del sujeto. La futura santa Teresa de Jesús,
quien empezó a escribir su vida apenas unos años antes que Montaigne escri-
biera sus Essais, es más retraída que el francés. Ambos recorren el mismo
camino interior, pero uno tiene la humanidad como referencia, mientras que
la otra descubre que «en la cruz está la vida y el consuelo». Así lo expresó, de
hecho, santa Teresa de Jesús:

Vivo ya fuera de mí;


después que muero de amor;
porque vivo en el Señor;
que me quiso para sí […]44

40
Montaigne, Œuvres complètes, p. 648: «Me peignant pour autruy, je me suis peint en moy de
couleurs plus nettes que n’estoyent les miennes premières».
41
Es necesario aquí recordar, entre otros, al De rege et regis institutione, de Juan de Mariana.
42
Hasta el punto de que algunos como Lejeune, 1974 toman 1770 y Les confessions de Rousseau
como punto de partida de la autobiografía, olvidando toda la vertiente hispana (y otras).
43
Sobre todo si recordamos que Loyola tiene la particularidad de ser uno de los primeros en
habernos dejado su autobiografía (hacia 1556) y una biografía escrita poco después por uno de
sus discípulos (1569), véase Ott, 2000.
44
Borkosky, 2006.
26 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Fray Luis de León, otro navegante solitario con el mismo cuño hispano, sacó
a la luz De los nombres de Cristo en 1583, otra brújula certera en ese viaje per-
sonal. De grado en grado se subió hasta el despojo total del alma, pues «nada»
debía entorpecer su ascenso hacia el amado, como lo escribió san Juan de la
Cruz en las mismas fechas.
Fuera la senda de Montaigne, o la de los místicos españoles, muy pocos
tenían la suficiente fuerza para seguirlas. Y, en el caso español —de forma más
prosaica—, la mayoría se quedaría en «la monstruosidad cotidiana» y en su
impronta sobre el individuo. Se trataba entonces, ya no de la introspección en
sí —demasiado noble, llevada a una altura casi inaccesible por algunos—, sino
de la biografía individual o la vida novelesca. Esta era la armazón que articulaba
la novela picaresca, desde el Retrato de la lozana andaluza (1528) de Miguel de
Cervantes, en la que el título no podía ser más sugerente en cuanto a su ambición
de individualizar y dar a conocer cierta verdad sobre el individuo. Se remacha
este retrato con La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y sus adver-
sidades (1554), con otro título expresivo, cuya ambición aún era «relat[ar] el
caso muy por extenso, pareciome no tomalle por el medio, sino del principio,
porque se tenga entera noticia de mi persona»45. Precepto al que no podía fallar
toda buena vida, tal como se concebía entonces, y sin que tengamos que esperar
a Rousseau y su autobiografía.
Para concretar, debemos reconocer que entre servidumbre, violencia, vagancia,
bribonada y miseria, la adolescencia de los soldados que escribieron «el discurso
de su vida», es digna de la del Lazarillo, como lo mencionó en  1635 el capi-
tán Domingo de Toral y Valdés: «anduve cuatro años peregrinando por España
como otro Lazarillo de Tormes»46. El punto culminante de esta literatura sería,
a principios del xvii, la Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos. Ejem-
plo de vagamundos y espejo de tacaños, de Francisco de Quevedo. El primer
capítulo, intitulado «En que cuenta quién es y de dónde», se abre con una frase
que es la apertura obligada de toda vida de ese siglo, novelesca o no: «Yo, señor,
soy de Segovia; mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo».
No de forma muy distinta empiezan los discursos de los soldados Alonso de
Contreras, Jerónimo de Pasamonte, Miguel de Castro y otros47. Es la antepo-
sición de un yo, firme, capaz de enfrentar «fortunas y adversidades», que no
se desmorona en medio de las dudas, precisamente porque tiene un punto de
anclaje. Lo seguirá afirmando más tarde, esta vez de forma satírica, mordaz,
Diego de Torres Villarroel cuando encabeza su vida: «por vida mía se ha de
saber quién soy»48. Esta continuidad procede de la naturaleza o identidad his-
pánica, ser castellano —cristiano viejo— por los cuatro lados y estar arraigado

45
«Prólogo» (La vida de Lazarillo de Tormes).
46
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 497.
47
Este proceder de la vida castellana perdura: en 1743, Torres Villarroel da a la imprenta su
Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras. En ella se remonta hasta sus bisabuelos,
nativos de Soria.
48
Torres Villarroel, Vida, ascendencia, nacimiento, p. 57.
discurso y vida del capitán alonso de contreras 27

por el linaje en su pueblo. Por fin, esta apertura del Buscón nos lleva hasta uno
de los interrogantes de la vida: ¿para quién se escribe esta? Es evidente que en
esta ocasión es para un misterioso «señor», es decir, alguien que merece un tra-
tamiento honorable (aunque a veces se le trate simplemente de vuestra merced).
En la picaresca, esto pone una distancia entre el sujeto poco recomendable y el
discreto lector o, en otros casos, puede dar más crédito al texto mismo, como se
espera además del eventual beneficiario de alguna dedicatoria.
Y cuando fenece el género pícaro, con La vida y hechos de Estebanillo Gonzá-
lez, hombre de buen humor, compuesta por el mesmo, en 1646, es con la mortaja
de la relación histórica y novelada. Más aún al tratarse de alguien medio gallego
y medio romano —otra monstruosidad—, cobarde declarado entre los solda-
dos fanfarrones y bufón asumido entre los políticos sin conciencia; texto por lo
demás complejo, entre vida novelada y auténtica novela49. De todos sus prede-
cesores (y de algunos otros) parece que Estebanillo escribió el epitafio, pues en
su obra se plasman, como él mismo dice, «finalmente los prodigios de mi vida,
que han tenido más vueltas y revueltas que el laberinto de Creta»50. Otro tanto
pudieran decir el capitán y caballero de la Orden de Malta frey Alonso de Con-
treras y sus colegas soldados-escritores, todos además buenos conocedores de
Italia y de las islas del Mediterráneo.

IV. — EL CRUJIR DE LA COLUMNA

Mientras, en el plano político, militar e ideológico, España y sus hombres


habían pasado del resplandor de San Quintín (1557) y de El Escorial, a las catás-
trofes de 1640 y el desastre de Rocroi (1643), con algunos puntos de equilibrio
como 1580 y la unión de las dos Coronas, la expulsión de los moriscos de 1609,
la reanudación de la guerra europea en 1618 y la advertencia de Fuenterrabía
en 1638, con la entrada francesa en territorio español. Y, como punto culminante
del proceso, 1659, con la pérdida de algunos retazos de la guarida allende los
Pirineos, el condado de Rosellón. Hasta en las Indias se escuchó el doblar de las
campanas, cuando en 1655 los ingleses tomaron Jamaica.
Muy temprano, en el siglo xvii, algunos se anticiparon, como es el caso de
Quevedo, guiado tanto por su temperamento inquieto y atormentado como
por un análisis meditado de las tensiones presentes. Nació en 1580 (otra vez
el año de inflexión) y murió en 1645. Alonso de Contreras vio la luz del día
apenas dos años después y desapareció en las tinieblas, asimismo, en 1645. Son,
por lo tanto, de la misma generación y con vidas, de la misma forma, agitadas.
En cierta medida, algo de lo que hervía dentro de Quevedo debió pasar por
la mente de su coterráneo (los dos son además oriundos de Madrid). ¿Y qué
escribe el primero? Que la potencia de España ya colapsó:

49
Véanse las introducciones de Antonio Carreira y Jesús Antonio Cid, muy documentadas, en
La vida y hechos de Estebanillo González.
50
Ibid., p. 16. Volveremos sobre esa vida en el cap. ii de este libro: «Un bosque de vidas».
28 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Miré los muros de la patria mía,


si un tiempo fuertes, ya desmoronados […].

La causa es precisamente el exceso de poderío, que se revierte:


Y es más fácil, oh España, en muchos modos,
que lo que a todos les quitaste sola,
te puedan a ti sola quitar todos.

Al final, fue el destino que correspondía a todo imperio en el declive, y la


enumeración de «Las causas de la ruina del Imperio romano» se relacionan con
las del imperio español: «La ventura venal; el oro, pálido tirano […], con togas
la codicia y la locura […], en desprecio la ciencia y la cordura». Y para concluir
sobre lo mismo:
El laurel que te abraza las dos sienes
llama al rayo, que evita; y peligrosas
y coronadas por igual las tienes51.

Entre 1640 y 1641, el escritor está encarcelado y sea el modelo —las Epístolas


de Séneca—, sea el hecho de estar preso, alcanza una excelsa clarividencia:
Nunca es principio de la ruina de gran monarquía cosa grande, que
dándole cuidado la advirtiera, sino cosas tan pequeñas que o las desprecia
su confianza o no las alcanza a verlas desde su cumbre52.

Entre esas «pequeñas cosas» que no puede alcanzar la grandeza, están las
menudencias y trivialidades que acarrean estas vidas de soldados, como otros
ríos cenagosos.
Mencionado esto, no sostenemos que nuestro capitán y sus congéneres
compartiesen dicha lucidez amarga, ni siquiera en parte. Estaban, como vere-
mos53, abrumados por las «vueltas y revueltas» de su cotidianidad. Y, más
aún, en un tiempo de espera y esperanza a nivel planetario, es decir, entre
imperios y potencias que se sucedían unas a otras en Europa, donde el imperio
germánico tendía a un debilitamiento definitivo y el turco a uno relativo, en
los que otros actores salían a plena luz —Inglaterra, las Provincias Unidas,
e incluso Suecia— o volvían a dominar la escena como Francia. Y los torbelli-
nos se prolongaban hasta en Asia (India China y Japón). No era claro para
esos destinos «desde abajo» vislumbrar, y menos entender, lo que en reali-
dad estaba ocurriendo. Sobre todo cuando lo que importaba era su propio
devenir, como las pequeñas ventajas y provechos que se podían sacar de un
torrente furioso. Por lo tanto, no estamos asumiendo que una mañana fría de
invierno de 1630, cuando se sentó el capitán Contreras para escribir su vida,

51
Quevedo, Obras selectas, pp. 433, 389 y 506.
52
«Epístolas a imitación de las de Séneca» (Quevedo, Epistolario, p. 412).
53
Véase el cap. ii de este libro: «Un bosque de vidas».
discurso y vida del capitán alonso de contreras 29

lo hiciera bajo los influjos de aquellas tempestades múltiples. Aunque sintió el


soplo directo de algunas de ellas, podemos dudar de que tuviese posibilidad
de anticipar lo que les acompañaba; en eso no se distinguió de la mayoría de
sus contemporáneos.
Pero no podemos pensar que, como los otros soldados-escritores, su decisión
de sentarse a escribir estuviera del todo al margen de una necesidad de interroga-
ción y comprensión, sin relación con ese tiempo de espera en el que vivieron. Más
que otros, los soldados actuaban en primera fila, tanto en San Quintín como
en Rocroi. Y, más que otros, sufrieron con el eclipse progresivo del señorío espa-
ñol, incluso físicamente pero sin objetivar los significados. En su legitimidad y
«en su carne» era evidente, como también en su modo de vida, que el soldado de
los tercios del siglo xvi era un hidalgo respetado que se acompañaba de su criado.
Contreras y Miguel de Castro fueron sirvientes o pajes de militares al principio
de sus andanzas. Hasta el emperador Carlos V dignificó el oficio, al combatir a
pie con la pica, al lado de sus hombres, o así lo proclama el mito. Poco queda de
aquella realidad social, con las levas de la mitad del xvii y la turba miserable
de las compañías de entonces, salvo tal vez una imagen satirizada del «bravucón»
que los enemigos popularizaban a saciedad en sus caricaturas.
Los soldados Jerónimo de Pasamonte, Diego Duque de Estrada, Miguel de
Castro y, sobre todo, Alonso de Contreras —que estuvo en casi todos los teatros
de operaciones, del Mediterráneo a la costa del Pacífico de Nueva España—,
intentaron por las armas, a veces con valentía y determinación, aunque en vano,
conservar el mundo en el que nacieron. Como no lo consiguieron así, la escritura
fue su último exorcismo o refugio, junto con la religión para algunos de ellos.

V. — ESCRIBIR SU VIDA

Al contextualizar estas relaciones y vidas en el Maelstrom político-militar de


la época, sólo avanzamos un paso, pues hay otros que tenemos que dar, debido
a que no nos hallamos ante las memorias de unos jefes militares que traten de
justificar sus derrotas o ensalzar sus victorias, o de los testimonios de unos solda-
dos sobre «su guerra». Esto se manifestaría, con abundancia, mucho más tarde,
después de la traumatizante Primera Guerra Mundial, aunque ya un personaje
en el exilio como Napoleón entró en el juego, así como algunos de sus granade-
ros. Aquí tenemos historias de vida, desde el nacimiento —y, por lo tanto, con
el linaje y la familia— hasta la madurez de hombres, cuya principal actividad
y razón de escribir fue la guerra. No son pedazos de historia marmórea, aun
cuando hubiesen podido serlo, como en el caso de Jerónimo de Pasamonte, com-
batiente de Lepanto, batalla a la que casi no dedica atención. De ella solo escribió:

Y a 7 de octubre, domingo, saliendo el sol, año 1571, dimos la batalla


al turco con cien galeras menos de las suyas, y gozamos con la ayuda de
Dios la felicísima victoria. Yo salí sin ninguna herida, aunque la galera
en que yo iba peleó con tres del Turco.
30 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Y es todo, pues estos guerreros no andaban en busca de laureles o aplausos,


aunque el caso de alguien como Diego Duque de Estrada nos dice todo lo con-
trario. Había demasiada fiereza en Contreras para estar tan preocupado por
la mirada del otro. El mismo Jerónimo lo advirtió, al escribir «sin pretender
ni haber ninguna vanagloria»54. Con ellos nos acercamos más a la confesión,
que entonces tenía un sentido amplio, tanto jurídico como religioso, y, en todo
caso, nos aproximamos a la vida privada.
¿Qué debemos entender, en este caso, por vida privada? ¿Es un concepto histórico
válido para todos los tiempos, o es el concepto de un sociólogo, después de un
historiador, al remolque de otros conceptos como vida pública y opinión pública,
o, por ejemplo reputación, a nivel individual o familiar? No entraremos en cierto
debate que quizá poco interesaría al capitán Contreras si se lo planteásemos. Solo
trataremos de acercarnos a lo que significaba, hacia 1600-1650, escribir su vida,
en términos de familiaridad, atractivo y privacidad. En primer lugar, la confesión,
aun secreta, era una práctica que obligaba a cierta introspección y desvelo, no
sólo sobre los actos, sino también en relación a los pensamientos, pecaminosos o
no. Su carácter obligatorio en el universo católico, por lo menos una vez al año, se
relacionaba con el conocimiento de uno mismo y, hasta cierto punto, era un deber
compartirlo. De hecho, es por esa vía como se absuelve o se gobierna uno mismo,
así diría Pascal. Un personaje como Contreras, sea por espíritu de cizaña o por
verdadera convicción, quería obligar a sus administrados de L’Aquila (provincia de
los Abruzos, Italia, véase el mapa 1, p. 3) a confesarse al mismo tiempo que él, por lo
que lo veremos en la lejana provincia de Sinaloa conducir a sus soldados lo mismo
al confesionario que al campo de batalla55. Lo cierto es que hasta la «confesión
judiciaria» tenía una fluidez o candidez que hoy en día nos pueden sorprender,
aun sin el apoyo de la tortura. Es algo que encontraremos en alguno que otro
de los episodios que narraremos más adelante56. Y por qué no pensar, que «vuesa
merced», a quien se dirigían tanto Lazarillo como Pablos el Buscón, es la figura
del confesor, o tal vez la estatua del Comendador de don Juan. Por supuesto, esta
vertiente está mucho más presente, con la figura del confesor, en las numerosas
autobiografías de religiosas del Siglo de Oro español57.
Junto al sacramento de la penitencia, el sermón era una de las armas más
potentes de la Reforma católica, que trataba de crear un nuevo tipo de creyente,
más perceptivo de los misterios de la fe y, para ello, más meditativo. El alma y su
relación con el cuerpo son otros misterios que hay que explorar. Era necesa-
rio un mejor conocimiento de sí mismo, pues este constituía la primera de las
cinco piedras de la fronda de David, como proclamó Antonio Vieira en una
predicación célebre, frente a la reina Cristina de Suecia en la Cuaresma de 1669

54
Pasamonte, Autobiografía, pp. 25 y 37.
55
Contreras, Discurso de mi vida, p. 237. Véase también el cap. v de este libro: «El paso por
Sinaloa (1635-1638)».
56
Sobre todo el cap. viii de este libro dedicado a «Médicos de su honra».
57
Estudiadas por Poutrin, 1995. En total, se usaron ciento trece textos, del siglo  xvi a la
primera mitad del xviii.
discurso y vida del capitán alonso de contreras 31

en Roma. Al cognitio sui [conocerse uno mismo], de color blanco, transparente,


seguían, como dijo el jesuita, el dolor, la vergüenza —y pudor—, el miedo y la
esperanza, como una escalera para alcanzar la plenitud del alma en el conoci-
miento, sensible, de la divinidad58.
Tampoco debemos de olvidar la hagiografía —una biografía a lo divino, muy
popular en el mundo hipánico— entre las influencias para lanzarse a esa empresa
de la redacción de su vida en la época moderna. Aún en el Siglo de las Luces, cuando
se puede pensar que el género estaba decayendo, representa todavía el 6,6 % de los
libros que salen de las prensas españolas59. Faltaría, para medir este impacto posible
de la religión, compararlo con otros universos como el protestante. En este medio
no faltaban tampoco los alicientes, como el pietismo.
Estamos en una sociedad donde el pudor y los sentimientos que le acompa-
ñan (vergüenza, humillación) eran complejos y encontrados. Por un lado, se
asistía a una tentativa de mutilar el erotismo, como se puede observar en las
Vírgenes de la leche, pintadas en los siglos xv y xvi, con sus pechos aparentes,
marginadas después, o las pinturas desnudas del Juicio final de la capilla Six-
tina que «vistió» el pintor Daniele da Volterra, el bien apodado el Braghetone.
El renombre del Aretino en pleno Renacimiento sería dudoso en el siguiente siglo
¿Sería esto parte del «proceso de civilización»? Por otro lado, los sentimientos
que atravesaban la sociedad en el xvii eran fuertes y difíciles de controlar; los
desbordamientos frecuentes y aceptados —o tolerados—, por lo menos para
ciertos miembros de la élite. En un universo donde el derecho de las gentes
era apenas incipiente y donde la sensualidad luchaba con el ascetismo que se
proponía como modelo, las conductas eran tensas y, a menudo, sin control.
El remordimiento y la contrición posteriores resultaban buenos remedios y
lavarse de los pecados era una práctica habitual y sin mayor dificultad. El his-
trionismo alcanzó algunas de sus letras de nobleza en la época, y no sólo a
través de la Commedia dell’Arte, pues algunos sermones de las misiones itine-
rantes fueron aún más demostrativos y de esa manera se guiaba buena parte de
la conducta humana de entonces. Esto era así al tratarse de prácticas orales,
pero también la escritura podía contribuir a limpiar de todas las impurezas
acumuladas, como otra catarsis. De hecho, es probable que nunca estuvieran
más próximas cultura oral y cultura escrita.
Si nos quedamos en la cultura material, debemos reconocer que, aun en el
seiscientos, la privacidad tenía pocas defensas: faltaban cerrojos, la promiscui-
dad era habitual y la inquisición por parte del vecindario pertenecía a la norma.
De hecho, la lectura de los archivos del Santo Oficio es aleccionadora. Todos,
empezando por el rey, vivían bajo la mirada de todos. Contar en las veladas sus
«fortunas y desventuras» suponía una forma de protagonismo. Escribirlas
podía ser lo mismo, pues en un nivel superior y reservado para unos pocos, los
que habían recorrido el mundo y conocido aventuras tenían capacidad para

58
Souza Pimenta y Massini, 2007, pp. 138-147.
59
Buigues, 2000, pp. 47-74.
32 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

manejar tanto la pluma como la espada; entre ellos se contaban, por supuesto,
los soldados. Relatar su vida, junto al fuego de la chimenea, o pluma en mano,
no era un acto de autoglorificación, como dijo Jerónimo de Pasamonte, sino
tal vez de compensación, o, por lo menos, de socialización. Salvo en el caso de
Diego Duque de Estrada, que siempre adoptaba una pose, su origen más acomo-
dado y sus pretensiones literarias lo pueden explicar. En cierta medida, este se
salió del camino natural, de la práctica de los grupos populares en la que estaban
inmersos los otros «discursos de vida» de estos soldados.

VI. — ESCRIBIR EN EL SIGLO XVII

Algún lector levantó las cejas: ¿Cuál sería el quid de lo «natural» de escribir
su vida en el siglo xvii? Es muy posible que no lo fuera del todo para un artesano
(aun en la Francia del xviii), como tampoco para un miembro de la élite. Pero
sí, de alguna manera, para «un soldado de fortuna» hispano de la primera mitad
del siglo xvii, tal como se define Diego Duque de Estrada frente al emperador
germánico60. Ya topamos con algunas explicaciones generales.
Sobre todo hay un punto que subsanar. Por una parte, se considera el siglo xvii
hispano como el triunfo de la cultura de la oralidad, con sus sermones, rezos y
otras comedias; recordemos que el capitán Contreras mencionó que asistió a
representaciones de obras de Lope de Vega, pero no que las leyera, aunque esta
afirmación pasó por su pluma. En la actualidad, la historiografía insiste preci-
samente sobre un estatus más afirmado de la escritura, aun dentro de las clases
populares del siglo xvii61. Otra vez la picaresca nos puede dar su testimonio:
Guzmán de Alfarache fue hijo de buena familia, pero fugado. Un día su amo,
un zapatero, descubrió que sabía escribir y le pidió que le enseñara, dando la
siguiente razón: «quería siquiera saber firmar por no decir que no sé cuándo se
ofrezca»62. El gusano de la vergüenza empieza a apoderarse de los analfabetos
en fechas muy tempranas.
Todo lo mencionado implica una pregunta: ¿este manojo de soldados-es-
critores pertenecía a ese horizonte social popular? Salvo excepción, tanto los
urbanos como los hijos de artesanos y los pequeños hidalgos, en su mayoría,
forman parte de la franja superior del pueblo. Pero, además, (algunos) han
recorrido el mundo; aún siendo criados se han codeado con lo más granado
de la sociedad, y, en algunos casos, pocos, han medrado; han podido entrevis-
tarse con el rey, han vivido de capital en capital, en Madrid, Roma, Nápoles,
inclusive Constantinopla, o aún más lejos, Goa, México. Tal vez pertenecían
socialmente a los grupos que apenas alcanzaban la medianía, pero habían
arrastrado la capa a través de mil circunstancias y, por ese motivo, desde el

60
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 371.
61
Amelang, 2003 y 2004; Castillo Gómez, 2003.
62
Alemán, Guzmán de Alfarache, lib. ii, cap. iv.
discurso y vida del capitán alonso de contreras 33

punto de vista cultural, tenían otro relieve. Lo mismo que el molinero del
Friul corresponde a una variante dentro de su cultura63, los soldados tenían
sus peculiaridades, tal como podemos percibirlo a través de nuestros autores
y de sus vidas. Violentos entre los violentos desde la infancia, hasta el plácido
Jerónimo de Pasamonte pasó su infancia dándose golpe tras golpe. Vivían,
pues, en y para la acción. ¿Qué hacer cuando la acción perdía algo de su inten-
sidad o lustre, cuando la edad y el cansancio obligaban a una pausa? Contreras
tenía cuarenta y ocho años en 1630, el capitán Domingo de Toral y Valdés ape-
nas treinta y siete, pero estaba ya inactivo, amargado y desgastado. ¿O cuando
la vida familiar pesaba más de lo debido? Pasamonte tiene una obsesión con
sus suegros. ¿O cuando la religión y el remordimiento se entrometían? Lo
más seguro con Diego Duque de Estrada, es muy probable que con Miguel de
Castro, algo de ello con Jerónimo de Pasamonte64. La escritura, más allá del
exorcismo en cuanto al destino colectivo ya mencionado, podía ser otra forma
de actuar y de superar la frustración de las experiencias personales pasadas,
¿aunque para siempre?
Los soldados de fortuna estaban en competencia con los procedentes de la
nobleza. Unos y otros se inscribían en una familia, pero a diferencia de los nobles,
nuestros héroes no eran producto de un linaje prestigioso que sobreviviera por
sí mismo. Los guerreros originarios de capas sociales con menos lustre —como
en el caso de Contreras— y que habían alcanzado plaza y renombre relativo
—eran pocos—, que habían acumulado méritos —por supuesto todos lo pre-
tendían—, no tenían otra forma de transmitir ese capital social más que a través
de las relaciones de méritos que mandaban de forma periódica al soberano, con
más o menos éxito, pues podían acabar en manos de oficiales desentendidos, y
después en anaqueles polvorientos, como ellos mismos sabían.
A menos que dejasen a la posteridad algún otro recordatorio más tangible;
incluso podía haber algún motivo altruista, como lo escribió Pasamonte en sus
dedicatorias: «se dé remedio a tantos daños como hay entre católicos, y sólo por
esto he escrito toda mi vida»; «porque en el tiempo que he estado entre turcos,
moros, judíos y griegos, he visto su total perdición por tratar con ángeles malos».
El mismo Pasamonte cuando compuso su obra tenía un hijo de apenas dos
años, pues otro ya había muerto65. La mayoría no tenían progenitura: su familia
era la extensa, pues eran cabos de linaje en alguna forma. No es de extrañar
que Contreras terminara la primera y esencial parte de su manuscrito evocando
la despedida cariñosa, apoyo y bendición que dio a uno de sus hermanos en
Palermo66. Con la misma naturalidad, cuando al cabo de unos diez años o más
retomó el manuscrito, era para seguir con los asuntos de su pariente. Aunque

63
Ginzburg, 1976, p. 10.
64
Es cierto que Miguel de Castro, nacido hacia  1590, escribió su vida en  1612, es decir, es
mucho más joven que los demás. Volveremos con más detalles sobre estos soldados y sus vidas
en el capítulo siguiente.
65
Pasamonte, Autobiografía, pp. 25, 27, 142.
66
Contreras, Discurso de mi vida, p. 251.
34 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

se podrá afirmar con razón, que salvo breves pasajes de real ternura, su familia
está ausente del discurso de su vida debido al pudor. Es decir, el Discurso de mi
vida tiene otra finalidad, pintar al guerrero más que al hombre entero.
Si olvidamos un tiempo las particularidades de cada uno de nuestros auto-
res, en términos generales, se adhieren a las palabras que Montaigne puso como
advertencia a sus Essais:
No me he propuesto otro fin que doméstico y privado: [lector] no he
tomado en cuenta tu utilidad ni mi gloria. Quiero que se me vea en mi
ser simple, natural y ordinario, sin presión ni artificio, porque soy yo
mismo que estoy pintando. Mis defectos se podrán leer en carne viva
[…]. Es así, lector, que soy yo mismo la materia de mi libro: no hay
motivo que desperdicies tu ocio en un sujeto tan frívolo y vano; adiós,
por lo tanto67.

En realidad, Pasamonte, Castro, Contreras, hasta Duque de Estrada, fueron


más coherentes que el gran pensador francés. No emprendieron la publicación
de sus libros; estos esperaron con paciencia el siglo xix, y hasta el xx, para ser
dados a la estampa.

67
«Je ne me suis proposé aucune fin, que domestique et privée: [lecteur] je n’y ai eu nulle consi-
dération de ton service, ni de ma gloire […]. Je veux qu’on m’y voie en ma façon simple, naturelle
et ordinaire, sans contention ni artifice, car c’est moi que je peins. Mes défauts s’y liront au vif […].
Ainsi, lecteur, je suis moi-même la matière de mon livre: ce n’est pas raison que tu emploies ton
loisir en un sujet si frivole et si vain; adieu donc», en Montaigne, Œuvres complètes, p. 9.
capítulo segundo

UN BOSQUE DE VIDAS

Común y general costumbre ha sido y es de los hombres,


cuando les pedís reciten y refieran lo que oyeron o vieron
o que os digan la verdad y sustancia de una cosa, enmascaralla y afeitalla,
que se desconoce como el rostro de la fea.
Alemán, El Guzmán de Alfarache, Lib. I, cap. I.

Entre tantas solicitudes y manifestaciones de sentimientos, hasta de vidas, inte-


riores o exteriores, en una monarquía que era un mosaico «compuesto» de amplitud
planetaria, no cabe duda que la necesidad de reordenar lo que corría el riesgo de
ser una miríada de espejos rotos preocupaba a los pensadores contemporáneos. Y
Baltasar Álamos de Barrientos, el más agudo de ellos, a principios del siglo xvii,
intentó fijar las reglas operativas y armónicas dentro de las cuales se movían los
individuos. En primer lugar, el problema era la sustancia política y colectiva de la
Monarquía, donde habría que encontrar la unión a partir de la diversidad. Dentro
de un juego igualitario, o por lo menos equitativo, con el tiempo los particularismos
darían paso a la solidaridad, hasta «formarse de muchos como un Reyno solo»1.
En segundo lugar, sostiene Barrientos que lo colectivo es transferible a lo
individual. «Para todo el gobierno de la vida humana he considerado cuatro
suertes»: una ligada a las naciones y provincias, anticipo de un psicoanálisis
de los pueblos; otra individual, en cuanto a «los humores particulares, de que
están compuestos sus cuerpos», a lo que hoy llamaríamos caracteres individua-
les; la tercera suerte corresponde a lo que Pierre Bourdieu, mucho más tarde
—aunque también Giovanni Levi—, llamarían las herencias familiares, «que
se heredan de los padres»; y, la cuarta procede de la sociología, es decir, «de los
estados y profesión dellos» y del contexto político general.
Pero este sutil armazón se complica de manera considerable cuando se debe
añadir la suerte, que
resulta de la fuerza de las ocasiones, y conveniencia dellas; aunque
parece que mudan los hombres, y hace que olviden y pierdan las inclina-
ciones naturales que digo, no es así en la verdad y en el efecto; sino que

1
Álamos de Barrientos, Aforismos al Tácito español, pp. 19-20.
36 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

las encubren, y asombran por la necesidad; y por esto no se pueden fiar


del todo, ni seguramente dellos; por el recelo de que volverán a su natural2.

Un fuerte pesimismo se expresaba en el umbral de la catástrofe política que


afectaría a todo un sistema imperial, pero también cierta concepción de la vida
que comparte Álamos de Barrientos con muchos de sus contemporáneos y, en
particular, con Francisco de Quevedo. Pero, sobre todo, hay un nítido conoci-
miento de la vivencia humana.
Diversidad dentro del mosaico hispano, destinos moldeados por sus suertes
—la Fortuna— o los marcos de contención, pero también por sus circunstancias
propias, en un juego de tensiones que transmite la escritura, a veces espontánea,
como en el caso de Alonso de Contreras o de Jerónimo de Pasamonte3, o traba-
jada hasta el artificio, como en las vidas de Duque de Estrada4, Diego Galán5, o
en menor grado, de Miguel de Castro6. Es la ocasión de hacer surgir, desde abajo,
voces múltiples aunque con el signo de la guerra, la captura, e incluso la esclavitud
o la escalada dentro del sistema de valimiento, «valer más». Son, además, manus-
critos que escaparon a sus autores y tuvieron su propio destino en los siglos xix
y  xx; por lo tanto, también habrá que integrarlos, entonces, en ese otro tejido
histórico, apoyándonos en el cuadro que veremos más adelante (cuadro 1).
En total, hemos juntado siete obras o vidas que corresponden a las circuns-
tancias deseadas, escritas por soldados de poca monta en la intersección de los
siglos xvi y xvii, que no fueron profesionales de la pluma y que, a través de la
narración de sus propias vivencias, dejaron escapar pedazos enteros de su yo, a
veces incluso el pedazo más íntimo. Como es lógico, se eliminan cronistas y otros
historiadores de la realidad militar, en Flandes, España o las Indias. Otros relatos
no entran en la muestra por pertenecer a fechas demasiado tempranas, como
El libro de la vida y costumbres de Alonso Enríquez de Guzmán, caballero noble
desbaratado7, primera obra del género, escrita hacia 1550. Es cierto que anticipa
por muchos de sus rasgos algunos de los escritos posteriores; y desde el título que
se refleja en los Comentarios del desengañado de sí mismo de Diego Duque de
Estrada, aunque cerca de un siglo separó las dos vidas, lo «desbaratado» del uno
tiene su correspondencia en lo «desengañado» del otro. Por esta y otras razo-
nes, se dejó a un lado La suma de las cosas que acontecieron a Diego García de
Paredes, quien murió en 1533, espejo de soldados, con su mención admirativa
en el Quijote, pero cuya vida es de autoría dudosa8. Otras vidas se eliminaron
por ser más relaciones de viajes que relatos de vidas, o porque sus autores, que a
un tiempo eran soldados y hasta capitanes, escribieron ya con el hisopo en una

2
Dedicatoria al duque de Lerma, en Álamos de Barrientos, Aforismos al Tácito español, pp. 19-20.
3
Pasamonte, Autobiografía.
4
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo.
5
Galán, Cautiverio y trabajos.
6
Castro, Vida de Miguel de Castro.
7
Gastañaga Ponce de León, 2012.
8
Sánchez Jiménez, Sánchez Jiménez, 2004.
un bosque de vidas 37

mano9, como El viaje del Mundo de Pedro Ordóñez de Cevallos, llamado el Clé-
rigo Agraciado, libro impreso en Madrid en 161410. De semejante tinta salió el
Caballero venturoso del clérigo don Juan Valladares de Valdelomar, redactado
antes de 1617 y que salió de la imprenta en 1902.
Esta nube compuesta de siete autores y sus obras tiene una real coherencia
y fuertes disparidades a la vez, a partir de un núcleo central común. Como en
todo corpus, lo repetitivo y lo particular se combinan y participan de una expli-
cación de conjunto. Pero este razonamiento, complejo como la agitada vida de
aquellos hombres, puede requerir cierta distancia, como una estrecha imbrica-
ción de similitudes que permite que resalten las ejemplaridades y los modelos.
En otras palabras, si queremos entender el ambiente hecho de libertad y de coer-
ción, de cinismo y de moral, y de exceso y mezquindad que recorre esos episodios
narrativos, hay que circular por páginas donde todo esto —porque se inicia o se
termina— se presenta bajo una luz que acentúa los contrastes en los textos de nues-
tros siete héroes. Los dos montantes, que enmarcan este fenómeno de las vidas
de soldados de los años 1600, y que permiten descifrarlas hasta cierto punto, sin
haberlas influido en lo más mínimo, son la Autobiografía11 de Benvenuto Cellini,
que abre la perspectiva, y La vida y hechos de Estebanillo González, que la cierra12.

I. — MONTANTES DESQUICIADOS QUE ENMARCAN ESTAS VIDAS:


BENVENUTO CELLINI Y ESTEBANILLO GONZÁLEZ

Benvenuto Cellini (1500-1571) escribió en los albores del manierismo, al


cual el gran artista aportó su genio y savia, y cuya luz deslumbradora bañaba
las posturas, los trajes y la teatralidad de la mayoría de estos soldados. Escri-
bió, tal vez así lo hizo también Contreras, para superar la frustración de haber
sido apartado por su señor, el duque Cosme de Florencia: «Entonces me puse a
escribir toda mi vida, y mis orígenes, y todas las cosas que había hecho en el mun-
do»13. Pronto el joven artista conoció la violencia de la calle, y tuvo que huir a
los dieciséis años, aunque nunca rompió con su familia. Pasó su existencia de
pendencia en pleito, de asesinato en desbordamiento sexual, de robo en fabri-
cación de moneda falsa y gozando de la vida, vengativo en un grado superlativo
y sin la menor huella de arrepentimiento. En este último punto, no supo imi-
tarlo el soldado Miguel de Castro, algo carcomido por el remordimiento, aún
muy joven, ya que entrará a los veintidós años en la congregación de Nuestra
Señora de la Asunción de la Compañía de Jesús14.

9
Reconocemos que es también el caso de Diego Duque de Estrada, pero sólo para la última
parte de su vida, lo demás se escribió cuando era laico.
10
Aunque el libro I corresponde a lo que fueron las autobiografías de soldados, véase Zugasti, 2005.
11
Por supuesto, el título es apócrifo: se trata de la vita de Benvenuto Cellini, en italiano.
12
La vida y hechos de Estebanillo González.
13
Citado por Manuel Ramírez en «Introducción», en Cellini, Autobiografía, p. 16.
14
Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 332.
38 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Cuadro 1. — Siete vidas de siete soldados del Siglo de Oro


Fechas Fechas de Lugar de Origen Fecha
Vida Grados y distinciones
de vida redacción nacimiento social (1.a ed.)
Diego Suárez De 1552 Entre 1622 «Asturias de Campesinos 1901 – 1577: soldado
a después y 1629 Oviedo» acomodados
de 1622
Jerónimo de De 1553 ca. Ibdes (Aragón) Familia de 1922 – ca. 1570: soldado
Pasamonte hasta 1593/1603- oficiales del – 1574-1592: cautivo
entre 1605 rey – ca. 1595: soldado (Nápoles)
1622 y
1626 (?)

Diego Galán De 1575 ca. 1600/ Consuegra Sin 1913 – 1589: soldado


a 1648 ca. 1648 (cerca de referencias – 1589-1598: cautivo
Toledo)

Alonso de De 1582 1630-1633- Madrid Popular, 1900 – 1603: alférez


Contreras a después ca. 1643 cristiano – 1616: capitán
de 1645 viejo – 1617: fray sirviente de armas de la
orden de San Juan de Malta
– 1630: caballero de la misma orden
– 1632: capitán de caballos corazas
Diego Duque De 1589 1613/1614 Toledo Noble 1860 – 1614: soldado en Nápoles
de Estrada a 1649 1630 – 1616: embajador de la armada en la
1630/1645 República de Albania
– 1618: cabo de compañía en Nápoles
– 1620: capitán
– 1627: gentilhombre del príncipe de
Transilvania
– 1631: castellano del castillo de
Fraumberg
– 1636: profesión en San Juan de Dios
– 1642: comisario de la orden en
Cerdeña
– 1645: vicario general de Germania

Miguel de ca. 1590 1612/1617 Fuente Entorno 1900 – 1604: soldado


Castro hasta Ampudia clerical – 1609: criado del conde de Benavente,
después (obispado de virrey
de 1617 Palencia) – 1612: congregante de Nuestra Señora
de la Asunción (jesuita), Malta

Domingo de De 1598 1635 Villaviciosa Hidalgo 1879 – ca. 1621: alférez


Toral a (Asturias) de pocos y – 1629: capitán, entretenido cerca del
y Valdés después recursos 1905 virrey de las Indias Orientales
de 1635
un bosque de vidas 39

Sucesión de lugares recorridos Circunstancias particulares


27 años en Orán, Sicilia y Nápoles – Su Vida encabeza su obra de cronista y biógrafo.
desde 1608. – Se casa en Orán a los 37 años.
– Logra publicar algunas de sus obras.
Lepanto (1571), Mesina, La Goleta – Huérfano a temprana edad.
(Túnez), Constantinopla, Alejandría, – Sus primeros trastornos mentales (alucinaciones) parecen ligados a esa
y Rodas, España, Nápoles, Calabria, situación.
España (?) – Pasa 18 años en cautiverio, los daños sobre su personalidad parecen
irreparables.
– Su vida es un monumento de autoconmiseración y paranoia, bañadas en
un caldo de sobreestimación.
– Cultiva el arte del parasitismo.
– Se casa en 1599 (Nápoles).
– Es uno de los candidatos a la autoría del Quijote apócrifo.
– Una de las obras más desaliñadas del conjunto.
Argel, Constantinopla, Grecia y Balcanes, – Después de 10 años de cautiverio logra escaparse, no es rescatado.
Sicilia y Nápoles, Valencia y Madrid – Honra y linaje dictan su proceder entre infieles (aparte del apoyo de su
ángel de la guarda).
– Escribió dos versiones distintas de su Vida, la segunda artificiosamente
muy rebuscada.
– Partes semejantes a un libro de viajes (descripción del Partenón).
Malta y Mediterráneo occidental, – Huérfano de padre.
Nápoles, Sicilia, Roma y Milán, Flandes – Vida de gran intensidad.
y Francia, Madrid, Sevilla y Gibraltar, – Espíritu alerta y crítico, sin moralismo. Inestable.
Caribe. – Ascensión social a la punta de la espada, con el viento en las velas.
Fuera de la Vida: Nueva España (1635- – El conde de Monterrey fue su patrono, ya de forma tardía.
ca. 1642)
Vida picaresca por Toledo, Madrid, – Huérfano fingido.
Sevilla y Gibraltar. – Su existencia novelesca en España no está documentada. Pudiera ser en
Orán, Ceuta, Italia: Génova, Roma y buena parte invento.
Nápoles, Tolón (1620), Génova, Nápoles – Apenas tiene 10 años y ya andaría apuñalando y matando por todo Toledo.
y Mesina (1621), Levante, Roma (1622), – 1607: mata a su novia y a su mejor amigo.
Milán, Nápoles y Sicilia, Transilvania, – Cautivo un breve tiempo (1610).
Viena, Silesia, Roma (1633), Cerdeña – Famosa descripción de su tortura (1611).
(1636), Nápoles y Cerdeña – Se define: «mi desatinado y soberbio natural». Es contra ello que luchará
buena parte de su vida.
– 1616: se casa en Nápoles.
– 1617: participa en varias refriegas contra Venecia.
– 1621: dice ser el origen de un tumulto en Mesina.
– 1624: imprime una obra en Nápoles.
– 1632: presente en la batalla de Lützen.
– 1635: entra en la orden de San Juan de Dios.
– Muere en Tarento (1649).
Nápoles, La Mahometa (1606), Nápoles, – Huérfano temprano de madre.
Malta, Sicilia, Madrid (1617) – Sus primeras «hazañas» amorosas y sanguinarias se remontan a 1604.
– Percepción aguda de su entorno más inmediato y cotidiano: desde el
traje al frío y los chinches.
– Su «desenfrenado apetito» lo ha agotado, aun siendo joven. De ello,
resulta una innegable sinceridad.
– Al servicio de pudientes saca una intangible sed de reconocimiento y
protección.
– Relato donde se percibe en lo concreto el carácter «conquistado» del
reino de Nápoles por los españoles.
Madrid, Flandes, Francia, Circunvalación – Huérfano de madre.
África, India, Mascate y Arabia Felix, – Pintura de gran realismo de la miseria del soldado, su desnudez, en la
Ormuz y Persia, Mombasa, Medio desorganización de conjunto.
Oriente y Mediterráneo – A veces dimensión de un relato de viajes.
– Se encuentra con un general digno de Maquiavelo.
– Los trabajos no han sido compensados con enriquecimiento.
– De ello resulta un tono amargo, pesimista.
– Texto breve, equilibrado.
40 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Cellini era tan soberbio, imprudente y pagado de sí mismo como cualquiera


de sus oscuros seguidores, en particular, Diego Duque de Estrada. Al entregar
al papa, quien había ordenado ahorcarlo en el pasado, una de sus obras de orfe-
brería, le dijo con desfachatez: «Vuestra Santidad hubiera tenido después no
poco remordimiento»15. El genio en este caso, los sacrificios consentidos en la
armada o el cautiverio, al tratarse de nuestros militares, merecen pleno recono-
cimiento. Ni la cárcel podía vencer a aquellos espíritus indómitos e incansables,
ya que si Cellini pasaba su tiempo en ellas escribiendo poesía, Duque de Estrada
componía comedias y enamoraba monjas en las mismas circunstancias. Por
supuesto, el uno y el otro lograron fugarse.
Cellini compartía otra característica con nuestros soldados y es probable que
con la inmensa mayoría de sus contemporáneos: quería afirmar su ser y los
logros alcanzados a través de diversas formas de ostentación, dentro de cierta
competencia, pues las joyas y otros lujos semejantes no tenían mayor atrac-
tivo para quien los hacía brotar de sus manos. Pero lo mismo que Leonardo da
Vinci, quiso disponer de su castillo en Francia donado por el rey Francisco I.
En definitiva, se trataba de captar la atención del patrono, fuente de honor y
reconocimiento: «Con tantos favores como me hacía el Rey, yo era admirado de
todos». «¿A quién dejé mi hacienda y mi castillo?», se lamentaba Cellini cuando
salió de Francia, sin «contener[se] de suspirar y llorar»16. El mismo sabor a hiel
debió llenar la boca al capitán Contreras, cuando en Roma, tras servir con
fidelidad a su señor, el conde de Monterrey, y de organizar con aparato la ins-
talación de grandes personajes en el palacio del embajador, tuvo que regresar al
anonimato de su alojamiento: «Y yo me volví a mi posada»17.
Pero algo separa siempre la obra de arte de sus reflejos. Una noche, el joven
Cellini, cuando tenía veintitrés años y al no poder disfrutar de una cortesana,
se «apoderó» de «su criadita de trece o catorce» años, y gozó «con mucha satis-
facción»18. No era algo escandaloso en aquella época, un personaje como Miguel
de Castro hubiese actuado con el mismo ímpetu sexual. Pero, al día siguiente,
Benvenuto cayó enfermo a causa de la peste. Una mente española, y la de Castro
en primer lugar, hubiese percibido en ello el castigo de Dios. Pero nada de esto pasó
por el espíritu del artista italiano. Había en los ojos de Cellini una luz extraña,
que Jerónimo de Pasamonte conocía bien, la de «los malos ángeles». Es para
luchar contra ellos para lo que este escribió su vida: «He venido en la cuenta
cómo la ruina de toda la cristiandad es por dar crédito a estos malos espíritus»19.
De cierta manera, a mediados del siglo xvii, al decaer la gran saga militar
hispánica, las lecciones que ofrecía el bufón Estebanillo González, «hombre de
buen humor», «flor de la jacarandaina», soldado cobarde, último pícaro nove-
lado y héroe de una autobiografía apócrifa sobre un sustrato histórico, abren

15
Cellini, Autobiografía, p. 100.
16
Ibid., p. 200 sqq., pp. 203, 241-242.
17
Contreras, Discurso de mi vida, p. 228.
18
Cellini, Autobiografía, p. 39.
19
Pasamonte, Autobiografía, p. 27.
un bosque de vidas 41

perspectivas inversas a las vidas de los militares aquí presentes. Autovaloración,


cultura de las apariencias, honra y reputación; las virtudes de la milicia se des-
moronan bajo la embestida de la parodia, bajo la afirmación de contravalores
como la gula, el servilismo y un egoísmo trivial; Estebanillo se autodenomi-
naba «oso colmenero». Estos vicios son otras varas para medir los sentimientos
encontrados que circulan por las vidas. La autoestima de la mayoría de nuestros
soldados corresponde a la autoirrisión de Estebanillo. Mientras acompañaba al
rey de Polonia en una de sus partidas de caza, reflexionaba: «Yo pienso que me
preservé en esta ocasión por ser bestia pequeña y andar el Rey a caza de gran-
des»20. La autoestima necesita que se juegue siempre con ella, con sutileza, para
que la tensión no sea insoportable y para darle un poco más de relieve. Es lo que
hizo repetidas veces Diego Duque de Estrada al recordar su pequeña estatura,
quizá la mayor herida a su ego. Es lo que deja percibir Alonso de Contreras
cuando evoca, como una de sus mayores vergüenzas, el haber echado a pique
su galeón en la bahía de Cádiz: «Y perdime a vista de toda la armada»; esa frase
no era necesaria en el discurso, salvo para dar a su lector la ocasión de sonreír a
costa del verdadero infortunio del capitán, la publicidad del hecho21. En el caso
de Estebanillo, la mofa sobre sí mismo es parte del procedimiento de la novela
picaresca; mas, para nuestros soldados, bien pertrechados con sus certezas y
autoaprecio, es tejer cierta complicidad con el lector eventual, anticiparse al
«pacto autobiográfico» de Philippe Lejeune, sin esperar a Rousseau22.
Si en el caso de Cellini los baches del camino estaban más bien en relieve,
como la oportunidad de mostrar con ventaja su postura heroica frente a la
adversidad, con Estebanillo se ofrecían a manera de hoyos. Por eso era enemigo
de todo accidente, pues siendo «archigallina de gallinas», «yo no busco en este
mundo pundonores, sino dineros en serena calma, sin sirtes ni bajíos»23. En las
vidas de los soldados todo afloraba, se mezclaban los altos y bajos, lo mismo
las «cosas que no son decentes a la reputación» (Castro), la pública deshonra,
«la negra honrilla» de Duque de Estrada, el resplandor del parecer, la fiereza de
una postura o el venerado y tiránico honor.
No debemos descuidar algunas enseñanzas del pícaro Estebanillo, el cual
se sirvió a sí mismo, además de servir a varios amos y, entre ellos, a los más
esclarecidos, como Fernando de Austria, el Cardenal-Infante y Octavio Picco-
lomini, duque de Amalfi. Compartió con Miguel de Castro el lema «más vale
pocos y buenos, pues cada uno de ellos me dio muchas doblas». En este marco,
la ley de la reciprocidad, archisagrada para algunos, don contra don, tiene poco
sustento: «Soy hombre que, por tomar, tomaré unciones, y por recibir recibiré
un agravio»24. Se puede llamar a esto desfachatez, ingratitud y parasitismo.

20
Cordero de Bobonis, 1965, vol. 15, p. 176.
21
Más adelante, en el cap. iii de este libro: «De Sevilla a Manila o cómo acabar con el galeón de
Manila», volveremos sobre este naufragio.
22
Lejeune, 1976.
23
La vida y hechos de Estebanillo González, t. II, pp. 196 y 198.
24
Cordero de Bobonis, 1965, vol. 15, p. 175.
42 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Es un arte que practicó con asiduidad y habilidad, dentro y fuera de la familia,


Jerónimo de Pasamonte, el más frágil de nuestros autores y, precisamente por
eso, el más solitario y egocéntrico de todos. En parte, ese comportamiento se
nutría de un fuerte resentimiento25. Se podía dar el caso en el que, en cierta
medida, la realidad superara a la picaresca, como cuando el soldado y criado
Miguel de Castro exigió más de sus señores que lo que les ofrecía a cambio,
aparte de sus robos y pendencias, de los cuales eran víctimas. En el momento
de abandonar el servicio del capitán Francisco de Cañas por el del virrey de
Nápoles conde de Benavente, casi le exigió a su señor
y vuesamerced, como a criado suyo, me ha de hacer merced de antes
ayudarme a ello y honrarme como a criado, supuesto que si dejo su casa
de vuesamerced, es para valer más26.

En definitiva, La vida y hechos de Estebanillo González tiene una inmensa


virtud, en medio de tantos vicios, pues esa media novela de un antihéroe
da su verdadera dimensión y sabor a los discursos, las grandes cuchilladas
y las hazañas, todo cocido en las autobiografías de los soldados. Estas vidas
flotan en realidades hechas de conveniencias, trivialidades y demás acomo-
dos, pero en un clima de sinceridad, no son las memorias autojustificadoras
de los pudientes. ¿Era el mismo afán de sinceridad que manifiesta Rousseau
en sus Confessions? Como veremos, eso es más hipotético. Algo que a veces
recuerda al discurso de Estebanillo, jocoso, refrescante, desmitificador. Así
lo celebra el socarrón:
Yo iba a esta guerra tan neutral que no me metía en dibujos ni trataba
de otra cosa sino de henchir mi barriga, siendo mi ballestera el fogón, mi
cuchara mi pica, y mi cañón de crujía mi reverenda olla 27.

Lo que nos recuerda que para el soldado el rancho no es cosa baladí; algunas
de las páginas de mayor interés de Miguel de Castro así lo testimonian.
Para que lo esencial no se escape de ellos, cerramos con llave los dos armarios
donde se hallan las pertenencias del irascible Cellini y del retorcido Estebani-
llo. Y nos acercamos a las siete vidas, presentes en otro mueble portentoso: el de
la Monarquía Hispánica durante cerca de un siglo.

II. — LAS VIDAS EN SUS DIFERENTES TIEMPOS

Si situamos estas relaciones en una gráfica, de acuerdo a fechas y espacios, el


resultado será una nube de puntos bastante apretada y coherente. Los extremos
cronológicos corresponden a los años de 1552 y 1553, con los nacimientos de

25
Hutchinson, 2009, p. 145.
26
Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 285.
27
La vida y hechos de Estebanillo González, t. I, pp. 70-71.
un bosque de vidas 43

Diego Suárez y Jerónimo de Pasamonte, y 1648 y 1649, con las muertes de Diego
Galán y Diego Duque de Estrada como vimos anteriormente en el cuadro  1
(véanse pp. 38, 39). Pero ganamos unas décadas si nos limitamos a su plena
actividad, entre Lepanto (1571) y los años centrales de la Guerra de los Treinta
Años. Duque de Estrada afirmó haber estado en la batalla de Lützen (1632) y
haber asistido a la muerte de Gustavo Adolfo, «llegando tan cerca del rey que
pudiera retratarlo»28. Además, son años en el corazón de la pequeña edad de
hielo29, es decir, fríos, húmedos, terribles para las poblaciones.
Si de clima se trata, hay numerosos indicios del enfriamiento climático en
los textos, y debemos recordar que estos milites se desenvolvieron en climas y
paisajes distintos de los nuestros, más fríos, húmedos y verdes. Es el caso de
los Países Bajos, donde luchó el capitán Domingo de Toral y Valdés en 1620:
«Y los fríos y hielos fueron tan grandes que a muchos soldados cortaron los
brazos y piernas, de helados»30. Hasta Nápoles tuvo temperaturas gélidas en
la costa, en pleno verano de 1632: «Hacía tanto frío que era menester echar
dos mantas en la cama»31. Pero el testimonio más constante y demostrativo
es el de Miguel de Castro. Como soldado recorrió la campiña napolitana
entre  1605 y  1610, con días y noches lluviosos, goteras y camas mojadas,
malos caminos enlosados, «y siempre el cielo más oscuro, y el agua perseve-
rante». Y, con esto, la niebla:
A la hora que comenzó a anochecer, comenzó una agua muy menuda, la
cual perseverando, también el cielo se cubrió de nubes de suerte que parece
que es cosa increíble, que se topaban unos [soldados] con otros sin verse.

Describe, además, una isla del Mediterráneo occidental: «la campaña está
toda cubierta de espesa arboleda y bosques»32.
Si nos centramos sólo en los años de escritura de estas vidas, desplazamos un
poco el cursor hacia 1600-1640, en el punto de inflexión del milagro español,
cuando pierde parte de su irradiación sobre el universo; pero también en el
meollo del Siglo de Oro, cuando precisamente el oro adopta tonos envejecidos y
rojizos, como una forma de culminación. En resumen, aún se vivía en tiempos
de esplendor; se escribía en la puesta del sol.
Esto podría explicar otras coincidencias de fechas. Durante siglos, todos estos
manuscritos descansaron olvidados en los anaqueles de varias bibliotecas. Salvo
el de Duque de Estrada, con mayor presencia literaria y editado en 1860, y el de
Domingo de Toral, entre los más breves, en 187933, los demás fueron conocidos
por el público entre 1900 y 1922 y los editores, además tuvieron que pedir discul-
pas por publicar obras tan desaliñadas. ¿Esperaba la generación del 98, después

28
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 417.
29
Véase Parker, 2013.
30
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 501.
31
Contreras, Discurso de mi vida, p. 254.
32
Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 70, 237 y 245.
33
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, pp. 495-547.
44 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

de la tremenda sacudida, algunas lecciones o esperanzas procedentes de aquella


lejana decadencia de los años de la década de 1640? Si seguimos las diver-
sas reediciones en el marco español, estas se multiplican hacia 1940-1950,
tiempos del franquismo y de exaltación de las virtudes de la estirpe, para lo
que fue determinante, en muchos aspectos, la edición conjunta de cuatro de
esas autobiografías en 1956 llevada a cabo por José María de Cossío34 . No
estamos seguros de que unos y otros encontraran todo lo que buscaban.
Hoy hacemos lecturas menos orientadas desde el punto de vista ideológico,
pero también con un hilo negro: ¿Qué enseñanzas podríamos obtener sobre
la Monarquía Hispánica a partir de esos relatos, si sabemos que proceden
del instrumento más directo de su «imperialismo», su propio hierro? Y con
esto se plantea una primera interrogante: ¿Qué significaba, entonces, ser
soldado del Rey Católico?

III. — «A LA GUERRA ME LLEVA MI NECESIDAD»

Miguel de Cervantes, el más célebre de estos militares-escritores, no está


presente en el elenco porque no escribió su vida. En realidad, esta se difunde
a través de toda su obra. Las páginas más explícitas son las que dedicó al
encuentro de don Quijote y el paje soldado35. Están entre aquellas hojas del
Quijote donde lo fantasioso y lo onírico —la ficción— desaparecen, y dejan
lugar a un realismo casi patético, lleno de presagios sombríos. Como por
inadvertencia, don Quijote se esfumó detrás de Cervantes, quien observó el
espejo de su juventud a través de la figura de «un mancebito» que «toparon
[…] caminando no con mucha prisa». «Llevaba la espada sobre el hombro,
y en ella puesto un bulto o envoltorio, al parecer de sus vestidos». «La edad
llegaría a diez y ocho o diez y nueve años; alegre de rostro, y al parecer, ágil de
su persona. Iba cantando seguidillas». La que se conserva ha inmortalizado el
episodio y le da todo su sentido.
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad.

Esto conmovió a don Quijote-Cervantes y el diálogo se estableció entre ellos


y el joven. Este dijo: «Más quiero tener por amo y por señor al rey, y servirle
en la guerra, que no a un pelón en la corte», donde había sido paje de varios
«catarriberas e gente advenediza». Don Quijote-Cervantes se enternecían cada
vez más y pasaron del «vuesa merced» al «señor galán», más tarde al «amigo»
y, al final, al «hijo».

34
Autobiografías de soldados.
35
Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, «Segunda parte», cap. xxiv.
un bosque de vidas 45

Sobre todo, ofrecieron al caminante toda una serie de meditaciones y conse-


jos, fruto de sus experiencias como soldados. Trataron en un primer momento
de animarlo y hacer que su paso lento fuera más decidido, menos resignado:
No hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que
servir a Dios, primeramente, y luego a su rey y señor natural, especial-
mente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más
riquezas, a lo menos más honra que por las letras.

Pero con los recuerdos subió también la amargura del manco de Lepanto, y
Cervantes únicamente podía ofrecer perspectivas desesperadas al joven paje:
Que puesto caso que os maten en la primera facción y refriega, o ya
de un tiro de artillería, o volando de una mina, ¿qué importa? Todo es
morir, y acabose la obra. Y que si la vejez os coge en este honroso ejer-
cicio, aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os
podrá coger sin honra, y tal, que no os la podrá menos cavar la pobreza.

Compadecido, don Quijote le ofreció subir a ancas de Rocinante y le invitó


a cenar. Digno, duro ya como el destino que sabe ser el suyo, el joven Cervan-
tes-paje rehusó lo primero y aceptó cortés lo segundo36.
Gracias a la magia del genio y la ficción, se nos ofrece aquí el diálogo que
se encuentra en filigrana en todas estas vidas, entre el mancebito de cuerpo
ágil, en disposición de asentar plaza al llegar a cualquier embarcadero, sea
Barcelona, Málaga o Cartagena, y «el soldado viejo y estropeado» que escri-
bía el relato mientras recorría su memoria. Entre los dos hay algunas décadas,
muchas más aventuras, y «un sí sé qué de esplendor» como escribe Cervantes.
Muchos trabajos; toda una vida al servicio del Imperio.

IV. — SER SOLDADO DEL REY

Sobre la experiencia de la milicia en el Siglo de Oro hay mucha literatura his-


tórica, aunque no por ello nos podemos excusar de no profundizar en términos
generales y hasta estadísticos37. ¿Qué mensajes podrían dar nuestros siete autores
al joven paje del Quijote? Todos podrían alardear de sus duelos, de sus batallas
y del botín granjeado y ganado con la espada, perdido con los dados. Alonso de
Contreras sería aquí el mejor mentor. Pero son breves llamaradas. Si queremos
estadísticas, nos las da el capitán Domingo de Toral: de los 7 000 soldados que
murieron en uno de los sitios de las guerras de Flandes, apenas 60 perecieron
frente al enemigo. Domingo tenía diecisiete años, la edad límite, cuando asentó
plaza. No había recursos y nos relata con eufemismos que, durante dos meses,

36
Sobre dicho episodio, véase Fernández, 1999.
37
Remitimos, en particular, a la excelente y cómoda síntesis de Thompson, 2003, pp. 17-38.
Más cercano a nuestras preocupaciones, aparte de las diversas introducciones a las ediciones de
estas vidas, véase, Levisi, 1984; hay un resumen de su libro, en Levisi, 1988.
46 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

iban «sin socorro ninguno, buscando la vida con los modos a que da licencia
la soldadesca cuando no hay superior que la estorbe». Los grabados de Jacques
Callot son más explícitos (fig. 3). Los concentran en Lisboa y los embarcan en
noviembre de  1615 para Dunkerque: «Los navíos pequeños, la gente desnuda,
amontonada una sobre otra, por estar de esta manera siete semanas y partir para
Flandes sin dar socorro ninguno». De 3 000 sólo llegaron al destino final 2 300.
Iban «tan desnudos que los más bien vestidos iban sin zapatos, ni medias, ni
sombrero, y lo común era desnudos»38.

Fig. 3. — Jacques Callot, Les Grandes Misères de la guerre, «La maraude»,


grabado n.o 4, 1633.

La vida en presidio era mucho más reglada, según nos cuenta Diego Suárez,
sin contar los cuatro primeros años que pasó en unas condiciones muy difíci-
les en la fábrica de las fortificaciones de Orán. El resto de sus veintisiete años
transcurrieron
sirviendo solamente en las guardas que me tocavan y me cabían de
noche en las murallas, y lo mismo salía a las jornadas de presas y cabal-
gadas cuando quería salir.

Con esto disponía de mucho ocio, lo que le permitió escribir cinco o seis
libros39. Sin olvidar que, hacia 1637, salió a la luz una de las obras maestras de la
humanidad, producto también del ocio de la vida militar40.

38
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, pp. 498-499, 501.
39
Morel-Fatio, Discurso verdadero, pp. 152, 154.
40
Así refiere Descartes el origen del Discours de la méthode (1637): «J'étais alors en Alle-
magne, où l'occasion des guerres qui n'y sont pas encore finies m'avait appelé; et comme je
retournais du couronnement de l'empereur vers l'armée, le commencement de l'hiver m'arrêta
en un quartier où, ne trouvant aucune conversation qui me divertît, et n'ayant d'ailleurs, par
bonheur, aucuns soins ni passions qui me troublassent, je demeurais tout le jour enfermé seul
dans un poêle, où j'avais tout loisir de m'entretenir de mes pensées », en Descartes, Discours de
la méthode, «Deuxième partie ».
un bosque de vidas 47

Si deseamos informarnos sobre la vida cotidiana del soldado, en particular


sobre sus desplazamientos, la mejor fuente es el joven soldado Miguel de Castro,
atento a todo lo que le rodeaba y que, por lo tanto, podía influir sobre su bienestar.
Sin que sea conveniente catalogarlo como un monstruo de egoísmo, en atención a
los pormenores, fue capaz de prestar más atención a las atrocidades y otras inhu-
manidades que seguían a las batallas que a los hechos heroicos41. Con realismo
y sensibilidad, describió la coerción y la violencia que los soldados ejercían sobre
las poblaciones en sus desplazamientos. Como es natural, se encuentra bajo su
pluma el cliché de la literatura clásica, según la cual los soldados «son peores que
langostas» «y son de tal suerte perjudiciales que en Sodoma, o en tierra donde no
hay ley, razón ni justicia, no sé qué se podía hacer». Y, según dice, en Nápoles, los
tercios italianos eran aún peores que los españoles. A la acostumbrada brutalidad
del militar se añade la corrupción y la injusticia de la sociedad pueblerina, en la
que los ricos distribuían las cartelas, es decir, repartían los alojamientos de los
soldados; por tanto, se eximían y todo el peso recaía sobre los pobres42. Estamos
hablando de 1604 con Castro; hacia 1632, Alonso de Contreras intentó luchar
sin éxito contra ese abuso que se perpetuaba con el apoyo del fuero eclesiástico43.
El propio virrey de Nápoles, consciente de esos excesos, tomó medidas, pro-
hibió toda exacción y determinó que todo,
lo comprasen con sus dineros [los soldados] de las boticas o magacenes,
conforme los de la tierra lo compraran, para lo cual se les socorrería con
dos carlines gratis por orden de su Excelencia.

Por supuesto, añadió Miguel de Castro, fuera de la ciudad de Nápoles «es


una cosa muy incompatible» por falta de disponibilidades, en particular,
en casas y camas. Aunque se hubieran logrado ciertos privilegios, nuestro
soldado atravesaba momentos difíciles; por ello, escribe que una noche,
a mí me dieron una casa muy bellaca […]; a la media noche comenzó a
llover, y la casa era de tejavana, y toda la cama se nos mojaba, y nosotros
también, y queriendo mudar la cama a otro cabo, vimos que el donde
menos llovía era el donde estaba.

Pusieron dos colchones sobre ellos, «el agua todavía continuaba a caer del
cielo muy menuda, y pasó los dos colchones también». No les queda más que
vestirse y salir en busca de algún otro refugio44.
En ocasiones, atraviesan las páginas de nuestros soldados algunos detalles
antropológicos, los mismos que interesaron a John Keegan, el antropólogo de
las batallas. Después de asistir en Lützen a la muerte de Gustavo Adolfo, Diego
Duque de Estrada se perdió en la batalla:

41
En particular las masacres de mujeres y niños, en Castro, Vida de Miguel de Castro,
pp. 79-80.
42
Ibid., pp. 46-47.
43
Contreras, Discurso de mi vida, p. 233.
44
Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 230-231 y 233-234.
48 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

El humo perturbaba la vista y aun cegaba los ojos, estorbando el


conocimiento el furor de la artillería y mosquetería, que deslumbraba
cuando el polvo los cerraba, ahogando las gargantas, cayendo sobre el
trabajoso sudor […]; la sed insufrible45.

¿Qué podía ocurrir una vez la batalla terminada, el botín asegurado, la ten-
sión ya relajada? Debían ser momentos de tristeza, en los que se pensaba en los
camaradas muertos, pero Alonso de Contreras nos da otra versión, jocosa, hasta
liberada de uno u otro tabú. Narra cómo, tras un duro combate con un gran navío
turco, los soldados comentan dos milagros ocurridos: un hueso de la cabeza des-
trozada de un artillero dio en la nariz torcida de un marinero y esta quedó recta;
«las dos nalgas» de un soldado lleno de dolores fueron raspadas por un proyectil,
y los dolores desaparecieron, «y decía que no había visto mejores sudores que el
aire de una bala»46. Podemos imaginar, en medio de tanta trivialidad, las carcaja-
das y las palmadas en las espaldas de los sobrevivientes, por fin liberados de sus
angustias. Debemos también volvernos hacia el capitán Contreras e imaginarlo
mientras escribía en su posada romana: aquellos recuerdos surgieron de manera
imprevisible y se apoderaron de él; quedó un momento suspenso y la sonrisa que
nunca vimos en «la cara alegre» del mancebito de Cervantes pasó, fugaz, por los
labios del viejo soldado curtido que era don Alonso.
Más que la gloria, el miedo es fiel camarada del soldado, aunque pocas veces
esté presente a través de estos retratos en pie de nuestros soldados con capa,
espada y sombrero. Sólo aparece una vez como protagonista, a través de los relatos
que han dejado Contreras y Castro de la lamentable derrota hispana de La Maho-
meta. Los españoles, sorprendidos en medio del saqueo, perdieron todo orden y
compostura, huyeron hacia el mar, y se ahogaron o fueron descuartizados por los
moros; incluso, algunos oficiales cometieron actos de verdadera cobardía. Aunque
el estilo sea bastante farragoso, sigamos a Miguel de Castro:
Hubo muchos que sin temor de honra cuanto con temor de la honrosa
muerte, procuraban en la vida afrentosa muerte, y se metían en el agua
a nado, pensando escaparse; pero la gente de a caballo [mora] entraba
hasta donde, alcanzándoles, se saciaba la airosa sed de su sangre47.

V. — LA NEGRA HONRA

¿Dónde estaba la honra del soldado en todo esto? Poco después de que Castro
escribiera su vida, don Quijote daba un precepto al paje soldado: «Más bien
parece el soldado muerto en la batalla, que vivo y salvo en la huida». Con anti-
cipo le había contestado el mancebito con su seguidilla: quien le guiaba era la

45
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 418.
46
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 87-88.
47
Castro, Vida de Miguel de Castro, p.  107. Véase también Contreras, Discurso de mi
vida, p. 153.
un bosque de vidas 49

necesidad, no el honor. Y, de hecho, los soldados en sus vidas, poco hablan de


este. Lo vivían detrás de su rodela, a veces en alguna acción individual en el frente
de las tropas, como en tiempos medievales: Domingo de Toral relata la hazaña
de un sargento en Flandes, el cual mató, uno tras otro, a tres enemigos antes de
ser herido de un mosquetazo48. Pero lo más común era salvar la honra en alguna
refriega callejera y contra algún camarada de ayer. La honra en la que más se
pensaba era la del linaje. Fue ella, en particular, la que impidió que tanto Diego
Galán como Jerónimo de Pasamonte cruzaran la frontera religiosa y renegaran
siendo cautivos. Galán imagina lo que ocurriría:
La deshonra que a mis padres se seguía, que no hay cosa secreta,
porque apenas había llegado a mi lugar [de regreso] cuando hubo quien
me había conocido en Argel y Constantinopla49.

Pasamonte es menos explícito, pero encontramos la misma preocupación.


Aunque este autor, atenazado por sentimientos encontrados, en particular sus
frustraciones, invierte los términos: «Moría de rabia viendo que en todo mi
linaje […] no había quien tan honrosos trabajos hubiese padecido en servicio
de su Dios y rey como yo»50.
Como siempre, Duque de Estrada nos presenta las circunstancias con algo
de originalidad. Al mismo tiempo que se quejaba con amargura de la dictadura de
la «negra honrilla», era quien más dependía de ella; era como parte de su pare-
cer, lo mismo que su plumaje o su «hermoso y bizarro caballo blanco». Y si se
vanagloriaba de sus antepasados, al remontarse a los emperadores romanos,
se olvidaba casi por completo de sus descendientes, si no era para mandar a su
hija un retrato suyo donde aparecía con «vestido raso carmesí forrado en rica
tela de oro fino»51. Fue la culminación de su vida, la exaltación de su ego, pero
¿era el tema decisivo de su honor52?
Se podría pensar que el honor, al ser un concepto tan central en las socieda-
des tradicionales occidentales, y en las más mediterráneas desde el Medievo
hasta el siglo  xix, es como una columna inquebrantable, sin fallas, que
expande a su alrededor una luz meridiana que alumbra todo el edificio social.
En realidad percibimos que, como todo fenómeno histórico, se altera con el
tiempo y los contextos. Es así como la lengua española, a diferencia de sus
vecinas, la inglesa o la francesa, usa dos términos, cuando las otras solo dis-
ponen del vocablo honor (en inglés), o honneur (en francés). Pocas veces las
lenguas se autorizan de dos sinónimos perfectos. Y, sin embargo, eso nos dice
Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana (1611): «Honor
vale lo mismo que honra». Veremos, en su momento, si esto es cierto para

48
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 504.
49
Galán, Cautiverio y trabajos, p. 15.
50
Pasamonte, Autobiografía, p. 105.
51
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 231 y 436.
52
Sobre la importancia social del vestido como marcador en ese grupo peculiar, véase Juárez
Almendros, 2006, su último capítulo está dedicado a Diego Duque de Estrada.
50 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

nuestros autores. Hoy en día —y esto les ha permitido sobrevivir de forma con-
junta—, honor y honra se han apartado el uno de la otra, pero perviven dentro
del mismo círculo. Según la Real Academia Española (RAE), en 1992, el honor
«es la calidad moral que nos lleva al cumplimiento de nuestros deberes»; como tal
es una virtud, algo interno. La honra es «estima y respeto de la dignidad propia»
y «buena opinión y fama, adquirida por la virtud y el mérito». De hecho, resulta
ser una consecuencia del honor y se expresa exteriormente, como la reputación53.
Para profundizar —aunque sea de forma breve— en estas realidades,
sabiendo que se conectan con muchas otras convenciones —como los cali-
ficativos de deferencia y demás códigos sociales, con el vestido, con ciertas
conductas que se analizan en otras partes—, hemos escogido tres vidas. La
primera de ellas es la de Alonso de Contreras, y no sólo porque se trate de
nuestro Lazarillo privilegiado, sino porque son los suyos, la personalidad
y el discurso más transparentes —si se puede—, donde el honor constituye
el vector claramente asumido y sin desviación ni obsesión o preocupación.
Otra, la de Jerónimo de Pasamonte, personaje con una elevada problemá-
tica, desgarrado entre su paranoia, su autoestima y una serie de frustraciones:
aquí el honor sería un elemento esencial de autovaloración y legitimación.
Y, por último, la de Miguel de Castro, un joven español transferido a una
Italia que aparece como país conquistado, en busca de valores a los que asirse, al
ser soldado y criado, una posición de suma ambigüedad, justo en materia de
autonomía y, por lo tanto, de honor (cuadro 2).

Cuadro 2. — Honor y honra en tres Vidas

Alonso de Contreras Jerónimo de Pasamonte Miguel de Castro

Honor: 0 ocurrencias Honor (latín): 1 ocurrencia Honor: 0 ocurrencias


Deshonor: 1 ocurrencia

Honra: Honra: Honra:


sustantivos: 1 sustantivos: 18 sustantivos: 20
adjetivos: 6 adjetivos: 29 adjetivos: 6
verbos: 2 verbos: 0 verbos: 10

Fuente: Contreras, Discurso de mi vida; Pasamonte, Autobiografía;


Castro, Vida de Miguel de Castro.

Hay en las tres vidas una constante y es que prácticamente el uso del vocablo
«honor» está ausente. De no ser una ocurrencia en latín por parte de ese monje
fallido que fue Jerónimo de Pasamonte (Laus honor et gloria), y la presencia
de su antónimo «deshonor» en un «caso de faldas», en el cual se encuentra liado el
seductor Miguel de Castro. En el lenguaje común de nuestros autores y en la prác-
tica, se utilizaba casi en exclusiva «honra» y sus derivados, lo que dejaba el honor
para otros espacios como el teatro y demás entornos nobles, como en el drama

53
Sobre esto hay una amplia bibliografía, que no por fuerza se ha renovado con los tiempos.
Nos seguimos refiriendo a dos textos: Caro Baroja, 1968; Chauchadis, 1982.
un bosque de vidas 51

de Calderón de la Barca, en el que aun con el título de El médico de su honra, el


término «honor» tiene 60 coincidencias, mientras que «honra» nada más que 16.
Sobre todo el uso de la raíz «honra» es muy variada en los tres textos. Ape-
nas 9 coincidencias en Contreras, con un solo sustantivo, «la honra de España»;
2 veces aparece el verbo «honrar»; y, 6 el adjetivo «honrado». En el universo de
don Alonso, donde como era natural el honor estaba incorporado a su ser y su
comportamiento, la honra solo servía para dar más lustre a algunas categorías
o realidades, una bandera, un soldado, una cédula real, etcétera.
El texto de Pasamonte tiene una extensión comparable al de Contreras, pero
la raíz «honra», tanto en forma de sustantivo o englobada en términos como
«deshonra» u «honrado», aparece 47 veces. Esta era una realidad que preocu-
paba profundamente a Jerónimo. Y, de manera variada, se trataba, de la misma
manera, de «la gloria y la honra de mi Dios», «la honra de mi rey, mi nación»,
«ser español honrado», etc. El sustantivo, con 18 apariciones, es más recurrente
en proporción que en la vida de Contreras, pues el vocablo «honra» no es un
adorno retórico, sino que es consustancial al universo mental de Pasamonte,
que escribe con insistencia «yo vivo bien y soy conocido y sustento honra», o
bien, «el ser defensor de la honra de Dios y mía, y de mi mujer». Pero con mayor
reiteración maneja el adjetivo, no el verbo, y entonces tampoco se olvida: «ser
yo hombre honrado», «de pecho honrado», culminando con «ser yo hombre
honrado y de honra». Que este hombre, en buena medida pasivo, cimbrado por
dieciocho años de galeras turcas no utilice el verbo, no se proyecte en la acción
de honrar, no debe extrañar. Sus dieciocho años de cautiverio le dan suficientes
méritos para ser honrado, y el cansancio le agobia.
En extensión, el texto de Miguel de Castro duplica el de los otros dos y, sin
embargo, el vocablo «honra» aparece menos veces que en el de Pasamonte,
36 en total. Como sabemos, Castro era antes que todo un hombre práctico, por
lo que tendía a acompañar todo concepto de cuanto podía definirlo, apoyarlo o
debilitarlo. Era un suplemento, un accesorio más; «mirando más al interés que
a la honra»; con «cosas que no son decentes a la reputación, honra o provecho
de cada uno, ansi corporal como espiritual»; «honra y vida»; «honra divina»;
«honra temporal»; «con mi vida, honras y haciendas». Sobre todo es un criado
y, por lo tanto, espera que sus señores le honren y el verbo toma bajo su pluma
una importancia desconocida en los dos otros relatos: es buen amo el «que
honra mucho en todas partes a sus criados»; «honrarme como a criado»; «sabe
honrar y honra a sus criados todo lo posible». En total, tal como se observa en
el cuadro 2 (véase p. 50), son diez verbos en ese texto, cuando apenas se llega a
dos coincidencias juntando las otras dos vidas.
La lengua, en aquellos tiempos, era un ser noble, más allá de ser «compañera
del imperio». Sabía hacer que, aun siendo poco hábiles, las plumas encontraran
la forma de expresar con precisión, a partir de un vocabulario común, diferen-
cias sensibles entre los pensamientos y los comportamientos de estos soldados.
Por eso mismo, los términos en sus distintos entornos lexicales no son monoli-
tos, aun a partir de una raíz común; y, eso, hasta los vocablos más referenciales,
como el de «honor», casi olvidado por los soldados, pero exaltado por Calderón
52 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

de la Barca. Gracias a esto, podían caer en la trampa de la escritura hasta sus


preocupaciones u obsesiones más profundas. Contreras llevó una vida honrada
a la punta de su espada, sin mirar a los lados y mucho menos atrás; Pasamonte
cobijaba la honra en sus alucinaciones y sus frustraciones, mientras Castro la
contabilizaba por un lado, y la esperaba en el gesto, en la acción de sus señores.

VI. — LAS MADRIGUERAS DEL ESPACIO IMPERIAL

Estos relatos son también, cada uno a su manera, «compañeros» del Imperio
hispano que se había construido a lo largo del siglo xvi, y que en 1640, con la
ruptura de la Unión de las Dos Coronas, llegó a su punto parcial de quiebra.
El Imperio supuso, en primer lugar, una jurisdicción territorial, dentro de la
cual se expresaban «una naturaleza» y una soberanía directa; un espacio circun-
dante que cobijaba la sombra —y algo más— de esa potestad, se trataría de
las regiones de Italia o de territorios del círculo de los duques de Borgoña del
siglo xv, la cual se iba deslizando hasta formas de alianza y vasallaje (Floren-
cia, Génova). Pero también se relacionaba, y hasta se confortaba, con zonas
hostiles, otros «vecinos incómodos»; a veces cercanos o a veces más alejados,
como las Provincias Unidas, Francia, Venecia, el Imperio turco, para citar los
más presentes aquí54. Nuestros soldados y cautivos estuvieron circulando de
manera desigual, en unos y otros de esos diversos anillos espaciales, si nos
referimos de nuevo al cuadro 1 (pp. 38-39).
Si juntamos los siete se cubre aunque no a la perfección la red imperial
(mapa 1, p. 3); sobre todo aparece de forma tenue la vertiente portuguesa, con la
muy honrosa excepción del capitán Domingo de Toral y Valdés, que estuvo un
largo tiempo en Lisboa, llegó hasta Goa pasando por el cabo de Buena Espe-
ranza. Nadie visitó Filipinas, cabeza entonces del «tercer mundo» ibérico55,
aunque poco faltó para que el capitán Alonso de Contreras desembarcara
en sus playas56. Las Indias Occidentales eran más cercanas, pero ocupan
una presencia limitada, pues apenas Contreras puso un pie en las islas del
Caribe antes de 1635.
Aceptémoslo, las andanzas de nuestros héroes se localizaban, sobre todo,
en el Viejo Mundo, aunque a veces pensaran en el Nuevo. En  1623, Diego
Duque de Estrada, en grave peligro en Nápoles, tenía como proyecto pasarse
«para las Indias a probar fortuna»57. Poco antes, algunos lo hicieron sin
mucho éxito, como Mateo Alemán y, de manera novelesca, el Buscón Pablos:

54
Ruiz Ibáñez, 2013.
55
Véase Berthe, 1994. En realidad, el término es anterior, hacia 1606, Jaque de los Ríos de
Manzanedo, Viaje a las Indias Orientales, ya refiere que los gobernadores de Filipinas «han
gobernado aquel tercero y nuevo mundo», p. 64. Cita facilitada por Paulina Machuca.
56
Véase la Parte II de este libro a continuación: «Los socorros de Filipinas». En realidad poco
faltó, pero en teoría, porque los hechos fueron bastante más complejos y desconcertantes.
57
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 304.
un bosque de vidas 53

«y fueme peor», concluyó el pícaro. Lo mismo pudo haber dicho el capitán


Alonso de Contreras hacia  164258. Tratemos de completar la lección a otro
nivel: militarmente, pero también con otras perspectivas, en la primera mitad
del siglo xvii, y tal vez ni antes ni después, por largo tiempo, las Indias estu-
vieron en el centro de las preocupaciones, ni de los soldados giróvagos, ni en
definitiva de la Monarquía.
En el Viejo Mundo, los testimonios no se reparten con la misma intensidad.
Sólo Toral y Valdés y Contreras —los dos capitanes con cédula extendida por la
Corona— conocieron las trincheras y las murallas flamencas y, por un tiempo
reducido, de dos a tres años para Contreras, aunque un poco más para Toral y
Valdés, este fue el único verdadero combatiente en ese escenario, en el frío y el
fango; este participó en la batalla de la Esclusa (1621), entre diques y canales «se
hicieron unos lodazales, entre lodo y agua, que los hombres se metían hasta la
rodilla y las cabalgaduras no podían salir». De los 9 000 que entraron en línea,
«se apuraron en 2 000»59. Aunque los horizontes alemanes fueran el escenario
predilecto de la Guerra de los Treinta Años, poco protagonismo tuvieron aquí
los siete soldados. De no ser el avispado Estebanillo González, no tomado en
cuenta, sólo se percibió la diminuta estatura de Diego Duque de Estrada que exten-
dió su viaje hasta Viena, e incluso Transilvania, donde tuvo la ocasión de hacer
un encendido panegírico del rey de España60.
Estos retraimientos merecen algo de atención. Hay un desfase entre la rea-
lidad según la cual la Monarquía se jugaba buena parte de su destino imperial
en esos campos de la Europa del Norte, y el hecho de que poco los conocieron
estos autores militares. Para entender esta disconformidad, es preciso buscar
la respuesta en los soldados y los mensajes que nos transmiten. Resulta difícil
que se les pueda calificar de miembros de los tercios, salvo, en algún momento
de su vida, a los capitanes Toral y Valdés y Contreras. Algunos fueron cap-
turados jóvenes por los musulmanes (Galán y Pasamonte), otros estuvieron
todo el tiempo en la ociosidad de los presidios (Suárez), o empleados como
criados (Castro), o fuera de todo verdadero marco militar jerarquizado
(Duque de Estrada) y ninguno corresponde al tipo de hombre que confor-
maba los tercios viejos españoles, curtidos en la disciplina y entrenados en
Italia, y que se mandaban a Flandes o a los demás campos de batalla de la
Europa occidental. Y es que también hay que responsabilizar a la Monarquía
católica de este hecho, pues usaba de otros combatientes en esas tierras ricas
en potencial humano, aunque lejanas, ya que era muy costoso «poner una
pica en Flandes». De los 10 000 hombres que se juntaron en la Esclusa, los
españoles eran una minoría:
Todos soldados viejos, del tercio de don Íñigo de Borja; el de Ballon,
de milaneses; el de Mos. de la Fontana, de valones, dos regimientos de

58
Véanse los caps. v sobre Sinaloa, y vi sobre San Juan de Ulúa, en la Parte III de este libro.
59
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 501.
60
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 355.
54 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

alemanes, compañías de valones del país de Artois. Y seis compañías de


irlandeses61.
Las guerras en el norte de Europa, donde se estaba desarrollando la Revolu-
ción militar, eran guerras con amplios movimientos, sitios que duraban meses,
incluso años; batallas donde se enfrentaban grandes ejércitos. Eran contien-
das técnicas que requerían la pluma de expertos como Diego de Villalobos y
Benavides62, y no de militares más o menos trapaceros como algunos de los de
nuestro corpus. Sin olvidar que, si se buscaba algún público lector —que era en
sí la finalidad, aunque a veces se negara—, las inmensidades marítimas, la vida
de corsario o de cautivo y las «turquerías» ofrecían un mayor atractivo. Aunque
inédito hasta 1905, El viaje de Turquía da testimonio de este interés.
Al final, el balance contradictorio entre Flandes e Italia reflejado por nuestro
magro conjunto de vidas, corresponde a una realidad que advertía en 1601 el
Consejo de Estado sobre
la necesidad que hay de sacar los tercios de Sicilia y Nápoles, porque
el estar tan firme en aquellos Reinos es causa que no se tenga dellos el
servicio que V. Md puede y debe tener empleándoles en las ocasiones de
guerra, y que no se habitúen, y de que con la larga asistencia de aquellos
Reinos no se domestiquen y casen en ellos […]. Se saquen de ambos
Reinos para Milán o Flandes63.

Unas décadas después, las cosas seguían igual. En cuanto a casarse entre Palermo
y Nápoles, por lo menos tres lo hicieron: Contreras, Duque de Estrada y Pasamonte.
Podemos prolongar lo que escribieron José Martínez Millán y Manuel
Rivero Rodríguez, para quienes el Siglo de Oro español «no es concebible sin lo
italiano», y afirmar que los discursos de la vida de los soldados españoles están
entretejidos con la realidad italiana64. En efecto, todos nuestros autores tuvie-
ron su guarida en el Mediterráneo, de Malta a Gibraltar, con Palermo y sobre
todo Nápoles como anclajes principales; salvo Domingo de Toral y Valdés, que
no lo cruzó más que una vez, de regreso de India por tierra. El mar caprichoso
y sus peligros prestan fuerza y atractivo a sus textos:
Vino un viento tan violento, con una conjunción de luna y aire repen-
tino, con tanta tempestad de truenos y relámpagos, que parecía haber
llegado el juicio final, o que los cielos se habían abierto, pues vomitaban
tanta multitud de rayos65.

Para quien le sobra imaginación y cultura literaria, como Duque de Estrada,


la vista de la armada se convierte en obra maestra:

61
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, pp. 499-500.
62
Villalobos y Benavides, Comentarios de las cosas sucedidas.
63
Ribot García, 1995, p. 110.
64
Martínez Millán, Rivero Rodríguez (coords.), 2010, p. 10.
65
Galán, Cautiverio y trabajos, p. 373. Otra descripción en Duque de Estrada: «Rugía el viento
con furiosos bramidos», en Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 249.
un bosque de vidas 55

Parecía una estudiada y concertada máscara en algún baile de deli-


cioso sarao, porque al volver las popas llenas de estandartes, como los
árboles llenos de flámulas, como dicho es, daban sobre las hinchadas
velas una majestuosa vuelta, levantando sus remos las ricas espumas
del hinchado mar levantado en corcovas, que parecía querer expeler de
sí tanto imperioso bajel66.

Alonso de Contreras recorrió el Mediterráneo durante más de treinta años,


como soldado o capitán corsario, aunque de forma episódica. Era él quien mejor
conocía su geografía intrincada de costas e islas; hasta redactó un derrotero de
ese espacio, tal vez a solicitud del príncipe Filiberto, que era en ese momento
(1617), a la vez, su general y su carcelero: «Este derrotero anda de mano mía por
ahí, porque me lo pidió el Príncipe Filiberto para verle y se me quedó con él»67.
Es un texto de una extremada precisión donde es cuidadoso en recordar, por
ejemplo, la importancia de Tolón:
Buen puerto y grande, entre sus sierras altas está la boca del puerto.
La banda de levante tiene un castillo bueno, y a la de poniente tiene una
iglesia que se llama San Juan,

es un esbozo de esas vistas marinas tan necesarias a los marinos de entonces.


En la misma página, describe «una casa de pastores donde recogen ganado,
tiene puente levadizo la casa. Aquí hay agua de cisternas manantiales»68.
Bahías, fortalezas, puntos recalcables, agua, leña, protección contra los vien-
tos, y posibles fondeaderos para las galeras constituyen el leitmotiv de ese
escrito. Lo más notable, de lo que solo quedan ahora formas arruinadas, son las
defensas, torres, atalayas, castillos, fuerzas, fortines, reductos, presidios, con el
contrapunto de capillas, ermitas, oratorios, templos, iglesias, santuarios; todo
esto siempre en lo alto, para el mayor deleite del turista y excursionista de hoy.
Las costas mediterráneas de entonces se asemejaban a la epidermis de un erizo.
Entre mil, unas ultimas pinceladas:

Entre la isla de Andra69 y Cia70 está otra pequeña que la carta la pinta
açul, a manera de herradura, llamase Turro71; es despoblada, y a la banda
de jaloque72 tiene un puerto y buena agua73.

66
Ibid., p. 236.
67
Contreras, Discurso de mi vida, p. 80. Sobre el príncipe, véase Bunes Ibarra, 2009. Volve-
remos sobre este personaje en el cap. iv de este libro. Se trata de Contreras, Derrotero universal
del Mediterráneo.
68
Estamos al este de Marsella; ibid, p. 92.
69
Andros forma parte del archipiélago de las Cícladas.
70
Isla de Kea.
71
Isla de Gyaros.
72
Viento de sudeste.
73
Contreras, Derrotero universal del Mediterráneo, p. 137.
56 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

La cita tiene, además, el interés de revelarnos que Contreras apoya su memo-


ria sobre una documentación cartográfica, sobre todo para esa región alejada
del mar Egeo, ya que desde su juventud los mapas abrieron su curiosidad: «Tenía
afición a la navegación y siempre practicaba con los pilotos, viéndoles cartear»74.
Este primer escrito, en el que moviliza un extraordinario esfuerzo de memo-
ria, pinta un fresco de extremada precisión, de Cádiz a Constantinopla, donde
el vocabulario marítimo local se usa con gozo, a manos llenas, donde la reso-
nancia de accidentes y tragedias del pasado se ligan de manera profunda con
los recuerdos y los paisajes. Horizontes que los vientos recorren, de lebeche,
sudoeste, a tramontana, norte. Aquí, Contreras descubrió el placer de escribir,
hasta de exhibir su erudición, lo que casi nunca se atreverá a practicar en el
Discurso de mi vida, lo que se muestra en una descripción del sur de Nápoles
«es un monte muy alto que pareze a manera de isla, dize Virgilio que llegó allí
nadando Palimuro, piloto de Eneas»75. ¿Aprendió esto en las tabernas napoli-
tanas? Es la misma fruición que quiso volver a encontrar muchos años después,
en 1630, pero con una esgrima verbal más cerrada.
Contreras era capaz lo mismo de dibujar en una acuarela escrita los vestidos
alegres de las mujeres de la isla de Estampalia (Astipalea) en las Cícladas,
que los trajes exóticos de unos caballeros moros: «Les vi muy lindos tahalíes
bordados y muy lindos borceguíes y buenas aljubas y bonetes de Fez»76. No se
olvida de recordar, en medio de los enfrentamientos entre moros y cristianos,
las dos ermitas, católica y turca, que convivían en la isla de Lampedusa:
Es cosa cierta que esta limosna de comida la dejan los cristianos y
turcos porque cuando llegan allí, si se huye algún esclavo, tenga con qué
comer hasta que venga bajel de su nación y le lleve77.

Es probable que siglos de enfrentamientos en un espacio marítimo que es


indefinido, sin fronteras estables, hagan que se compartan los mismos hábitos,
sobre todo los peores. Uno de los episodios más cruentos del Discurso de mi
vida de Contreras se localiza en la costa entre Libia y Egipto. En ella, hay una
refriega, Alonso hace enterrar a sus muertos y, al día siguiente, los encuentra
desenterrados «sin narices y sin orejas y sacados los corazones». Encolerizado, y
para vengarse, hace lo mismo con los dos prisioneros moros que tiene78. Podría-
mos pensar que su reacción se debió, en parte, a la indignación y la sorpresa
frente a una barbarie que él, como cristiano, no practicaba. Pero no es cierto
que los españoles estuvieran exentos de tales actos, ya que en 1625, en Cádiz,
por lo menos un soldado de la expedición inglesa conoció la misma suerte79.

74
Id., Discurso de mi vida, p. 79.
75
Id., Derrotero universal del Mediterráneo, p. 112.
76
Id., Discurso de mi vida, pp. 110 y 212.
77
Ibid., p. 96.
78
Ibid., p. 120.
79
«At the place where these shallops were, we found one of our Soldiers dead with his eares and nose cut
off», en Glanville, The Voyage to Cadiz, p. 70. No olvidemos la práctica universal de usar las orejas
un bosque de vidas 57

El espacio mediterráneo era campo de batalla, terrestre o marítimo. Al lado


de la guerra entre estados, fuera política o religiosa, y lo mismo contra Venecia80
que contra el turco o el berberisco, se intensificó en el siglo xvii la piratería, de
todo origen. Aunque se tratara de piratas cristianos, Contreras no tenía piedad:
«Son gente que arman sin licencia, y todos de mala vida, y hurtan a moros y a
cristianos». De mayor relevancia son los combates contra enemigos conocidos,
como el que se relata a continuación contra un bajel turco,
abordándonos fue tan grande la escaramuza que se trabó que, aun-
que quisiéramos apartarnos, era imposible, porque había echado una
ancora grande, con una cadena, dentro del otro bajel, porque no nos
desasiéramos. Duró más de tres horas y al cabo de ellas se conoció la
victoria por nosotros81.

Es en esas situaciones en las que el narrador logra elevarse a cronista, y así


cuenta con dramatismo la derrota de La Mahometa y la muerte del adelantado
de Castilla, en 160682.
En esa batalla estuvieron presentes tanto galeras de Sicilia como de Malta. Y, en
efecto, esta última, bajo el dominio de la Orden militar de San Juan de Jerusalén,
fue un baluarte avanzado del catolicismo hacia el mundo musulmán, un apoyo
para la Monarquía Hispánica en el corazón del Mediterráneo y un amparo para los
cautivos y los forajidos; el propio Contreras, cuando huía de las horcas napolitanas,
encontró refugio en esta isla. Malta vivía —al igual que una gran parte del entorno
mediterráneo de aquel entonces— de la piratería, bajo el patrocinio del gran maes-
tre de la orden. Este tenía, además, sus émulos en los virreyes de Sicilia y Nápoles,
por mencionar sólo el bando cristiano; también estos utilizaron, casualmente, los
servicios y competencias que Contreras adquirió en Malta. Y no debemos olvidar-
nos de Venecia y Genova. Sobre todo Contreras recibió, por parte de la orden, toda
una serie de misiones de espionaje, lo que él llamaba «tomar lengua»:
Me ordenó el señor Gran Maestre Viñancur [Wignacourt] fuese a
Levante con una fragata a tomar lengua de los andamentos de la armada
turquesca, por la práctica que tenía de la tierra y lengua83.

Esta información, sobre los proyectos y movimientos de la flota turca, estuvo


después centralizada en Nápoles84. Al final, y aun siendo una teocracia, Malta

del otro muerto como trofeo: en noviembre de 1615, después de una refriega en la costa del Pacífico
novohispano, Sebastián Vizcaíno anuncia al virrey que le manda «las orejas de algunos holandeses
en cumplimiento de mi palabra. Algunos de mis soldados tienen otras» (AGI, Filipinas 37, N. 19).
80
Sobre las relaciones entre Venecia y la Monarquía católica, véase González Cuerva, 2010.
La vida mejor relacionada con esos conflictos es la de Duque de Estrada.
81
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 88 y 111.
82
Ibid., pp. 150-156; Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 105-109.
83
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 83, 92, 149.
84
Bunes Ibarra, 2010, p.  353. Sobre el conjunto de la inteligencia en la Monarquía, véase
González Cuerva, 2008, en especial, pp. 1453-1454.
58 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

ofrecía a sus guerreros todo el esparcimiento deseado y esta era una oportu-
nidad de gastar sin contar, en particular con cortesanas, «que las quiracas de
aquella tierra son tan hermosas y taimadas que son dueñas de cuanto tienen
los caballeros y soldados»85.
Si confiamos en Duque de Estrada, Castro e incluso Pasamonte, las prosti-
tutas de Nápoles y Sicilia no eran menos atractivas. Según el entendimiento
de Jerónimo, formaban como un enjambre alrededor del soldado, cuya
influencia era nociva, pues resultaba perjudicial en una compañía de solda-
dos «haber soldados emputados y que las putas no sean comunes de quien
les paga»86. Para Miguel de Castro, eran por el contrario la sal y la alegría de
Nápoles, «la ciudad la más feliz del mundo». En la fiesta de Nuestra Señora de la
Concepción, muy oportunamente sin duda, se veían «mil hermosas corte-
sanas españolas e italianas, que su donaire y brío remueve los sentimientos
más absortos y mortificados»87. Llama la atención que nuestros soldados en
esos reinos italianos se codearan de forma estable con mujeres españolas que
algunos habían traido, como Luisa de Sandoval, amante de Castro, la cual
era toledana y «mujer cortesana»88. Duque de Estrada abandonó a su esposa e
hijos por doña Francisca, una sevillana que vivía en Nápoles89. Los suegros
de Pasamonte, aunque se casó en Nápoles, eran españoles. Y, por último, en
otro nivel se encontraba la esposa de Contreras, oriunda de Madrid y viuda de
un oidor de Palermo. Ser paisanos podía constituir un buen gancho e iba más
allá de lo hispano, como le revela el último caso, pues Alonso y la señora eran
del mismo terruño:
Y envié un recado: que yo era de Madrid, que si a su merced la podía
servir en algo, que me lo mandase, que más obligaciones tenía yo, por ser
de su tierra, que no otros90.

Para ellos, Nápoles sobrepasaba a París y se igualaba sólo con Roma: «Es la
más populosa, rica, deliciosa, fecunda y noble de toda la Europa» y, en particu-
lar, «siendo su mayor delicia el paseo de Toledo»91. Sicilia y el reino de Nápoles
eran países conquistados, con tropas de ocupación de las que formaron parte
estos soldados, de diferentes maneras, salvo Diego Galán y Domingo de Toral y
Valdés. Como todo invasor, habían traído a sus mujeres, su toponimia, sus auto-
ridades, la etiqueta que las rodeaba, y hasta sus abusos y corrupción. Hacían las
peores fechorías, iban o no a la cárcel, pero acababan exentos de todo castigo.
Miguel de Castro, experto en picardías, pero criado dentro de los ámbitos del

85
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 90-92.
86
Pasamonte, Autobiografía, p. 125. Sobre las prostitutas en los castillos napolitanos, véase
Reyes García Hurtado, 2004.
87
Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 161 y 162.
88
Ibid., p. 159.
89
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 275-276.
90
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 157-158.
91
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 187 y 188.
un bosque de vidas 59

palacio virreinal de Nápoles, sabía esquivar las responsabilidades, aun cuando


era casi un adolescente. Y lo mismo se podría decir de Diego Duque de Estrada,
que trocaba su cadena de oro por su libertad92. Contreras se pasó la juventud,
en parte, destruyendo los bodegones y vinaterías de Palermo y Nápoles, y pro-
bando su espada contra las rondas italiana y española. Es posible que lo que se
pinta aquí sea una diminuta burbuja, perdida en la realidad cotidiana de las
posesiones españolas de Italia. Pero lo que se vivía y sentía también formaba
parte del tejido social y, por tanto, político y cultural de esos reinos93.
Como no había amalgama entre los tercios italianos y españoles, todo se
combinaba entre coterráneos, incluso los desafíos, los duelos y las pendencias.
Si en algo estaban presentes los italianos, intervenían el veneno y los esbirros,
o por lo menos así lo cuentan Duque de Estrada y Contreras. El primero, per-
seguido por el duque de Mantua, y el segundo víctima de las artimañas de dos
romanos que echó escaleras abajo en casa de dos españolas94.
La alta administración de los dos reinos era española en ese momento o,
al menos, eso se entresaca de la lectura de estas obras, empezando por los
virreyes que pertenecían a la más rancia nobleza castellana. Contreras estuvo
cerca del conde de Monterrey, Duque de Estrada se decía valido del duque de
Osuna95 y, sobre todo, el joven y atolondrado Miguel de Castro fue durante
algunos meses el criado del conde de Benavente. Los jueces de la Audiencia y
otros oficiales de la administración central eran letrados o militares españo-
les. A nivel provincial, el mando parecía estar más distribuido: en L’Aquila,
Alonso de Contreras «gobernador y capitán a guerra», se enfrentó con el que
llamaba «virrey de la provincia», en realidad su presidente, el conde de Cla-
ramonte, de vieja familia aragonesa pero instalada en Palermo desde hacía
varios siglos96. El caso del príncipe Filiberto de Saboya, el cual murió mientras
era virrey de Sicilia en 1624, protector en ese momento de Duque de Estrada,
amo del Estebanillo González de carne y hueso, y antes general del conjunto
de armadas donde se encontraba Contreras, era distinto, ya que este príncipe
italiano era el sobrino favorito de Felipe III97.

92
Ibid., pp. 305-306.
93
Con esto y lo que sigue, no pretendemos dialogar con la historiografía reciente sobre la Italia
española, en amplia medida autónoma, según se nos dice; para ello, véase Enciso Alonso-Mu-
ñumer, 2008, sobre todo pp. 468-482. Sólo nos apoyamos aquí en el testimonio, sin duda muy
parcial, de estos soldados españoles inmersos en el laberinto italiano y que los historiadores de
gran calado no parecen contradecir siempre: «El hecho de que, sobre todo desde el advenimiento
de los Austria en adelante, el comportamiento de las tropas y de los funcionarios españoles fuera,
no infrecuentemente, el que los ocupantes muestran en un país ocupado […] no es ni extraño ni
contradictorio», Galasso, 2000, p. 49.
94
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 192-193.
95
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 261.
96
Oller, Índice de las cosas más notables, pp.  190-191; Contreras, Discurso de mi vida,
pp. 234-237.
97
Ibid., pp. 198-199; Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 327; La
vida y hechos de Estebanillo González, t. I, pp. lxvi-lxxi.
60 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

La descripción de la etiqueta entre angevina y borgoñona y de la corte his-


pánica del conde de Benavente, virrey de Nápoles en 1610, merece detenerse98.
Sólo para vestirle, entre gentilhombres, pajes y ayudas de cámara, se necesi-
taban siete personas y algún que otro zapatero, además de un mozo de plata
o de retrete. En cuanto a la comida que se le servía, iba escoltada por ocho
alabarderos. En total eran 263 personas dedicadas nada más que al servicio del
príncipe, entre los que se incluían dos locos99, dos enanas, «criados de criados»
y dieciocho esclavos. Mantener la ficción de la presencia del monarca a través
de su sombra requería ese precio, visto desde el centro de la Monarquía. En
Nápoles y Palermo, algunos podían pensar que era la condición necesaria para
ser reinos autónomos, hasta con un semblante de política exterior propia, como
en tiempos del duque de Osuna y su enfrentamiento con la República de Vene-
cia. Fue un episodio oscuro, del que como siempre Diego Duque de Estrada dio
su versión, en la que enfatizó una vez más su protagonismo. La descripción que
hizo de los últimos momentos del gobierno del duque en Nápoles es dramática
y esclarecedora, pues muestra al virrey, en una ciudad alborotada, rodeado de
los escuadrones españoles y arrojando monedas a la plebe100.
Podemos sintetizar el sistema político de Palermo y Nápoles. Según Pier
Luigi Rovito, en el reino de Nápoles del seiscientos, los
magistrados y oficiales representaban aspectos de una misma realidad
social. Para todos el Estado era, fundamentalmente —en sustancia— un
ente económico del cual extraer beneficio101.

Si adoptamos la visión aún menos matizada que filtraban nuestros autores, era
una ocupación con un soberano extranjero y sin raíces, el virrey, que el reino no
había elegido, pero que mantenía en medio de un lujo propio de la realeza. En 1617,
Suárez de Figueroa describió así la potestas del de Nápoles: «No hace S. M. provi-
sión de más soberanía, puesto que puede el virrey valerse en cuanto pudiere del
poder absoluto»102. Este gobernante lo sabía y hacía todo lo posible para evitar los
abusos de sus coterráneos; por eso, Contreras, Castro y Duque de Estrada estu-
vieron a punto de perder la cabeza, o de ser guindados alto. Pero se salvaron y es
que a la lejana voluntad del príncipe la obstaculizaba todo un aparato adminis-
trativo siempre inclinado del lado del dominante, es decir, en favor del español.
Y si «dádivas ni ofrecimientos no aprovechaban, se acudí[a] con amenazas»103.
Seamos prudentes, porque si era real la ocupación extranjera, sería difícil afir-
mar que se desarrollaba en un contexto de plena conciencia nacional, como en el
siglo xix. Pero tampoco descartamos un sentimiento protonacional frustrado.

98
Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 289-303.
99
Es cierto que en 1626, Felipe IV tenía siete locos, en Martínez Millán, Hortal Muñoz,
2015, vol. 1, p. 453.
100
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 255-259.
101
García Marín, 1992, p. 249.
102
Rivero Rodríguez, 2008, p. 35.
103
Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 157.
un bosque de vidas 61

El peso de una ocupación militar no sólo se medía en efectivos, que no eran


excesivos: unos 8 000 soldados en Nápoles, y de 4 000 a 5 000 en Sicilia104. A
veces, eran aún menos: en la muestra general que se hizo en Nápoles en tiem-
pos del conde de Monterrey, estuvieron presentes 2 500 caballos, 2 700 infantes
españoles y 8  000  infantes italianos, y en su centro y en pleno esplendor, el
capitán de caballos corazas don Alonso de Contreras. De mayor peso era
todo lo que se extraía del reino, en particular, en hombres: en quince meses,
el mismo virrey mandó dos tercios italianos a Milán, con 3 700 hombres, más
6 000 infantes y 1 000 caballos a España, según las cuentas de Contreras105. Es
posible que las cifras sean algo fantasiosas, pero debieron circular, y esto les
da consistencia. Al final, lo que más dolía era la turbulencia, la desfachatez y
arrogancia de estos soldados españoles, que era para enfurecer bastante al más
pacífico de los italianos. Es cierto que hay que recordar que los años centrales
de esas vidas corresponden a la fuerte impronta de hispanización en Nápoles
por parte del virrey conde de Lemos (1610-1616), y a la no menos rigurosa del
duque de Osuna (1616-1620)106.
Se puede constatar que nuestros héroes, unos y otros, tomaron las armas
contra conjuras o revueltas italianas. El plácido Jerónimo de Pasamonte, en
su paso por Calabria, tuvo noticia de «que el astrólogo [sic] Campanela y su
compañero habían puesto en cabeza [de la gente] que habían de ser conquis-
tados de nuevo rey»107, y de vuelta su compañía se enmarañó a cuchilladas
con los campesinos que había maltratado de ida108. En el siglo xvii, Mesina
fue un polvorín, y sin esperar la gran revuelta de 1647, Miguel de Castro y
Diego Duque de Estrada conocieron uno que otro tumulto; y, como siempre,
Duque de Estrada pretendía ocupar un lugar esencial en ello109. Según don
Diego —y, cierta o no, la anécdota tiene su interés—, un grupo de españo-
les tuvo una refriega con ocho florentinos. El pueblo de Mesina reaccionó
a favor de los italianos y fue necesaria la intervención de la Iglesia para
aquietar los espíritus.
Más en general, los autores atestiguaron un fuerte sentimiento antiespañol
entre los italianos110. Esto era un secreto a voces, hasta en el teatro de Tirso de
Molina se recalcaba. Se decía que cierta casa napolitana no estaba cerrada a nadie:
Ni aun al español tampoco,
con ser tan aborrecido en Nápoles111.

104
Ribot García, 1995, p. 115.
105
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 241 y 244.
106
Véase García Marín, 1992, pp. 253-255.
107
Se trata por supuesto de Tommaso Campanella.
108
García Marín, 1992, pp. 128-129.
109
Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 333-334, el texto tiene por desgracia una laguna
aquí. Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 268-269.
110
Más ampliamente véase Musi, 2015.
111
Tirso de Molina, El condenado por desconfiado, jornada 1.a, esc. VII.
62 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

En Génova, Diego Duque de Estrada estuvo a punto de ser ahorcado por


«rompedor de los fueros» de la ciudad, «diciendo [los genoveses] era principio
de romper privilegios [de] los españoles, los cuales vendrían a echarles de su
casa»112. Diego Galán, de regreso del cautiverio desde Constantinopla, cruzó
por el Mediterráneo y se percató del común sentir de las poblaciones:
Y como yo era español, nadie se dolía de mí, antes se reían y me daban
brega y cordelejo, diciendo: ¿Qué es esto, señor español?; ¿es posible que se
humille su soberbia? ¡Oh, como nos holgaremos de ver a todos los españoles
en el estado que v. m. se halla, a ver si se postraba su valentía y arrogancia113!

Por lo demás, siempre había en los españoles, aun «con hábito de peregrino,
a lo francés» algo que los delataba, como cuando Contreras fue arrestado al
pasar por la ciudad francesa de Chalon-sur-Saône: «El bugre español, espión»
iba gritando la gente114. Y, de ser necesario, ellos mismos tomaban la delantera
y se descubrían, orgullosos de ser súbditos del mayor monarca del mundo,
como lo declaró en Transilvania Diego Duque de Estrada a un embajador
veneciano, al afirmar que «su gobierno [del rey de España], [es] piedad, celo,
fe y costumbres que son ejemplo del mundo, como en policía, consejo, valor
y armas»115. Eran términos que se bastaban a sí mismos y que tendían a pro-
vocar reacciones hostiles: la ocupación española ayudó a la gestación de una
conciencia italiana. Y no olvidemos que nuestras vidas de soldados bordean
la revuelta napolitana de 1647-1648.
Antes de ser soldados que machucaban las conciencias y los cuerpos italia-
nos, nuestros héroes fueron giróvagos, pícaros, fugitivos, y hasta pastores en
su leonera, España, de la cual huyeron a temprana edad, excepto Diego Suárez,
que tenía veinticinco años cuando sentó plaza en Orán. Miguel de Castro
parece ser el más joven, tenía alrededor de catorce o quince años cuando ya era
soldado en Italia y enamoraba a viudas; y, apenas más viejo debió de ser Alonso
de Contreras116. Salvo el aragonés Pasamonte, todos procedían de tierras de la
Corona de Castilla. No había andaluces ni extremeños: ¿significaba entonces
que estos miraban hacia otros destinos, como las Indias?
Casi todos ellos regresarían a su guarida tarde o temprano, aun desde muy
lejos, como Goa, en el caso de Domingo de Toral y Valdés. Diego Suárez volvió a
España después de veintisiete años de soldado presidiario en Orán, casado y con
familia, aunque, más tarde pasó a Italia. Pero el caso de Duque de Estrada, quien
además vivió un tiempo por Europa del Este, es distinto, dado que no volvió a
la Península y murió en Tarento. Temía que la justicia española no lo hubiera
olvidado. Hasta regresó el joven imprudente Miguel de Castro, ya que escribió
en el margen de su manuscrito que había estado en Madrid hacia 1617, cuando

112
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 264.
113
Galán, Cautiverio y trabajos, p. 366.
114
Contreras, Discurso de mi vida, p. 186. En francés bougre es equivalente a «diablo».
115
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 354.
116
Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 53.
un bosque de vidas 63

vio ahorcar a otro soldado que fue del tercio de Nápoles, quien también había
regresado, para su desdicha117. Algunos estaban cansados, hartos de aventuras
o amargados, volvieron para siempre, o a ello nos inclina la documentación
hallada. Amargura y desilusión de Toral y Valdés y saciedad de exotismo para
Galán, quien en Consuegra encontró de nuevo una casa familiar y a sus padres118.
Otros, al cabo de algunos años en la milicia, pidieron licencias y empezaron un
largo ir y venir, entre los lugares de destino militar y España. Es el caso notable
del capitán Contreras, el cual además era un ser inestable que cambiaba sin cesar
de centro de operaciones, entre Malta, Italia, Flandes, Andalucía y el Caribe,
siempre con la intermediación de la corte y la fatiga de sus superiores. ¿Por qué
ese necesario e inevitable regreso a la madriguera? Don Alonso es, de hecho, uno
de los más explícitos. Parece que regresó a España desde Malta hacia 1600, tras
pasar apenas tres o cuatro años en el Mediterráneo119. Según cuenta en su vida, la
nostalgia y el recuerdo materno lo invadieron. Es posible que también otras cir-
cunstancias personales tuvieran su importancia, como la traición de su quiraca o
concubina maltesa y la amenaza terrible que hacía pesar sobre su cabeza Solimán
de Catania. Pero en la llamada de España era primero la imantación de la gracia
del soberano, pues, en efecto, antes de ir a ver a su madre a Madrid, Alonso pasó
por Valladolid donde se encontraba entonces la corte y logró un venablo de
alférez con el cual se pudo presentar «muy galán» ante su progenitora120.
En España, los pasillos del Palacio Real eran los que, al final, mejor conocían
a estos soldados, con la capa sobre los hombros, y poco más, pero con ínfulas
de medrar. Formaban parte de la cohorte de solicitantes quienes, papeles y
sombrero en mano, importunaban a los oficiales, los cuales les daban largas, o
a veces, se mofaban de ellos e insultaban: «vuesamerced fue capitán de caballos
de tramoya», se le espeta a Contreras121. En medio de aquella improvisación, el
ambiente era de largas estancias en la capital: seis meses, ocho meses en el caso de
nuestro capitán, «con lo cual nos quedamos pobres pretendientes en la corte»122.
Las vidas relatan eventos anteriores a los años de 1630-1640, es decir, antes de
que la guerra se extendiera por la misma Península, cuando nuestros soldados
tenían poco quehacer. Se abanderaban en cualquier parte, hasta en Madrid con
Contreras; se embarcaban y desembarcaban en Barcelona, Málaga, y casual-
mente en Lisboa cuando Domingo de Toral y Valdés salió para Dunkerque o las
Indias Orientales. Los verdaderos focos de atención eran justo Lisboa, donde
Toral y Valdés estuvo dos años y medio esperando a un enemigo que no llegó123,

117
Ibid., pp. 44-45.
118
Galán, Cautiverio y trabajos, p. 447-448.
119
En su relación de méritos de 1645 menciona que llegó a España en 1600, y se le dio plaza de
alférez en 1603. Ha sido publicada por Ettinghausen, 1975, pp. 315-318. Es posible que la fecha
de 1600 sea un poco prematura.
120
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 131 y 133.
121
Ibid., p. 254.
122
Ibid., pp. 200 y 223. Hoy en día un emigrado regresaría a su pueblo en un coche flamante.
123
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 509.
64 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Cádiz y Gibraltar, donde se encontró en diversas ocasiones Contreras en los


años de 1616-1620, luchando más contra los escollos de la costa o la desorgani-
zación de la administración que contra el enemigo, que tampoco apareció124.

VII. — A CADA CUAL SU VIDA


DENTRO DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

Pero con todas esas idas y venidas a palacio, ¿qué fue lo que se logró? Pasa-
monte y Suárez no lograron más que unas descansadas plazas de simple soldado
en Nápoles, tras dieciocho años de cautiverio o veintisiete de purgatorio en Orán.
Eran sinecuras para soldados viejos, ya que resultaba difícil que estos pudie-
ran aspirar a más. Gracias a «cartas de favor» recibidas en Flandes, el hidalgo
Domingo de Toral fue nombrado alférez a los veintitrés años, y parece que fue
ascendido a capitán a los treinta y uno125. Pero ahí se quebró su ascenso, pues
tuvo desavenencias con el virrey de las Indias portuguesas. De regreso a España,
«presenté los papeles de mis servicios y agravios»; y, asimismo, se entrevistó con
el rey y Olivares. Pero, al cabo de un año, seguía esperando, y es probable que en
esto quedara su carrera, cuando tenía la edad de treinta y siete años126. Contre-
ras procedía de más abajo socialmente; sin embargo, tuvo más perseverancia, y
apostó a la vez por la Orden de San Juan de Jerusalén y por el rey. Se entrevistó
con Felipe III, con su hijo y sus validos. Alcanzó el grado de alférez joven, a
los veintiún años, y el de capitán a los treinta y cuatro. Ulteriormente, y fuera de
Madrid, la Orden de Malta y el conde de Monterrey, virrey de Nápoles, le ofrecen
más posibilidades de ascender. Espíritu inquieto, deseoso de progresar, todavía
quiere más, para él y sobre todo para sus hermanos. Al final, aspira a valer más
en las Indias, como descubriremos127.
Queda el caso de los dos soldados que se desenvolvieron casi únicamente
en Italia, sin pasar, por lo tanto, por las antesalas del palacio de Madrid:
Diego Duque de Estrada y Miguel de Castro. Como ya hemos indicado, no
eran soldados en un sentido estricto; estaban más bien mestizados de cortesa-
nos o criados, pues sus carreras se desenvolvieron en los pasillos de las cortes
virreinales. Para Duque de Estrada, sus cualidades pulidas hicieron lo que sus
arranques y desahogos deshicieron. A esto hay que añadir una fuerte dosis
de invención, difícil de medir en su caso: ¿qué tan cerca estuvo de los distin-
tos virreyes, del príncipe de Transilvania, y del emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico que le nombró gobernador del castillo de Fraumberg? Lo
único cierto es su último ascenso, documentado, dentro de la Orden de San
Juan de Dios, a vicario general de las provincias de Germania en 1645128. Eran

124
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 194-199 y 207-208.
125
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 510.
126
Ibid., p. 546.
127
Véase Parte III de este libro: «Una vida después del Discurso de mi vida».
128
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 506.
un bosque de vidas 65

tiempos en los que otro Duque de Estrada se encontraba gobernando una dió-
cesis indiana (Guadalajara, 1636-1641). Aun con antecedentes dudosos y con
una vida disipada se podía mantener cierto rango lejos del rey, bajo el amparo
siempre provisorio de los virreyes.
No tuvo la misma suerte Miguel de Castro, aunque este muchacho tenía
algo de encanto, además de juventud. También tenía buenos modales, su
familia no salía de la nada. En su entorno juvenil había un sinnúmero de tíos
eclesiásticos, hasta un obispo de Lugo y después de Segovia que, por desgra-
cia, no se hizo cargo lo suficiente de su sobrino129. Todo esto sirvió para que
penetrara muy rápido en el palacio virreinal de Nápoles, como criado del
capitán Francisco de Cañas, cercano al virrey, y, después, del propio virrey
conde de Benavente. Se trataba de servidumbre, pero como ya se ha mencio-
nado, el término tenía mucho más relieve que hoy; por ejemplo, el duque de Alba
podía definirse como criado del rey sin sonrojarse. El desenfreno de Miguel
acabó con esas promesas tempranas:
Desta suerte me perseguía la fortuna, aunque mejor podré decir
eran avisos y aldabadas y golpes que Nuestro Señor me hacía merced
de darme, desviando por diversos modos y por tantas maneras la
perdición de mi alma y mi inicua vida, a la cual estuve siempre tan
ciego y sordo130.

Eran tiempos y espacios donde el valer más por sí mismo era posible, si había
algún capital al inicio (educación en particular), pero, sobre todo, si había deter-
minación, lo que puede traducir el lenguaje de Duque de Estrada: «Quien busca
su fortuna ha de ir con pecho valeroso hasta el infierno a hallarla»131. Sin embargo,
había un conjunto de obstáculos infranqueables, sin ser la sangre el mayor de
ellos. Desde el siglo xvi, lo mencionaba Blaise de Montluc:
Vi a otros medrar, después de llevar la pica por seis francos la paga,
haciendo actos de tanta valentía, y con tal capacidad, que muy pocos los
igualan; y eran hijos de pobres labradores, y se han adelantado más que
muchos nobles, por su temeridad y su virtud132.

La falta de entendimiento con un virrey portugués de la India cimbró la carrera


del hidalgo Domingo de Toral y Valdés; la hostilidad del general don Juan Fajardo
estuvo a punto de acabar con la del impulsivo plebeyo Alonso de Contreras133. La
permanencia en algún presidio alejado podía terminar con toda perspectiva, como

129
Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 42.
130
Ibid., p. 259.
131
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 339.
132
«J’en ay veu d’autres parvenir, qui ont porté la picque a six francs de paye, faire des actes si
belliqueux, et se sont trouvés si capables, qu’il y en prou, qu’estoyent fils de pauvres laboureur,
qui se sont avancez plus avant que beaucoup de nobles, pour leur hardiesse et vertu» (Montluc,
Commentaires, fo 1v).
133
Véase el cap. iv: «Levarse con la armada».
66 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

lo vivió Diego Suárez en Orán, y como lo adivinaron los soldados que el capitán
Contreras dejó en Puerto Rico, «porque era quedar esclavos eternos»134. Diez años
de cautiverio, o más, podían tener resultados similares, aunque Jerónimo de Pasa-
monte alegara que «el haber derramado más sangre que algunos en servicio de mi
Dios como se ve por lo escrito atrás y haber predicado con su divino favor su santa
fe en tierras de enemigos de la fe» le da más méritos que a otros135.
Quedó el peso de una vida desordenada, que conforme vemos con Miguel
de Castro condujo al fracaso. En realidad, no estamos situados en los sistemas
de valores morales de la sociedad burguesa del siglo xix, o la «democrática»
de hoy, pues las bellas cautivas turcas se reservaban para el general de la
armada y sus acompañantes, sin la menor vacilación, y las peores atrocidades
se cometían en los combates y sobre todo después136. En el derroche, en el
exceso y hasta en el vestir, dice Diego Duque de Estrada, «parecíamos jaula
grande de papagayos»137. La vida con la daga y el broquel bajo la capa, y de
duelo en duelo, fomentó virtudes y vicios guerreros a la vez, proclamados y
castigados; esto era parte del código de honor que el derramamiento de sangre
aquí exaltaba. Lo que se castigaba en Castro era el descontrol que llevaba a
desconfiar de él, en un ámbito palaciego que requería de hombres cuerdos y
fieles y no de un saltarín de tejados. El joven, obsesivo, ya no podía cumplir
de forma correcta con sus tareas. Además, por todo esto se le juzgó en pri-
vado, pues en particular lo hizo el capitán Francisco de Cañas. Sin embargo,
no se le condenó de forma expresa; fue su decisión última la de mandarlo
todo por la borda.
Peor lo juzgaron sus editores o comentaristas del siglo  xx, precisamente
burgueses. En  1900, Antonio Paz y Meliá, primer editor de Miguel de Cas-
tro, adelantó «lo vulgar y trillado […]. Trivialidades son las reflexiones que le
arrancan los hechos, y en todo se descubre al hombre sensualmente vulgar y de
apagada imaginación»138. Este era el juicio que emitía un hombre con princi-
pios del siglo xix, sobre una época que no entendía. Más vale dejar al soldado
Miguel de Castro definir sus sentimientos y su sensualidad:
Levantándome adonde sea la caída más grave y dañosa, como el que
va a coger muy gozoso el nido de estimados pájaros, y después de haber
subido trabajosamente y rompiéndose las manos y pies y quebrán-
dose el cuerpo y puesto a mil riesgos peligrosos […] y al tiempo que
habiendo pasado tanto trabajo, gozoso alarga la mano para coger el
deseado y provechoso nido, se le resbala un pie, y tras aquel, no puede
afirmar el otro, y tras todos dos, el ya cansado cuerpo […] dando una
terrible caída en el suelo139.

134
Contreras, Discurso de mi vida, p. 205.
135
Pasamonte, Autobiografía, p. 155.
136
Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 79-80 y 87.
137
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 215.
138
Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 37.
139
Ibid., p. 113.
un bosque de vidas 67

En el primer nivel, hasta el lenguaje remite al universo de la sensualidad


(gozo, deseo, nido, cuerpo). Paz y Meliá tiene razón, si se quiere ser un mora-
lista riguroso: la metáfora que denuncia el deseo procede de la sabiduría
popular (vulgar). Pero esta la sublima el arte de Brueghel el Viejo, a través de
su cuadro El campesino y el ladrón de nidos; y, sobre todo, en el siglo  xviii,
François Boucher con su Dénicheur d’oiseaux y algún que otro seguidor de
Antoine Watteau, dándole toda su dimensión erótica. ¿Y por qué no incluir a
Castro? Entre ellos se materializan las contradicciones de nuestros soldados,
donde el joven jouisseur Miguel de Castro es uno de sus intérpretes y quien las
vivió con mayor intensidad que los demás, o así lo pensamos, ¿subjetivamente?
No olvidemos que a la luz de estas historias o vidas somos tanto lectores como
historiadores, amalgamados.
La metáfora tiene otro nivel, que es el de la comunidad. Desde hacía más
de un siglo, los españoles anteponían sus deseos a la realidad, e iban de
conquista en conquista, ya fuera terrenal o espiritual. Habían alcanzado
los límites del mundo; hasta querían trastocar la sacralidad más excelsa e
imponer al resto de la catolicidad el misterio de la inmaculada concepción.
Decían sus enemigos que, de ser provechoso, irían hasta la luna140. Como
el amoroso buscador de nidos, el Imperio se encontraba en una situación
inestable, a punto de deslizarse. Individuales o colectivos, sus destinos eran
compartidos. ¿Quién lo podía dudar? Al ser unos los instrumentos del otro
y al llevar los soldados en su carne las heridas de los combates donde también
la Monarquía se estaba desangrando.
Sin embargo, sería imposible que desde su posición estos soldados tuvieran
una clara percepción de esos tambaleos que compartían con la Monarquía His-
pánica y más aún de su declive, en esos momentos que anteceden a la crisis
de 1640141. Simplemente, algunas de sus emociones y trabajos lo reflejaban. A lo
mucho, tenían un fuerte orgullo, ya notado, de «ser españoles», que descansaba
sobre circunstancias y sentimientos difusos, ligados a la afirmación de todo
imperialismo, fuera territorial o cultural, y que se expresaba por manifestacio-
nes de dominio e impunidad, la ostentación de la honra sobre todo lo demás y
el parecer sobre el ser. Dicho esto, eran realidades que dominaban entonces la
mayoría del orbe occidental, con sus matices.
Aun cuando la mística monárquica existiera, y aunque la persona del rey
fuese venerada en espíritu —remitimos a Duque de Estrada y a la pluma de los
dramaturgos142—, su peso debía de ser ponderado. Contreras y Toral y Valdés,
en varias ocasiones, estuvieron en su presencia sin mayor trastorno; con su
impertinencia habitual, don Alonso se permitía ser indulgente con el joven
Felipe IV143. Y si retomamos a Diego Duque de Estrada, acabaría diciendo que la

140
Sobre ese tópico, véase Calvo, 2015.
141
Véase cap. i: «Discurso y vida del capitán Alonso de Contreras».
142
«Sois sol, y como me postro / a vuestros rayos, mi rostro / descubrió claro el efecto», hace
decir al villano García, en presencia del rey (Rojas Zorrilla, «Del Rey abajo, ninguno», p. 396).
143
Contreras, Discurso de mi vida, p. 216.
68 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

milicia le servía al soberano por interés: «Por la mala paga, tan mal pagada»144.
Si el rey estaba tan lejos, aunque fuera una fuente de honra, si la paga era tan
mala, ¿qué podía estructurar esos universos llenos de claroscuros?

VIII. — UNOS HUÉRFANOS EN BUSCA DE FAMILIA


O DE LAZOS DE CLIENTELA

Sin riesgo de equivocación, el linaje y la familia ocupaban un lugar notable,


aunque no justo como pudiéramos pensarlo: de niños, nuestros soldados se
enfrentaron a un hueco importante en su entorno familiar, y salvo Diego Suárez
y Diego Galán, los demás conocieron alguna forma de orfandad, como se recoge
en el cuadro de síntesis sobre las vidas. ¡Hasta Diego Duque de Estrada cons-
truyó toda la primera parte, novelada, de su vida sobre la supuesta muerte de
sus padres! En realidad, estos seguían vivos cuando se casó, mucho más tarde,
como descubrió Benedetto Croce145.
Dada la demografía del Antiguo Régimen, la orfandad no era nada
extraño, pero merece cierto cuidado y atención, sin que pretendamos caer
en un psicoanálisis fácil. No cabe duda de que la desaparición temprana
de la madre del niño Miguel de Castro puede tener alguna relación con el
amor obsesivo que dedicó a la cortesana Luisa de Sandoval, quien casi le
doblaba la edad cuando se conocieron146. Su padre murió cuando Miguel
ya estaba en Italia, pero siempre estuvo más ocupado en sus asuntos que en
la educación de su hijo. Nunca le dedicó atención cuando niño, y le dejaba
en manos de parientes, a menudo, también desentendidos. Cuando apenas
tenía catorce años, huyó y tomó plaza de soldado147. Castro debió conservar
una imagen bastante negativa de su padre. Todavía adolescente, se apo-
sentó en Nápoles como criado sucesivamente de dos capitanes de renombre:
Antonio de la Haya, quien murió al poco tiempo, y sobre todo don Francisco
de Cañas. Estos lo trataron con cariño: Cañas, por ejemplo, intentó ser su
mentor y sacarlo del mal camino, aunque a veces con violencia. Mas Castro
sintió tal respeto y admiración hacia él, que ambos sentimientos quedaron
plasmados en su escrito:
Todos en cualquier cosa deseaban serville y agradalle, y por su buena
condición, virtud y respecto todos los señores de España lo estiman en
mucho, y toman su parecer en cosas de gobierno, estado y cortesanos,
trajes, usos y ejercicios; muy cometido, gran cortesano […], muy dis-
creto y buen cristiano148.

144
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 250-251.
145
Croce, 1928, en particular, pp. 96-97.
146
Él debía de tener entre diecisiete y dieciocho años, ella cerca de treinta, en Castro, Vida de
Miguel de Castro, p. 160.
147
Ibid., pp. 41-42.
148
Ibid., p. 125.
un bosque de vidas 69

Este era el espejo del buen cortesano, y por qué no, del buen padre que no
tuvo, más que del militar. Castro le pagó con bribonerías y demás picardías:
¿Sería el trato habitual entre criado y amo? ¿Miguel pensaba vengarse de la
imagen paterna? Es por eso por lo que al final no logró hacerse con un buen
patrono, elemento indispensable en aquella sociedad.
Por otras razones, el capitán Domingo de Toral y Valdés tuvo una desventura
parecida. Fue huérfano de madre, y su padre se desentendió de él, poniéndolo
como paje en una familia de renombre, pues era la práctica habitual en las fami-
lias hidalgas. Fue bien atendido, pero dos cuchilladas dadas terminaron con la
perspectiva de formar parte de la clientela cercana de «un señor que ocupaba un
puesto de los más preeminentes de España». Su relación con el conde de Linares,
virrey de la India Oriental, siempre fue tensa, pues este lo hizo encarcelar en
Goa149. Por casualidad, al realizar una inspección en Mascate (golfo de Omán),
Toral y Valdés encontró su modelo en el general que allí gobernaba, a lo Maquia-
velo: «Su razón era más política que cristiana». Saavedra Fajardo no escribiría
otra cosa unos años después. El general era un hombre astuto, y cruel si fuera
necesario; para él «el temor era el mejor para conseguir cosas de trabajo y difi-
cultoso». Lo más seguro es que el general Ruifreire —de él se trata— no leyera a
Maquiavelo, aunque «era su consejero y con quien gastaba mucho tiempo Cor-
nelio Tácito»150. Toral y Valdés pasó nueve meses con ese mentor, pero al final
murió el general, y se frustró una relación de interés para el capitán.
El caso de Contreras fue distinto. En busca de un patrono encontró dos: uno
de ellos perenne, la Orden de San Juan de Jerusalén, que al final le dio lustre como
caballero y comendador. Otro, el conde de Monterrey, quien solo lo apoyó entre
los años 1629 y 1633, y le confirió el anhelado grado de capitán de caballos cora-
zas y algún cargo. Estas responsabilidades en el aparato de gobierno del Reino de
Nápoles le dieron ocasión de lucirse en una muestra general en la ciudad. Durante
años, le da fruición presentarse como «caballero de Malta y capitán de infantería,
y capitán a guerra y gobernador». No sabemos cómo se relacionó con el conde,
pero conocemos el último motivo del disgusto que los separó, cuando Monterrey
se negó a apoyar las carreras del hermano y del sobrino de don Alonso151.
Este huérfano de padre, de cuna modesta pero que fue a la escuela, tuvo la
ambición de ser la raíz de su linaje, sin tener descendencia, al ser el hijo mayor.
En 1623, en su relación de méritos, hizo valer:

Y ansi mismo ha sacado a otros tres hermanos suyos a servir a Vuestra


Majestad, que hoy lo están continuando el uno en Flandes y otro en Sici-
lia, de alféreces reformados, y el otro de sargento de la misma compañía
sin que por todos estos servicios se le haya hecho merced alguna152.

149
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, pp. 497 y 533.
150
Ibid., p. 521-523.
151
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 239 y 247-248.
152
Véase la «Introducción» de Manuel Serrano y Sanz en Contreras, Vida del capitán
Alonso de Contreras, p. 147.
70 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Como todo patriarca, quería capitalizar los trabajos de los demás miembros
de la familia. Y su Discurso de mi vida se cierra por fin con otro disgusto que
tuvo lugar cuando trataba, hacia 1633, de hacer avanzar, otra vez, la carrera de
uno de sus hermanos.
La obra Comentarios del desengañado de sí mismo de Diego Duque de Estrada
pudo intitularse, Cómo malograr la entrada en una clientela. En su caso, el recurso
al rey estaba vedado por sus embrollos de juventud. Fue, por tanto, en Italia y en
tierras lejanas donde logró que su carisma, apoyado sobre su arte de cortesano,
sus variados talentos, algunos lazos familiares que persistían, en particular con
los Leyva153 y, sobre todo, su buen parecer y modales españoles, le abrieran puer-
tas. De paso por Milán, al instante el duque de Frías, gobernador, le identificó:
«¿De España, caballeros? ¡Brava bizarría!». Y se quedó un mes en su privanza. De
hecho, poco tiempo estuvo al servicio de un patrono, pues no sabía olvidar los
desaires recibidos, no tenía la mística del servicio, «se prueba que nadie sirve por
amor, sino por interés». Y los protectores no fueron eternos; algunos se murieron
como el príncipe Filiberto y el príncipe de Transilvania, otros cayeron en des-
gracia como el duque de Osuna. Y, cuando parecía haber encontrado un señor
firme en la persona del emperador, conoció su camino de Damasco y su último
patrono, Dios, e ingresó a la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios154.

IX. — SERVIR A AMBAS MAJESTADES

Precisamente, en un sistema como el de la Monarquía católica, donde servir


a una u otra de las dos majestades era estar a la devoción de ambas, la tentación
del retiro y de la contemplación estuvo presente en la mayoría de nuestros auto-
res, salvo en Diego Galán, el que menos soldado fue de todos, y en Diego Suárez,
tal vez el más formal de ellos, dentro de su presidio de Orán. Sin embargo, este
pasó por una prueba que muchos eclesiásticos no hubieran superado: ¡Ostentó
la palma de la virginidad hasta los treinta y siete años155!
El capitán Domingo de Toral y Valdés fue soldado nato, de las botas al
morrión, y con un fuerte estado anímico que le permitió pasar de los hielos y
fangos de Flandes a los calores de Mascate u Ormuz. Podríamos pensar que la ten-
tación del ascetismo no le tocó de su ala. Y, sin embargo, cuando visitó la India,
se hospedó en una isla, Carauja:
En ella hay un monte a la orilla de la mar a lo largo, que parece que
naturaleza le puso allí para que la detuviese; tendrá una legua de subida,
y en lo alto hace un llano, en el cual está una ermita muy bien edificada,

153
Su nombre entero era Diego Duque de Estrada y Leiva, en Duque de Estrada, Comen-
tarios del desengañado de sí mismo, p. 12. Desde la primera vez que llegó a Italia se codeó con
algunos de los miembros de la familia, ibid., p. 175.
154
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 229-230, 251, 289, 437.
155
Hasta su matrimonio, escribió, «estaba virgen sin haber tocado a mujer ninguna, precián-
dome siempre en todo de limpieza», en Morel-Fatio, Discurso verdadero, p. 152.
un bosque de vidas 71

con su vivienda y huerto para el ermitaño, y casas accesorias para que


posen los que van a visitar aquella Santa imagen que se llama la Virgen
de Carauja; subí a verle, y fue tanto lo que me edificó la devoción de la
imagen, la conversación del ermitaño, la soledad del lugar, la visita dél
que era más de veinte leguas a la mar, que quise quedarme allí; desnu-
dándome lo que traía y vistiéndome un saco156.
¿Fue un momento de ofuscación por su parte? Sabemos que Contreras no se
quedó con simples veleidades. Después de uno de sus innumerables sinsabores
en la Corte, decidió ir «a servir al desierto a Dios, no más corte ni palacio».
«Compr[ó] los instrumentos para un ermitaño», desde una calavera a un «aza-
doncito», escogió un lugar retirado cerca de Ágreda y construyó su ermita. «Yo
pasé cerca de siete meses en esta vida, sin que se me sintiese cosa mala, y estaba
más contento que una Pascua». ¡Hasta que le vinieron a arrestar bajo la acusa-
ción de ser rey de los moriscos de Hornachos! Uno de los misterios de su vida
es conocer con qué tono escribió la frase: «Si no me hubieran sacado de allí
como me sacaron, y hubiera durado hasta hoy, que estuviera harto de hacer
milagros»; ¿convencimiento, sorna157? Lo cierto es que, más allá de su fe y cre-
dulidad en algunos milagros extraños, tendría más tarde otra tentación, más
material que contemplativa, breve y ambigua, cuando se retiró a un convento
napolitano. Otra vez la ironía acompaña el episodio: «Yo me pase allí estos dos
meses, haciendo penitencia, con un capón a la mañana y otro a la noche y con
otros adherentes, y con muy buenos vinos añejos, y oía cuatro misas y vísperas
cada día»158. Sin duda, una práctica ascética bien entendida.
Muy por el contrario, ser monje fue la vocación, desde niño, de Jerónimo de
Pasamonte. Si no la llevó a cabo, según él, fue por ser «corto de vista», excusa
por lo demás extraña, ya que no le impidió escribir su vida. Pero el joven llegó
a Barcelona con la intención «de ir en Roma para ser de la Iglesia», y acabó en
el ejército de don Juan de Austria en Lepanto159. Entre sus muchas debilidades
y alucinaciones esta preocupación persiste, hasta el punto de que siente la
necesidad de justificarse:
Dirá algún especulativo y mejor sofístico: «¿Quién le mete a este
soldado necio sin estudio en estas disputas, pues la Iglesia de Dios tiene
tantos doctores para defender sus causas?». A esto respondo que el haber
derramado más sangre que algunos en el servicio de Dios.

Y siguen varios capítulos con una larga sarta de plegarias y demás conside-
raciones, mitad en latín, mitad en español. Al fin, según uno de sus biógrafos,
es posible que su sueño se hiciera realidad y acabara fraile como bernardino en
el Monasterio de Piedra de Aragón160.

156
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 518.
157
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 161-164.
158
Ibid., p. 249.
159
Pasamonte, Autobiografía, p. 35.
160
Martín Jiménez, 2005.
72 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Miguel de Castro y Diego Duque de Estrada fueron soldados por episodios y


mientras caían en agitadas aventuras, con lo que al final llegaron al desengaño
de sí mismos. Miguel acabó, aun siendo muy joven y cansado de sus excesos
emocionales, en una congregación jesuita, tras haber buscado un amparo en
la amistad con otro soldado. «De suerte que excede [la amistad] a la de dos
hermanos […]. Yo le quiero de suerte que en mí no hay cosa separada para con
él»161. Pero fue un sentimiento noble que no bastó. La escritura significó para
Castro un ejercicio de catarsis, tal vez ordenado por algún confesor. En cuanto a
Duque de Estrada, su desengaño fue una estratagema que le permitió cambiar de
campo de batalla cuando ya era viejo y lleno de llagas como Job. Diego reconoció
esa continuidad cuando se describió, «fraile injerto en soldado». Llevó a cabo
una lucha interior consigo mismo: «Hombre engañado por los graves delitos
de la soberbia de su sangre, de la jactancia de su gala, arreos y compostura de
vanagloria»162. Y cuando fue religioso no dejó de luchar contra los franceses en
Cerdeña desde su silla de manos, cual Fernando Girón en la Defensa de Cádiz
(1625) [fig. 4] o el conde de Fuentes en la batalla de Rocroi (1643).

Fig. 4. — Francisco de Zurbarán, La defensa de Cádiz (1625),


óleo sobre lienzo, 302 x 323 cm, Museo Nacional del Prado, Madrid.
© Museo Nacional del Prado

161
Castro, Vida de Miguel de Castro, p. 126. Hay en esas pocas páginas que Castro dedica a
la amistad un sentir profundo, que hasta sorprende en este joven, y que puede recordar a lo que
escribía Montaigne de su amistad con La Boétie: «si on me presse de dire pourquoy je l’aymois,
je sens que cela ne se peut exprimer, qu’en respondant: “Par ce que c’estoit luy; par ce que c’estoit
moy ”», en Montaigne, Œuvres complètes, lib. I, cap. xxviii.
162
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 490 y 507.
un bosque de vidas 73

Bien medidos, esos itinerarios personales envarbascados entre espada e


hisopo, no eran una extrañeza en un universo donde los ermitaños venían a
Nápoles para convertirse en bandoleros, y donde los bandoleros terminaban en
santos, por lo menos en las obras de Tirso de Molina163. Menos novelesca, pero
más esclarecedora y emotiva, fue la carta que desde la cárcel escribió Quevedo
a un amigo, don Diego de Villagómez, el cual se desprendió de su traje de sol-
dado para entrar en la Compañía de Jesús, otra milicia:
Alta y descansada seguridad es esta para quien ha padecido las envi-
dias de los hombres y las trampas de la fortuna. El soldado que se vuelve
a Dios y deja los ejércitos por el Dios de los ejércitos, asegura el oficio,
no lo abandona. La mayor valentía es huir del furor de las batallas a esta
paz contra más poderosos enemigos belicosa.

En su propia misiva, su corresponsal ya había avisado: «La guerra es de por


vida en los hombres, porque es guerra la vida, y vivir y militar una misma cosa»164.

X. — LOS FIELES ENEMIGOS

Debemos incluir, entre las piezas que constituían estos rompecabezas


existenciales, a los enemigos. Eran muchos, pero destacan dos: los musul-
manes, que conocieron bien los cautivos, y los franceses. Los segundos,
cristianos y vecinos, permitían poner en juego los matices en la alteridad
de unos y otros. Entre textos tan desiguales, hay una comunidad visceral
cuando aparece la figura del francés, que en el momento se podía definir
con un solo término: traidor. Esto sugiere en el Mediterráneo otro sustan-
tivo: renegado. Después de un combate contra los turcos, el mar estaba
lleno de cadáveres y Contreras advirtió algo notable: los muertos musulma-
nes flotan «cara y cuerpo hacia abajo», salvo uno de ellos, que está «boca
arriba»; resulta ser un renegado que los propios turcos «habían tenido en
sospecha de cristiano», y que era «de nación francesa»165. En cierta manera, se
llevó la palma al ser desleal por partida doble.
En el cautiverio turco los franceses eran gente de cuidado, como advierte
Pasamonte, víctima de la traición de un francés, barbero y luterano. Con-
cluye: «En los herejes tiene Dios procuradores». Volvió a encontrar el mismo
personaje en España y pensó con seriedad en matarlo166. Dentro de la fauna
de cautivos que Diego Galán frecuentó en Turquía, encontramos el mismo
arquetipo de barbero francés, aunque esta vez no sabemos si era hereje y no
parece ser tan nocivo167.

163
Tirso de Molina, El condenado por desconfiado y El bandolero.
164
Quevedo, Epistolario, pp. 442-443.
165
Contreras, Discurso de mi vida, p. 89.
166
Pasamonte, Autobiografía, pp. 60 y 101-103.
167
Galán, Cautiverio y trabajos, p. 52.
74 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

Fuera del universo de los galeotes, el francés conservaba el mismo distintivo.


Cuando viajaba por el desierto, hacia Alepo, Domingo de Toral y Valdés se
cruzó con un francés hugonote, «malísimo y mal inclinado»168. En la conjura-
ción de Venecia, en la cual participó Diego Duque de Estrada, nos enteramos
de que su fracaso se debió a la traición de un tal «Enrique, francés»169. No vaya-
mos más allá: la imagen del francés transmitida por nuestros soldados era peor
que la del turco. Es decir, que la guerra de libelos entre Francia y España, ante-
rior a la declaración de guerra de 1635, fue más efectiva que la que se dio armas
en mano contra el enemigo musulmán170.
La lucha contra el islam era encarnizada, pero con hazañas y combates
individuales que resaltaban el valor de unos y otros; casi ofrecían, incluso,
momentos de convivialidad, como cuando Contreras cenó con un capitán
turco en Atenas171. Los que fueron cautivos de los moros se codearon con ellos
y acabaron por atribuirles reales cualidades: para Galán los turcos «aunque
infieles y bárbaros, naturalmente son piadosos»; y, en efecto, él recalcaba esta
virtud: «Entre aquellos bárbaros se tiene conocimiento de la reverencia que se
debe a los sacerdotes»172. Y lo mismo encontraríamos en Pasamonte, ya que el
regreso a la jungla cristiana y su ingratitud permitió, mediante la expresión
de disgusto, realzar el recuerdo del musulmán. Galán volvió de Turquía, llegó
a Valencia después de un difícil periplo y encontró las puertas cerradas que
no le querían abrir:
¿Es posible? ¡Oh fortuna contraria mía! Que haya yo hallado más pie-
dad entre infieles en toda la Turquía […] pues hallo menos caridad entre
cristianos y profesores de la verdad católica173.

XI. — SER ESPAÑOL EN TIEMPOS DE LA DECADENCIA

Había muchas contradicciones y desgarramientos en estas personalidades: entre


la libertad procedente del Renacimiento y la fuerte coerción de la Contrarreforma;
pero, sobre todo, eran víctimas de la autorrepresentación que se daban de sí mis-
mos, como españoles. De alguna manera, hasta el más ensimismado, Jerónimo
de Pasamonte, lo recalcó: «Nuestra nación, en lo bueno y en lo malo, es aventa-
jada más que las otras naciones»174. Había, en particular, un proceder, espejo de
toda la idiosincrasia y también del conjunto de aquella cultura, oral sobre todo.
Esto se percibe de manera singular en los tres textos que nos parecen de mayor

168
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 541.
169
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp.  256-257. Sobre ese
evento, bastante oscuro, Mansau, 1982.
170
Sobre esto, véase Calvo, 2015.
171
Contreras, El discurso de mi vida, pp. 107-108.
172
Galán, Cautiverio y trabajos, pp. 70 y 134.
173
Ibid., p. 431.
174
Pasamonte, Autobiografía, p. 135.
un bosque de vidas 75

interés, los de Contreras, Castro y Duque de Estrada, pues se trata de un arte


de la réplica, ágil y refulgente como el brazo que sostenía una daga, certero y
mortífero como una saeta.
Hay en estas vidas breves diálogos, a través de los que, debido a su misma espon-
taneidad, circulan al desnudo los valores de aquella sociedad. El más significativo
ocurrió en el palacio virreinal de Nápoles, en el momento delicado de la transferen-
cia de poderes del conde de Benavente al de Lemos. En algún pasillo, el conde de
Lemos calificó de «vuesa merced» al hijo de su predecesor. El joven rebajó al conde,
dándole el trato de simple «señoría». Los dos se picaron, «respondió el conde de
Lemos: “Excelencia he visto llamar vos a los Grandes”. Dijo el Sr. don Juan: “Al que
no me trata como es razón, le trato como merece”». Todas las espadas presentes en
el palacio estuvieron a punto de salir de sus vainas175. En la Corte donde caminaba
más adelantado «el proceso de civilización», más que en otras partes, las palabras
eran afiladas y se bastaban a sí mismas. Aunque siempre quedaba la frustración
de no poder ir más allá en ese ambiente; por ejemplo, después de un intercam-
bio a bocajarro con el virrey de Nápoles, Diego Duque de Estrada se dijo a
punto de acuchillarlo, pero, por supuesto, hubo quien lo detuvo176.
El desafío verbal antecedía al duelo, como un primer tanteo de las armas,
afilando el acero. Así lo contaba Duque de Estrada, cuando estaba en Sevilla.
Se le acercó un bravo y se burló de su pequeña estatura:
«Aquí viene el estornudo de Diego Centeno [amigo de Duque de
Estrada], el príncipe de la valentía». Yo le respondí que era estornudo de
mí mismo, y que Júpiter podía ser mío177.

Esto abrió paso a otro juego, con las espadas, igual de mortal, pero que no
fue en este caso muy lejos: el veneno estaba, en tales circunstancias, en el prin-
cipio, no in cauda venenum [al final el veneno].
Si la palabra era un arma, también resultaba ser un instrumento de sujeción
o descalificación, aunque más dudoso conforme bajamos en la escala social y
moral. Era lo que pretendía Miguel de Castro con un soldado moroso, pero
mucho más fuerte que él. Le clavó el siguiente discurso:
Por no ofender [mi espada] no quise traerla, por no honrarle con la
vaina; pero bástame haberle conocido por lo que es […], y agradezca el
ser tan bien librado a la desigualdad de personas que hay entre los dos178.

En realidad, fue mal cálculo de su parte y, por poco, perdemos a nuestro autor
antes de tiempo. Pero a su manera consiguió una victoria, ya que fue el último en
hablar y ganó su reto. Esto también lo entendió Alonso de Contreras, que hay que

175
Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 320-324. Sobre la importancia, esta vez en Sicilia,
del paso de «merced» a «señoría», véase Rivero Rodríguez, 2008, p. 57. No cita a Castro, al que
parece desconocer.
176
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, pp. 226-227.
177
Ibid., p. 108.
178
Castro, Vida de Miguel de Castro, pp. 225-226.
76 vidas de soldados: el imperio a río revuelto

ser el último en la estocada verbal. Una noche en Badajoz lo fue a arrestar el corre-
gidor, «y como los hombres parecen diferentes desnudos que vestidos, comenzó
a tratarme de rufián». Se vistió don Alonso y se encontró con la posibilidad de
igualarse con el oficial: «Señor corregidor, mientras no conoce vuesamerced a las
personas, no las agravia»179. No quedó más al corregidor que pedir perdón; como
en otras ocasiones, Alonso salió airoso gracias a su destreza verbal.
Lo que importaba era superar, como escribió Baltasar Gracián por las mismas
fechas, en las primaveras de su obra y de su vida. El «primor» (capítulo) VII del
Héroe (1637) se intitula «Excelencia del primero», y concluye «en la eminente
novedad sabrá hallar extravagante rumbo para la grandeza». Fue un optimismo
que compartieron nuestros autores en sus mocedades, es probable que en los
momentos más dramáticos y exaltantes de sus vidas, excitados por los grandes
escenarios, por las heridas dadas y recibidas, por una ideología dominadora e
individualista a la vez: el honor de la sangre, la honra de la nación.
Llegó el «invierno de la vejez» para Gracián y, con ella, su Criticón180, como
también para la Monarquía y para nuestros soldados ahora canosos: para
Diego Duque de Estrada y sus Comentarios del desengañado de sí mismo y
para Domingo de Toral y Valdés, quien terminó su vida con una frase que sus
congéneres acuñarían de la misma forma: «Que por mí se puede decir, según
tantos trabajos he pasado y peligros de la vida, y al presente en más necesidad,
que el día siguiente siempre es el peor»181. El sol se ponía sobre el Imperio.

179
Contreras, Discurso de mi vida, p. 147.
180
Así se intitula la tercera parte del Criticón, escrita en 1657.
181
Toral y Valdés, Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés, p. 547.
SEGUNDA PARTE

LOS SOCORROS DE FILIPINAS (1613-1620):


EL FRACASO DE UN GRAN DESIGNIO IMPERIAL
Viejo y barbudo, apoyado sobre una columna griega, compás en mano, a la vez
heredero de Apeles, Heródoto y Ptolomeo, el pintor Jan Vermeyen nos presenta
la serie de tapices «La conquista de Túnez» (1535)1. En ella se trata de glorificar la
expedición naval de Carlos I, uno de los grandes designios de su reinado. De igual
manera, pero con mucha menos genialidad y barba que él —se le apodaba Barba-
lunga—, queremos plasmar los episodios de las malogradas expediciones navales
llamadas «socorros de Filipinas», que se llevaron a cabo desde Sevilla-Cádiz. Fue
entre 1613, con el medio fracaso de la armada de seis carabelas de Ruy González
de Sequeira, y 1620, con la tragedia de la de Lorenzo de Zuazola, cuyos navíos
se quebrantaron sobre las propias costas de Andalucía, apenas salidos de Cádiz.
Por medio tenemos la expedición abortada de 1616-1617, cuyas naos se pasearon
entre Sanlúcar de Barrameda, Cádiz y Gibraltar, sin ninguna meta reconocida,
en vez de poner la proa rumbo a las inmensidades de los horizontes oceánicos.
Con esto se entiende que nuestro propósito es a la vez paralelo e inverso al de
Vermeyen. En pendant de la apoteosis y la luz que rodean a un soberano radiante,
proponemos, cerca de un siglo más tarde, la pesadez y la falta de relieve de una
administración2 imperial mal coordinada por sus cabezas. Al designio digno de
las novelas de caballería, pero al fin accesible, de vencer al moro en su propio uni-
verso de 1535, sucede el plan improvisado, hasta trasnochado de retar a Neptuno
en sus mares de los años 1613-1620. Sin embargo, algo se perfila en común: el
dominio de grandes espacios requiere grandes proyectos, después está la capaci-
dad de llevarlos a su cumplimiento.
En Túnez, y a través de la serie de tapices, podemos observar una victoria
plena, donde hasta los saqueos y demás masacres magnifican la epopeya militar
de la nación española en gestación y de su rey y hacen olvidar el carácter efí-
mero y también ilusorio de tal empresa. En las costas de Andalucía, entre 1613

1
El encargo es de 1546. De los doce tapices no sobreviven más que diez, entre la Real Armería
del Palacio de Oriente y los Reales Alcázares de Sevilla. La figura de Vermeyen se encuentra en
el primero de la serie, en una esquina, ofrendando su obra.
2
Somos conscientes de que el término es algo inadecuado para la época, pero por falta de
otro… Para profundizar sobre el tema, véase Berthe, Calvo, 2011, p. 63, n. 2.
80 los socorros de filipinas (1613-1620)

y 1620, las cuentas de gran capitán y los ajustes de cuentas entre oficiales, el
tocino podrido echado al mar y el bizcocho mal cocido, hacen olvidar que
«los socorros de Filipinas» fueron uno de los últimos grandes sueños de la
Monarquía ibérica —no hay que olvidar aquí a Portugal—, que proyectaba
la sombra de su voluntad en el Plus Ultra más extremo. ¿Fue una quimera,
fue un proyecto que sólo los elementos podían hacer fracasar? ¿Cómo nos
hubiese pintado el episodio Jan Vermeyen, como una hazaña o como una
desgracia? Pero poco importa, algo de todo ello nos dice nuestro mentor,
Alonso de Contreras, que precisamente, y con poca gloria, estrenó en estas
circunstancias su grado de capitán.
capítulo tercero

DE SEVILLA A MANILA
O CÓMO ACABAR CON EL GALEÓN DE MANILA

A la entrada de la bahía [de Cádiz] están las Puercas que de aguas vivas se cubren
y en muertas están descubiertas de jaransso.
Sobre mano derecha, en mitad de la entrada de la bahía,
enfrente de las Puercas está una baja que se llama el diamante,
muy fondable, que no tocan en ella sino naos gruesas;
una vez tocó una nave que llamaban la Pancheta y echó el timón.
Tendrá 20 palmos de agua, revienta con mucho mar,
por entre ella y las Puercas entran nuestros galeones y naos, flotas.
Alonso de Contreras, Derrotero universal del Mediterráneo, 1996, p. 61.
A la entrada de Cádiz hay un escollo debajo del agua catorce palmos,
que llaman el Diamante, en el cual se han perdido muchos navíos;
y yo, como más desgraciado, topé en él y perdime a vista de toda la armada.
Alonso de Contreras, Discurso de mi vida, 1988, p. 199.

Vamos a tratar de expediciones militares navales, las más sofisticadas, las más
complejas, las más delicadas entre todas las operaciones militares, en las cuales la
menor dificultad puede ser fatal, entorpecer hasta la acción del más experimen-
tado y valiente jefe, y los atrasos descomponer la máquina y los ánimos. Como
veremos, Contreras sólo fue una pieza de la mecánica, dentro de un contexto
desafortunado. ¿O de incompetencia? Este sustantivo trae a la memoria el libro
de Geoffrey Regan, Historia de la incompetencia militar1, donde justo uno de los
episodios narrados, aunque indirectamente, está muy cerca de lo que aquí nos
detiene, y no sólo por el escenario y el momento, ya que se trata de la expedición
inglesa a Cádiz, rotundo fracaso en 16252.
Si seguimos al autor, podemos hacer un catálogo de todos los fallos que con-
dujeron a semejante desastre. Fue una operación militar, pero con claros visos
de política interior, ya que se pretendía promocionar a su impulsor, el duque de
Buckingham. Hubo una clara falta de planificación en las intenciones, que fue-
ron hasta contradictorias, ya que se aspiraba a apoyar al elector del Palatinado,
pero ¿entonces por qué ir a Andalucía? La plana mayor del ejército de unos diez
mil hombres estaba formada por buenos oficiales, pero sin experiencia naval.

1
Regan, 2007.
2
Corresponde a todo un capítulo, pp. 199-223.
82 los socorros de filipinas (1613-1620)

La ausencia de información sobre los objetivos era total, en particular sobre las
fortificaciones de Sanlúcar y Cádiz. Las confusiones administrativas tuvieron
graves secuelas, pues las instrucciones que redactó el comandante, Edward Cecil,
para los capitanes de los barcos de la flota no fueron distribuidas. Los soldados
procedían de las cárceles y de las tabernas y fueron alistados como forzados.
Y, de hecho, fueron tratados con total descuido, lo que condujo a la deserción.
Los tiempos de espera serán, asimismo, muy perjudiciales para los bastimentos
que se pudrirán en los barcos antes de que estos puedan salir al mar. Con esto,
la flota se hizo a la vela el 5 de octubre de  1625, es decir, muy tarde, y desde
el principio debió enfrentarse a las malas condiciones meteorológicas, con una
salida fallida y un desorden generalizado en la armada. Esto causó una serie de
pérdidas durante la travesía. Entre las consecuencias de esta improvisación tuvo
lugar un episodio vodevilesco, cuando la tropa inglesa desembarcada en Cádiz
caminó durante todo un día sin comida ni agua. Por la noche se encontró con el
almacén de vinos de la Armada española. Los oficiales no lograron controlar a
los soldados, de manera que los resultados fueron los que se pueden imaginar y
estarán a la altura de todo lo demás. Podríamos ir punteando esta lista conforme
avancemos en el análisis de los socorros de Filipinas y veríamos que todas estas
circunstancias —salvo la borrachera final— están también presentes.
Sin embargo, tendremos, de entrada, que tomar dos precauciones. Por un
lado, en el caso inglés, se confirman «la ineptitud y carencias del vizconde de
Wimbledon como general». En el caso español, aunque también puedan estar
presentes esos defectos, no resultan tan confirmados, salvo al extremo final con
el general Zuazola. Es cierto que los desdichados socorros no llegaron a enfren-
tarse con el enemigo, sólo con algunos elementos y con la falta de coordinación
entre el designio y la puesta en práctica por parte del poder y de su administra-
ción. En los dos episodios, la responsabilidad política es decisiva, pero si no se
discute cuando se trata de Buckingham, es menos clara en cuanto a sus homólo-
gos españoles, el rey y Lerma. O, si se prefiere, los yerros son aquí menos fáciles
de individualizar, dado que se trata de una política de Estado, dentro de una
lógica imperial para la cual no es fácil medir una concordancia entre su objetivo
primordial de conservación del Imperio y la potencia militar de que se dispone
para ello3. En segundo término, no hay que pensar que las operaciones de este
tipo, anfibias y a muy larga distancia, por la logística y los medios que solicitan,
estén condenadas al fracaso hasta la Segunda Guerra Mundial y sus diferentes
desembarcos, en particular, el de Normandía. Es preciso que Regan recuerde
que, en  1625, los ingleses querían reproducir el éxito de la armada que tomó
Cádiz en 1596, pues Buckingham deseaba estar a la altura de Isabel I. Y si se
planearon las tentativas hacia Filipinas entre 1613 y 1620, es porque la flota de
Miguel López de Legazpi y Andrés de Urdaneta, que salió de puerto de Navidad
(Nueva Galicia) el 21 de noviembre de 1564 conoció un rotundo logro, sin volver
sobre el triunfo de Túnez que nos relata Jan Vermeyen a través de sus tapices.

3
Regan, 2007, p. 16.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 83

Hecho este recorrido y rápido balance comparativo, hay que volver a lo que
aquí nos interesa, «los socorros de Filipinas». Ni el término ni el episodio se
ignoran, por supuesto. La expresión se emplea en otras circunstancias, a veces
muy parecidas, como cuando en 1617 el virrey de México manda el navío San
Gerónimo «de socorro a las islas Philipinas»4. Entre otras cosas, la nao debió
transportar lo que a veces en el siglo xvii se llamaba «el socorro mexicano», y que
ha quedado como «el situado de Filipinas», es decir, los cerca de 200 000 pesos
que durante más de doscientos años la Corona remitió de manera anual para sos-
tener su dominio en el archipiélago5. En cuanto al tema preciso de estos socorros
de entre 1613 y 1620, no es terreno virgen, pues ya Juan Gil le dedicó un capítulo
central de su libro Mitos y utopías del Descubrimiento: 2 El Pacífico, intitulado
«La defensa de las Filipinas», y enmarcado entre «Los secretos de la California» y
«Ofir, salvación de la Monarquía»6.
Tenemos, por lo tanto, que precisar los dos proyectos. Gil llega a esos episo-
dios a través de su preocupación por el imaginario geográfico, que propagan
los varones más aventureros e inquietos de la Monarquía, sean arbitristas como
el coronel escocés Guillermo Semple, sean navegantes de la talla de Diego
Ramírez de Arellano. Y su interés es, en verdad, el espacio pacífico, su explora-
ción y los árbitros y sueños que sustentan.
Alcanzamos esos mismos «socorros», en primer lugar gracias al Discurso de
mi vida de Contreras, aunque permanezca, como siempre, bastante elíptico. Es
decir que, de entrada, estamos dentro de las entrañas de la maquinaria, donde
se acomoda la carne de cañón del monstruoso Leviatán. También nos hemos
topado, aunque, por un momento en un principio, con espíritus fértiles, como
el del genovés naturalizado y hombre de negocios Horacio Levanto, el cual,
en definitiva, nos abre de par en par las puertas de los intereses económicos
que se ventilan entre España, Asia y Nueva España. Sobre todo, serán nuestros
principales mentores dos grandes oficiales de la Corona, el entonces secretario
del Consejo de Indias, Juan Ruiz de Contreras —la homonimia parcial con don
Alonso no es aquí inocente, como veremos—, y el presidente de la Casa de la
Contratación, don Francisco de Tejada y Mendoza. Su correspondencia sobre
el tema llena legajos enteros del Archivo General de Indias7.
Queremos, por lo tanto, profundizar, a través de la serie de ajustes y sobre todo
desajustes que intervienen en la realización de esos tres socorros de  1613, 1617
y  1619, el trabajo de los diferentes instrumentos de los que dispone entonces la
Monarquía, sean colectivos, como los consejos o las juntas, aquí de Guerra de las
Indias, sean individuales, como los personajes ya mencionados, entre los que se
incluye a nuestro Contreras, u otros como el tal veedor de la armada o el duque

4
AGN, Archivo Histórico de Hacienda (1.a serie), 24955/vol. 1135.
5
Véase Alonso Álvarez, 2009, en particular el cap. 8: «La ayuda mexicana en el Pacífico:
socorros y situados, 1565-1816».
6
Gil Fernández, 1989. Ha sido aquí de gran utilidad sobre el entorno marítimo y algunos
personajes.
7
Sobre todo, véanse AGI, Filipinas, 200 y Filipinas, 350.
84 los socorros de filipinas (1613-1620)

de Medina Sidonia, o el príncipe Filiberto de Saboya o don Alonso Fajardo, gene-


ral de la Armada de 1616-1617, que volveremos a encontrar como gobernador
de Filipinas8. Todos están relacionados, de forma intermitente, desigual; todos
están al servicio del rey, cuya decisión es soberana, pero a través de organismos
colegiados, que se remiten siempre a su palabra, como un escudo.
Es al propio Estado moderno9 al que deseamos acercarnos. Estas son circunstan-
cias muy precisas, de profundo calado imperial, donde la geografía, la política, la
economía y hasta la religión, se entretejen, sin que se sepa cuál es el motor determi-
nante en tal toma de decisión. La Monarquía tiene ya instituciones, instrumentos
múltiples, experimentados y leales —o así se expresan—, pero todavía incapaces
de controlar los coletazos que da un organismo joven, el Leviatán, y la tiranía de
un espacio que se mide en años. Son entidades que se pueden debilitar debido
al desconocimiento, las cortapisas que les impone la naturaleza, marítima en
particular, la resistencia más o menos encubierta de los súbditos y, sobre todo, su
propia enfermedad, ligada a la carencia de metal precioso. Constituyen, en con-
junto, un monstruo todavía inacabado, es cierto, cuyas reglas y conductas aún se
están buscando, donde las prácticas tienen frenos insuficientes. Tal vez en esa fase
de inmadurez sea todavía más peligroso tal engendro, hacia su interior, hacia sus
súbditos, que ulteriormente. Hay una real determinación, pero se acompaña de una
falta de claridad, ya que su visión de las causas, de los medios, de las realidades y,
por lo tanto, de las consecuencias es imperfecta.

I. — LA TREGUA ARMADA (CA. 1610-1620)

La tregua con las Provincias Unidas de 1609-1621 es el elemento central que


favorece notablemente «los socorros» —logrados o abortados— en el ámbito
de las diversas Indias, lejos de la Península. Se debe aquí contabilizar lo mismo
la tentativa fracasada de socorro a Chile hacia 1616, que los diversos socorros
mandados al Caribe contra Guaterral (así pronunciaban sus pobladores Walter
Raleigh). En realidad, fue una paz armada, pues en marzo de 1617 un capitán
francés avisaba en Sanlúcar de Barrameda que en el puerto de Londres una
docena de bajeles se aprestaban para salir. Con posterioridad, se recibieron
las alarmas de diversas autoridades de las islas del Caribe. La expedición de
dos navíos que se mandó a Puerto Rico estuvo bajo las órdenes de Alonso de
Contreras, el cual ha relatado los hechos10. Sin olvidar que también se realiza-
ron operaciones hacia Oriente (un socorro para Ormuz en 1619, efectivo en un
primer momento). Es decir, que, a partir de 1609, se pudo pensar en diversas

8
Véase el cap. viii en este libro: «Médicos de su honra».
9
El término se puede discutir, pero es, de pronto, cómodo, así que simplemente recordemos
que es una construcción a medio terminar entonces.
10
Carta de Miguel Coronel, vecino de Saint-Malo, 15 de marzo de 1617 (AGI, Filipinas, 200,
N. 177); véase también AGI, Santo Domingo, 869, leg. 7, fos 38-50; Contreras, Discurso de mi
vida, cap. xiii: «En que cuento el viaje que hice a las Indias y los sucesos de él».
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 85

intervenciones, lejanas al mismo tiempo, que daban un respiro a las maltra-


tadas finanzas reales. En 1621, renació, de nuevo, la obsesión por lograr una
victoria terrestre en Europa del Norte; esta se percibió como la panacea a todos
los males y se olvidaron los horizontes lejanos11.
Más aún si tomamos en cuenta las particularidades de dicha tregua de doce
años, casi efectiva en Europa, sin verdadera aplicación en Extremo Oriente, y
esto desde su primer momento, pues poco después de su proclamación, en los
mares orientales se enfrentaron en batalla (24  de abril de  1610) una armada
holandesa y la del gobernador de Filipinas. Según el testimonio de un prisio-
nero que hicieron los españoles, la misión de esa flota neerlandesa era múltiple
y nos puede servir como referencia, dado que los cuatro barcos procedían de las
Malucas —Molucas— e hicieron fondo en la entrada de la bahía de Manila12.
Pretendían, en primer lugar, «impedir el socorro que se suele enviar destas islas
al Maluco todos los años». Sobre todo se trataba de «robar las naos de la China,
y con parte de la seda despachar navíos al Japón, adonde tienen asentada facto-
ría con llevar seda y otras mercaderías, y juntamente coger la nao del Japón de
Su Majestad, que va todos los años, y la de Macan»13. Es decir, un plan bastante
conocido y esperado: obtener especerías y seda. Pero bastante más sofisticado,
debido a que la captura del galeón de Manila, casi inalcanzable para los holande-
ses, no se menciona; y, por lo tanto, los holandeses buscaban presas más débiles,
los innumerables barcos chinos que hacían el recorrido entre su país y Filipi-
nas. Así, la plata que les hubiese dado el galeón y que era el nervio de la guerra, la
podían recuperar en Japón, otro gran abastecedor de metal precioso, e inter-
cambiarla por la seda robada en los juncos. Japón es una pieza central, entonces,
del conflicto entre los dos rivales europeos. Aunque los hispanos parecen haber
consolidado su posición desde el paso de Rodrigo de Vivero por el archipiélago
en 1609, los neerlandeses serán los vencedores en la corte del sogún, más tarde.
Los holandeses están en Extremo Oriente desde finales del siglo xvi, cuando
el predominio ibérico sobre las especias los empuja a ir a buscarlas directa-
mente al lugar donde se producen; de paso, practican también la piratería14.
Su presencia en Asia se hace sentir desde la expedición de Cornelis de Hout-
man (1595-1597), que cruzó por el cabo de Buena Esperanza15. Hasta finales del
siglo xvi, 65 naos salen de las Provincias Unidas en especial hacia Batén (Batán),
extremidad occidental de Java, y desbancan a los portugueses del lugar, motivo

11
Sobre  1621, y el cierre de los horizontes lejanos, véase Gil Fernández, 1989, p.  209. En
realidad, la guerra se reanuda desde 1618, con la Revuelta de Bohemia y el principio de la Guerra
de los Treinta Años.
12
El episodio se repite en marzo de 1616, con seis navíos holandeses, véase AGI, Filipinas,
37, N. 19, «Información de los daños que hizo el enemigo holandés en estas islas Philipinas el
año de 1616».
13
Verdadera relacion de la maravillosa vitoria. El impreso es de  1611. Es notable el corto
tiempo que transcurre entre los hechos y su publicación, un año, ¿poco más?
14
Ollé, 2014, p. 372.
15
Murteira, 2014, p. 299.
86 los socorros de filipinas (1613-1620)

por el que la gran mayoría de los navíos regresa felizmente16. En 1612, los por-
tugueses atacan la factoría neerlandesa de Pulicat17. Desde 1614, los navíos de
la Compañía Unida de las Indias Orientales (VOC), creada en 1602, merodean
sin muchos resultados delante de la bahía de Manila, en espera del galeón de la
plata o más bien de los juncos de la seda18.
Son tiempos extraños de paz armada, de turbulencias, y esto estimula las
imaginaciones, refuerza las obsesiones, anima las falsas esperanzas, aun en los
más altos grados del poder. Hasta los instrumentos de inteligencia, aún rudi-
mentarios, contribuyen a crear ilusiones con poca credibilidad. En diciembre
de 1616, aprovechando la supuesta salida de la armada de Filipinas, el duque de
Lerma y el rey hacen saber por cartas al virrey de la India y al gobernador
de Filipinas que existe un complot que involucra a un alto magistrado holandés
y a los responsables militares neerlandeses en India, para que entreguen las
fortalezas y las armadas a los españoles, entre ellas Paliacate —Pulicat— y las
del Maluco. Por supuesto, atraviesa el escenario un jesuita. Es difícil medir el
grado de confianza que se debe dar a esas maquinaciones19.
La preeminencia naval neerlandesa parece tal que los mares y la imaginación
de los responsables españoles se pueblan de flotas holandesas. En carta del 3 de
julio de 1616, el duque de Lerma pide al presidente del Consejo de Indias que se
examinen unos informes llamados «los avisos de Flandes». Según información
procedente de las Provincias Unidas se relata lo ocurrido «en el mar del Sur y
costa de Pirú por los [h]olandeses que han pasado el estrecho de Magallanes»20.
El autor anónimo concluye: «No sé la verdad que tenga, pero son tantas las par-
ticularidades que puede dar muchos cuidados». Y, por supuesto, cierra con un
arbitrio, que se mande un socorro desde aquí, Flandes, ¡con barcos comprados
en Holanda a mitad de precio21!
En un mundo de inteligencia aún con poca experiencia, donde las autorida-
des titubean entre lo cierto, lo probable y lo incierto, hasta los silencios deben
interpretarse. Por la misma fecha, el Consejo debe evaluar el contenido de una
información procedente de Cartagena de Indias del 25 de marzo de 1616:
Han escrito del Pirú que han entrado por el mismo estrecho de Maga-
llanes otros ocho navíos de ingleses. Esta nueva no la tengo por cierta
porque en el último bajel que vino de Portobelo he recibido yo cartas
frescas de personas graves y muy inteligentes en que me dicen otras
cosas y ofrecen de escribirme lo que hubiese y no me dicen palabras de
estos ocho navíos, que si fuera verdad fuera lo primero que me escribie-
ran, y ansi no tengo por constante la dicha nueva 22.

16
Spate, 2004, p. 224.
17
Puerto de la costa oriental de India.
18
AGI, Filipinas, 1, N. 134; Murteira, 2014, p. 311.
19
AGI, Filipinas, 200, N. 103.
20
Debe de ser la armada de Joris van Spilbergen, véase más adelante.
21
AGI, Filipinas, 200, N. 33.
22
AGI, Filipinas, 200, N. 33.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 87

Y, sin embargo, es, en cierta medida, verdad: los seis navíos de Joris van Spil-
bergen —aunque no son ingleses—pasaron por el Estrecho en mayo de 161523.
El hecho es que la presencia de los holandeses en los mares de Filipinas se
vuelve casi rutinaria, aunque molesta por los sobresaltos que dan y los saqueos
que realizan. Su apariencia sorprende a los filipinos, ya acostumbrados a la fiso-
nomía y aspecto de los españoles. El 13 de febrero de 1616 aparecen seis velas
en la isla de Capul, muy cerca del desembocadero de San Bernardino, llave del
dispositivo naval español en el Pacífico24, se trata de la dicha flota de Joris van
Spilbergen. Según el informe de los naturales,
los tuvieron por enemigos […] porque extrañaron su traje y modo por
ser toda gente muy blanca y bermejos y que algunos traían zarcillos en
las orejas […] y el cabello corto a modo de coleta por la frente y por los
lados de las orejas largo que les tapaba el pescuezo25.

Un japonés que fue su cautivo, más aculturado y ladino —hablaba español—,


describe su ropa: traían los más «honrados» «calzones largos, y luego los recogían
sobre la rodilla con una cinta», los demás iban descalzos, con «unos vestidos
de lienzo muy gordo blanco». Los mismos están el 28 de ese mes en la isla de
Mariveles, que cierra la bahía de Manila, impidiendo el paso, capturando las
fragatillas y champanes que por ahí pasan, aunque su carga sean simples tablas
de madera y otras «menudencias», el arroz y cierta cantidad de gallinas, pero
también algo de más valor como 2 500 cueros de venado. El terror que causan es
tal que los tripulantes de los barquillos los abandonan y se refugian en el monte.
Son estos mismos holandeses los que introducen la modernidad en las islas, en
forma de «un ant[e]ojo a manera de canuto» que pudo utilizar el cautivo japonés;
de hecho, este «se espantó de ver que por lejos que estaban las cosas se parecían
muy claras». Habían pasado apenas unos años de los inventos de Hans Lippershey
y ya se conocían en las antípodas: ¿Globalización o interconexión?
Esos años ven la llegada de otro concurrente europeo en el teatro índico, el inglés,
y más concretamente la East India Company. Estos, introducidos en la corte del sah
de Persia por esos agentes dobles o triples que son los hermanos Shirley, le ofrecen
su apoyo naval y militar, a cambio de la exportación de seda desde su factoría de
Jasque26. El gran beneficiario de todo esto fue el sah de Persia Abás I, llamado el
Grande (que reinó de 1587 a 1629), y que ofreció su alianza a unos y otros. Uno
de los errores de la Monarquía ibérica fue no atenderle como era debido.
Todo esto se inscribe en un momento de buen entendimiento, todavía,
dentro de la Unión de las dos Coronas de España y Portugal; aunque siempre
hubo cierto descontento y tirantez, sobre todo popular, y algo de desconfianza

23
Mathes, 1976, p. 14.
24
Entre las islas de Luzón y Samar, por donde sale o entra el galeón de Manila.
25
AGI, Filipinas, 37, N. 19, «Informe de los daños que hizo el enemigo olandes…», s. f. Las
otras citas proceden del mismo expediente.
26
Loureiro, 2014, p. 354. Actual Bandar-e-Jask, al sur de Irán, que, de alguna manera, cierra
el golfo Pérsico.
88 los socorros de filipinas (1613-1620)

y distancia, perceptible incluso en la documentación que manejamos en cuanto


a los socorros de Filipinas a principios del siglo  xvii, pues es notable lo que
ocurre con el de 161327. La entrada de Felipe II de Portugal a Lisboa en 1619 poco
mejoró la situación28. Las tensiones crecieron durante la década de 1620 con las
pérdidas que conoció entonces la talasocracia portuguesa y que los portugueses
pudieron imputar a Madrid, como la toma de Ormuz por los anglo-persas (1622),
o la de Bahía por los holandeses (1624)29.
Si nos centramos en la Unión, esos socorros España-Filipinas-España por la
vía «portuguesa»30 y que bloqueaban la vía de la plata (Acapulco-Manila) no
podían ir en consonancia con los intereses mercantiles de Portugal. Por un lado,
sus mercaderes de Oriente también se beneficiaban del flujo de plata que llegaba
de América y, por otro, las sedas y otros artículos chinos que llegarían direc-
tamente a España, según lo proyectado en Madrid y Sevilla, supondrían una
competencia franca a los productos procedentes de Macao. Desde  1587, por
lo menos, Macao y Acapulco intentaban llegar a un intercambio directo, sin
pasar por Manila31. No obstante, Manila y Macao veían con muchas esperanzas
un lazo común, que la Doble Corona siempre había tratado de minimizar; y,
ahora, con el proyecto que sustentaba esos socorros de Filipinas en ruta directa
Sevilla-Manila, por la vía del cabo de Buena Esperanza, todo era cuestiona-
ble, tenía tintes dudosos. Y si estas novedades no bastaban para molestar a los
portugueses, el naufragio de Rodrigo de Vivero en las costas de Japón en 1609
ofreció, durante algunos años, ventaja a los españoles sobre los portugueses en
relación al comercio con ese archipiélago32.
Este conjunto de circunstancias, algunas de ellas nuevas, otras inscritas en
horizontes lejanos y, por lo tanto, siempre mal conocidas y mal estimadas,
propiciaron una actitud a la vez de desconfianza —por ejemplo, hacia Persia y
los eventuales aliados en la India— y agresiva: la pérdida de Ormuz, segunda
plataforma portuguesa en el Índico después de Goa, fue consecuencia de una
serie de provocaciones al sah Abás33. Esta agresividad estaba justificada si se
tenían los medios para ella. En el caso de la Unión de las dos Coronas, las
obligaba a multiplicar los esfuerzos, a veces sin pensar en medirlos, o mejor en
juntarlos. Por ejemplo, se proveyó en 1619 la salida de dos armadas, una para
Ormuz, desde Lisboa, la otra desde Andalucía (nos interesa aquí directamente,
como veremos) para Filipinas. La del golfo Pérsico fue un logro marítimo, pero
desembocó directamente, en  1622, en el desastre de Ormuz y su misión era
recuperar los territorios que había conquistado el emperador de Persia. La de
Filipinas naufragó a la vista de las mismas costas de Andalucía, apenas zarpó.

27
Véase el capítulo siguiente de este libro, cap. iv: «Levarse con la armada».
28
Schaub, 1998.
29
Schwartz, 2014.
30
El diseño detallado de ese proyecto de socorros queda explicitado en los siguientes epígrafes.
31
Ollé, 2014, pp. 384-385.
32
San Antonio, Vivero, Relaciones de Camboya y Japón.
33
Loureiro, 2014, p. 357 sqq.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 89

Es cierto que antes, y frente precisamente al peligro holandés, hubo algunos


esfuerzos compartidos, en particular entre Macao y Manila, los dos emporios
más expuestos, debido a que para ellos el dominio sobre el mar de China era
una pieza importante, lo que se refleja hasta en su cultura religiosa (fig.  5).
Esto podía contravenir el espíritu de Tomar34, pero era la lógica incómoda de
dos imperios adjuntos y rivales y, del mismo modo, amenazados. En ese sen-
tido, la Unión de las Dos Coronas aprovechó más al recién llegado en Extremo
Oriente, es decir, al español. Es cierto que, a cambio, el portugués olía y hasta
podía saborear la plata de Nueva España y Perú35.

Fig. 5. — Anónimo, Galeón de plata, 15 x 10 cm, Museo de Arte Sacro,


iglesia de San Pablo (Macao).
Fotografía: Paulina Machuca. © Museo de Arte Sacro de la iglesia de San Pablo (Macao)

No podemos cerrar este contexto, que envuelve a la Monarquía y sus depen-


dencias en una red compleja y tupida de intereses, sin dedicar un instante al
elemento aquí crucial durante esos mismos años: Filipinas. Debemos tener en
cuenta tres características. Como parte del mosaico hispano responde a un
modelo, muy distinto del de sus rivales, sobre todo holandés, entonces. Para los
hombres del norte, el concepto más importante es el de «comercio», por tanto,
la ocupación física del espacio no es su principal preocupación. Con algunas
factorías en las islas de las especias, con algunos acuerdos con los soberanos,
por ejemplo de Japón, limitan los gastos militares y los enfrentamientos con
los eventuales enemigos locales. El modelo español es menos unilateral, en él,
el comerciante —en otras partes el minero, el terrateniente— llega después del

34
Por los acuerdos de Tomar (1581) se garantizó la plena autonomía de Portugal dentro de la
Unión de las dos Coronas.
35
Ollé, 2014, pp. 374-376.
90 los socorros de filipinas (1613-1620)

soldado o conquistador y del misionero. Aunque ya se ha tomado conciencia de


la importancia económica que representa precisamente Filipinas para todo el
Imperio, como puerta del mundo chino. En 1619, el Consejo de Indias recono-
ció que mandar a la armada era conveniente para animar el comercio: «Y no se
hallará otra [ocasión] más a propósito, y supuesto que en esta consiste el reme-
dio de la Nueva España, el Perú y estos reinos para la contratación»36. Pero, en
su esencia, se legitima al afirmar que la meta es conquistar súbditos y almas
para el rey y Dios. Se trata tanto de dominación física como de intercambio.
Esto significa colonizar, es decir, apoyarse sobre un espacio y una soberanía no
compartida y poblar. Filipinas no puede escapar a ello.
Con esto, llegamos al segundo punto específico: la geografía tan peculiar
del archipiélago con más de siete mil islas, además de la presencia arraigada del
islam en la parte sur de las mismas, que hacen que el poder hispano sea frágil
aún cincuenta años después de la conquista. La muerte del gobernador Gómez
Pérez das Mariñas en 1593, asesinado por sus remeros chinos, la sublevación
de los sangleyes —comerciantes chinos instalados en el Parián de Manila—
en 1603, episodios que hubiesen podido acabar con la población española de la
ciudad, constituyen recuerdos muy presentes.
Por fin, y para reforzar los puntos críticos anteriores, por la misma lejanía,
porque la conquista de Filipinas fue tardía, porque los atractivos resultaron
tenues —ni plata ni especias—, los españoles eran muy poco numerosos. Dice
el doctor Santiago de Vera a finales del siglo xvi que Manila es como una «bolsa
vacía o posada sin huésped» y, en 1614, otro oidor da más precisiones:
Que de los españoles que quedaban en esta ciudad con los recogidos
de los vecinos de las islas y extravagantes por lista no había más de sete-
cientos y cincuenta con todos los mozos desde diez y seis años, viejos,
enfermos y manos inútiles para cualquier ocasión […]. Había por cada
español más de cuarenta enemigos37.

Y los que llegaban eran pocos y de calidad dudosa, entre adolescentes y demás
gente bisoña y galeotes. Durante un tiempo se pudo contar con mercenarios
japoneses, pero por definición eran poco seguros. Con más garantías se dis-
ponía de algunas compañías de soldados indígenas, sobre todo pampangos38.
Por todas estas razones, más que en otra parte, la presencia de un poderío
fuerte era a la vez difícil y necesaria. Así lo escribía, a finales de 1619, el pro-
curador de Filipinas en la corte de Madrid Hernando de los Ríos Coronel,
pues había que mostrar la potencia «para el asegurarse aquella tierra y alentar
a los naturales, sino que dejando de tener efecto, se pasarían al enemigo
la mayor parte»39. La advertencia era clara, se corría un verdadero riesgo.

36
Consejo al secretario Juan Ruiz de Contreras, 9 de julio de 1619 (AGI, Filipinas, 20, R. 13,
N. 84).
37
Merino, 1983, t. I, pp. 30 y 33.
38
Fernández, 2014.
39
Ríos Coronel, Memorial al rey, 1619.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 91

Pero es probable que hubiera también otras razones, vistas desde Madrid,
para ese proyecto obstinado de querer mandar a toda costa una armada de
Andalucía a Filipinas, directamente.

II. — ¿ACABAR CON EL GALEÓN DE MANILA?


«ESTO ES COSA RIDÍCULA»

La conciencia real era una gran preocupación, y si no que lo digan todos


los confesores reales que tuvieron entonces algo que ver con la política,
un fray Diego de Chaves un poco antes, un fray Luis de Aliaga en ese
momento 40. Y justo desde esta perspectiva, y desde Felipe II, Filipinas era
una pieza clave. En esos tiempos de confesionalismo acrecentado, cierta
escena en el palacio real no debe de extrañarnos. En  1619, tras el fracaso
de dos primeras tentativas de mandar un socorro a Filipinas desde España
se está dudando si intentarlo de nuevo. Hernando de los Ríos acaba de
llegar como procurador de las islas a la corte a finales de  1618 41, pero no
logra ver al rey. Otro personaje muy anclado en los modelos de la época,
de alto relieve, entre misionero, diplomático y aventurero, el franciscano fray
Fernando de Moraga, se presenta en Madrid a principios de 1619, acaba de
regresar de Filipinas por Persia y los dominios turcos. Curtido por el sol,
con el pelo largo y la barba hasta la cintura, deja fascinado al rey, introduce
a Ríos Coronel, e induce al soberano a reunir una junta sobre Filipinas, que
resulta negativa: «Resultó de ello [que] se abandonasen estas islas, por ser
de mucho costo»; aquí el cronista carga la tinta para dramatizar aún más,
pues, en realidad se trata del envío del socorro, únicamente.
El padre Moraga fue de inmediato a Palacio, postrose a los pies de su majestad,
y con afligidos suspiros, y mucha copia de lágrimas,
dijo; le perdonase su Majestad, si se excedía en explicar su gravísimo
sentimiento: preguntó por la causa de su llanto el Rey, y respondió, que
el haberse votado en la junta el desamparo de Philipinas, y sus Christian-
dades; lloraba la pérdida de innumerables almas, como consecuencia
infalible […]. Tan tiernas expresiones conmovieron la compasión de la
Majestad Católica, de modo que, cogiendo al religioso la mano, le dijo;
id con Dios, Padre Moraga, que no se dirá de mí que abandoné lo que
me ganó, y dejó mi Padre42.

Y así se decidió, parece, el envío de la armada del tercer socorro, en 1619,


con su dramático fin. El cronista Juan de la Concepción escribe más de un
siglo y medio después de los hechos, pero hay un autor, fray Antonio de

40
Martínez Peña, 2007.
41
Newsome Crossley, 2011, pp. 149-150.
42
Concepción, Historia general de Philipinas, t. IV, p. 476.
92 los socorros de filipinas (1613-1620)

la Llave, que dejó también un relato coincidente y contemporáneo de los


hechos43. No cabe duda de que, entre medias de tantas intervenciones, tantas
motivaciones intempestivas, los socorros de Filipinas avanzaban y peligra-
ban, a la vez, de mil maneras.
Hernando de los Ríos no era un misionero andariego y exaltado, sólo un
procurador general de Filipinas, pero sabía también dónde le podía doler al
alma real, así que tejió finos argumentos religiosos y políticos y escribió: «Dios
paga estos servicios colmadamente con bienes temporales», a lo que añadió:
Si no conviene a la seguridad de la real conciencia de V M. dejar de
socorrer aquella tierra, menos conviene a su reputación y autoridad.
Que dirá el mundo que estando tantas almas debajo de su real amparo,
los deje en manos de unos vasallos herejes y rebeldes, que los perviertan
y hagan retroceder; y que dirán tantos reyes, en cuyas orejas han hecho
tanto estruendo las nuevas de la grandeza y Monarquía de V. M. […] si
ven parar en solo palabras las armadas que cada día aguardaban destos
Reinos. Finalmente sería perder del todo la opinión, que es la que allá los
tiene sujetos a unos y medrosos a otros44.

Ser la mayor monarquía implicaba que el rey fuera «señor del mundo», o, por
lo menos, que el sol nunca llegase a su ocaso sobre sus posesiones. Sobre esto ya
insistía en varios memoriales de 1618 Martín Castaño, el predecesor de Hernando
de los Ríos, pues, en cierta manera, Filipinas cierra la redondez de la tierra, sea por
Malaca y el estrecho de Singapur, sea por la inmensidad del mar del Sur y las costas
de Nueva España y Perú. Pero Castaño no se olvidaba de otros argumentos, dado
que desde Filipinas se podía controlar el comercio de las especias procedente de las
Molucas, que según él valía más de tres millones de pesos al año45.
Las sumas que se manejan oficialmente para el comercio con Filipinas y
más allá, China y las Molucas, son a la vez muy atractivas y preocupantes para
la Corona, alrededor de dos o tres millones de pesos al año. Todo se resume
en saber con qué se financian esas sedas y esas especias. La respuesta es
conocida, con plata peruana y mexicana. Por entonces, Perú era el principal
proveedor de metales preciosos de la Monarquía, y los dirigentes en Madrid
estaban preocupados por las posibles conexiones con Filipinas. Si en 1581-1582
el gobernador del archipiélago logró mandar dos navíos de Manila a Perú,
esto se prohibió de inmediato. También existía el riesgo de una evasión
indirecta de la plata peruana por Acapulco: desde 1587 se trató de cerrar esa
relación, sin resultado. Por lo tanto, se tuvo que limitar el comercio entre
Nueva España y Perú. Al final, entre 1604 y 1634, progresivamente, se llegó
a una interdicción total46.

43
Newsome Crossley, 2011, pp. 150-153.
44
Ríos Coronel, Memorial al rey, 1619.
45
AGI, Filipinas, 27, N. 107.
46
Spate, 2004, pp. 217-220.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 93

Quedaba el flujo de plata mexicana hacia Manila. Los chinos y los españoles
entendieron enseguida lo que estaba en juego. Desde 1572, un enjambre de juncos
viene a ofrecer sus productos a la recién fundada Manila; en 1588 ya son 48, y siguen
progresando47. De tal manera que, a principio del siglo xvii, cada año, entre 54 y
81 toneladas de plata se desvían hacia China, a través de Manila. En consecuen-
cia, la desconfianza y la irritación de la Corona española crecen y esta no tarda en
tomar las medidas oportunas para limitar el flujo. Entre 1593 y 1604 se dictaron
una serie de reales cédulas que enmarcaron el comercio entre Acapulco y Manila:
la principal era prohibir una exportación de mercancías hacia Nueva España supe-
rior a un valor de 250 000 pesos y, en el otro sentido, limitar la extracción de plata a
500 000 pesos48. Pero la avidez y la corrupción, hasta sus más altos niveles —gober-
nadores, virreyes—, eran tales que se seguían intercambiando sumas millonarias.
Había una real hemorragia de metal precioso, pero también competencia en las
Indias Occidentales entre los productos chinos y españoles, como los tejidos de
seda, desfavorable a los procedentes de Europa, lo que se extiende hasta España.
En 1577, la flota trajo a Sevilla un cajón de seda china, en 1581 son 6 388 arrobas49.
De todas partes, le llegan al rey informes sobre esa competencia tan dañina. Ya en
1588, Giovanni Botero, en su obra Delle cause della grandezza delle città, advierte:
«El comercio con las Filipinas es más dañino que rentable para el rey de España.
Porque las mercancías [de China] son tan baratas que la gente de México, que hasta
ahora traían sus cosas desde España, prefieren adquirirlas en las Filipinas»50. En
una carta de junio de 1610 al soberano, el presidente de la Audiencia de Panamá
le recuerda que, ya en 1605, le avisó «del miserable estado en que hallaba este
reino», «porque las mercadurías de China se iban comunicando a todos los reinos
de Vuestra Majestad en gran daño y perjuicio de sus vasallos»51.
En ese momento, un nuevo actor aparece en escena, la universidad de los mer-
caderes de la ciudad de Sevilla, principal interesado, con la Corona, en el comercio
con las Indias. A principios del siglo xvii, se encuentra con una difícil situación,
ligada a una saturación del mercado americano originada por los productos
chinos, «que es causa que cese la contratación y ventas de las mercancías de
España»52. Por lo tanto, pide ayuda al poder. Según la Real Cédula, de 1 de diciem-
bre de 1610, el prior y los cónsules de dicha corporación han representado al rey:
Cuan apriesa se va acabando la contratación de entre estos reinos y las
Indias siendo una de las principales causas de esto la que se tiene desde esa
Nueva España a las Philipinas y la mucha cantidad de plata que cada año se
lleva a ellas, contra orden, a vueltas de los 500 000 pesos que se permiten.

47
Bernal, 1965, p. 77.
48
Copia de la Real Cédula del 31 de diciembre de 1604 (AGI, Filipinas, 22, N. 7, N. 29). Véase,
además, Díaz-Trechuelo, 1970; Yuste, 1984.
49
Picazo Muntaner, 2004, p. 502.
50
Botero Benese, De la causa de la grandeza de la ciudad, p. 74.
51
AGI, Panamá, 16, R. 2, N. 22, fo 9 v. Véase, además, Bonialian Assadourian, 2015.
52
Deliberación de la Junta de comercio de los cargadores de Indias en 1610 (Díaz Blanco, 2014).
94 los socorros de filipinas (1613-1620)

Para evitarlo, y también para que la Península abunde «de las cosas de la
China, y se enriquezcan [estos reinos] con la saca de los frutos de la tierra y
demás mercaderías que se llevaran a Philipinas y desde allí al Japón donde
tanto las apetecen por lo que carecen dellas y abunda la plata», se piensa en una
decisión radical:
Convendría que cerrando la puerta a la contratación de entre esa
Nueva España y aquellas islas se tuviesen con ellas desde estos reinos53,
con que también se engrosaría la cuenta que tiene con las demás Indias
Occidentales. […] Presupuesto que se puede hacer por el cabo de Buena
Esperança, que es navegación de tres meses de ida y otros tantos de
vuelta haciendo escala en Malaca, la Aljaba mayor o en alguna de las
islas circunvecinas.

Y esto tal como lo hacen los holandeses. Y se ordena, en consecuencia, a


todas las autoridades de las Indias, empezando por el virrey de Nueva España,
que vean «un memorial de apuntamientos que se ha presentado en el dicho mi
Consejo», y que informen sobre tal conveniencia54.
El paso es importante y determina lo que sigue. La Corona ha aceptado no
sólo el postulado según el cual la competencia china está en el origen de todos los
males, sino también los corolarios que lo acompañan y, puesto que las mercancías
hispanas son deseadas hasta en Japón, se debe interrumpir el tornaviaje Acapul-
co-Manila, debido a que el viaje de España a Filipinas por el Índico dura apenas
tres meses. En filigrana aparece la idea de contrarrestar el avance holandés, «que
casi se juzgan por dueños de toda la especería y drogas de aquellas partes»55.
La intervención de ese tercero en discordia que es el Consulado de merca-
deres de Sevilla da un vuelco radical a las perspectivas, pues hasta entonces se
trataba de controlar el producto que se llevaba de Acapulco a Cavite, puerto
de Manila. Ahora se propone, sin más, cerrarlo y abrir otro, aún más extenso
en cuanto a distancia, y más arriesgado, desde Andalucía a Filipinas, pasando
por el cabo de Buena Esperanza y el estrecho de Malaca. En los años siguientes,
esta corporación sigue martilleando, en particular acentúa su presión a partir
de 1616, cuando se precisa el envío de un auténtico socorro, dado que las seis
carabelas que se mandaron en 1613 eran como un ensayo. En una junta que
tienen el prior y los cónsules con los oficiales de la Casa de la Contratación
de Indias, organismo económico gestor de las Indias de Castilla instalado en
Sevilla, se dramatiza la situación: «Sin cerrar totalmente la puerta de la contra-
tación de la Nueva España con las Philipinas», hay «pena de que totalmente se
acabe el comercio deste reino con las provincias de Nueva España y del Perú».
En consecuencia «no se ha de dejar de socorrer aquella provincia [de Filipinas]
importando tanto su conservación así por lo que toca a la religión como al

53
Las cursivas son mías.
54
AGI, Filipinas, 329, L. 2, fos 118v-120r, para lo que antecede.
55
Ibid.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 95

Estado». Y, sobre todo, «sería de muy grande beneficio para estos reinos». Y
para que todo se concrete, el Consulado ofrece despachar «dos naos y demás
bajeles» para ir en convoy con la armada56.
Pero no todos los negociantes de dicha universidad son «mercaderes aventu-
reros», y cuando se les pide dar cumplimiento cabal a lo prometido, empiezan
las reticencias y el mendigar. La junta de cargadores de Indias se reúne el 5 de
septiembre de  1616 —la flota para Filipinas parece a punto de partir— y ve
«muy grandes dificultades e inconvenientes» en la propuesta del rey, que les
autorizó a cargar sus propios navíos para el regreso de Filipinas a Sevilla, «no
dando su Majestad naos propias suyas para que vuelvan con las mercancías
de las dichas Filipinas, y gente para ellas en la forma que se hace con las naos
que van de la Nueva España a las dichas Filipinas». Es decir, el Comercio de
Sevilla propone crear un sistema parecido al del galeón de Manila, que les sea
favorable, sobre el cadáver del primero, y rumbo a Andalucía. Y ello «porque
la ciudad de Manila y todas aquellas islas han de contradecir y estorbar esta
contratación», «y ser sin duda que los gobernadores de aquellas islas no han de
permitir sacar ninguna gente española dellas para volver con las naos»57.
Ya le están entrando al Consulado el pragmatismo y la duda. Y cuando el Con-
sejo de Indias pregunta al presidente de la Casa de la Contratación cómo van los
preparativos del Consulado en cuanto a su participación en el socorro, aquel con-
testa que los mercaderes le han dado largas, mientras esperan la llegada de la flota
de la plata para determinarse: «Lo que yo digo y tengo por cierto es que veo esta
gente desanimada, y espero muy poco della, si con la venida de galeones no cobran
corazón»58. En 1619, desde enero, se intenta reanimar el ímpetu de los negociantes,
a los que se les pide que envíen dos navíos a Filipinas. En julio, el Consejo de Indias
pierde la paciencia y la compostura: «Las largas dilaciones de los mercaderes no
nos engañan, dejando cada cosa a punto cuido para hacer su negocio con alguna
insolencia y demasía»59. En consecuencia, y después de muchas vacilaciones —pues
muchas habrá en este gran proyecto de los socorros a Filipinas—, la Corona decide
no autorizar el menor envío de mercancías de Sevilla a Manila en sus galeones, así
que será una expedición exclusivamente militar60.
En su parecer del 5 de septiembre de 1616 el Consulado se queja de las cartas
que se han mandado desde las islas contra el proyecto que está promocionando61.
Entre los adversarios se encontrará, después, al recién llegado procurador de
Filipinas Hernando de los Ríos Coronel. En su memorial de 1619, este pone al
descubierto la debilidad económica de la propuesta de la corporación sevillana.

56
AGI, Filipinas, 200, N. 12.
57
AGI, Filipinas, 200, N. 34, N. 42 y N. 43.
58
Carta del presidente de la Casa al secretario del Consejo, 14 de noviembre de 1616 (AGI,
Filipinas, 200, N. 89).
59
El Consejo, 6 de enero y 8 de julio de 1619 (AGI, Filipinas, 38, N. 7).
60
Real Cédula al secretario del Consejo, 12 de diciembre de 1619, es decir, apenas unos días
antes de la salida de la armada (AGI, Filipinas, 329, L. 2, fo 337).
61
AGI, Filipinas, 200, N. 42.
96 los socorros de filipinas (1613-1620)

Adbitrio que dan los adversarios de las Filipinas en esta manera. Quítese
el trato de la Nueva España, venga la contratación a Sevilla, y en cambio
de las mercaderías que de allá se trajeren, les llevarán vino, aceite, paños y
lencería, y otros muchos géneros, como se llevan al Pirú y Nueva España.
Esto es cosa ridícula, y se ve bien que el dueño destos adbitrios ignora lo
que allá pasa, y lo que conviene al servicio de V. M., que si lo hubiere visto
no lo diera tan a ciegas, porque cuando se haya entablado este trato, se
verá cuán perjudicial es para los fines de sus pretensiones: pues cuando
carguen de vinos, y aceites, y los demás que dicen, y vean que allá no ay
[sic] nación que gaste tales géneros, sino solamente los pocos españoles
que con cuatro pipas para los regalar, les sobrarán las dos: han de necesi-
tarse a enviar dinero seco, como lo llevan de Portugal, y los olandeses que
allá no han menester mercancías, ni las gastan.
Y con esto y con la golosina del interés, se han de descarnar cuando
pudieren por enviar allá la plata, y así se seguirá otro mayor incon-
veniente, que es sacarla de España, que estaba ya sin riesgo la que se
sacaba de las Indias, donde no hacía tanta falta. Y tras esto mandar a
las Indias otras mercancías tan caras que nadie las pudiera gastar. No
es Profeta, más si estos adbitrios V. M. los admite, han de ser la des-
trucción de sus reinos 62.

Por caridad cristiana, el clérigo Hernando de los Ríos no nos ha dejado el


nombre del mal profeta o «dueño destos adbitrios», mas creo que lo podemos
adivinar, y así rescatar, después de otros, a un personaje central, aunque algo
en la sombra hasta estos últimos años, autor de esa «cosa ridícula» que se está
proponiendo, y que la Corona pone en acción sin una reflexión lo bastante
madura, según el procurador.

III. — HORACIO LEVANTO, HOMBRE DE NEGOCIOS Y ARBITRISTA

Al empezar esta investigación sobre los socorros, el genovés Horacio


Levanto nos era del todo desconocido. Tropezamos con él al leer una simple
línea de un inventario de los bastimentos de la armada de 1619, pero fue bas-
tante para que nuestra curiosidad se despertara. En ese año, el dicho Horacio
Levanto ofrece, de su propia voluntad, 500  arrobas de aceite para la flota
de Filipinas que se está preparando63. Con esto, ya se podían sacar algunas
conclusiones, pues el gesto sólo se entiende si procede de uno de los hombres
de negocios influyentes de Sevilla, favorable a la aventura de los socorros, tal
vez gran terrateniente, poseedor de olivares, con una posible implicación en
el abasto de las flotas del rey.

62
Ríos Coronel, Memorial al rey, 1619.
63
AGI, Filipinas, 20, R. 13, N. 84. La carta que escribe al secretario del Consejo Juan Ruiz
de Contreras, encargado de los preparativos de la armada, se encuentra en el folio 235, sin
fecha y se trata «de buen aceite embotijado y puesto luego que se me demandare a la orilla
del río».
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 97

Con este antecedente, empezamos a tirar del hilo de Ariadna. Lo primero


que salió nos lo proporcionó Antonio Domínguez Ortiz64, pues hizo mención
a su origen genovés e indicó que pertenecía a una familia que en Andalucía
«ejerció considerable influencia económica». Reveló, además, otros rasgos
originales de su vida, procedentes de su ejecutoria de naturaleza dada en
Puebla de los Ángeles en 1610. Fuimos al documento, fechado en Madrid, a
21 de diciembre de 1610.
Por cuanto vos Horacio de Levanto, genovés de nación, me habéis
hecho relación que el año de quinientos y noventa y cuatro, estando en
la bahía de Cádiz con una nao de un pariente vuestro para ir a Italia, se
embargó para llevar bastimentos a la Habana, la cual se perdió y con
esta ocasión, pasaste a la Nueva España y de quince años a esta parte
habéis residido en la ciudad de los Ángeles con vuestra casa poblada. Por
lo cual el cabildo de ella os dio carta de vecindad65.

Es una trayectoria habitual en los negociantes, sobre todo en los jóvenes.


Levanto, hombre de iniciativa, sabe aprovechar las circunstancias, aun las más
adversas, como la conducta arbitraria de la Corona y la pérdida del navío. Es
probable que se instalara en Puebla, como corresponsal de su parentela y de la
nación genovesa de Andalucía, una de las más activas y ricas entonces66.
Podemos pensar que durante los quince años que pasó en las Indias acu-
muló conocimiento, experiencia, hasta una perspectiva diferente de sus
congéneres, y que, poco después de 1610, regresó a España, con las faltri-
queras repletas de pesos mexicanos. En varios archivos afloran testimonios
de sus actividades y de su fortuna. En 1642, unos años después de su muerte,
se le menciona como «factor de provisiones de la armada, genovés»67. En el
marco de esa actividad, muy provechosa, en 1628 se le autoriza a comprar
en Valencia el arroz necesario para la Armada del mar Océano 68. Con ese
mismo cargo se le embargaron en 1625, para dicha armada, 983 quintales
«de jarcia nueva alquitranada de Alemania» que nunca se le pagó 69. Toda-
vía en 1660, sus herederos estaban en pleito por el mayorazgo que fundó70.
Cuando Horacio muere en Granada en 1637 —«el jinovés más poderoso que
se ha reconocido en nuestros tiempos»—, el cronista le atribuye una fortuna
de 500 000 ducados71.

64
Domínguez Ortiz, 1998, p. 120.
65
AGI, Indiferente general, 449, L. A2, fo 148.
66
Aquí son imprescindibles los trabajos de Girón Pascual, 2011 y 2012; Rolando es hermano
de Horacio.
67
AGI, Contratación, 966, N. 2, R. 2.
68
ACA, Consejo de Aragón, L. 0600, N.  066. La Armada del mar Océano está encargada de
navegar cerca de las costas del Atlántico para protegerlas y esperar las flotas de la plata.
69
AGI, Contratación, 966, N. 2, R. 2, fo 13.
70
AHN, Consejo, 29732, exp. 7.
71
Girón Pascual, 2011, p. 48.
98 los socorros de filipinas (1613-1620)

Aun con sus nuevos intereses, nunca olvidó los negocios de las Indias.
En 1619 recibió «tres cajones de grana que le vendieron» procedentes de Nueva
España72; en 1634, mandó 101 barriles de aceitunas a Veracruz73. En 1642, los
administradores de sus bienes reclaman dos cajones que venían en la capitana
de la flota, con un total de 1633 pesos en reales, resto de una cantidad mayor
que se le debía de 14 000 pesos74.
Como se puede percibir, Levanto dejó una herencia cuantiosa, pero también
muchos dolores de cabeza a sus herederos. Y el menor no fue el relacionado con
el oficio de ensayador y fundidor de la casa de la moneda de México; de hecho,
un siglo después de su muerte, la Corona, el convento del Santo Desierto de car-
melitas descalzos de México y los descendientes del genovés seguían peleando.
Hacia 1630, la Hacienda Real debía a Horacio la respetable suma de 50 000 pesos
por el apresto de la Armada del mar Océano. El genovés ya entonces estaba inte-
resado en el manejo de las casas de la moneda de Sevilla y Granada, de las cuales
era administrador, o tesorero75. El oficio de ensayador y fundidor de la de México,
vendible y renunciable, valía entonces 165 000 pesos, y una tercera parte de ello
caía entre las manos de la Corona cada vez que cambiaba de titular. Es este último
derecho el que por reales cédulas de 1630 se transfirió a Levanto, para que cubriera
la deuda de 50 000 pesos. Era una lotería, pues podía haber suerte si las renuncias
al oficio se multiplicaban. En ese momento se le ocultó o no percibió Horacio algo
esencial, que el titular Melchor Cuéllar hizo donación del oficio por testamento
de 1627 al dicho convento carmelita. Eran los frailes los que debían, por lo tanto,
pagar el tercio del valor a cada cambio del teniente que ellos ponían. Y los reli-
giosos actuaron con algo de alevosía: ¡en 1633 nombraron un oficial de menos de
catorce años de edad! Levanto se incendió y en 1730 el fuego no estaba apagado76.
¿El punto de partida, las 500 arrobas de aceite regaladas a la armada de Fili-
pinas, merecen esta larga digresión? En sí, es probable que no, pero Levanto
era más que esto, pues de cierta manera es «el ideólogo» de las expediciones,
y profundizar en su personalidad permite entender mejor lo que sigue. Fue
un hombre con múltiples facetas, todas ligadas al Imperio, fueran las Indias,
fueran las flotas protectoras, fuera la plata o la moneda —nervio de todo el edi-
ficio—; y, esto, desde Andalucía —Sevilla, Granada—, y una que otra pasada
por la corte77. Como lo demuestra la apuesta-negocio alrededor del oficio de
ensayador de México, tenía un espíritu fértil y aventurero, aunque no era ni
muy buen calculador ni muy reflexivo. Así parece que lo notaba Hernando de
los Ríos Coronel, si en efecto pensaba en él.

72
AGI, Contratación, 816.
73
AGI, Contratación, 829.
74
AGI, Contratación, 966, N. 2, R. 2.
75
Girón Pascual, 2011, p. 48.
76
Breve recuento de un amplio expediente (AGN, Casa de Moneda, vol. 429, exp. 1). Las dos
reales cédulas a favor del genovés (AGI, Indiferente general, 452, L. A12, fos 203v-204v y 211v-212v).
Sobre Melchor Cuéllar y el dicho oficio, véase Castro Gutiérrez, 2012, pp. 28 sqq., 48 sqq., 67.
77
En julio de 1636 es residente en Madrid (AGI, Contratación, 829, fo 2r).
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 99

En 1620, Horacio Levanto da a la imprenta un Memorial sobre el trato de


la China con Nueva España y estos reinos que lleva su firma. No está fechado
al final, lo que deja una pequeña duda: los estudiosos se limitan a delimi-
tarlo con «circa 1620», en lo personal soy más afirmativo, es «de 1620» en
cuanto a la imprenta78. Lo cual plantea dos problemas: en primer lugar que
se publicó tras el desastre de la armada de 1619-1620; y, en segundo lugar,
Hernando de los Ríos no puede, en 1619, en consecuencia, referirse a la ver-
sión impresa. Sobre el primer punto, el fin de la flota de Lorenzo de Zuazola
que salía rumbo al cabo de Buena Esperanza tiene muy presente el Memorial
de Levanto y, como veremos más adelante, este ofrece una ruta alternativa,
que defenderá frente al Consejo de Indias, por el istmo de Panamá. Sobre el
segundo punto, y de acuerdo con José Manuel Díaz Blanco, se puede emitir
una hipótesis consistente en que tiene el opúsculo «una curiosa estructura
de redacción doble: el Memorial tuvo una forma inicial más breve, que no
ha llegado directamente a la actualidad, a la cual Levanto le añadió otros
párrafos que se localizan visualmente en el impreso» en forma de exten-
sas notas79. Es decir que existió una primera versión breve, manuscrita o
impresa, hoy perdida, que conoció de los Ríos Coronel en 1619, que criticó con
rudeza, y que condujo a Levanto a ampliar y matizar sus arbitrios en la versión
impresa de 1620, con notas, dedicada al presidente del Consejo de Indias, don
Fernando Carrillo, un conocido de Alonso de Contreras y que cruzaremos
de nuevo en este camino.
La introducción del Memorial es la esperada: «Grande es el trato, señor, que
hay de la gran China a la ciudad de Manila», y en ella se presta, sobre todo, aten-
ción a los tejidos de seda —«seda floja y torcida, y de madeja»—, «y de algodón
son sinabafas, bocacíes, holandillas y caniquíes», sin olvidar las especias. «Y todo
vale en aquellas partes muy barato». «Y así con los tejidos de seda que vienen de
China, tiene la Nueva España poca necesidad de ropa de seda de España»80. En
cuanto al algodón de China lo usan en Nueva España en especial los indios, que
aunque llegue a faltar, «no por eso han usado los indios en su lugar los de lino,
que les van destos reinos, que se han pasado con mantas de Campeche y de la
Guasteca». Todo esto «deja poco provecho a la real hacienda de su Majestad, por
venir registrados parte por cosa de poco valor, y avaluarse barato».
Saca una conclusión contundente: «Que no pudiera navegar de la dicha isla
de Luzón a la Nueva España tejido ninguno de seda, ni ropa hecha dellos,
que es lo que hace el daño»81. Con bastante ligereza, si no cinismo, añade que
con el comercio del algodón resolverían su hacienda los vecinos de Manila,

78
Levanto, Memorial sobre el trato; Díaz Blanco, 2014, hace un breve acercamiento al texto
de Levanto. En el cuerpo del texto aparece la fecha «este año 1620», fo 4r del Memorial, por lo
que se puede aceptar esta fecha de impresión. Sobre el escrito, véase también Bonialian Assa-
dourian, 2016.
79
Díaz Blanco, 2014, p. 56.
80
Levanto, Memorial sobre el trato, fo 1.
81
Ibid., fo 2r.
100 los socorros de filipinas (1613-1620)

y en nota, probablemente posterior, señala que, en definitiva, el comercio


del galeón y la plata están entre manos de  15 a 20  tratantes de Manila, y
de 40 a 50 de México82 .
Y esto le conduce a hacer una propuesta: «Mandar que por cuenta de la real
hacienda de Su Majestad, se comprasen cada año en Manila mil cajones de seda
madeja, pelos y tramas, que fueran 120 toneladas» con destino final a la ciu-
dad de Sevilla, triplicando el precio. No quedarían en Nueva España más que
250  cajones. Sería trabajada por los artesanos españoles, exportada después,
en particular a la Nueva España. En nota se justifica afirmando que así pasaría
menos plata a los infieles, es decir, los chinos, y da un paso atrás, ya que en vez
de un estanco parece ahora proponer más bien un asiento, más favorable al
comercio83. Lo cual le facilita otro ofrecimiento: «Entraré partícipe en el dicho
empleo de seda por la tercera parte»84. No olvidemos que la residencia habitual
de Levanto se encuentra en Granada, ciudad de la seda.
En una larga nota trata de justificar que se haya prohibido a los comerciantes
de Manila exportar tejidos de seda desde Manila a España, pues eso constituye
una cargazón de mucha valía, y toda pérdida de navío sería una ruina para los
mercaderes de Filipinas. Además, se inmovilizarían grandes capitales, que sólo se
podrían recuperar al regreso, al cabo por lo menos de tres años. Las contrapartes
chinas no tendrían, entonces, la paciencia de esperar, se desharía el mecanismo
económico montado en Manila y los chinos se irían con los holandeses85.
El final del texto es una nota muy extensa, con toda seguridad de 1620, es decir,
posterior al naufragio de la flota en enero de 1620. Está dedicada a la reflexión
sobre el mejor derrotero entre Filipinas y España. Su preferencia va, como vere-
mos más adelante, a Panamá, y excluye prácticamente de entrada la ruta por el
cabo de Buena Esperanza.
Se observa en el texto un profundo conocimiento tanto de los productos y
de los precios como de los mecanismos de los mercados, en particular, del de
Nueva España donde vivió largo tiempo. Tiene una capacidad argumentativa
excelente y salva todos los escollos: ¿por qué no habla de traer a España tejidos de
seda? ¿Intenta ahogar a la sociedad española de Manila? Además, sabe modificar
perspectivas y hacer relativas concesiones, pues asigna 250 cajones para Nueva
España. De hecho, al final propone un asiento, es decir, un contrato negociado
y no un estanco o monopolio real. Por supuesto, y así es en el mundo del nego-
cio, no se olvida a sí mismo, y en particular que vive en Granada, rodeado de
artesanos que podría hacer que trabajasen «su» seda procedente de China, para
venderla después, transformada, en las Indias Occidentales, a donde la trans-
portaría en flotas de las cuales también sería proveedor de los bastimentos. Un
auténtico trato redondo, hasta desde el punto de vista geográfico.

82
Ibid., fo 2v.
83
Ibid., fo 3.
84
Ibid., fo 4r.
85
Ibid., fo 6.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 101

Queda la pregunta del principio: ¿«Es cosa ridícula» como advierte Hernando
de los Ríos? En 1620, es decir, en la última nota, Levanto se preocupa de algo que
ni los cargadores de 1610, ni la Corona en los años que siguen han tratado ver-
daderamente con cuidado, y que resulta esencial: el designio supone un dominio
por lo menos aproximado de las rutas y de los instrumentos geográficos, navales,
humanos que se deben de poner en juego. La gran preocupación, al origen de
estos socorros de Filipinas, es la hemorragia de plata. Recordemos que el procu-
rador de las islas Filipinas la consideraba un hecho imposible de obviar: poco o
nada interesaban en Asia los productos europeos, de no ser algunas armas y la
tecnología naval en Japón. Y, en efecto, Horacio Levanto no tiene para esto una
respuesta, sólo propone limitar de manera significativa la evasión de moneda
de plata y reemplazar productos acabados chinos (tejidos y ropa) por la materia
prima, lo que supone un menor desembolso. A lo más en una nota manuscrita
de 1621 reconoce que «el gasto de los frutos de estos reinos en Filipinas no pueden
ser de consideración»: después de reflexionar daba razón a de los Ríos Coronel.
En definitiva, ¿su propuesta era viable? Es probable que en parte, si se soluciona-
ban los problemas de la ruta y del transporte, de los mercados aficionados a los
artículos chinos y, sobre todo, de la sarta de descontentos que iban a nacer, de
China a Nueva España, sin olvidar las reacciones de los rivales holandeses, y
hasta de los portugueses. ¿Detalles?
Todo bien medido, lo que propuso en 1610 la Universidad de mercaderes
de Sevilla sin distancia reflexiva, a partir de una coyuntura adversa y con
múltiples facetas, lo que trató de llevar a su realización la Corona entre 1613
y 1619, entre incertidumbre y obstinación, es lo que, más tarde, un genovés
intentó racionalizar y justificar, pero ya era demasiado tarde. Si hay que
volver sobre el juicio de Hernando de los Ríos, no fue una cosa ridícula, fue
una tentativa desacertada, incapaz de medir aún sus límites, con el aguijón
de menores pérdidas y mayores ganancias: ¿es una formulación tan dife-
rente de aquella del procurador?
Lo cierto es que un siglo más tarde se llevó a cabo, durante un tiempo breve,
la propuesta de Levanto. En 1724, el virrey de Nueva España, según una orden
del rey de 1718, decretó que se ponía un término al comercio de seda entre Fili-
pinas y Nueva España. «en ramas y en tejidos». Al mismo tiempo, y conforme a
la propuesta del genovés, se autorizaba la introducción de algodones asiáticos.
Dicho bando virreinal se revocó en 1734, otra decisión desaliñada86.

IV. — ¿PUEDE UNA ARMADA PASAR POR EL OJO DE UNA AGUJA?

Todo este contexto geopolítico y económico es importante, pero mucho más


determinante todavía es el geográfico, o mejor dicho, el oceánico y el climá-
tico. Será necesario ser preciso más adelante, pero desde ahora vale la pena

86
Gámez M., 2016.
102 los socorros de filipinas (1613-1620)

acercarnos a los siete mares implicados por ese proyecto de mandar flotas de
Andalucía a Filipinas por el cabo de Buena Esperanza, o cualquier otra ruta.
¿Siete mares? Tal vez, pero con certeza cuatro derroteros por los cuales acceder
desde España a Filipinas: el Cabo, por supuesto, es el que está en los espíritus en
prioridad entonces, pero también interfiere el estrecho de Magallanes (y acce-
sorios), sin olvidar los puentes que constituyen la Nueva España y el istmo de
Panamá. Y no tomamos en cuenta el fantasioso —hoy— estrecho de Anián,
pero muy presente en las mentes de la época. Ya dice la sabiduría popular que
la abundancia puede ser enemiga del bien y el exceso de opciones marítimas y,
por tanto, de calendarios y tiempos, fue otro de los dramas de esta «gran idea».
Hay que tener en cuenta también la cronología, pues el proyecto tomó consis-
tencia entre los años 1610 y 1616. En ese momento, el estrecho de Magallanes ha
caído casi en el olvido, después de la gran odisea pirática inglesa, desde Francis
Drake a Richard Hawkins, pasando por Thomas Cavendish («activo» sobre todo
entre 1578 y 1593), para quienes fue la puerta de entrada al «lago español» del Pací-
fico87. Portugueses y holandeses tenían metas más precisas, Asia y las especias.
Los segundos querían apoderarse de las factorías de los primeros y los primeros
pensaban cada vez más en términos atlánticos, con Brasil o incluso África del
Norte. El océano Índico se convirtió en un espacio geopolítico inestable, pero
atractivo, y la ruta del Cabo aparecía como la más transitada a principios del
siglo xvii por unas y otras armadas88. Madrid pensó, entonces, que era el surco
a seguir, con falta de imaginación o de reflexión. Cuando se vuelve a despertar
el interés por el Estrecho, con Van Spilbergen (1615) y los hermanos Bartolomé y
Gonzalo García de Nodal (1619), ya es tarde, y esto sólo entorpecerá más aún las
decisiones del mando superior español en cuanto al socorro de Filipinas.
Así, en los años que anteceden a los socorros, tanto holandeses como portu-
gueses mandan armadas por la vía del cabo de Buena Esperanza, cuyo destino
es como una apertura a ese purgatorio de las expediciones a Filipinas desde
España. Y con el conocimiento de que en ese derrotero hay tres puertas estrechas
y obligadas89: el propio Cabo, la isla de Mozambique90 y el estrecho de Malaca.
Los tiempos son decisivos: una armada neerlandesa, la del almirante Van der
Hagen, sale de las Provincias Unidas en diciembre de 1603 con 12 navíos, llega
al Cabo en junio de 1604, se halla en la isla de Mozambique entre julio y agosto y
viene a molestar a Goa a finales de septiembre del mismo año. Un viaje feliz, en
otras palabras. La flota portuguesa de 5 navíos sale más tarde, en abril de 1604:
3  navíos deben de regresar a Lisboa, en malas condiciones antes de llegar al
cabo, uno naufraga en el canal de Mozambique y el último tiene que invernar un
año en la isla. Suertes muy disparejas, nefastas sobre todo para los portugueses,
debido a que entre 1604 y 1608 salen de Lisboa hacia la India 26 galeones, de los

87
Bernal, 2012, pp. 254-264.
88
Subrahmanyam, 2013, pp. 206-215.
89
Boxer, 1984.
90
Ibid.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 103

cuales 11 tuvieron que invernar, 6 hicieron arribada (viaje frustrado), y apenas 9


—un tercio— llegaron en el tiempo previsto. Es cierto que esos accidentes tam-
bién perjudicaban al cazador neerlandés, con menos presas, mas entre tantas
peripecias, solo logró alcanzar a 4 barcos de la Carreira da Índia91.
Hay que notar que el calendario por esta ruta del Cabo no es en verdad tirá-
nico en cuanto a la salida de España, al menos, en apariencia, ya que para ir
de Europa al Índico, se puede zarpar entre la segunda quincena de octubre y la
primera de abril92. Son seis largos meses y, de nuevo, la abundancia perjudica y
favorece la indecisión. Hasta un piloto flamenco consultado en agosto de 1619
en Sevilla afirma que «los olandeses salen de su tierra en todo el tiempo del
año»93. Veremos que, en varias ocasiones, se atrasa la partida de la armada; sólo
deben aguardar unos meses para tener otra oportunidad de levar las anclas y,
de espera en espera, la armada de Filipinas de 1616 nunca saldrá para Manila.
Además, dentro de esa amplia ventana, hay que tomar en cuenta los destinos
finales que la limitan, como escribe de los Ríos Coronel en 1619:
Y, no obstante que las naos de Portugal salen por marzo, respecto de estar
las Filipinas más distantes que las Indias, ha menester anticiparse dos meses
por lo menos que en esta parte, cuanto más temprano saliere, harán el viaje
más breve y seguro para no herrar en cosa que importa tanto el acierto94.

El acierto suponía decisión, una visión clara, es decir, facultades que le fal-
taban a la Monarquía sobre esos temas y en ese momento, como veremos a lo
largo de lo que sigue. Y, por casualidad, ese derrotero por el que tienen prefe-
rencia, por el Cabo, es el más complejo, con al menos tres regímenes de viento
distintos, a la altura del sur de África, en la cercanía de Mozambique y en la
región del estrecho de Malaca, lo que puede traer atrasos y variaciones consi-
derables. Así, en un momento crucial, febrero de 1617 —la armada está lista en
Andalucía para zarpar, pero nadie se atreve a tomar una decisión definitiva—,
el presidente de la Casa de la Contratación, don Francisco de Tejada y Mendoza,
presenta el dilema. De haber salido en diciembre de 1616:
Dentro de seis meses a lo más largo [estaría] en Malaca, adonde
gozando de la monción [sic] de mayo, llegara a Filipinas dentro de siete
de como saliera de España. […] Y ahora o a de tardar catorce o quince
por lo menos saliendo por marzo con tan grandes dificultades, gastos
y peligros; o a de esperar a diciembre que es un año, pues cuanto antes
partiere, tanto más se ha de detener en el viaje95.

91
Murteira, 2014. Aunque Ollé, 2014, p. 373, afirma que entre 1597 y 1609 los navíos de la
VOC capturaron un total de treinta barcos ibéricos.
92
Haudrère, Le Bouêdec, 2011, p. 60.
93
Pedro Miguel, alias Dubal, piloto mandado por el archiduque Alberto (AGI, Filipinas,
7, R. 5, N. 57).
94
Ríos Coronel, Memorial al rey, 1619. Para llegar al mar de China, los meses de noviem-
bre-febrero eran los más convenientes (Haudrère, Le Bouêdec, 2011, p. 60).
95
Carta a Juan Ruiz de Contreras, en Sevilla, el 9 de febrero de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 153).
104 los socorros de filipinas (1613-1620)

Y apoya su ponderación sobre dos juntas de pilotos que se han convocado, en


Sevilla y Lisboa, sobre el asunto de los tiempos: levantar velas en marzo-abril es
llegar al Cabo en pleno invierno, «con la fuerza de tormentas y vientos contra-
rios», tomando en cuenta que,
las naos para este viaje no están aforradas ni tienen más de un costado.
Cosa que ninguna nao de extranjeros ni naturales que haya pasado a
aquellas partes deja de llevar dos costados y alguna con aforro encima
por las grandes tormentas.

En cuanto a
hibernar en Mozambique, la tierra es tan enferma y falta de bastimen-
tos que, conocidamente, peligraría la mayor parte de la gente […] y
las naos se acabarían de consumir por haber un año que tienen dada
carena y no estar aforradas.

Y los pilotos, los hermanos Omes —autores de este parecer— aconsejan


salir «por el mes de noviembre o diciembre»; si no ellos no se atreven a hacer
el viaje, «por el conocido riesgo que llevan las naos»96.
Y si hay necesidad de hibernar en Malaca la suerte no es mejor, dado que
hay que permanecer allí durante siete meses y esperar mayo y los monzones en
dirección del Oriente y Filipinas: «La armada [partirá] arriesgada a poder pere-
cer la gente». En tal caso, los pilotos portugueses recomiendan pasar a Cochín,
con monzón favorable desde Malaca en octubre-diciembre, y allí esperar el
del oeste en el mes de mayo, con bastimentos más baratos y abundantes. Y,
desde Lisboa, por tanto, se propone salir en septiembre, para llegar a Malaca en
abril a fin de enfilar el monzón de mayo que va hacia Filipinas, de manera que,
entonces, en efecto, siete meses en total serían suficientes97.
En una carta anterior, la del 5  de diciembre de  1616, el mismo presidente
Tejada nos da los pormenores de una de esas juntas de pilotos en Cádiz: debió
de ser una torre de Babel, ya que participaron «pilotos portugueses, [un] inglés
y un flamenco, y algunos castellanos que han hecho viajes a la Yndia». Se vie-
ron mapas y derroteros, en particular, algunos traídos de Lisboa. Y, sobre todo,
cada uno describió su experiencia, distinta por fuerza de las demás, insistiendo
cada uno de los expertos sobre las rutas, los tiempos, los riesgos. Así
Enrique, el piloto inglés, dice que partiendo de Ynglaterra mediado
diciembre, entró al principio de agosto en la Samatra questa tan
cerca de Malaca, y hizo su viaje por de fuera de la isla de San
Lorenzo [Madagascar] en 33 grados 98 , habiéndose tardado más de
40 días en diferentes aguadas.

96
Ibid.
97
Ibid.
98
El sur de Madagascar está en 25° de latitud sur, es decir, que pasó ampliamente por debajo
de la isla.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 105

Un piloto flamenco salió un 28 de febrero:


Y yendo por dentro de la isla de San Lorenzo y tomando refresco
entre las islas de Comoro, en la de San Joan, que están cerca de Moçam-
bique, adonde hay mucha carne y frutas y otras cosas de consideración
y mejor clima que el de Moçambique, llegó al puerto de Gomispola, o
a Chen que es en la Samatra, en fin de julio […] Y estos dos extranjeros
dicen: el inglés que en 22  meses que tardó en el viaje de ida, estada
y vuelta murieron nueve hombres en dos navíos; el f lamenco que
ninguno en los cuatro.

¿Qué pensar de todo esto? Don Francisco de Tejada nos da al fin su parecer:
«Si yo hubiera de embarcar dejara gobernar este viaje al Enrique el inglés, por lo
que he entendido de su suficiencia y puntualidad, y es buen católico romano»99.
Es lo que se puede llamar una trama ajustada que, sin embargo, se quiso
tejer en esas circunstancias, y que volvería a estar al día en la segunda mitad del
siglo xviii, cuando un inglés residente en Madrid propuso en 1758 una derrota
entre Mindanao y Cádiz, pasando por el Cabo, aparte de otros proyectos de
colonización en Filipinas. Idea que retomaría la Metrópolis después de que los
británicos tomaran Manila en 1762, para estrechar los lazos entre los dos uni-
versos. Desde el punto de vista político, presentaba una dificultad, ya que el
paso por el Cabo podía ser necesario y este pertenecía a los holandeses, hostiles
a la presencia española en Extremo Oriente100.
Con todas sus aristas, esa vía por el sur de África era factible. Lo habían demos-
trado los holandeses y, hasta cierto punto, los portugueses. Pero, en 1615, los
neerlandeses vuelven al camino del estrecho de Magallanes, con la expedición de
Joris van Spilbergen, y sus seis navíos, que zarpan de Pichilingas101 el 24 de junio,
pasan el Estrecho y salen a la mar del Sur el 24 de mayo de 1615102. Esto alarmó
sobremanera a los españoles y los incitó a retomar el proyecto del socorro103, pero
sobre todo volvió a llamar la atención sobre este posible derrotero por los estre-
chos. Y no es que hubiese sido un logro total, Spilbergen se demoró veinte meses
menos cuatro días hasta alcanzar «al Malayo», su destino final; de 750 hombres
llegaron a las islas «hasta quinientos cincuenta hombres poco menos»104.

99
Lo que antecede de AGI, Filipinas, 200, N. 107.
100
Véase AGI, Filipinas, 199, N. 7 y Filipinas 390, N. 18. También «Presentación», Martínez
Shaw, 2014, p. 18. La VOC se establece en el Cabo en 1652.
101
Es decir, el puerto holandés de Vlissingen (Flesinga), en Zelanda. Poco después en una
sátira contra Olivares aparece la expresión: «pichilingue pirata» (Echevarría, 1998, p. 242). El
origen de la palabra es controvertido.
102
Testimonio del flamenco Pedro de Lest, desde Acapulco, hacia diciembre de  1615 (AGI,
Filipinas, 37, N. 19).
103
Según el propio presidente de la Casa de la Contratación (AGI, Filipinas, 37, N.  19). Ya,
en 1616, Pedro de Lest está en Sevilla, bajo las órdenes del presidente.
104
Testimonio de Arnaut de Lapen en Terrenate [Ternate], 28 de abril de 1616 (AGI, Filipinas,
37, N. 19). Este lugar debe de ser vecino «al Malayo», estamos en las Molucas.
106 los socorros de filipinas (1613-1620)

Y así los titubeos de los responsables se acentuaron, en un proyecto que ya tenía


sus defensores y sus detractores, sus argumentos a favor y en contra y, para el cual,
todos se creían autorizados a opinar, desde un fraile —lo vimos—, hasta el presi-
dente del Consejo de Hacienda —como veremos—, pasando por técnicos de
la más variada estirpe, flamencos, portugueses, españoles. Y, en agosto de 1616, el
Consejo de Indias ordena al presidente de la Casa de la Contratación que prepare
una expedición para reconocer el estrecho de Magallanes con dos carabelas105. En
este momento, la expedición holandesa de Cornelio Schouten y Jacobo Le Maire ya
ha descubierto, en enero de 1616, el nuevo estrecho de Le Maire.
En un principio se piensa enviar las carabelas, bajo el mando de Diego
de Molina106, «a reconocer y sondear el estrecho de Magallanes», pero no
se encuentran en Sevilla pilotos para ello: «Ninguno de los que pueden ir
son a mi parecer a propósito». Lo que da escrúpulos al presidente de la Casa
«obligarle a que vaya a tiento como si no fuera sabida y experimentada por
nadie en el mundo; y él [Molina] es de tan honrados respectos que con pare-
cerle que va a perderse lo ejecutará»: la «negra honrilla», diría Diego Duque
de Estrada. Y, además, como siempre, no hay dinero107. Así que, como en
otras ocasiones, se tuvo que esperar hasta la expedición de los hermanos
Gonzalo y Bartolomé García de Nodal, junto al cosmógrafo y piloto Diego
Ramírez de Arellano, en ocasiones criado del príncipe Filiberto de Saboya.
Salieron de Lisboa el 9 de julio de 1618, entraron en el estrecho de Le Maire,
que nombraron de San Vicente, el 22 de enero de 1619, más al sur que el de
Magallanes, menos encajonado entre tierras; y, el 19  de julio, estaban de
regreso, a tiempo para proponer un nuevo derrotero al socorro de Filipinas
que todavía no había salido108.
Esa nueva propuesta está fechada en Madrid el 30 de septiembre de 1619,
es decir, cuando ya la salida de la flota debe de estar cercana. Es muy preciso.
El puerto de inicio que se propone, Sanlúcar, no es el más adecuado, con
su barra, pero esto es secundario. Se deben alcanzar las Canarias, buscar
al sur los vientos generales —los alisios del hemisferio sur— y evitar Brasil,
pasando el río de la Plata. Al llegar al 51° de latitud sur, buscar tierra al oeste,
el cabo de las Vírgenes109. «Al cual si se llegare con buen tiempo para poder
embocar el estrecho de Magallanes se hará sin perder tiempo». Con tiempo
contrario, se ofrece la posibilidad de ir adelante hasta el de San Vicente, «irán
arrimados a la costa no perdiéndola de vista […], se irá gobernando al sur
[…] hasta llegar al cabo de San Vicente que está en la boca del mismo estre-
cho». En medio del estrecho, hay una comodidad, un puerto que puede servir

105
AGI, Filipinas, 200, N. 35.
106
Sobre su destino, véase Gil Fernández, 1989, pp. 182 sqq.
107
Carta del 30 de septiembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 64).
108
Véase Gil Fernández, 1989, p. 185. Véase también BNE, ms. 3190, Ramírez de Arellano,
Diego, «Reconocimiento de los estrechos de Magallanes y San Vicente, con algunas cosas curiosas
de navegación», ca. 1621.
109
Extremidad sudoriental del continente, al norte inmediato del estrecho de Magallanes.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 107

para la aguada. Al salir del estrecho —se gobernará al noroeste hasta llegar
a la línea—, después hay que buscar las islas de los Ladrones —futuras islas
Marianas—, y luego es «carrera sabida hasta Manila»110.
Es una carrera, en efecto, mucho más simple que la propuesta por el cabo de
Buena Esperanza, la cual es casi un juego de pistas. El descubrimiento del estre-
cho de Le Maire ofrecía, además, cierta flexibilidad, hasta un relativo confort.
Como siempre, no todas las opiniones coincidían: cerca de dos meses antes el
piloto flamenco Pedro Miguel Dubal «afirma que el viaje por el nuevo estrecho
es mucho más largo por lo menos mil leguas»,aunque es cierto que reconocía
no haber pasado por el estrecho de Le Maire111. ¿Podemos pensar que, como
ocurre a veces con una administración carente de directrices y conocimientos,
agobiada por los gastos, se están solicitando —o aceptando— demasiadas opi-
niones, y de junta en junta su indecisión se agrava?
Pero los tiempos apremian, se deben tomar resoluciones, y, el 19 de octubre
de 1619, cuando se remiten al general de la armada de Filipinas don Lorenzo de
Zuazola sus instrucciones, se le indica que el capitán Diego Ramírez de Are-
llano será el cosmógrafo, el cual lleva un derrotero por supuesto acorde con su
propia experiencia. Es decir que se ha escogido la vía de los estrechos y en el
cabo de las Vírgenes «se procurará hacer la conveniente diligencia para desem-
bocar por aquel estrecho [de Magallanes] a la mar del sur»; de no ser posible,
se irá al de San Vicente o al de Le Maire. Se trata de llegar a Filipinas antes de
finales de junio de 1620 (antes del día de San Juan), para evitar los vendavales
o monzones del oeste. Todo capitán de la flota llevará un juego de las instruc-
ciones, derrotero y demás mapas relacionados112. Todo está, por lo tanto, atado.
Pensar eso es conocer mal los vericuetos de los cuales es capaz esa adminis-
tración del Estado moderno, entre Madrid, en realidad en ese momento Portugal
adonde viaja el rey, Sevilla y Cádiz de donde está zarpando la armada. La flota sale
el 14 de diciembre de ese último puerto113, pero hay instrucciones del día anterior, se
supone que del rey, según las cuales ha habido otra «junta de pilotos muy platicos y
otras personas que hubiesen noticia y experiencia dello». De lo cual «han resultado
algunos pareceres encontrados»; y, sin mucha lógica, «se ordena: hagáis el viaje por
el cabo de Buena Esperanza y por dentro de la isla de San Lorenzo, sin tocar en nin-
gún puerto de la India, si no fuere forzado de la necesidad». Es posible aquí que esté
presente la mano del ordenador de la expedición, el secretario del Consejo de Indias
Ruiz de Contreras, el cual había reunido en agosto de 1619 una junta de pilotos para
tomar el parecer de Dubal el flamenco. La propuesta de este, clara y contundente,
fue que dado los tiempos previstos —noviembre o diciembre— se debía de ir por
el Cabo114. En el último momento, esto pudo influir en la decisión.

110
AGI, Patronato, 263, N. 1, R. 11.
111
Junta de pilotos en Sevilla, el 3 de agosto de 1619 (AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 57).
112
AGI, Filipinas, 329, L. 2, fos 320 v-329r, sobre todo fos 324-325.
113
AGI, Filipinas, 38, N. 54. En realidad, es una salida fallida, la verdadera tendrá lugar el 21 de
diciembre de 1619.
114
AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 57.
108 los socorros de filipinas (1613-1620)

Sin duda, el autor de estas nuevas instrucciones entiende que todo esto es
un poco más que precipitado y arbitrario, y añade que si las circunstancias
obligan al general a tomar una decisión sobre el derrotero, que reúna a los
pilotos y demás platicos, y si «os pareciere mudar el viaje lo hagáis eligiendo
el más acertado, breve y seguro». «Las ocasiones os han de decir ciertamente
lo que será más acertado. Se remite a vuestro valor y prudencia lo que fuere
más útil». En sí esto es muy cuerdo, pero hace desaparecer de un plumazo
todas las cavilaciones, juntas, informes, papeleos, hasta lejanas expediciones
de exploración realizadas desde hace años. Eso en el mismo instante en el que
la armada sale al mar abierto. La ironía quiere que la fortuna de mar la espere
a unas leguas de la costa de Andalucía, cuando se está desembocando sobre
la inmensidad de los océanos. Y su general se ahogará, teniendo de una mano
los mapas del estrecho de San Vicente, de la otra la orden de pasar por el cabo
de Buena Esperanza. Sería irrisorio, si no fuera trágico.
En medio de tantas opciones, el espíritu fértil de Horacio Levanto no podía
quedarse sin ofrecer alternativas. En una fecha próxima a 1619-1621, antes o
después de mandar impreso su Memorial sobre el trato de la China al presi-
dente del Consejo de Indias, Fernando Carrillo, el mercader arbitrista mandó
un manuscrito titulado Adiciones al memorial de Oracio Levanto, es muy pro-
bable que al presidente de la Casa de la Contratación. Lo cierto es que este lo
remitió a Carrillo, junto con otros papeles «sobre la materia de Philipinas» el
17  de septiembre de  1621. Las Adiciones son un texto apretado de unas seis
páginas; estas «adiciones» están en realidad incorporadas al impreso de 1620,
con algunas variantes y añadiduras en cada documento. El título mismo parece
indicar que las Adiciones están ordenadas cronológicamente entre la versión
(hipotética) corta y manuscrita del Memorial, de 1619, y el texto definitivo tal
como sale de la imprenta, donde las Adiciones se incorporan. El conjunto está
como traspapelado al final de un pleito de Levanto sobre 101 barriles de aceitu-
nas mandados a Veracruz mucho más tarde115.
En este escrito, el genovés trata de promocionar otro camino, «por Puerto
Belo y Panamá [que] parece ser muy conveniente a su real servicio […]. Y
porque el dicho camino es con menos costa, y en efecto hay más certeza que
por otro que llegue, y con brevedad». Hay una cuarta opción que descarta:
Encaminándose destos reinos por la Nueva España suele faltar
mucha [gente] y es con más dilación porque yendo con las flotas que
salen de aquí por junio y habiéndose de embarcar con los navíos
que salen de Acapulco por marzo, no pueden llegar a Manila antes
de mediado del año siguiente […] Por Panamá no excedería de cinco
meses, porque embarcándose en los galeones o flota a fines de enero
estaría en Puerto Velo a mediados de marzo y a Panamá se pudiera
pasar en tres o cuatro días116,

115
AGI, Contratación, 829.
116
Ibid.
de sevilla a manila o cómo acabar con el galeón de manila 109

en particular usando el río Sagri [sic Chagres]. Si partían de inmediato de Panamá


se evitarían las enfermedades y tardarían unos ochenta días de esa ciudad a Manila,
«navegando siempre a popa». En cuanto a los barcos que salieran de Panamá
podrían ser de los de la carrera de Filipinas, fabricados en Cavite, o de la flota de la
plata de Perú a Panamá; la tripulación sería en parte filipina.
Parecía un árbitro sensato, aunque un poco complejo. El presidente de la
Casa de la Contratación pidió un parecer a alguien de su entorno, Pedro de
Avendaño, dueño de unas de las naos que fueron embargadas para el socorro
en 1616-1617117. Este es directo: «de las navegaciones que están descubiertas para
ir destos reinos a las Filipinas ninguna ay más corta ni de menos embarazos
que la que se hiciere por el nuevo estrecho de San Vicente». No le cuesta hacer
resaltar los tres puntos débiles de la propuesta de Levanto. Es muy difícil armo-
nizar los tiempos en las dos costas del istmo de Panamá. Utilizar los galeones
de la plata de Perú para navegar a Filipinas tampoco es posible por razones de
tiempos. En la época indicada, el río Chagres tiene poca agua y no es navegable.
En conclusión, según Avendaño, «de todo lo referido se colige que tendrá mayor
gasto este socorro desde España hasta Panamá que de aquí a Filipinas si fuesen
por el Estrecho», en particular por causa de la ruptura de carga que representaba
el istmo. No menciona un último argumento que, sin embargo, debía de ser de
una extrema importancia para Madrid: ¡Cómo se podía proponer utilizar los
barcos de Perú para ir a Filipinas, contra todas las órdenes dictadas desde finales
del siglo xvi! Era introducir al zorro en el gallinero.
Queda el último puente, por el istmo de Tehuantepec, pero es curioso que
nadie lo tome en cuenta en 1616-1619, ya que, en cierta forma, su propio promo-
tor, el virrey don Luis de Velasco el Joven, le había dado la estocada en una carta
de 1609. Esta es una pieza de gran interés, al mostrar la delicadeza del movi-
miento de relojería que encubren esos desplazamientos, en los que se combinan
las exigencias de las meteorologías atlánticas y pacíficas con las de la circulación
de los capitales y los flujos de las mercancías, y por qué no, las de las minas, sean
las de Potosí o las de Zacatecas. Hasta el calendario fiscal tiene su importancia.
Por eso la cita es un ripio un poco extenso, pero que se debe valorar. Don Luis
empieza por recordar que habiendo informado que el general Sebastián Viz-
caíno en 1608 había transportado por
el camino nuevo que dijo haber descubierto desde el río de Guaçaqualco
al puerto de Tehuantepec […] al de Acapulco los pertrechos y bastimen-
tos necesarios para provisión de las naos de Philipinas, y que yo informe
con mi parecer. Habiéndolo considerado de presente, y hecho memoria
de lo que percibí en tiempo de mi primer gobierno que hice descubrir
cómo se descubrió este camino, e intenté seguillo, es el caso que las barcas
que han de ir cargadas con los dichos pertrechos por el río dificultosa-
mente pueden navegar si no es en tiempo de aguas que el río se aumenta,
que es por los meses de junio, julio, agosto y parte de septiembre, y esta

117
Sobre el personaje (AGI, Filipinas, 200, N. 205). Su parecer sigue las Adiciones de Levanto
(AGI, Contratación, 829).
110 los socorros de filipinas (1613-1620)

sazón no han venido las flotas, de donde se han de comprar los dichos
pertrechos y bastimentos, ni las naos de Philipinas, para saber lo que
piden y han menester, y no se compran un año antes; de más de que se
compra a tiempo no hay en aquella sazón dinero en la caja real, ni aun
en todo el año hasta pocos días antes de la partida de las flotas que es
cuando se recoge. Y aunque estas dificultades se pueden vencer, la que
se ofrece en navegar las barcas cargadas de los dichos pertrechos por
la mar hasta subir al río, es dificultosa y con riesgo por ser en tiempos
contrarios de nortes, en que podrían peligrar, de suerte que el negocio
tiene haz y envés, y no se puede bien arbitrar sobre él. Lo demás que
propuso Vizcaíno, sobre que las naos que viniesen para Guatemala y
Honduras podrían llegar al puerto de San Juan de Ulúa, y de allí llevar
por el camino nuevo las mercaderías a las dichas provincias, son cosas
de imaginación, y que se platican fácilmente, y llegando a la ejecución es
dificultosa, y aun casi imposible118.

En resumen, que todo tiene «haz y envés», o es «cosa de imaginación». Por fin,
entre las altas autoridades hay alguien que parece sensato y que no piensa como
los otros en poner la carreta antes que los bueyes. Pero, hacia 1616-1617, cuando
aún era presidente del Consejo de Indias, don Luis está muy cercano de la muerte
y, por tanto, con menos capacidad para intervenir, motivo por el que casi pasa
desapercibido en los expedientes de los socorros de Filipinas.
Al final, de informe en parecer, de dilación en catástrofe, de puerta estre-
cha en ojo de aguja, todo contribuía, con sus excesos, a extender un manto
de incertidumbre sobre el devenir del socorro de Filipinas. Todo esto debió
agriar más aún la sonrisa de Fernando Carrillo, con apodo aquí de «Cara de
hereje» por su aspereza119. Este, un tiempo presidente del Consejo de Hacienda
(1609-1617), después del de Indias, fue un acérrimo adversario del «gran
designio». ¿«Cara de hereje» hemos escrito? Con esto, volvemos al Discurso
de mi vida de Alonso de Contreras.

118
AGI, México, 27, N. 67, carta del 24 de mayo de 1609.
119
Así lo llama Contreras, como veremos en el capítulo que sigue.
capítulo cuarto

LEVARSE CON LA ARMADA

Enviome [el señor Juan Ruiz de Contreras] al punto a Borgo1,


que es donde se aprestaban seis galeones grandes y dos pataches.
Trabajé conforme la orden que me dio hasta que los bajé abajo a Sanlúcar,
fuera de carenas, que es decir despalmados2.
Metiéronse bastimentos y la artillería necesaria y la infantería,
que eran más de mil hombres, hartos buenos, sin el marinaje y artilleros.
Era general de esta armada don Fulano Zoazola, del hábito de Santiago,
que iba de mala gana como toda la demás gente, y así tuvieron el fin,
porque a trece días después de partidos con buen tiempo del puerto de Cádiz,
les dio una tormenta que vinieron a perderse a seis leguas de donde salieron.
Alonso de Contreras, Discurso de mi vida, 1988, pp. 207-208.

I. — UN ELENCO DIGNO DEL DISCURSO DE MI VIDA

Si descontamos el socorro a Filipinas con las seis carabelas a cargo de


Ruy González de Sequeira que salió de la bahía de Cádiz en 1613, cuando
Contreras estaba entre la cárcel de Madrid por enredos mujeriles y Malta,
donde toma el hábito de caballero de San Juan 3, los socorros de 1616-1617
y 1619 fueron esenciales en el devenir del soldado, pero también de su obra.
Si recorremos esos dos episodios percibimos que la textura detiene entre sus
hebras a muchos de los personajes del relato de don Alonso, algunos cen-
trales, otros apenas sombras.
Y, en primer lugar, al propio Contreras, pues entre 1611 y 1616 ha seguido
con su existencia a «salto de mata», con cárceles, logros —consigue ser caba-
llero de Malta—, aventuras —es envenenado en Roma—, y desilusiones: «Salió
una elección de cuarenta capitanes y no me tocó la suerte. Salí de Madrid con
resolución de irme a Malta, que me parecía que allí podría medrar»4. Debió de
ser por 1614-1615, no olvidemos que lleva más de diez años como simple alférez.

1
Borrego: puerto de Sevilla «para aprestos y carenas» (Recopilación de leyes de Indias, ley 4,
tít. 32, lib. 9).
2
«Despalmar: limpiar y dar sebo a los fondos de las embarcaciones que no están forradas en
cobre» (Diccionario marítimo español, p. 219).
3
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 187-195.
4
Ibid., p. 191.
112 los socorros de filipinas (1613-1620)

Pero su estrella cambia de súbito, ya que, a principios de 1616, como sabe-


mos, se planea una expedición marítimo-militar de gran amplitud —unos
dos mil participantes— dirigida a Filipinas. Se le conoce en la corte a la vez
por inquieto —poco faltó unos años atrás para que lo colgaran por la absurda
patraña de ser —«rey de los moriscos»—, pero también como buen soldado
y, al mismo tiempo, experto en navegación. Y es así que, en febrero de 1616,
se le nombra, por fin, capitán para esa aventura filipina 5. El nombramiento
lo alcanza al llegar a Malta; el Leviatán, en medio de sus debilidades y desór-
denes, sabe encontrar a su gente, por alejada y voluble que sea. En veintiocho
días está en la corte, y para no decaer de sí mismo, llega con sus pretensiones:
pide el cargo de sargento mayor de la dicha armada, para lo que deja a su
compañía en favor de su primo, el alférez Andrés de Salazar, lo cual no se
tiene en cuenta6.
A partir de entonces, y durante algunos años, la expedición a Filipinas y
la vida de Contreras se imbrican estrechamente. Si la fortuna hubiese acom-
pañado al socorro de  1616-1617, el nuevo y flamante capitán de infantería
española hubiese zarpado con la flota, a principios de 1617, rumbo a Manila,
a la cabeza de su compañía. Con todo y la inestabilidad que le conocemos, es
poco probable que hubiese regresado nunca, y no cruzaría un día el camino de
Lope de Vega en las calles madrileñas, no se sentaría una mañana de 1630 en su
posada romana para escribir su Discurso de mi vida.
La demostración la tenemos precisamente en su primo Andrés de Sala-
zar, atrapado al final en Filipinas. Tienen casi la misma edad, Andrés nació
en 1583, sirvió al rey desde 1603-1604, primero en la armada del mar Océano
bajo las órdenes del capitán general don Luis Fajardo y después como alférez
en Flandes, aunque aquí hay divergencia con Contreras, hombre del Medi-
terráneo y veremos que esto tiene su importancia. Salazar debió de pasar a
Filipinas a través de Nueva España, con el séquito de don Alonso Fajardo, que
había sido el general de la expedición fallida de 1616-1617, y nombrado gober-
nador de esas islas. Salazar llega a Manila con esposa y tres hijos y durante
tres años (1619-1622) es capitán del presidio de Caraga, en la costa oriental de
la isla de Mindanao7.
Tal hubiese podido ser el destino, entonces anónimo, de Alonso de Con-
treras. Pero, por suerte para sus futuros lectores, todo empezó mal para el
capitán en ese embrollo expedicionario. Como tardaba en llegar a Andalucía
—estaba pretendiendo en Madrid—, en mayo de  1616 se ordenó al alférez
Salazar que levantara la compañía de su primo en los lugares de Osuna,
Morón y Estepa, «donde arbolaréis bandera y haréis tocar cajas»8. El alférez

5
Su relación de méritos de 1645, en el anexo de Ettinghausen, 1975, p. 316.
6
AGI, Filipinas, 37, N. 20.
7
AGI, Filipinas, 39, N. 26.
8
Ibid. Sobre las modalidades de la leva de militares en Andalucía, Marchena Fernández,
1985, pp. 95-101. Una última parte está dedicada precisamente a la experiencia de Contreras,
según Contreras, Discurso de mi vida, pp. 110-117.
levarse con la armada 113

cumple de forma satisfactoria con el encargo, pero cuando Contreras llega


a Osuna, Salazar «se quedó muerto que se tenía por capitán»9. A partir de
entonces, empiezan las disensiones entre los dos parientes. En el Discurso
de mi vida, Contreras acusa a su primo de haberle dado veneno por medio de
«un pajecillo», aunque acabó, dice, perdonándole10. Pero no olvidó, y entre los
papeles de la expedición de 1616-1617 hay huellas de la falta de entendimiento
entre los dos hombres. Según el presidente de la Casa de la Contratación, el
capitán «dice que [el alférez] le ha perdido el respeto y que le parece que no
habrá la conformidad que conviene entre ellos, y así está resuelto que no lo
sea de su compañía»11. Para Contreras, aparte de serios problemas de salud,
estos hechos tuvieron graves consecuencias en su devenir, pues fue el gene-
ral don Alonso Fajardo quien tomó el asunto en sus manos, este había sido
también combatiente en Flandes y era hijo de don Luis Fajardo, el cual había
sido superior de Andrés. Separó a los primos y favoreció a Salazar al que dio
el cargo de alguacil real de la flota de Filipinas. Tal vez puso en antecedentes
de lo ocurrido a su hermano don Juan Fajardo, entonces almirante general de
la armada del mar Océano y futuro general de Contreras.
Pero, sobre todo, lo que se quedó clavado en la mente de don Juan Fajardo,
como testigo ocular, fue el episodio de la pérdida en la bahía de Cádiz, el
13  de enero de  1617, del galeón La Concepción, uno de los que formaban
parte de la armada de Filipinas, y que estaba bajo el mando del capitán Con-
treras. Todavía lo recordaba en marzo de 162312 . Contreras lo cuenta con
brevedad en su vida13. Dos días después de los hechos, lo refería el general
don Alonso Fajardo al rey:
El príncipe Philiverto salió de esta bahía con las galeras la vuelta
de Gibraltar antes de ayer tres horas antes de amanecer, dejando
orden al almirante general don Juan Fajardo mi hermano que hiciese
lo mismo el propio día, y a mí para que siguiese su estandarte real
del Mar océano, y habiendo salido a la mar con viento nordeste se
mudó al sureste con mal semblante a cuya causa se volvió su Alteza
tirando una pieza a recoger. Y obedeciéndole en todo como V.  M.
lo tiene mandado, se procuró hacer barloventeando por ser tiempo
escaso para entrar a surgir en parte segura y andando de un bordo y
otro, dio en un bajo que dicen el Diamante [fig. 6] un galeón de los
de la armada de mi cargo, llamado La Concepción, yéndose a fondo
tan apriesa que fue menester toda la que se puso para que la gente se
salvase con sus armas, y se aboyase gran parte de la artillería con que
se cree no se perderá.

9
Ibid., p. 195.
10
Ibid., pp. 195-198.
11
AGI, Filipinas, 200, N. 90 y N. 102.
12
Carta de don Juan Fajardo al secretario del despacho Martín de Aróstegui, 20 de marzo
de 1623 (AGS, Guerra, Servicios militares, legs. 2-56, s. f.).
13
Véase epígrafe del capítulo anterior de este libro.
114 los socorros de filipinas (1613-1620)

Fig. 6. — Gabriel Bodenehr, La bahía de Cádiz con el Diamante, ca. 1700,


grabado, 12 x 8 cm.

Y aunque este caso es de los que suelen suceder en la mar, y sucedió


cumpliendo orden que se debía guardar sin poderlo yo evitar, con todo
no me puedo librar del desconsuelo que dello me resulta, ni del que me
causa ver sujeta toda esta armada a semejantes desgracias, por no lle-
var en ella lo necesario para tan larga navegación, ni personas que la
entiendan como era menester siendo muy pocos los marineros que para
tripular estos navíos se me mandaron dar, y aun ese número no se me ha
cumplido, incluyendo en ellos frailes, enfermeros y otras personas que
no son de servicio en este ministerio.

En cuanto a los responsables del barco:


El piloto de este navío perdido está preso, y también el capitán Alonso
de Contreras Roa que lo llevaba a su cargo por ser de los más platicos en
la navegación de los que hay en el tercio de esta armada. He entendido
que el Príncipe manda a su auditor general escribir en ello porque siendo
así no tendré yo para que hazello14.

Más allá del destino personal de Alonso de Contreras, este episodio revela
otros fallos en el manejo de una expedición ya muy compleja por sí misma y
que se tendrán que puntualizar. De pronto, mencionemos sólo lo extraño que
resulta la intrusión del propio sobrino de Felipe III, pues cuando la armada de
Filipinas, en diciembre de 1616, está a punto de levarse, con sus preparativos

14
AGI, Filipinas, 200, N. 142, fos 484-485.
levarse con la armada 115

más o menos listos —leamos con atención la carta de don Alonso Fajardo—,
llega la flota que conduce el general del mar, el príncipe Filiberto. Se mezclan
galeras y galeones, recorren las bahías entre Cádiz y Gibraltar, sin que se sepa,
aún hoy, el motivo de tal decisión, sino rumores de alguna presencia holan-
desa: «Decían iba a pasar una armada de Holanda»; pasaron «más de tres
meses, aguardando la armada que jamás vimos»15. Y, con eso, se desbarató la
expedición a Filipinas. La opacidad e irresponsabilidad del Estado moderno
son manifiestas, sobre todo si se tiene en cuenta que, en ese momento preciso,
Gibraltar es un hormiguero de navíos ingleses y holandeses y que tal presencia
no parece preocupar16. En el desconcierto general algo como lo que ocurrió
a La Concepción era inevitable. Así lo entendió el Consejo de Guerra, que al
final absolvió al capitán de toda culpa, aunque el príncipe lo hubiese privado
de todo oficio por espacio de cuatro años17. Un militar «de los más platicos en
la navegación» era muy útil.
En el transcurso de los socorros de Filipinas, Contreras tuvo la oportunidad de
exhibir en dos ocasiones sus habilidades marítimas y, por tanto, de redimirse del
asunto penoso de La Concepción, aunque todavía podía escribir, en febrero de 1623,
«y pensará el mundo que han quedado reliquias de lo de Filipinas u Diamante»18.
Por un lado, es posible que escribiera su Derrotero universal del Mediterráneo, suma
de su conocimiento práctico sobre la geografía de ese mar durante su estancia for-
zosa de tres meses detenido en la capitana del príncipe Filiberto, tras la pérdida del
galeón19. Puede ser que ya estuviera escrito, tal vez en parte, lo cierto es que el prín-
cipe se quedó con él, como lo escribe Contreras: «Este derrotero anda de mano mía
por ahí, porque me lo pidió el Príncipe Filiberto para verle y se me quedó con él»20.
Además, de regreso del Caribe, donde estuvo persiguiendo a sir Walter
Raleigh, en 1619, asistió en Andalucía al secretario del Consejo de Indias, Juan
Ruiz de Contreras, que aprestaba otra armada para Filipinas, la que le caería en
suerte a Lorenzo de Zuazola21. Le correspondió a Alonso de Contreras, después
del naufragio, despedir el duelo de dicha flota yendo con dos tartanas a recoger
en las playas de Tarifa treinta piezas (cañones) de bronce que también codicia-
ban dos galeones de Argel22. A su manera, fue el capitán Alonso de Contreras
quien selló el último acto de los socorros de Filipinas. Como le dijo después a
don Baltazar de Zúñiga, valido de Felipe IV, «estaba en el apresto de la armada
de Filipinas y recogiendo los destrozos de ella»23.

15
Contreras, Discurso de mi vida, p. 199.
16
Según el jesuita Gerónimo Pallas cuando su barco llega en 1616 a Gibraltar hay «más de
quarenta navíos ingleses y olandeses» (Pallas, Missión a las Indias, p. 78).
17
AGI, Filipinas, 200, N. 175 y Contreras, Discurso de mi vida, p. 199.
18
AGS, Guerra, Servicios militares, legs. 2-56.
19
Contreras, Discurso de mi vida, p. 199.
20
Ibid., p. 80. Sobre esto, véase Pelorson, 1966. Véase también aquí el cap. ii.
21
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 207-208.
22
Ibid., pp. 208-209.
23
Ibid., p. 215.
116 los socorros de filipinas (1613-1620)

La relación de Contreras con los Fajardo no se termina con el desgraciado


acontecimiento de La Concepción. Don Alonso Fajardo se fue a Filipinas con la
flota de Nueva España en julio de 1617, con un total de ciento setenta personas,
sobre todo de mar y guerra, reliquias del socorro de 1616-161724, pero quedaba su
hermano don Juan. En 1622, este era general de la Armada Real de la Guarda de
los Estrechos. En esa primavera, es el destino que se le da al capitán, después
de levantar bandera en Madrid, con entre  250 y  300 infantes. Como se podía
esperar, todo acabó en un fuerte pleito entre los dos hombres. El expediente
constituye una de las pocas huellas documentales con facetas variadas de las que
disponemos sobre Contreras. Lo estudió en detalle Henry Ettinghausen, después
de Manuel Serrano y Sanz, pero nuestro enfoque será distinto. Ettinghausen
relaciona el documento histórico con la vida del capitán25; nuestras propias preo-
cupaciones hacen que nos interesen las prácticas relacionales que pueden existir
entre un general y su oficial, un aristócrata y un plebeyo en vía de ascenso, y
cómo estas están reglamentadas por las mismas instituciones de la Monarquía.
Pocas cosas podían hacer simpatizar a nuestro héroe con los hermanos Fajardo,
nietos del segundo marqués de los Vélez y grande de España. La dinastía de los
Fajardo era de militares antes que todo. En este caso, uno —don Alonso—, se cur-
tió en los tercios de Flandes y siempre conservó su predilección por sus veteranos26.
El otro —don Juan— hizo carrera en las flotas del rey. Además, existía el antece-
dente del galeón La Concepción. Aquí hay que añadir una anécdota que Francisco
de Tejada y Mendoza escribió y que los generales debían también conocer:
Pero si, como he entendido, el capitán Contreras de quien se fió el general
[Alonso Fajardo] dio de cintarazos al piloto, porque no era de su parecer y
le requirió [el piloto] para que no fuese adonde se perdió el navío, no faltó
piloto ni importará su ausencia27.

Cuando, en 1622, don Juan Fajardo recibe en Cádiz a ese madrileño injertado
de malto-italiano, no cabe duda que la acogida debió de ser helada. Los dos lo
señalan, de una forma u otra: «Desde que llegué a la bahía de Cádiz con mi
compañía […] hasta que salí desa ciudad se me han hecho obras para perderme
mil veces», escribe el capitán28. A lo que Fajardo contesta que Contreras ha
tomado por medio el no agradarse del estilo antiguo en las armadas de
gobernar los de guerra la infantería y los de mar las facciones della, que-
riéndolo todo contra razón, y lo mostró por experiencia cuando, por otro
caso, perdió en el Diamante de aquella bahía a uno de los galeones pre-
sumidos para el socorro de Philipinas que había de llevar el Señor don
Alonso mi hermano.

24
AGI, Filipinas, 200, N. 223.
25
Ettinghausen, 1975.
26
Y aún en Filipinas, véase Sales Colín, 2005, p. 433.
27
Carta del presidente de la Casa, 31 de enero de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 148).
28
Todas las citas proceden de AGS, Guerra, Servicios militares, legs. 2-56.
levarse con la armada 117

Aquí está el fondo del asunto: un hombre, Contreras, que pretende más allá de
lo que se le debe, «contra razón», y pagado de sí mismo. A lo cual el propio capitán
arguye: «De suerte que yo he cumplido con mi obligación como siempre». Es Con-
treras un soldado indisciplinado, incapaz de conformarse «al estilo antiguo», dice
el general, por lo que, en realidad, debería escribir «a la nueva disciplina». Aquí se
encuentra un punto esencial que interesa a la Monarquía, que amplias franjas de
sus soldados están fuera de un verdadero control. Esto lo demuestra Contreras,
quien gastó sus mejores años en el corso mediterráneo, pasando del mando de uno
que otro virrey al de la Orden de Malta, después de haber desertado cuatro veces29.
Y, todo esto, en el corazón cronológico de la revolución militar. La batalla de Rocroi,
que acabó con «el estilo antiguo», está apenas a veinte años de distancia (1643).
El pretexto del pleito está en una práctica que quiere aplicar Contreras y que
sigue todavía vigente en algunas partes del mundo hispano (y es probable que tam-
bién en otros): la dejación-venta de oficios. En este caso, Alonso de Contreras va
buscando a quién vender:
Ofreciendo mi compañía por parecerme gustaría Vuestra Señoría
dello […]. Estoy determinado el hacer dejación de la compañía como
tengo dicho […]. Y que se me dé una honrada licencia y algo de lo que
se me debe, que por dejalla a cosa de Vuestra Señoría tengo contento.

El Consejo de Guerra, gracias a la atenta atención de Fajardo, tuvo entre


manos esta carta de ofrecimiento, ¿se molestó por ella? La pasó por alto, sin
indignación, prueba de que la patrimonialidad alcanzaba a todas las institu-
ciones de la Monarquía, aquí la militar. Así lo escribió a su manera el general
Fajardo: «quizás por su inteligencia, u ajenas, la acomodaría [la compañía] a
alguna persona sin méritos, a quien me la hiciesen dar [a] otras de respectos
(medio muy acostumbrado) y bien contra el servicio de Su Majestad». Al final,
Fajardo acabó por darla —¿venderla?— al mismo a quien se la ofrecía Contre-
ras. Como siempre, el capitán intenta tener la última palabra, para eso —y para
vaciar su veneno— le sirve su Discurso de mi vida, en el que compara al general
de la armada de Nápoles, Francisco de Ribera, con don Juan Fajardo, y escribe:
«pluguiera a Dios fuera general de toda esta armada el buen Ribera, que dife-
rentemente hubiera sido servido Su Majestad, y nosotros ganado reputación»30.
Don Juan, su hermano don Alonso Fajardo y Alonso de Contreras son perso-
nalidades muy distintas, procedentes de mundos muy diferentes, pero ¿vivían
en universos separados? Dejemos al último capítulo de este libro que conteste,
al poner en paralelo ciertas acciones de los dos Alonsos.
Nuestra respuesta es más firme cuando se trata del príncipe Filiberto de
Saboya, bien conocido de algunos de nuestros soldados-escritores31. Podemos
decir —es aquí lo que nos interesa— que fue uno de los principales victimarios

29
Ettinghausen hizo el conteo (Ettinghausen, 1975, p. 300).
30
Contreras, Discurso de mi vida, p. 221.
31
Véase el cap. ii de este libro: «Un bosque de vidas».
118 los socorros de filipinas (1613-1620)

y buitres que despedazaron la armada de Filipinas en 1617, aparte de ser a un


tiempo el carcelero de Contreras, y esto como general del mar. Al ser también
gran prior de la Orden de San Juan para Castilla y León, el mismo capitán fue
su súbdito y, de cierta manera, el príncipe lo protegió con su fuero en Madrid32.
Sobre todo, Filiberto era sobrino de Felipe III y gracias a eso vivía literalmente
en otro universo. Hasta los Fajardo lo temían33.
En diciembre de 1616, los ocho galeones —pronto sólo serán seis— y dos pata-
ches de la armada de Filipinas esperan en Sanlúcar a que se les dé la orden de
salida para el archipiélago. Todo está listo. Las bodegas de los navíos están reple-
tas para dar mantenimiento durante ocho meses a más de dos mil personas. Mas,
en los primeros días de enero de 1617, todo cambia, pues llega el generalísimo del
mar, el príncipe Filiberto, con las galeras de España. Le acompañan el marqués
de Santa Cruz y las galeras de Italia. Antes de finales de mes se presentarán las
galeras de Portugal, también está ahí la armada del mar Océano. Por orden real,
el príncipe ordena a la armada de Alonso Fajardo unirse a las demás, en espera
de una hipotética llegada de los holandeses. En total, son muchas bocas ham-
brientas —¡cinco flotas reunidas!— con una única alacena llena y mal defendida
frente al lobo saboyano. El 9 de enero ya escribe el presidente de la Casa de la
Contratación Tejada y Mendoza:
Diceme don Alonso [Fajardo] que ya había pedido el señor Príncipe
Filiberto mil quintales de bizcocho prestado y que entiende se valora de
las municiones de la armada; yo también lo entiendo así, y que la del Mar
Océano y galeras se la han de tragar toda en lo que durará la compañía.
Con que los olandeses pasando o no pasando por el estrecho habrán
hecho el mayor efecto que pudieron imaginar, imponiendo a costa ajena
lo que no pudieron hacer con grandísima y conocidos peligros en la
India, teniéndole evidente de su total destrucción si esta armada llegara
entera y en buena sazón a aquellas partes34.

Don Francisco, como veremos, tiene la ironía amarga pero premonitoria.


En cuanto a Fajardo, intenta una vez resistirse a la orden, pero al segundo
mandamiento tiene que inclinarse35.
Filiberto seguirá pidiendo, para una u otra armada36. Y en cuanto a pagar el
préstamo, ni una blanca, sólo alrededor de mayo de 1617 tiene un gesto de bene-
volencia o más bien de despreocupación y manda pan, «fue de trigo de la mar, y

32
Ibid., p. 190.
33
Sobre el personaje, véase Pelorson, 1966, pp.  34-35. Fue retratado por Anton van Dyck
cuando era virrey de Sicilia, a la edad de 36 años; en él se mezclan encajes y armadura, la mano
izquierda descansa, de una delicadeza casi femenil, la derecha aprieta con fuerza lo que parece
ser una bengala; aparece reproducido en Soler del Campo (dir.), 2009, p. 273.
34
AGI, Filipinas, 200, N. 139.
35
AGI, Filipinas, 200, N. 141.
36
En total «se prestaron» 2  600  quintales, más  800 que se perdieron en el naufragio de La
Concepción (AGI, Filipinas, 200, N. 211).
levarse con la armada 119

tan malo que dentro de cinco días que se recibió se pudrió todo», dice el veedor
de la armada de Filipinas, Diego de Castro Lisón. Ya con anterioridad el mismo
oficial recomendaba «atajar este camino de préstamos advirtiéndolo a Su Alteza,
por que usa con sus órdenes de la poderosa mano que tiene»37. El propio general
Alonso Fajardo también lo tiene muy presente: «No me bastan réplicas, porque lo
manda usando de su mano poderosa de que no sé cómo defenderme»38. Y otros
siguen por la brecha abierta por el sobrino predilecto del rey: la armada del mar
Océano no quiere devolver lo que se le prestó, «sino que dice que se le debe de
la provisión de bastimentos de los navíos della que pasan el tercio a Italia» ¡La
armada de Filipinas hasta debe pagar por su propio desmantelamiento! Y el vee-
dor concluye: «Estando en tal estado es fuerza no obligar a que la gente perezca y
se muera de hambre, dejándola ir»39. Pero ¿ir adónde? ¿A robar?
Disputas por competencias entre instituciones las hay en todo Estado
moderno, pero aquí se confunden persona y generalato del mar, donde lo
que domina el primer término es que se trata de un nieto de Felipe II. Sería
arriesgado decir que tal etapa está superada en el siglo xxi. Por supuesto,
también existen en las peripecias de los socorros de Filipinas rivalida-
des institucionales que después desbordan en enemistades personales. Y
aquí encontramos otro personaje del Discurso de mi vida, donde tiene una
actuación breve, pero notoria, ya que muere en escena. Se trata de «Cara de
hereje», Fernando Carrillo, muerto debido a una apoplejía, tal vez por culpa
de nuestro capitán o, al menos, este presume de dicha hazaña40.
Alonso de Contreras no tuvo que enfrentarse más que a un Carrillo, pre-
sidente del Consejo de Indias. Pero los socorros de Filipinas, y en particular
Tejada y Mendoza, presidente de la Casa de la Contratación, debieron negociar
o mejor dicho pasar bajo las horcas caudinas de un Jano-Carrillo con dos car-
gos. Hasta el 7 de agosto de 1617, «Cara de hereje» sólo carga con la presidencia
del Consejo de Hacienda; en esa fecha, se le nombra presidente del de Indias,
con retención del de Hacienda, al estar el entonces presidente de Indias, Luis
de Velasco el Joven, cerca de la muerte41. Podemos con facilidad imaginar que
traerá de un cargo al otro sus preocupaciones y prácticas y que el saco roto que
constituye el socorro de Filipinas de 1616-1617, con sus revoltijos, sorpresas, des-
cuidos y aberraciones, será una de sus principales víctimas.
En realidad, si se analiza de cerca la correspondencia de Tejada y Mendoza,
las reacciones de Carrillo siguen las pautas de toda institución contable que
cumple con sus cometidos, aunque ya el Leviatán ve sus escamas financieras

37
AGI, Filipinas, 200, N. 139 y N. 150.
38
Carta de 3 de febrero de 1617, al secretario del Consejo (AGI, Filipinas, 200, N. 151).
39
Carta de Castro Lisón al secretario del Consejo Juan Ruiz de Contreras, 15 de mayo de 1617
(AGI, Filipinas, 200, N. 195).
40
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 216-218. Carrillo debió de morir entre el 4 de marzo y
el 11 de mayo de 1622, véase Hernández Núñez, 2003.
41
Gascón de Torquemada, Gaceta y nuevas, p.  43. En enero de  1618, la presidencia de
Hacienda pasa al conde de Salazar.
120 los socorros de filipinas (1613-1620)

afirmarse. Durante un primer año —1616—, Carrillo obedece las órdenes


superiores del rey y de Lerma, y el presidente de la Casa hace pocas alu-
siones a llagas monetarias; otras incertidumbres y fallas lo corroen. No
es tanto que Carrillo, presidente de Hacienda, sea generoso, sino que don
Crédito no ha muerto todavía, y si el demonio no interviene y Dios «enca-
minara a lo que más fuere de su servicio», todo irá bien42 . A fines de 1616
los acreedores reclaman sus pagos, acorralan a Tejada y Mendoza y, por
supuesto, este encuentra que Hacienda no cumple con la celeridad reque-
rida. Y lo que es peor aún, sobre lo que ha prometido, Carrillo va poniendo
limitaciones y condiciones 43. El monstruo de Hacienda se está cansando,
desconfía y se alarma de un gasto que ya percibe cada día más aventurado
y faraónico. Es posible también que a Carrillo, a su vez, empiecen a presio-
narle los partidarios de la guerra en Europa, que exigen ducados para ella y
no para lejanas aventuras 44 .
Del lado de Tejada y Mendoza, a lo largo de los primeros meses de 1617,
cunden la frustración y la amargura. Su obra —la armada— la aprovechan
y desbaratan otros y, por encima de todo, la falta de apoyo y las acusaciones
más o menos veladas del presidente del Consejo de Hacienda lo molestan al
más alto grado. Insiste a la vez sobre la incomodidad de su situación: «No puedo
encarecer el trabajo que paso cerca de miserables acreedores», y lo poco que
«puedo esperar por su mano [la de Carrillo]»45. Cuando ya todo parece sin
remedio, suelta rienda a sus rencores y sus acusaciones:
Dios se lo perdone a quien ha sido causa deste aprieto, pues
teniendo ya esta armada proveída de todo lo necesario y embarcada
la gente de manera que solo faltará la paga della y dinero de res-
pecto para el viaje, y habiéndolo hecho traer de Lisboa a tiempo tan
sazonado, me lo quitó 46 .

Lo que fue el principio del desastre. Y a lo cual contesta Carrillo que


para encontrar:
Los últimos cien mil ducados para el despacho de la armada que había
que ir a Philipinas, pues llegó a tanto que no se pudo efectuar sin dar
en resguardo de la paga dellos lo que ha de servir para la comida de Su
Majestad y Altezas47.

¿Felipe III sin platos por culpa de la armada de Filipinas?

42
Carta de 6 de marzo de 1616 de Tejada al secretario del Consejo de Indias (AGI, Filipinas,
200, N. 24).
43
Cartas de 23 y 25 de diciembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 126 y 127).
44
Sobre esta última hipótesis véase Díaz Blanco, 2012, pp. 96-100.
45
Carta de 31 de enero de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 148).
46
Carta de 9 de febrero de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 153).
47
Carta de Carrillo [¿tal vez a Tejada y Mendoza?], de 31 de marzo de 1617 (AGI, Filipinas,
200, N. 179).
levarse con la armada 121

Con todo esto, ¿cómo extrañarse de que Tejada y Mendoza enfermara de


gravedad? Lo cierto es que el 20 de junio de 1617, Ruiz de Contreras escribe al
secretario del Consejo de Indias que su salud está deteriorada, «apretado me ha
tenido un dolor de estómago y dejado harto indispuesto»48. Sin duda, la armada,
pero sobre todo los sinsabores con Carrillo son los responsables. Un año después
se tendrá que retirar y el secretario del Consejo seguirá encargado de esos esta-
blos de Augias que fueron los socorros de Filipinas hasta el último momento. ¿Sin
saberlo el capitán Contreras vengó al presidente de la Casa de la Contratación?
Sin embargo, aunque se frecuentaron, es probable que sin ninguna afini-
dad, el militar Contreras nunca cita al letrado Tejada y Mendoza en su vida.
No sucede lo mismo con quien fue el alter ego de Francisco a lo largo de esos
años de 1616-1617, el secretario del Consejo de Indias —y de la Junta de Guerra
de Indias— Ruiz de Contreras, a quien el capitán apoyó durante doce meses
en el apresto de la armada de Zuazola en 1619, y todavía en 1633, de paso por
Madrid se hospedaba en su casa49. Poco en común parecen tener los linajes de
los dos Contreras, salvo la homonimia, pero eran tan fuertes entonces los lazos
familiares que, aun hipotéticos, podían tener cabida. Y algo semejante parece
ocurrir, cuando el propio presidente del Consejo de Castilla, personaje pode-
roso entre todos, Francisco de Contreras (1621-1627), se preocupa por saber si
es cierto el rumor que corre sobre la muerte de nuestro héroe50.
Pero las relaciones en el transcurso del socorro de 1616-1617 entre Ruiz de
Contreras y Tejada y Mendoza nos presentan otras aperturas sobre lo que pue-
den ser las relaciones humanas en el entramado de la alta administración de la
Monarquía y lo que se puede percibir detrás del papeleo cotidiano. Si el indi-
viduo, entonces, lejos aún del tiempo del empleado intercambiable, es el que
moldea el oficio51, y no lo contrario, es conveniente seguirlo en sus fortunas,
desdichas y demás estados de ánimo. De eso depende su comportamiento, su
eficiencia y, por tanto, su desempeño en las misiones encargadas.
Uno en Madrid, Ruiz de Contreras, el otro en Sevilla y Cádiz, Tejada y Men-
doza; el primero encargado de la relación con los consejos y juntas, el segundo
montando en los muelles la compleja máquina de la expedición, y eso durante
cerca de año y medio; se entiende que constituyen el eje central de todo el dis-
positivo. Esto dio lugar a centenares de cartas, de informes, de propuestas, de
órdenes, procedentes de ellos o de los demás actores, entre los que se halla-
ban Alonso Fajardo o un veedor de la armada como Diego de Castro Lisón.
Esta correspondencia que se intercambiaron la reunió Ruiz de Contreras en un
legajo, esencial para conocer lo que fue esa tentativa malograda de 1616-161752.
Como fue aquí Ruiz el compilador, sus envíos están ausentes, salvo algunas

48
Carta de 20 de junio de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 211).
49
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 207 y 254.
50
Ibid., p. 220.
51
Aunque ser, por ejemplo, letrado ofrece la garantía de cierta uniformidad o conformación
para la Corona.
52
AGI, Filipinas, 200.
122 los socorros de filipinas (1613-1620)

minutas de las cartas que mandó al presidente de la Casa, pero este sí tenía,
por razones evidentes —las dificultades de la transmisión entonces y la multi-
plicidad de los envíos—, la costumbre de resumir de entrada la misiva a la cual
contestaba. Es decir que poco perdemos del flujo intercambiado.
Flujo, por lo demás, bastante regular, unos cinco días entre Madrid y Sevilla,
un poco más cuando hay que buscar a Tejada y Mendoza en Cádiz o Sanlúcar
u otro punto de la costa. Pero cuando el tiempo apremia, que miles de personas
están en espera de salir —o no—, los días parecen una eternidad. El 6 de marzo
de 1616, aun con toda su inexperiencia de codearse con la materialidad de
las cosas53, Tejada y Mendoza se desvive: ¿para cuándo programar la salida de la
armada, cómo calcular tiempos y procesos?
No ha llegado a mis manos ni carta, ni letra de Vuestra Merced, con
que podrá fácilmente entender cuál debo de estar, siendo esta la resolu-
ción que con más cuidado he esperado en mi vida, contando las horas
por lo mucho que en ella importa el tiempo en cualquier suceso54.

Con el tiempo, a la excitación puede suceder el desaliento, como en diciem-


bre del mismo año, cuando todo está listo, pero como siempre faltan algunas
bolsas prometidas de ducados.
Ninguna cosa deseo en esta vida más que ver navegar estos galeones
porque sé lo que importa para el servicio de Dios y de Su Majestad, y
para vivir yo. Y así no puedo consolarme viendo que está Lisboa llena de
plata y que por 40 000 ducados no pueda poner en ejecución mi deseo55.

Sabemos que Francisco de Tejada y Mendoza comprometerá hasta su salud


en ese nudo enmarañado de la armada de Filipinas, y no pensamos que lo que
aquí escribe es simple retórica. El oficial ha interiorizado su misión, la hace
parte de su vida, al mismo tiempo que tiene muy claros los objetivos, servir a
las dos columnas, Dios y el monarca. Por supuesto, no olvidamos la corrupción
y demás «para guantes» o gajes ilícitos, habituales en ciertos ámbitos. Pero,
entre letrados, en el círculo de la administración central, estas manifestaciones
parecen estar menos presentes56; eso sí, tanto Ruiz de Contreras como Tejada y
Mendoza tienen sus exigencias, que sus oficios sobrevivan en sus hijos, lo que
es una lógica de esa personalización del cargo.
Y no sólo se presta la vida en tales circunstancias, sino hasta la reputación y la
fortuna, pero todo pasa después del sentimiento de orgullo de haber cumplido.
En la ocasión de la falsa salida de la flota, en enero de 1617, Tejada y Mendoza
escribe a su corresponsal:

53
Después de ser oidor de la chancillería de Granada, Tejada y Mendoza pasó a ocupar un
cargo de consejero de Indias en Madrid en 1604. Llega como presidente de la Casa de la Contra-
tación a finales de 1615 (Díaz Blanco, 2012, p. 87).
54
AGI, Filipinas, 200, N. 24.
55
Carta de 23 de diciembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 126).
56
O visibles.
levarse con la armada 123

Hoy salió la armada de la manera que pudiera a Filipinas, proveída de


gente, mantenimiento, pertrechos, municiones sin haber quedado aquí
un anzuelo, y pienso que en ningún momento ha salido otra más lúcida
ni proveída. Esto se ha hecho de milagro porque mis fuerzas no eran
bastantes a acabar tan gran cosa […]. Se ha hecho sin voluntad ni dine-
ros. Yo quedo destruido en mi hacienda y crédito, pues sobre él debo
tantos millares de ducados sin haberlos podido hallar de otra manera.
No quitemos su entusiasmo a don Francisco, por unos días, aunque sepa-
mos que dicha armada sólo dará la vuelta al estrecho de Gibraltar y quedará
disuelta. Entusiasmo por lo demás muy mitigado con sentimientos complejos,
tras realizar un opus de ese tamaño: «El estado en que me hallo sin fuerzas
[…] ni dineros, ni crédito, aunque más congojado con las lágrimas de tantos
acreedores, que falto de ánimo»57.
Aquí tenemos también algunos de los puntos delicados de esa oficialía
mayor, falta de especialización que no sea jurídica, y con una fuerte carga
personal, por no decir emocional. Se mandó a este letrado, a finales de 1615,
a Sevilla para resolver algunos problemas de fraude entre los mercaderes de
la Carrera de las Indias; de repente le piden también que se encargue, como si
fuera buen oficial de marina y de infantería, de la preparación, en apariencia en
unos pocos meses, de una armada de diez barcos para la mayor expedición que
se puede pensar en cuanto a la distancia. Considerando su inexperiencia, busca
un apoyo, lo encuentra en alguien de mucho renombre, sin duda encantador
—hasta sedujo a «Cara de hereje»58—, el capitán Diego Ramírez de Arellano.
Lo cierto es que, desde el 5 de enero de 1616, Ramírez supervisa las naos para la
expedición59. Pero resulta que el dicho Ramírez tiene un patache para vender y
sabe quitar al presidente de la Casa todo su espíritu crítico y aprovecharse de su
inexperiencia. Tejada y Mendoza queda prendado del navío y lo compra60. Pero
no es igual de confiado el general Alonso Fajardo, quien hace confesar a Diego
Ramírez que dicho patache «de todas maneras no aprovecha, de más de ser
muy viejo […]. Perdóneselo Dios»61. Cuando empiezan a cundir los reproches
—en particular, de Alonso Fajardo—, el presidente reconoce su falta de pericia
y la ausencia de rigor en su entorno62: «Lo cierto es que como ninguno de ellos
había hecho viaje largo, formando gran concepto de las necesidades deste,
pedían lo que cada uno les decía sin saber que fuese menester»63.

57
Carta de 5 de enero de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 138).
58
Gil Fernández, 1989, p. 191.
59
AGI, Filipinas, 200, N. 21.
60
Cartas de 14 de noviembre de 1616 y 28 de noviembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 89 y N. 102).
Según él, el patache «está hecho en La Havana, es tan valiente y bien fabricado y aderezado con que no
pasar de 150 toneladas puede atreverse a otro navío de 300 y así merece nombre de navío de guerra».
61
Carta de Alonso Fajardo a Juan Ruiz de Contreras, 3 de abril de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 178).
62
Ese carácter moderado, influenciable, de su personalidad lo demuestra también en su otra
misión en Sevilla, la de los fraudes, véase Díaz Blanco, 2012, p. 92.
63
Carta de Francisco de Tejada a Ruiz de Contreras, 31 de enero de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 148).
124 los socorros de filipinas (1613-1620)

Pero no todo son estados de ánimo y simples suspicacias. Una de las cartas
de mayor interés, porque revela en carne viva las prácticas financieras entre
la alta jerarquía del Antiguo Régimen, es la que dirige Tejada y Mendoza al
secretario del Consejo de Indias el 24 de enero de 1617. En ella, este le avisa
que Madrid se está extrañando de que una operación que debía de costar a
lo más 300 000 ducados, ya pase de los 620 000. El presidente de la Casa de
la Contratación resume las dos críticas: «He gastado mucho más de lo que se
entendió», y «porque no he avisado de los gastos que se acrecentaban siendo
tan grandes». Dejemos de pronto la respuesta y sus circunstancias, vayamos
al fondo. Tenemos aquí un caso ejemplar de los tropiezos presupuestales de
una administración central, poco preocupada por los egresos: ¿hay que esperar
cerca de un año para descubrir tamaño agujero en la bolsa? Fascinada por un
proyecto grandioso, inédito, del que sólo ve la parte atractiva, poco se preocupa
la administración de la manera en la que, desde el punto de vista financiero, se
resuelve el propósito. Mientras, el ejecutor de la obra, asimismo hipnotizado,
llega a apropiársela, hacerla suya, haciéndola vivir de fondos de variado origen,
sobre todo privados, sin avisar del acantilado que se bordea, pero también sin
que se le pidan cuentas precisas.
Don Francisco defiende su posición con altanería y rechaza todo control por
parte del Consejo de Hacienda —volvemos a encontrar otra vez a Fernando
Carrillo—: «Y yo ni he tenido, ni tengo que entrar ni salir con el Señor don Fer-
nando, ni estoy subordinado a la suya para dalle cuenta particular de lo que se iba
haciendo». Para él, Carrillo no tiene más que la obligación de proveerle de fondos,
«ni había de parar este apresto por semejante causa [la reticencia del presidente
de Hacienda]». Acaba reprochando a «Cara de hereje» «por no poder o no querer
pagar, y metello a voces buscando color en lo que no hay sustancia, y no sé cuánto
importe este modo en semejante ocasión con un hombre como yo»64. Es decir,
600 y tantos miles de ducados «es poca sustancia» cuando se trata de «un hombre
como él». Al final, tal vez las cosas no hayan cambiado tanto con el tiempo.
Con estos antecedentes se entiende que, cuando llegan a Sevilla rumores
sobre el posible reemplazo a la cabeza del Consejo de Indias del moribundo
Luis de Velasco por Fernando Carrillo, Tejada y Mendoza esté en particular
preocupado y pida informes a Ruiz de Contreras. Este le contesta tranqui-
lizador y da una de las numerosas muestras de que, entre esos dos colegas
del Consejo, y en concreto en esos últimos tensos meses, hay una verdadera
amistad, más allá del esprit de corps.

Lo que yo deseo es ver a Vuestra Merced muy contento y con el


descanso que baste a suplir los trabajos pasados y sabe Dios que
mientras esto no fuere no podré yo estar contento, pues deseo los
acrecentamientos de Vuestra Merced y de su casa en el mismo lugar
que los míos 65.

64
AGI, Filipinas, 200, N. 146.
65
Minuta de carta de Ruiz de Contreras de 11 de julio de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 214).
levarse con la armada 125

Hacia el fin de esta correspondencia, don Francisco de Tejada le da todo su


sentido humano, algo que atenúa y potencia a la vez el rígido sistema polisino-
dial de la Monarquía Hispánica:
Las cartas de Vuestra Merced no solo no multiplican mi ocupación,
pero son de muy grande alivio para poder llevar las pesadas y ordinarias
con que aquí se vive. Y así suplico a Vuestra Merced no se valga desta
consideración para limitar la merced que en ellas me hace66.

II. — LA LOGÍSTICA DE UNA OPERACIÓN MILITAR-NAVAL


ENTRE 1616 Y 1619

La armada de Filipinas de Alonso Fajardo de 1616 se fue derritiendo, en


sentido literal, al sol de la primavera y del verano de  1617, es decir, fue un
fracaso absoluto. Al tratarse de la obra de Francisco de Tejada y Mendoza, y
en términos generales de su preparación, no se puede ser tan abrupto, dado
que al fin y al cabo la flota estaba lista para zarpar en diciembre de 1616. Pero
ello, en la práctica tomó todo el año, y a un coste, como vimos, muy elevado.
Esto se tenía que reformar.
Y, en efecto, la logística de la armada de 1619, preparada en su fase efectiva en
menos de seis meses, fue un logro. De hecho, recordar su destino final remite a
otros calificativos. No cabe duda que se aprendió la lección de 1616. Por tanto,
seguir el desarrollo de la constitución de la flota de Zuazola es una manera de
sacar a la luz los fallos de lo que ocurrió con anterioridad.
En cuanto a los responsables hay cambios radicales. Cambios de per-
sonalidad, pues desde  1618 Tejada y Mendoza ha regresado a Madrid y,
en 1619, lo reemplaza en Sevilla alguien muy bien informado, el propio Ruiz
de Contreras, a quien se adjuntan colaboradores experimentados, o por lo
menos enérgicos, como el capitán Alonso de Contreras, entre otros. Envían
a Francisco de Tejada y Mendoza a Sevilla por otras razones y lo nombran
presidente de la Casa de la Contratación con muchas y diversas responsabi-
lidades. Esta vez, el encargo del secretario del Consejo, Ruiz de Contreras,
es en exclusiva el de sacar la flota de la nada y el nuevo presidente de la Casa
sólo le debe brindar apoyo 67.
Cuando, a principios de 1616, se da tal responsabilidad a don Francisco, no
parece haber una comisión precisa, sino que no sobrepase los 300 000 duca-
dos. Nada acerca de sus atribuciones, sus responsabilidades o sus márgenes de
maniobra. Esto, como vimos, llevó a un conflicto con el presidente del Con-
sejo de Hacienda. Todo cambia con Juan Ruiz de Contreras, pues como escribe
Carrillo a los oficiales reales de Sevilla, el rey decidió que el apresto de la armada

66
Carta de 29 de septiembre de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 239).
67
Cuando Ruiz de Contreras cae enfermo, el presidente del Consejo de Indias, Carrillo, pide al
presidente de la Casa que «asista el secretario Juan Ruiz de Contreras», en carta de 2 de septiembre
de 1619 (AGI, Filipinas, 20, R. 13, N. 84).
126 los socorros de filipinas (1613-1620)

corriese por su sola mano, para que se excusasen las dilaciones y incon-
venientes que suelen ofrecerse cuando en semejantes cosas intervienen
más personas, y así le mandó la comisión tan completa como habrá visto
[…]. Y solo él ha de dar cuenta de lo que se le ha encargado.
Si don Francisco de Tejada hubiese recibido algo semejante, su posición
frente a Carrillo se hubiese visto más consolidada. Y aquí hay otro cam-
bio notable y es que el moribundo Luis de Velasco, inexistente en 1616, ha
desaparecido, Fernando Carrillo ha cambiado de campo, y ahora como pre-
sidente del Consejo de Indias su obligación es apoyar a Ruiz de Contreras,
no ponerle trabas. Y, conforme nos recuerda el capitán Contreras, «cara de
hereje» es un buen can68.
Por supuesto, en 1619, el comisionado no recibió un cheque en blanco, sino que
la Real Cédula del 20 de julio de 1619 lo enmarcó a la vez con rigor y flexibilidad. El
rey, entonces, está en Lisboa: ¿algo de la experiencia portuguesa se ha filtrado aquí?
Se proponía a Ruiz de Contreras reflexionar sobre dos posibilidades: lo preferible
era construir seis galeones y dos pataches, pero si se presentaban dificultades mayo-
res en Andalucía se podía optar por la mitad. Y que presentara sus propuestas sobre
el personal, los bastimentos, las armas. Notemos que, desde 1616, las ambiciones se
han limitado, ya no serán diez naos. Con cierta ingenuidad, se pedía reutilizar lo
que podía haber quedado de la flota de Fajardo de 1616-161769.
Lo que también demuestra un cambio es el espíritu de resolución de Ruiz de
Contreras, pues casi se anticipa a la Real Cédula: ¡El 21 de julio ya tiene listo su
borrador de respuesta a la Real Cédula del día anterior70! A todo tiene respuesta,
da precisiones, e incluso ya ha comprado los 6 galeones a buen precio, por cerca
de 1,3 millones de reales, por tanto, su apresto costará menos de un millón. De
pronto, no hay pataches en Andalucía, pero llegan dos carabelas muy a propósito,
pues bastaría con mudarles la vela latina. Los bastimentos se conseguirán con
menos de 2 millones de reales, para nueve meses y tratándose de 1 000 soldados
y 600 marineros. Esta celeridad y ese rigor se deben en parte, y hay que reco-
nocerlo, a que se reutiliza la experiencia pasada, en particular, las previsiones
y relaciones de gastos, adecuadas a las nuevas exigencias71. No obstante, poco
se pudo rescatar de la frustrada expedición. Quedan todavía 2 639 arrobas de
vino, pero «la mayor parte no está de servicio, y dello alguno mezclado con agua
salada»; todavía sobreviven 20 candados de Flandes, pero sin llave; solo queda un
ancla «rota y cuatro pedazos de otras». Y lo demás está, asimismo, despedazado,
disperso, destruido; son restos de una orgía de despilfarro72.

68
Carta de Fernando Carrillo de 3 de septiembre de 1619 (AGI, Filipinas, 20, R. 13, N. 84).
69
AGI, Filipinas, 20, R. 13, N. 84.
70
Es probable que se le mandara de modo anticipado lo esencial de la Real Cédula, o un borra-
dor antes de la firma oficial del rey.
71
Así la «Relación de lo que podrá montar el gasto de la leva, embarcación y provisiones […]
regulado con la relación y tanteos que se hicieron para el socorro de Philipinas pasado» (AGI,
Filipinas, 20, R. 13, N. 84, fo 216).
72
AGI, Filipinas, 20, R. 13, N. 84, fos 224-225.
levarse con la armada 127

Si se tiene en cuenta la compra efectiva de los 8  navíos, las raciones para


1 115 personas durante ocho meses y las pagas adelantadas, la evaluación final
en 1619 es de 2 174 094 reales, es decir, 197 645 ducados de a 11 reales. Monto
muy razonable en relación al costo de la armada de 1616, aunque inferior al
gasto final realizado73. En resumen, todo se hizo con método, rapidez, cuidando
los detalles esenciales, así que se prevén medicinas y dieta por 8 000 reales.
Este rubro de la farmacia nos recuerda que no hay que descalificar la
labor, sin duda difícil, de Francisco de Tejada y Mendoza en 1616. Hombre
sensible, supo estar bastante atento a la salud de los expedicionarios, para
lo que se rodeó de expertos, sobre todo, extranjeros, como, en particular, el
inglés Enrique Bacon y el flamenco Pedro de Letre74. La expedición de Joris
van Spilbergen (1615-1616), a la cual perteneció el segundo, siempre estuvo
preocupada por conseguir limones para contrarrestar el escorbuto. En Aca-
pulco «venía la gente tocada de landre [escorbuto], y con limones que allí
les dieron mejoró»75. Sobre la recomendación del primero, Tejada acopió
el mismo paliativo: «Entre otras provisiones, la hago de zumo de limón en
grandes frasqueras, que es el mayor regalo y remedio desta navegación en
llegando a la línea»76.
Todo tiene, sin embargo, límites y el mejor testimonio del cuidado que se
dio a la salud en el socorro de 1616-1617 es la larga visita77, barco por barco,
al contenido de «las arcas de medicinas», donde se pide información sobre lo
que se había gastado en el viaje al estrecho de Gibraltar —estamos ya a 7 de
marzo de 1617— y, sobre todo, «qué medicinas le han pedido los cirujanos y
médicos de las que no tienen, para remediar la falta que hubiere». En el galeón
San Joseph, el enfermero, fray Juan de Santiago, menciona

que son pocos los géneros de las medicinas que se embarcaron,


y poca la cantidad de cada género y no hubo más de un modo de
jarabe para poder purgar siendo las enfermedades diferentes […]. Ha
habido falta de los ungüentos más necesarios […]. No se embarcaron
ningunos huevos ni se embarcaron ningunas ventosas ni paños; muy
pocas estopas se embarcaron; no se embarcaron cauterios ni espe-
cias para las ollas de los enfermos, ni platos ni escudillas ni ollas,
ni un cacito siendo necesario otro para componer las medicinas y
hacer los cocimientos. Y no se embarcó más que una jeringa grande
estando muy sujeta a quebrarse y a faltar con que acudir a los enfer-
mos. No se embarcaron granos y onzas y dramas y escúpelos para
pesar las medicinas y las especias que dieron […]. De nueve géneros

73
Después del desastre de la armada de Zuazola, Ruiz de Contreras reconoce que costó
500 000 ducados, carta a Fernando Carrillo, desde Cádiz, 1 de febrero de 1620 (AGI, Filipinas, 350).
74
Testimonio de Pedro de Lest o Letre (AGI, Filipinas, 37, N. 19).
75
Testimonio de Pedro de Lest o Letre (AGI, Filipinas, 37, N. 19).
76
Carta de Tejada de 27 de septiembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 62). Documento señalado
por Paulina Machuca.
77
AGI, Filipinas, 200, N. 166, fos 579r-607r.
128 los socorros de filipinas (1613-1620)

de píldoras, todos necesarios, no se embarcaron más de cuatro, y los


emplastos que se han proveído, añejos, y muy poca la cantidad de los
polvos. Y no hubo oro ni plata con que dorar las medicinas78.
No es de nuestra incumbencia entrar más en detalle en el documento, pero
es fácil entender que se trata de una medicación donde las purgas, simples y
compuestas, son el alfa y el omega, como corresponde a la época. Sobre todo,
es un panorama desolador si se piensa en la humanidad que va a pasar meses
acuartelada en unos pocos centenares de metros cuadrados, sin verdadera
protección, ni aun médica. En el San Joseph se prevé que haya 240  perso-
nas embarcadas y una única jeringa. Si recordamos que son navíos de guerra
y que, en la menor refriega, habrá numerosos heridos, la presencia de tan
«pocas estopas» nos alarma. La incuria se ofrece a la vista por todas partes79.
Pero no perdamos toda esperanza, los bastimentos son otro rubro esen-
cial, y aquí hay normas establecidas, un prorrateo conforme a la tripulación
y personas embarcadas. ¿Se respetó esto? Podemos pensar —y ningún tes-
timonio lo desmiente— que así fue, guiándonos por las previsiones que
proceden de:
Un mapa de los bastimentos que son menesteres para provisión de
2  427  personas de mar y guerra que se considera han de ir embarca-
dos en la armada de dichos galeones y tres pataches80 […] haciéndose la
provisión para ocho meses que se presupone durará el dicho viaje, en la
manera siguiente: de bizcocho y vino para todo el viaje, pescado para
cinco meses, carne para los otros tres, habas y garbanzos para los días de
pescado, arroz para los días de carne, y queso se puede dar la cantidad
que pareciere de más a más, conforme se acostumbra para los días que
corre tormenta y no se puede encender lumbre.

El documento no tiene fecha, pero es probable que sea de diciembre


de 1616, cuando todo está casi listo, y ofrece una información que sintetiza-
mos (cuadro 3)81. Si convertimos todo, burdamente, en kilogramos estamos
alrededor de 1500 toneladas de bastimentos, bastante para llenar varios bar-
cos, sin hablar de las jarcias, velas, municiones y demás artilugios. No debió
caber un alfiler de más82.

78
AGI, Filipinas, 200, N. 166, fos 579 v-580r.
79
Entre las «reliquias» que quedan de esa armada, en  1619, se mencionan 11  quintales y
68 libras de estopas, por supuesto todo podrido, en «Relación de las cosas en poder del tenedor
de bastimentos», de 4 de junio de 1619 (AGI, Filipinas, 20, R. 13, N. 84). Es probable que la dota-
ción fuera para toda la flota, entre 50 y 60 kilogramos por barco. Por supuesto, sobre ese segundo
dato, se puede dudar si son para heridas o para calafatear el barco. Pero cuando se trata de la
estopa en la farmacia es, por supuesto, para los hombres.
80
In extremis, Fajardo pidió otro más, lo que implica que la fecha del documento es posterior
al 30 de octubre de 1616, día de su llegada.
81
AGI, Filipinas, 200, N. 132.
82
Escribe Tejada y Mendoza el 9  de febrero de  1617: «No va proveída más que para ocho
[meses], ni aun casi esto cabe en los galeones» (AGI, Filipinas, 200, N. 154).
levarse con la armada 129

Para renovar y disponer lo mejor posible los mantenimientos en el período crí-


tico de marzo a septiembre de 1616, Tejada y Mendoza ha sabido aprovechar, dice:
La inteligencia y experiencia del piloto inglés que tengo preso, que
cierto es cosa vergonzosa ver cuán diferentemente entiende y trata esta
gente las materias desta calidad que nosotros, y así no debe causar admi-
ración la ventaja que nos hacen y que sus bastimentos les duren tres años
por los climas de más corrupción que hay en el mundo, y a estas arma-
das y flotas no duran seis meses83.

Ya hemos avisado que don Francisco era influenciable.

Cuadro 3. — «Mapa de los bastimentos que son menesteres»


para la armada de Alonso Fajardo (diciembre de 1616)
Conversión Ración por Calorías
Gente y género Cantidad en medidas hombre/ por ración/
actuales semana semana
Personas 2 427 — — —
Bizcocho
9 941 quintales 457 286 kg 5,36 kg 13 668
ordinario
Vino 1 503 [¿pipas?]a 826 650 l 9,70 l 6 790
Agua No se especifica — — —
Pescado 2 051 q 94 346 kg 1,11 kg 1 665
Carne 1 267 q 58 282 kg 0,68 kg 1 020
Aceite 1 728 arrobas 19 872 kg 0,23 kg 2 070
Vinagre 95 pipas 52 250 l 0,61 l 427
«Para la artillería y
42 pipas 23 100 l — —
regar» [¿Vinagre?]
Arroz 312 q 14 352 kg 0,16 kg 566
Habas y garbanzos 626 fanegas 34 743 l 0,40 l 1 400
Queso No se especificab — — —
a
No se especifica la unidad: deben de ser pipas, con seguridad. Damos a la pipa el valor de 550 litros.
b
Sin embargo, sabemos que se embarcó gracias a una carta de Tejada de 4 de junio de 1617 por la que nos
enteramos de que «el queso esta [sic] bueno» (AGI, Filipinas, 200, N. 206).
Fuente: AGI, Filipinas, 200, N. 132, fo 454r84.

Todo esto no quiere decir que la gente fuera a ir bien nutrida, y aquí se deben
tomar en cuenta la cantidad y la calidad. Vamos a ponderar la demostración
sobre la base de una ración semanal, mitigando pescado y carne: son en total

Carta de 27 de septiembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 62).


83

Existe otro cuadro, fo 453r, sobre la base de 2 200 personas. Nada cambia en lo fundamental,
84

sino que «van inclusas en la suma de cada género las mermas. En el biscocho [sic] a razón de 10
por 100, y en lo demás a 13 por ciento». Podemos pensar que es lo mismo en el cuadro aquí presente.
130 los socorros de filipinas (1613-1620)

34,6 semanas y 2 457 personas85, de donde podemos sacar el valor energético de


la ración de siete días. En total, son 27 606 calorías semanales, cerca de 4 000
por día86. Lo cual es una cifra reconfortante en apariencia, aun para las duras
faenas de los marineros, pero de mala calidad; las proteínas solo representan el
9,7 % de las calorías. Por supuesto, las legumbres frescas y las frutas, proveedo-
ras de vitaminas, están excluidas por completo.
Ahora bien, hay dos tipos de embarcados: los que trabajan —los marineros—
y los que únicamente se dejan transportar —los soldados—, salvo para ayudar
en algunas faenas puntuales como ayudar a tensar las jarcias. Se entiende que
darles la misma ración no sería conveniente, por muchas razones. En este caso,
nada se nos dice. Pero Charles R. Boxer ha publicado un documento de la misma
naturaleza, para la Carreira da Índia, que precisamente da el desglose entre las
dos categorías, y, al mismo tiempo, permite comparar las dos marinas (cuadro 4).
Comparación aproximada ya que algunos puntos secundarios, como el aceite
y las legumbres secas, se mencionan en el caso portugués sin cantidades, son
«e as mais miudesas custumades». La ración del «inactivo» es menos de las dos
terceras partes de la de un afanado marinero. El promedio para los 1200 portu-
gueses, todos confundidos, es de 2942 calorías cotidianas, es decir, aun tomando
en cuenta lo que falta, un poco por debajo de la española; sobre todo, es menos
rica todavía en proteínas. Pero desde el punto de vista energético es suficiente, y
queda en los mismos estándares. Y diremos algo parecido, para concluir, cuando
se trate unas décadas después (1654) de las raciones de la armada de Barlovento,
con montos un poco inferiores a las del Socorro de Filipinas, tanto la cantidad
de bizcocho como la de vino están un 11 % por debajo, si se tienen en cuenta los
mismos parámetros de hombres y de meses87.
También hay que preocuparse por la calidad de los productos almacenados,
sobre todo de los perecederos, pues no olvidemos que se debían conservar
durante ocho meses. Aquí los testimonios son el doble de alarmantes, para
el estómago de los embarcados y para la bolsa real. Se ofrece a Tejada y
Mendoza una primera dificultad, de la cual no es responsable: la salida de la flota
en un principio estaba prevista para marzo de 1616, por tanto, compró en ese
momento bastimentos, pero cuando se atrasa la fecha para fin de año, tuvo
que deshacerse de ellos, a bajo precio, y a veces sin salida. «Con poco daño»
dice él, tal vez sea cierto88. Por tanto, hacia diciembre de 1616, hay que volver
a cargar nuevos alimentos y, a veces, son los mismos que llevan almacenados
desde marzo. En el caso del tocino, la realidad es preocupante:

Siendo el último género que dellos se embarcó el tocino, repararon


algunos capitanes en recibirlo a bordo de los navíos por parecerles mal
acondicionado, y para que cesasen estas quejas me mandó [Tejada y

85
Lo que nos da un cociente de 85 175 que hemos aplicado en todos los casos.
86
Tal vez un poco más tomando en cuenta la incógnita del queso.
87
Torres Ramírez, 1981, p. 289.
88
AGI, Filipinas, 200, N. 54.
levarse con la armada 131

Mendoza] ver el questava en los almacenes como lo hice. Pareciome


alguno dello malo y otro a propósito para comerse luego, pero no para
durar en semejante viaje89.

Cuadro 4. — Bastimentos para una armada portuguesa de la Carreira da Índia (1636)90

Calorías/ Calorías
Ración Ración
Gente 800  400  ración/ por ración/
semanal/ semanal/
y género soldados marineros soldado marinero
soldado* marinero
(semanal) (semanal)

1 972  1 660 
Bizcocho quintales/ quintales/ 4,36 kg 7,34 kg 11 118 18 717
6 meses 6 meses
228 pipas/ 154 pipas/
Vino 4,82 l 8,14 l 3 374 5 698
6 meses 6 meses
1 200 
Carne de 800 arrobas/
arrobas/ 0,66 kg 0,88 kg 990 1 320
puerco 4 meses
3 meses
800 arrobas/ 400 arrobas/
Bacalao 0,44 kg 0,44 kg 660 660
2 meses 2 meses
400 arrobas/ 400 arrobas/
Arroz 0,22 kg 0,44 kg 778 1 556
1 mes 2 meses
Total — — — — 16 920 27 951
* Metrología actual.
Fuente: C. R. Boxer, From Lisbon to Goa, 1500-1750, Londres, Variorum Reprints, 1984, p. 72.

El veedor propone usar en el transcurso del mes el que está pasable y vender
el otro en las carnicerías de Sevilla, para comprar más adelante. Pero como el
tiempo apremia, y no hay otro tocino a la vista, el presidente Tejada y Mendoza
hace que se embarque el que está disponible, sea como sea.
La consecuencia no debe de sorprender. En marzo de 1617, el mismo veedor
avisa que se tuvieron que echar al mar 40 arrobas de cecina, 183 de bacalao y
135 jarras de atún. Sólo se echaron 14 arrobas de tocino, pero señala que
en el demás bastimentos que queda hay cantidad de tocino y biscocho
mal acondicionado, que no se echa a la mar por estar entre otro bueno,
y con la prisa […] no ha habido lugar para poderse ir entresacando y
separar lo bueno de lo malo91.

De nuevo, no todo es negativo y, como en otros casos, hay algo de moderni-


dad que surge de algún detalle. Al revisar el inventario de lo que quedó en 1619
de la expedición de  1616, nos sorprende la presencia, arrumbados en algún

89
Carta del veedor Castro Lisón del 9 de enero de 1617 al rey (AGI, Filipinas, 200, N. 140, fos 476-477).
90
Hay varios tiempos: de 6 meses a 1 mes. Es decir que cuando se dice que hay bacalao para
2 meses, por ejemplo, significa que se dará pescado 2 días de cada 6, el arroz un día… Por tanto,
el total es la cantidad acumulada a repartir en 6 meses.
91
Carta del 18 de marzo de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 174).
132 los socorros de filipinas (1613-1620)

almacén, de «nueve alambiques de cobre de a tres piezas». ¿Cuál podía ser su


utilidad? Esta se entendió al comprobar la correspondencia de Tejada y Men-
doza, pues menciona dichos alambiques, y dice que «sacándose cada día de
cuarenta a cincuenta azumbres de agua dulce de la mar será grande ayuda para
entretener la que hubiese o beber de la destilada después de acabada la otra»92.
Si damos a la azumbre el valor aproximado de dos litros, nos encontramos con
entre ochenta y cien litros por día y por aparato, alrededor de la cuarta parte
de la ración cotidiana de un barco con entre doscientas y doscientas cincuenta
personas93. Esto en el mejor de los mundos y con bastante leña.

III. — SOLDADOS «MUY ROTOS»,


POCOS ARTILLEROS Y MENOS MARINOS

Lo que no perteneció al mejor de los mundos, y constituyó en 1616 el punto


de quiebra de todo este amplio esfuerzo, fue el factor humano. Para ese tipo
de expedición, en ese momento y en ese lugar, la Monarquía se equivocó, pues
no tenía a su disposición el personal adecuado y suficiente, o por lo menos no
pudo reunirlo en marzo, ni en septiembre, a duras penas en diciembre, y tuvo
el Leviatán de mostrar su inhumanidad más de lo que le convenía. Si observa-
mos el siguiente cuadro (cuadro 5), hay tres categorías de personas, marineros,
artilleros y soldados, con cantidades y cualidades muy dispares.
Aun siendo los más numerosos, el reclutamiento de los soldados fue el que
menos dificultad presentó, puesto que no se requerían habilidades y menos
experiencia; bastaba tener más de diecisiete años y dejarse engatusar por el
discurso y los modales del oficial que había plantado su bandera en el mercado
del pueblo; todavía se mantenía el atractivo por la aventura en Andalucía. En
pocos meses, aun sin el apoyo de su capitán, el primo de Contreras pudo levan-
tar una compañía en las cercanías de Osuna. El propio general Alonso Fajardo
hizo llegar cuatro compañías procedentes de su terruño, Murcia. Hasta el pre-
sidente Tejada y Mendoza alistó ciento quince reclutas en Bonanza, puerto de
Sanlúcar, «gente labradora, bien tratada y de buenas edades». Llegaron todos,
con más o menos rapidez, en el transcurso del otoño de 1616. Eso sí, en general
«muy rotos», como los cuatrocientos procedentes de Córdoba, Écija y Sevilla.
«Toda esta gente viene desnuda», comenta el presidente, quien ordena vestirlos
a todos, pero «a cuenta de sus sueldos»94. En definitiva, los más molestos son
sus oficiales, que llegan con exigencias de pagas y otras ventajas y, sobre todo,

92
«Relación de las cosas en poder del tenedor de bastimentos», 4 de junio de 1619 (AGI, Filipi-
nas, 20, R. 13, N. 84); carta del 17 de marzo de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 171).
93
Para la Carreira da Índia, la ración cotidiana de un soldado es de 1,73 litros, según la pode-
mos calcular; véase Boxer, 1984, p. 72.
94
Carta de Tejada de 7 de noviembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 87). El 12 de noviembre
de  1616 ya están en el puerto de Bonanza donde se hace la concentración 13  compañías con
1 204 soldados, sin sus oficiales; la de Contreras tiene 74 (AGI, Filipinas, 200, N. 88).
levarse con la armada 133

el general Fajardo: «No puedo encarecer lo que me aprieta la gente de guerra en


sus socorros, pretensiones y comodidades», escribe Tejada y Mendoza95.

Cuadro 5. — Navíos y gente de mar y guerra «que parece será menester» para la


armada del socorro de Filipinas (finales de diciembre de 1616)

Ofic.
Navío Tons. de Marin. Grum. Paje Artill. Soldados Total
mar*
Capitana
N.a Sra. 550 18 40 20 8 20 210 316
de los Reyes
Almiranta
500 16 35 18 6 20 200 295
Santa Cruz
San
Antonio
550 15 38 18 6 20 200 297
de Padua
mayor
San Antonio
500 15 34 18 6 20 200 293
el Nuevo
N.a S.a de
550 15 34 18 6 20 200 293
Balbanera
N.a S.a de la
400 15 30 15 4 16 160 240
Antigua
N.a S.a de la
450 15 30 15 4 16 160 240
Concepción
San Joseph 400 15 30 15 4 16 160 240
Patax
[patache]
120 11 12 8 2 4 50 87
Los
Remedios
Patax San
60 11 8 8 2 4 30 63
Francisco
Otro patax 60 11 8 8 2 4 30 63

Total 4 140 157 299 161 50 160 1 600 2 427


* En la capitana, los 18 oficiales de mar son: 1 general, 1 piloto, 1 ayudante, 1 maestre, 1 contramaestre,
1 escribano, 1 cirujano, 1 guardián, 1 despensero, 1 alguacil de agua, 2 calafates, 2 carpinteros, 1 capellán,
1 veedor y contador, 1 escribano real, 1 tonelero.
Tons.: toneladas; ofic. de mar: oficiales de mar; grum.: grumetes; y, artill.: artilleros.
Fuente: AGI, Filipinas, 200, N. 132, fo 1455r.

Cuando, a finales de octubre de  1616, ya se tiene el 75  % de los infantes,


apenas se dispone de 130 personas de mar «solteras y útiles» sobre las 510 nece-
sarias96. Ya desde hace un tiempo, por lo menos desde septiembre, la tensión se

95
Carta de 28 de noviembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 102).
96
Carta de Tejada, 31 de octubre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 84).
134 los socorros de filipinas (1613-1620)

acrecienta. En un principio, se ha pensado que el enganche voluntario podría


ser suficiente, como escribe el rey a los señores de Andalucía en febrero dicién-
doles que estos deben ir «procurando disponerlos a que vayan de su voluntad»97.
Como no produce efecto, se amplía el radio y se solicita el apoyo de las auto-
ridades de Galicia y de Cantabria, con los mismos resultados, o peores. En
Laredo, la acción enérgica de los gobernantes provoca un verdadero pánico y la
huida de los marinos que rehúsan la paga que se les ofrece,
por la voz que ha corrido que los llevan a poblar tierras remotas, y aunque
es vana ha dañado mucho […]. Es de manera el terror que les ha puesto
que no solo se han ausentado de los puertos, pero aun de la comarca.

El oficial se niega por lo tanto a ejercer más presión: «No los compe-
leré hasta que se me responda a esta, en que represento el daño de la fuerza en
este tiempo es considerable»98 ¿Teme algún disturbio? El propio poder se
espanta de su capacidad de perturbar a la sociedad. En cuanto a la gente, no
teme embarcarse, sino los horizontes lejanos, sin retorno, a donde se le pre-
tende mandar. Es una dimensión humana que la máquina imperial no ha
tomado en cuenta.
Frente al rechazo, se deciden dos medidas extremas, contradictorias
entre sí. Por un lado, un exceso de laxismo, pues, con seriedad, y es pro-
bable que desesperado, el presidente de la casa considera la posibilidad de
mandar a las mujeres con los marineros y soldados casados, «con que irán
contentos y con más raíces para no volverse fácilmente»99. Por supuesto, no
se irá tan lejos, justo porque son muchos, pero el hecho revela otra vez que
el designio no está claro, ya en plena ejecución, y dentro de las esferas más
elevadas: ¿se trata de una operación militar destinada a sacar del Sudeste
Asiático a los holandeses, de una expedición comercial para fortalecer el
Consulado de mercaderes sevillano, de una empresa colonial destinada a
poblar lejanas fronteras?
Reclutar extranjeros, en ese contexto imperial, ¿no es otra forma de rela-
jamiento? La urgencia es tal que se pasa por encima de toda ideología. De
hecho, sabemos que hay por esas costas andaluzas muchos barcos foráneos,
por tanto, muchos marineros
que, por haberlos robado los enemigos, están desacomodados; y viendo
dineros podría se fuesen de su voluntad, y salvo la fidelidad, que este no
la ha, según lo que es marinaje saben más que todos los de acá, y destos
se podría hallar. Pero quieren ver el dinero en mano.

97
Carta de 5 de febrero de 1616 (AGI, Filipinas, 329, L. 2, fos 188v-189r).
98
Carta de Diego de Guzmán al rey, 14 de diciembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 118). A
partir de julio de 1616, también se piden marineros italianos en Milán, Génova y Nápoles, sin
resultados (AGI, Filipinas, 200, N. 31).
99
Carta de 14 de noviembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 89). Ya el 31 de octubre había
planteado la propuesta a la Junta de Guerra, la cual sólo le recomendó prudencia: «son muchos»
(AGI, Filipinas, 200, N. 84).
levarse con la armada 135

El presidente está dispuesto a aceptar sus condiciones y a encarcelarlos, para


tener una garantía mayor, hasta la salida100.
Sólo queda reforzar la presión. En un primer tiempo, mediante la organización
de redadas sistemáticas, en particular, en los estados del duque de Medina Sidonia:
«A las 12 de la noche se echó la red en esta ciudad de San Lucar por el señor Duque
de Medina para coger marineros […]. Fueron más de ciento y veinte los presos». Se
capturaron, en total, 220 marineros, entre 38 lugares de realengo, y 32 de señorío. En
realidad, estas operaciones tampoco dieron mucho resultado, ya que la mayoría de
los requeridos al azar no eran útiles, como ya se notó, y sobre todo tal movimiento
no se podía hacer en el secreto absoluto y provocaba una huida de los verdaderos
profesionales, «con el olor de la partida». Al final, como indicó el presidente Tejada
y Mendoza, algunos tránsfugos se fueron hasta Lisboa para escapar a la caza. Y,
además, todo esto perturbó a buena parte de Andalucía101. Con pesimismo, Tejada
y Mendoza concluía «de los naturales que sepan más navegación de la que tengo
dicha no se hallará ninguno, no le hay que sea marinero, ni más que pescador»102.
Y, con esto, se llega a la decisión de que lo más seguro es que se estuviera
meditando desde hace algún tiempo, radical, brutal, hasta inhumana, aun-
que no del todo inédita. En la carta que recibe el 27 de septiembre de 1616 del
secretario del Consejo de Indias don Juan Ruiz de Contreras, se avisa a don
Francisco de Tejada y Mendoza:
Del intento que la junta tiene para que la armada parta al tiempo que
conviene sin que lo impidan las dificultades que la vez pasada [marzo],
como son falta de gente de guerra, mar y artilleros […]. Se sirva de man-
dar que se supla todo de los galeones y flotas [de la Carrera de Indias] que
se esperan, de manera que para cuando lleguen estando la armada de Fili-
pinas de vergas en alto, se tripule de una parte a otra y hinche el número
que destos géneros [pudiera] faltar antes que nadie se pueda desembarcar.

Se confía en el presidente para llevarlo todo a cabo. Este de entrada ve los problemas:
«me hallo obligado a representar por el mismo la gran dificultad desta ejecución».
La perplejidad lo conduce incluso a demostrar cierto humor, ¿involuntario?
Cada marinero y artillero habrá menester dos soldados de posta para
que no se huyan, y así cada soldado para que no lo haga él, menester otros
dos. No veo la gente que ha de hacer este efecto, porque la que a [de] venir
[en galeras] entiendo llegará días después de la venida de los galeones [de
la plata], y tan poca y ruin como tengo noticias por algunas avisos. Obligar
y forzar con muchos a pocos, cosa es muy posible, pero con pocos a tantos
sobre siete meses de navegación, y gente tan desatinada y resuelta, que se
pondrá antes en peligro de ahogarse, como se ha visto muchas veces.

100
Carta desde Málaga del presidente Tejada, 28 de septiembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 64).
101
AGI, Filipinas, 200, N. 71, N. 77, N. 80, N. 83, N. 107. La redada en Sanlúcar tuvo lugar el
12 de octubre, la carta de Tejada sobre la desconfianza de los marinos andaluces y su huida a
Lisboa es del 5 de diciembre de 1616.
102
Desde Málaga, 28 de septiembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 64).
136 los socorros de filipinas (1613-1620)

Y, para que todo sea aún más fácil, se le anuncia que la armada de la plata a su
regreso se extravió en Lisboa, y que le han avisado
que se han ausentado algunos [marineros] y que entiende [el almirante
Tomás de la Raspuru] que lo harán los que pudieran aunque se ha penado
porque de aquí [Andalucía] se les ha escrito que esta armada los espera
para partir y que él tendrá cuidado de guardallos.

Con esto, ilumina el pensamiento de don Francisco la idea de conseguir


trescientos marinos portugueses103. No cabe duda de que Tejada y Mendoza, al
levantar la vista de sus legajos, está aprendiendo en la práctica el arte de gober-
nar del Antiguo Régimen, dado que la revuelta siempre acecha en la esquina. De
hecho, y de inmediato, requiere la presencia en Sanlúcar de seis galeras «muy
bien tripuladas de soldados de confianza», además de la flota del mar Océano y
del duque de Medina Sidonia, «por lo que pudiera suceder», y así forzar el reem-
barco inmediato de los marinos y artilleros de unos galeones a otros104. Y hay que
imaginar todo este zafarrancho en medio de la gente que está esperando a sus
seres queridos a su regreso de un largo viaje a las Indias Occidentales. Pero no es
necesaria la imaginación para tocar con el dedo el grado de irresponsabilidad que
se encuentra en los pasillos del poder. Llega hasta tal punto que se puede hablar
con llaneza, si no es con cinismo:
De mucha importancia será que entre en este puerto la armada del
Mar Océano, porque con parte de la gente della se asegure la que se haga
a la vela, porque de la que hay en las galeras hago muy poco caso porque
también es poca para ayudarnos105.

Sin olvidar toda la conmoción que se extiende sobre la región, y aún más allá:
Por las calles se dice que con la gente de mar y guerra que traen los
galeones de la plata y flotas se han de tripular los que han de ir a las Fili-
pinas, deteniéndolos para esto en los galeones sin dejarlos saltar en tierra.
Costumbre es muy usada, cuando los galeones y flotas llegan al cabo de
San Vicente, salir de Lagos, Faro y los demás puntos de el Algarbe, barcos
a la mar y irse a bordo de los galeones y naos de flota con refresco, y de
camino suelen sacar gente y dineros. Y aunque esto trae inconvenientes,
este año serían de mayor consideración porque es de creer que los que
desean que sus hijos, hermanos y maridos no vayan a Filipinas tendrán
hechas todas las prevenciones que convengan para excusarlos y sacarlos
de esto que tienen por gran trabajo106.
Y, el autor de estas líneas, alto responsable de las flotas, propone un verda-
dero blindaje de toda la costa de Andalucía.

103
Carta de Tejada de 5 de diciembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 107).
104
Carta de 4 de octubre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 71).
105
Carta de 31 de octubre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 84).
106
Carta del veedor de la Armada del mar Océano Tomás de Ibio Calderón, 18 de septiembre
de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 52).
levarse con la armada 137

Si la empresa de 1619 es un éxito en cuanto a logística, es porque se aprendió la


lección pasada, y sin mayores contemplaciones y con extrema rapidez, el rey toma
una determinación tajante: ya que Juan Ruiz de Contreras teme no poder juntar la
gente de mar necesaria, «he resuelto que os valgáis de los marineros que vinieren en
la flota y galeones que se esperan, pues para ello no faltarán a su tiempo». En 1616,
si se consiguieron los soldados, fue en más de seis meses, esta vez se ordena que la
infantería «la que faltare se tome de las dichas flotas y galeones». Para ello,
antes que ninguna gente salte en tierra, se tomen todos los marineros y
infantería que faltaren para la dicha armada y que se embarquen luego en
los navíos della […]. Procuraréis que no sean casados ni viejos impedidos107.

¿Quién podrá decir que el Estado moderno no tiene entrañas humanas


y piadosas?
Si faltan los profesionales, artilleros y marinos, ¿qué decir de los expertos?
Desde su llegada, don Alonso Fajardo se queja, y con razón, de la ausencia de
capitanes de mar, es decir, que sean capaces a la vez, como Contreras, de com-
binar el mando militar y el marítimo. Los galeones corren el riesgo de estar
supeditados a los capitanes de infantería española que no poseen conocimien-
tos del arte de navegar108. Como la penuria es generalizada y las solicitudes de
parte de la Corona múltiples, la propuesta que hace don Alonso Fajardo es que
de la armada del mar Océano, «donde hay muy buenos», se tomen algunos,
pues no olvidemos que su hermano está al mando de esa flota. Se entiende
que es un simple paliativo, no una solución109. Siguiendo la norma que se ha
establecido, Tejada y Mendoza llega a querer aplicar a los capitanes de mar de
la Carrera de Indias la misma conducta que a los marineros: «Si llegasen los
galeones de la plata sería muy posible hallar aquí la respuesta los de Filipinas».
¿Serían, entonces, capitanes forzados? La junta de guerra tiene el sentido de los
valores sociales y de la jerarquía y escribe en el margen: «Que no se haga novedad,
pues con buenos maestres y contramaestres se suplirá esto»110.
Queda lo que será una de las pesadillas del presidente don Francisco de Tejada
y Mendoza, la nómina de los pilotos, es decir los auténticos guías, por lo menos
uno por barco, conocedores de esos espacios marítimos en parte extraños para
los españoles que pueden ser el cabo de Buena Esperanza, la costa oriental de
África, el océano Índico, el meandro del estrecho entre Malaca y Sumatra, des-
pués las trampas que ofrecen el mar de China y sus anexos; o, en otro sentido,
sabedores de cómo pasar por los estrechos, Magallanes o Le Maire. En cierta
medida, la preparación de los socorros de Filipinas evidencia las lagunas de los

107
AGI, Filipinas, 329, L. 2, fos 313v-315r.
108
«Sin ellos [capitanes de mar] parece imposible el conseguir el fruto de mi deseo [llegar a Filipi-
nas]», carta de 12 de diciembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 116). Lo mismo escribe en 12 de marzo
de 1617 Tejada, probablemente bajo influencia de Alonso Fajardo: «cuan necesario es que esta armada
lleve capitanes de mar, porque lo contrario se tiene por arriesgadísimo» (AGI, Filipinas, 200, N. 168).
109
AGI, Filipinas, 200, N. 102.
110
Carta de 14 de noviembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 89).
138 los socorros de filipinas (1613-1620)

hispanos en cuanto al conocimiento geográfico de los mares del sur. Ya sabemos,


de diversas formas, que Tejada y Mendoza, el responsable de la logística en 1616
siente una real admiración por los navegantes extranjeros, justificada o no. Ya
tiene un inglés, Enrique [Bacon]111, al que trae más o menos cautivo tras él y
al que, de hecho, cuando el fracaso de esa expedición sea definitivo, devolverá
a la cárcel de la Contratación, de donde lo había sacado, aunque reconozca que
«es persona de mucho provecho y de grande estudio y arte en su profesión y
excelente matemático y fabricador de instrumentos, mostrando ser católico en
todas sus acciones y así le procurare conservar»112.
Recomendados por poderosos, sean el obispo de Braga o el propio archi-
duque Alberto, Tejada y Mendoza, asimismo, conoce muchos sinsabores con
los pilotos portugueses o flamencos, ya que llegan tarde, saben menos de los
derroteros de lo que pretenden, no tienen toda la experiencia requerida, pero
eso sí, tienen grandes reclamaciones en cuanto a su comodidad. De los cuatro
flamencos, acaba por despedir a dos,
faltando impertinentemente, he despedido y pagado […]. Que no era de
provecho [lo que habían hecho] para lo que Su Majestad los avía menester y
pidió. Los otros dos están embarcados en los navíos de Filipinas desde que
salieron de aquí, que tampoco lo son para las navegaciones de la India y
Estrecho de Magallanes, y así los despediré y pagaré en habiendo ocasión113.

Pero el que causó los mayores dolores de cabeza al presidente de la Casa fue el
grupo de ocho pilotos portugueses. Desde febrero de 1616, están apalabrados en
Lisboa114. A lo largo del año, se les espera con ansiedad en Sevilla, con la desilusión
de que el «más práctico que hay en Portugal» no se puede conseguir por ninguna
parte, dado que fue cautivo de los holandeses, pasó con ellos el estrecho de Maga-
llanes y lo sondeó115. Es la ocasión para Tejada y Mendoza de vaciar un poco de
su bilis: «Aunque yo tengo alguna experiencia desta gente [los portugueses], me
ha admirado de nuevo la presente de los pilotos [portugueses] de que no hay más
memoria que si no fueran en el mundo»116. Al final, llegan a últimos de noviembre,
pero ¡no se conforman con las 18 pagas adelantadas! «Dicen que mueren de hambre
y que el aposento de su posada no está ladrillado, yo les he respondido que se vayan
a los navíos adonde se les dará su ración como a los demás, pero no están contentos
con esto». Como siempre, el presidente cede, se les da 4 reales por día, como a los
holandeses, y Enrique el inglés, y todos «se pasan bonísimos entremeses»117.

111
AGI, Filipinas, 200, N. 284.
112
Carta desde Bonanza, 13 de noviembre de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 255).
113
Carta de 30 de abril de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 191).
114
Carta desde Lisboa de Vasco Fernández César a Juan Ruiz, 8 de febrero de 1616 (AGI,
Filipinas, 200, N. 16).
115
Carta del obispo de Braga al Consejo de Indias, visto por este el 1 de octubre de 1616 (AGI,
Filipinas, 200, N. 46).
116
Carta de 14 de noviembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 89).
117
Carta de 28 de noviembre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 102).
levarse con la armada 139

Por último, los pilares en los preparativos técnicos serán los españoles, en
esencia, Melchor Ome, que llega de Lisboa donde está viviendo, aunque es natu-
ral de Triana: «Ha estado en aquellas partes [la India], y es muy inteligente en
navegaciones»118. Y no hay que olvidar a Diego Ramírez de Arellano, que fue
útil, primero para sí mismo, en la preparación de la armada de 1616 y, más
tarde, se incorporó a la de 1619 como cosmógrafo. Y, como siempre, existen
los trotamundos, en particular, Pedro de Letre, ya mencionado y natural de
Amberes, marino desde niño en los mares hispanos, cautivo de los holan-
deses, fugado en Nueva España y que, por propia voluntad, vino a Sevilla,
donde el presidente lo alberga, «pareciéndome que puede ser de mucho pro-
vecho en el efecto a que ha de ir don Diego de Molina [para la exploración de
los estrechos de Magallanes]»119. El referido Diego de Molina nunca levantó
ancla para ese destino, pero no resultó cosa extraña entonces, pues el socorro
de Filipinas de 1616 tampoco salió para el Sudeste Asiático, y el de 1619-1620
zozobró a pocas leguas de Cádiz.

IV. — ¿LEVARSE O NO LEVARSE
CON LA ARMADA RUMBO A FILIPINAS?

Un viaje accidentado en 1613, otro abortado en 1617 y, por último, una tra-
gedia en las costas de Andalucía en 1620. No cabe duda de que el destino jugó
con los socorros de Filipinas, para mayor desdicha de sus participantes, de la
política y de las cajas reales. El balance, como siempre, es menos negativo para
el historiador, que puede sacar conclusiones múltiples.
La armada del general Ruy González de Sequeira que sale de Cádiz el
14 de abril de 1613 es la única que enfrentó de verdad el mar abierto, pasó
por Brasil, Angola y Mozambique, con cuatro de las seis carabelas que lle-
garon a Filipinas. Por tanto, nos puede ofrecer ciertos conocimientos sobre
el manejo de una flota en alta mar, así como sobre la recepción portuguesa
de los navíos españoles cuando pisan derroteros lusitanos. Y, esto, en tiempos
de la Unión de las dos Coronas.
Ya conocemos las numerosas motivaciones que dieron impulso a la flota.
Frente a ellas, la expedición resulta más que modesta: «Por marzo [sic] deste año
os mandé enviar por el cabo de Buena Esperanza un socorro de trescientos y cin-
cuenta soldados en seis carabelas». Y este ejército reducido debe de «hacer rostro
a el enemigo», tomando en cuenta el cuidado que este pone «en hacer socorros
ordinarios al Maluco»120. Consciente de la debilidad, el rey añade que el virrey
de Nueva España había enviado 156 infantes y 152 forzados, y que ha pedido al
virrey de la India que mande también un socorro.

118
AGI, Filipinas, 200, N. 62, fos 232-233.
119
AGI, Filipinas, 200, N. 124, fos 422-424.
120
Real Cédula de 14 de noviembre de 1613 a don Juan de Silva, gobernador de Filipinas (AGI,
Filipinas, 329, L. 2, fos 171v-172v).
140 los socorros de filipinas (1613-1620)

Si la broma es un molusco que se come la madera de los barcos, en la


armada de Ruy González de Sequeira, enseguida, otra broma va a poner en
peligro la expedición: la disensión. Según el testimonio del capellán de una
de las carabelas, se llegó a Cabo Verde el 4 de mayo «en muy buena confor-
midad». Pero allí hubo un grave desencuentro entre el almirante y el hijo del
general, el cual da la razón a su vástago: «Hablando muy mal contra el dicho
almirante, le dio causa para que no prosiguiese el dicho viaje». Son necesarias
las intervenciones del gobernador de la isla y del obispo para que el oficial no
renuncie. Apenas esta refriega concluye, los capitanes piden al general que
reparta el dinero «con que Su Majestad los avía mandado socorrer». No sólo
Sequeira se niega, sino que, lo que es peor, manda encarcelar al contador que
estaba de parte de la reclamación.
La tiranía del cabo superior rompe la cohesión. Notemos que el nepotismo,
lacra de toda época, está en el origen de la disputa. Lo que sigue es a la vez
habitual y algo sorprendente, por lo menos en la actitud del general, ya
que una carabela «por ser de peso y muy abierta de arriba», «se sotaventó
de suerte que no pudo alcanzar la dicha armada, y habiendo tirado cuatro
piezas y pedido socorro, por no se le querer dar el dicho general, hubo
de arribar a la ciudad de la Philipea, capitanía de la Parayva, puerto del
Brasil». Fue el primer abandono por parte del cabo. Más adelante, a la
altura de 16° sur, la carabela donde se encontraba el declarante y capellán
de la expedición, el licenciado Pablo Salgado de Bocanegra, «por ser vieja
y hacer mucha agua, y no querer aguardar el dicho general, aunque tiró
muchas piezas pidiendo socorro, le fue fuerza arribar a la bahía de Todos
los Santos»121. La prisa del general, si no su irresponsabilidad, eliminó, en
consecuencia, otra carabela.
Pero estamos en Brasil, entre súbditos del rey Felipe  III de España y
II de Portugal. El gobernador de Bahía se niega a proveer de carne y harina
al barco español, ¡a menos que la carabela y su gente asienten plaza en el
presidio de aquella bahía! Y lo mismo para la que llegó a Paraíba, con un
agravante, que se debía mandar la mitad de la gente al Río Grande, la otra
mitad a Pernambuco. Al final, no le quedó otra opción al capellán que
embarcarse «en un navío cargado de azúcares a Lisboa», con lo que llegó a
Sevilla el 15 de julio de 1614122 .
Disponemos de la «relación del viaje» de la almiranta de la flota, en rea-
lidad un documento muy similar a lo que son los diarios de pilotos, con un
poco más de carne humana, dadas las circunstancias. Podemos constatar que
los hechos son muy cercanos a los que anteceden123. No aparece en el docu-
mento huella del conflicto con el hijo del general, pero se menciona la disputa
sobre el reparto del dinero. Podemos imaginar la tensión cuando se zarpa

121
En realidad, Bahía está a 13º sur.
122
Testimonio en Sevilla del licenciado Pablo Salgado de Bocanegra, 16 de julio de 1614 (AGI,
Filipinas, 200, N. 1).
123
AGI, Filipinas, 200, N. 2, fos 20-31.
levarse con la armada 141

de Cabo Verde, pero nada se filtra en el diario. Seguimos la ruta a lo largo


del Brasil; se pone proa hacia el este a la altura del 31º 20’, es decir, del Río
Grande del Sur. Esta decisión, tomada desde la capitana, se considera un error
del almirante Fernando Muñoz de Aramburu:

El almirante dijo que bueno fuera haber ido a más altura para no haber
abatido lo que se abatió estos días, y gozando del viento sureste, con que
se podría haber hecho camino y también se erró en echar la cabeza al
nordeste, por lo que de 33° ½ [altura del Cabo] venimos a 31º 1/3. El piloto
Rodrigo González respondió al almirante que él ya lo había dicho, pero
parece a los pilotos portugueses que todos los otros hombres del mundo
son incapaces desta navegación124.

¿Por qué habían perdido altura y, por tanto, el beneficio del contraflujo
del oeste, además de alejarse de la latitud del Cabo? Y volvemos a encontrar
otros pilotos portugueses. Todo se resuelve en un conflicto casi interétnico,
complicado por engreimientos profesionales.
Conforme la navegación se vuelve más difícil —estamos en el invierno aus-
tral—, la tensión crece, y más aún al acercarse al Cabo. El 11 de julio el almirante
reprocha al general que si se hubiesen seguido sus consejos se estaría 150 leguas
más adelante. A lo que contesta el piloto mayor portugués desde la capitana,

que el almirante y pilotos de la Andalucía no entendían esta navega-


ción. A que respondió [el almirante] que sin ser examinado de piloto ni
haber pasado aquellas partes tenía conocimiento y sabía la derrota que
se debía hacer, y había sido muy mala la que había hecho en todo el viaje
[…]. Tuvieron pesadumbre en la capitana entre Rodrigo González [el
segundo piloto] y el portugués125.

Para que el drama llegara a su clímax sólo faltaba la intervención de los ele-
mentos. El 16 de julio de 1613 la flota está en 35º sur de altura, en la boca del
cabo de Buena Esperanza, cuando

amaneció […] muy gran temporal desecho y muy grande mar a popa. Fuese
gobernando toda la noche al este, y de día al estenordeste. Fue el mayor
temporal que hasta aquí tuvimos, que nos puso muy gran temor, tratando
de encomendarnos a Dios. Al sol puesto ventó con más furia y como a las
9 de la noche un golpe de mar nos rompió el timón y le llevó con la hembra
de arriba y la caña, y otro golpe nos sacó un hombre de dentro de la cubierta.
El navío puso la popa al sudeste, y en un instante echamos dos cables por
popa para gobernar. Arribó el navío la vuelta del norte, sin poderle volver a
camino por más que anduvimos y hicimos diligencia.

124
AGI, Filipinas, 200, N. 2, fo 26.
125
AGI, Filipinas, 200, N. 2, fos 26v-27r.
142 los socorros de filipinas (1613-1620)

En tales condiciones no quedaba más que pedir ayuda: «Disparamos dos


piezas para que nos socorrieran la capitana y los demás; que estaban muy cerca,
a sotavento y encendimos muchas lumbres, y ninguno nos acudió»126. ¿Cuánta
rabia, desesperación y frustración debió entonces cundir en la almiranta? No
podían hacer más que dejarse llevar, en una nao desbocada, que se dirigía por
sí misma al norte. El 15 de agosto se está en 10º 35’ sur, es decir, en las costas de
Angola, «ensenada sur del morro de Bengala»127. Se da fondo a finales de mes128.
Con esto, cerramos el punto relacionado con el general y su escaso enten-
dimiento del interés superior de su misión, que raya con la traición, o por
lo menos con la falta de solidaridad, tan encarecida entre gente de mar.
Pero no cerramos el otro asunto, ligado a las relaciones con los portugueses.
De Angola, el almirante se embarca en un navío para ir hacia Brasil. Pide
carabelas para seguir el viaje al gobernador, «el cual le respondió que no lo
podía dar por no tener orden de Su Majestad para ello», la orden llegó des-
pués, cuando ya era tarde. Bajo ese supuesto rigor, en realidad, se esconde
una real antipatía129. Entonces, Muñoz de Aramburu regresa a Angola,
compone su nao y sale para continuar la derrota a Filipinas el 20 de febrero
de 1614. Mientras, las tres carabelas que pasaron el Cabo están hibernando
en Mozambique. Una vez allí, se juntan y las cuatro llegan a Filipinas, con
mucha amargura y heridas morales130.
Queda un último detalle que viene a alumbrar el socorro de Ruy González
de Sequeira y, en términos generales, algunas de las premisas de ese universo del
Estado moderno y es que es probable que las carabelas de la armada fueran
portuguesas, ya que en febrero de 1617 se pide, desde Lisboa, que se entregue
una cédula sobre que se pague su valor. Y, además, fueron financiadas por
México. En la misma fecha, se da recibo de una cédula «para que los oficiales
reales de México paguen a los dueños de las carabelas que se tomaron para las
Philipinas»131. Es decir que si, por arriba, la Monarquía, anticipando la Unión
de Armas, trataba de mantener una cohesión capaz de ligar de forma con-
junta las diferentes partes —Sevilla, Lisboa, México y Filipinas—, por debajo,
sus entidades constitutivas, y más abajo aún, sus oficiales, hacían lo necesario
para distanciarse. Así va el mundo de ayer y de hoy.
Ya mucho hemos hablado de la desgraciada historia del socorro de 1616-1617.
Y, por supuesto, sabemos que nunca salió para cumplir con su misión, sólo
surcó los mares entre Cádiz y Gibraltar. Todo se resume en dos momentos, sus
preparativos, que les llevaron como un año, y su desmantelamiento, que ocupó
unos meses en 1617. La pregunta es, por tanto, muy sencilla: ¿cómo se acaba con

126
AGI, Filipinas, 200, N. 2, fo 27.
127
Benguela, puerto de Angola.
128
AGI, Filipinas, 200, N. 2, fo 31r.
129
Sobre tensiones entre portugueses y castellanos en tiempos de la Unión de las Coronas,
véase Valladares, 2001, en particular, el capítulo «Indias del este y del oeste, 1580-1620».
130
Testimonio en Sevilla del licenciado Pablo Salgado (AGI, Filipinas, 200, N. 1).
131
AGI, Filipinas, 200, N. 2, fo 32r.
levarse con la armada 143

una empresa que costó entre 400 000 y 600 000 ducados, por lo menos? Pero,


no es sólo una historia de bolsas de dinero, ya que al tiempo que se deshacía la
flota, se jugaba con el destino de más de dos millares de hombres y sus familias.
En un principio, el proyecto era más que alentador, visto desde «el socorro».
Así lo escribió el rey al gobernador de Filipinas el 28 de marzo de 1616, después
de decirse preocupado por la actividad de los enemigos, «y los grandes incon-
venientes que se podrían ofrecer de que consiguiese sus intentos, con el deseo
que tengo de acudir al remedio de todo y principalmente a la conservación de
la christiandad», se ha resuelto a mandar el socorro pedido, para «echar de una
vez, de todas esas partes, el enemigo»:
Se os enviarán mil y seiscientos infantes en doce compañías con
capitán general, almirante y un maese de campo […] en ocho buenos
navíos, dos carabelas y un patache […], y que allá os puedan servir en la
ocasión, en que irán seiscientas personas de mar y la artillería y demás
cosas que veréis.

Esto se respetó al pie de la letra, salvo que se demoró, como vimos. Y aquí
existe el desfase, debido a que la Monarquía podía ser dueña de los bienes y, hasta
cierto punto, de las almas, pero no de los cuerpos, y menos aún de los tiempos:
Se procurará que este socorro salga en todo caso a navegar por septiem-
bre o a los principios de octubre de este año, y no ha podido ser antes por
haberlo dificultado el tiempo. Y parece será bastante socorro, habiendo
se os enviado el que llevó a su cargo Rui González de Sequeyra132.

Se piensa que la nueva armada «a más tardar será [llegará] para junio del año
que viene [1617]» a Filipinas.
Aunque sea una postura habitual en un universo donde los gobernantes
establecidos en Madrid tienen poca mano sobre las circunstancias que no
tendrán lugar hasta dentro de uno o dos años y se pliegan a las exigen-
cias locales, no deja de preocupar. Y, sobre todo, si se trata de la puesta en
marcha de algo tan complejo como una operación militar y naval de esas
dimensiones: ¿cuál debe ser la misión de un instrumento tan costoso, tan
difícil de armar como esa armada? Pues el rey se desentiende de ello, deja
al gobernador de Filipinas,
a su prudencia y buen gobierno la elección del tiempo y de las ocasiones
para el acercamiento de todo […] conforme a el estado en que os hallare
veáis si conviene que llegue esta armada a Philipinas o que derechamente
pasará a Terranate. Pues depende la resolución desto del lugar y parte
donde se hubiere de juntar con la que vos tuviereis y para ello despacháis
luego un patache o dos con pilotos platicos por más de una vía que salgan
a encontrar el socorro133.

132
AGI, Filipinas, 329, L. 2, fos 189 v-193r.
133
Ibid.
144 los socorros de filipinas (1613-1620)

¿Esperaba el rey que fuera posible levar anclas hacia septiembre o prin-
cipios de octubre de 1616? En efecto, porque por esas fechas algo se mueve:
6 de los 8 galeones bajan de Sevilla a Sanlúcar; los otros no pudieron por
falta de tripulación, y los primeros «no llevan los que han menester para
esperar con seguridad en Bonanza […]. Van enjuncados134 y en llegando a
Sanlúcar se plantará la artillería y meterá la aguada y provisiones»135. Toda-
vía hay que esperar tres meses, pues a finales de diciembre, gracias a un
acto de «piratería» estatal, que fuerza a los marinos de la flota de la plata
recién llegada a pasar de una armada a la otra, todo está listo como se puede
observar en los cuadros  3 (véase p.  129) y  4 (véase p.  131), como repite el
presidente Tejada y Mendoza, orgulloso de su obra. Así lo entiende la Junta
de Guerra de Indias, que el 22 de diciembre le escribe ordenándole que la
flota «se haga a la vela» a los cuatro días de la recepción de la carta, es decir,
en los últimos de diciembre de 1616, «en cualquier estado que tuviere»136.
Unos días después llega la orden contradictoria, y hasta cierto punto
incomprensible, de juntar la armada de Filipinas con las otras, bajo el
mando del príncipe Filiberto, en espera del hipotético enemigo. ¿A quién
incriminar? Es posible que a un servicio de inteligencia aún demasiado
somero; a una mala percepción por Madrid de lo que se está jugando: el
resultado es una demora de diez barcos para Filipinas que se desgastan, con
dos mil personas que consumen de forma cotidiana quintales de bizcocho
y, sobre todo, rodeados por otros barcos e individuos igual de hambrientos,
bajo las órdenes de quien no tiene el mayor interés en la misión adonde
se pretende mandar esta armada destinada al lejano Oriente. Todo junto
daría la puntilla a esta «gran idea» del socorro de Filipinas. Si no fuera tem-
prano como fecha, podríamos avanzar otra hipótesis; que existe una lucha
en el interior del grupo dominante, entre «los pacifistas» detrás de Lerma,
abiertos a muchas opciones, y «los belicistas» conducidos por Baltasar de
Zúñiga, preocupados por todo lo que aleja de los asuntos europeos. Por
tanto, hay que esperar a julio de 1617 para que Zúñiga entre en el Consejo
de Estado, Lerma deja de ser valido en 1618. ¿Son estos los principios de una
lucha de influencia de la cual la armada de Alonso Fajardo es rehén?
Por tanto, sin rumbo verdadero, con la peripecia del galeón La Concepción
de Contreras en el Diamante, la flota se une a las demás y en su carta al rey del 15 de
enero de 1617, el general Alonso Fajardo da un retrato fiel del estado de ánimo:
Yendo casi toda la gente descontentísima por no habérseles dado las pagas,
dejando muchos de los dichos perdido todo lo que traían de las Indias, y los
sueldos que los dueños de las naos les debían, y tan desesperados los casados
con el dolor de dejar sus mujeres pobres y sus hijos desamparados que no

134
Enjuncar: «quitar los tomadores a las velas, dejándolas sujetas con juncos, para que no haya
retardo al cazarlas cuando convenga» (Diccionario marítimo español).
135
Carta de Tejada a Ruiz, Sevilla, 10 de octubre de 1616 (AGI, Filipinas, 200, N. 78).
136
AGI, Filipinas, 200, N. 128.
levarse con la armada 145

bastan amenazas de castigo para que acudan a las faenas, no pudiéndolo


hacer los que no lo entienden, ni ay consuelo para que los lastimados y
sus familias dejen de clamar al cielo, pidiendo justicia y echando maldi-
ciones que se pueden temer, no habiéndose procurado gente voluntaria
para este viaje con dinero en tabla que es con lo que se suele hallar en
todas partes y ocasiones137.
Rauda, la armada aparece a los ojos de todos como una rama muerta, y si
antes costaba obtener una promesa de cien mil ducados, ahora Tejada y Men-
doza tiene que pelear por mil, y entre los particulares «el crédito ya no puede
suplir un real». El drama es que la armada sigue consumiendo y gastando138,
motivo por el que el presidente de la Casa estima que si debe salir para su des-
tino en marzo de 1617 serán necesarios entre 190 000 y 200 000 ducados más139.
Se estimaría, entonces, una cifra final de entre 600 000 y 800 000 ducados.
Aún se escuchan las lamentaciones del presidente del Consejo de Hacienda
Carrillo, el disgusto de los belicistas.
Es, entonces, muy tarde, cuando se despierta el sentido común entre algunos
y, por ejemplo, el veedor general de la flota del mar Océano emite una crítica
fundamental a la expedición:
Sin buenos marineros y artilleros, capitanes y pilotos, es enviarlos
condenados a muerte todos […]. Más vale que se queden en España (y
hay quien juzga) que conviene no enviar estas naos, porque allá [en Fili-
pinas] las hay mucho mejores, la gente de guerra si, y que esta puede ir
en las flotas de Nueva España140.

¿Cómo es posible que nadie se hubiera parado a reflexionar un año antes


sobre esas simples propuestas? ¿O es que no hay sentido de responsabilidad en
el núcleo central del Estado moderno?
Con menos escrúpulos aún, otros van desgarrando la presa, el príncipe
Filiberto, lo recordamos, pero también todo tipo de ratones: «yo he tocado
con las manos la de los grandes robos que se han hecho en las jarcias que
ha[n] llegado hasta las velas», escribe amargado Tejada y Mendoza141. Sobre
todo, la situación material de la gente se va degradando. Escribe el general
don Alonso Fajardo en marzo:
Con la codicia de las pagas que se decía que se habían de dar a los
que no recibieren vestidos de munición, no los tomaron muchos y agora
están hechos mil pedazos y consumidos con la poca limpieza a cuya

137
AGI, Filipinas, 200, N. 142, fos 484r-485r.
138
Véase la carta del veedor Castro Lisón a Ruiz de Contreras, 27  de febrero de  1617: pide
hospital a tierra, vinos, agua fresca, chalupas, espadas, advierte que algunos bastimentos se han
empezado a corromper (AGI, Filipinas, 200, N. 162).
139
Carta de 9 de febrero de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 154).
140
Carta de Tomás de Ibio Calderón al secretario Martín de Aróstegui, 12 de febrero de 1617
(AGI, Filipinas, 200, N. 160).
141
Carta de 13 de marzo de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 168).
146 los socorros de filipinas (1613-1620)

causa y de malos sustentos han enfermado cantidad de ellos y algunos se


han huido como anoche lo hicieron una barcada de soldados y marinos
que se conformaron y huyeron sin que se pueda esto remediar142.
Y, enseguida, al menos desde mayo de  1617, el hambre se instala entre la
gente143. Es cierto que para esa fecha ya todo está sellado, y de los 2400 embar-
cados, ya sólo quedan 523 marineros y artilleros y 141 infantes, ya que el rey ha
mandado a la mayoría de los soldados a Italia144. En ese momento, no hay más
que cuatro galeones supervivientes en la bahía de Cádiz, mal protegidos del
enemigo, quemados por el sol, con algunos hombres de mar, pocos infantes,
que sólo piensan en conseguir comida y, para ello, desertan. Podemos pensar
que es el fin de la armada de Filipinas de 1616. Sin duda. Pero muchos entre los
oficiales, empezando por Fajardo y siguiendo con Castro Lisón, y es probable
que otros, creen que la empresa sigue viva145. En cuanto al presidente Tejada y
Mendoza, ya sin ilusión, sigue en septiembre de 1617 observando el desman-
telamiento de lo que fue su obra: «No tengo que replicar, pues parece que todo
está prevenido, sino que cada día se van destruyendo más estos navíos, y con la
gente se va dellos, quedan a mayor riesgo de perderse». Lo cierto es que algu-
nos se siguen aprovechando de lo poco que aún sobrevive de la armada y, en
septiembre de 1617, al parecer por propia iniciativa, el duque de la Fernandina
toma la pólvora de la armada para sus galeras146.
En ese momento, septiembre de 1617, el rey aún no ha tomado una decisión
firme y, por lo tanto, se siguen limpiando los barcos, mas ¿en espera de qué147?
La política real de secreto y de dilación, aplicada a todos los órganos del
gobierno, aun los más sensibles como pueden ser los conducentes al destino
de los hombres y de las grandes empresas de la Monarquía, se extiende sobre
sus artífices más directos. Se les mantiene en una ignorancia total hasta que
se juzgue conveniente, o simplemente hasta que se tome una decisión. Ya ni
hacer un epitafio a esta armada es útil, ¿tal vez levantarle un monumento
como víctima ejemplar del «sistema» de la Monarquía?
En enero de 1619, el viento ya casi se había llevado las huellas materiales de
ese barquinazo de 1617, cuando se piensa en plantear una nueva expedición,
para lo que se solicita, desde un principio, apoyo a los mercaderes de Sevi-
lla, mas sabemos que eso será un fracaso148. Pero, por muchas razones, y entre

142
Carta de Fajardo de 17 de marzo de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 172).
143
Véase en nota 39, la carta de Castro Lisón citada anteriormente, de 15 de mayo de 1617.
144
«Razón de la gente de mar y guerra que ha quedado…», Cádiz, 21 de mayo de 1617 (AGI,
Filipinas, 200, N. 199).
145
Carta de Fajardo de 4 de abril de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 180); del veedor Castro Lisón
del 15 de mayo de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 195).
146
AGI, Filipinas, 200, N. 232 y N. 234.
147
Carta de 19 de septiembre de 1617 (AGI, Filipinas, 200, N. 235 y N. 238).
148
Ya el 31 de diciembre de 1618 el presidente de la Casa de la Contratación, sobre orden
del Consejo escribe al prior y cónsules en ese sentido (AGI, Filipinas, 38, N.  7). Véase el
capítulo anterior de este libro.
levarse con la armada 147

otras porque la guerra europea empieza a renacer de sus cenizas, hay una fuerte
oposición a una tercera aventura filipina. Sin embargo, el incandescente fray
Fernando de Moraga también emerge en Madrid, procedente del lejano archi-
piélago, y recordemos que a finales de febrero mantiene unas entrevistas con
Felipe III149, al cual transmite su entusiasmo y determinación. Podemos pensar
que allí se sella la voluntad de mandar una tercera armada, de 6  galeones y
2 pataches, y de unos 1200-1600 hombres en total.
Aprovechando las experiencias anteriores, el savoir-faire del secretario
Ruiz de Contreras, el apoyo que le pueden dar Alonso de Contreras y otros,
sabemos que los preparativos se llevan a cabo sin muchos percances en la
segunda mitad del año150, por lo menos si consideramos como una simple
rutina mandar hombres forzados a las antípodas. Como siempre, la nota
negra son los artilleros y marineros, pues el 8 de agosto la Junta de Guerra
pide que se manden reales cédulas al marqués de la Hinojosa, general de la
artillería, al duque de Medina Sidonia, a los generales de los galeones y de la
flota de la Nueva España «para que ayuden en lo que les tocare» a embarcar
en la armada de Filipinas marineros hábiles, «aunque no quieran ir de su
voluntad, procurando que no sean casados ni viejos ni impedidos, sino sol-
teros muy útiles y de servicio»151. Es un estribillo que ya conocemos. Hasta el
general Zuazola «iba de mala gana, como toda la demás gente»152.
A principios de diciembre de 1619, la flota está lista para enfrentar el mar.
El resto forma parte de la historia de los grandes desastres navales de España.
Sobre ello hay muchos escritos, tres son aquí de interés: dos son de actores
y testigos oculares, uno el propio Alonso de Contreras, como siempre muy
sintético, que narra los hechos diez años después, e informa del punto de
impacto en la costa andaluza de los diferentes barcos, así como de los daños,
pues en la capitana «ahogose el general y toda la gente, que no se salvó más
de cuatro personas»153, los que se libraron, «los dos pataches se salvaron». No
sabría olvidar su protagonismo: «como si yo tuviera la culpa, me enviaron
con dos tartanas a Tarifa, o su playa, por treinta piezas de bronce que habían
sacado del galeón que se perdió»154. El segundo relato es el más importante
de todos y corresponde al secretario del Consejo de Indias y hacedor de
esa armada, don Juan Ruiz de Contreras, en varias cartas que dirige a su
presidente, don Fernando Carrillo, en las que le anuncia la catástrofe155. Esta
será nuestra principal guía.

149
Véase el capítulo anterior de este libro.
150
La comisión real a Ruiz es de 4 de junio de 1619 (AGI, Filipinas, 329, L. 2, fos 284-287).
151
AGI, Filipinas, 38, N. 7.
152
Contreras, Discurso de mi vida, p. 208.
153
Quiere decir entre la gente de consideración, hubo más sobrevivientes.
154
Contreras, Discurso de mi vida, p. 208. Véase el epígrafe de este texto.
155
Cartas de 13 de enero de 1620, desde Bexer [Vejer]; de 18 de enero de 1620, de Bexer; de 1 de
febrero de 1620, de Cádiz; de 9 de febrero de 1620, de Cádiz (AGI, Filipinas, 350, s. f.).
148 los socorros de filipinas (1613-1620)

El tercero es el de más colorido, de manos del cronista franciscano fray


Antonio de la Llave. El interés del fraile reside sobre todo en que, en la flota,
iban treinta de sus hermanos en religión, conducidos por el fogoso fray Fernando
Moraga. Pudo recoger los testimonios de la boca misma de algunos super-
vivientes156. El fraile es sensible a la desdicha humana que acompaña la
formación de esa flota:
Se cogieron marineros forzándolos, traspasándolos de unas naos en
otras, de manera que a sus pobres cajillas, en que traían sus dinerillos
y pobre hasenduela, no se las dejaban llevar, ni ver sus mujeres, que era
compasión oírlas por las calles de Cádiz, echando maldiciones, pidiendo
a Dios se hundiesen las naos157.

No menos turbado está el secretario Ruiz de Contreras cuando el 13  de


enero de 1620 escribe a Carrillo: «Si Dios no hubiera usado conmigo de su
misericordia fuera imposible quedarme vida ni juicio para escribir a Vues-
tra Señoría el desdichado suceso que ha tenido el socorro de Filipinas»158. La
armada salió una primera vez el 14 de diciembre de Cádiz, pero por falta de
viento regresó. El 21 volvió a salir al mismo tiempo que la escuadra de Viz-
caya, con buen viento de este. Sin embargo, este fue caprichoso, soplando de
tierra y del mar alternativamente, según los informantes de fray Antonio de
la Llave, de tal manera que después de diez días de navegación, sólo están a
50 leguas de la bahía de Cádiz, rozando la costa de Marruecos. Es la suerte de
mar, pues la flota de Vizcaya se alejó sin contratiempo.
El 1 de enero de 1620 una tempestad, con características de ciclón, con viento
giratorio de sudeste, después sur, y al final oeste, envolvió a la armada. En total,
y según fray Antonio de la Llave, duró de tres a cuatro días, pero el primero
fue determinante, lo mismo que la decisión, casi incomprensible —¿debido al
pánico?— de la capitana, es decir del general Zuazola:
Pudieron ir a buscar mar ancha, como lo advirtieron los pilotos
de los demás navíos, y en particular los de la almiranta. Viró la capi-
tana la vuelta de lesueste en demanda de la bahía de Cádiz, y después
anduvieron de un bordo y otro, con que el tiempo y las corrientes los
abatieron y trajeron a agua de fondo159.

El 2 de enero, las naves capitana y almiranta encallan en la ensenada de


Conil, a unos treinta kilómetros al sur de Cádiz, al través de los bajos de
Trafalgar. La capitana se desarticuló casi de inmediato, mas la mayoría de la

156
Amplios e interesantes extractos de la Chronica de la Provincia de San Gregorio (aún
inédita) acerca de los hechos de  1619-1620 han sido publicados por Pérez, «De Filipinas a
España», p. 317. Fray Antonio de la Llave murió en 1645. Es probable que algún franciscano que
se encontraba en la almiranta fuera su principal informante.
157
De la Llave, en Pérez, «De Filipinas a España», p. 313.
158
AGI, Filipinas, 350.
159
Carta de Ruiz de Contreras de 13 de enero de 1620 (AGI, Filipinas, 350).
levarse con la armada 149

gente murió, salvo algunos oficiales y unos sesenta soldados. La almiranta,


presentando la proa a la embestida del mar resistió mejor, tres días según De
la Llave y, tras un largo calvario, buena parte de la gente pudo poner pie en
tierra. Donde no les fue mucho mejor:
No es de pasar en silencio la tormenta que en tierra padecieron los
que escaparon, con la gente de la costa, porque daban en las cajas y lo
demás que salía, […] y aconteció estar un pobrecillo en la playa desnudo,
cubierto con una fresada, y quitársela y dejarle así desnudo y temblando
de frío, ¿qué más hicieran moros de Berveria160?

Un tercer galeón «vino a dar en Cabos de Plata161 y los demás que pudieron ir
a la vuelta del estrecho lo embocaron», quedando desperdigados entre Gibral-
tar, Málaga y Almuñécar, es decir a 150 o 200 kilómetros de distancia. Uno de
los galeones —el que arribó a Málaga— y los dos pataches, más ligeros, lograron
sobrevivir. De la gente, menos de la mitad —entre 600 y 800 plazas— seguían
presentes al finalizar la tormenta; muchos murieron, otros aprovecharon la
oportunidad y desaparecieron162.
Y es que, pasada la pesadumbre de la noticia, Juan Ruiz de Contreras
levanta cabeza, aunque enfermo, según dice, y con él la autoridad despia-
dada del Leviatán, del cual es un instrumento fiel. ¿Qué es lo que más le
preocupa desde que llega a Conil entre muertos, heridos y otras calamida-
des? Que había en la capitana una caja con 16 000 ducados para el viaje y
ha desaparecido. Hay que castigar a los ladrones, recuperar lo que se han
llevado. Hay que recoger las piezas de bronce, que será una de las tareas
del capitán Contreras. Hay que impedir a algunos aprovechados, en primer
lugar, la Iglesia, dar un zarpazo: en Tarifa, los ministros de la Santa Cru-
zada pretenden apropiarse de los bienes naufragados. Ruiz de Contreras les
contesta que con la potestad han topado,

que con la hacienda de Su Majestad no podía entrar la Cruzada, y tam-


poco en la de la gente que se ahogó en estas naos, pues Su Majestad era su
acreedor por las muchas pagas que les mandó dar, que no las sirvieron163.

¡Casi parece dispuesto a ir a reclamar en los infiernos esas pagas a los aho-
gados! O, al menos, casi lo plantea: hay que «ver si de los que hubieron dejado
bienes, se ha de cobrar lo que recibieron adelantado y no sirvieron».

160
De la Llave, en Pérez, «De Filipinas a España», p. 318.
161
Cabo de la Plata, unos 30 kilómetros al noroeste de Tarifa y el Estrecho.
162
Carta de 1 de febrero de 1620 (AGI, Filipinas, 350). En la carta que el rey manda al goberna-
dor de Filipinas, Alonso Fajardo, anunciándole la salida de la flota, le menciona 1 007 soldados y
sus oficiales, gente de mar y artilleros 732, 30 franciscanos y 3 jesuitas, 21 de diciembre de 1619
(AGI, Filipinas, 329, leg. 2, fos 338v-339r).
163
Carta de 18 de enero de 1620 (AGI, Filipinas, 350).
150 los socorros de filipinas (1613-1620)

Queda al leal servidor del Ogro una última tarea, apartar toda incomodidad
o remordimiento posible del pensamiento de su dueño. Está dispuesto a inmo-
larse a sí mismo, o por lo menos a enturbiar lo más posible los hechos para
diluir las responsabilidades:
Ofrezco la vida que me queda al servicio de Su Majestad, conside-
rando que pues su santo intento no basta para que este desgraciado
socorro llegase a aquellas islas, solos mis pecados pudieron ser parte
para impedillo. Y en semejante suceso es dificultoso de averiguar la
culpa de los que gobiernan porque generalmente la echan siempre a los
tiempos contrarios, y no se puede imaginar la tienen de malicia, sino de
ignorancia, debemos creer que son juicios secretos de Nuestro Señor y
actos de su Providencia que no alcanzamos los hombres164.

Esta conclusión de la carta del 13 de enero bien pudiera servir a estos dos
capítulos dedicados a los socorros de Filipinas, sobre todo, porque abre la
puerta a otro gran actor que estaba esperando la ocasión, la Providencia.

V. — SE BAJA EL TELÓN SOBRE LAS ARMADAS DE FILIPINAS

De hecho, si seguimos a fray Antonio de la Llave, hubo algo de milagroso


en medio de tantos sufrimientos. Con la nao San Joseph, que dio con la costa
cerca de Tarifa, murieron dos frailes: sus cuerpos estaban entre los demás, de
«donde salía un tan grande hedor». Hasta que se llegó al de los dos religiosos:
«Estaban tan hermosos y tan lindos y salía de ellos una fragancia de olor tan
suave, que todo el hedor de los demás se aplacó, y por toda la costa se sentía
este olor»165. Bueno es recordar que fray Fernando de Moraga, el promotor del
viaje, estuvo entre los ahogados.
Sin embargo ese providencialismo nada tiene que ver con alguna forma de
fatalismo o abdicación de voluntad. Si hay una virtud que se debe reconocer al
rey y a su aparato de estado, probablemente en exceso, es la tenacidad. Las tres
tentativas lo demuestran, y más las disposiciones que se plantean en las semanas
que siguen a la catástrofe de enero de 1620. Desde los días 21 y 23 de enero el pre-
sidente del Consejo de Indias, es muy posible que bajo impulso superior, piensa
en montar otra expedición, pregunta lo que se puede reutilizar de los restos del
desastre, en navíos y hombres, y su costo eventual. A lo que Ruiz de Contreras
contesta: «Para los diez [navíos] que se hubieran de armar, faltan siete»; «la gente
de mar que ha quedado en estas naos es muy poca y dificultosa de guardar […]
como quiera que bastaren ochocientos hombres de mar en todo»; es menester
para que salga «a fines de junio» por lo menos 450 000 ducados, «sin el precio de los
navíos»: 200 000 de contado y 250 000 en abril-mayo-junio; sin olvidar de pagar

164
Carta de Ruiz de Contreras de 13 de enero de 1620 (AGI, Filipinas, 350).
165
De la Llave, en Pérez, «De Filipinas a España», p. 320.
levarse con la armada 151

lo que se debe aún del apresto de la armada de Zuazola, unos 80 000 ducados166.


En esa misma carta, el secretario vuelve sobre un tema que se ha vuelto un leit-
motiv, desde 1616, y que, para él, explica todos los fracasos y es que los últimos
malos sucesos se debieron
de verdad, por falta de capitanes de mar se dejaron de hacerse las ultimas
[sic] faenas del despacho como convenían, perdiendo mucho tiempo los
de infantería, y por la misma causa se han perdido más de los tres navíos
destos que dieron al través […]. Y por lo menos debían de elegirse los capi-
tanes de guerra sobre serlo de mar y no soldados de tierra como los que
agora iban, y este punto es el que mayor necesidad tiene de remedio.

Ruiz de Contreras tiene razón sobre el punto, pero el remedio es inalcanzable


a su nivel, sería trastocar toda la jerarquía militar, y detrás de ella la social, según
la cual lo militar antecede a lo naval y, por cierto, todo lo demás al ámbito letrado,
en la teoría, si no en los hechos. Esto hace que la Armada Invencible caiga entre
manos de un duque de Medina Sidonia, grande de España, que el socorro de Fili-
pinas de 1616 tenga por general a un soldado de Flandes, pariente del marqués de
los Vélez, y que Lorenzo de Zuazola sea un caballero de Santiago con lustre, pero
un muy mal marino a «la hora de todos». Y si recurrimos a Quevedo, tendremos
que reconocer que estamos en «un mundo al revés», donde el marino cede la
preeminencia en su propio mundo: recordemos la escena —plausible— del capi-
tán de infantería española Alonso de Contreras dando «de cintarazos» a su piloto
y obligándole a echarse sobre El Diamante en la bahía de Cádiz; mencionemos
que Juan Mejía, piloto mayor de la armada de 1619, solicitó al rey, como recom-
pensa provisional, un cargo de capitán de infantería española ad honores167. Ya lo
escribió Charles R. Boxer: uno de los mayores problemas de la Carreira da Índia
era el desprecio que rodeaba los oficios del mar168.
No volveremos sobre todas las inadecuaciones, fallos, imprevisiones que se
han dado a lo largo de las tres expediciones, pues son demasiado flagrantes y no
queremos aquí tomar el papel de juez, ya que, en definitiva, son el pan cotidiano
de toda administración, aunque con daños humanos no siempre tan visibles.
Precisamente tampoco es necesario insistir sobre la insensibilidad a la condi-
ción humana que se manifiesta a lo largo de toda la jerarquía, más preocupada
por logros evangelizadores o económicos que por el respeto al devenir de los
marinos que regresan de las Indias Occidentales y que se remiten al instante y
sin contemplación a las Orientales. Otros tiempos, ¿peores costumbres?
Lo que merece ser meditado aquí es que dichos tiempos y prácticas requieren
de un personal al unísono, del cual todos los presentes en ese teatro participan,
del rey y Moraga de un lado, hasta Ruiz de Contreras y Alonso de Contreras del

166
Carta de Ruiz de Contreras de 1 de febrero de 1620 (AGI, Filipinas, 350).
167
AGI, Filipinas, 340, L. 3, fos 234r-235r.
168
Boxer, 1984, p. II: «One of the principal handicaps under which the Carreira da Índia was
the contemptuous dislike which the mariner’s profession was regarded by both Portuguese and
Spaniards».
152 los socorros de filipinas (1613-1620)

otro. Todos conjugan algunas de las virtudes necesarias para que la Monarquía
se mantenga sin desviarse de lo que ella considera su camino, y sin necesidad de
demasiados y visibles remaches. El entusiasmo y la convicción los encontramos
en los dos primeros, hasta el punto de retar a la muerte, como lo hace el fraile.
No solo se desafían los elementos, las distancias, sino hasta las lecciones de la
geografía, las exigencias de la economía, las reglas de una conducta política
reflexiva. Felipe  III y Moraga flotan demasiado alto para preocuparse de las
conductas simplemente humanas, de hecho, esto corresponde a los demás.
Y, tal vez, el fallo mayor del sistema es la articulación entre los diversos meca-
nismos que juntos maniobran la Monarquía desde el centro. Sea un organismo
colegiado, timorato, prudente, como puede ser la Junta de Guerra del Consejo de
Indias, o el Consulado de mercaderes de Sevilla. O bien un personaje como el prín-
cipe Filiberto, él mismo desgarrado entre el interés general —el buen desempeño de
las operaciones de conjunto, pero sin llegar a ver hasta Filipinas— y el suyo particu-
lar, es decir el de sus propias galeras, hambrientas. O, por último, ejecutores, como
el secretario Ruiz de Contreras, el presidente Tejada y Mendoza, en parte cegados
por su lealtad, hasta que la medida se colma, pero demasiado tarde. Es que, en estos
engranajes del poder central, el «obedezco pero no cumplo» difícilmente puede
tener cabida: ni tienen la altura, ni están a la distancia de un virrey.
Pero nada es monolítico. Francisco de Tejada y Mendoza, Juan Ruiz de
Contreras, Alonso de Contreras, son los instrumentos (con muchos otros),
y comparten, aunque con grados diversos, algunos términos, positivos o
no, de la lealtad al nepotismo. Otras características se distribuyen entre
ellos para responder a las diversas necesidades de una administración en
vía de formación. Tejada y Mendoza está dispuesto a la moderación, revela
hasta cierta humanidad, dentro de los cánones de la época. Ruiz es más
tajante, toma decisiones más rápidas, hasta arriesgadas, brutales. De hecho,
es posible que el cambio de derrotero en diciembre de  1619 proceda de
su propia iniciativa; cuando salen los navíos el 21  de diciembre prohíbe,
«pena de la vida», que hagan arribada, es decir que regresen. Esto pudo
tener alguna incidencia sobre el desenlace final. Hombre cínico —lo hemos
recalcado en su forma de gestionar la tragedia de enero de 1620— no tiene
empacho en hacer alarde de ello169, un rasgo de maquiavelismo que poco
después el Conde-Duque llevará a otras cumbres. Y queda nuestro héroe,
el capitán Alonso de Contreras, con la misma crueldad, con un poco de
cinismo menos, como lo relata en su Discurso de mi vida, cuando se trata
de imponer la disciplina en un equipaje de «forzados» e inflige una grave
herida «que se veían los sesos» al cabecilla de los disconformes170.
A lo largo de la investigación, sobre todo cuando se trataba de los prepa-
rativos de las flotas, de su estado, siempre hemos leído con mucho interés las
descripciones y los pareceres que procedían de los veedores de las armadas,

169
Gil Fernández, 1989, nota p. 192.
170
Contreras, Discurso de mi vida, pp. 201-203.
levarse con la armada 153

lo mismo Diego de Castro Lisón para la de Filipinas, que Tomás de Ibio


Calderón para la del mar Océano. Siempre contienen los datos más pre-
cisos, las opiniones más ponderadas. Y aquí reside la pregunta a la cual
no tenemos respuesta, pero que es tal vez la más importante de las que
estamos persiguiendo a lo largo de toda esta encuesta sobre los socorros:
su cargo requería precisamente método, rigor, ponderación, ya que esta-
ban bajo su responsabilidad el abastecimiento, el almacenamiento y el buen
orden general de la flota. ¿Fueron seleccionados para ello, pero cómo? ¿Las
exigencias de su oficio los formaron y adquirieron esas cualidades?
Con todo ese entramado humano y su potencia, la Monarquía no logró, a
través de esas expediciones, poner más que unas pocas picas en Filipinas171.
Era mucho más lejos que Flandes, y más complejo llegar hasta allá. Pero no
parece que Felipe III aprendiera la lección. Fue necesario el relevo de 1621
para que se olvidara la aventura del socorro de Andalucía a Manila. Prueba
de terquedad, por un lado, pero también llegó la hora en la cual la conducta
«con seso» pudo imponerse, en busca de otras aventuras. Eran tiempos en
los cuales la Monarquía iba «andando de un bordo y otro».

171
Tal vez unos 200 soldados sobre un total de 3 000 previstos en los tres socorros.
TERCERA PARTE

UNA VIDA DESPUÉS DEL DISCURSO DE MI VIDA


Monsieur d’la Palisse est mort,
Il est mort devant Pavie,
Un quart d’heure avant sa mort,
Il était encore en vie1.
Bernard de la Monnoye, Chanson de La Palisse, 1713.
Suma de las cosas que acontecieron a Diego García de Paredes
y de lo que hizo, escrita por él mismo
cuando estava enfermo del mal [de] que murió2.

Yendo por los caminos, don Quijote de la Mancha se topa con una «cadena
de galeotes». Les interrumpe el paso y empieza a interrogarlos. El más avispado,
«de muy buen parecer», le dice llamarse «Ginés de Pasamonte, cuya vida está
escrita por estos pulgares». Hay quien piensa que se trata de nuestro soldado
Jerónimo de Pasamonte3.
—¿Y está acabado [el libro]? —preguntó don Quijote.
—¿Cómo puede estar acabado —respondió él—, si aún no está aca-
bada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto
que esta última vez me han echado en galeras4.

La respuesta no tenía réplica posible, de no ser por el fabuloso Diego García


de Paredes, del cual nos cuenta el Quijote que era
de tantas fuerzas naturales que detenía con un dedo una rueda de
molino en la mitad de su furia; y, puesto con un montante en la
entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable ejército, que
no pasase por ella 5.

1
«El señor de la Palisse está muerto, / murió cerca de Pavía [1525], / un cuarto de hora
antes de su muerte, / aún estaba con vida», Chanson de La Palisse, de Bernard de la Monnoye
(1641-1728).
2
BNE, ms. 1752 (Título de un opúsculo).
3
Véase el cap. ii de este libro.
4
Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, parte I, cap. xxii.
5
Ibid., cap. xxxii.
158 una vida después del discurso de mi vida

Lo cierto —si así lo queremos aceptar— es que tuvo la fuerza y voluntad de


escribir su vida, hasta el último coletazo, en su lecho de muerte.
Alonso de Contreras hubiese podido contestar lo mismo que Ginés de Pasa-
monte al curioso que estuviera leyendo sus cuadernos por encima de su espalda,
en Palermo, a principios de  1633. Todavía le faltaban más de doce años por
recorrer en su vida, de posta en posta. Y, cuando retoma la pluma, hacia 16456,
no alcanza a contarnos lo que ha transcurrido, se queda en 1633. ¿El cansancio,
la muerte, le han puesto más prisiones que a Ginés? En estas circunstancias le
corresponde al historiador suplir al autor, al final de su vida.
Y no es nada baladí, pues se trata de unos ocho años en los que Contreras resi-
dió en Nueva España, entre sus dos fachadas oceánicas, primero como capitán
del presidio de Sinaloa, después como castellano del fuerte de San Juan de Ulúa,
llave del Seno Mexicano. ¿Cómo pudo Contreras ser «echado en [esas] galeras»,
para retomar el discurso de Ginés de Pasamonte? En realidad, las Indias son
el sueño de muchos para salirse de pobres, Cervantes y Alemán entre otros. Y
Alonso no se podía escapar del espejismo y de las circunstancias que llevaban a
ellas. Sabemos que, en 1616-1617, estuvo a punto de salir como gobernador de un
galeón para Filipinas; en 1618, lo envían como capitán de mar y guerra para cazar
a sir Walter Raleigh en el Caribe7. En 1622, pretende una plaza de almirante de la
flota de la Carrera de Indias, en el Consejo de Indias, de donde nace el disgusto
que se supone que le provoca una apoplejía a «cara de hereje», don Fernando
Carrillo8. Pero notemos que, hasta entonces, se trata de iniciativas que proceden
del poder o son marginales en cuanto a una intención de arraigarse en las Indias.

6
Véase el cap. i de este libro: «Discurso y vida del capitán Alonso de Contreras».
7
AGI, Indiferente general, 111, N. 144; véase el cap. xiii de Contreras, Discurso de mi vida. La
relación de méritos de 1622, donde se dice «que Su Majestad lo envió con dos navíos de socorro
cargados de infantería y pertrechos de guerra a las islas de Barlovento que estaban molestadas de
enemigos», se encuentra en AGS, Guerra, Servicios militares, leg. 2, exp. 56.
8
Véase Parte II de este libro: «Los socorros de Filipinas (1613-1620)»; y, Contreras, Discurso
de mi vida, pp. 215-219.
capítulo quinto

EL PASO POR SINALOA (1635-1638)

Viene de España por el mar salobre


a nuestro mexicano domicilio
un hombre tosco, sin algún auxilio,
de salud falto y de dinero pobre.
Mateo Rosas de Oquendo1.

En 1633, con sus 51 años a cuestas, con los disgustos que le han propiciado
sus relaciones con los grandes, el conde de Monterrey en primer lugar, así
como con los sinsabores de la Corte2, Contreras piensa en la necesidad de
cambiar definitivamente de rumbo, de probar fortuna en las Indias. Lo cierto
es que en noviembre de 1633, de regreso a Madrid, presenta otro memorial
con sus servicios en el Consejo de Indias, otra vez para el cargo de almirante3.
La nominación en  1635 del marqués de Cadereyta para virrey de Nueva
España abre horizontes a nuestro militar; en 1630, mientras está en Roma al
servicio del conde de Monterrey, estuvo encargado de recibir y acompañar al
marqués; parece que las relaciones fueron cordiales, o por lo menos Contre-
ras quedó prendado: «Su embajada, que la que hizo en Roma fue muy lucida y
costosa, digna de tal señor»4. Logra que el rey escriba al futuro virrey en mayo
de 1635 una carta de recomendación a su favor, «en consideración de sus ser-
vicios». Se dice en la carta:
Y porque va a esa tierra con licencia mía a negocios que se le han
ofrecido me ha suplicado os mandase ocupase de su persona en las oca-
siones que se ofreciesen de mi servicio en el tiempo que asistiere en ella.
Y habiéndose visto en mi Consejo real de las Indias ciertos recaudos
que en él se presentaron por donde ha constado de los servicios referi-
dos teniendo consideración a ellos mi voluntad es que el dicho Capitán
Alonso de Contreras reciba merced y favor. Os mando le tengáis por mi

1
Dorantes de Carranza, Sumaria relación de las cosas, p. 138.
2
Ya sabemos que hay quien se burla en su cara y dice que fue un «capitán de caballos de
tramoya» (Contreras, Discurso de mi vida, p. 254).
3
AGI, Indiferente general, 111, N. 144.
4
Contreras, Discurso de mi vida, p. 229.
160 una vida después del discurso de mi vida

encomendado y que le proveáis y ocupéis en oficios, cargos y ocasiones


de mi servicio que sean según los suyos, su calidad y suficiencia en que
me pueda servir honradamente. En lo demás que se le ofreciere le ayu-
daréis, honraréis y favoreceréis que en ello seré servido5.

¿Cuáles son los negocios que le ofrecen en Nueva España al capitán? Pues es
posible que medrar, por cualquier vía, sin más. Nótese que en un principio la estan-
cia no parece que deba ser indefinida. Ese mismo día se le da el pase para él y un
criado. Es un caso clásico del soldado que, tras una larga vida de luchas por los
diversos campos de batalla de Europa, logra pasar a las Indias en busca de apro-
vechamiento y, por qué no, de reposo. Falta saber si Alonso está listo para el uno y
el otro. Lo cierto es que debió de navegar a Nueva España en la flota que llevaba al
virrey Cadereyta6 y que, a finales de 1635, ya está en el reino de Nueva España, espe-
rando un empleo a su medida; el primero será como capitán del presidio de Sinaloa.
No sabemos a ciencia cierta si este madrileño, acostumbrado a las exquisite-
ces de Roma, Nápoles o Palermo, supo apreciar este lejano rincón del dilatado
Imperio. Lo cierto es que muchos de los oficiales que la Corona mandaba de la
Península a gobernar las Indias debían, en un primer momento, superar cierta
sensación de destierro. Sinaloa, en la primera mitad del siglo xvii, era un destino
en especial poco apetecible según los criterios de cualquier vecino de la vieja
España. Y en este argumento nos basamos para tomar el rumbo que señalare-
mos en las páginas siguientes, en las que trataremos de percibir lo que no pudo
expresarnos el capitán al llegar a esa provincia. Esto supone entender lo que fue
Sinaloa, desde las décadas que anteceden, medir su grado de progreso cuando
Contreras la conoce y aclarar los conflictos que se tensaban. Sin olvidar que
esas mismas circunstancias permiten hacer aflorar, otra vez, lo que persegui-
mos desde el principio, los juegos de engranajes que se extienden a lo largo de
la Monarquía, hasta llegar a uno de sus más extremos confines.

I. — LA PROVINCIA DE SINALOA

Estamos, en efecto, entonces en lo que es uno de los finisterres de la Monarquía,


en el extremo noroccidental costeño de Nueva España (mapa 2). Desde 1546 y el
descubrimiento de las vetas de Zacatecas, un flujo continuo bordea la región, más
al este, a lo largo del altiplano, hasta Santa Bárbara, Chihuahua, Santa Fe, pero
esa corriente poco atañe a Sinaloa, región separada de su oriente por la cordillera
de la Sierra Madre y sus sierras a 3 000 metros de altitud. En 1531, el conquistador
de Nueva Galicia, Nuño Beltrán de Guzmán, logra fundar la villa de Culiacán en
la parte central de lo que es hoy el estado de Sinaloa, y la incorpora con su provin-
cia a ese nuevo reino. Las partes sur (provincia de Chiametla) y norte (provincia

5
AGI, Indiferente general, 453, L. A. 18, fos 97v-100 v.
6
Cadereyta desembarca en Veracruz el 24  de julio de  1635, carta del virrey de 17  de abril
de 1636 (AGI, México, 31, N. 40, fo 3r).
el paso por sinaloa (1635-1638) 161

de Sinaloa) entran verdaderamente en contacto y bajo dominación española, a


partir de las expediciones de Francisco de Ibarra desde el Altiplano (Durango).
Este, en 1564, funda la efímera villa de San Juan Bautista de Carapoa, sobre el río
Zuaque, después llamada El Fuerte. Pero la presión de los indios cahítas7 obliga a
los pocos vecinos a replegarse hacia Culiacán (1569-1570). En 1583, de la misma
forma, se aborta otra tentativa de fundación8; entonces, los capitanes de Sinaloa
y los gobernadores de Nueva Vizcaya sólo conocen la muerte y la derrota en esos
esteros y sierras. Para los habitantes de San Juan Bautista de Carapoa, aislados,
abandonados, y rodeados por indios de guerra indómitos, no hay otra opción
que replegarse, con sus familias, sus ganados y sus pobres pertenencias del río
Zuaque, más adelante río Fuerte, al Sinaloa-Petatlán, donde fundan la villa de
San Felipe y Santiago de Sinaloa (hoy Sinaloa de Leyva) en 1586. Esta se convierte
en cabecera de la provincia9. La descripción que hace en 1591 el gobernador de
Nueva Vizcaya es dramática, pero realista:
No hay convento ninguno, habíale en la provincia de Cinaloa y los
naturales mataron a los religiosos [franciscanos] que allí había y aun
parte de los españoles y así se despobló aquella provincia y agora están
allá al pie de treinta españoles y dos padres teatinos10 que entiendo si
hubiese muchos en aquella tierra y en esta serían de mucho efecto para la
conversión de los naturales. No sé si ha de sustentarse aquella provincia11.

Sin embargo, y sin saberlo, el gobernador Rodrigo del Río de Losa daba res-
puesta a su pregunta, ya que los dos jesuitas recién llegados eran la semilla de
un bosque de evangelizadores que enseguida cubriría esa tierra de un manto
de misiones, de pueblos reducidos a la Pax Hispanica, sea en profundidad,
sea de modo superficial. Aunque la población española creciera con lentitud,
en 1600 sólo había 20 familias españolas, tal vez menos de 200 no-indígenas
en lo que era entonces Sinaloa, entre el río Mocorito al sur y el Yaqui al norte12.
Es este el momento (1603) que escoge el gobernador de Nueva Vizcaya,
Francisco de Urdiñola, para obsequiarnos con una magnífica descripción de la
provincia13. Es esta la ocasión para conocer mejor esos horizontes que forman
parte de la Monarquía Hispánica lo mismo que las campiñas de Castilla, Aragón

7
Forman la principal agrupación étnica en Sinaloa.
8
Sobre esto, véase el testimonio del soldado Antonio Ruiz, Relación de la conquista, pp. 51-52
para la fundación (1 de mayo de 1583); p. 60 para la salida de la villa «con buena orden de guerra»
el 15 de agosto de 1584.
9
Ortega Noriega, 1999, pp. 17-65; Gerhard, 1996, pp. 303 sqq.; López Castillo, 2010.
10
Deben de ser los jesuitas Gonzalo de Tapia y Martín Pérez.
11
Carta al rey de 5 de octubre de 1591 de Rodrigo del Río de Losa (AGI, Guadalajara, 28, R. 2, N. 9).
12
Es decir que la provincia de Sinaloa que gobernó Alonso de Contreras se extiende sobre el
norte del actual estado de Sinaloa y el sur del de Sonora.
13
En «Información fecha por Francisco de Hordiñola, gobernador y capitán general de las pro-
vincias de Nueva Vizcaya, Chiametla y Copala, de la disposición, estado y cosas de la de Sinaloa»
(AGI, Guadalajara, 49, N. 6). Las referencias que siguen proceden del documento.
162 una vida después del discurso de mi vida

o Nápoles y que nuestro soldado, el capitán Alonso de Contreras, tuvo que


pisar, conocer, regir y después abandonar. Todo esto en un breve tiempo, como
ya nos ha acostumbrado.
Entre el 5 y el 10 de diciembre de 1603, diez testigos responden. Son los más
enterados, lo más granado de la pequeña población española de la villa de San
Felipe y Santiago. Entre ellos, el cuarto es el propio protocronista de la villa,
Antonio Ruiz, quien había llegado hacía más de treinta y seis años «siendo
mancebo, con su padre» y con la hueste de Francisco de Ibarra; asimismo, había
participado en la entrada punitiva del gobernador Hernando Bazán «al castigo
de los indios suaques», veinte años atrás14. Otro personaje sonado es Tomás de
Soberanes, en ese momento alcalde ordinario, el cual entró en la provincia con
Ibarra, más de cuarenta años atrás según él, después con Bazán15. Hernando
Álvarez está en Nueva Vizcaya por lo menos desde 1565, pero penetró en Sinaloa
también con Bazán16. El menos aventajado y último de los interrogados reside
en la provincia y su villa desde hace apenas seis años. Lo cual quiere decir que
el núcleo de los patriarcas lo constituyen unos nueve jefes de familia en dicho
asentamiento y provincia en 160317. Con estos vecinos, de entre treinta y seis y
setenta años de edad, navegamos, pero con una distinción común, notable para
la época y el medio agreste de Sinaloa entonces: todos pueden firmar.
Su presentación del mundo indígena es a la vez muy convenida, homogénea
y algo sorprendente según la imagen que nos ha dejado de esas comunidades
la historiografía pasada. En general, se distinguen tres grupos principales, más
allá de las posibles «naciones» y etnias.
En primer lugar, «los que comunican», que corresponden al territorio actual
del norte de Sinaloa. Esta categoría se divide en dos: los bautizados —o a punto
de serlo—, que se encuentran en los pueblos de misión jesuita, en número
fluctuante según los testigos: entre 26 y 38 pueblos, es probable que entre 11 000
y 12 000 neófitos (cuadro 6). Se hallan en un radio de cerca de quince leguas
alrededor de la villa. Más allá, es decir, sobre todo hacia el interior y las serranías,
está el segundo subgrupo constituido por «los pueblos de Suaque, teguecos,
sinaloas»18, mezclados, todavía idólatras, pero con frecuentes contactos con los
españoles. Salvo Antonio Ruiz que los evalúa en más de 15 000 almas, los demás
se mantienen alrededor de la cifra de 8 000. Hay aquí un menor conocimiento,
y es probable que se haya subestimado el conjunto. En definitiva, este primer
conjunto encierra de 20 000 a 25 000 indios, grandes y chicos, en contacto más
o menos regular con la villa y la cultura española.

14
Ibid., fos 4r y 15r
15
Ibid., fo 11v.
16
Ibid., fo 19 v.
17
Y, menos todavía, ya que otro testigo es soldado, establecido en la provincia desde hace
nueve años (ibid., fo 30 v).
18
Sinaloas, es decir del río de «Sinaloa la Vieja», actual río Fuerte. Todavía no está fundado el
fuerte de Montesclaros en sus riberas; es probable que detrás se halle el recuerdo de la fundación
de la villa de San Juan Bautista de Carapoa en 1564 por Francisco de Ibarra.
el paso por sinaloa (1635-1638) 163

Mapa 2. — Provincia de Sinaloa, siglo xvii.


© Thomas Calvo

En segundo término, más al norte, están los grupos del río Mayo y del
Yaqui. El desconocimiento es más flagrante, las cifras llegan a ser hiperbólicas:
«Más gente que en toda la Nueva España»19. Estamos en un territorio donde
señorea el mito, a la medida de los miedos, pero también de las esperanzas
que se espera transmitir a las autoridades sobre el devenir de toda esta amplia

19
Ibid., fo 5r.
164 una vida después del discurso de mi vida

y prometedora región. Las fabulaciones de un fray Marcos de Niza y sus


«Siete Ciudades de Cíbola y Quivira» podrían aquí servir de referencia. No
olvidemos que, por lo demás, apenas se está llevando a cabo la conquista de
Nuevo México en ese mismo momento.
Pero no todo puede ser leyenda, se requieren promesas más concretas, y en
un tercer lugar intermedio está el valle de Chínipas, en las serranías, al extremo
nordeste de la incipiente provincia de Sinaloa. Por lo menos, cuatro de los testi-
gos participaron en una expedición a esta parte, en busca —exitosa— de minas:
Donde se sacó cantidad de plata y otro descubrimiento se hizo en
Baymoa […]. Hay otras muchas noticias de nuevos descubrimientos
muy cercanos a esta villa y en esta provincia 20.

Y, de hecho, serán las primeras minas explotadas en la jurisdicción. Pero,


según los testigos, el asentamiento de Chínipas ofrece otra sorpresa: tienen
«casas de terrado y enmaredadas [sic] con muy buena madera, labradas las
vigas, y en las azoteas canales para el agua»21. El testigo Juan Pablo resultó
tan impresionado que da una cifra de población difícilmente admisible para
el valle, de más de 20 000 personas. Estamos lejos de lo que se piensa son los
estándares de los cazadores-recolectores.
Y es que si de forma general la presentación de las costumbres e inclinacio-
nes de estos indios son muy negativas:
Las costumbres de los naturales es matarse los unos a los otros, y
comer y beber y algunas veces usan de cazar carne de monte y se embria-
gan muy de ordinario con vino que a su modo hacen,

algunos testigos añaden: «Usan del pecado nefando, y entre ellos es muy usa-
do»22; al menos, ya no se comenta su antropofagia. Sobre todo, es casi unánime
la opinión de los españoles según la cual «son muy cuidadosos en las labranzas
porque hacen grandes sementeras de maíz y frisol» dos veces al año, lo que
supone que emplean la irrigación, atestiguada por otra parte desde antes de
la llegada de Francisco de Ibarra23. Sin que esto quite nada a la agresividad del
medio y de sus habitantes, Sinaloa entonces forma parte de un norte sin duda
temible, pero no aparece como una tierra de imploración, un despoblado sólo
habitado por el miedo. Por lo demás, no podrían faltar indios nómadas, más

20
Ibid., fo 32r.
21
Ibid., fo 36r.
22
Ibid., fos 4v y 12r.
23
Ibid., fo 26v. En el valle de Chinapa, «hay muchas sacas de agua de riego de que los indios
se aprovechan» (ibid., fo 40 v). Un testigo cuando entró con Francisco de Ibarra «en el valle de
Señora [Sonora] y en el de los corazones ha visto muchas casas de terrados en poblaciones y
en ellas muchas sacas de aguas por sus canoas que sirve de regar la tierra donde siembran sus
sementeras y frisoles y otras legumbres» (ibid., fo 13r). Ya Álvarez, 2010, pp. 185-228, sobre todo
pp. 214 sqq., en su análisis del universo tepehuano de la segunda mitad del siglo xvi ayuda a
disociar la imagen tradicional del nómada con la del «indio bravo» o «indio de guerra». Según él,
los «tepeguanes» cultivaban plantas desde 2000 a. C.
el paso por sinaloa (1635-1638) 165

al norte. De hecho, un indio natural del río Yaquimi le ha dicho a su amo que
en su tierra hay mucha gente «que no se puede sustentar, y salen a los montes a
buscar raíces e frutas de la tierra»24.
Más tarde, en 1639, el que fue capitán destituido del presidio, don Francisco
de Bustamante, dará una visión intermedia y en conclusión equilibrada de la
realidad india en la provincia de Sinaloa:
Gente de su natural más inclinada a vivir en despoblados y sierras
sin más cuidado para su sustento que la casa del monte con arcos y
flechas y algunas milpillas de maíz y calabaza hechas y labradas a las
orillas de los ríos, tan forzoso para esto por la sequedad y carestía de
agua en toda la tierra 25.

Lo que más les reprocha es su imprevisión y descuido:

En el desamparo de sus enfermedades y pobreza de su modo de vivir


y hambres que padecen de ordinario, que se suelen ir pueblos enteros a
las sierras a valerse de la caza y raíces para no perecer26.

Lo más seguro es que al capitán le quedara algún resquemor de su paso por


Sinaloa, y su perspectiva matiza algo lo que dijeron en  1603 los vecinos del
lugar. En particular, insiste sobre los riesgos de las avenidas de los ríos:

Que no solo suelen llevarse las siembras de sus riberas, sino aun las
chozas mal fabricadas de sus pobre[s] viviendas, en tanto extremo que el
año pasado de treinta y cuatro se llevó treinta y seis casas de la villa y entre
ellas las reales que yo volví a edificar; saliendo a veces tan de madre que ha
llegado a poner en riesgo las propias iglesias27.

Según el informe de 1603, estos «grandes labradores» indios no sólo cosechan


los productos para alimentarse, como maíz, frijol, calabaza y chía principalmente,
sino también «algodón de que tejen mantas para su vestir y tienen mucha miel y
hacen cera»; algo les queda de lo recolector, ya que recogen «zamuchilles, cirue-
las, higos de la tierra y zapotes y mezquites que es de donde los naturales hacen
algún género de pan y vino». Si de vino se trata no debemos olvidar el maguey,
con el cual «hacen vino y mescales y mecates»28. Es, además, una provincia con

24
Ibid., fo 27r.
25
«Documentos referentes a la erección de obispados de las provincias de Nuevo México y
Sinaloa» (AGI, Guadalajara, 138, fo 76r).
26
«Documentos referentes a la erección de obispados» (AGI, Guadalajara, 138, fo 79r).
27
Ibid., fo 76.
28
«Información fecha por Francisco de Hordiñola, gobernador» (AGI, Guadalajara, 49, N. 6,
fos 6r, 8r, y 39 v). Será una de las primeras menciones al mezcal que conocemos. Aunque es muy
dudoso que se trate de la bebida destilada; aquí debe de ser en su significado primero, dulce
hecho de la cocción del tallo y hojas de la planta.
166 una vida después del discurso de mi vida

ríos abundantes29, con una costa de marismas y deltas, donde «producen mucho
género de pescado», como son el «bagre, lisa, robalo [sic], trucha» y camarón30.
También llama la atención que «se cogen corales blancos y colorados, y este
testigo ha visto a los dichos naturales traer al cuello los dichos corales»31.

Cuadro 6. — Los indios de Sinaloa (1603)

Indios de
N.o de
pueblos Indios Indios
Indios pueblos Indios de
Testigo de Suaque, del río del río
bautizados con los Chínipas
teguecos, Mayo Yaqui
jesuitas
sinaloas
«más
gente que
Bartolomé «mucha
14 000 26 + 8 000 en toda
Núñez gente»
la Nueva
España»
Diego
+ 6 000 26 / 27 9 000 7 000
Rodríguez
9 000 + 3 500 «mucha «mucha
Tomás de
(3 000 a 4 000 +30 7 500 cantidad más
Soberanes
por bautizar) de gente» cantidad»
«mucha
Antonio «mucha
7 000 30 + 15 000 más
Ruiz suma»
suma»
Hernando
11 000 + 30 9 000
Álvarez
Pedro de
12 000/13 000 38 7 000 / 8 000 + 4 000
Robles
Francisco 12 000 / + 7 000 / «mucha
33 / 34
de Llanes 13 000 8 000 gente»
Juan de
12 000 / «mucha
Grijalva 35 / 36 6 000 / 8 000
13 000 poblazón»
(soldado)
Juan Pablo 12 000/13 000 34 / 35 7 000 / 8 000 + 20 000
No distingue No distingue
entre los entre los
Diego 22 000 a 22 000 a
35 / 36
Martín 24 000 indios 24 000
«que indios «que
comunican» comunican»
Fuente: AGI, Guadalajara, 49, N. 6.

29
La toponimia de ellos todavía se está confirmando. Lo que, entonces, se llamaba el río de
«Sinaloa la Vieja» es el actual río Fuerte, ya lo hemos notado. Por supuesto se citan el Sinaloa,
el Mayo, el «Yaquimi». El Mocorito, línea divisora con la provincia de Culiacán, no aparece en
los testimonios.
30
Ibid., fos 4r y 12r.
31
Ibid., fos 13r y 17r.
el paso por sinaloa (1635-1638) 167

En esa «tierra apacible y llana, acomodada» también se dan muchas frutas


de Castilla y la posibilidad
para fundar en ella estancias de ganado mayor y menor, y en la de Chinapa
[es decir, la serranía] labores por las sacas de muchas aguas, montes,
pastos y ríos de mucho pescado y tener tanta gente32.

¿Una visión paradisiaca, algo manipulada para atraer la atención del poder?
Es posible, pero con un fondo de veracidad, y con un clima muy diferente del
actual. Con la Pequeña Edad de Hielo, el tiempo era algo más húmedo, menos
extremo, declara, sin ser después contradicho, el primer testigo: «Toda la pro-
vincia de muy buen temple, que no hace calor demasiado ni frío que dé pena
y que la cercan ríos caudalosos»33. Sin embargo, la realidad para el reducido
grupo español está todavía llena de sombras, según los testimonios, dado que
no se dan cifras de población para él, pero los veinticuatro soldados del presi-
dio de San Felipe y Santiago deben por lo menos permitir que se duplique el
número de vecinos. Estos se describen a sí mismos como pobres, incapaces
de sacar provecho de las riquezas naturales que los rodean. La costa «tiene
gran cantidad de sal que sin beneficio ninguno se cuaja»; «por ser tan pobres
los vecinos de esta villa en no alcanzar caudal no se aprovechan de la pesque-
ría de la dicha costa», en particular, del camarón34. La sierra ofrece grandes
posibilidades: «En la cordillera de la sierra destas poblazones hay muchos
veneros de minas», que tampoco se han labrado por causa de la pobreza de los
habitantes. Hasta los soldados con sus 450 pesos de sueldo anual, el capitán
con sus 1 000 pesos, sufren de los precios excesivos de las armas y de la ropa
que se traen desde México35.
Los altos costes en la India es un refrán conocido, que podríamos escuchar
de un extremo a otro. Pero algo sorprende, hay un argumento tal vez más
plausible pero al cual no se recurre, o si se hace es de forma atenuada y es
que apenas se sugiere que los indios son «gente della nueva e belicosa y no
muy asentados, ni pagar como no pagan ni dan tributo ninguno»36. ¿Por qué
esa tecla de la guerra, tan usada en otros momentos37, no lo es entonces? Se
trata de atraer gente, y el miedo no es buen imán; el orgullo de los pioneros les
impide demostrar de forma obsesiva algo parecido a la cobardía; hay nuevas
circunstancias que favorecen a la región, con la conclusión relativa de la guerra
chichimeca38 y, sobre todo, la instalación desde hacía cerca de diez años de los
jesuitas. En 1603, son cinco religiosos los que señorean más de treinta pueblos
y dan doctrina a unos diez mil indios en un entorno cercano, sin olvidar que

32
Ibid., fos 37v-38r.
33
Ibid., fo 4r.
34
Ibid., fo 5v.
35
Ibid., fo 7v.
36
Ibid., fo 7r.
37
Para la Nueva Vizcaya y el siglo xviii, véase Ortelli, 2007.
38
Véase Álvarez, 2016, pp. 211-260.
168 una vida después del discurso de mi vida

van extendiendo su influencia hacia el norte. En otras palabras, son dueños


de la mano de obra, son la piedra clave de la bóveda provinciana. Sin su con-
tención todo se podría derrumbar.
Este último hecho es un elemento central del tablero político y militar de
la provincia de Sinaloa, que tendrá que tomar en cuenta Alonso de Contreras,
al igual que los demás capitanes. Quien manda aquí no son las armas, sino
el hisopo de los religiosos y esto todo el mundo lo entiende, en primer lugar
quienes son víctimas de esta situación, los indios. Antonio Ruiz nos cuenta una
anécdota aleccionadora: en 1594, después de un sosiego relativo,
el diablo empezó a hacer de las suyas de incitar a un indio gentil que se
decía Nacaveva, y este dio en inquietar a los cristianos del pueblo de El
Opochi […]. El padre Gonzalo de Tapia recibió de esto notable pena,
y así rogó el dicho padre al capitán Bartolomé de Mondragón y a Juan
Martínez del Castillo [y] a Tomás de Soberanes que procurasen prender
al dicho Nacaveva.

Cuando este estaba ya preso con su cuadrilla, el padre mandó a un indio


con un billete al capitán y luego que le acabó de leer, sin aguardar más,
mandó que a Nacaveva lo atasen a un palo y lo azotaran, y lo trasqui-
laran, y luego al punto fue hecho, el cual quedó muy bien azotado y
trasquilado, y así como al indio soltaron, se volvió al capitán y le dijo:
—capitán, estos azotes que me has mandado dar no los mandaste tú,
sino el papel que te trajeron39.

Poco después, el jesuita fue martirizado en El Opochi, instigado por Nacaveva.


Con ese «papel» el religioso firmaba su condena a muerte. Es en este universo,
con algunas aristas menos —pasarían unos treinta años—, donde debió de vivir,
en una repentina inmersión, nuestro capitán Alonso de Contreras, como dos
años (1636-1637). ¿Tuvo tiempo para entender en tan breve tiempo las esencias
de un nuevo mundo? ¿Hubo comprensión entre el viejo guerrero procedente del
Viejo Mundo y esta sociedad en plena reconstrucción, con espacios desiertos y
salvajes para quien había vivido entre Madrid y Nápoles? Pero, tal vez, algo había
cambiado cuando llegó «por el mar salobre» nuestro héroe.

II. — CIERTO AIRE PROCEDENTE DE LAS LEJANÍAS:


SINALOA HACIA 1640

De por sí ningún producto manufacturado salía de las tierras de Sinaloa, de


no ser algunas de las mantas ya mencionadas, y que de ninguna manera inte-
resaban a los no-indígenas, de no ser los esclavos. Por lo tanto, todo debía de
introducirse, lo más probable por alguno de los ramales del camino de Tierra

39
Relación de Antonio Ruiz, pp. 79 y 81.
el paso por sinaloa (1635-1638) 169

Adentro que cruzaba a duras penas la Sierra Madre, y las mercancías llega-
ban hasta Culiacán y villa de San Felipe y Santiago, por supuesto a lomos de
mulas, aprovechando los sucesivos descubrimientos mineros de la sierra, pri-
mero Chiametla (años de 1580) y, sobre todo después, Topia (años de 1590)40.
De Culiacán a San Felipe y Santiago, por la llanura costera, el tramo no tenía
mayores problemas, apenas era una distancia corta de unos 150  kilómetros.
Pero, en total, como veremos, se necesitaban por lo menos dos meses para ir
de México a Sinaloa. Es decir, que el coste de transporte debía de ser elevado,
aunque menos de lo que lo sería su equivalente en Europa, donde constituía un
filtro más poderoso41.
Esto explica que hasta en los tiempos de Contreras (1636), la mitad del sueldo
de los soldados se pagara en ropa42, que se hacía venir desde la capital del virrei-
nato. La gestión de este convenio no resulta clara ¿Quién la tomaba en mano,
los oficiales reales en relación con el pagador del presidio? A partir de 1636, se
paga la totalidad en reales, pero la necesidad sigue siendo imperativa, y alguien
debía hacerse cargo de organizar el transporte de las mercancías. No sabemos
cómo fue con nuestro héroe, en un momento de transición, pero parece que ense-
guida ocurrió lo que era de esperar, fue el cabo del lugar, el capitán de presidio,
quien tomó en mano esa actividad comercial, en relación con los negociantes y
dueños de recua de México.
Disponemos de una serie de inventarios y documentos referentes al general
Luis Zestín de Cañas en 1641-164243, uno de los sucesores inmediatos de Alonso.
Toca a tres vertientes con las cuales debió también entenderse unos años antes
Contreras. Una realidad provinciana, por no decir marginal que hay que supe-
rar, una práctica que se asemeja más a la de tendero que a la de comandante de
guarnición, la necesidad de lidiar y hacer malabarismos para que el dinero flu-
yera hacia Sinaloa y poder pagar los gastos que se hacían o las deudas contraídas.
La larga memoria de las mercancías que se mandaron en 1641-1642 desde
México al presidio, en manos del general Luis Zestín, alrededor de 7 300 pesos,
permite un acercamiento a un mercado de consumo en una lejana provincia de
la Nueva España. Lejana pero no desconectada, ya que a través de los productos
que llegan podemos tener una visión casi planetaria de cómo fue la circulación
de artículos manufacturados por esos años, sobre todo en materia textil.
El círculo más cercano es el novohispano, con algunos bienes esperados, como
las 20  «mantas de Campeche ricas», a 6,5  pesos cada una, una buena suma.
También 12 «mantos mexicanos ricos» de gran extensión —17 varas cada uno—
y, por todo esto, caros, a 16 pesos la unidad. Menos valoradas eran «las tres piezas
de sayales azules de Tescuco», 410 varas que se apreciaron en 144 pesos. No
podía faltar la referencia a la calle de Tacuba y sus artículos diversos, sobre todo

40
Cramaussel, 2006, pp. 299-327, 306-307.
41
Calvo, 1997.
42
Véase más adelante. «Ropa», un término aquí equivalente a productos manufacturados y
procedentes del exterior, es decir, la ciudad de México, no sólo textiles.
43
AGN, Indiferente virreinal, cárceles y presidios, c. 6716, exp. 75.
170 una vida después del discurso de mi vida

metalúrgicos, como 30 «hachuelas de ojo», «un paño de agujas de sastre para


coser», un gran clásico este, presente en casi todos los inventarios de tiendas de
la época, y en los inventarios femeninos, menos comunes; de menor alcurnia
los «dos paños de agujas zapateras», no localizadas, pero que cuestan lo mismo.
Nueva España es el puente natural entre los dos otros círculos, el europeo
y el oriental. En el caso europeo, también tenemos los sempiternos teji-
dos como el ruan blancarte44; aquí están presentes 510,5  varas que valen
606  pesos y 2  tomines, y de mediana calidad, 30  varas de «crea fina de
León» 45. Notaremos la ausencia de encajes flamencos y otros manteles
alemaniscos, que en otras zonas menos rústicas son una obligación. Los
productos castellanos también pertenecen a lo habitual, y sin exceso, como
6  arrobas de cera labrada de Castilla y 4  «docenas de papeles de colores
ricos de Granada» (menos rutinarios). Lo más seguro es que procedan de
la Península buena parte de los artículos manufacturados no textiles, como
los 6  «aderezos de espadas y dagas de 3  puentes pavonados en blanco», los
estribos y, por supuesto, los cordobanes. Aun en las lejanas fronteras, los
españoles no se olvidan de sus gustos culinarios, aunque no aparezcan el
aceite ni el vino —¿el filtro del transporte?—: 6 arrobas «de colación fina»,
2 libras de azafrán, 200 «cajetas de conservas ricas de durazno, pera y mem-
brillo». Al lado de estos artículos «selectos», hay otros que se esperarían
más bien en la canasta de cualquier mercachifle, como los 4  «mazos de
trompas de París» 46. ¿Son para que los soldados de la guarnición ocupen sus
largos momentos de ocio, para amenizar las veladas en la villa?
Cerca de las playas del Pacífico no podían faltar los productos asiáticos, más
diversificados que los europeos en este lugar. Dominan, aunque en cantidades
limitadas, los textiles chinos: seda «asixada fina, rica de Chaguey», 8 libras de
«torcida de colores de Chaguey y Lanquin», 52 varas «de lienzo ynson de China».
Esto debió de hacer juego con los 36 «pares de medias de seda de Manila de buenos
colores», a buen precio (135 pesos).
Es, por tanto, un fin del mundo más abierto de lo que se pudiera pensar, si no
cosmopolita. Pero no deja de ser un universo con limitaciones y, en primer lugar,
de fortuna. Hay algunos objetos de lujo, pero relativos, como las 24 «gruesas de
botones de seda surtidas de muy buenos colores y lindas hechuras, espigados
y entorchados», sin duda muy vistosos, pero que no deben de impresionarnos,
pues en total valen apenas 33 pesos. La importancia de los textiles «de la tierra»
(novohispanos), incluso indígenas, como la variedad de mantas, los 100 güipiles
[huipiles] «medios carreteros buenos», las 15 «piezas de naguas finas mexica-
nas», las 6 libras «de pita de Guazacualco» nos orientan hacia una clientela, por
lo menos, mestizada.

44
Aunque acaba por ser un término más genérico que geográfico y se produce en muchos
lugares a imitación del tejido francés.
45
Se trata de Lyon, Francia.
46
También llamada trompa gallega o arpa de boca.
el paso por sinaloa (1635-1638) 171

La masa de la población de la provincia, pobre en extremo, es indígena: ¿en qué


medida una fracción de los productos de las memorias les es destinada? Así se
podrían explicar los «100 millares de granates de todas [sic] colores», a 3 rea-
les el millar y, sobre todo, las «400 coas buenas y grandes». En cuanto a las
204 «fresadillas congas», un artículo que, en general, solía estar relacionado
con los esclavos, aunque estos no parecen aún muy numerosos en la región y,
por lo menos, una parte debió distribuirse entre los indios, neófitos y gentiles.
Los otros clientes «cautivos» del capitán son sus propios soldados, 44 enton-
ces según el documento. Es posible que les vendiera las 24 arrobas de chocolate,
las 200  «cajetas de conservas» ya mencionadas, o alguno de los aderezos de
espada y daga, de los 6 «caparazones de paño comunes y badana bien acaba-
dos», de los pocos estribos, sean «vaqueros comunes» o «finos de medio laso»;
todo esto al final de poca monta, pues un aderezo se vende por 9  pesos, un
caparazón vale 7,5 y un par de estribos comunes 4 pesos47.
En conclusión, se trata de un surtido bien relacionado con el medio. Sabemos
que el general Luis Zestín salió de México rumbo al norte en diciembre de 1640.
Una vez en Sinaloa, debió de estudiar el terreno y sus necesidades, pedir consejo,
tomar pedidos. Después, remitió una memoria con su pedido a un encomendero
de México y este le mandó la mercancía en el transcurso de noviembre de 1641 a
través de un arriero, es decir, unos meses después de la llegada de los galeones de los
dos océanos, hacia mitad de año, y de las ferias de Veracruz y Acapulco. Era un pro-
ceder bien establecido, pero que requería de tiempo; después de un año de espera, a
lo largo de 1641, se debía vender en 1642 y, sobre todo, esperar que los compradores
tuvieran la posibilidad de pagar, al haber recibido su sueldo. Dos años —lo que
parece haberse quedado Contreras— era tiempo medido, aunque no sabemos si
don Alonso tuvo los contactos, la fibra comercial y la paciencia para tales negocios.
Y es que Zestín, si retomamos su caso, jugó fuerte, y con dinero ajeno.
Cuando salió de México pidió prestado a su encomendero 1  930  pesos,
para el viaje y otras circunstancias. Más adelante, en el transcurso de 1641,
el mismo encomendero le consigue 12  000  pesos con un crédito al 6  %.
En total, a mediados de 1642, al cabo de un año y medio en el cargo como
capitán de Sinaloa, debía cerca de 20  000  pesos por diversos conceptos.
Es una suma consecuente, más si la relacionamos con el sueldo anual de
2 000 pesos de un capitán del presidio de Sinaloa entonces 48. Salta a la vista
que el nervio del cargo estaba precisamente en esa actividad entre merca-
der, tendero y hasta mercachif le.
Por lo demás, en esos empleos todo el mundo trataba de arañar. Hemos indi-
cado que no aparece vino en los inventarios. En realidad, sí hay una mención.
En enero de 1642, el encomendero de México le hace un cargo al general:

47
Se entiende que son precios de compra en México, para don Luis de Zestín, sin tener en
cuenta los fletes, los corridos de préstamos y comisión (4 %) del encomendero y otros gastos. ¿A
qué precios los vendió?
48
Al sucesor de don Luis Zestín se le asigna tal salario a finales de 1642 (AGN, Reales Cédulas
[duplicadas], vol. D-49, exp. 306).
172 una vida después del discurso de mi vida

Debe 6 pesos de media arroba de vino que di al contador Antonio


de Chaburru, porque diese la guía para el arriero sin escudriñar nada,
por vía de regalo.
Cerrar los ojos, agilizar un trámite bien valían unos 6 litros de vino: espere-
mos que fueran a gusto del paladar del oficial real.

III. — LOS JESUITAS EN SINALOA (CA. 1630),


ENTRE EVANGELIZACIÓN Y RELIGIOSIDAD BARROCA DE FRONTERA

Tenemos cierto conocimiento de muchas de las conductas de Alonso gracias


a la lectura de su Discurso de mi vida —en relación a la guerra y la violencia, a
la autoridad, al enemigo, a las mujeres, a su propia apariencia y valoración—,
pero de ninguna manera, a partir de esas proyecciones externas, Contreras
nos da permiso para penetrar en sus pensamientos. Ya lo sabemos, es un ente
envuelto en la acción. Sin embargo, no podía ser insensible al medio en el cual
estaba inmerso, y es este, a través de los principales actores que lo moldean, los
jesuitas, el que queremos rescatar, en el momento preciso en el que Alonso se
interna en la provincia para gobernarla.
Al mismo tiempo, y teniendo presente lo que ya sabemos de la situación
de 1603, es la ocasión de medir los progresos y la capacidad de intervención de los
jesuitas. Aquí también con precaución, pues si pensamos que la descripción de
los vecinos en 1603 estaba algo alterada por un optimismo circunstancial, nada
nos impide pensar que la que nos dan treinta años después los religiosos también
se deba de manejar con cuidado. En efecto, las fuentes que aquí se usan son dos
series de «puntos de [carta] anua»: del colegio de Sinaloa y sus misiones, es decir,
la parte sur de la provincia, ya una frontera madura con la villa de San Felipe y
Santiago como centro; a la que hay que añadir, en segundo término, «las misio-
nes de San Ignacio»49, más al norte, «tierra adentro», centradas sobre los ríos
Yaqui y Mayo, verdaderas tierras de avanzada. La documentación se refiere, en
esencia, a los años de 1634-163850. Estas descripciones llegaban al provincial
en México y se agregaban a la Carta Anua de toda la provincia de Nueva España.
Esta se mandaba al general de la orden en Roma, que servía para informar a las
autoridades de la Compañía, para decidir sobre estrategias a nivel casi planetario.
Pero las Cartas Anuas, copiadas, repartidas en Europa, proclamaban también
la magnitud de la obra jesuítica en tierras de misión, de las Indias Occidentales a
China, y buscaban fomentar adhesiones de toda naturaleza.
Entendemos así mejor que eran instrumentos de propaganda, de lo que sus
redactores eran conscientes por completo, aún trepados en las sierras de Sina-
loa. Más allá de una meta indudable de información tenían otras dos precisas:
ensalzar en términos numéricos los progresos de la fe, con la expansión de

49
En la Carta Anua de Nueva España de 1629 y 1630 se dice: «misión de los ríos, llamada de
San Ignacio» (AGN, Misiones, vol. 25).
50
Ibid. Las citas que siguen proceden de este expediente.
el paso por sinaloa (1635-1638) 173

la evangelización entre neófitos y resaltar la calidad misional de sus obreros


así como los logros en materia de obras, de devoción, y sobre las conductas
de los misioneros y los indios. En un caso y en el otro, la hipérbole formaba
parte de la estrategia de escritura. Al contrario, la acción misionera no era
sencilla, había riesgos, necesidades que de forma más o menos insidiosa estaban
en filigrana en los informes. También se consideraban buenas prácticas cier-
tas imprecisiones cómodas, ciertas afirmaciones sin el menor filtro crítico.
¿Poseían el arte de levantar cortinas de humo o era el descuido de gente poco
acostumbrada al rigor científico?
El cuadro  7, donde hemos vertido la información procedente sobre «los
puntos de anua», pero también las cifras de  1591 a  1631, tomadas de una
hoja suelta que se encuentra entre esta documentación, permite cerciorarnos
de la forma de proceder de los jesuitas: cifras mayúsculas, impresionantes,
inverificables, con una mezcla de los datos (párvulos y adultos) que impiden,
en algunos casos, toda utilización que no sea con fines propagandísticos.
¿Quién contabilizó los 151  621  bautismos del período de  1591-1631 que
aparecen en la hoja suelta? No lo sabremos jamás. El hecho es que supone
mucha dedicación que, a veces, un estudiante de historia no tiene hoy. Y,
además, había que administrar los sacramentos, lo que constituye unos
3 698 bautismos, con los adultos y niños confundidos, por año, para el lapso
que comprende entre 1591 y 1631. Y con grandes variaciones a lo largo del
período51, en relación con el número de operarios y las circunstancias de
las fronteras, pues se pasa de 2 jesuitas en1591 a 27-28 por 1635; sobre todo
la integración de los territorios de los ríos Yaqui y Mayo a partir de 1614,
como indica el documento, resulta determinante.
El otro documento sintético es un doble «punto de anua» que resume los
años  1632-1637, para cada una de las dos entidades misioneras, a las que se
tiende a singularizar, con razón. Estamos ya en tiempos de Contreras. El
primer punto se relaciona con el Colegio y sus anexos: «Son más de catorce mil
almas de confesión las que administran los dichos diez padres»52; las cuales
ya no crecen en número o muy poco, «por no haber aquí ocasión de nuevas
conversiones de infieles que por aquí no hay». Se está pasando de la conversión
a la administración de las almas y, en efecto, en seis años, sólo se encontraron
170  adultos para recibir el sacramento alrededor de la villa de San Felipe y
Santiago. Si aceptamos una población cercana a 20 000 indios53 en esa parte sur
de la provincia, tendríamos para 1632-1637 una tasa de natalidad de alrededor
de 5,5 %, demasiado elevada, por lo que es probable que la población total de
esas misiones se acercara más a 25 000-30 000 almas en ese momento. A menos
que se estuvieran trayendo párvulos de las zonas gentiles para bautizarlos y
arraigarlos entre los cristianos.

51
Para 1591-1609, se producen 1 363 bautismos anuales, 9 943 entre 1615 y 1626.
52
Los otros tres jesuitas están en la villa.
53
Los más de 14 000 de confesión, es decir mayores de siete años, bien pueden corresponder
a esa cifra de 20 000.
Cuadro 7. — Datos demográficos de las misiones de Sinaloa según los «puntos de anua» (1591-1637)
174

Colegio y sus misiones Misiones de San Ignacio


Bautismos de Bautismos de Bautismos de Bautismos de Bautismos de indios
Años párvulos adultos
Matrimonios párvulos adultos
Matrimonios para toda Sinaloa

1591-1609a 25 897
1610 2 586
1611 1 745
1612 2 075
1613 1 613
b
1614 5 420
1615-1626 119 320
1627 4 170
1628 5 474
1629 4 762
1630 8 697
1631c 8 808
1634 3 157d
1635 1 103 50 181 2 551 58 694
una vida después del discurso de mi vida

1636 1 150 30 192 2 406 46 445


1632-1637 6 230 170 1 360 11 892 4 751 7 466
a
«Desde el dicho año de 1591 hasta el año de 1609 según parece por los libros de los bautizados».
b
«Este año entró a Mayo el padre Méndez».
c
Se da la suma total 1591-1631: 151 621 bautizados.
d
Son 3 135 párvulos y 22 adultos.
el paso por sinaloa (1635-1638) 175

El otro punto de la Carta Anua de 1632-1637, para las misiones septentrio-


nales de San Ignacio, resulta mucho más complicado, ya que aquí la tonalidad
es de una ola de conversión que se va extendiendo hacia el norte, a partir de
un núcleo ya en vía de ser integrado: «La [gente] que al presente se doctrinan
como hiaquis, mayos, tepagues, chinipas, nebomas, savaripas, ures y aibinos
[…] viven con paz y quietud». Más aún, se ofrece la conversión de «los sono-
ras, mochiras y nacosuras y otra mucha gente de la gran gentilidad que vive
más allá de Aibino hacia el norte y está pidiendo ministros y religiosos que les
vayan a quitar de las tinieblas en que vive[n] y de la esclavitud del diablo»: esto
último es un refrán habitual. La acumulación de naciones indias —retomando
el calificativo acostumbrado entonces— refuerza la idea de una labor titánica
por parte de la Compañía, que resalta las inmensas posibilidades que encierra
el norte en materia de conquista de almas. ¿Es por eso por lo que las cifras de
repente no coinciden con las que se dan año por año? No aparecen más que
104 adultos bautizados entre 1635 y 1636, 4 647 en los otros cuatro años. ¿Un
frenesí repentino antes y después? Los bautismos de niños también plantean
dudas pero pueden servir de apoyo, como para las misiones del Colegio. Es
decir, si aplicamos una tasa de natalidad verosímil para tal población del 4 %,
tendríamos entre los ríos Mayo y Yaqui a unos 60 000 indios adoctrinados por
unos escasos 14 jesuitas. Si se juntan ambas entidades misioneras, llegaríamos
a una población india, del río Mocorito al Mayo, de entre 85 000 y 90 000 per-
sonas cuando llega allí Alonso de Contreras54.
Aunque estas cifras sean abultadas, no reflejan la imagen de un descampado
estéril donde el hombre está ausente. La gente, bajo la disciplina impuesta por
los jesuitas, se casa, se bautiza, vive en paz y concordia, de acuerdo con las nor-
mas del rebaño católico. Y este es el segundo mensaje que quieren transmitir los
puntos de anua de esos años. Ese trabajo incesante es
para honra de nuestra santa religión la compañía de Jesús, pues que [sic]
mayor honra que ser imitadores y seguir las pisadas de los que fundaron
la santa Iglesia regada con la sangre de Christo como fueron los santos
Apóstoles que mamarón la leche de Christo Redentor.

Son estas unas palabras que se repiten de un punto de anua a otro: imitar la
labor tanto de Cristo como de sus seguidores inmediatos, volver a revivir los
tiempos apostólicos. En esto y en esas fechas, los misioneros jesuitas de Sinaloa
son los fieles continuadores de los franciscanos del siglo xvi55, tal vez con un
matiz que hace hincapié en términos de martirio, pues hay una referencia mar-
cada a la sangre. Recordemos que la evangelización de Sinaloa se selló en 1594
con el sacrificio de Gonzalo de Tapia y su compañero.

54
Gerhard da una población total, en  1625, de 70  000  habitantes (Gerhard, 1996, p.  310).
En 1619, el visitador de las misiones de Sinaloa, Hernando de Villafañe calcula la población entre
yaqui, mayo y nenomas (río Sonora) en 60 000 habitantes (AGI, México, 29, N. 27), a la cual habría
que añadir los indígenas del sur (del Colegio), 25 000-30 000 como proponemos.
55
Phelan, 1956.
176 una vida después del discurso de mi vida

Parece que las circunstancias han cambiado mucho hacia 1635, hasta tierra
adentro, en las misiones de San Ignacio, donde los indios «son frecuentes en
las doctrinas, obedientes y sujetos a sus padres ministros, viven con paz y
quietud». Como en todo principio de evangelización, los niños son el princi-
pal punto de mira:
En algunos partidos destas misiones se introdujo de que los niños con
canciones particulares compuestas en su lengua fuesen cantando en los
barrios y en sus casas los misterios de Nuestra Santa Fe.

Más al sur es la misma sonata, los neófitos «se adelantan mucho, y cada
día se arraigan en la fe», «acuden con puntualidad a la misa de precepto»,
y hasta entre semana. Incluso, la borrachera, «vicio tan suyo en su gentili-
dad», tiende a desaparecer.
Es una religión barroca, en su mayor expresión, la que se impone en ese
lejano mundo, porque es la que traen en su ser los propios misioneros jesuitas.
Es, con su expresividad y fuerza, la que les parece más adecuada en esas cir-
cunstancias. Los religiosos «tienen gran cuidado y curiosidad en el culto divino
de iglesias, imágenes, ornamentos y música que en tierra tan bárbara y remota
es de mucha estima». Esa necesaria magnificencia y exteriorización de la fe
pasa primero por los lugares, dado que parece que después de más de veinte o
treinta años de presencia, la infraestructura religiosa llega a una primera cul-
minación en la villa de San Felipe y Santiago:
Acabose este año [1635] un famoso retablo de un colateral de Nuestra
Señora y luego se dedicó. Salió muy agradable y vistoso. […]. Algunos
padres misioneros a imitación del Colegio van haciendo muy buenas
iglesias de tres naves y los que tienen alguna posibilidad van haciendo
retablos conforme al posible de cada uno.

Al año siguiente, en la misma iglesia de la villa:


Acabose este año un famoso y vistoso monumento que pudiera lucir donde
quiera por ser hecho con gran arte y primor de un oficial muy diestro56.
Y el autor del punto de anua remacha el clavo: «Esta gente nueva con la vista de
estas cosas exteriores de iglesias, retablos y monumentos cobran más veneración
a las cosas de la fe». Con un marco tan propicio, cómo no pensar que se tiene
particular cuidado,
de la perfección de las almas en que acudan a la iglesia, recen el rosario
y por su devoción oigan misa casi todos los días que asiste en el pueblo,
comulguen entre año los que son más capaz y vivan cristianamente.

56
En 1638 se nos da una visión de la iglesia, ya terminada por completo: «De tres naves, her-
mosa y muy capaz, pilares y maderas de cedro todo bien labrado y vistoso. En ella se han puesto
ya y dedicados con solemnes fiestas dos retablos; el de el altar mayor digno de estima en cualquier
principal ciudad; y otro muy bueno y bien acabado de un colateral […] y también un monumento
muy vistoso».
el paso por sinaloa (1635-1638) 177

Es decir, que si los sacramentos son esenciales en la concepción reformista de


Trento, ya esa exigencia ha alcanzado las lejanas tierras sinaloenses. En las misiones
del Colegio, en 1635, un padre atendió más de 700 confesiones espontáneas, y
hubo 50 confesiones generales. Y no pasaremos por alto otras manifestaciones:
«A la oración de las 40  horas delante del Santísimo Sacramento acuden con
muchas muestras de fe y devoción».
Si la edificación material en las misiones septentrionales de San Ignacio no
llega aún a ese punto de perfección, lo que se entiende, la de las almas va al
mismo ritmo que más al sur. En los dos espacios, se veneran las imágenes san-
tas y los milagros cotidianos son idénticos. En las misiones del Colegio,
son tan ordinarias las maravillas que el Señor hace por la devoción la
imagen de Nuestro Padre Ignacio en especial en las que están en el peli-
gro de parto, que luego piden la imagen y el Señor les da buen suceso.
En otro punto de anua se da una precisión, se trata de poner «una imagen
suya [de san Ignacio] sobre la cabeza de las mujeres que están en peligro». Hacia
el norte, no hay más que una variante, san Ignacio hace continuados milagros,
en referencia a los partos, «que apenas se ha colgado la imagen o medalla de
Nuestro Santo Padre al cuello que luego paren».
Religión sensitiva, religión del signo —del milagro—, de las imágenes y del
sacramento, la devoción barroca es también colectiva, sobre todo en sus mani-
festaciones doloristas, pues la disciplina es aquí un instrumento imprescindible,
la flagelación una práctica generalizada, aceptada, parece que con entusiasmo,
tanto en el norte como en el sur. Tierra adentro,
las disciplinas de sangre que se suelen hacer en la Santa Cuaresma y en la
Semana Santa las han tomado con muestras de devoción, y las prosiguen
con aplicación, disciplinándose en sangre aun las mismas mujeres en
penitencia de sus pecados.

En las «viejas misiones» alrededor del Colegio, se dedican «a las discipli-


nas secas de los días de Cuaresma, y a las de sangre en sus procesiones»: ¿más
medida, más ponderación y matización en un ambiente más integrado y esta-
ble? Sólo hay un paso del objeto —disciplina para azotarse— al rigor de los
padres jesuitas y es que los indios «acuden con gusto y propia devoción a traba-
jar en las obras de iglesias y casas de padres y milpas de la Iglesia con alegría».
A todo ello responde la divinidad con una lluvia de atenciones:

La santísima Virgen favorece a estos sus devotos y nuevos cristianos por


muchas maneras, dándoles salud en sus enfermedades, enviándoles el buen
temporal y agua cuando se la piden, lo cual hacen con devoción y gran con-
fianza con penitencia, confesiones, oraciones y procesiones.

Pero no se puede vencer con gloria sin algo de resistencia por parte del demo-
nio, sobre todo en tierras todavía con pocos contrafuertes, es decir, en las partes
más al norte, de no ser las misiones de San Ignacio:
178 una vida después del discurso de mi vida

El diablo eleva malos tlatoles57 por medio de embusteros y hechiceros,


como ha sido una invención diabólica de hacer ver fingidamente sacar
coscates58 por obra del diablo de la boca de los hechiceros, convocando
para esto a muchos indios que se ajuntaban en una casa para ver una
maravilla, o por mejor decir un tal embuste y invención diabólica.
Por supuesto, esta y otras veces el mal resulta vencido, y como es habitual,
estos puntos de anua están cosidos con pequeños relatos donde se pone a prueba
la fe de los neófitos, que siempre acaban arrepentidos y fortificados en su creen-
cia, para mayor edificación de sus vecinos y, sobre todo, de los aún gentiles. Son
otros exempla, similares a los que circulan en Occidente desde la Edad Media,
simplemente con otra sazón.
¿Entre la sazón barroca y la de esas tierras bárbaras, cómo se sintió nues-
tro capitán? Es probable que ni se planteara la pregunta, pues iba donde se le
mandaba y seguía sirviendo a su rey en empleos honrosos. Como sabemos y
volveremos a ver, le gustaba cabalgar a la cabeza de sus soldados, hacer gala
de su posición, ser primus inter pares, y esto se lo ofreció también el cargo de
gobernador y capitán del presidio de Sinaloa. Pero aun cuando nos acerque-
mos a ese empleo militar no podemos desligarnos de los jesuitas, ya que son la
columna de la provincia.

IV. — JESUITAS, CAPITANES Y EL PRESIDIO DE SINALOA


COMO PIEZA FRONTERIZA

¿Era Sinaloa, hacia  1635, casi un edén terrenal como lo pintan los puntos
de Carta Anua? Este era un discurso hacia el exterior, para Roma y, en cierta
medida, para Madrid. Pero la Compañía de Jesús tenía otro discurso, menos
propagandístico, más realista y hasta alarmista, destinado al interior, es decir,
en concreto, México. En él se planteaban como cuestión central sus relaciones
con la guarnición de los presidios, en particular, con el de Sinaloa.
Las circunstancias de  1646 permitirán entender estos vínculos, y también
medir las fuerzas en el tablero virreinal. Por un mandamiento del 10 de julio, el
virrey, conde de Salvatierra, ordena al gobernador de Nueva Vizcaya que funde
otro presidio, el de Cerro Gordo, en el corazón árido del Altiplano, al norte
de Durango59. Como todo se entiende a coste nulo, para pagar a los veinticua-
tro soldados se reformará a militares de otros fuertes, en concreto, quince de
Sinaloa. El procurador jesuita de la provincia de Nueva España reacciona con
energía y escribe al virrey:

57
«Vei Tlatole, persona platica y de grandes palabras» (Molina, Vocabulario lengua castellana
y mexicana, fo 155v).
58
«La gente llevaba “coscate”, que son tamalitos endulzados con piloncillo» (Sandoval
Linares, 2004, p. 131).
59
Sobre la localización, véase Gerhard, 1996, pp. 224-226.
el paso por sinaloa (1635-1638) 179

Se seguirán muchos inconvenientes [por reformar los quince de Sina-


loa] por ser dicha provincia muy dilatada y tener de jurisdicción más
de ciento y cincuenta leguas y ser importante el velarla siempre toda
los capitanes cada año llevando consigo la mitad o más del presidio y
dejando la otra mitad en la villa y fuerte de Montesclaros, para seguri-
dad de los treinta y cuatro padres de la Compañía que cuidan de aquellas
almas […]. Y entre año cuando se siente rumor de alguna inquietud en
alguno de los pueblos, envía el capitán seis u ocho soldados de escolta
para que las vidas de los padres estén seguras. […] Y se podrá temer que
viéndolo enflaquecido los indios que de su naturaleza son belicosos, se
cause algún alzamiento general.

El cual costaría muy caro en términos económicos, mas el padre Alonso


Roxas sabe cuáles son los argumentos que darían en la diana. Y, por supuesto,
el virrey consulta a la Audiencia y, al final, se decide, el 26 de octubre de 1646,
que el presidio de Sinaloa «quede en el número de los cuarenta y cinco que ha
tenido siempre sin innovar en cosa alguna»60.
Varias son las enseñanzas: en primer lugar no hay aquí mención «a la paz y
quietud» de las Cartas Anuas, sino de un posible alzamiento, de la naturaleza
belicosa de los indios. Y es poco probable que las circunstancias hayan cam-
biado en diez años para explicar por sí solas esa mudanza de discurso, sino
que se trata de otra finalidad y otro receptor. El texto esclarece un punto esen-
cial del quehacer de esa guarnición militar, que su tarea no es estar encerrada
entre cuatro murallas, sino que resultan esenciales sus misiones de patrullaje
y escolta a lo largo de 150 leguas. Más aún, el caso es ejemplar si queremos
entender dónde está el verdadero poder de decisión o, por lo menos, de con-
vencimiento, cuando se trata de Sinaloa y, lo que es más seguro, de buena
parte de las fronteras del norte, pues los religiosos, aquí los jesuitas y, en otras
partes como Nuevo México, los franciscanos, tienen los argumentos que con-
vencen. ¿Debido a que son hombres de terreno con pleno conocimiento de
este, porque son la clave de la bóveda de la construcción fronteriza, porque
suponen la suprema legitimación con su labor evangelizadora, o porque tienen
acceso directo al monarca? Para concluir este punto, y sin ironizar sobre ello,
recordaremos que unos años antes el entonces efímero virrey don Juan de Pala-
fox y Mendoza intentó, también sin éxito, reformar quince plazas del mismo
presidio de Sinaloa. ¡Las luchas entre los jesuitas y el recio aragonés tuvieron,
entonces, sus repercusiones hasta en el lejano norte61!
Las relaciones entre evangelizadores y soldados son complejas, variables, según
las órdenes religiosas, según los tiempos y los espacios62. En el siglo xvi, los fran-
ciscanos, en México central, sedentario, estabilizado con rapidez, conquistado y

60
«Mandamiento del virrey conde de Salvatierra», visto en el tribunal de cuentas de México el
15 de noviembre de 1646 (AGN, Archivo Histórico de la Hacienda, vol. 472, exp. 79).
61
AGN, Archivo Histórico de la Hacienda, vol. 472, exp. 37.
62
Weber, 2000, pp. 164-170, ha sintetizado el tema aunque se interesa sobre todo por los fran-
ciscanos, predominantes en lo que es hoy el sur de Estados Unidos.
180 una vida después del discurso de mi vida

hasta controlado, se desplazaban solos, a grandes zancadas, sin pedir ayuda de


nadie, y menos de la milicia, pues hubiese entorpecido su trabajo evangelizador.
De forma paulatina, se internaron hacia el norte, encontraron grupos indios más
refractarios y tuvieron sus primeros mártires. En 1585 en Huaynamota fueron
martirizados los franciscanos Francisco Gil y Andrés Ayala, y ya conocemos el
fin, en 1594, de los jesuitas Gonzalo de Tapia y Martín Pérez, en Sinaloa. Eran
tiempos en los cuales se podía abrir una competencia entre las órdenes religiosas
por el mayor número de sacrificios, y algo de eso mueve al padre Andrés Pérez
de Rivas cuando escribe su crónica63, justo alrededor de la década de 1640. Pero
era más cuerdo pedir la protección de los soldados. Después, las circunstancias
actuarían para que la relación entre unos y otros siguiera diversos caminos en
un norte tan cambiante.
Es lo que nos proponemos estudiar a partir de dos series de documentos
que enmarcan nuestra temporalidad central en torno a 1635 y, también, nues-
tro espacio. Así se podrán conocer mejor las diversas propuestas, posiciones
y exigencias además de su evolución durante más de medio siglo. El primer
expediente se refiere al año de 1614 en tierras tepehuanas, un poco al sur de
Sinaloa, pero con unos contextos próximos. Además, es un momento cru-
cial para esa región, ya que estamos apenas a dos años de la gran revuelta
tepehuana de  1616-1619 y su reguero de sangre, en particular, jesuita y
franciscano64. Sea premonición o sólo un buen conocimiento del medio, los
jesuitas, preocupados por la situación, piden al virrey marqués de Guadalcázar
que funde un presidio, lo que el gobernador de Nueva Vizcaya, el veterano
Francisco de Urdiñola, no juzga útil. El provincial jesuita presenta como
argumento central al virrey la carta del misionero Diego de Larios, que había
sido durante tres años y medio superior en la misión de los tepehuanes y que
escribe que tanto religiosos como habitantes de los reales de minas corren
«riesgo de la vida»; es necesario
ponerles presidio de soldados y capitán para la seguridad de la tierra y
reales de minas […], para ser compelidos [los indios] a las obligaciones
precisas de cristianos que tienen después de ser bautizados65.

Es decir que el presidio se concibe como instrumento de contención, pero tam-


bién de conversión, corresponde a los soldados juntar al tropel de los neófitos
rumbo a la iglesia, metafóricamente o no. Pero es también el motor de la integra-
ción, es decir, las murallas, cañones y espadas del fuerte darán un claro mensaje,
porque hasta ahora «como barbaros pareciéndoles que el callar [sus delitos, por
parte de los cristianos] nace de temor que los españoles les tienen, han cobrado
mayores bríos», no obedecen a los alcaldes mayores, no quieren trabajar para
los españoles; «con esto los indios se quedan en sus rancherías y picachos sin

63
Pérez de Rivas, Historia de los triunfos de nuestra santa fe.
64
Giudicelli, 2003.
65
AGN, Archivo Histórico de la Hacienda, vol. 278, exp. 7.
el paso por sinaloa (1635-1638) 181

justicia, ni gobierno, ni a quien respeten, ni teman, y viven como quieren, sin


más ley que lo que su mala y perversa inclinación les dicta». Justicia, gobierno,
respeto y temor, en oposición a aislamiento, maldad y perversión, todo ello
intrincado y turbio, es lo que se pone en juego, a la sombra conjunta de la Igle-
sia de la misión y del presidio. En esa lógica, la figura del capitán tiene trazos
nítidos, pues debe de ser
justicia que los gobierne e impida que no cometan otros [delitos] de
nuevo y acudan a sus poblaciones donde hagan sus casas junto a la igle-
sia y vivan como hombres y así cumplir con la obligación de cristianos, a
los cuales les podrán compeler los padres por medio del capitán.

Es esta una distribución de los roles que puede prestarse a muchas ambigüeda-
des, pero que los indios habían enseguida aclarado en Sinaloa. Nos podemos referir
otra vez a la frase de Nacaveva, instigador de la muerte de Gonzalo de Tapia, el cual
decía en 1594 al capitán que lo mandaba azotar «capitán, estos azotes que me has
mandado dar no los mandaste tú, sino el papel que te trajeron» de parte del jesuita.
Por lo tanto esa instrumentalización del presidio no es, por eso mismo,
apetecible para todos, y, aunque resulte paradójico, es el militar quien retoma,
frente a los religiosos, el viejo argumento lascasiano contra los «misioneros
armados». El misionero Larios recupera el contraargumento que se le ha pre-
sentado: «El inconveniente que el gobernador opone de que, viendo los indios
gente de guerra en la tierra, se alborotaran», y lo aparta, «porque los soldados
no han de entrar matando ni peloteando los indios, porque para esto son pocos
seis, sino de paz». Es una refutación que se puede discutir.
Ya notamos que a la empresa avasalladora y legitimadora de la Compañía ni
el virrey podía oponerse, y menos un capitán de presidio, rehén del papel que
los jesuitas le habían otorgado en la distribución de los roles. Además, dichos
militares estaban de paso por unos años, la Compañía de Jesús permanecía,
incólume, en medio de sus progresos, de sus miles de neófitos, de sus tierras
y ganados, de la pacificación real que extendía como una mancha de aceite, a
costa, es cierto, de la sangre de sus mártires pasados. Es significativo que el pri-
mer capitán del presidio de Sinaloa que se atrevió a levantar la cabeza, a la vez
antecesor y sucesor de Contreras —lo segundo no es del todo seguro—, en un
momento precisamente ya de oscilación, la década de 1640, fue don Pedro Perea.
Este se disgustó con los jesuitas y quiso introducir a los franciscanos en la región
para disponer de un apoyo. Resultó un fracaso, pero la semilla ahí estaba66.
En la segunda mitad del siglo, la riqueza y poderío de la Compañía se
hicieron cada vez más llamativos e insoportables para muchos, en particu-
lar, para los hacendados y mineros regionales, cada vez más numerosos y
que competían con ella por la mano de obra indígena, por las tierras y sus
producciones. Las críticas empezaron a hacerse oír, hasta el punto de que
la Compañía tuvo que reaccionar de diversas maneras, en especial por la

66
Navarro García, 1992, pp. 221-223.
182 una vida después del discurso de mi vida

escritura67. Esto pudo influir sobre el sentir del capitán del presidio, preocupado
al mismo tiempo por la continua expansión territorial de la obra de los hombres
de negro, cuando su dotación en soldados era la misma que a principios de siglo.
En un momento de tensión extremo —la década de 1680 y la ola de revueltas que
se propagó desde Nuevo México— la cuerda estuvo a punto de romperse.
Es la ocasión de retomar la problemática de las relaciones misión-presidio,
pero con puntos de vista distintos a los de 1614, analizando el intercambio de
correspondencia en 1684 entre el padre Juan Antonio Estrella, misionero en «la
frontera de Santa María Vaseraca»68, Sonora, y el cabo y caudillo —es decir, el
oficial segundo— del presidio de Sinaloa, el capitán Juan Antonio de Anguiz,
en ausencia de su jefe el almirante don Isidro de Atondo y Antillón. El jesuita
presenta un requerimiento al militar para atender el grave aprieto en el que se
encuentra toda la provincia de Sonora:
Es más que cierta [la] ruina de esta provincia, puesto que se ha apode-
rado el enemigo de un valle [de Casas Grandes] tan pingue de sembríos
de maíz y trigo y gruesas cantidades de ganados mayores, pues llega
todo a más de veinte mil reses, le es muy fácil agregar naciones gentiles
que tiene inmediatas a él, y con ellas y la fuerza que así tiene destruir esta
frontera abierta por todas partes.[…] Todo lo cual me mueve a requerir a
Vuestra Merced […] acuda con sus armas al remedio y socorro de tanta
ruina, puesto que si el presidio esta para resguardo de esta provincia, allí
la resguarda estorbando a el enemigo el paso69.

Es decir que, de acuerdo con las exigencias del dinamismo jesuita desde
principios de siglo, el padre Estrella propone un presidio sin murallas, móvil,
que responda a las exigencias de unas fronteras peligrosamente porosas, o
mejor dicho, sin línea fronteriza.
El caudillo, en su respuesta, propone una visión opuesta, estrictamente defen-
siva y delimitada en cuanto al territorio que dice tener un mandamiento del
virrey de 1671,
que mando a los capitanes del presidio de Sinaloa cumplan con la
Real Cédula de Su Majestad en orden a no hacer guerras ofensivas
ni entradas y fuerza de armas, sino es que se atraigan los indios en
benevolencia y suavidad.

Además, sólo se encuentra con 27 soldados en guarnición, mientras los otros


están con el almirante en California, el Ofir regional, sueño de capitanes del
presidio. Al final, hay que ser precavido,

67
Entre los adversarios de la obra jesuita, véanse los escritos de fray Juan Caballero Carranco,
franciscano, en Cabranes, Calvo, 2014. Para una defensa de los mismos, está la obra de Faria,
Apologético defensorio y puntual manifiesto. Sobre la obra, véase, además, Navarro García,
1992, pp. 153-156.
68
Debe de ser Baserac o Bacerac, cerca de la frontera de Sonora con el actual estado de Chihuahua.
69
AGN, Misiones, vol. 26, exp. 63.
el paso por sinaloa (1635-1638) 183

atendiendo a lo que puede suceder no solo en estas fronteras [de Sonora],


sino en el distrito de 200 leguas que hay desde esta provincia a mi pre-
sidio [de Sinaloa], respecto de haberse tenido noticia de el Parral ser la
convocación de los indios gentiles. De más de que de aquí70 a la parte
adonde cita dicho requerimiento hay 50 leguas, las 46 que no toca a este
presidio, y de la administración de los reverendos padres de San Fran-
cisco71. Compete su defensa y su jurisdicción del Señor Gobernador de
la Nueva Vizcaya a quien le tiene pedido socorro según consta de una
carta que tengo del capitán Francisco Ramírez de Salazar, actual alcalde
mayor de Casas Grandes72.

Y le devuelve el argumento al padre Estrella. Por eso mismo que es «frontera


abierta a todas partes», el enemigo podrá aprovechar su ausencia de la pro-
vincia para «hacer daño considerable en alguna de estas fronteras». Y acaba
diciendo que el virrey les tiene prohibido salir de su jurisdicción si los indios
no han entrado en ella.
Desde 1614, las relaciones se han agriado entre jesuitas y capitanes. El forma-
lismo, la mala voluntad, es posible que algo de resentimiento, son manifiestos
en la carta del caudillo. Pero, también, ha cambiado la realidad de unas fron-
teras ahora dilatadas, sin que la infraestructura militar haya acompañado a lo
largo del tiempo la misional. Ya lo escribía, en 1636, de forma metafórica, el
virrey saliente, el marqués de Cerralbo:
Tengo el dictamen poco inclinado a nuevas conquistas para la monar-
quía de Vuestra Majestad, en que hallo más corta la capa que el cuerpo que
se ha de cubrir con ella73.

Todo esto hace que la alianza entre militares y religiosos, en defensa de ambas
majestades, atraviese entonces momentos difíciles, y que sea necesaria una rede-
finición del rol de los presidios, aunque esta todavía tenga que esperar hasta la
segunda mitad del siglo xviii, en relación con las reformas borbónicas.
Sin embargo, no juzguemos con demasiado rigor este intercambio epis-
tolar, pues cuando escribe a Estrella, el 6 de noviembre de 1684, el capitán
Anguiz está en San Miguel de Bavispe, es decir, casi en el límite nordeste de
su jurisdicción, atento a lo que pueda ocurrir74. En el real –o campamento–
se encuentra casi a la latitud de Casas Grandes, a menor distancia de lo que
pretende, unos 100 kilómetros, y no 50 leguas, que sería dos veces más. Sobre
todo, la situación demográfica y militar de Sonora ya no es lo que fue a prin-
cipios del siglo xvii, la población no-indígena ya es significativa. Y bien o mal
armada, bien o poco disciplinada, la milicia de vecinos logrará desbaratar

70
Ya se encuentra en Sonora.
71
La provincia franciscana de San Francisco de Zacatecas.
72
AGN, Misiones, vol. 26, exp. 63.
73
Instrucciones y memorias, t. I, p. 384.
74
Inclusive está a unos 15 kilómetros al norte inmediato de Baserac desde donde le escribe el
jesuita Estrella; en realidad, el capitán Anguiz no desampara la zona.
184 una vida después del discurso de mi vida

la sublevación de los janos, sumas, conchos y demás naciones en la frontera


entre Sonora y el resto de Nueva Vizcaya. Tenemos una descripción bas-
tante pintoresca de la movilización miliciana por parte del alcalde mayor de
Sonora, don Francisco Cuervo de Valdés:
Se despachen autos que se pregonen en todas las partes de esta provincia
para que todos los delincuentes que no tuvieren delitos de los prohibidos
que se presentasen ante mí para servir en esta guerra el tiempo que se les
señalare queden indultados, y así mismo los mulatos, negros, mestizos y
otro género de gentes a quien está prohibido traer armas, que sirviendo
una campaña puedan usar de ellas perpetuamente75.

Pero no olvidaremos al capitán Alonso de Contreras, recién desembarcado en


julio de 1635 en Veracruz, quien sube, lo más seguro con la comitiva del nuevo
virrey marqués de Cadereyta, hasta México, todavía con las manos vacías. A
finales de 1635, principios de 1636, ya está en Sinaloa, animoso, como siempre.

V. — LAS REVOLUCIONES EN EL PRESIDIO (1635):


¿CÓMO CAYÓ CONTRERAS EN EL CALDERO?

Durante el siglo  xix, el coleccionista Luis Ruiz de la Vega reunió una


gran cantidad de manuscritos y de libros, en parte dedicados a la América
hispana. Antes de terminar el siglo, este conjunto, bastante dispar, pasó al
Archivo Histórico Nacional (AHN)76. Entre ellos, algunos corresponden a lo
que alguna vez fue el archivo del virrey marqués de Cadereyta, y con más
precisión a cierta correspondencia que recibió de Sinaloa, o sobre Sinaloa,
entre  1635 y  1637, es decir cuando Alonso de Contreras estaba a punto de
llegar a la provincia, o ya estaba en ella. Tienen, por tanto, un gran valor para
entender mejor el paso del capitán por esas tierras, al mismo tiempo que nos
dan una visión concreta de lo que podía ser la cotidianidad en una pequeña
comunidad como la villa de San Felipe y Santiago, mezclada, abierta a todos
los ruidos de frontera —turbulencias y truculencias, sueños, desvelos y traba-
jos—, con su centenar de familias, sus mezclas, el peso del Colegio jesuita, sus
sacerdotes, y dominando, la estatua del comendador —en el caso de Contre-
ras, literalmente77—, el capitán del presidio.
De pronto nos interesan tres cartas que recibió el virrey Cadereyta entre sep-
tiembre y diciembre de 1635. La primera, del día de la Natividad de la Virgen
—sin duda aprovecharon esta festividad tan hispana para reunirse— procede de

75
Navarro García, 1992, p. 250. Da un relato pormenorizado de los hechos (ibid., pp. 243-252).
76
Véase el oficio de González de Vera, director entonces del AHN, sobre la tasación de dicha
colección (AHN, Toreno, C. 69, D. 67).
77
No olvidemos que fue nombrado caballero de la Orden de Malta, «gozando todas las
encomiendas, dignidades, que hay en la Religión, y gozan todos los caballeros de justicia»
(Contreras, Discurso de mi vida, p. 227).
el paso por sinaloa (1635-1638) 185

un grupo de habitantes de la villa78. En ella, se le cuelga una ristra de denuncias,


por «sus malas obras y molestias», al capitán don Francisco de Bustamante,
«que gobierna esta provincia» y es «el mayor tirano de el mundo». El ácido de
la misiva es un magnífico revelador de las relaciones administrado-adminis-
trador en ese ambiente, algo que nos puede acercar a la acuidad de la visión,
en este caso satírica, de William Hogarth, sobre su propia sociedad, pero por
supuesto con otro sabor, aquí hispano y tropical a la vez.
En total, son siete u ocho escenas las que se nos ofrecen. En la primera, al
haber afrentado de palabra el alcalde mayor de San Felipe y Santiago a los veci-
nos de la villa, el capitán Bustamante
le fue a la mano y sin exceptuar persona ni a soldado ni a vecino, gene-
ralmente dijo que éramos gente tan ruin los moradores y vecinos de ella
que si a todos y a cada uno nos pidiera las mujeres para fornicarles se las
trujáramos a su casa, y que él solo era bastante para dar con un cuerno
a muchos. Sintiendo que algunos se habían de mostrar agraviados por
dicho, dando a entender que si prosiguiesen, lo haría.

La enormidad del dicho resalta por sí misma, ya que es la pieza que abre el
desfile. Por lo demás, es una perla que deberemos examinar en todas sus face-
tas: políticas, sociales y culturales. Eso de «gente ruin y de pocas obligaciones»,
el capitán lo repite a cada ocasión de enojo, por lo cual se sienten gravemente
ofendidos. A ello, los firmantes presentan un antídoto, como veremos, en el que
recalca su origen español y su valor militar en ese lejano mundo.
A diferencia de sus soldados, el capitán no parece estar ejercitado en las tareas
militares que exige la región, pues en la fiesta de Todos los Santos de 1634, en plena
plaza pública, lo echó abajo un caballo, «el más doméstico y leal». Al día siguiente,
habiendo salido toda la compañía armada a la plaza a una sayça como
muchas veces se solía hacer en esta provincia, no pudo ocupar su lugar,
dándoselo a un vecino de esta villa para que guiase la cuadrilla de
caballos de su cargo y siguiéndole él, cosa que por inepto capitán que
haya habido en estas partes no se ha visto. Y si por ser nuevo en la tierra
tenía reserva, fuera mejor no haberse puesto en la ocasión, tratando de
enseñarse antes de ponerse en ella, más desde aquel día hasta hoy que ha
más de diez meses no se ha armado ni puesto con nosotros juntos ni solo
de ejercitarse en caballo ligero ni de armas.

¡Fue un mal comienzo para un soldado que estuvo bajo las armas «más de
veinte y cinco años que a esta parte tengo hechos a Su Majestad en los estados de
Flandes y otras partes», como dirá Bustamante! Notemos la noción que los hom-
bres de Sinaloa tienen del mando militar tradicional, helenística si esta palabra
tuviera algún sentido en ese universo de fronteras, ya que se debe dar ejemplo y
ser el primero. Para ello, Alonso de Contreras sí sería el hombre indicado.

78
AHN, Diversos-Colecciones, 31, N. 6. Las citas que siguen proceden de este documento.
186 una vida después del discurso de mi vida

En tercer lugar, señalan al capitán por su gran trato y complicidad con el


pagador de los presidios. Nuestro héroe comete toda una serie de excesos, des-
manes y arbitrariedades con las pagas de los soldados. A uno de ellos, lo borró
de la lista por «desvergonzado» cuando le reclamaba la paga que se le debía de
dos años, y sólo le dio la de uno. Al alférez Río de Losa, que es probable que fuera
pariente de quien fue gobernador de Nueva Vizcaya y, por tanto, un personaje
con conexiones regionales, le puso quince días con grillos, porque «respondió
algunos puntos en contra». Los jesuitas tuvieron que ponerse de por medio.
Salvo para denigrar a los habitantes, la armonía entre el capitán y el alcalde
mayor fue poco duradera. A Sebastián de Urbina,
justicia mayor de esta villa y su jurisdicción, teniendo la vara de su
Majestad, lo afrentó de palabras sin ocasión ninguna, porque no dio
un tapisque en un repartimiento a una casa de su correspondencia […].
Entre otras palabras afrentosas: que se ensuciaba en cuarenta justicias.

Dicha situación y esas expresiones eran bastante corrientes en la época, hasta


en el universo clerical. Bustamante era, además, reincidente en esas cosas, pues
al capitán Andrés de Cárdenas, sucesor de Urbina le amenazó «diciéndole le
daría doscientos azotes que como a esos alcaldes mayores y justicias había azo-
tado él de esta manera».
«El mayor y más grave escándalo ha sido descasar un hombre de con su mujer».
Se escribe que el capitán Juan de Encinas fue nombrado por el gobernador de
Nueva Vizcaya alcalde mayor del pueblo de Santiago de los Caballeros79, a más
de treinta leguas. «En su ausencia [Bustamante] solicitó su mujer, tan pública y
escandalosamente como si lo hiciera de una mujer pública». El esposo al enterarse,
viene a la villa cuando no se encuentra el capitán, «reprehende su mujer», y regresa
a su alcaldía. Aquí hay algo extraño, ya que si se entiende el miedo al capitán del
presidio, ¿por qué Encinas no se llevó a su mujer? Es posible que los acusadores aquí
se excedan, como cuando escriben que don Francisco ordenó a la mujer pedir
el divorcio delante de él, y no de la autoridad eclesiástica. Al final, cuando
regresó el marido, Bustamante lo trató de borracho, le dio «de mojicones en la
cara, y con una pistola lo descalabró y lo metió en la cárcel y echó unos grillos».
La última recriminación, también muy ilustrativa de los valores de ese
mundo, es que los soldados se quejan de don Francisco de Bustamante como
«de un hombre que en la plaza pública, debajo de la [en]ramada, se está pasando
de noche y de día en calzón blanco y camisa»; que sale a escondidas sin pre-
caución y sólo «en ese hábito donde cualquiera agraviado pudiera ejecutar su
intento, y vengar su pasión, si no tuviera respecto en su persona del Rey Nuestro
Señor que aquí lo tiene puesto». La suprema referencia, la que siempre se lleva la
adhesión, es la del soberano, aun en este extremo del Imperio que es Sinaloa.
Como tal no se puede perder la compostura, y sobre todo el porte, incluso en
las noches sofocantes de los trópicos.

79
Hoy es un rancho a 60 kilómetros al nordeste de Culiacán, en la sierra, fuera de la jurisdic-
ción, por tanto, de la Sinaloa de entonces.
el paso por sinaloa (1635-1638) 187

¿Y quién firma? Son 14 soldados, uno de ellos «a ruego», 7 vecinos y 2 de los
cuales no conocemos la calidad; tal vez eran la tercera o cuarta parte de los varo-
nes españoles de la villa entonces. Vale notar que las firmas más hábiles están en
primera línea, las más torpes y esforzadas son las últimas. La toma de decisión
y de escritura, y también de prestigio, van paralelas en este caso, pasan también
por la habilidad en el manejo de la pluma. Y eso por ser precisamente un universo
tan rústico, donde las habilidades intelectuales son menos concurridas, se valo-
ran más. Hay que subrayar que el primero en firmar es quien redactó la carta, con
una muy buena y regular caligrafía, el soldado Marcos de Moya: ¿Quién nos ha
dicho que entonces la milicia no estaba peleada con la escritura?
A lo comentado sobre esa serie de escenas sólo queremos añadir dos puntos más,
ligados entre sí y que abarcan el conjunto de la Monarquía Hispánica, y hasta del
mundo clásico de los siglos xvi y xvii, cuando el «proceso de civilización» está
apenas cristalizando. En dos ocasiones centrales, el honor de la mujer, y por tanto
del linaje y la pureza de su sangre, está implicado, pues, al menos desde Suetonio y
los excesos de los césares, la pesadilla de los dominados y la expresión del poder de
los dominantes pasa por la sumisión de las mujeres de los unos por los otros.
Alrededor de esto giran insultos y símbolos como el cuerno. Estamos, recor-
demos el calzón blanco de Bustamante, en una sociedad de la apariencia, donde
el honor también está en un proceso de reificación. Se le debe debilitar hasta
desnudarlo, para aniquilarlo, y lo más definitivo para ello es usar el escalpelo del
insulto, a ser posible sexual o escatológico, es decir, lo que contamina o ensucia,
en las dos funciones vitales. Frente a una comunidad que desde un principio lo
recibió con mofa —volvamos sobre el día de Todos los Santos—, el gobernante,
sin otra práctica de diálogo que de arriba-abajo, en ese universo jerarquizado,
no tiene más opción que recurrir al insulto, para imponerse. En primer lugar,
colectivo, con el que amenaza a todos los hombres a través de sus mujeres, y
después individual, al tratarse de autoridades que le pueden hacer sombra, como
los dos alcaldes mayores de la villa y, en menor grado, el de Santiago de los Caba-
lleros. En este último caso, se va más lejos, pasa de palabras a actos80.
¿Y cómo pueden reaccionar los dominados? Reafirmando los valores que
precisamente se trata de destruir en ellos, siendo como son prisioneros del
mismo discurso. ¿Se les acusa de ser «gente ruin y de pocas obligaciones»?
Entonces, se autodefinen:
Pues en esta provincia, por ser una pequeña poblaçon de españoles [ha]
habido en ella veinte y ocho y treinta vecinos hombres honrados e hijos de
Castilla y sus reinos y los veinte y seis o veinte y ocho en un mismo tiempo
soldados de este presidio81, sin otros muchos ansi mismo españoles hijos
de la tierra honrados con quienes los capitanes que han gobernado esta
provincia han entrado a las partes más remotas, donde hoy se reconoce

Sobre esto, Bertrand, 2015, pp. 112-113; Pérez Hernández, 2008.


80

Estaríamos, por tanto, en presencia de unos 50 a 60 vecinos y soldados «gachupines», ¿tal vez
81

podríamos ir hasta 100 con los «de la tierra» que siguen, y son muchos?
188 una vida después del discurso de mi vida

la fe de Dios y han dado de tantas y tan diversas naciones la obediencia


al rey Nuestro Señor, y mostrado el valor de sus personas en las entradas
y ocasiones de guerra.

Se ha tratado de quitarles su virilidad, su estirpe y sus virtudes, y contestan


con el mismo tono. Son hombres «honrados» por nacimiento, españoles de un
lado y de otro del mar del Norte. Demuestran su hombría en toda ocasión, al
participar en la conquista de tierras ignoradas. Son fieles servidores y leales
súbditos de ambas majestades.
No sabemos si el capitán Bustamante tuvo conocimiento de esta carta cuando
escribe la suya al virrey82. Es probable que no, pero sabe que se está actuando contra
él, y entiende que el dardo procede de su antecesor. Liga la enemistad a dos causas,
que debían de ser bastante comunes en esos cargos de capitán de presidio; hay
en la provincia 46 soldados, que «los hallé sin forma de milicia, y que el capitán
don Pedro de Perea mi antecesor se estaba sirviendo de muchos de ellos […].
Y procuré que supiesen que habían de servir a Su Majestad con la puntualidad
que quieren ser pagados». Además,
por haber ejecutado un mandamiento de el marqués de Serralbo mi
Señor83 para que se cobrase de el capitán don Pedro mucha cantidad
de pesos que debe a Su Majestad procedidos de las municiones que
se le han enviado de esa real caja [de México] y de la de Guadiana,
y de la que halló en este presidio por fin y muerte del capitán Diego
Martínez de Urdayde 84 a quien sucedió.

Cerralbo supo protegerlo. Otra acusación de Perea contra Bustamante gira


alrededor del imán que constituye California, que dio
un informe siniestro de que yo había prendido a Francisco de Hortega
dueño de una fragata que estaba surta en esta provincia y despachándola
con un confidente mío a las islas Californias a rescatar perlas.

El virrey «mandó poner perpetuo silencio». Perea, entonces, actuó a otro


nivel, y jugó sobre lo enmarañado de las jurisdicciones. Entonces, se fue a
ver al gobernador de Nueva Vizcaya, «de quien yo tenía título de teniente de
gobernador de la Vizcaya como es costumbre que lo sean los capitanes de este
presidio», y este, según varios testimonios,
me suspendió de el tenientazgo y me envió órdenes muy apretadas a pedi-
mento de el dicho don Pedro de Perea, que dice que salga de esta villa y
deje en ella diez soldados, los que don Pedro ha nombrado, y envíe otros
cuatro a hacer cien mil adobes y cortar mucha máquina de madera.

82
AHN, Diversos-Colecciones, 36, N. 31. No tiene fecha. Las citas siguientes proceden de la carta.
83
El marqués de Cerralbo fue un largo tiempo virrey de Nueva España, de 1624 a 1635; de
hecho, cuando escribe Bustamante su protector acaba de salir del cargo.
84
Diego Martínez de Hurdaide fue el primer verdadero capitán del presidio de Sinaloa, quien
dejó la marca más profunda, véase Valdez Aguilar, 2011.
el paso por sinaloa (1635-1638) 189

No olvidemos que esto ocurre en los últimos meses de 1635, con el cambio de
virreyes, de clientelas y protecciones, por tanto,
este caso ha causado, Excelentísimo Señor, gran escándalo en esta villa,
pues se atrevieron dos criados de don Pedro, que eran soldados a decirme
ya yo no era nada85, caso que me obligó mucho a volver por mí, si bien
me reporte mucho por ver algunos vecinos muy descompuestos, y obviar
mucho escándalo de que el gobernador ha dado tan gran motivo.

¿A cuántas guerras picrocholines86 —de baja intensidad y fuertes ánimos,


según la pluma de François Rabelais— no habrán dado lugar esos cambios
en la cabeza del poder? Ya se empieza a repartir el pastel, pues el gobernador
nombró a Sebastián de Urbina alguacil mayor de la villa y al soldado Marcos
de Moya escribano público. Por lo menos, en este último caso, se utilizaban de
forma correcta las competencias. De pronto, nos queda un interrogante que
pediremos a nuestro capitán Contreras que nos resuelva: ¿Qué pasó con esos
adobes y esa madera?
La carta del gobernador Luis de Monsalve al virrey Cadereyta, del 12  de
diciembre de 1635, presenta dos vertientes esperadas87. Por un lado, ensalza al
capitán don Pedro de Perea, el cual estuvo nueve años en los cargos de capitán
del presidio por parte del virrey y de teniente de gobernador y capitán general
de Sinaloa, por nombramiento de los gobernadores de Nueva Vizcaya: «Todos
mis antecesores le fueron continuando el dicho oficio de su teniente, como lo
hice yo». Nunca tuvo quejas de vecinos, soldados o misioneros.
En segundo lugar, en cuanto al capitán Bustamante, hace diez meses, «no sé
por qué motivo», el marqués de Cerralbo lo nombró capitán del presidio. Mon-
salve intentó oponerse «bastantemente por que le conozco más de treinta años».
El gran teatro imperial es, en realidad, un pequeño mundo donde los destinos se
cruzan, aquí probablemente pasando por Flandes. Añade:
hace portado tan mal el dicho don Francisco y cometido delitos tan
atroces como sabrá Vuestra Excelencia por relaciones de muchos vecinos
que le dan cuenta dellos que me ha obligado a quitarle el oficio de teniente
y mandarle salga de la villa y vaya asistir en el fuerte de Montesclaros88.

Notemos aquí la sutileza del entramado, pues como la provincia y, en particu-


lar, su villa dependen de Nueva Vizcaya, Monsalve puede, por tanto, echar de ella
al capitán de presidio y quitarle el cargo político de teniente; este, como soldado
al que nombró la autoridad militar superior, es decir, el virrey, debe replegarse
sobre un espacio de estricta milicia, el fuerte de Montesclaros, que como veremos
está a más de cien kilómetros al norte.

85
Las cursivas son mías.
86
En Gargantúa, Rabelais se burla de las conductas guerreras a través del rey Picrocole.
87
AHN, Diversos-Colecciones, 31, N. 19.
88
Ibid.
190 una vida después del discurso de mi vida

Por supuesto, como dice de forma más o menos consciente el gobernador


Monsalve, hay ríos de cartas, orientadas, manipuladas, que circulan hacia los
nudos de poder, y que hay que utilizar con pinzas si queremos sacar alguna «ver-
dad histórica». ¿Cómo saber si Bustamante se portó «tan mal»? Pero eso poco
nos detiene aquí. Por un lado, nos interesa el palimpsesto, lo que se esconde bajo
la escritura, y la carta de los soldados y vecinos permite recrear el tiempo vivido
en Sinaloa de entonces, en sus dimensiones políticas, ideológicas, culturales. El
tiempo de los tres documentos, momento de transición entre dos administracio-
nes virreinales queda también aclarado; revela su peso hasta el último rincón del
virreinato, sobre todo en ese contexto de trama administrativa muy tupida.
Debido a las circunstancias, habíamos pedido a los documentos que nos
aclararan cómo Contreras llegó hasta Sinaloa, a cerca de dos meses de dis-
tancia de la capital virreinal. Dejamos al capitán sin empleo en México hacia
agosto-septiembre de 1635, mientras recorría los pasillos de palacio y agotaba
al nuevo virrey con sus demandas, ya que así lo imaginamos, al frecuentarlo
desde sus tiempos en la corte de Madrid. Mientras, entre septiembre y diciem-
bre en Nueva Vizcaya las cuerdas terminan de romperse. La situación del
capitán del presidio, que depende del virrey nombrado por su predecesor, ya no
es viable, atrincherado entre las paredes de su fuerte de Montesclaros. Es cierto
que el gobernador Luis de Monsalve tiene cierta posición desafiante, trata de
poner a prueba al nuevo gobernante, el marqués de Cadereyta. Este, sin duda,
no se siente aún lo bastante seguro en el nuevo escenario virreinal como para
empezar un enfrentamiento. Lo mejor es sacrificar a alguien que no signifique
nada —así decían los vecinos de la villa—, como Bustamante. Queda el lugar
libre para uno de sus propios clientes, entre los más ruidosos, y que tiene ade-
más carta de recomendación del rey: ¡ojalá ya no oiga el virrey a Contreras
desde las lejanas fronteras de Sinaloa a donde lo manda89!

VI. — ALONSO DE CONTRERAS EN SUS OBRAS:


SER CAPITÁN DE PRESIDIO (1636-1638)

Con la expresión «Las fronteras de Sinaloa», se refiere tanto a circunstan-


cias diversas como a espacios distintos y más o menos definidos, es decir, que
lo que conoció Contreras en nada se puede acercar a la línea fronteriza: «Las
fronteras representan tanto un lugar cuanto un proceso»90. Son zonas donde
conviven, de forma pacífica o no, grupos humanos, en estos casos, diferentes
en esencia, asimétricos91. La existencia de estos gradientes explica la presencia
de tensiones y realidades encontradas, crea complementariedades asociativas o
posiciones de conflicto, en todos los campos, del político al religioso, pasando

89
Esto es una libertad histórica que tomo.
90
Weber, 2000, p. 27.
91
Calvo, 2000.
el paso por sinaloa (1635-1638) 191

por el económico y el cultural. Al cabo, y para ser sintético, tienen efectos


integradores, después asimiladores para los dos bandos. Se puede llegar, con
el tiempo, y para grupos cada vez más amplios, a una verdadera aculturación.
Esto, cuando llega Contreras comenzaba a esbozarse para Sinaloa, al menos
para la parte sur, la de las misiones del Colegio de la villa de San Felipe y San-
tiago, por más que se pueda discutir el discurso de los jesuitas. Más allá del río
Fuerte, todavía la pacificación, es decir, el primer paso, no se ha logrado del
todo. En 1635, el capitán Bustamante recuerda que, en los años anteriores, en
Chínipas92, mataron a dos jesuitas y apuñalaron a otro en Sahuaripa93. De esta
manera, las fronteras se movían, se extendían, se matizaban y homogeneizaban.
No avanzaban a la fuerza. Las revueltas, como la de los tepehuanos entre 1616
y 1619, la de los indios de Sonora y Chihuahua en los años 1680 y, sobre todo,
la de los indios pueblos94, en esos mismos años, son fenómenos de involución
momentáneos, que reactivan procesos en apariencia superados. Y el avance
hacia el norte, que es real, deja tras de sí zonas de fronteras activas en cierta
medida, hasta el siglo xviii, como Nayarit, hasta cierto punto la Sierra Gorda.
En este contexto, y coincidente con la llegada de Contreras a Sinaloa, se debe
mencionar un hecho sintomático, que el 14 de octubre de 1636, debido a un
mandamiento del marqués de Cadereyta, «se moderaron los cuatrocientos y
cincuenta pesos que los soldados del dicho presidio tenían de sueldo en cada
un año, mitad en plata y mitad en ropa»95 y pasaron a ser 315 en plata. Era una
medida que no se aplicó en otros lugares96. No hay una explicación clara para
esa drástica disminución que la económica y un cambio de estrategia exigido
por la Corona97, pero se puede suponer que la relativa serenidad en ese frente,
pasando a la situación no escrita de «vieja frontera», fuera un elemento de la
decisión virreinal. Tal medida debió provocar revuelo entre los 45 soldados de
la guarnición, y el capitán Contreras, apenas instalado en su cargo, estuvo entre
la espada y la pared: ¿Debía defender a sus soldados contra el mandato de su
patrón? Empezaban los sinsabores.
En realidad, ¿qué encubría ese cargo de capitán del presidio de Sinaloa? Fue
evolucionando como lo demás en ese universo. En 1597, cuando todo se mueve
aún, se es «capitán y alcalde mayor de la villa de Sant Phelipe y Santiago y
provincia de Cinaloa». Sólo hay un asentamiento de españoles, con un puñado

92
Sudoeste del actual estado de Chihuahua.
93
En la sierra al oriente del estado de Sonora (AHN, Diversos-Colecciones, 36, N. 31).
94
Véase González de la Vara, 1992.
95
AGN, Archivo Histórico de la Hacienda, vol. 472, exp. 37. Esto a pesar de estar prohibido
desde 1613 por varias reales cédulas que retoma la Recopilación de Indias de 1680, leyes I y III,
título XII, libro III. Es cierto que lo contradice en cierta medida la ley X, que menciona «situados
en ropa» para soldados.
96
Todavía, en  1670, los soldados de los presidios de San Sebastián y Cerro Gordo reciben
350 pesos, los de Santa Catalina y San Hipólito 450 pesos (AGI, Guadalajara, 230, L. 3, fos 348v-349r).
97
Volveremos sobre esto en el capítulo siguiente, en la perspectiva de la llegada del marino
marqués de Cadereyta como virrey.
192 una vida después del discurso de mi vida

de ellos, y no hay más que un oficial que cumple con las dos funciones; el
único presidio es el de la villa, con doce soldados98. Como veremos, en los años
siguientes se funda un segundo presidio, tal vez el principal, llamado de Mon-
tesclaros y, al mismo tiempo, la población no-indígena se acrecienta, lo que
trae una separación de las funciones y más complejidad. No tenemos el título
completo de Contreras, pero sí el de uno de sus sucesores cercanos. En 1646, se
menciona a Juan de Peralta y Mendoza como
gobernador y capitán de los presidios de San Phelipe y Santiago y fuerte
de Montesclaros, teniente de capitán general de la provincia de Sinaloa
y costas del mar del sur99.
Es este un collage racional de etiquetas, cada una con su especificidad, polí-
tica y hasta geográfica, que indica la supremacía del poder del capitán sobre
toda la provincia, como gobernador, su rol militar entre dos castillos y, a
través del título de teniente de capitán general, por fin la atención que se le
pide, al paso del galeón de Manila, sobre los eventuales piratas en la costa
del Pacífico. Puede haber variaciones, porque, en 1666, se presta cuidado al
entramado fronterizo y bélico, ya que se es «gobernador y capitán de gente
de guerra de Montesclaros, San Phelipe y Santiago y fronteras de la provincia
de Sinaloa». Notemos que, en todos los casos, se evacúa el punto delicado, que
ya hemos notado, la doble subordinación al gobernador de Nueva Vizcaya
y al virrey de Nueva España, la cual, además, puede fluctuar, pues sabemos
que, en 1635, con un nuevo virrey entrante, el gobernador se atreve a desti-
tuir al capitán Bustamante de su tenientazgo. En 1680, para terminar con las
competencias entre jurisdicciones, el rey pone todos los presidios de Nueva
Vizcaya bajo la única autoridad del gobernador100. ¿Qué pasa en tiempos de
Cadereyta y Contreras?
Por desgracia, la información sobre Contreras en su paso por Sinaloa es
reducida y no disponemos, en particular, de su nombramiento. Pensamos
que se pueden utilizar algunos referentes cercanos a uno de sus sucesores,
el capitán Diego de Berganza Preciado. Son tres documentos del 31  de
diciembre de  1642: en primer lugar, su provisión como «gobernador
y capitán de gente de guerra de Montesclaros, San Phelipe y Santiago y
fronteras de la provincia de Sinaloa»; en segundo lugar, otra como «teniente
de capitán general de la provincia de Sinaloa y costas del mar del sur della»;
y, por último, porque ayuda a mejor definir el cargo, el mandamiento para
que haga el juicio de residencia de su predecesor don Luis Zestín de Cañas,
un conocido. Es significativo que las tres piezas procedan de las oficinas
virreinales, es decir, que, en ese momento, el virrey conde de Salvatierra ha
apartado al gobernador de Nueva Vizcaya.

98
AGN, Jesuitas, vol. 1-14, exp. 112.
99
AGN, Archivo Histórico de la Hacienda, vol. 472, exp. 37.
100
Real Cédula de 22 de febrero de 1680, AGN, Reales Cédulas [duplicadas], vol. 18, exp. 4.
el paso por sinaloa (1635-1638) 193

En la primera provisión, aparte de dictar obediencia «a los oficiales y soldados


y demás gente de guerra», es decir, también a los milicianos que forman una
parte importante de la vecindad, se ordena y concede a la vez al capitán:
Habéis de poder ejecutar en los inobedientes, y castigar los excesos
que cometieren precediendo información breve y sumariamente a
usanza de guerra101, que para todo ello y gozar de las honras, gracias,
preeminencias, excepciones y libertades que por razón del dicho
cargo os sean debidas y pertenecientes, os doy poder y facultad cual
de derecho se requiere102 .

Esto, con un sueldo de 2 000 pesos al año, en el que se incluyen los 56 días


que corresponden al viaje desde México a la provincia. La formulación nos
puede parecer muy evasiva, hasta embarazada, dado que todo cargo ejercido en
nombre del rey tiene de forma consustancial una larga lista de ventajas y demás
privilegios. Estos se fijan dentro de la casuística local, ligada a cada cargo,
conforman una memoria y tradición que escapa a la legislación tal como se
moldea en las oficinas del virrey, pero que debe respetarse. Numerosas veces
aparece en el margen de la correspondencia oficial, «que en esto se guarde la
costumbre». Costumbre algunas veces, pero, no nos sorprenderá, con tonos
arcaizantes (para nuestras mentes), que, todavía en 1631, el rey advierta a sus
capitanes generales que «a los capitanes de presidios se guarde la costumbre
en pagar los pajes de rodela»103.
La tercera pieza, el juicio de residencia del predecesor y sus oficiales de
guerra, deja filtrar lo que se exige de un buen administrador en este caso: si
se hizo respetar la disciplina militar, en particular en las guardias; si siempre
las plazas de soldados estuvieron ocupadas, en qué medida los pagos a los
soldados se hicieron como se debía, «en tabla y mano propia», «si [el capitán]
trató con ellos de manera que los obligase a cederle y traspasarle sus sueldos»;
«si tuvo o consintió tener juegos prohibidos o que se hiciesen pecados públi-
cos y otras ofensas a Dios Nuestro Señor, o si se cometieron algunos delitos o
excesos que se deban de remediar»;

y si como tal capitán ha hecho algún agravio a los dichos soldados o a los
indios chichimecos y naturales de aquellas provincias, y si procuró su
conversión y buen tratamiento, reduciéndolos a paz y quietud, obviando
las alteraciones y alzamientos que suelen intentar.
En fin, «si dejó de castigar a los agresores, fulminando proceso»104. De todo
esto, surge la imagen bastante común del oficial del Antiguo Régimen, con atri-
buciones amplias, a veces más acentuadas fuera de su competencia de origen.

101
Más tarde, el político francés Georges Clémenceau declararía: «La justice militaire est à la
justice, ce que la musique militaire est à la musique».
102
AGN, Reales Cédulas [duplicadas], vol. D-49, exp. 306.
103
Recopilación de Indias, ley XII, título XII, libro III.
104
AGN, Reales Cédulas [duplicadas], vol. D-49, exp. 311.
194 una vida después del discurso de mi vida

Aquí, el militar está bastante limitado, el juez, aun con una conducta «suma-
ria», está más acentuado. Sin olvidar que la administración conoce todos los
procedimientos indebidos por los cuales una administración corrupta logra
esquilar la lana de sus administrados.
Para mejor instalar a Alonso de Contreras en su escenario —es hombre
que mira a su alrededor para mejor situarse, aunque poco lo diga—, nos
falta precisar el punto de aplicación de su autoridad, los dos castillos de
Sinaloa. Hoy en día, la iglesia fortificada, capaz de resistir tanto al asalto
enemigo como a los cataclismos naturales, y el fuerte son los elementos más
visibles en lo que fueron los espacios de frontera ibéricos. La iglesia nos
relaciona con la misión, instrumento principal de evangelización en esas
regiones inestables, de confrontación. El fuerte es la corteza física del pre-
sidio, entidad militar, cuña que tanto portugueses como españoles clavaron
a la vez como punto de cristalización —conservación— y de irradiación en
territorios aún hostiles, y que, en algunos casos, lo siguen siendo a lo largo
de tres siglos.
Es decir que los fuertes de presidio conocen una larga evolución, como
en el caso del Castillo de San Marcos, anclaje de lo que sería la villa de San
Agustín, sobre la costa norte de Florida. Fue el primer eslabón de los presi-
dios que amarraron el norte de Nueva España, del mar del Norte al mar del
Sur, donde Sinaloa sería el remate de la cadena. San Marcos cambió tanto
de lugar, entre isla y tierra firme, como de materiales —madera, piedra—,
de forma —redonda, triangular, cuadrada—, y de apariencia. Empezó como
una choza protegida por una empalizada y un terraplén y concluyó con una
digna arquitectura militar «a la italiana» con cuatro bastiones en sus esqui-
nas, que hoy se conserva105.
El fuerte-presidio no fue sólo un arma para proteger un espacio y propiciar
la evangelización y el intercambio. En Orán, lo mismo que en San Agustín
o en Macao, y al final, en Sinaloa, fue también, y sobre todo a veces, un ins-
trumento de apoyo a la urbanización, con su villa anexa. Así fue en el primer
intento de asentamiento español, la Navidad colombina, «fuerza y fortaleza»
según el propio Colón106. Aquí el caso extremo, por su geografía pero también
por su importancia, es el de Macao, cuya península está cerrada y protegida
por seis fuertes y alguno que otro baluarte, sin contar las murallas de la ciu-
dad misma. Este sistema comienza ya a perfilarse durante la década de 1620,
para resistir a las embestidas holandesas107.
En un universo tan hostil a la conquista hispana, como lo es Sinaloa en el
siglo  xvi, lo que escribe el virrey conde de Monterrey en  1596 vale para las
décadas que anteceden:

105
Arnal Simón, 2006, pp. 59-87.
106
Ramos, 1989, p. 64.
107
La observación procede de un mapa de Macao del siglo  xvii, lindamente iluminado de
colores, reproducido en Videira Pires, 1994.
el paso por sinaloa (1635-1638) 195

Estos días he tenido ruines nuevas de alborotos y algunas muertes


que han hecho los indios en los que están bautizados y de sobre saltos
en que los religiosos se han visto con peligro de ejecutarse en ellos
alguna crueldad como la que usaron los indios dos o tres años ha en
Cristóbal [sic] de Tapia, sacerdote de la misma compañía108.

Si los dos primeros asentamientos, a la orilla del río Zuaque —después río
Fuerte— en 1564 y 1583 fracasan es, sin duda, porque se establecen demasiado
al norte, entre los cahítas, todavía «indios de guerra», pero también porque no
hay otro respaldo militar que el que pueden ofrecer los milicianos, es decir, los
escasos vecinos españoles109.
Se consigue clavar la cuña cuando los vecinos de la última villa de San Juan
Bautista de Carapoa se repliegan, en condiciones muy difíciles, hacia el sur, en
los márgenes del río Petatlán (después Sinaloa) en 1585, y fundan la villa de San
Felipe y Santiago, cabecera de la provincia, con sus magros vecinos. Pero, como
seguían en perpetua alarma, en 1595 se estableció como contrafuerte un pre-
sidio con 18 soldados, el de Sinaloa110. La llegada de los jesuitas, en 1591, como
ya vimos, dio cierta estabilidad al conjunto. El dinamismo de esto, su empuje
hacia el norte planteó, desde 1603 —es la principal motivación de la encuesta
de ese año—, la necesidad de otro punto de amarre. En 1605, se decide volver al
río Zuaque, pero esta vez para invertir los procesos. Se funda, en primer lugar,
el fuerte y el río cambia de nombre y, de forma gradual, a su sombra protectora,
se edificará un asentamiento, que terminará como villa epónima de la forta-
leza111. Se termina en 1609, con materiales bastante perecederos ya que menos
de treinta años después está casi en ruinas y recibe el nombre de fuerte de Mon-
tesclaros, debido al virrey que lo auspició. El jesuita Francisco Javier Alegre nos
ha dejado una descripción tardía (s. xviii) de un monumento que es probable
que sólo conociera gracias a los testimonios de sus correligionarios, pero que
podemos recuperar, porque ofrece una buena síntesis y cierta ambientación de
lo que podía ser un presidio, en medio de las tierras de los indios bravos.
Se fabricó sobre un cerro escarpado y fuerte, por naturaleza. Al norte
baña sus faldas el río y a los otros vientos se extienden unas vegas de bellí-
simos pastos. El recinto es bastante para poner en tiempos de guerra, aun
el ganado y los caballos a cubierta de todo insulto. La figura es cuadrada,
de murallas bastantemente gruesas, para el género de armas de aquellas
naciones. Los cuatro ángulos defienden otros tantos torreones, que sir-
ven también de atalayas112.

108
AGI, México, 23, N. 52.
109
Relación de Antonio Ruiz. Se trata de las villas del mismo nombre, San Juan Bautista de
Carapoa, véase Ortega Noriega, 1999, pp. 58-68.
110
Ibid., p. 79.
111
Municipio de El Fuerte, estado de Sinaloa, que sigue presumiendo de las almenas de su
antigua fortaleza, a menos que estas sean una recreación del siglo xx.
112
López Castillo, 2009, p. 112.
196 una vida después del discurso de mi vida

Alejado de la costa, es un edificio defensivo que teme más el asedio del indio
bravo que los cañones de los buques holandeses, por eso mantiene su sabor
aún medieval, en un punto alto, con torres en vez de bastiones. Su misión es
tradicional, consiste en acoger a las poblaciones del contorno, con sus riquezas,
en caso de alerta. Aún en los siglos xvii y xviii, estamos en Sinaloa (y el norte)
antes de la «Revolución militar» que apareció en Occidente desde el quinientos,
y que España supo extender por las costas de su imperio, hasta en Zamboanga,
península de Mindanao (Filipinas), con un perfil adecuado y sus cuatro bas-
tiones en las esquinas y un recinto restringido, frente al mar. Lo que se puede
intercambiar es la mística, pues en el presidio de Zamboanga, el rey y la Virgen
ocupan todo el espacio de referencia, como símbolos de la hispanidad, entre las
dos columnas del Plus Ultra, emblemas del Imperio (fig. 7).

Fig. 7. — La Virgen del Pilar, las armas de España, las columnas del Plus Ultra
y Santiago en la pared del presidio de Zamboanga, Mindanao, 1724.
Fotografía: Paulina Machuca

Esa realidad del norte novohispano, cercana a los siglos anteriores, la podemos
materializar en el dibujo del «presidio modelo», el de Jalpa en 1576-1577, cuyas
altas murallas forman un recinto cuadricular con sus torres en las esquinas y
terraplenes para la artillería113. Pero, también, se ubica en los antecedentes
de la población del lado hispánico; más aún en la cotidianidad de los milicianos

113
Reproducido en Powell, 1980, entre pp. 176 y 177.
el paso por sinaloa (1635-1638) 197

de frontera, como el soldado-cronista Antonio Ruiz, para quien la guerra no


es una profesión, sino un modo de vivir, junto con los otros elementos de la
supervivencia y el mantenimiento de una familia más o menos extensa que, en
su caso, incluye una cuñada, bienes varios (casa, tierras, ganados), y alguna que
otra preocupación de lucro (descubrir minas, esclavizar indios). Una existencia
hecha de sobresaltos, que con sus matices se debió acercar a lo que conoció
el campesino-guerrero de muchos pueblos fortificados del Alto Medievo114.
De esa realidad, el mejor testimonio que nos da Antonio Ruiz es el relato sobre
cómo los vecinos despoblaron la villa de Carapoa:
Salimos una mañana con orden de vanguardia, retaguardia y cuerpo
de guardia, llevando a las mujeres y bagaje en el cuerpo de guardia, y
habiendo caminado como una legua, volviendo los ojos atrás, vimos
grande humareda de las casas y navíos que los enemigos quemaban,
y así fuimos todos con el mayor cuidado que pudo ser, llevando todo el
ganado menor por delante, que serían más de cinco mil ovejas y cabras
que se crían bien en aquel valle de san Juan Bautista, [y] cien vacas
mansas de Francisco Martín de Bojórquez.

Como el ganado avanza con lentitud, se llega a un conflicto interno, «y sobre


si lo aguardarían o no, se armó entre todos un hato de cuchilladas», casi en
presencia de los indios de guerra115.
La descripción del fuerte de Montesclaros del siglo xviii, así como su estado
actual, están muy alejados de lo que conoció el capitán Contreras. En 1635, es
decir unos meses antes de su llegada, su predecesor escribe al virrey que el fuerte
«está por los suelos». Unos veinte años después, el jesuita Francisco Xavier Faria
emplea las mismas palabras:
Fábrica que le costó a Su Majestad mucha hacienda, y que hoy está
por los suelos, sin que tengan hoy las armas de el Rey Nuestro señor, si
sucediese algún alboroto, fuerte ninguno, en que defenderse116.
¿Quién tiene la culpa de ello? Los materiales, en parte, ya sabemos de los
hipotéticos 100  000  adobes que dejó el capitán Bustamante en  1635. Por
otro lado, el descuido de los capitanes, pues en noviembre de 1636 el gober-
nador de Nueva Vizcaya informa al virrey que «los capitanes eligieron para
su vivienda la villa [de San Felipe y Santiago], con lo que dieron ejemplo
a sus soldados». Recordemos que según la carta de los soldados y vecinos
de 1635 viven en esta villa de 26 a 28 soldados, de los 45 que hay en total
en la provincia117. Y, precisamente, quien ocupa el cargo desde principios
de 1636 es Alonso.

114
Remitimos al libro ya clásico de Duby, 1980.
115
Relación de Antonio Ruiz, p. 36.
116
AHN, Diversos-Colecciones, 36, N. 31. Y cita de Faria en López Castillo, 2009, p. 114.
117
Ibid., p. 112; AHN, Diversos-Colecciones, 31, N. 6.
198 una vida después del discurso de mi vida

A ciencia cierta, no sabemos cuándo llega Contreras a Sinaloa. Entre los


diferentes acuerdos de Hacienda, aparece su nombre el 7 de febrero de 1636:
«don Alonso de Contreras, capitán del presidio de Sinaloa y lo pedido en
nombre de los soldados de allí». La decisión es «que se haga como lo piden
el caudillo y soldados de Sinaloa en memorial presentado a catorce de enero
deste año». El caudillo es, en realidad, el oficial segundo, que en enero funge
como capitán interino. Es decir que, a principios de febrero de 1636, Contre-
ras ya ha sido nombrado, y está a punto de partir, o ya ha salido de México. Si
recordamos los 56 días que se le dan para el viaje, debe de llegar entre marzo
y abril, a más tardar.
¿Cuándo deja el cargo? Ya en agosto de 1637 pide licencia para ir a México,
mas la respuesta es evasiva: «Se proveerá en gobierno lo que convenga»118. ¡Hace
apenas poco más de un año que está en Sinaloa! Debió de insistir, ya que lo
cierto es que sus solicitudes en la corte virreinal —presente él o no— se multi-
plicaron desde enero de 1638 y que en agosto ya no se asocia el cargo de capitán
del presidio de Sinaloa a su nombre119. Al final, el 5 de octubre de 1638 se men-
ciona «el capitán que nuevamente va proveído para los presidios de Sinaloa».
Con toda certeza ya no lo es Alonso de Contreras, este vuela hacia otro destino.
En total, habrá pasado unos dos años en Sinaloa. Es lo justo desde el punto de vista
legal. Si su nombramiento se produjo el 1 de enero de 1636, como es de pensar,
no podía estar más de dos años en un nombramiento virreinal, según la Real
Cédula de 18 de noviembre de 1618: «Y acabado dicho tiempo no puede haber
ninguna prorrogación para la tal persona». Debemos tener en cuenta que se
mandó una copia de esta orden al virrey Cadereyta120. Esta vez no podremos
incriminar a la impaciencia o inconstancia del capitán.
¿Qué pudo hacer en un universo tan reducido en términos humanos, y
en tan poco tiempo, nuestro héroe? Pues seguir actuando como Alonso de
Contreras, es decir, con su protagonismo y su avidez de acción, e imponer
su marca sobre los eventos y el entorno. Existen a lo largo de su vida pocos
testimonios directos y externos que permitan retratarlo en plena actuación.
Hay algunos en relación con lo que ocurrió con el naufragio del galeón La
Concepción en  1617, otros cuando se enfrenta con su superior don Juan
Fajardo en 1623121. Tenemos la suerte de disponer de dos esbozos más, aun-
que fugaces, llenos de vida, en relación a Sinaloa. El autor de unos de los
puntos de anua del Colegio de Sinaloa, el padre Vicente del Águila, escribe
en marzo de 1638:
Aunque sean soldados y vayan de camino a entradas o visitas no
pierden cualquier buena ocasión de mostrarla [su fe]. Tanto que
yendo pocos más de treinta soldados con su capitán el año pasado

118
AGN, Reales Cédulas [duplicadas], vol. 11, exp. 498, en 11 de agosto de 1637.
119
AGN, Reales Cédulas [duplicadas], vol. 11, exps. 568 y 611.
120
AGI, México, 31, N. 49, fos 217v-218v.
121
Véanse los caps. iii y iv de este libro.
el paso por sinaloa (1635-1638) 199

[1637] a visita y llegando a un pueblo de los de este gobierno lla-


mado San Miguel122 , donde el padre que del cuidaba, por aprovechar
la ocasión, para el buen ejemplo de los indios, celebró la fiesta del
Santísimo Sacramento, comulgaron veinte y cuatro soldados con su
capitán, sin más apremio ni incentivo que ver puesta la mesa de la
liberalidad y bondad de Dios123.

El capitán es Contreras. ¿Y quién no lo reconoce, queriendo dar ejemplo,


siempre en primera fila? Si la carta de denuncia contra su predecesor Busta-
mante no es engañosa, los soldados debieron de notar un gran cambio entre los
dos jefes. Lo que confirma el segundo testimonio, del obispo de Durango, de
regreso de una visita a Sinaloa en marzo de 1637:
En la villa de Sinaloa [San Felipe y Santiago] hallé al capitán Alonso de
Contreras administrando aquel presidio por Vuestra Excelencia. Admi-
nistra aquella plaza con gran orden militar, saliendo a todas las fiestas
con sus soldados en sus caballos armados a ejercitarlos en la milicia124.

Las mismas escenas describe Contreras en su Discurso de mi vida, en Nápo-


les, cuando era capitán de caballos corazas, y alardeaba de sus caballos, sus
galas y sus habilidades, o administraba «con orden militar» la provincia que
le encargó su patrón el conde de Monterrey. Su entusiasmo no fue opacado
por el cambio de escenario y de público. Lo que le importaba era aparecer con
brío en el teatro donde se encontraba. Al fin y al cabo, era uno de los modelos
de Lope de Vega, Fénix de España.
El obispo don Alonso Franco y Luna añade algo más, también en armonía
con el personaje. «Ha hecho un fuerte sobre el río en cuadro con dos torres
a los cantos, y encabalgadas en ellas seis piezas de artillería, que es de gran
consideración para la guarda y custodia de toda aquella tierra». Es decir, que
Contreras, al llegar a la villa de San Felipe y Santiago, encontró los «cien
mil adobes y mucha máquina de madera» dejados por Perea y Bustamante.
No lo pensó dos veces: en un año construyó un fuerte donde ya había uno,
y se olvidó del otro, más necesario, y en ruinas, el de Montesclaros. Y esto,
y es lo malo, sin autorización. O mejor dicho, pidió permiso en julio-agosto
de 1637, cuando, según el testimonio del obispo, ya todo estaba acabado y el
dinero gastado125. A tanta precipitación y falta de juicio piensa encontrar una

122
Puede ser el pueblo de San Miguel Zapotitlán, en la llanura costera, sobre el río Fuerte.
En ese momento, el capitán debió de visitar el fuerte de Montesclaros. Era, entonces, una
misión jesuita.
123
AGN, Misiones, vol. 25.
124
AHN, Colecciones, 34, N. 19.
125
«Petición y cartas del capitán don Alonso de Contreras […] sobre que es conveniente se
haga fuerte en la villa de San Felipe y Santiago, y que no se reedificó el fuerte de Montesclaros,
y relación de la obra y gasto que hizo» del 11 de agosto de 1637 (AGN, Reales Cédulas [dupli-
cadas], vol. 11, exp. 498).
200 una vida después del discurso de mi vida

solución, al poner al nuevo fuerte el nombre de Cadereyta126, al mismo tiempo


que pide el reembolso de los costos. Como era de esperar, la respuesta de la admi-
nistración es contundente:
No ha lugar de pagársele al capitán don Alonso de Contreras el gasto
que hizo en la obra del nuevo fuerte que fabricó en la villa de San Phe-
lipe que llaman el fuerte de Cadereita por no haber tenido orden de su
Excelencia para ello127.

Era enero de 1638. A más tardar, en octubre, Sinaloa tiene otro capitán, y
Contreras debe de estar otra vez en los pasillos de palacio, tratando todavía
de recuperar el monto de los gastos, en espera de nuevo empleo. Sabemos que
pronto le alcanzará una promoción y lo nombrarán castellano de la fortaleza de
San Juan de Ulúa, llave de las Indias Occidentales.

126
Resulta irónico que de las fundaciones en cuyo nombre aparece Cadereyta, con Cadereyta
Jiménez en Nuevo León, y Cadereyta de Montes (Querétaro), es la única que no prosperó; así fue
el paso de Alonso de Contreras por todas partes, aligerado y atropellado a la vez.
127
AGN, Reales Cédulas [duplicadas], vol. 11, exp. 568 en 15 de enero de 1638.
capítulo sexto

DE CASTELLANO DE SAN JUAN DE ULÚA


A SARGENTO MAYOR DEL REINO (1638-1643)

¡Dios, que buen vasallo, si hobiese buen Señor!


Cantar de mio Cid, «Primer cantar», v. 20.

Alcanzamos los últimos años y cargos de lo que conocemos de la vida


de Alonso de Contreras. Fue castellano de una de las principales puertas
del Imperio, después sargento mayor del reino de Nueva España. Se puede
medir esto en términos de esplendor, sobre todo para el hijo de una familia
pobre, como él mismo la define al principio de su obra. Y, sin embargo,
las tinieblas parecen apoderarse de esos años. Estas son, en primer lugar,
documentales. Como se verá más adelante, usé a profusión el «posible»,
el «probable», y menos de lo «certero»1. Más de una vez me sorprendí a
mí mismo como en un descampado, iba caminando hacia la literatura,
tratando de llenar algunos huecos en ese momento de la vida del soldado
Contreras. A veces, pusilánime, he dado marcha atrás, lo reconozco. Hasta
me ha llevado la prudencia —o la cobardía— a escribir, al final, lo contrario
de lo que había garabateado en un principio en el borrador, con exceso de
honestidad, tal vez. Pero, en algunas ocasiones, porque ahora pienso cono-
cer mejor al personaje y, sobre todo, porque el contexto me es familiar, he
optado por el atrevimiento y diluido los matices entre varias opciones, de lo
vacilante a lo firme. ¿El historiador no puede ser un creador?
De esas tinieblas, incertidumbres y trastornos, es preciso, también, culpar a la
coyuntura agitada —por lo menos— que acompaña esos años, sobre todo 1640 y los
que siguen. Estamos lejos de Portugal y Cataluña, es cierto. Tiempos de autonomía
empiezan para Nueva España, con toda seguridad. Pero la conmoción, de diversas
formas, le atañe del mismo modo; su alta administración atraviesa cambios repeti-
dos, dudas, dificultades, pues los virreyes se suceden, con sus políticas y clientelas
distintas. Algunos observadores pueden pensar que son juegos estériles, sombras
pasajeras que poco interesan a los destinos colectivos del reino, si no a algunas indi-
vidualidades. Pero justo el capitán es una de estas. Es posible, hasta probable, aunque

1
Una interesante variación sobre estas tres realidades en Huizinga, 1977, pp. 333-342.
202 una vida después del discurso de mi vida

no cierto, que se considerara víctima de esos oleajes, que todo ello contribuyera a
cansarlo, que junto con la edad llegara el desgano, y que lo mismo que el Cid esto
lo condujera al destierro o, en este caso, al regreso al punto de partida, España.

I. — SAN JUAN DE ULÚA —LA «LLAVE DE ESTE REINO»—


ESPERANDO AL CASTELLANO CONTRERAS (1535-1635)

Si poco se sabe de Contreras en Sinaloa, es aún más difícil detectar rastros


de su paso por San Juan de Ulúa como castellano. Conjeturo, como diré más
adelante, que fue entre 1638 y 1640. Poco tiempo, menos huellas, lo cual huele
como a fracaso de nuestro sujeto, pero también de esa fuerza, descuidada en
esos años2. Era, sin embargo, un puesto de gran relieve y responsabilidad: Vera-
cruz y Ulúa simbolizaban el primer asentamiento hispano en Nueva España,
ahí se embarcaba la plata hacia Sevilla, ahí llegaban los productos europeos
necesarios para el buen desarrollo del universo novohispano. Era el arco arbo-
tante sobre el cual se apoyaba todo el dispositivo militar del Caribe: La Habana,
Nombre de Dios, Portobelo. Era una de las extremidades del cordón que se
extendía hasta México, Acapulco, Manila.
San Juan de Ulúa era una llave3, y la Nueva Veracruz la puerta, es decir
defensa y feria, como «una mancuerna»4. Ambas, aunque indisociables, no
estaban unidas, dadas sus funciones y características. Así, salvo alguna irre-
gularidad, pero sabemos que estas no menudean en la época, la isla tenía su
castellano, el militar encargado del castillo, y la ciudad en tierra firme tenía
su corregidor o gobernador. Al ser Alonso de Contreras lo primero, sólo nos
corresponde ocuparnos del islote y, a través de él, entender cuáles podían ser
las exigencias y vicisitudes de tal función militar y lo que representaba para
el Imperio. Nos proponemos entender cómo la Corona y sus representantes
lograban, en medio de sus errores y aciertos, y, sobre todo, de sus contradiccio-
nes, hacer que este engranaje cumpliera con sus misiones. Los años entre 1630
y 1640 resultan aquí muy significativos, como veremos, y se relacionan con esa
«inactividad» que el historiador puede, por otra parte, denunciar.
Pero siempre es interesante deshilvanar el hilo histórico y, con él, el de la
geografía. Sería, en efecto, muy arriesgado tratar de leer el contexto marítimo y
terrestre de San Juan de Ulúa a partir de la visión que nos dan los mapas actua-
les. Entre el siglo xvi y la actualidad, la costa de esa zona ha cambiado de un
modo considerable, al acumular sedimentos o engullir playas enteras según sus
corrientes, sus repentinas y terríficas tempestades. Sin olvidar los cambios cli-

2
Calderón Quijano, 1984, llama a los años entre 1630 y 1658, «años de inactividad», y les
dedica menos de dos páginas (pp. 42-44).
3
La expresión «la llave de este reino» es del virrey Cadereyta, en carta al rey de 22 de julio de 1637
(AGI, México, 33, L. 2, fo 197r). De hecho, se está convirtiendo en proverbial, ya la utiliza, en 1618, el
capitán don Jorge de Baeza en su parecer sobre los soldados de dicho castillo (AGI, México, 29, N. 44).
4
Metáfora de Montero, 1997, p. 49.
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 203

máticos y los subsiguientes cambios de altura del mar, entre la Pequeña Edad de
Hielo de los siglos xvi y xviii (por lo menos) y el deshielo generalizado de hoy.
Y, sobre todo, debemos tomar en cuenta la acción del hombre, que ha instalado
a lo largo de una costa baja, arenosa en buena parte, por lo tanto movediza, un
gran complejo humano, defensivo y portuario. Los efectos de esta intervención
se pueden notar, al menos, desde el siglo  xvii. En  1659, el ingeniero Marcos
Lucio reprocha al castellano don Francisco Castrejón que utilice la piedra de
la isla cercana La Gallega para edificar las fortificaciones de San Juan de Ulúa:
Y es que la isla Gallega corre norte sur, como se podrá ver en la verda-
dera demostración que remito a V. M. que hace cabeza con el arrecife a
este placel, que es adonde las furiosas olas y grandes mares, en tiempos
de huracanes y grandes nortes, rompen y quebrantan sus primeras fuer-
zas, y pasan por encima del placel, con más mansedumbre a reventar
contra la isla de San Juan de Ulúa5.

Lo cierto es que hoy San Juan de Ulúa ya no es una isla. La huella del pasado
sobre la costa se encuentra en uno de los dos mapas que acompañan la «Rela-
ción geográfica de Veracruz» en 1580, es decir antes del traslado de la ciudad
en el punto preciso que aparece en el dibujo como «San Juan de [U]lúa» (fig. 8)6.

Fig. 8. — La costa de Veracruz en 1580, Biblioteca de la Universidad de Texas,


Colección de manuscritos Joaquín García Icazbalceta, JGI, XXXV-8.
Fuente: Nettie Lee Benson Latin American Collection, University of Texas Libraries, The University
of Texas at Austin. Fotografía: Martín Escobedo

5
Calderón Quijano, 1984, p. 55.
6
Agradezco a Martín Escobedo que me haya facilitado una fotografía de dicho mapa. La orien-
tación es oeste-este.
204 una vida después del discurso de mi vida

Si la historia de Veracruz empieza en 1519, con Hernán Cortés, la de San Juan


de Ulúa se remonta a 1535 y al virrey Antonio de Mendoza.
Cuando vine a esta Nueva España, Su Majestad me mandó que mirase
el puerto de San Juan de Ulúa, porque era ruin: yo lo hice así, y me
detuve en él para verlo […]. Y de muy malo que era, con la industria y
reparo que se han hecho es tan razonable […]. Asimismo estaba comen-
zado un torreón, y este más ha de servir para que con él la justicia sea
señor de las naves y marineros del puerto, que para enemigos. Tiene
necesidad de hacerle un revellín donde pueda estar artillería y alzarle lo
que concierne para que con lo alto jueguen algunas piezas7.

Es este el principio de lo que se llamará más tarde «la torre vieja», al oeste
del futuro dispositivo. Hay por parte del virrey alguna desconfianza: «Yo no
he estado en que se haga fortaleza, por algunas causas que para ello me han
movido». ¿A quién teme más este, a los indios, a los conquistadores, al enemigo
pirata? Un siglo después, el dilema no está del todo resuelto, aunque la amenaza
pirática sea una obsesión.
En 1550, hay allí 50 soldados y sus oficiales, así como 150 negros que traba-
jan durante todo el año, lo que prueba que la fábrica está activa. En particular,
se está edificando «la muralla de las argollas», oeste-este, que corta los vien-
tos del norte y permite el amarre de navíos bajo su protección, en la parte sur.
Cuando escribe, poco después, Bernal Díaz del Castillo, parece que esa obra
ya está terminada: «Están hecho [en el puerto] grandes mamparos para que
estén seguros los navíos por amor del norte, y allí vienen a desembarcar las
mercaderías de Castilla para México y Nueva España». El ataque del pirata
John Hawkins en 1568, aunque al final fue derrotado, llamó la atención sobre
el riesgo militar8.
La Colección Muñoz del Archivo de la Real Academia de la Historia
(ARAH) de Madrid conserva un islario inédito, «Descripción de las islas de
Indias», donde se describe San Juan de Ulúa antes del traslado de Veracruz
Vieja (La Antigua) a las ventas de Buitrón (actual Veracruz) hacia  1595.
Es una síntesis de la geografía y de los problemas que enfrentaba todo este
complejo universo, y que poco había cambiado cuando lo deberá de atender
el capitán Contreras.
Esta isla9 de San Juan de Ulúa está en altura de diez y ocho grados y
medio algo largos. Es donde las naos cuan[do] dejan a España y hacen
su derecha descarga. En reconociendo sobre el puerto se ha de ver
un montecillo con una quebrada que se nombra monte de Carneros,
a cuyo sureste están unos médanos de arena que se dicen el Alta de
Medellín. Luego más hacia la mar, junto al muelle están las ventas de

7
Instrucciones y memorias, t. I, p. 105.
8
Calderón Quijano, 1984, pp. 9-10, 11-12.
9
«Tendrá una legua de punta a punta», Relaciones geográficas del siglo xvi: Tlaxcala (ed. de
Acuña), p. 329.
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 205

Buitrón el Mozo y el Viejo, y otras casillas de madera desde las cuales


a la ciudad de la Veracruz hay cinco leguas de costa de mar por tierra.
Y de allí sale luego la punta de la Villarica10 encima de todo, lo que
dicho es, parece el balcón y la Sierra Nevada. En este puerto no se
puede decir que hay vecindad formada, porque en faltando las flotas
que inviernan en él, no queda más del cap[itán]11 de la isla, alguna
gente de presidio que hay y negros de servicio de la isla, y todos viven
en casas de madera, que no las hay de piedra, sino es la fortaleza que es
una de las casas más fuertes y más famosas que en tan pequeño espacio
de tierra y tan metida en la mar hay.
En esta fortaleza se amarran las naos. Se amarran las naos al
socaire12 della, con que se guardan de los nortes13. Están alrededor de
la isla principal algunos arrecifes y otras isletas como son Sacrificios,
isla de Pájaros, isla Verde, isla de Gavias. Entre esta isla de Gavias e
isla Verde esta la canal Gallega, porque la canal del Norte está de la
banda del oeste, entre la fortaleza y la tierra firme. Desde este pueblo se
llevan las mercaderías en barcas a la Veracruz, que no es de poca costa,
riesgo y pesadumbre, y aunque oigo decir mucho a que se ha de pasar
la contratación de la Veracruz a la venta de Buitrón, nunca veo hecho
nada, y quiero callar en esto hasta que lo pregunten. La ciudad de la
Veracruz está en altura de diez y ocho grados y tres cuartos escasos.
Hay en ella de ordinario hasta cuatrocientos vecinos que los más dellos
son tratantes y encomenderos, así de los [mercaderes] de Castilla como
de los de Mexico, y finalmente a esta ciudad van a parar todas las mer-
caderías que van a Nueva España y las que de allá vienen a estos reinos
de Castilla, y la entrada del río es muy pequeña, baja y dificultosa, de
manera que no se puede entrar ni salir, sino con los navíos muy pequeños
y con las barcas que he dicho, a cuya causa los navíos van a surgir a
la isla de San Juan de Ulúa porque hasta [a]hora [no hay] otro puerto
más competente y acomodado para la carga y descarga y porte de las
mercaderías de los pueblos principales desta provincia.
La punta de la Villarica está en altura de 19 grados y medio a cuarenta y
cinco leguas de la isla de Lobos y con muchas y veinte más o menos de San
Juan de Ulúa. Es una punta baja y delgada y antes que se ve aparecen una
sierras no muy altas, no muy bajas con muchas quebradas que se llaman
las sierras de la Villarica la Vieja, y sobre la misma punta cae un cerrajón
a manera de un campanar que se llama fulano Bernal, y de esta punta

10
En la «Relación de Veracruz» (1580), se escribe: Hernán Cortés «corriendo la costa desta
Nueva España más hacia el norte, vino a tomar puerto en el sitio que ahora se dice Villa Rica la
Vieja […], y fundó un pueblo en la costa de la mar [a] menos de media legua del agua a quien
llamó la Villa Rica de la Vera Cruz», primer asiento de la futura ciudad (Relaciones geográficas
del siglo xvi: Tlaxcala [ed. de Acuña], pp. 309-311).
11
Se dificulta la lectura por la costura.
12
«Abrigo, resguardo, defensa», según el Diccionario marítimo español, p. 497.
13
De septiembre a marzo, «son muy continuos, en esta tierra y mares desta costa, los vientos
boreales que vulgarmente llamamos nortes, los cuales suelen soplar con tanta fuerza y violencia,
que no se puede con palabras encarecer» (Relaciones geográficas del siglo xvi: Tlaxcala [ed. de
Acuña], p. 311).
206 una vida después del discurso de mi vida

hasta el río de la Veracruz se corre la costa casi norte sur haciendo


rostro al este y haciendo claro se verá como he dicho las sierras altas que
comienzan desde la Villarica hasta fenecer en Sierra Nevada y el volcán14.

Este texto se puede completar, en cuanto a la geografía física y humana con


algunos fragmentos de la «Relación de Veracruz» de 1580:
El sitio y puesto desta ciudad es naturalmente malsano, por muchas y
fuertes razones que para ello concurren. Porque, demás de estar, como
habemos dicho, situada la ciudad en lugar declive y bajo y de su natu-
raleza húmedo, y abrigado de los vientos saludables y descubierto a
los insalubres y malsanos, ayuda mucho a esto el excesivo calor que la
mayor parte del año aquí hace, […]. Con el cual calor excesivo, hierve
la sangre y se acrecienta la cólera notablemente; la cual destemplanza
caliente, juntándose con las humedades y lluvias, que en esta tierra son
frecuentísimas todo el estío y parte del otoño, son causa manifiesta y
clara de que aquí se engendran muchas enfermedades peligrosas causa-
das de corrupción de humores15.
Los vecinos aquí destacan lo más evidente: el calor, la humedad, sus obse-
siones sanitarias; dejan transparentar sus conocimientos sobre la medicina, es
decir, los humores. No pueden tener acceso aún a la comprensión del motor
directo de esa mortalidad, a partir del mosquito, aunque su presencia es tan
incómoda que no la pueden obviar, y la implican en la mortalidad indígena,
causada según el autor de la relación «de la mala templanza general e incle-
mencia desta tierra, y de la miserable plaga de los mosquitos que hay en ella»16.
Sobre el «puerto competente y acomodado de San Juan de Ulúa», la «Rela-
ción» de 1580 es más precisa:
El puerto tiene de fondo de siete a ocho brazas, y a partes, nueve. Es lim-
pio, por ser arena; pero tiene mucha broma17 […]. Es el puerto pequeño, y
que cabrán en el puerto poco más de treinta naos gruesas, y ser ha menes-
ter amarrase con industria y muy a barlovento. […]. El puerto mira al sur
casi derechamente y, ansi se puede entrar a él por las dos canales18.

Descripción que podemos completar con la de Miguel de Jaque de los Ríos de


Manzanedo, el cual viajó a Nueva España en 1592.
[San Juan de Ulúa] adonde Vuestra majestad tiene una fortaleza
situada en la mar, la cual es el abrigo y puerta de todos los navíos que
van a la Nueva España. Tiene un lienzo de muralla con 29 argollones de

14
ARAH, Colección Muñoz, N. 94, fo 54. Es posterior, además, a 1587, ya que se menciona la
venta de Buitrón el Viejo, quien recibió una merced para venta en esa fecha (García de León,
2011, pp. 85-86).
15
Relaciones geográficas del siglo xvi: Tlaxcala (ed. de Acuña), p. 317.
16
Ibid., p. 315.
17
Ese molusco es la pesadilla de los barcos de madera de los mares tropicales.
18
Ibid., pp. 328-329.
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 207

bronce, en los cuales meten los marineros los cables de sus navíos y los
atan fuertemente y están tan juntos unos de otros, que de uno en otro se
puede saltar en todos19.

Esto queda ilustrado a la perfección por el dibujo que acompaña la descrip-


ción de la Colección Muñoz, que retoma punto por punto estos elementos: las
diversas islas, en particular la de «San Juan de [U]Lúa», su iglesia en medio y un
espacio indefinido medio sumergido al norte; las impresionantes argollas donde
están amarrados tres barcos son como la referencia central del dibujo.
El dispositivo se ha ido perfeccionando desde los tiempos de la «torre vieja» de
Mendoza, con la cortina, sus argollas y la torre del este, completado por la plaza
rodeada por las casas de tablas de madera de los trabajadores y demás esclavos.
Como se adivina en el trazo, parte de la defensa la constituyen como es natural
los arrecifes coralinos. Durante décadas, el debate será saber si la isla es expugna-
ble por el norte o no, tras el desembarco del enemigo.
Lo primero es lo que piensa el célebre ingeniero Bautista Antonelli cuando
visita San Juan de Ulúa en 1590, y por dos razones:
Por no tener defensa ninguna porque se pueden arrimar [los corsa-
rios] debajo de las murallas sin ser ofendidos de ninguna parte no habría
menester el corsario venir a acometer esta isla con navíos grandes, sino
con lanchas y echar de golpe gente en tierra en un sitio que se llama isla
de Hebreos, o de Gavia que está como seiscientos pasos deste sitio.

Y, además:
Y como hay aquí poca gente […]. También como los soldados que de
presente están en este presidio son mal disciplinados y a lo que he visto
parece gente de poca confianza, pues que los oficiales, sargento mayor,
alférez y sargento no se precian de traer espadas y de noche no hay nom-
bre y en la dicha plaza hay poca pólvora y menos cuerda 20.

«Poca gente» es un eufemismo, pues a principios del siglo xvii, apenas vein-


ticinco soldados defendían la plaza21. Dada la importancia estratégica, política
y económica de San Juan de Ulúa era inconsciencia, o irresponsabilidad; lo
decía con menos rudeza uno de los castellanos del puerto, «es aventurar mucho
querer guardar este reino con veinticinco soldados»22. Como veremos, la histo-
ria irá balbuceando en las décadas que siguen. Existe en la Biblioteca Nacional
de Francia un dibujo anónimo23 del conjunto Veracruz-San Juan de Ulúa, del
siglo xvii —ya la Nueva Veracruz ha reemplazado a la Antigua—, pero sin que

19
Jaque de los Ríos de Manzanedo, Viaje Indias Orientales y Occidentales, p. 58.
20
Calderón Quijano, 1984, p. 359.
21
En 1606, véase AGI, México, 31, N. 49.
22
Calderón Quijano, 1984, p. 35.
23
BnF, P. 183697, «Puerto de la Vera-Cruz Nueva con la furca [sic] de San Juan de Lun [sic] en el
reino de Nueva Spaña [sic] en el mar del Norte», en Gaignières, Roger (coleccionista), Inventaire
208 una vida después del discurso de mi vida

las fortificaciones de la isla hayan progresado desde 1590, según parece. La vista


está tomada desde el este, como si se viniera de alta mar, y el estero en la parte
norte de la isla de San Juan de Ulúa, punto débil y protector a la vez, está muy
señalado. ¿Es posible aproximarse a la fecha del dibujo? Aunque podamos fruncir
el ceño y leer en el título «la furça» en vez de «fuerza», el resto está escrito en buen
español, salvo una parte a la izquierda, de la misma mano, pero en holandés:
«Hoog santagtigh lant»24. Nos inclinamos, por lo tanto, a la autoría del ingeniero
Adrian Boot, que sabemos fue uno de los muchos que propuso un proyecto para
mejorar las instalaciones defensivas y extender la capacidad del puerto, en 162125.
En unos treinta años poco había cambiado la fortificación, poco cambiaría, de
hecho, hasta mediados de siglo. ¿Se tenía demasiada confianza en las defensas
naturales y las tremendas condiciones climáticas del entorno, así como en en la
incapacidad del enemigo? ¿Era difícil atender, al mismo tiempo, la nueva ciudad
de Veracruz y su puerto y faltaban recursos al soberano, además de una visión a
largo plazo, de virrey en virrey? Es probable que todo surtido.
No todo fue a paso lento. Las instrucciones a los virreyes y las relaciones que estos
últimos transmitieron a sus herederos permiten seguir las diversas etapas. Luis
de Velasco el Joven optó por empalmar el camino hacia Veracruz con las ventas de
Buitrón y, por tanto, iniciar el traslado de Veracruz, según su memoria, de 1595:
Y últimamente, pareciéndome que lo que más instaba era poner la
descarga en la parte de tierra firme, adonde podían llegar las recuas y
carros que desde allí trajesen las mercancías […] hice esfuerzo en que la
descarga de esta flota se hiciese en la parte de tierra firme,

es decir en Buitrón26. Es donde su continuador, Monterrey (1595-1603), trans-


fiere la Nueva Veracruz, con la resistencia de los arrieros y mercaderes que
antes reclamaban el cambio, y aun con «la compasión grande que me hacían la
ciudad antigua y muchas personas honradas y pobres que con esto quedaban
perdidos». Completó otra parte del dispositivo, ya previsto por su antecesor, el
camino, en parte carretero, para Tehuantepec: «Con pocas leguas de camino
por tierra, y eso en carros, se ha llevado cantidad de artillería y de buen peso
ahora dos años, y otro tanto se ha hecho este y pasado, juntamente una anclas»27.
Siguen años de tregua, que como vimos son favorables a aventuras más leja-
nas aún28. Con 1618 y el retorno de las guerras europeas, el mar del Norte, y San
Juan de Ulúa con él, vuelven a preocupar a la Corona. Por una carta al virrey,
marqués de Guadalcázar (16 de marzo de 1618) se ordena que «se ejecute luego

des dessins éxecutés pour Roger de Gaignières et conservés aux départements des estampes et des
manuscrits, París, Bouchot Henri, 1891, t. II, [disponible en línea].
24
«Tierra alta [y] parecida a arena». Agradecemos al doctor Hans Roskamp su ayuda para la
traducción.
25
Calderón Quijano, 1984, pp. 39-42.
26
Instrucciones y memorias, p. 326.
27
Ibid. pp. 270-271. Anclas y artillería son para Acapulco y el galeón de Manila.
28
Véase la Parte II de este libro: «Los socorros de Filipinas (1613-1620)».
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 209

la traza de Antonelli [proyecto ya viejo de casi 30 años] en cuanto al sacar la


punta del baluarte de la torre vieja los sesenta pies que allí se advierte […]».
Para ello, el virrey se debe valer de los arbitrios posibles. Se forma una junta con
Adrian Boot, el castellano y los demás expertos. En un esfuerzo meritorio de
racionalidad y de continuidad, después de cerca de noventa años de esfuerzos
discontinuos. Se proponen tres metas que necesitarán más de un siglo aún para
ser efectivas, sobre todo la última:
—— Abrigar el puerto todo lo que fuere posible.
—— Lo que se edificare para esto sirva juntamente de fortificarle.
—— Lo que agora se pusiere en ejecución pueda servir para que desde
allí se continúe el cerrar aquel castillo por las espaldas de lo que
hoy está hecho, con el tiempo habrá de ser fuerza, por el mal
estado que hoy tiene.
Es decir que se empieza a sentir la necesidad de pasar de una «cortina» a un
«reducto». Y el virrey aprovecha la ocasión para insistir en que veinticinco sol-
dados, cuanto están presentes las flotas, es muy poco: consultados los que fueron
castellanos, están de acuerdo con «que haya cien soldados desde que sale la
flota hasta que llegue la que se espera, y cincuenta todo el resto del año, con lo
cual y treinta plazas de artilleros que tiene, estará en defensa». Será, en efecto,
la dotación a partir de entonces29.
Mientras, las olas, los nortes y el salitre, si no los enemigos, seguían corro-
yendo las murallas, y de improvisación en reparación, se trabajaba en la fortaleza
y su puerto. En agosto de 1631, tal vez con algo de exageración, el virrey marqués
de Cerralbo escribe al rey:
Esto se va haciendo a gran priesa porque cierto la daba la necesidad de
la muralla principal del castillo: estaba no solo flaca, pero sin terraplén
alguno y tal que aun con artillería de las naos pudiera batirse. He le hecho
hacer otra segunda muralla por la parte de adentro (es una de la preo-
cupación de muchos, como ya se ha advertido) por la parte de adentro,
muy buena en bastante distancia trabando una con otra con cadenas, de
piedra bien edificado todo y terraplenados los vacíos y hecho escarpar la
muralla de afuera por la banda del agua, juntando a esto los demás repa-
ros de que tuvo necesidad y asignado las argollas en que se amarran las
naos, poniendo todo el cuidado posible en la brevedad que ayudasen las
chalupas de la flota y lo hacen que es de importancia.
En cuanto a Veracruz, añade: «En la ciudad se va haciendo todo lo que
sufre su mal terreno y procurando que todo quede en la perfección posi-
ble»30. Si todo es tan urgente y apresurado, es que los nortes ya están cerca
y entonces todo se paralizará.

29
Para el conjunto, véase la carta de Guadalcázar al rey, 16 de octubre de 1618 (AGI, México,
29, N. 44).
30
Carta de 21 de agosto de 1631 (AGI, México, 30, N. 36).
210 una vida después del discurso de mi vida

En 1634, su tono es triunfalista:


La cortina de la fuerza de San Juan de Ulúa está acabada y tal como
dirán a Vuestra Majestad los generales y otros ministros militares que la
han visto, y la fortificación de la ciudad de la Veracruz con los baluartes
de importancia también va cerca del fin31.

Esta última notación es importante, pues esos dos bastiones son las primeras
defensas de la ciudad, que acabará rodeada de una muralla. Es decir, de forma
progresiva la mancuerna se tensa, y San Juan de Ulúa encuentra una compe-
tencia en su pareja. Los tiempos están cambiando. Pero muchas otras cosas
cambiarán cuando desembarque, en julio de 1635, el nuevo virrey, el marqués
de Cadereyta, con su séquito, y es muy probable que, también, el futuro caste-
llano, don Alonso de Contreras.

II. — LOS TIEMPOS DE CADEREYTA (1635-1640):


DEFENSAS TERRESTRES O LA ARMADA DE BARLOVENTO

La llegada de ese nuevo virrey significó mudanzas esenciales en cuanto a la


estrategia militar imperial para el virreinato de México. Dicho de un modo
más brusco, se favoreció la defensa marítima en detrimento de la continental.
Ya el nombramiento de ese virrey era una señal clara, puesto que Lope Díez de
Aux y Armendáriz fue, antes que todo, un marino y, además, uno de los más
activos en la Carrera de Indias; de hecho, cuando fue general de las flotas de
la plata cruzó el Atlántico en veintiséis ocasiones32. Olivares y sus consejeros
lo habían elegido con plena conciencia, lo mismo que a Juan de Palafox poco
después, aunque con otras metas.
En cierta forma, y visto desde Madrid, por lo menos, las circunstancias
imponían el cambio de política. En este punto, hay que remontarse a los años
entre  1624 y  1629. Todavía, en  1649, cuando Palafox escribía su relación de
gobierno33, recordaba que
corriendo en pie la fidelidad de los blancos y nobles, corre riesgo entre
tanta diversidad de colores, naciones y condiciones, todas ellas con poca
luz de razón y ninguna vergüenza, de donde resultó el tumulto de 15 de
enero [1624] con el señor marqués de Gelves.

Añadía:
El cargo del virrey de estos reinos no tiene príncipes confinantes,
como el de Nápoles, Milán, Sicilia y gobierno de Flandes, donde es nece-
saria muy despierta y advertida atención para los puntos del estado.

31
Carta de Cerralbo de 18 de diciembre de 1634 (AGI, México, 31, N. 28).
32
Pérez-Mallaína, 2007, p. 289.
33
Instrucciones y memorias, p. 413.
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 211

La desconfianza hacia los de la tierra se acentuó todavía más a partir de 1629,


así como la preocupación, cuando la inundación golpeó la ciudad de México34.
Durante unos años las aguas la cubrieron; abandono, ruinas y pobreza fueron
el nuevo rostro que reemplazó la «heroica beldad» cantada por Bernardo de
Balbuena en otros tiempos35. En 1635, el estado de la ciudad era aún lamenta-
ble, recuerda Cadereyta más tarde: «Acudí al daño lastimoso que esta grande y
hermosa ciudad había recibido en la inundación de las lagunas que la rodean.
Arruinados la mayor parte de los edificios, y lastimados los que quedaron»36.
Por esos motivos —no poner un instrumento de guerra entre manos poco segu-
ras, no acrecentar el fardo de lejanos sujetos con gastos militares—, la Corona
debió recomendar desarmar tanto las tierras como las costas.
Por otra parte, el día de la Natividad de la Virgen, el 8  de septiembre
de 1628, España conoce uno de sus peores desastres militares y financieros,
cuando la flota holandesa captura lo esencial de la armada de la plata pro-
cedente de Veracruz en la bahía de Matanzas, al este de La Habana. Son
entre 80 y 90 toneladas de oro, y sobre todo plata, unos tres millones de pesos,
que cambian de destino. Esa derrota fue una sacudida para todo el sistema
imperial hispano. La historiografía ha tomado en cuenta sus repercusiones
para Europa en un momento crucial dentro de la Guerra de los Treinta
Años, pues fortalecieron a las Provincias Unidas, así como debilitaron
España y su dispositivo militar, en particular, Flandes. Pero las Indias no
podían quedar inmunes. Y más cuando pocos años después se acentuó la
actividad de los corsarios, que llegaron a ocupar las islas de San Cristóbal,
Nieves, San Martín y Curazao, aparte de amenazar Puerto Rico, Campeche
y Santa Marta 37. El virrey marqués de Cerralbo acrecentó
el cuidado que tenía de poner en defensa la fuerza de San Juan de
Ulúa para lo que pudiera suceder, y como envié a ella dos compañías
de las que estaban en esta ciudad, con que tiene más que los ciento
y cincuenta infantes que Vuestra Majestad me manda que le envié, y
juntamente se le remitieron las municiones y demás cosas que pidió
el castellano […] y también se envió orden a los alcaldes mayores
comarcanos para que en cualquier ocasión acudiesen al socorro con
la gente de sus distritos38.

Esta era la respuesta inmediata, desde el ámbito local, de quien tenía por
misión resguardar cada palmo de tierra. Pero Madrid hacía otro análisis y allí
dominaba otra preocupación. El eslabón débil en este descalabro había sido el
naval, por lo que el general Juan de Benavides lo pagaría con su vida; y, en todo

34
Sobre esa crisis y las tensiones que resultan, véase Hoberman, 1994.
35
«Argumento» (Balbuena, Grandeza mexicana, cap. i).
36
Instrucciones y memorias, p. 391.
37
Torres Ramírez, 1981, p. 35. Es curioso que no cite la derrota naval de Matanzas, pues
convierte esas expediciones en la principal motivación para crear la armada en 1636.
38
Carta de 25 de mayo de 1629 (AGI, México, 30, N. 14).
212 una vida después del discurso de mi vida

caso, garantizar la seguridad del flujo de los metales preciosos hacia Sevilla era
asunto marítimo. Por tanto, se debían de armar los mares hispanos, sobre todo,
en ese espacio del Caribe que era un verdadero avispero de enemigos.
Cadereyta llegó, por tanto, con órdenes precisas, aunque a la vez contra-
rias y complementarias, que puso en práctica de inmediato. En primer lugar,
desarmó la Nueva España:
Otro día de mi llegada a México y toma de posesión, hice la refor-
mación general de una compañía de infantería que hallé con cuerpo de
guardia en palacio, y de tres de presidio en la Veracruz con sus oficiales
mayores y menores […]. Recibiose este favor, honra y merced por todo el
reino con general aplauso.

La celeridad es indicio de las exigencias de la Corona, las cuales el marqués de


Cadereyta parece suscribir sin rodeos. Y, de un modo explícito, detrás de estas
medidas están, en 1628 y 1629, los moradores «teniéndolo por el mayor alivio de
sus desconsuelos de pérdidas pasadas en la mar y de la inundación»39. Sin embargo,
Cadereyta es consciente de los riesgos de tal política, «hallándose el reino des-
armado, ninguna oposición puede ser bastante, y así se debe prevenir armando
los vasallos», en realidad la élite detrás del conde de Orizaba, viejo servidor de la
Corona40. Notemos que tal expresión —«el reino queda desarmado»— le es suge-
rida por su antecesor, Cerralbo, mucho más preocupado por las medidas tomadas41.
En segundo término, el marino Cadereyta venía para armar el mar, o más en
concreto el Seno Mexicano y el conjunto caribeño. El espacio de mayor peligro,
donde enemigos de todo calibre acechaban las presas españolas, se encontraba al
este, en las pequeñas Antillas, por donde entran los alisios, es decir, a barlovento.
De hecho, el nombre de la armada encargada de vigilar y asegurar las diversas flotas
de la plata resultó ser, como es natural, armada de Barlovento y del Seno Mexicano.
A esta le corresponderían misiones de patrullaje en las que surcaría un amplio
espacio, de cerca de 4 000 kilómetros de este a oeste. Su creación era ya un viejo
proyecto, que empezó a tomar forma a finales del siglo xvi y principios del xvii.
Pero eran años de incertidumbre e improvisación —recordemos lo ocurrido a los
socorros de Filipinas de los años de 1616-1619—; en 1610, una flota construida en
La Habana para limpiar de piratas los mares de la región se incorporó a la armada
del mar Océano y, por tanto, se envió a España. Si la historia no se repite —volve-
mos al socorro de Filipinas de 1617—, por lo menos, tartamudea42.
En realidad, la armada de Barlovento esperaba la conmoción de Matanzas
y después la llegada de Cadereyta para nacer, en  1636. En su memoria de
gobierno, el marqués de Cadereyta recuerda los hechos: «Cumpliendo con

39
Carta al rey de 17 de abril de 1636 (AGI, México, 31, N. 40).
40
Ibid.
41
En su relación de gobierno, que termina de escribir en México el 17  de marzo de  1636,
Cerralvo menciona: «ahora trajo orden el virrey marqués de Cadereyta para reformar [las com-
pañías], y todo el reino queda desarmado», en Instrucciones y memorias, pp. 383-384.
42
Torres Ramírez, 1974, pp. 33-51.
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 213

las órdenes y mandatos que me fueron hechos, envié a Castilla 200 000 pesos


para compra de algunos navíos pertrechados». Para ello «conseguí el servi-
cio de 200 000 pesos de renta en cada año» sobre el conjunto del virreinato
y aún del Nuevo Reino de Granada: la Unión de Armas fue más efectiva en
las Indias que en el corazón mismo de la Monarquía43. En su relación de
gobierno, Palafox da algunas precisiones y matices, ya que, para lograr esa
suma, Cadereyta agravó la presión fiscal, pasando la alcabala del 4 % al 6 %
del valor de las ventas, lo que continuó su heredero el duque de Escalona. Al
final, Palafox, espíritu claro y crítico, es bastante pesimista sobre la armada,
sus misiones, la construcción de los barcos, los gastos que todo esto repre-
senta y su efectividad: ¿puede esto sorprendernos44?
En esos cambios y trastornos, ¿cuál sería el destino de San Juan de Ulúa?
La isla era un ser anfibio, por tanto, podía encontrar algún reacomodo y, de
hecho, al llegar, los ojos expertos de Cadereyta valoraron las potencialidades
defensivas de la mancuerna:
Aunque el puerto de San Juan de Ulúa por su naturaleza tiene
parte de su defensa por los arrecifes que cercan esta isla y por la arti-
llería de la fuerza para estorbar la entrada por los dos canales que
tiene para entrar en él, de creer es que el enemigo no querrá ponerse
a este riesgo pudiéndola hacer muy a su salvo y dar fondo en una
isla que está allí cerca, llamada Sacrificios, y desde allí con lanchas
echar su gente en tierra e ir marchando por la playa tres cuarto de
legua que hay a la ciudad y así mismo podrá echar gente en tierra, si
quiere por la banda de la Veracruz vieja para llegar a saquear el lugar
por las partes del sur y del norte sin temor de la artillería de los dos
baluartes [de la ciudad]. Pueden meterse entre los médanos de arena
que están algo distantes de la playa yendo al abrigo dellos hasta estar
casi sobre el lugar45.
Visto de cerca, este análisis, bastante ponderado y justo, era preocupante,
debido a que las defensas naturales de San Juan de Ulúa, en tiempos de aus-
teridad —siempre lo eran— y de renovación estratégica, no necesitaban de
mayor inversión. Es obvio que el punto débil era la ciudad de Veracruz, aquella
a la cual la política de reforma de las compañías de soldados traída por Cade-
reyta dejaba desarmada, como el resto del reino y como él mismo escribía en
la misma carta. Seguirían años de retraimiento para la mancuerna. A lo más,
parece, y siguiendo en ello la política de Cerralbo, Cadereyta empleó dinero
para hacer llegar de China —de Macao— artillería para Acapulco y el complejo
de Veracruz46. Es en este ambiente en el que Alonso de Contreras alcanzó el
cargo de castellano de San Juan de Ulúa.

43
Instrucciones y memorias, p. 393.
44
Ibid., pp. 419-424.
45
Carta al rey de 17 de abril de 1636 (AGI, México, 31, N. 40).
46
Instrucciones y memorias, pp. 383-384 y 393. Véase, también, Videira Pires, 1994, pp. 29-30.
214 una vida después del discurso de mi vida

III. — EL CAPITÁN ALONSO DE CONTRERAS,


PORTERO DE LA NUEVA ESPAÑA (CA. 1639-1641)

«Después de la llave, la portería». Esta metáfora tampoco es nuestra, es del


virrey Cerralbo quien califica de «porteros» a los castellanos de Acapulco y San
Juan de Ulúa47. No nos olvidemos de ella, ya que nos ayuda a entender que en
las Indias, por lo menos, cuando se trata de las fortificaciones que cierran sus
principales puertos de entrada, el militar responsable no es un simple caudillo
de presidio, sino que también cumple con otra misión, en particular de filtro,
pues debe vigilar lo que entra y lo que sale, respecto a hombres, noticias y mer-
caderías. Hasta pueden tener un papel en cuanto a la buena policía portuaria
y naval, cuando se les pide «cuiden de que no se alije lastre en las bocas de los
puertos»48. Por lo demás, no es una simple metáfora, la fortaleza es un universo
cerrado, al menos, en teoría. Así lo exige Felipe II cuando ordena «la puerta de
la fortaleza ha de estar siempre cerrada con llave y cerrojo», y no debe abrirse
más que por orden del castellano o alcaide49.
En el espacio confinado de su reducto, el castellano es soberano, según las
leyes militares. Sobre el mar que está a su puerta extiende su control. En 1675,
el castellano de San Juan de Ulúa, Fernando de Solís Pina y Mendoza, hace
levantar una información «sobre la inmemorial costumbre que ha habido
perpetuamente en el [castillo] […] cerca de las entradas y salidas de navíos y
embarcaciones que entran y salen en este puerto». Uno de los testigos, un arti-
llero con treinta y tres años de experiencia, testimonia:
Es que luego que descubre vela, los señores castellanos de este castillo
o las personas que lo gobiernan han enviado y envían barco o lancha con
alguna infantería y un cabo a reconocer dicho navío, y que este cabo lleva
la orden de lo que ha de hacer conforme fuere el navío.

No siempre los barcos se muestran dóciles y, a veces, deben recurrir a


cañonazos o mosquetazos. En cuanto a los navíos que salen, el alcaide envía
hacer la última visita «para ver si va en dicha embarcación cosa o persona
prohibida»50. Hasta le corresponde controlar la correspondencia, así como
visitar los barcos de aviso y apartar el correo que pueda parecer sospechoso,
como en 1630, cuando el virrey Cerralbo intenta impedir la comunicación
del arzobispo de México con España 51.
Pero tierra adentro, y para evitar que se extienda la sombra impositiva de
dicho oficial, su poder desaparece. En  1606, Felipe  III ordena que «provea y
nombre el virrey alcalde mayor de la Veracruz Nueva que sea distinto y separado

47
Instrucciones y memorias, p. 384.
48
Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, ley 6, tít. 43, lib. 9.
49
Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, ley 36, tít. 8, lib. 3. En la documentación, los
términos «alcaide» y «castellano» son equivalentes.
50
AGI, México, 48, R. 1, N. 43.
51
AGI, México, 30, N. 32.
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 215

del alcaide», y enfatiza la Real Cédula de 1603 que prohibía ya que los alcaides
fueran, al mismo tiempo, corregidores «ni otros oficios de juzgado ordinario»
en cinco leguas alrededor de su fortaleza52. Estas medidas se dictaron debido
a los excesos de dos castellanos de San Juan de Ulúa, nombrados por el virrey
marqués de Montesclaros, que fueron, al mismo tiempo, justicias mayores de
Veracruz, de lo cual «resulta recibir la ciudad y vecinos daño». Sin contar con
el riesgo de que, al dedicarse más a ella, pusiesen en peligro la fortificación:
¡De los 40 soldados del reducto, uno de los alcaides se llevó 33 a Veracruz53!
Por supuesto nada era del todo estanco, puesto que el castellano era depo-
sitario de cierto poder y representación militar, que podía ejercer vigilancia,
entre otras cosas. La llegada de la flota despertaba de su letargo a la ciudad,
entre marinos, mercaderes, arrieros y demás buscavidas. En  1622, el virrey
dirigió un mandamiento al castellano de San Juan de Ulúa:
Que de los soldados que en [la ciudad de Veracruz] están alistados
saque cincuenta de ellos a la tarde […] y pongan un cuerpo de guardia
en las casas de cabildo de la dicha ciudad para que por este camino no se
habiten los desórdenes, pendencias y otros atrevimientos54.

El cargo de castellano, de cuyo nombre procede la función, es decir,


estar al cuidado de un castillo, en este caso real, supone algo más que ser
simplemente un profesional de las armas, significa una lealtad firme a la
Corona, es como una reminiscencia de los tiempos del feudalismo y del
vasallaje. Carlos Quinto aún lo recordaba en  1548 cuando mandaba que
«hagan pleito homenaje ante un caballero hijodalgo […] o ante el goberna-
dor de la provincia». Esto en una ceremonia heredada de tiempos medievales,
en la que se insiste en la fidelidad absoluta, la total entrega: «El cual pleito
homenaje se haga, tomando entre sus manos las dos del alcaide el que reci-
biere el pleito homenaje»55. En su Política de escrituras publicada en México
en  1605, Nicolás de Yrolo ha dejado una descripción precisa de tal cere-
monia, y añade, en una glosa, las cualidades que se esperan del castellano:
«Persona de fuerte, animoso y esforzado, fiel y leal y tan constante que
por el recelo de los males futuros no deje de cumplir con las obligaciones
presentes»56. Es una práctica que sigue vigente en el siglo  xvii, de hecho,
en  1638, en la real provisión que nombra a don Nicolás de Velasco, se le
exige «el juramento y pleito homenaje» frente al virrey 57.
Sin embargo, a pesar de ser un nombramiento sensible, la Corona no fijó una
regla clara en cuanto a su elección. Parece que, en general, la dejó en manos
de los virreyes y así lo indica la Real Cédula de 1606 ya citada para el alcaide de

52
Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, leyes 11 y 12, tít. 8, lib. 3.
53
AGI, México, 26, N. 406.
54
Montero, 1997, pp. 72-73.
55
Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, ley 3, tít. 8, lib. 3.
56
Yrolo de Calar, La política de escrituras, pp. 161-162.
57
AGI, Indiferente general, 454, L. A21, fos 130-131.
216 una vida después del discurso de mi vida

San Juan de Ulúa58. De un modo inesperado, en tiempos del virrey Cerralbo,


el rey cambió las reglas del juego. Debido a una carta de  1631 que escribe a
Felipe IV, nos enteramos de que el marqués debió quitar el cargo a Alonso de
Guzmán, que había nombrado, para restituirlo al capitán Alonso (?) de Vertiz
según órdenes reales59. En 1634 ya está más molesto el virrey, pues dos oficiales
le han presentado nombramientos del rey para San Juan de Ulúa y Acapulco,
motivo por el que se queda muy mortificado su candidato para San Juan de
Ulúa y, también, Cerralbo. Este representa al soberano «razones que tengo por
fuertes para tener por conveniente que la provisión de estos castillos se deje a
los virreyes», pero que no precisa60. Una vez deja el cargo, en 1636, se puede
expresar con más libertad:
Para los castillos de San Juan de Ulúa y Acapulco se sirvió Su Majes-
tad enviar proveídos castellanos y se les entregaron. Entonces dije a Su
Majestad que parecía cosa fuerte, habiendo de dar el virrey cuenta de la
casa, quitarle la ejecución de los porteros, lo mismo digo ahora que no
soy virrey, y que quitar a los que fueren la provisión de oficios siempre
tendrá inconveniente, supuesto que la esperanza de obtenerlos ayuda
mucho a la obediencia respeto del virrey61.

La resistencia del virrey Cerralbo en el plano local, las circunstancias que


siguen a la llegada de Cadereyta —como veremos—, pero también la extrema
dificultad de organizar los tiempos y las distancias de una administración casi
planetaria, así como las circunstancias humanas, permitirán que, poco después,
cuando Contreras esté en Nueva España, alcance el oficio, aunque la capa esté
algo flotando sobre sus espaldas. Se darán dos series de nombramientos en
paralelo: una oficial, en Madrid, a favor de alguien que no tiene prisa por cruzar
el océano y otras efectivas, en Nueva España, en las que Contreras se halla al final
de la cadena. Es una manera de proceder ilustrativa y otra ocasión de penetrar en
los mecanismos de la maquinaria imperial62.
El 27  de julio de  1637, a través de una carta, Cadereyta informa al rey de la
muerte de Juan Alfonso Crestín de Castilla, a quien el soberano había nombrado
castellano de San Juan de Ulúa en 1634. Queda su mujer con ocho niños «tan
desamparados y pobres […], le di una ayuda de costa que no salió de la hacienda de
Vuestra Majestad», lo que Felipe IV agradece por duplicado. Cadereyta nombra a
uno de sus allegados, Martín Duarte Fernández, quien durante treinta y un años fue
su almirante, «desacomodado y su caudal consumido y empeñado su mayorazgo y
con imposibilidad de poder volver a Castilla». Para un estómago tan hambriento,

58
Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, ley 11, tít. 8, lib. 3.
59
Carta de 21 de agosto de 1631 (AGI, México, 30, N. 36).
60
Carta de 18 de diciembre de 1634 (AGI, México, 31, N. 28).
61
Instrucciones y memorias, p. 384.
62
En 1645, Juan Díez de la Calle, oficial mayor de la secretaría de Nueva España menciona el
cargo como de nombramiento real, tiene razón, pero la práctica es más dúctil, véase Berthe,
Calvo, 2011, p. 139.
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 217

el castillo parece poca cosa, y se prevé que busque mejor rancho «con uno de los
gobiernos destas provincias con que recuperará el aprieto en que se halla»: más vale
ser claro…63 El Consejo de Indias tiene su candidato, que es nombrado en marzo
de 1638, Nicolás de Velasco y Altamira, es decir, alguien que reúne sobre su cabeza
dos de los apellidos más sonados de Nueva España, cuyo abuelo materno era Luis
de Velasco, el que fue virrey y presidente del Consejo de Indias. Nicolás de Velasco,
además, estuvo en las guerras de Flandes, por lo menos desde tiempos de Felipe III,
otra garantía. Pero, por eso mismo, se encuentra en España, sin prisa para regresar
a Nueva España64. Esto deja un espacio de maniobra a Cadereyta.
En efecto, el interinato de Martín Duarte es breve, pues busca mejor suerte.
Cadereyta tiene que hacer otro nombramiento y lo lleva a cabo en la persona de don
Nufio de Colindres, cliente del arzobispo de México y, por tanto, enemigo jurado
del anterior virrey Cerralbo que lo marginó. Pero, en mayo de 1638, Colindres, dice
el marqués, «con los accidentes del tiempo estaba retirado de todo género de pre-
tensiones», lo cual, sin duda, era un eufemismo65. El hecho es que don Nufio, como
«corregidor y capitán a guerra de la ciudad y puerto de San Juan de Ulúa», fue un
total fracaso. Notemos lo extraño del título, bordeando la ilegalidad —tal conjun-
ción de poderes de gobierno y militar está prohibida desde 1603—, que se salva por
la omisión del cargo de castellano o alcaide en él. En resumen: «A más de dos meses
de tomada la posesión [Colindres] hubo cosas de su proceder en atravesar todo
género de mercadurías que entraban y salían en él y no le excusaban de tener parte
en la alhóndiga y abastos». «Siendo necesario echase fuera de la jurisdicción a don
Nufio»66. El cambio de virreyes era la ocasión de reciclar a individuos marginados
en las clientelas anteriores. No siempre resultaba un éxito, ya que hacía demasiado
tiempo que don Nufio esperaba «que se le diera de comer».
Es decir, a mediados de 1638, el marqués de Cadereyta busca un candidato
para San Juan de Ulúa, sin demasiado apetito ni demasiado pasado en Nueva
España, y que se acomode a una situación ambigua, ya que existe en Madrid un
castellano nombrado. Don Alonso ha cumplido de un modo razonable en sus dos
años en Sinaloa, no tiene familia ni antecedentes en el reino, llegó con el virrey y
con su carta de recomendación por parte de Felipe IV, tiene buena plana militar
por los campos de batalla europeos, es hombre de mar y tierra, y de experiencia
con sus 56-57 años, y aun siendo caballero de la Orden de Malta, no puede por
sus orígenes familiares ser demasiado exigente. Es el castellano idóneo.
Aunque esto no quiere decir que sea el único candidato para ser alcaide de San
Juan de Ulúa. En un cargo como ese la fidelidad es el criterio esencial y la Corona
espera encontrarla por dos vías. La primera es la sangre, pues entre los anteceso-
res de Contreras hay un grupo de jóvenes aristócratas, aunque ya algo fogueados.

63
AGI, México, 33, L. 2, fos 196v-197r.
64
AGI, Indiferente general, 454, L. A21, fos 130-133; e Indiferente general, 451, L. A11, fo 177.
65
Los «accidentes del tiempo» son una serie de enfrentamientos en 1629 con Cerralvo sobre
el oficio de corregidor de México (Punto 17 de la carta de Cerralvo al rey de 25 de mayo de 1629,
AGI, México, 30, N. 13).
66
Carta de 12 de julio de 1638 (AGI, México, 34, N. 21, fo 330).
218 una vida después del discurso de mi vida

El rival indirecto de Contreras, Nicolás de Velasco Altamirano, nos lo recuerda.


Hay otros castellanos de muy buena estirpe, que mencionaremos a continuación.
Apenas llegó a Nueva España el mariscal de Castilla, Carlos de Luna y Arellano,
con el fin de recoger las encomiendas de su padre, se fue al mar del Sur para
enfrentar a Francis Drake, con su gente, sus armas y sus caballos (1579). Después
de tres años como alcalde mayor de Oaxaca, luchó nueve meses en el norte
contra los indios de guerra «matando y prendiendo muchos que eran entre ellos,
caudillos famosos, y más de doce capitanes de manera que en el dicho tiempo
estuvo la tierra muy segura y guardada»67. Como él mismo mencionaría más
tarde, «gobernando en este reino de Nueva España el marqués de Villamanrique
me nombró por castellano de la fuerza y puerto de San Juan de Ulúa», es decir,
entre 1585 y 1589. Según sus declaraciones fue uno de los primeros en plantear
el paso de una simple cortina a un reducto, además de proponer que se edificara
una segunda muralla: «Así para seguridad de dicho puerto como para abrigo del
viento y mar»68. Por supuesto, su carrera continuó y fue un discutido gobernador
de Yucatán más adelante (1604-1612). Para seguir con sus afanes arquitectónicos,
fue, también, el autor de un plan de fortificaciones en Campeche69.
Rodrigo de Vivero fue aún más emblemático, pues era pariente de los dos
virreyes Velasco de Nueva España. A los catorce años se alistó en las galeras del
marqués de Santa Cruz, en el Mediterráneo y, en 1580, estuvo bajo las órdenes
del gran duque de Alba, en la frontera con Portugal. Después, volvió a Nueva
España, su tierra natal, luchó durante diez años contra los chichimecas en el
norte y uno que otro inglés en la costa. En 1595, con treinta y un años de edad
logró, por fin, su primera recompensa, como castellano de San Juan de Ulúa.
Después irá de mando en mando —Durango, Manila, Panamá—, para termi-
nar una vida cargada de honores como conde de Orizaba70.
El tercer caso es de la misma tinta, pero un poco más problemático: Pedro Vélez
de Guevara, hijo menor del conde de Oñate. Nació en 1586, sirvió desde 1607,
primero en Milán donde fue dos veces capitán de infantería española, hasta que
lo hirieron de un mosquetazo. Después, pasó a Nueva España con recomenda-
ción del rey en 1621, donde se le dio de inmediato el cargo de castellano de San
Juan de Ulúa, que ocupó hasta 1624, momento en el que le sucedió el malogrado
general Juan de Benavides. Don Pedro regresó, entonces, a España, hasta que
en 1631 volvió a las Indias, como alcaide de Portobelo. Lo que no le resultó muy
bien, ya que acabó mandado preso a España y sus bienes embargados71.
En realidad, de los personajes aquí reseñados, sólo Vivero sale bien parado
y no comentaremos el caso de Benavides, el derrotado de Matanzas, que fue
ejecutado en 1634. Es decir que la Corona tenía otro perfil para sus posibles

67
Su relación de méritos de 1585 (AGI, Patronato, 788, N. 2, R. 4).
68
Declaración en México de 22 de octubre de 1620 (AGI, México, 29, N. 44, fo 9).
69
AGI, Mapas y planos, México, 57 y 57bis.
70
San Antonio, Vivero, Relaciones de la Camboya y el Japón, pp. 21-23.
71
Se puede rastrear el personaje en AGI, Indiferente general, 161, N. 86; Contratación, 5375,
N. 2; Contratación, 5410, N. 20; Panamá, 229, L. 3, fos 94v-95r.
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 219

candidatos, al cual corresponde precisamente don Alonso de Contreras y sus


ya cerca de sesenta años: oficiales cargados de años y experiencia, que hubieran
demostrado su lealtad a lo largo del tiempo. Es el caso, asimismo, de Martín
Duarte Fernández, uno de los inmediatos y efímeros antecesores de Contreras,
como vimos, quien fue durante treinta y un años almirante de las flotas de la
plata. Es el mismo marco para Francisco de Castrejón72, cuando lo nombran
castellano en 1655:
Sirve a Su Majestad de veinte y ocho años a esta parte en la armada
real del mar océano, Cataluña, Alemania, Flandes, Estado de Milán y
reino de Nápoles, pasando por los puestos de soldado, alférez y capitán de
infantería española, capitán de caballos corazas, comisario general de la
caballería del reino de Nápoles, que sirve en el estado de Milán.

También estuvo en la batalla de Nördlingen (1635) y demás sitios y socorros


de la Guerra de los Treinta años. Es nombrado castellano del puerto en 1658 y,
según José Antonio Calderón Quijano, sería uno de sus más notables respon-
sables73. Tal vez por eso murió en la cárcel de México en 1663, injustamente
perseguido por el virrey conde de Baños. El más longevo en la plaza, y no el
menos corrupto, es su continuador Fernando de Solís Pina y Mendoza, alcaide
de San Juan de Ulúa de 1664 a 1683, combatiente en la frontera portuguesa,
en los disturbios de Nápoles (1647), en España (Badajoz), herido varias veces,
«impedido de un brazo»74. Es, entre ellos, los curtidos al servicio del rey, donde
se encuentran las mejores elecciones para el cargo, aunque aquí no fue el caso,
pues le achacan buena parte de la responsabilidad por la ocupación de Veracruz
del pirata holandés Lorencillo en 168375.
Por supuesto, siempre hay alguna que otra anomalía, algún que otro error
o desvío, pues ya nos enteramos del asunto de Nufio de Colindres, en tiempos
de Cadereyta. Ver aparecer a don Andrés de Aramburu en la nómina puede
causar extrañeza para quien conoce al personaje, un caballero del hábito de San-
tiago cuya carrera militar fue limitada, pues sirvió de 1633 a 1640 como simple
soldado en la armada de la Carrera de las Indias. En esa fecha, se le hace mer-
ced del oficio de tesorero de la caja real de Veracruz. Ese mismo año, el virrey
duque de Escalona lo nombra capitán de infantería para el socorro de Filipinas,
a donde nunca fue, por supuesto, mas sí conservó su plaza de oficial real, hasta
que, en 1648, es probable que gracias a las intrigas, el virrey y obispo de Yucatán
le concediera el cargo de castellano de San Juan de Ulúa. La presa no era todo
lo apetitosa que él deseaba, no obstante, logra entrar en la clientela del virrey
conde de Alba de Liste y recibe la muy jugosa alcaldía mayor de Villa Alta (1652),
donde da toda su medida como oficial corrupto y opresivo. Y esto es así hasta el

72
O Castejón, véase Ragon, 2016, pp. 195-197.
73
AGI, Indiferente general, 116, N. 34; Calderón Quijano, 1984, pp. 49-72.
74
AGI, Indiferente general, 119, N. 89.
75
García de León, 2014, pp. 119-122.
220 una vida después del discurso de mi vida

punto de que el recién llegado virrey duque de Alburquerque lo destituye. En la


sierra zapoteca no olvida sus tiempos como castellano y manda al castillo a los
indios opositores que caen entre sus garras. Como Aramburu es indestructible,
logra reacomodarse con Alburquerque, quien al final lo que le reprochaba era no
pertenecer a su camarilla. Regresó a Veracruz como oficial real76.
¿Y nuestro castellano Alonso de Contreras? Su estancia en la isla es bastante
más transparente, por no decir casi que pasa inadvertida en la documentación,
lo cual es signo de una actividad poco comprometida, aún menos que en el
presidio de Sinaloa, donde dejó alguna que otra huella. Aquí, ni siquiera pode-
mos disponer de una cronología precisa. ¿Lo nombró, como se puede pensar,
el marqués de Cadereyta en la segunda mitad de 1638? Tal vez más tarde. Lo
cierto es que era todavía castellano al llegar el duque de Escalona77, el cual
desembarcó en junio de 1640. «Luego como llegó trató de disponer la armada
de Barlovento […] por hallarse tan infestados de corsarios que de ninguna
manera se pueden manejar». Para poner en pie una escuadra naval, reúne el
30 de junio una junta en la fuerza de San Juan de Ulúa, en la cual participa su
castellano, Alonso de Contreras78.
Pero, a principios de 1640, el titular oficial, Nicolás de Velasco, se dice deci-
dido a cruzar el océano, y el rey manda una real cédula recordatoria de su
nombramiento a las autoridades de Nueva España, ya que el oficial está presto a
salir en la flota de ese año, acompañado de seis criados. Contreras se conformó
con un servidor en 1635: son otras calidades o estatus social79. Lo más seguro
es que Contreras dejara el cargo en el transcurso de la segunda mitad de 1640.
La realidad es que el 1 de febrero de 1641, Contreras, ya en México, está
gestionando el reembolso de cierta suma empleada «en reparos de la fuerza
de San Juan de Ulúa». Es una suma de 940 pesos, comparable a la de Sinaloa,
y gastada en las mismas condiciones: «pagándolos de su hacienda el dicho
castellano, todavía se debía considerar haber sido sin orden del gobierno»,
observan los oficiales reales80. Pero San Juan de Ulúa no es el presidio de
Sinaloa, y tal cantidad, sobre dos años (1638-1640), es el reflejo de un com-
promiso limitado. Y, sin embargo, las necesidades eran urgentes, tras años
de desentendimiento, acentuados en tiempos de Cadereyta. Así lo escribe el
virrey conde de Salvatierra, quien desembarcó en 1642:
La fuerza de San Juan de Ulúa, aislada y por estar combatida por
todas partes del mar y vientos, estaba con tan grandes huecos de los
sillares que habían desunido los tiempos en los principales lienzos de
ella, que obligaban a tener ruina81.

76
AGI, Indiferente general, 120, N. 72; Calvo, 2010, pp. 90-94.
77
Así dice la documentación (AGN, Reales Cédulas [duplicadas], vol. 49, exp. 136 [1]).
78
Carta al rey de Escalona de 25 de noviembre de 1640 (AGI, México, 35, N. 13).
79
AGI, Indiferente general, 454, L. A23, fos 87-88; y, Contratación, 5422, N. 31.
80
AGN, Reales Cédulas [duplicadas], vol. 49, exp. 136 [1].
81
Instrucciones y memorias, p. 322.
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 221

En cuanto al armamento, según la memoria del castellano, en febrero de 1643


es insuficiente, pues cuentan con alrededor de 500 quintales de pólvora necesa-
rios —nos acercamos a la cantidad nada despreciable de 25 toneladas—, aunque
no hay más que unos 70 en buenas condiciones, apenas hay picas en estado de
servir y falta artillería «de alcance para defender las bocas de las barras»82.
Desde las murallas del presidio de Sinaloa, el capitán no veía más lejos que
los ríos Yaqui y Mayo y, en el mejor de los casos, las costas de California. Desde
la cortina de San Juan de Ulúa, la mirada era casi infinita. Es que por sus fun-
ciones, y a través de sus castellanos, el puerto vivía al ritmo de las olas y los
vientos que recorrían la Monarquía. En unas pocas varas cuadradas se acu-
mulaban las experiencias y los recuerdos procedentes lo mismo de Flandes,
de Italia o del norte de Nueva España. Hasta se alcanzaba a oír el nombre de
Filipinas. Allí, sangre azul y canas aparecidas en los cuarteles podían alternar,
aunque siempre sobre un fondo de laureles cosechados en los campos de bata-
lla. ¿Era este el mundo de don Alonso? Sin duda. ¿La experiencia indiana fue
del todo satisfactoria para él? Para poder contestar, falta el último tramo.

IV. — DON ALONSO DE CONTRERAS, SARGENTO-MAYOR


DEL REINO DE NUEVA ESPAÑA

Hacia  1645, en todo el virreinato de la Nueva España se localizan unos


4  177  soldados, pero la inmensa mayoría se encuentran concentrados en el
Caribe y Filipinas83. El reino de Nueva España no es «los Flandes indianos»;
no hay tercios, sólo algunas guarniciones y compañías que, además, Cadereyta
reformó en parte. Abundan los títulos militares, de maestre de campo para
abajo, pero se refieren a las milicias, y casi están entre las manos de los comer-
ciantes y hacendados, a lo largo del territorio. Sin embargo, el virrey, para la
gestión de los asuntos militares, necesitaba de un apoyo y asesoramiento, por
lo que existía un estado mayor a su lado, cuyas personalidades principales eran
el maestre de campo del reino —llegando a Nueva España, Cadereyta nombró
en 1635 al viejo conde de Orizaba84— y el sargento mayor. En un tercio, el sargento
mayor, segundo oficial, estaba encargado de la administración, buen orden y
justicia. Era la misión de su equivalente a nivel virreinal85.
Esta fue la última prebenda de la que se benefició Contreras, al menos, en 1642,
ya que el 28 de junio —todavía Escalona es virrey y fue quien lo nombró— pre-
senta una petición autógrafa en la real sala del crimen de la Audiencia de México:

82
Memoria del castellano don Nicolás de Velasco y Altamirano al virrey, 9 de febrero de 1643
(AGI, México, 35, N. 25).
83
Berthe, Calvo, 2011, pp. 40-41.
84
AGI, México, 31, N. 40.
85
Por una ley de 1625, al morir el gobernador o capitán general «las materias de la guerra en
mar y tierra queden y estén a cargo del sargento mayor de la provincia en el ínterin» (Recopila-
ción de las leyes de los reinos de las Indias, ley 9, tít. 11, lib. 3).
222 una vida después del discurso de mi vida

El sargento mayor del reino don Alonso de Contreras digo que su


Excelencia tiene resuelto que Vuestra Alteza86 juntos con don Martín de
Ribera87 y yo se tome resolución con los juegos que me pertenecen como
a tal sargento mayor del reino, y todos mis antecesores han tenido las
casas de conversación que les ha parecido y todos los juegos de argolla88
y las bolillas89 que están en la plaza. Y aunque es verdad que siendo pre-
sidente de Castilla el señor don Francisco de Contreras90, y estar en la
corte de Su Majestad, se me permitió el juego de bolillas con las demás
[casas] de conversación, como es notorio, y hoy las tiene el sargento
mayor de Madrid, que el señor don Francisco de Rojas91 sabe muy bien
esto, pues se [ha] hallado en aquella corte a la sazón. Y aquí se ha puesto
inconveniente, no las ha ya por el escándalo que dicen hay, y que en toda
la ciudad hay infinitos juegos diciendo son del sargento mayor. Y porque
deseo en primer lugar el gusto de su Excelencia a que mira evitar escán-
dalos, si a Vuestra Alteza les parece conveniente se quite las bolillas, se
ejecute, y de todos los juegos de argolla que hay se le permitan cuatro,
y cuatro casas más para una conversación honrada, y que nadie tenga
juegos de trucos sin mi licencia, pues no son de escándalo. Y para que
nadie tenga semejantes juegos diciendo son míos, en estas de mi permi-
sión tengan una cédula firmada y sellada con el sello de mis armas. Y el
que no la tuviere procedan los ministros de Vuestra Alteza como fueren
servidos. Y con esto podré lucirme y pasar. En todo será lo que Vuestra
Alteza ordenaren que será lo acertado y conveniente y recibiré merced92.

En esta ocasión nos da una diminuta apertura sobre su vida en Madrid,


entre 1621 y 1627, pues no sólo conoció a Lope de Vega e iba arrastrando la capa
por las calles, sino que también se aprovechó de la protección de otro Contreras
(véase nota 91), aparte del secretario del Consejo de Indias Juan Ruiz de Con-
treras93. Ese tremendo guerrero que fascinó al Fénix de los Ingenios, también
disfrutó entonces de ganancias algo más que mercantiles. Ese solitario siempre
supo hacer timbrar su apellido, aun desde sus orígenes modestos. Es posible
que también uniera a los dos Contreras una misma enemistad hacia Rodrigo
Calderón, que el viejo Francisco de Contreras contribuyó a llevar al patíbulo94.

86
Se refiere a la Audiencia.
87
En 1643, es contador del tribunal de cuentas (AGN, Reales Cédulas [duplicadas], vol. 16,
exp. 120).
88
Real Academia Española de la Lengua (RAE): «Juego que consiste en hacer pasar por una
argolla de hierro clavada en tierra, unas bolas de madera que se impelen con unas palas».
89
Es probable que se refiera al juego de bolos: «Juego que consiste en derribar el mayor número
de los bolos que se ponen derechos en el suelo» (RAE).
90
Don Francisco de Contreras y Ribera fue presidente del Consejo de Castilla entre septiem-
bre de 1621 y marzo de 1627. De cierta forma, era el segundo personaje del Estado.
91
Oidor de la Audiencia de México, véase Bakewell, 1976, p. 272.
92
AGN, Indiferente general, sección criminal, c. 1458, exp. 14.
93
Véase el cap. iv de este libro: «Levarse con la armada».
94
Sobre el conflicto entre Calderón y Alonso de Contreras, véase Contreras, Discurso de mi
vida, p. 159.
de castellano de san juan de ulúa a sargento mayor… 223

Pero no debemos caer en algún anacronismo fácil y sonreír al pensar


en nuestro héroe reducido al rango de bodeguero o cantinero. En primer lugar, el
reclamo de don Alonso es legítimo, según las leyes de Indias, que desde 1613
ordenan a los gobernadores «dejen a los sargentos mayores gozar los aprove-
chamientos que hubiere de las tablas de juego en los cuerpos de guardia»95.
Simplemente, se extiende el privilegio de los cuarteles a la sociedad en su con-
junto, al tratarse del sargento mayor del reino. Y, en un mundo en el que
mucho está por definir, donde hasta los estatutos se pueden acomodar 96, no
hay escándalo ni sobre todo deshonra cuando algunas funciones y activi-
dades se mezclan. No nos debe extrañar tampoco que, en su vejez, Alonso
supiera contar y ver con precisión dónde estaba su interés; de realizarse lo que
pedía, se hubiese convertido en el magnate de los juegos en la ciudad de México.
Cuarenta años después, estamos muy lejos del joven derrochador y desorde-
nado de las luchas contra los musulmanes97.
Los juegos ocupan un gran lugar en la sociedad del Antiguo Régimen, pero
siempre nos centramos en los naipes y el gran provecho que la Monarquía
y gente de poder podían sacar de ellos. Pero aquí se amplían las perspecti-
vas, puesto que es toda una convivialidad abierta que se presenta, en la plaza
mayor, pero también a través de la ciudad. Argollas y bolos son ejercicios al
aire libre, que descansan sobre habilidades, que todos pueden disfrutar, sea
participando, sea mirando y comentando.
Queda algo que conocemos mal todavía y que, sin duda, fueron los centros
de sociabilidad más importantes, ancestros de nuestros cafés del xviii y de
los casinos pueblerinos españoles de los siglos xix y xx: las casas de conver-
sación, que Contreras llama «honradas», mas ¿había otras? El Diccionario
de Autoridades (1729) las define como el lugar «donde se juntan varias per-
sonas a divertirse, pasando el tiempo en conversar o en jugar: la cual no
suele estar abierta a todos, como lo están las casas de juego», equivalente
del club inglés por lo tanto. Pero la mejor descripción la da en el siglo xvii
el costumbrista don Juan de Zabaleta en el capítulo que dedica al tahúr. Por
eso mismo, su moralismo tiende a transformarlas en simples casas de juego,
aunque no se olvida de su nombre.
Entre [el tahúr] en la casa de conversación, y halla hombres, que solo
madrugan a hablar, a decir lo que han soñado madrugan, no como
sueño, sino como nueva. Por parecer noticiosos, no se les da nada de
ser mentirosos98.

95
Recopilación de las leyes de los reinos de las Indias, ley 26, tít. 10, lib. 3.
96
Nuestro plebeyo Contreras terminó dentro de la nobleza, cierto es en su último rango y
consciente de ello. Lo recuerda el respeto que demuestra a su esposa, viuda de un oidor: «era
tanto el respeto que la tenía que a veces, fuera de casa, no me quería cubrir la cabeza delante de
ella», Contreras, Discurso de mi vida, p. 137.
97
Ibid., pp. 78-79.
98
Procede del cap. x de Día de fiesta, en Zabaleta, Obras históricas, políticas, filosóphicas,
p. 207.
224 una vida después del discurso de mi vida

Al final, el cargo podía ser un buen asidero, con lustre y provecho, pero no
estamos seguros de que fueran esas funciones burocráticas las que había ido a
buscar Alonso de Contreras a esa lejana Nueva España. Además, menos de un
mes después, don Juan de Palafox ha tomado preso al virrey duque de Escalona
y, a finales de 1642, llegará el conde de Salvatierra. Eran otras clientelas, otros
pretendientes, y otra vez el viejo soldado debió de perder su empleo. Entrar en
las miras del conde de Salvatierra requería tiempo, buena disposición, y todo
dentro de perspectivas dudosas. En tres años, Contreras vio pasar por México
tres nuevos virreyes y la paciencia y la resignación, lo sabemos por la lectura de
su Discurso de mi vida, no formaron nunca parte de sus virtudes cardinales. Y no
cabe duda de que la experiencia de haber sido un castellano desplazado al poco
tiempo, porque de repente llegaba de España otro con rancia alcurnia, le debió
hacer reflexionar con amargura: se aceptó a la mesa al hijo de Juana de Roa y
Contreras, pero resultó ser en un extremo de esta. Habían pasado más de siete
años en Nueva España, con cierto provecho, pero con los repetidos cambios de
virrey, siempre se tenían que urdir de nuevo los hilos en el telar.
Y es cuando, a finales de 1642, tomó la decisión de regresar a la vieja Europa,
tal vez en uno de sus arranques de ira, frustración y amargura. En diciembre
de 1642, es decir, apenas ha arribado Salvatierra en la ciudad de México, Con-
treras solicita licencia para volver a España, la cual le es concedida aunque el
virrey diga lamentar la pérdida «de soldado de tanta importancia»99. La última
huella que tenemos de su paso por Nueva España es del 10 de enero de 1643,
cuando solicita el reingreso de 1 000 pesos como finiquito de su oficio como
capitán de Sinaloa100. Lo volvemos a percibir, ya en la Península, cuando el 9 de
enero de  1645 se recibe en Madrid su última relación de méritos, dispuesto
como siempre a emplearse en el real servicio101. Después, su sombra se diluirá y
sólo nos quedara su estampa a través del Discurso de mi vida.
Recordemos al viejo Alonso, de regreso a España, inclinado sobre su mesa,
abriendo por última vez sus cuadernos, dictando lo que fue el fin del año de 1633.
Se acerca a los años de su estancia en las Indias, ¿va a seguir relatando? Pero
¿qué hay que contar, para un hombre que, según Ettinghausen, «allá donde va,
triunfa»102? ¿Dónde está el triunfo en ese período indiano? Sobre «los desnu-
dos», o indios bravos, de Sinaloa, en medio de espacios agrestes, contemplando
el mar del Norte desde la fuerza de San Juan de Ulúa, dando recomendaciones y
cobrando de los jugadores de argolla o bolos de la plaza mayor de México… ¿O
no será mejor cerrar, para siempre, el manuscrito, aunque se quede al principio
de una frase, sin acabar?

99
Su relación de servicios de enero de 1645, en Ettinghausen, 1975, pp. 315 y 317.
100
AGN, Reales Cédulas [duplicadas], vol. D49, exp. 473, fos 283v-284r.
101
Véase la relación en Ettinghausen, 1975, pp. 315-318.
102
Ettinghausen, 2015, p. 106.
CUARTA PARTE

NUEVOS MUNDOS, MISMOS UNIVERSOS


¿Para qué sirve un título, señor licenciado? Muchas veces se habrá
formulado esta pregunta1. Y, de forma invariable, se habrá contestado: es un
escaparate, es un gancho. Algunas veces habrá añadido: es un esfuerzo, lo más
tenso posible, para sintetizar, brindar el corazón encarnado del fruto. Es lo que
se proponía en tiempos barrocos, con títulos tan largos como días sin pan,
donde se vaciaba casi todo el contenido de la obra y, por tanto, se ofrecía un
ejercicio intelectual al lector, consistente en reconstruir toda la argumentación
desde la página del título. El frontispicio, como un emblema, permitía el mismo
juego. Y voy a añadir que esa llave que introducía, asimismo, encerraba en sí
algo de la conclusión. Aunque, en algunos casos, el título no tenía otra función
que la de desorientar al lector. El ejemplo mejor estudiado es, por supuesto, el
de Rojo y negro de Stendhal2.
En este caso, ¿de qué lado situarlo? ¿Como tentativa para orientar al lector, o
como veleta que gira al viento, sin mayor efecto que el de hacerse ver? Es posible
que hayamos buscado el primer término y sólo logrado el segundo. Lo cierto es
que llegamos al fin de nuestra encuesta, siguiendo a lo lejos los pasos de algunos
soldados, sobre todo, de Alonso de Contreras, y eso de Malta a Sinaloa, e indi-
rectamente de Constantinopla y Orán a Goa y Manila. Fueron vidas enteras,
que no medían, como nosotros, tiempo y espacio, motivo por el que si fueron
mundos variados, aun dentro de la Monarquía Hispánica, no nos resultaron
tan diferentes. En sus vidas, el correr del espacio-tiempo está como aplastado,
de no ser por las tribulaciones a bordo de los navíos.
Pero ¿hay unos mismos universos? Para que el lector nos identifique bien
—y es nuestro propósito— decimos que eso de «primera mundialización»
nos deja en suspenso. Pero somos los primeros en reconocer que, sobre una
extensión casi planetaria, del Mediterráneo al mar de China, hay átomos que
se desplazan, que forman macromoléculas en su punto de impacto que algunos

1
Por ejemplo, el dosier: Le titre des œuvres: accesoires, complément ou supplément, 2008.
2
Bokobza, 1986.
228 nuevos mundos, mismos universos

denominan «sociedades coloniales», como, tal vez, Nápoles —si queremos ser
provocativos—, ciertamente Ceuta o Macao. No tenemos por qué respetar las
leyes de la química y, por ese motivo, no sabemos hasta qué grado el átomo se
pierde en esa molécula, además, siempre en evolución. En los capítulos que
siguen estamos en las leyes humanas, y se trata de alcanzar algunos elemen-
tos de respuesta. Alguien que ya conocemos, el general Alonso Fajardo llega a
Manila como gobernador. Su entorno, entonces, cambia de una forma drástica,
es probable que tuviera algo que ver con su comportamiento. Pero ¿en profun-
didad? Como dominante no hay razón para que deje la estrella que lo guía y
lo distingue para seguir nuevos astros, sean culturales, mentales, hasta físicos;
entre otras cosas, su manejo de la espada, aprendido en los campos de Flandes,
sigue siendo igual de mortífero; en cuanto a su idiosincrasia…
Con esto y con lo demás —un jesuita que en Mindanao imita las huellas de un
carmelita en la batalla de la Montaña Blanca (1620)—, no escribimos que haya
que cambiarlo todo para que todo siga igual. Pero lo ponemos a discusión, tratán-
dose de un grupo definido, con fuerte identidad, carne de cañón de la ideología
imperante en el Imperio: Dios, el rey… y la ocasión, aquí un mundo vacilante.
Y, tal vez, sea ese el drama de esos soldados, que siguen iguales, cuando todo
cambia a su alrededor. El último capítulo invierte la propuesta, pues ahora es el
mundo el que sigue incólume, monolítico, mientras que la protagonista, esposa
del gobernador de Filipinas, trasciende fronteras, sueña, y transmuta el oprobio
en gloria para la eternidad.
capítulo séptimo

LOS MARES INDIANOS EN 1638,


SURCADOS POR NAVES Y NOTICIAS

Y todo se lo pagó el alguacil con preguntarle nuevas de la Corte,


y de las guerras de Flandes, y bajada del turco,
no olvidándose de los sucesos del transilvano,
que nuestro Señor guarde.
Miguel de Cervantes, «Las dos doncellas», Novelas ejemplares, 1613.
Et de plus que le siècle où nous sommes, semble beaucoup favoriser ce dessein,
puisque l’on peut à peu près savoir et découvrir tous les plus grands secrets des monarchies,
les intrigues des cours, les cabales des factieux, les prétextes et motifs particuliers […],
par le moyen de tant de relations, mémoires, discours, instructions, libelles, manifestes,
pasquins, et semblables pièces secrètes, qui sortent tous les jours en lumière,
et qui sont en effet capables de mieux et plus facilement former,
dégourdir, et déniaiser les esprits, que toutes les actions qui se pratiquent ordinairement
ès cours des princes, dont nous ne pouvons qu’à grand peine connaître l’importance.
Gabriel Naudé1, Considérations politiques sur les coups d’Etat, 1639.

Hacia finales de 1638, principios de 1639, frey Alonso de Contreras se encuen-


tra entre dos mares. Ha dejado sus trastes de capitán del presidio de Sinaloa y las
costas de la mar del Sur, por lo menos desde la primavera de 1638. Es muy pro-
bable que se encuentre en México, tratando de que se le pague lo que se le debe
de las cajas reales y gestionando un nuevo cargo, el de castellano de San Juan de
Ulúa. Es decir, está mirando hacia la mar del Norte. Ha sido y será testigo privi-
legiado, aunque mudo, como casi siempre, durante su estancia en las Indias. Se
enteró, o vio pasar por el lejano mar, velas amigas o enemigas que venían o iban a
las islas del Poniente, de Filipinas. Pasaría buena parte de su tiempo en Veracruz
escrutando otros horizontes, en espera de las flotas, previniendo todo ataque.
En ese año de 1638, de los puntos extremos de la carrera del sol le podía alcanzar

1
«Además, el siglo en el cual nos encontramos [el xvii], parece favorecer mucho ese designio,
ya que podemos prácticamente conocer y descubrir los mayores secretos de las monarquías,
las intrigas de las cortes, los complots de los facciosos, los pretextos y las motivaciones par-
ticulares […], por el medio de tantas relaciones, memorias, discursos, instrucciones, libelos,
manifiestos, pasquines, y semejantes piezas secretas, que salen todos los días a la luz, y que, en
efecto, son capaces de mejor y con más facilidad formar, despabilar y avispar los espíritus, que
todas las acciones que se practican cotidianamente en las cortes de los príncipes, de las cuales
sólo podemos conocer con dificultad la importancia», Naudé, Considérations politiques sur
les coups d’état, trad. del autor, p. 83.
230 nuevos mundos, mismos universos

el fragor de la guerra, sin que él, capitán de los ejércitos españoles, fuera otra cosa
que un espectador. ¿Fue esto determinante para su futuro regreso a España, más
tarde? No intentaremos aquí medir su grado de frustración, por supuesto, pero
sí de restituir de la mejor manera posible esas imágenes, ruidos y circunstan-
cias que desde Filipinas y el Caribe —o Europa— llegaban a México, nutrían la
imaginación del capitán, ya repleta de estas sensaciones. No construían su ima-
ginario, pero lo matizaban, lo fortalecían y enriquecían.
El año de 1640 es el año nodal para la Monarquía, pero visto desde Nueva
España, y más aún desde sus dos fachadas marítimas, 1638 aparece igual de
importante y con colores bastante menos sombríos. Es decir que la declina-
ción se puede percibir e interpretar de muy diversas maneras según los tiempos
y lugares. Tal vez, por ello, los eventos de ese año están bien documentados.
Algunas de las relaciones de sucesos referentes a Filipinas y el Caribe en 1638
son de gran interés y ofrecen la oportunidad de acercarse, a la vez, tanto a
los eventos en sí como a la formación de «una opinión pública» —manejemos el
término con prudencia—, con sus instrumentos, la pluma y la imprenta, enton-
ces en pleno desarrollo. Lo más notable, como veremos, fue que el Consejo de
Indias sacó lecciones del alud de papel que se desencadenó en México.
En cuanto a nuestro capitán, si no estuvo en ese momento preciso en su pre-
sidio o su isleta, buscando naos amigas o enemigas en el horizonte, es posible
que leyera los relatos, o los oyera comentar. Se enteró, se enorgulleció de las
victorias y de las calidades demostradas por el soldado y el marino hispanos, se
enfureció al descubrir algunas otras celadas del holandés traidor o del maho-
metano malvado. Leamos a su lado y saquemos el mismo provecho que él. Con
las relaciones de sucesos, en ese momento, estamos entrando en uno de los
engranajes esenciales de transmisión dentro de la Monarquía Católica, junto a
los navíos de aviso, que además las difundían, al lado de los informes y manda-
mientos procedentes de la autoridad.
Es posible que cuando Henrico Martínez escribe el prólogo de su
Repertorio de los tiempos y historia natural desta Nueva España (1606)
tenga razón. Se ha demorado en publicarlo «y es que, como en estas partes
predomina la codicia, está en alguna manera desterrada la curiosidad». Tal
afirmación procedente de un hombre de negocios —asimismo, impresor—
ya no parece tan cierta algunos años más tarde, conforme nos introducimos
en el siglo  xvii mexicano, y analizamos la producción de sus imprentas2 .
Con toda certeza, el libro religioso domina, en todas sus acepciones
eclesiales, morales, hagiográficas. Pero, aun bajo ese rubro, la curiosidad y
la atención a los hechos no están ausentes: lo recuerdan las vidas de santos,
las crónicas religiosas impresas. Lo confirman, sobre todo, los folletos, ya
verdaderas relaciones de sucesos, que son las historias de mártires de Japón.
Estos se multiplican a lo largo de la década de 1620, conforme la represión
se acentúa en el archipiélago, y decaen hacia 1640, cuando ya el cierre de

2
Para ello, usamos, como lazarillo, la recensión que hizo Medina, 1989, t. II. Hemos analizado
los años de 1601 a 1650.
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 231

Japón es un hecho. Esta «curiosidad» puntual, si es evidente por razones


geográficas y humanas en Nueva España, en realidad, interesa a toda la
catolicidad. Y los folletos, traducidos, se publican lo mismo en Madrid que
en París o inclusive en Polonia 3.
Pero nuestra atención se centra de una forma más precisa en las hojas
sueltas, las relaciones de sucesos de algunos folios, sin encuadernar, que se
imprimían día a día en los talleres, al lado de una producción menos efímera.
Las huellas conservadas, a veces gracias a coleccionistas de la época, como
el obispo de Segovia don Jerónimo Mascareñas, sólo restituyen una parte de
la producción. De Macao o Manila, pasando por las colonias portuguesas u
holandesas del océano Índico, hasta llegar a Europa por un lado, y a América
por el otro, están circulando noticias de toda índole, militares, económicas,
geográficas que interesan a todos, por simple curiosidad o por intereses más
precisos. Es decir que más que otras entidades la Monarquía Católica, mons-
truo compuesto, entre marítimo y terrestre, cabeza de la cristiandad, es un
espacio donde esta circulación de noticias impresas conoce una actividad y
rasgos a veces de una sorprendente modernidad. Y esto aunque los centros
productores en las Indias mismas se puedan contar con los dedos de una
mano hacia 1640 (México, Puebla, Manila, Lima, Cuenca).
Apostamos que la avidez de noticias, por esas mismas circunstancias, es
más aguda en la Monarquía católica que en otros lugares, tomando en cuenta
su atracción todavía universal. Así nos lo cuenta Cervantes, con cierta malicia,
en «Las dos doncellas» (Novelas ejemplares). Apenas llega un caballero al
mesón del pueblo, que se deja caer sobre él y sus vituallas el alguacil de turno,
ansioso de conocer las nuevas de un mundo a su alcance: de Madrid a Flandes
y las fronteras del Imperio otomano, pero cierto es, nada sobre América. Las
Indias no podían expresar hacia Europa la misma espléndida indiferencia que
demostraba, en torno a 1600, el alguacil andaluz hacia ellas. Varios ejemplos
procedentes de esas hojas sueltas lo verifican. El 21  de septiembre de  1647,
Julián Santos de Saldaña, «mercader de libros» en Lima,
dice que de los reinos de España ha venido en el aviso que llegó anoche
[…] la relación de lo sucedido en diferentes partes que es la que presenta,
y para que con mayor facilidad se conduzcan a todo el Reino, quiere
darlas a la estampa en la imprenta que tiene.

Un oidor examina el texto y concluye al día siguiente:


Esta relación […] he visto y quitado algunas cosas por indecentes
y nada necesarias al intento: ella padece mucha impropiedad, así en
el romance, como en el estilo; pero en lo sustancial no hallo inconve-
niente que impida la impresión.

3
En francés, véase Trigaut, Histoire des martyrs du Japon; en el caso polaco, Widok
stateczności Iapońskiey. Para México, uno de los folletos de mayor interés es el de Garcés,
Relación de la persecución.
232 nuevos mundos, mismos universos

Es decir que hay premura. Tal vez para contestar lo antes posible al apetito
de la gente, pero sobre todo para evitar la competencia, pues ya el mundo de
las noticias es un universo reñido. La mercadotecnia ya resulta sofisticada, no
se transportan fardos de pliegos de noticias a través del Atlántico y el Istmo.
Se reimprime el folleto, casi seguro madrileño, en Lima, iniciativa respaldada
a la vez tanto por el mercader y propietario de la imprenta, Saldaña, como por
el impresor, Jorge López de Herrera. Es una producción conforme a las de las
imprentas madrileñas, si seguimos su título muy tradicional: Diario y verdadera
relación de todo lo sucedido en los reynos de España, Flandes, Alemania, Italia,
Portugal y Cataluña desde 30 de agosto del año de 46, hasta los fines de Diziembre
del dicho. La licencia que tiene la publicación en Lima, en 1647, es ambigua. Se
da el pase, pero ejerciendo censura: ¿por qué razones el oidor eliminó algunas
«cosas indecentes y nada necesarias»? Sobre todo, el letrado menosprecia esta
literatura, «por su mucha impropiedad». Desconfianza y desdén, pero necesidad
de permitir que pase algo de alimento para el vulgo, esa prefiguración de la opi-
nión pública. Con el tiempo, poco cambiarán las actitudes.
En cuanto al contenido, sólo se modifica, de un año al otro, el escenario en rela-
ción con la evolución de los sucesos. En el año 1638, todavía no aparecen Portugal
y Cataluña, por ejemplo en la Breve y ajustada relación de lo sucedido en España,
Flandes, Alemania, Italia, Francia y otras partes de Europa, que publica la viuda
de Juan González en Madrid (1639), pero Francia está en primera línea —es el
año de Fuenterrabía, después será el del castillo de Salces— y Brasil se introduce
en los asuntos europeos; no es para menos con la intervención holandesa.
En realidad, todo puede ser aún más complejo que una simple reedición,
entre Madrid y Lima. El caso novohispano plantea algunas circunstancias
peculiares. También existen procedimientos similares al encontrado en
Lima, cuando la viuda de Calderón publica en 1649 la Relación de algunas
cosas de España, reiteración de alguna hoja española4 . Pero parece que es
una excepción, puesto que es posible que las condiciones del transporte
facilitaran la llegada a Nueva España de fardos enteros de hojas sueltas y
otras relaciones hispanas. Es posible, también, que la viuda de Calderón
fuera más propensa que otros a esta práctica 5. Además, abría sus horizon-
tes. En  1650, publicó la Verdadera relación del temblor de Cuzco el 21  de
marzo [de 1650], tal vez reimpresión de una publicación limeña6. Es notable
otra vez la celeridad en la salida de imprenta.
Otro rasgo esencial, en un contexto de guerra con fuertes tintes religiosos
—como el que conoce Europa desde 1618—, es el carácter propagandístico de
esos libelos. Este se acentúa en 1635 cuando otra monarquía católica, la fran-
cesa, ataca a España, cuando se encontraba al lado de los protestantes y, sobre
todo, en 1638 cuando, por primera vez, desde hace más de un siglo, el espacio

4
Medina, 1989, n.o 692.
5
Ibid. Otros casos: n.o 691, n.° 714 para 1649-1650.
6
Ibid. n.o 715.
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 233

hispano es hollado por infantes extranjeros en Fuenterrabía. La propaganda


debe tener una doble vertiente: descalificar al enemigo y exaltar las virtudes
propias y de la verdadera conducta católica.
En esto, las prensas españolas son mejores como defensoras que como atacantes,
ya que les faltan medios humanos —traductores— y técnicos, debido a la carencia
de redes internacionales por las que esparcir el veneno impreso. Pero, de forma
progresiva, los procedimientos comienzan a ser más sofisticados, hasta en España.
Desde Francisco de Vitoria y Hugo Grocio el derecho de gentes se está confor-
mando y los crímenes de guerra empiezan a denunciarse. Es el caso sonado «De los
delictos enormes que Xatillon y su exercito cometieron en Trillemon», es decir,
el pillaje del pueblo de Tillemont por los franceses del mariscal de Chatillon, el 6 de
junio de 1635. En este caso, se trata de un manuscrito que debió circular entre los
folletos, así como nutrir la argumentación de los impresos menos afinados7.
Si se trata, al contrario, de autovalorarse, entonces todo es argumento, hasta
precisamente «la parquedad hispana» que no sabe venderse fuera. «España es
tan derramada en sus proezas como ceñida en sus alabanzas» escribe un autor
anónimo en 1638. Además, España sigue siendo tan generosa como siempre en
cuanto a tesoros —pero ¿por cuánto tiempo?—, ya que de 1632 a 1638 el rey ha
gastado 72,3 millones de ducados «en guerras precisas», es decir, de las que no
es responsable. Generosa también en hombres, y la misma hoja, como muchas
otras, celebra al Cardenal-Infante —un espejo de la hispanidad— que
no sólo se hace amar de los suyos por la humanidad con que los trata, libera-
lidad con que los enriquece, y cuidado con que los asiste; pero se hace temer
de los enemigos por la prudencia en sus disposiciones, por su valentía,

pero sabemos que por muy poco tiempo ya, pues muere en noviembre de 16418.
En cuanto a valentía y riqueza, en 1638, mientras paseaba por las calles de
México, el capitán Contreras podía pensar que le sobraba una y que preci-
samente había venido a América en busca de la otra. Y, de hecho, estas dos
realidades están en el centro de todas las hojas sueltas que se dedican, de un
lado u otro, a la Monarquía Católica. Hasta en los folletos alemanes de la época,
esta doble representación es esencial: el bravo español, otro capitán Matamoros;
el unicornio de abundancia situado en las Indias. Los dos eran los sostenes de
la Monarquía universal a la cual, se decía, pretendía el Rey Planeta Felipe IV9.
Para los mercaderes de noticias y los lectores de la Monarquía Católica en su
conjunto —y más allá— la Nueva España era un espacio privilegiado. Como
conexión entre Filipinas y Asia de un lado, España y Europa del otro, ofrecía a
la vez su propio exotismo y circunstancias, y las de otros mundos, más atractivos
y lejanos aún. Por tanto, las relaciones mexicanas tenían la posibilidad de ser

7
BNE, ms. 2366, n.o 34, fos 440-464. Sobre el equilibrio entre manuscrito e impreso, en ese
universo, véanse las publicaciones de Fernando Bouza, de las cuales da una síntesis de gran
interés Schaub, 2001.
8
Breve y ajustada relación.
9
Es lo esencial del libro de Schmidt, 2008.
234 nuevos mundos, mismos universos

reeditadas, y hasta traducidas en Europa. El 6 de octubre de 1638 el impresor


mexicano Francisco Salbago, según un mandamiento del virrey marqués de
Cadereyta, imprime una carta en apariencia dirigida al rey por Fernando de
Cepeda: Relación que embió a su Magestad el Marques de Cadereyta, Virrey
de la Nueva España en que da cuenta del feliz suceso que ha tenido esta Monar-
quía en la detención de la Flota, por el gran peligro que tenía de los enemigos en
el camino y como la armada de los Galeones del General D. Carlos de Yvarra
la defendió con su acostumbrado valor, y de sus famosos capitanes, y valientes
soldados10. Salta a la vista el tono épico, sacado directamente de las novelas de
caballería, aún de moda entonces. Además, tal noticia era refrescante justo el
año de la gran derrota naval de Guetaria en la cual los franceses quemaron lo
poco que restaba de la flota española. No debe extrañar que, en 1639, saliera
una copia fiel de esta relación de la imprenta madrileña de Diego Díaz. Por
supuesto, como buen competidor, no mencionó la edición prínceps11.

I. — FILIPINAS EN 1637-1638, GLORIOSA BISAGRA IMPERIAL

Ese mismo año de 1638, en México, Contreras pudo leer también la relación
del almirante de la mar del Sur, Jerónimo Bañuelos y Carrillo, Tratado del estado
de las Islas Filipinas y de sus conveniencias, realizada por la imprenta de Calderón
en México. Obra polémica que el Consejo de Indias en su tiempo estigmatizó,
como veremos más adelante, no nos debe sorprender, por tanto, que saliera más
tarde en una traducción francesa que dio a la imprenta Melchisedec Thévenot,
en su Relation de divers voyages curieux12. Pero la nao que llegó a Acapulco con
el informe de Bañuelos y Carrillo también traía otras noticias, como escribe el
jesuita Diego de Bobadilla, él mismo recién llegado (1637) de Filipinas:
El navío de aviso que este año [1638] de las Islas Filipinas llegó a Aca-
pulco […] aunque pobre de las sedas y otras cosas de gran valor […] vino
muy rico de felices y prósperos sucesos que las armas de España han
tenido en aquel archipiélago.

Bobadilla se dio a la tarea de ordenar el conjunto; el fruto de esto será la Relación


de las gloriosas victorias que en mar y tierra han tenido las Armas de nuestro invic-
tíssimo Rey y Monarca Felipe IIII el Grande en las Islas Filipinas contra los moros de
la gran Isla de Mindanao, que imprimió en 1638 Pedro de Quiñones en México13.

10
Medina, 1989, n.o 501. Cepeda, entonces relator de la Audiencia de México, ya había traba-
jado el año anterior para Cadereyta, como publicista, y con la misma imprenta, con su Relación
universal legítima y verdadera del sitio en que está fundada la muy noble, insigne y muy leal
Ciudad de Mexico.
11
BNE, ms.  2369, fos  287-292. La edición prínceps es la de México, de  1638, del impresor
Francisco Salbago.
12
Thévenot, Relation de divers voyages curieux, t. I, pp. 675 sqq.
13
En parte traducida y publicada en ibid., pp. 728-730.
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 235

Este es, por tanto, un texto compuesto, como se debe en tal monarquía,
donde la primera parte es la reedición de un impreso madrileño de 1634 que
cuenta el milagro con el cual san Francisco Xavier, apóstol de las Indias, favore-
ció en Nápoles al jesuita Marcelo Francesco Mastrilli. Con tales antecedentes,
al religioso no le queda más que pasar a las Indias Orientales, en un primer
tiempo, a Manila, donde forma parte, a principios de 1637, de la expedición que
conduce el gobernador de Filipinas contra el principal reducto de musulmanes
(moros) en Mindanao. La carta que escribe el misionero a su provincial, y de la
cual recibe copia Bobadilla, es el elemento central del impreso mexicano.
¿Leyó o no leyó el capitán Alonso de Contreras estos relatos? Al final, no
tiene mayor importancia saberlo, lo mismo que darle razón o no a Ortega
y Gasset cuanto escribe «por fortuna Contreras no debió leer en su vida un
solo libro»14. Es cierto que, a cambio, escribió dos obras. Su imaginación fue
nutrida por su acción, no por sus lecturas. Pero resulta que en esas relaciones de
sucesos hay la misma «práctica de la acción por la acción», la misma «absoluta
inmunidad de estilo frente al universal retoricismo de la época» (Ortega y
Gasset) que en el Discurso de mi vida. Como muchos otros, Contreras debió
leer algunas de estas hojas sueltas, en particular en momentos impactantes,
como en ocasión de la muerte de Enrique IV de Francia15. Es probable que su
primera información en ese caso fuera oral, tal como dice, pero los detalles
que nos transmite, como el día, la hora, las circunstancias precisas, el nombre
un poco mutilado del asesino del rey, sólo pueden proceder de una fuente
impresa, pasada por el filtro de veinte años de distancia16.
Por encima de todo, las relaciones de sucesos que circulaban en México
entre 1638 y 1639 ofrecen un acercamiento a paisajes naturales, humanos, polí-
ticos y religiosos similares a los que el capitán se enfrentó o disfrutó durante
parte de su existencia. Es cierto con ese otro Mediterráneo que constituyen
los mares interiores de Filipinas y sus islas. Si leyó la relación de la expedición a
Mindanao impresa en México en 1638 no le causó sobresalto que

desta suerte [los moros] señores de la mar y de la tierra, infestaban los


mares, cogiendo cuantas embarcaciones nuestras los navegaban, roba-
ban los pueblos, abrasábanlos, saqueaban las iglesias, llevándose los
ornamentos, y vasos sagrados, y haciendo mil desacatos a las santas
Imágenes, despedazándolas, y afrentándolas, cautivando los Indios cris-
tianos en tanta cantidad, que quiebra el corazón decirlo, pues hubo vez
que pasaron de dos mil y quinientos los que llevaron, y los españoles no
eran de mejor condición, pues también mataban a unos, y a otros lleva-
ban cautivos, y hacían esclavos17.

14
Ortega y Gasset, 1943, p. xlii.
15
Sobre el carácter globalizado de la muerte de Enrique IV, véase Gruzinski, 2000, pp. 25-44.
16
Contreras, Discurso de mi vida, cap. xi. Concluye su relación de los hechos al más puro
estilo de los autores de folletos: «Todo esto es relación verdadera, que como estuve en Cambray,
que está cerca, me certifiqué de todo», p. 183.
17
Bobadilla, Relación de las gloriosas victorias, fo 11r.
236 nuevos mundos, mismos universos

Sin olvidar a los holandeses siempre en emboscada, dispuestos a aliarse a los


moros filipinos, y que Contreras también conoce desde los tiempos de Flandes,
y después del mar Océano.
Sin embargo, no debemos ir a grandes zancadas, entremezclar espacios, o
aturdir a Contreras con una precipitación culpable. Hablemos, en primer lugar,
de hombres y de sentimiento religioso. Uno de los episodios mejor conocidos
del Discurso de mi vida se sitúa en 1608. Quien es todavía un joven alférez de
veintiséis años, después de un trauma personal —acaba de matar a su esposa
y a su mejor amigo—, y de ciertas desavenencias en la corte —se enfrentó con
Rodrigo Calderón, favorito del duque de Lerma, y acuchilló a un escribano—,
«traté de mi viaje, que fue el irme a Moncayo y fabricar una ermita en aquella
montaña y acabar en ella»18. Sabemos que compró «los instrumentos para un
ermitaño: cilicio y disciplinas y sayal de que hacer un saco, un reloj de sol,
muchos libros de penitencias [¿los leyó? hubiera podido contestar a Ortega y
Gasset], simientes y una calavera y un azadoncito». Es difícil reprimir una son-
risa al ver el decorado teatral con el cual se ha rodeado nuestro brioso militar,
aunque mueve a lástima y hace llorar a los testigos de la época. Por lo demás,
ermitaño, pero no cegado por la fe, rehúsa entrar en la orden franciscana. De
hacerlo su compromiso tomaría otro cariz. Por suerte, al cabo de siete meses el
siglo se acuerda de él y vienen para darle prisión por el asunto de Hornachos.
Si no «estuviera harto de hacer milagros»; el tono socarrón con el cual parece
decirlo nos recuerda que la saya no quita ni lo pícaro, ni lo bravo.
Al leer Relación de las gloriosas victorias, Alonso de Contreras y demás lec-
tores quedamos edificados, pues estamos en presencia de un verdadero místico,
religioso-guerrero «a lo divino» hecho de otra tela que un ermitaño de ocasión
y amargura. El jesuita napolitano Mastrilli, una vez agraciado por san Fran-
cisco Xavier, se convierte en su fiel incondicional y ferviente propagandista,
y alenta la publicación de su milagro en Madrid, en 1634, camino a Lisboa,
de ahí a Goa, rumbo a Japón. Pero los holandeses le obligan a desviarse hacia
Filipinas. Su exaltación y agitación no disminuyen, atraen la atención y, a prin-
cipios de 1637, el gobernador del archipiélago le pide que lo acompañe en
la expedición que parte hacia Mindanao, para luchar contra los moros. En tal
escenario, el jesuita da toda su medida. Más todavía, en el tiempo de la cua-
resma, da «continuas pláticas y sermones» en el real, obliga a los soldados a
confesarse y recibir la comunión.
Esto confirma que se es soldado de Dios de la misma manera, en diferentes
espacios y tiempos. El 8  de noviembre de  1620, en la batalla de la Montaña
Blanca, el carmelita español Domingo de Jesús María enciende el fervor de
las huestes católicas, despliega delante de ellas una pintura de la Adoración de
los Reyes profanada por los protestantes, y es el artífice de una victoria deter-
minante para la catolicidad. En Mindanao, Mastrilli enaltece una imagen
profanada, «un cristo pintado en un lienzo a quien los moros habían cortado el

18
Contreras, Discurso de mi vida, cap. ix. Ya lo comentamos brevemente en el cap. ii de este
libro: «Un bosque de vidas».
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 237

brazo derecho y los pies y, hechole un agujero, les había servido de capotillo»19.
Por tanto, en el campo de batalla, Mastrilli lleva un estandarte al frente de la
tropa, con Cristo y, por supuesto, san Francisco Xavier. En el momento más
crítico de la acción, se desnuda hasta la cintura y comienza a azotarse, para
favorecer la victoria con su sacrificio. Bajo su influjo, el cerro donde se lucha se
convierte en un lugar de contrición. Entran en combate
con el Santo Christo y san Francisco Xavier en la boca, y con las mismas
palabras, morirse, abrazándose mucho con las dichas imágenes, que han
tenido algunas manchas de sangre; otros pegados con sus relicarios20.

Notemos la homonimia, sugerente en extremo, el jesuita y los soldados estaban,


asimismo, abrasados por el calor de la imagen. Son cántaros de fervor religioso
que se vierten a través de las páginas, pues la Reconquista no había terminado aún
en el espacio filipino y, de rebote, alcanzó a Nueva España, en pleno siglo xvii.
La victoria se celebra con el tedeum, en el mismo campo de batalla. Siguen
escenas que recuerdan a la Reconquista, siglos atrás, y decenas de miles de
leguas allende los mares. Entran en la mezquita de Mindanao y

la primera cosa que hizo [el gobernador] fue coger la cáthedra grande de
Mahoma, con sus libros, y otros aderezos, y luego al punto quemarlos.
Por cierto que nos admiró lo que vimos al sacar esta cáthedra. Porque
antes de llegarla al fuego, salieron de los pies della dos culebras veneno-
císimas […] no podía estar otra cosa en guardia de la cáthedra del Gran
Diablo de Mindanao, que culebras y ponzoña. Quemada la cáthedra con
todo lo demás que había de supersticioso, se bendijo la Mezquita con
salve de Nuestra Señora, y luego la mañana, que fue el sábado catorce
de marzo, habiéndose dedicado a Dios, con el título de Nuestra Señora
del Buen Suceso, comenzamos a decir las misas en un muy lindo altar21.

Esta lectura nos provoca extrañeza desde nuestro siglo xxi. Pero es posible
que también Contreras, nuestro aprendiz ermitaño, sintiera algo de sorpresa.
No tanto provocada por el enfrentamiento entre moros y cristianos, el cual
vivió parte de su vida, como por la violencia y el carácter marcadamente reli-
gioso, pues tenían otro tono en Mindanao. En Filipinas, con una conquista
reciente, inacabada, el concepto de cruzada, de guerra de religión es más per-
ceptible; de reconquista, para decirlo mejor. Se repite, después de siglos, la
conversión de un templo de infieles (sean musulmanes o judíos) en iglesia bajo
la advocación de la Virgen. Recordemos que lo que fue la sinagoga de Toledo es
hoy la iglesia de Santa María la Blanca, es decir «toda pura», inmaculada. Hasta
autoriza la intervención del demonio, aunque este nunca está presente en el mar
Mediterráneo del Discurso de mi vida, a lo más tienen cabida uno que otro

19
Bobadilla, Relación de las gloriosas victorias, fo 17v.
20
Ibid., fos 25v y 26.
21
Ibid., fo 22r.
238 nuevos mundos, mismos universos

diablo, picaresco y ponzoñoso pero muy humano y romano22. Con el tiempo


se conoce mejor al enemigo, que a veces es un antiguo amigo o correligiona-
rio renegado, como el cómitre encontrado en una barca de griegos, o el «jeker
genovés Solimán de Catania» que estuvo a punto de capturar a nuestro héroe23.
Más que Contreras, Jerónimo de Pasamonte, con sus dieciocho años de cau-
tiverio entre los turcos, sabe lo que debe a los renegados, ya que dos veces estos
lo salvaron de una muerte casi segura24. A lo largo del tiempo, nació en el Medi-
terráneo alguna tolerancia y hasta convivencia a favor del desvanecido de los
dos bandos. Así lo relata Contreras y dice que en la isla desierta de Lampedusa
hay dos santuarios, uno dedicado a la Virgen, el otro a un «morabito turco», y
que ambos reciben limosnas y alimentos destinados a los que logran refugiarse
en ella, sin que nadie se atreva a profanar el lugar sagrado contrario25.
Con esto no estamos diciendo que el pensamiento de Alonso esté del todo
secularizado, ni que la guerra entre los turcos y los católicos sea sólo un con-
flicto de habitus, casi rutinario. Contreras, sobre todo en su juventud, no es
hombre de dejar de lado un milagro, cierto es de poca monta y a veces escrito
con jocosidad, como la nariz del marinero que se rectifica con un hueso de
holandés, o las nalgas de otro que se curan al aire de un cañonazo. Y, con más
seriedad, cree con firmeza en los prodigios que cada santuario, en Lampedusa,
realiza, pues concluye: «Y esto lo vemos cada día»26. Por otro lado, la distancia
entre enemigos nunca desaparece, como lo demuestra el milagro-anécdota que
se refiere al cadáver de un renegado francés, ya comentado. Las distancias no se
hallan sólo entre las religiones.
Pero guerra de religión o de habitus, su ejercicio es igual de brutal, en Filipi-
nas o en el Mediterráneo. Y de haber leído la Relación de las gloriosas victorias
en Mindanao, Contreras hubiese recordado algunos episodios de su propia
vida, en particular uno de los más dramáticos, la derrota de La Mahometa
(14 de agosto de 1605), cuando unas órdenes mal entendidas crearon un verda-
dero pánico entre los soldados cristianos y condujeron a un desastre. El mismo
desorden es manifiesto en la batalla, frente a la fuerza (ciudadela) de Mindanao
(el 17 de abril de 1637), cuando los españoles intentaron atacar al cerro:
Pasó de valor a temeridad, porque por no dejar de pelear trocaban las
órdenes de su Señoría, o las entendían al revés, mandando a los cabos,
que se mejorasen de puesto, en lugar de ordenarles que se retirasen, y
luego cantaban victoria, para animar a los demás que subían, con que
estuvimos gran tiempo engañados27.

22
Contreras, Discurso de mi vida, cap. xi.
23
Ibid., cap. v.
24
«Diéronme 4 heridas, y un renegado que me dio la que llevo en la mano derecha, que me era
amigo, como me conoció, me defendió y salvó» (Pasamonte, Autobiografía, cap. 20). Véase tam-
bién lo que ocurre con «un renegado de Galípoli, que se llamaba Morato Arráiz» (ibid., cap. 22).
25
Contreras, Discurso de mi vida, cap. iii.
26
Ibid., p. 96.
27
Bobadilla, Relación de las gloriosas victorias, fo 27r.
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 239

De repente, con cerca de dos mil años y más de medio mundo de distancia,
surge el soldado mediterráneo, intrépido e individualista, como lo conoce-
mos gracias a Homero o la columna de Trajano28. Como Alejandro en Multán
(actual Pakistán), Tito en Jerusalén, o como lo ocurrido en La Mahometa, el
gobernador tiene que ponerse en el lugar más peligroso, para mejor entender lo
que ocurre. Así también lo debía de entender Contreras. Al final, la Providen-
cia, sin duda gracias al padre Mastrilli, fue benigna, y pueden retirarse en buen
orden, aunque acosados por los moros.
De un universo a otro, muchas circunstancias, por tanto, son similares,
incluso a través de los siglos. Desde el Medievo cada victoria en el Mediterrá-
neo permite liberar a cautivos de los moros y capturar musulmanes y, la misma
realidad, acompaña la expedición que desembarca en Mindanao: «Despachó
también su Señoría este domingo una caracoa de las de los Moros a Samboan-
gan29, llena de cautivos cristianos y sangleyes, que desde el primer día fueron
viniendo en muy grande cantidad al real»30. Los únicos que no pudieron sal-
varse de la saña de los moros fueron dos religiosos recoletos que los moros
mantenían prisioneros, ya que prefirieron matarlos a darles la posibilidad de
liberarse31. Como cualquier cónsul romano, el gobernador tuvo su triunfo en
Manila; en medio del desfile se encontraban «los moros cautivos y moras, que
se habían cogido en Mindanao, las mujeres y niños sin prisiones, los hombres
con cadenas»32. Es un espectáculo que conoció Alonso de Contreras muy tem-
prano; de hecho, en 1602, participó en la razia (no hay nombre más adecuado)
que perpetraron los caballeros de Malta sobre la ciudad de La Mahometa:
Cogimos todas las mujeres y niños y algunos hombres, porque se huye-
ron muchos. Entramos dentro y saqueamos, pero mala ropa, porque son
pobres bagarinos; embarcamos setecientas almas y la mala ropa33.

Mal botín y peor resultado, pues cuatro años después los españoles sufrieron
una terrible derrota en La Mahometa, como sabemos. La expedición a Mindanao
de 1637 fue un fracaso, como escribía en 1638 el almirante Jerónimo de Bañuelos
y Carrillo. En ella, se perdió a más de ciento treinta españoles, sin lograr acabar
con los moros34. Como veremos, se le reprochará su franqueza en Madrid:
Véase el ruido que ha hecho el indios Mindanao, pues infestando con
sus caracoas las islas, obligó al Gobernador a desamparar a Manila, deján-
dola en medio de 100 000 sangleyes35, sin defensa alguna […] a salir en

28
Véase Lendon, 2006.
29
El presidio de Zamboanga, al sudoeste de Mindanao acaba entonces de ser establecido por
el gobernador Juan de Cerezo y Salamanca.
30
Bobadilla, Relación de las gloriosas victorias, fo 23v.
31
Ibid., fo 30r.
32
Ibid., fo 37v.
33
Contreras, Discurso de mi vida, cap. iii.
34
Bañuelos y Carrillo, Del estado de las Filipinas, fo 8r.
35
Es una exageración: más arriba (fo 3v) da la cifra, probablemente alta, de «más de veinte mil».
240 nuevos mundos, mismos universos

busca suya contra la opinión de todos […]. No pudo hacer facción,


volviéndose a Manila, sin haber desalojado al indio de su isla […], ni
retirar los heridos, cosa bien lastimosa36.

No lo sabía el padre Mastrilli, pero era una prefiguración de su propio des-


tino. Unos meses más tarde, al fin encontró lo que buscaba. Fue martirizado
entre el 14 y el 17 de octubre de 1637 en Nagasaki. El soldado de san Francisco
Xavier había, después de todo, logrado su dicha, pero después de cuatro días
de atroces suplicios37. Nunca el capitán Contreras soñó con semejante marti-
rio, pero entre las situaciones dramáticas que conoció siempre supo reconocer
el dedo de Dios, y el recuerdo de La Mahometa hace surgir bajo su pluma la
Providencia: «¡Miren si fue milagro conocido y castigo que nos tenía guardado
Dios por su justo juicio!».

II. — NAVÍOS Y NOTICIAS POR EL CARIBE

Es probable que la lectura que hiciera Contreras de otro folleto, a finales de


ese mismo año, le interesara más todavía. Se trata de la Relación que embió a su
Magestad el Marqués de Cadereyta…, obra de Fernando de Cepeda, ya mencio-
nada. Tuvo un franco éxito, como sabemos, se publicó en México en octubre
de 1638, y se reeditó en Madrid al año siguiente38. Y lo que es más importante,
a su alrededor se editaron toda una serie de otros escritos ligados a los mismos
eventos y, en particular, a la flota de Tierra Firme bajo el mando de Ibarra. Uno
de ellos hasta fue traducido al holandés39.
No sabemos si, como contemporáneo inmerso en su mundo, el capitán enten-
dió por completo el significado profundo, en sus diversos niveles, de todos los
mensajes que daban las diferentes lecturas de los eventos militares que afron-
taba, entonces, la Monarquía, mar del Sur y mar del Norte confundidos. En lo
más recóndito, en Mindanao, como vimos, se proclamó como éxito lo que era,
en definitiva, una retirada más o menos ordenada. En el Caribe, dos armadas
hispanas rehuyeron el combate: la de Nueva España no se atrevió a salir a mar
abierto, y la de Cartagena combatió, pero al final también se retiró al amparo
seguro de Veracruz. Como escribía a este propósito el canónigo de Puebla Juan
Rodríguez de León en su Juycio militar, «cuando milagrosamente se había librado
el tesoro […] y más le importó a la Monarquía haber conservado lo que llevaba,

36
Bañuelos y Carrillo, Del estado de las Filipinas, fos 7v-8r.
37
Breve relación del martirio.
38
Existen dos ejemplares en la BNE, en la colección Mascareñas, uno en Sucesos del año 1638,
ms. 2369, n. 44, fos 287-292 (es el que hemos utilizado); el otro en Sucesos del año 1639, ms. 2370,
n.  23, fos  189-194. Hay ejemplares en otras bibliotecas o archivos: su lectura era tónica en un
momento de dudas imperiales, y merecía esparcirse, con fines propagandísticos.
39
Ibarra, Relación que el Señor Don Carlos de Ybarra. Véase Medina, 1989, n.o  506. Fue
traducido al holandés en 1639. Rodríguez de León, Juyzio militar.
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 241

que salir victorioso»40. Conservar era el lema de la Monarquía, al menos desde


la época de Felipe II, pero ahora se expresaba en retirada, y de forma cada vez
menos velada. Consciente o no del recado transmitido y de su justificación, tal
vez el viejo soldado Alonso de Contreras —llevaba ya 41 años sirviendo al rey—,
estaba de acuerdo con ese pragmatismo aunque fuera poco brioso.
Patético era que la Monarquía, dos años después del último resplandor, que
fue el de la toma de Corbie sobre los franceses, sólo tuviera para ofrecer al
público medios descalabros, al lado de verdaderas derrotas como la de Gueta-
ria. Esta fue otra escapatoria, que esta vez supuso un desastre, ya que la flota
de Lope de Hozes no se perdió en combate en alta mar, sino que fue quemada
en el puerto donde se había refugiado. Un año después (1639), España conoció
otro fracaso naval mayor, con la batalla de las Dunas. Y, todo esto, en espera de
la derrota de los tercios en Rocroi (1643), y sin mencionar el año negro de 1640.
En cuanto a glorificarse del rescate de Fuenterrabía de 1638, sólo se entendía si
se olvidada que el territorio español había sido violado41. En tales perspectivas,
los eventos del Caribe eran alentadores y los escritos que salían de la imprenta
aplicaban un bálsamo en las heridas de todo español, sobre todo de un soldado
cuya misión era precisamente la defensa de la religión y la Monarquía.
Tales eventos, por tanto, podían animar, pues se prestaban a una retórica
más amplia que las simples relaciones de sucesos y otros folletos. Es posible
que el tono barroco subido, las metáforas y referencias grecolatinas, además
de algún que otro latinajo, desalentaran a Contreras en cuanto a la lectura del
Juycio militar dedicado a la hazaña de la flota de Carlos de Ibarra frente a una
armada holandesa más numerosa, pero otros lo leyeron y lo comentaron, así
que algunas frases o «eslóganes» pasaron al público. ¿Cuántos se identificaron
con el dios del mar, harto de los excesos de los holandeses?
Con sus robos y sus cautelas, armando ciudades portátiles sobre mis
aguas […]. Cada urca holandesa se disimula castillo, y cada bajel se
desvanece fortaleza, saliendo de Amsterdán las selvas a pasearse por
mis dehesas azules; […] yo incitaré vientos y repetiré borrascas para
anegar a herejes

escribe «Neptuno» Rodríguez de León, autor de esa pieza42.


Pero la retórica épica no siempre fue suficiente. Es necesario el espaldarazo
del poder: en Madrid podía ser la Corona o sus instituciones; en el caso del
Juycio militar y Puebla —donde vivía el autor— fue el propio Carlos de Ibarra,
entonces desembarcado en Veracruz, quien ofreció su mecenazgo; pero, para
México, el instigador, como se menciona en casi todos los escritos de esta índole
de 1638, fue el virrey Cadereyta. Este perseguía, al menos, tres metas con esto.
Alentar los ánimos de todos en Nueva España y en Madrid con estas supuestas

40
Peña, 1999, pp. 6-13.
41
Por supuesto esta circunstancia se olvidó, y las prensas se dieron a la tarea de exaltar la
victoria sobre las tropas del príncipe de Condé, véase Díaz Noci, 2002.
42
Peña, 1999.
242 nuevos mundos, mismos universos

buenas noticias —gloriosas derrotas para nosotros—, ya que calculaban que lle-
garían hasta la Península. Y así fue, pues se reimprimió en la capital del Imperio
el año siguiente la Relación que embió a su Magestad el Marqués de Cadereyta,
como sabemos. Otro fin era el de justificar su política prudente, que conseguía
al no dejar salir la flota de Nueva España, cargada de plata, por el riesgo de los
holandeses. Con esto se detenía su llegada a tiempo a Sevilla y la buena marcha
de la economía de la Monarquía. ¡Pero «se pudo con suma reputación conservar
el tesoro mayor de la Christiandad»! Y lo mismo con la armada de Cartagena de
Carlos de Ibarra. Al final, demostró el virrey ser un estadista con «larga expe-
riencia, celo, y prudencia en el servicio de Dios y V. Majestad»43.
Y aquí está la principal preocupación del virrey: demostrar su pericia, hasta su
grandeza, al mismo nivel que la de su señor el rey. Entre los virreyes del siglo xvi,
leales servidores del monarca y los virreyes funcionariados del  xviii, los de
mediados del xvii, a veces grandes de España, aspiraban a más. Y, a su alrede-
dor, se les presentan espejos de virreyes, como en otras partes de príncipes. Sin
esperar a Carlos de Sigüenza y Góngora y el arco de triunfo que levantó al conde
de Paredes (1680)44, ya escribía, en 1637, el relator de la Audiencia de México,
Francisco de Samaniego, recordando al conde de Monterrey45,
dormir pudo en los ojos deste Argos este reino, i república, i ostentar en
él la prosperidad sin altivez, sin aborrecimiento la verdad, la seguridad
sin descuido, la afabilidad sin menosprecio, sin interés la justicia. Era
infatigable en los trabajos, en la tolerancia invencible.

Aparte de compararlo a Alejandro se dice que «su gobierno era santo, su pro-
ceder ejemplar, su vida religiosa»46. ¿Cuántos gobernantes en Italia o América
conoció Contreras de esta calaña? Muy pocos si lo leemos, aunque es cierto que
él buscaba patronos y mercedes, no precisamente vida santa y justicia recta para
todos. Y eso es porque no obtuvo todo lo que deseaba, aun «suplicando a boca» a
otro conde de Monterrey en 1632, virrey de Nápoles, por lo que en 1633 presen-
taba un memorial ante el Consejo de Indias, dispuesto a cruzar el océano.
La lectura de estas relaciones de sucesos plantea, para los que vivimos tiem-
pos donde el Estado es omnipresente, cierta extrañeza, debido a que los eventos
relatados en las diferentes relaciones referentes al Caribe en 1638 son del verano
(en concreto de agosto), la relación que manda —supuestamente— al rey desde
México Cadereyta es del 10 de octubre. Antes de finales de año está publicada en
México, antes de que el posible destinatario real la tenga en sus manos, y recoge,
además, lo que podríamos considerar que es correspondencia de inteligencia
—entre los Países Bajos y Sevilla, con santo y seña—; y, todo esto, junto con la
carta que un oficial general, aquí Ibarra, transmite a su comandante. Y, por si no

43
Cepeda, Relación que embió a su Magestad.
44
Sigüenza y Góngora, Obras históricas, pp. 225-361.
45
Virrey de Nueva España entre 1595 y 1603.
46
Samaniego, Memorial al Rei, fo 11r.
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 243

fuera bastante, se vuelve a publicar, otra vez, en Madrid, unos meses más tarde.
Podríamos pensar que el poder no controla la difusión de las noticias y lo que
sale de las imprentas, si no supiéramos que es la propia Autoridad virreinal la
que está en el origen de la iniciativa, es como una relación apócrifa dirigida al
rey; en realidad, desde el principio, el secretario del virrey escribe con miras
al vulgo. El destinatario real es sólo un anzuelo, se trata de autorizar todavía
más los hechos con la grandeza del hipotético destinatario, pero con este pro-
cedimiento se compromete toda la cadena de mando, y más aún.
Queda la cuestión central: si la noción de secreto de estado existe —¿si no, por
qué tantos manuscritos esperaron al siglo xix para ser publicados, los de Bartolomé
de las Casas entre ellos?—, es todavía muy elástica, a la medida de una inteligencia
militar más que artesanal, por no decir poco segura. Todo se da «a boca», pues
según la Relación que embió a su Magestad el Marqués de Cadereyta, un infor-
mante (gran ministro) en el entorno del gobernador de los Países Bajos españoles,
que ha recibido una revelación que procede del corazón del dispositivo holandés
sobre la expedición que prepara el llamado Pie de Palo —Cornelis Jol—, da aviso
directo en Bruselas a Gabriel de Pastraña, el entretenido de Amberes. Este vuelve a
su guarida: ¿Va a avisar a alguna oficina central, en Madrid, o a algún corresponsal
de la misma calaña que él? No, escribe a un mercader de Sevilla al que pide que
avise a las Indias (¿cómo?) y, lo más importante, que se lo diga al presidente de la
Casa de la Contratación, por si existe la posibilidad de mandar un navío de aviso
¿Pura invención periodística? Nos inclinamos a ello. El problema es que el
mercader de Sevilla es un personaje muy real, Melchor Méndez de Acosta, un por-
tugués, recién naturalizado español47, probablemente un judeoportugués que debe
de tener sus buenas relaciones en el gueto de Ámsterdam. Esto, en cierto grado, da
autenticidad al conjunto. Es cierto que, como precaución, el mismo Pastraña pide
a otros dos habitantes de Amberes que escriban a sus propios corresponsales de
Sevilla, también mercaderes, para que den la misma noticia. Son muchas cartas,
con el riesgo de que algunas caigan en manos malintencionadas. Sobre todo, si
mencionamos que el presidente de la Casa, teniendo en cuenta la importancia
de la información, la manda duplicada en dos navíos de aviso. Ni para informar de
la muerte del monarca se toman tantas medidas, más que aventuradas, pero es
que la plata de las flotas es la sangre de la Monarquía. Al final, México será infor-
mado con tiempo y, esta vez, no habrá hemorragia plateada como a consecuencia
de la batalla de la bahía de Matanzas diez años antes. Nadie se atreve a nombrar el
hecho, pero todos lo tienen presente en el espíritu, de Madrid a México, pasando
por Sevilla y, por supuesto, La Habana.
El bricolaje informativo lo demuestran también dos relaciones de sucesos, de
finales de 1638, publicadas en Madrid, que recogen los textos de dos cartas del
duque de Medina Sidonia al rey. Se ha interrogado a un capitán inglés de paso
por Sanlúcar, que se cruzó en el mar con uno de los navíos holandeses maltra-
tado en el combate contra la armada de Ibarra. Es un testigo muy indirecto, que

47
Aguado de los Reyes, 2005, pp. 144-145.
244 nuevos mundos, mismos universos

además desea congraciarse con los españoles, pues menciona, según dicen los
holandeses, que sufrieron una verdadera derrota, al perder 7  navíos, y car-
gados de remordimientos acaban reconociendo que la justicia no está de su
lado. Ha llegado también a Sanlúcar uno de los navíos holandeses derrotados
y expande la falsa noticia según la cual, el comandante de la flota, Pie de Palo,
había muerto en el enfrentamiento. De una relación a otra, la armada holan-
desa pasa de 14 a 40 naos en combate. ¿Son reales las cartas, las circunstancias?
No hay en ninguna de estas dos publicaciones un principio de crítica o alguna
preocupación en cuanto al rigor. La conducta del general holandés es tiránica,
pues se enfrenta a sus capitanes, a «las personas graves» no militares que lo
acompañan; la fecha del combate se define como «un día de los de agosto». Hay,
sin embargo, elementos de esta circulación rudimentaria de nuevas que toda-
vía son procedimientos exitosos hoy; así, el desequilibrio entre los muertos,
400 del lado de los herejes, sólo 40 en el otro bando48.
En ese momento de los inicios de la formación de una opinión pública, toda-
vía no hay una distinción real entre los conceptos de propaganda, información
pública y noticia reservada. Aunque, en la realidad, ya la búsqueda de datos sea
una necesidad vital para la acción militar. Bien lo sabía Contreras, que cons-
truyó parte de su carrera sobre el éxito de su misión como «lengua», espía en
cierta forma, de «la armada turquesca» hacia 1601. Actúa conforme las reglas
del arte. Localiza al enemigo, lo sigue el tiempo necesario hasta poder averi-
guar cuál es su intención, en este caso: «Si no sabía la certidumbre si iba a tierra
de cristianos o se quedaba en sus mares, no hacía nada». Advierte a tiempo a los
suyos, de forma que la táctica de sorpresa del adversario se vuelve contra este.
Permite que la victoria se asegure, con descalabro para el contrario. Todavía,
en 1633, en su memorial al Consejo de Indias, recordaba el hecho:

Le nombró el gran Mestre por capitán de una fragata para que


fuese a tomar lengua en Levante. Y habiéndolo hecho, de vuelta dio
aviso en Rigoles que venía sobre ella la armada del turco con lo cual
se previno el puerto de manera que cuando llegó la dicha armada
y echado gente en tierra, degolló más de trecientos turcos y cau-
tivó setenta y cuatro hasta que hizo embarcar los demás. Y acabado
esto, atravesó por medio de la dicha armada a avisar las ciudades de
Taboimina y Caragoza, y al pasar le hirieron de un mosquetazo y
mataron tres soldados 49.

Es decir que para rematar la acción prueba su gran audacia y habilidad, al


pasar por medio del enemigo, y hasta lograr una gloriosa herida. Era un buen
inicio para su destino de soldado. Se trataba, entonces, de un mozo español
de apenas diecinueve años. Lo español tiene su importancia, pues aun siendo
francés, el gran maestre Alof de Wignacourt sabía que en el Mediterráneo los

48
Las dos relaciones se han publicado en Rault, 2002, pp. 112-114.
49
«Relación de los servicios del capitán Alonso de Contreras, caballero de la religión de San
Juan» (AGI, Indiferente general, 111, N. 144).
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 245

hispanos estaban en su mundo50, así que aceptó confiar a un joven sin mucha
experiencia una de sus fragatas bien armadas: «por la práctica que tenía de la tierra
y lengua» nos dice el Discurso de mi vida.
En el Caribe, los españoles se sentían, del mismo modo, en sus dominios.
Pero, cada vez más, el Seno Mexicano se convertía en una verdadera maraña,
donde franceses, después ingleses y ahora (1638) holandeses estaban al acecho,
«infestando las costas», aprovechando cualquier desembocadura de río o isla
abandonada, poniendo sus esperanzas en los puertos, cabos y demás «cuellos
de botella» por donde tenían que pasar los galeones españoles: los cabos de San
Antonio y Corrientes, el extremo occidental de Cuba, son los lugares predilec-
tos por los enemigos para llevar a cabo alguna emboscada. En julio de 1638, el
presidente de Santo Domingo confiaba al virrey que el mar estaba «cuajado de
enemigos, de dos y tres naos, hasta seis y siete en tropas, y que había más bajeles
que isla de allí a Nueva España»51.
Y esto continúa en los años que siguen, por ejemplo, el día de Santiago
(25 de julio) de 1640, desde el observatorio de Veracruz —ahí se encuentra
entonces el castellano don Alonso— se avisa al virrey Cadereyta de que la
flota española que ha llegado al puerto había tenido tras de sí, a la altura de cabo
Corrientes, dos jaurías «de urcas del enemigo», y que se espera a Pie de Palo
procedente de Pernambuco con 20 naos más. La duda es saber si podrán las
naos salir de Veracruz o tendrán que esperar como lo hizo la armada de 1638.
De pronto, la junta de guerra que reúne en México el virrey ordena la pru-
dencia. A cambio se le comunica al mismo que Juan de Vega había llegado
felizmente a Cartagena con 8 galeones y que había aprovechado su paso para
quemar la isla de Santa Catalina y hacer prisioneros a los enemigos que la
ocupaban con sus 500 negros52.
Y se continúa con el mismo tono. Por primera vez, se forma, en  1641, la
armada de Barlovento con la misión de proteger la flota de Nueva España en su
ruta a La Habana. Su primera salida fue para derrotar a cuatro bajeles holan-
deses que se escondían en el río de Alvarado, muy cerca, por tanto. Y todo
sigue bajo el signo de la improvisación, pues al final se decide en México que
la armada hará escolta a la flota hasta España, cuando todos pensaban que se
quedaría en el Caribe. Esta podía ser una buena medida contra el enemigo, no
contra los elementos, y cuando el convoy sale a finales de septiembre de 1641
de La Habana, es para enfrentarse con una terrible tormenta que desparrama la
flota, de Cuba a la Florida53. Se trata de unas cáscaras de nuez dispersas sobre más
de 100 leguas en unos días, según el capricho de los vientos, sin comunicación
entre ellas, una situación inédita en el Mediterráneo. El océano, aun en su mar

50
Existe un retrato de Wignacourt en el Museo del Louvre, pintado en 1607-1608 por Cara-
vaggio. En él, hay un contraste, sin duda meditado, entre el guerrero vestido de acero y el joven
paje que sostiene el yelmo.
51
Cepeda, Relación que embió a su magestad, fo 3r.
52
AGI, México, 35, N. 15, pp. 28-29 y 39-41.
53
Relación de todo lo sucedido.
246 nuevos mundos, mismos universos

Caribe (ampliamente hispano) —casi mediterráneo en un sentido etimoló-


gico—, presenta circunstancias nuevas, pues prefigura lo que serán los grandes
enfrentamientos navales del siglo xx.

III. — «EL MAYOR MILAGRO QUE EN MUCHOS SIGLOS


HA DADO DIOS A ESTA MONARQUÍA» EN 1638

En el tiempo que Contreras fue castellano de San Juan de Ulúa, pudo ser uno
de los hombres mejor informados del mundo occidental. La crisis de 1638 en el
Caribe, y su feliz desenvolvimiento (un milagro según algunos)54, puso en juego
todas las redes de información de las cuales disponía el virrey, y que pasaban por
Veracruz. En el transcurso de la primavera llega un aviso procedente de España
con la información de que la flota ha salido de Andalucía. Al mismo tiempo
habíanse tenido noticias, con el cuidado que debía dar este despacho, de
Tierra Firme, Islas de Barlovento, Havana y Florida, aunque varias, con-
cordantes en que había enemigos que pirateaban en todas partes55.

Es decir que la Monarquía ha construido un sistema de alerta que cierra el mar


Caribe, integrado al este por las pequeñas Antillas y Cartagena, al centro por
Cuba, al oeste por San Agustín en Florida, con torres de vigía y procedimientos
de alerta precisos. El texto nos informa, además, de que en esta circunstancia tan
desesperada (pero ¿cuándo no lo era entonces?) también se cuenta con «navíos
pequeños» que cumplen con la misma misión56. En 1638, estas atalayas en los
extremos de la tela de araña son lo bastante eficientes como para detectar la pre-
sencia de una armada considerable de unos 24 a 40 navíos según los informes,
bajo el mando del temible Cornelis Jol, y también percibir las intenciones y estra-
tegia del enemigo, como lo hizo Contreras en 1601 en el caso de los turcos.
Además, si los mares son inciertos, las tierras aún pertenecen a los españoles.
Salieron de Cartagena el 7 de agosto y la flota de Carlos de Ibarra llegó al cabo
Corrientes (oeste de Cuba) el 23 de agosto, «donde halló cartas del gobernador
de la Havana, escritas de once días, en que decía no había más corsarios que siete
u ocho navíos». Esta información marca la diferencia57. El corsario, cazador sin
perro, en su desesperación por extender su propia red, ha diseminado su flota
entre el cabo de Apalaches (Florida) y el de San Antón (o Antonio, extremidad
occidental de Cuba), sobre cerca de 135 leguas. Ese sería su error, ¿Dios lo cegó58?
Ceguera o no del holandés, la otra flota, procedente de Andalucía, logra pasar.
Por tanto, el 4 de junio está en Veracruz y apresura los preparativos para un
regreso rápido. El 15 de julio el tesoro del rey, de 1,8 millones de pesos, se recibe

54
Cepeda, Relación que embió a su magestad, fo 1r.
55
Ibid., fo 1v.
56
Ibid., fo 3r.
57
Ibid., fos 3v-4r.
58
Ibid., fo 1r.
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 247

en el puerto listo para el embarque. La prudencia del virrey lo detiene todo,


pues, sin duda, en las oficinas de México se analizan «con cuidado» las infor-
maciones que llegan de todas partes, inclusive, e indirectamente, de Canarias59.
Y Madrid no dejaba de mandar otros avisos, conforme se enteraba de las deci-
siones de Holanda: el Atlántico entre Pernambuco, San Agustín, Sevilla-Cádiz
y Amberes-Ámsterdam era un espacio vigilado, surcado por informantes esti-
pendiados o prisioneros. Sin olvidar que la mayoría de los pliegos circulan en
duplicado, para que hubiera más garantías, si no seguridad.
Si de espías asalariados se trata, el rey tenía en Amberes a cuatro entre-
tenidos, cuya misión era vigilar en permanencia las Provincias Unidas. En
la Relación que embió a su Magestad el Marqués de Cadereyta… se copia la
carta de uno de ellos, en la que avisa sobre las órdenes recibidas por Pie de
Palo. Ya en esta guerra de inteligencia militar la desinformación del ene-
migo es un arma que todos practican. En el verano de 1638, Diego el Mulato,
pirata aliado del holandés, «decía a los prisioneros, antes de dejarlos, palabras
enderezadas a persuadir, que no había en el Seno Mexicano ni Isla de Cuba
armada de enemigos […] y esparcía estos rumores»60. Era la responsabilidad
del gobernante saber distinguir, dentro de esta maleza, las nuevas fiables y
determinar el rumbo a seguir.
Es en estas circunstancias militares que abarcan un amplio y fragmentado
espacio donde mejor se perciben la importancia y funciones de la institución de
un virreinato: la escala de las audiencias hubiese sido incapaz de dar la respuesta
adecuada a estos desafíos oceánicos. Un virrey, sobre todo un marino como lo
había sido Cadereyta, lo podía medir. Tal vez un castellano de San Juan de Ulúa
también, siempre que estuviese formado en las dimensiones americanas. No era
el caso de Contreras, procedente de los horizontes mediterráneos, acostumbrado
a acciones sin gran logística ni diseño, a su escala. Al final, si recordamos su
recorrido militar, la única gran batalla en la que había participado fue la derrota
de La Mahometa y esta no era del todo una referencia. La única flota de conside-
ración en la cual fue activamente integrado, para su mayor vergüenza, fue la del
socorro de Filipinas en 1616-1617, intento fallido, y fue cuando estrelló su navío
sobre un arrecife de Cádiz. Lo demás fueron escaramuzas. ¿Por esto los infinitos
espacios americanos lo desconcertaron, lo decepcionaron?
La grandeza y servidumbre de ser virrey implicaba una toma de decisión
difícil. La Corona le obligaba a escoger entre rumbos contrarios. Después de
avisar a Cadereyta de los peligros marítimos, le recordaba la urgencia y nece-
sidad de la plata en España, pero dejaba una puerta abierta: «Escogeréis lo que
sea de mayor seguridad y servicio para mí»61. Notemos que el Consejo de Indias
no quería mencionar de forma explícita la opción de la invernada en Veracruz,
a la cual se decidieron el virrey y sus consejeros. De manera implícita, Madrid,

59
Ibid., fo 1v.
60
Ibid., fo 2.
61
Ibid., fo 1v.
248 nuevos mundos, mismos universos

agobiado por el déficit, aceptaba el riesgo, siempre que lo tomara el subalterno. Era
como actuar cerrando voluntariamente los ojos, internándose cada día más en un
mundo encantado, bajo el manto de la Providencia: estaban en manos de Dios.
Mientras, en julio-agosto de 1638, en espera de la flota de Nueva España pro-
cedente de Veracruz, los barcos holandeses y cinco suecos —la Guerra de los
Treinta Años se invitó al Caribe— asedian por mar La Habana, merodean por
el cabo San Antón. Y, como no siempre los gobernantes están bien inspirados, el
general de la armada de la guardia de la Carrera de Indias, Carlos de Ibarra, una
vez carga los tesoros de Potosí en Portobelo, recibe la orden de Madrid de unirse
en La Habana a la de Nueva España, con sus siete navíos, para asegurar el regreso
de los dos cargamentos de plata. Sale, entonces, de Cartagena el 7 de agosto. La
entrada a La Habana se le dificulta por los vientos, es alcanzado por 17 velas ene-
migas y el 31 de agosto pelean ambas armadas; sigue un segundo encuentro, los
dos encarnizados. A fin de cuentas, maltratada pero casi entera, la flota de Ibarra
logra escapar, viene a invernar a Veracruz con la de Nueva España, circunstancia
inédita, y poner sus tesoros a salvo. ¿Hubo bastantes argollas en la cortina de San
Juan de Ulúa para tantos navíos? En efecto, todo ello parece estar bajo la protec-
ción de la divina Providencia: «el mayor milagro…».
Y con el olvido de los errores cometidos. Uno fue por parte de la Corona,
lejos del teatro de operaciones, obsesionada por la llegada del tesoro, y que sugi-
rió con insistencia una maniobra arriesgada, hasta contraria a la buena lógica:
salir del abrigo de Cartagena de Indias. Lo mismo ocurrió con la batalla de
Guetaria, en fecha muy cercana (22 de agosto de 1638), cuando se obligó a la
armada de Lope de Hozes a abandonar el refugio seguro de Santoña para venir
a socorrer a Fuenterrabía y cayó en la ratonera de Guetaria. Otra equivocación,
que esta vez fue del general de la armada en Cartagena, Carlos de Ibarra, el
obedecer tal orden. En paralelo, lo mismo se puede decir de Hozes, incapaz de
salir de la indecisión: «Muchas vezes me puse a considerar que me estaba mejor
perderme saliendo, que no salvarme quedando»62. Es esto una actitud acorde con
el tiempo, cuando el honor cuenta más que la vida —¿la «negra honrilla»?—,
pero muy condenable por parte de un comandante en jefe que pone su propia
reputación por encima del destino de sus hombres.
El capitán Alonso de Contreras nunca llegó a tal grado de poder y, por tanto,
no podemos inferir a ciencia cierta cuál hubiera sido su decisión en tal caso. Sabe-
mos que acostumbraba a discutir y hasta oponerse a órdenes procedentes de un
superior o de otra autoridad. Uno de los casos más sonados es cuando se declaró
en rebeldía con «el virrey» —en realidad, el «preside» o magistrado— de la pro-
vincia del Águila, que era un simple civil, cuando él era «capitán a guerra»63.
Pero poner en entredicho una orden del monarca era de otra calidad, era punto
de lealtad, por lo tanto de juramento y de honor. Ni un capitán general de armada,
como Ibarra, ni un virrey como Cadereyta toman sobre ellos si interpretar la

62
BNE, ms. 2369, fo 8r.
63
Contreras, Discurso de mi vida, cap. xv.
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 249

voluntad real en materia tan delicada como la demora de las flotas. Se reúnen juntas
para deliberar: en el mar, después de la batalla contra los holandeses, es en el navío
en mejor estado, y los oficiales a duras penas convencen a su superior de invernar
en Veracruz; en México, donde el virrey escucha con atención no sólo a los altos
mandos militares y políticos, sino también a los representantes de los mercaderes.

IV. — «VENIMOS CON PROPÓSITO CIERTO DE VICTORIA, Y ASÍ HEMOS


DE CENAR EN AMBERES, O DESAYUNAR EN LOS INFIERNOS»

Mucha pesadez, por no hablar aún de burocracia, mucha indecisión, más


improvisación todavía pero con poca espontaneidad en esta pesada maquina-
ria militar de la Carrera de Indias, aun cuando combate con valentía frente a un
enemigo superior. Oímos, con el transcurso del tiempo, el suspiro del capitán
Alonso, enfrascado en sus cuentas con la Real Hacienda, o mientras lee las jus-
tificaciones de unos y otros en cuanto al destino de las armadas. ¿Dónde está
la furia española de Amberes, cuando los tercios a la vez amotinados y leales
embistieron las murallas de la ciudad rebelde (4 de octubre de 1576)? Lanzan un
grito para desafiar al mundo entero y hasta a la divinidad. Ese clamor, Contre-
ras, como soldado, lo conoce bien, en sus variantes: en una de las numerosas
peleas navales extenuantes en las cuales participa en el Mediterráneo, barco
contra barco, a la mañana del segundo día de lucha su capitán anima a los
suyos: «señores, o a cenar con Cristo o a Constantinopla»64. Hasta los heridos
retoman las armas y la furia trae la victoria.
Esta fue la experiencia de guerra del capitán, o el universo de donde venía.
Como sabemos, como muchos otros soldados de fortuna, después oficiales, en
su larga trayectoria luchó igual en tierra que en mar. Su acercamiento inicial al
mundo de Marte es en una escuadra de galeras, entre Génova y Savona. Tiene
apenas catorce o quince años y como el joven Fabricio del Dongo de La cartuja
de Parma en Waterloo, no entiende muy bien lo ocurrido, pero le entusiasma:
«Tomamos un navío, no sé si de turcos, o moros, o franceses, que creo había
guerra entonces. Pareciome bien el ver pelear con el artillería. Tomóse»65. Otra
vez: a mahometano, a francés, a cual es peor66.
Su primer combate efectivo es en tierra, en Petrache (Morea): «Aquí fueron
las primeras balas que me zurearon las orejas». El caso toma los tintes que serán
después habituales: «Hubo mucho despojos, y esclavos, donde aunque muchacho
me cupo buena parte». Esto se confirma en las operaciones de corso que siguen:
Y después de llegados a Palermo mandó el virrey nos diesen las partes
de lo que se había traído. Tocome a mí un sombrero lleno hasta las faldas
de reales de a dos, con que comencé a engrandecerme de ánimo.

64
Ibid., p. 88.
65
Ibid., p. 74.
66
Véase cap. ii de este libro.
250 nuevos mundos, mismos universos

El primer encuentro del que da una descripción precisa es un combate


individual que enfrenta, después de un desembarco en la costa tras una
tropa de turcos. Hiere y echa al suelo a uno de ellos, que llevaba «una ban-
dera naranjada y blanca»; así dispondrá de esclavo y trofeo, todavía sin
tener pelo de barba. Y lo que es más importante, es la envidia de sus com-
pañeros, todos franceses 67.
Aparte de la juventud, ya muy lejos de él, de la compañía nunca amistosa de
los franceses y turcos, ¿Contreras encontrará en América el ambiente bélico
que fue el suyo en el Mediterráneo? En las costas, donde estuvo, en esencia, en
Nueva España, el contexto es inverso al de sus primeras experiencias. Enton-
ces él era el corsario, tanto cazador como cazado. Como vimos, el pillaje, el
incendio y la devastación fueron parte de sus proezas, desde un principio.
Toda refriega se termina, si se es victorioso, de la misma manera: «Se dio
a saquear, que había mucho y rico»68. En las costas de las Indias de Castilla
corresponde a los españoles defender la tierra de los insultos de los extraños,
sean franceses, ingleses, holandeses, según los tiempos, ¡hasta suecos! No
hay esperanza de botín o de aniquilación, salvo en casos limitados, en las islas
que ocupa el enemigo. Pero, entonces, cuando se lucha en barcos de la armada
real, lo esencial de la rapiña debe pertenecer a la Corona. ¡Hay razones para
afligirse en este Nuevo Mundo, si se es un digno heredero de los soldados
aventureros del Mediterráneo!
Bueno, pero siempre quedan las correrías y otros combates. En San Juan de
Ulúa, salvo algunas refriegas con piratas de vez en cuando, la vida es más bien
sedentaria, medida en horas de guardia o de hastío. Ser tropa embarcada abre
horizontes, sin duda, pero no por fuerza el corazón. El combate naval atlántico
ya está comenzando a despersonalizarse, a distancia, con duelos de artillería.
No es un enfrentamiento donde se teme y esquiva la espada del adversario,
sino un juego mortal donde el peligro procede de los mástiles y pedazos de
madera de su propio barco, que propulsan por todas partes las balas de cañón
enemigo o sus bombas, como la que hirió, de levedad, parece, al general Ibarra en
medio de la escaramuza. La gran característica del marino es la amputación, ya
entonces. Entre ellos, Pie de Palo, por supuesto, pero también Lope de Hozes,
el vencido de Guetaria, «manco de un brazo» desde 163369.
Sobre una realidad que se irá amplificando hasta la batalla de Midway (junio
de 1942), podemos apoyarnos en la descripción detallada que Ibarra hace de los
combates sucesivos de su armada con las holandesas entre agosto y septiembre
de 1638, y que forman parte de la relación impresa que pudo leer Contreras en
octubre de ese año, en México70. Sólo hubo una tentativa de abordaje, al prin-
cipio de la batalla que, en suma, duró varios días, otra novedad que introduce

67
Ibid., pp. 76-79 y 85-86.
68
Ibid., p. 89.
69
BNE, ms. 2369, fo 9 v.
70
Ibid., fos 290 v-292r.
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 251

el contexto naval. Fue por parte de la capitana holandesa, lo más seguro que
con una importante dotación en hombres, pues «traía mucha gente encima de
cubierta, cosa que no se ha visto en nao de Olanda. Estuvo dos horas abordada
por barlovento, con resolución de echar gente». Pero cuando la artillería y la
mosquetería españolas emprendieron sus disparos, tuvo que desistir porque
la transformación de las naves de armada en verdaderos erizos de fuego hacía
que el abordaje y la lucha cuerpo a cuerpo fueran cada vez más mortíferas o
imposibles; en ese momento, la capitana holandesa por sí sola tenía 54 cañones
dispuestos, una novedad relativa, en «tres andanas de artillería»71. Se sabe que
para el siglo xviii la potencia es decisiva, se demuestra aquí para el xvii, fuera
de los ámbitos de la simple piratería, donde la movilidad y la sorpresa siguen
siendo las armas principales. A lo largo de los enfrentamientos, «los demás
navíos del enemigo estaban disparando a los nuestros, y los nuestros a los suyos,
sin abordar ninguno»72. Es probable que la táctica en línea ya se estuviera apli-
cando, en los hechos por lo menos, si no en la teoría naval.
Pero los oficiales de marina son hidalgos, algunos nobles y hasta titulados
como lo es Carlos de Ibarra, vizconde de Centenera, o el mismo virrey Cade-
reyta, mucho tiempo marino, como sabemos. Es decir que no han olvidado
los conceptos del honor y sobre todo las exigencias del combate, según los pre-
ceptos de sus antepasados caballeros. Es así como, en la medida de lo posible,
y no sólo por razones tácticas, trata de combatir con su par: capitana contra
capitana, almiranta contra almiranta.
Su Capitana, y tres naos las mayores, y entre ellas una grande que
traía un gallardete, vinieron a esta Capitana, y su Almiranta, y otras
dos naos, fueron a la Almiranta de esta Armada, y las demás naos a los
demás Galeones73.

Se ha pasado del duelo de caballo terrestre al de caballo marino. Con qui-


jotismo no se da la espalda en un combate y se informa de ello al adversario:
«Y aquella noche se encendió farol en esta Capitana, y Almiranta, para que
si el enemigo quisiese volver a pelear, supiese donde estaba esta Armada»74.
Como en tiempos medievales, los simples caballeros rodean a su señor —aquí
el general—, y hacen alarde de su valentía: «el Capitán de mar y guerra, y los
Caballeros pasajeros, y camaradas del dicho Don Carlos, merecieron mucho
aquel día, por el valor que mostraron».
Como en las peleas de antaño, la furia, la acción personal, la ostentación,
hasta la indisciplina son parte del código de honor en aquellas sociedades
guerreras, y «el Galeón en que venía Sancho de Urdanivia, aunque sin orden,

71
Cepeda, Relación que embió a su magestad, fo 5r. Es probable que fuera muy parecido al
Prince Royal, primer navío de línea, que salió de los artilleros ingleses en 1610, con 55 cañones
en 3 puentes.
72
Ibid., fo 5v.
73
Ibid., fo 5r.
74
Ibid., fo 5v.
252 nuevos mundos, mismos universos

puso dos gallardetes en los topes; con lo cual dio ocasión à que el enemigo
pusiese más cuidado en dispararle»75. No fue una buena decisión en términos
militares, ya que atrajo la ira holandesa y el galeón fue literalmente arrasado
de su arboladura, por lo que no hubo más remedio que abandonarlo con su
tripulación en el puerto de Cabañas, después del combate. Fue la única pérdida
naval. En términos humanos, es posible que hubiera más de un centenar de
muertos y heridos en la armada hispana. Como en tiempos antiguos, en reali-
dad, sólo se tomaron en cuenta, nominalmente, «la gente muy peculiar», entre
ellos el propio general —herido— y dos de sus capitanes. Los soldados españoles
seguían dispuestos a «desayunar en los infiernos».

V. — «DE AQUÍ ADELANTE NO SE IMPRIMAN COSAS SEMEJANTES»

Es comprensible que al tratarse de combates tan peculiares como los de Min-


danao en 1637 o de tanto relieve como los del Caribe en 1638, el historiador se
sienta pintor de batallas y dedique más importancia al contenido que al signifi-
cado de los eventos. Por tanto, se nos perdonará algo de lo escrito hasta aquí. Pero
es tiempo de profundizar lo que sólo hemos medido de un modo superficial a
través de las supuestas reacciones de Alonso de Contreras en medio de esta lluvia
de noticias. Estamos en un momento decisivo para la formación de una opinión
pública, o al menos de algunos de sus elementos, al ser estos, en esencia, una
curiosidad pujante y los medios más o menos parciales para poder satisfacerla,
de manera normalizada y colectivamente. En ese momento, y con esos rudimen-
tos, la circulación de relaciones de sucesos, a un nivel que hemos indicado como
transoceánico, casi planetario, es un instrumento clave.
Por tanto, debemos saber cómo penetran, y hasta dónde, estas noticias tanto
en el tejido social como en el político por esas fechas. Para entender las posi-
bles reacciones hay que empezar por vislumbrar las hipotéticas recepciones de esas
hojas impresas (en algunos casos incluso manuscritas) entre los distintos públicos,
de un lado a otro de la Monarquía, teniendo en cuenta la dispersión geográfica,
la falta de normalización en una fase inicial, como podemos notar con el caso de los
eventos de Filipinas de 1637. Inmerso en esa complejidad, nuestra primera tarea
es intentar una clasificación. Básicamente distinguimos tres universos de com-
prensión y reacción. Son universos antes que estratos, se distribuyen más a nivel
geográfico que jerárquico, aunque el segundo término sea también determinante.
El primero es el más amplio y general, al modo de un gran océano. Su prin-
cipal característica es ser rural; queda poco abierto a lo que está más allá de lo
local, lo inmediato. Incluye lo mismo las comunidades indígenas de la Puna
andina o del Anáhuac mesoamericano que el mundo campesino de Castilla o
Nápoles, con algún matiz que recordaremos. Esto no significa que ese primer
conjunto esté cerrado por completo al universo escrito, pues hay en su seno

75
Ibid., fo 5r.
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 253

minorías alfabetizadas, tal vez un diez por ciento como es el caso, es cierto
hacia 1700, de los pueblos de Villa Alta en la sierra zapoteca. En cierta medida,
las noticias procedentes de «los espacios infinitos» llegan hasta estos grupos,
pero se limitan a los grandes estruendos: casi todos se enteraron, lo mismo
que Contreras, de la muerte de Enrique IV de Francia y sus circunstancias; los
fragores de las guerras y los regocijos de las paces los alcanzaban, así como
los grandes eventos de la dinastía, honras fúnebres y juras reales. Pero aconte-
cimientos de menos importancia, que transitaban por las relaciones de sucesos,
no llegaban hasta ellos, por desinterés, por razones económicas, por obstáculo
de la lengua o barrera de la escritura. Salvo que algunas de estas hojas cayeran
en manos del cura y este considerara útil comentarlas el domingo, al final de la
misa, pero ¿con qué resultados?
El segundo universo, inmerso en ese océano es, en realidad, un archipiélago, un
polvo de islas, en concreto, urbanas. Es más reactivo, pero también más diverso
desde el punto de vista geográfico y social. En cuanto a sus grados son variables,
cuando se trata del interés y del acceso a las noticias en circulación. Capital y
ciudad de provincia no estaban al mismo nivel. En 1605, el obispo de Guadalajara
recorre su diócesis, llega a ese finisterre que constituye la villa de Culiacán. Su
descripción, en cuanto al aislamiento y sus consecuencias, no necesita comentario:
Puédese comparar la gente de esta villa a la primera familia que tuvo
Adán y sus hijos, porque no piensan ni entienden que haya otra gente en
el mundo y así se está en el traje y primer vestido que metieron allí Nuño
de Guzmán y los suyos; no curan de nuevas ni de saber si hay guerra o
paz en el mundo, ni si va o viene flota; nadie gasta papel en el pueblo,
sino sólo el escribano76.

Es decir que la localización geográfica puede ser más determinante que el


estatus del asentamiento y las noticias debían de correr con más agilidad en
un pueblo de Castilla que en una ciudad indiana, siempre que estuviera cerca
de algún puerto o camino carretero o de herradura, con su buen mesón. No
olvidemos al alguacil de Cervantes.
La élite de los patricios y los trabajadores de las artes mecánicas tampoco esta-
ban en igualdad en cuanto a la posibilidad de procesar de forma autónoma las
noticias recibidas. Pero el apetito era ampliamente compartido, las noticias solici-
tadas por todos, o al menos por el amplio grupo urbano que se decía y reconocía
como español, es decir directamente implicado, en cuanto a su bienestar y a su
posición en el devenir de la Monarquía. Al prologar su Relación de las gloriosas
victorias […] en las islas filipinas, el jesuita Diego de Bobadilla recordaba toda
la agitación alrededor de las noticias:
De todo me vinieron [de Filipinas] muchas, y diversas relaciones,
aunque muy conformes (porque la verdad siempre es una) de diferentes
personas, dignas de todo crédito; así eclesiásticos, como seglares, han

76
Mota y Escobar, Descripción geográfica, p. 102.
254 nuevos mundos, mismos universos

deseado todos verlas, y con instancias las piden, no solo los moradores
desta gran ciudad de México, cabeza destos reinos, sino de todas las
demás ciudades y pueblos dellos, y para cumplir con el deseo de tantos y
darles gusto, pareció a muchos conveniente darlas a la estampa.

Un amplio sector de este grupo urbano hispanizado tenía por lo menos un


barniz de alfabetización —podía firmar— pero pocos accedían directamente
a las relaciones. Sólo las oían comentar por otros. Es complicado que lograran
un conocimiento preciso de los hechos, y menos aún se formaban una opi-
nión personal de ellos. En estos casos, el significado se reducía al armazón, a
menudo somero y poco cuidado, que articulaba el discurso del autor, es decir, un
contenido repetitivo, desde el punto de vista ideológico y, por tanto, con cierta
eficacia. Dicha eficacia era relativa ya que todo matiz reflexivo, y muchas posi-
bilidades de encadenamiento con otros hechos, requerían conocimientos fuera
del alcance de este sustrato poco o mal capacitado.
Quedaba el sector más implicado dentro de ese archipiélago cultural y social,
al cual había accedido, de promoción en promoción, el capitán Contreras
en 1638. Lo conformaban ricos republicanos, mercaderes con intereses de cada
lado del océano, oficiales de la corona, todos directamente ligados a los engra-
najes imperiales a los cuales hacían referencia muchas de esas relaciones de
sucesos. Esta cohorte, muy restringida sin duda, pero con motivaciones preci-
sas y capacidades, constituía ya una verdadera opinión pública: leía, analizaba,
discutía y, en suma, celebraba los sucesos que casi siempre redundaban en la
mayor gloria para la Monarquía. Si existían dudas, discrepancias, las discutían
en «las casas de conversación», como, por ejemplo, las de México, que nuestro
capitán conocía bien por haber sido su gestor un breve tiempo77.
El último y tercer universo es, en realidad, como un punto en el espacio infinito
del Imperio. Se trata del corazón de la máquina imperial, los miembros de los trece
Consejos, entre ellos el que nos interesa aquí, el de Indias y sus anexos, como la
Casa de la Contratación, las audiencias y el alto personal de la Corona, responsables
todos ellos de la buena marcha ideológica, política y administrativa del conjunto.
Esto era algo con lo cual siempre estaban jugando o rozando las hojas impresas.
De hecho, un expediente de 1639, referente a las relaciones de Filipinas del año
anterior, nos aclara cómo este organismo dedicado a las Indias descubre las impli-
caciones que pueden traer estos textos, las analiza y, en resumen, reacciona.
El 8 de febrero de 1639 el consejero y secretario del organismo, Juan de Solór-
zano Pereira, escribe al presidente García de Avellaneda y Haro, conde de
Castrillo. Se le ha encargado leer la carta del jesuita Marcelo Mastrilli —la que
sirvió de base al texto de Bobadilla— para una eventual publicación en España,
por tanto, no conoce aún su publicación en México un año antes. Solórzano
está dudoso, pues «el papel […] debe de ser cierto, y está bien escrito», pero tiene
en la mesa «otras [cartas] de diferentes personas que la hacen poco sustancial y

77
Véase el cap. vi de este libro: «De castellano de San Juan de Ulúa a sargento mayor del reino
(1638-1643)».
los mares indianos en 1638, surcados por naves y noticias 255

considerable [la expedición a Mindanao], y aún quieren decir que antes perdi-
mos que ganamos en ella». Aquí hace una referencia explícita a «un Discurso, o
Tratado, impreso en México por don Gerónimo de Bañuelos y Carrillo», es decir
al Tratado del estado de las islas Philipinas y de sus conveniencias, que sabemos
contrario al gobernador Sebastián Hurtado de Corcuera. El jurista recalca en
particular que Bañuelos dice que «los vencidos no eran moros, sino unos pobres
indios»78. Añade que se le ha dicho que se está preparando un impreso para
replicar al Tratado. Confiesa que se encuentra casi sumergido por el asunto «y
cada hora me van trayendo de la Secretaría nuevos papeles»79.
Por tanto, el control de lo impreso se toma muy en cuenta en la esfera política,
y al más alto nivel, entre el presidente y el secretario del Consejo, el prestigiado
Solórzano Pereira. Pero ¿se dispone de los elementos necesarios para llevar a cabo
una buena política en la materia? Sin duda, existe el filtro del espacio-tiempo,
pero se debe aquí, en concreto, matizar la importancia del obstáculo. «La facción
de Mindanao» se termina a principios de junio de 1637, el Tratado de Bañuelos es
posterior a febrero de 1638 y la llegada del galeón a Acapulco ocurre poco antes.
Es decir que cerca de un año y medio después de los sucesos de Filipinas —menos
de un año para la publicación mexicana—, esto se está discutiendo en el Consejo.
Dentro de las circunstancias de la época, se puede decir que es bastante satisfac-
torio. Queda la otra cara de la moneda, que esta información es parcial, orientada
y difícil de procesar. Pero esto se debe a los hombres y sus artimañas, cierto es que
dentro de una geografía dilatada.
Precisamente, con el tiempo, los hombres encuentran maneras de domesticar
esta terrible desventaja de un espacio a escala planetaria, acelerar la circulación de
noticias. El 14 de abril de 1639 el sobrino del gobernador Hurtado de Corcuera,
desde Madrid, escribe una carta al rey. Le pide que al haber sido nombrado ya el
sucesor de su tío, este pueda regresar apenas esté desembarcado, sin esperar un
año más. Para que el gobernador sea informado a tiempo, pide que la real cédula
con la merced se mande «con los navíos de la Yndia que están por salir, con que
recibiéndola con tiempo tendrá prevenido lo necesario para su viaje para cuando
llegue su subcesor, y habiéndole entregado el gobierno embarcarse con las naves de
aquel año» rumbo a Acapulco80. Es decir que, durante la Unión de las dos Coronas,
los estrategas de la Monarquía pudieron enlazar para una mejor circulación de las
órdenes e informaciones los flujos por oriente y por occidente, conforme las salidas
de las flotas, en una realidad totalmente planetaria. Es cierto que ese lazo está a
punto de quebrarse en 1639, pero los actores no lo saben y, de hecho, Sebastián
Hurtado de Corcuera tendrá que permanecer en Filipinas hasta 1644.
Sin embargo, esta carta del sobrino tiene otro interés, demuestra que el clan
Hurtado de Corcuera está enterado de lo que ocurre y ofrece una serie de contra-
fuegos. Pedro Hurtado de Corcuera y Mendoza remite al Consejo, y precisamente

78
Esto es una interpretación abusiva de Solórzano, véase arriba, la cita.
79
AGI, Filipinas, 8, R. 3, N. 104, fo 24.
80
Ibid., fo 2.
256 nuevos mundos, mismos universos

a Solórzano Pereira, «un tratado intitulado Ynterim satisfactorio que presenta


dedicado al conde de Castrillo a quien le dedicó el dicho almirante Bañuelos»
su propio tratado, por supuesto, calumnioso. Es una verdadera guerra de libelos
la que se está declarando y entre fieles servidores de la Monarquía. Sin embargo,
es también una guerra de pasillos: no conocemos la naturaleza del Ínterim satis-
factorio, ¿es un manuscrito o un impreso? El principal destinatario, como en el
Tratado del almirante, es el presidente del Consejo, y detrás de él, el soberano.
Es decir —y esto es una limitación a la opinión pública naciente—, el dador y
reparador de honra sigue siendo el monarca. Y la principal súplica que presenta
el sobrino es, por tanto, que en la cédula que se mande al tío gobernador «sea con
palabras honoríficas, honrando V. Majestad sus méritos y servicios».
Podemos imaginar a la vez la perplejidad y la molestia del Consejo de Indias,
mientras buscaba una salida. Y al tratar de aprovechar las circunstancias para
diseñar una política en materia de impresos de esa naturaleza. A fin de cuen-
tas, y de forma a la vez inesperada y hábil, el 25 de mayo de 1639, descarga el
garrotazo sobre alguien que con su protagonismo ha hecho posible tal situación
incómoda en lo político, el propio virrey de Nueva España, el marqués de Cade-
reyta. El decreto emitido es como la hoja de ruta de la Monarquía en materia
de relaciones de sucesos, redactada en términos claros y tajantes. Se reprocha al
virrey el haber dado licencia al «libro» del almirante Bañuelos,
en que impugna la facción que hizo el gobernador de Philipinas en el Min-
danao y no parece se deben aniquilar las acciones y armas de Su Majestad.
Mayormente cuando se hace sin noticias bastantes y por fines particula-
res. Que esté con atención para que de aquí en adelante no se impriman
cosas semejantes sin haberse reconocido muy particularmente. Pues
siempre se debe honrar y autorizar los gobernadores de Su Majestad81.

Lo último es algo que, por fortuna, los hombres de pluma han sabido —alguna
vez— olvidar.

81
Ibid., fo 23r.
capítulo octavo

MÉDICOS DE SU HONRA

Que el honor,
con sangre, señor, se lava.
Calderón de la Barca, El médico de su honra, acto III, vv. 2938-2939.

I. — MANILA, 12 DE MAYO DE 1621,


MUERTES BAJO EL COBIJO DE LA NOCHE

En las primeras horas de la noche del 12  de mayo de  1621, algunos bultos
—pues la palabra «silueta» no existía aún— se deslizaron con sigilo por las calles
oscuras de Manila, lo que hoy se llama Intramuros1. Tenían algunos puntos en
común, más allá de las inquietudes y del odio que los pudieran separar. Todos
eran españoles. Se desplazaban por el centro de la ciudad, entre la plaza de
armas y dos lugares que esa noche se cargaron de pesadumbre: el Palacio Real y,
sobre todo, las cercanías de la iglesia de Santa Potenciana. Aunque la capital estu-
viera sumergida en la oscuridad, no les bastaba. Unos se disimularon bajo un
coche en el patio del palacio; otros se escondieron entre las paredes de una obra
en construcción cerca de la iglesia. Todos iban armados: el que menos lo estaba,
traía una espada bajo el brazo, mientras los demás vestían coleto de ante o cota
de malla, llevaban espada, broquel y seguro que también un puñal; sombrero y
capote eran compartidos por nuestros bravi.
En realidad, no era una tropa que quisiera asaltar y someter Manila mientras
dormía. Eran, en total, nueve o diez bultos divididos en tres grupos, antago-
nistas sin conocimiento de la composición ni actuación de los demás. Todos
sabían que una tragedia era inminente, pero ninguno obraba del todo a ciencia

1
Escribí este capítulo, en realidad fue el primero de los ocho, hacia 2013. Prieto Lucena,
2011 ya había hilado sobre esta trama. Es la ocasión para que el lector confronte los dos textos
y reflexione sobre la construcción del historiador de su objeto histórico, así como la libertad de
proceder que se puede tener a partir de circunstancias y documentos que, en teoría, son los mis-
mos, pero a los cuales cada uno aporta su propia coloración, su emoción, sus intereses, todo ello
«from below» como decía E. P. Thompson.
258 nuevos mundos, mismos universos

cierta. Podía ser esa misma noche, o podría ser otra; sería en palacio, o quizá en
una casa de los alrededores de Santa Potenciana. Pero podría ser en cualquier
calle, en medio de la más completa oscuridad. Sólo los movía un mismo recelo:
la muerte y la deshonra los acechaban.
Los desplazamientos, los rodeos y preparativos habían comenzado desde
el mediodía, con la salida de Manila del gobernador y capitán general de Fili-
pinas, Alonso Fajardo, quien fuera general del socorro de Filipinas de 1616
y, entonces, jefe del capitán Alonso de Contreras2. Como acostumbraba,
iba a Cavite para supervisar en el puerto los preparativos militares contra
los holandeses. Episodio seguido —como solía suceder desde hacía varios
meses—, unos billetes se intercambiaron entre el palacio y una de las casas
con entresuelo al lado de la iglesia —hoy desaparecida— de Santa Potenciana,
donde vivía el mercader Juan de Mesa Suero. Muchos tenían conocimiento,
más o menos preciso, de estos hechos. Las lenguas hacían su cometido. Se
decía que algunas noches un hombre entraba en secreto a las casas reales, lo
cual no dejaba de preocupar a los que tenían parientas en ese lugar, pues era
posible que alguna virtud peligrara.
Alonso de Leyva, criado del gobernador y de su esposa, estaba muy intran-
quilo; pasaba parte de su tiempo rondando, husmeando y espiando alrededor
del palacio. Esa noche, con su coleto y armas, se escondió en el patio de la resi-
dencia. Pero ¿qué le quitaba el sueño? Tal vez el posible desliz de doña Catalina
María Zambrano, su ama; a menos que estuviese preocupado por doña Isabel
de Leyva Guevara, su pariente3 con toda probabilidad, una doncella de alrede-
dor de veinte años, criada de la gobernadora.
Bajo la carroza en el patio de palacio, el husmeador no estaba solo, su acom-
pañante era el joven capitán don Andrés Carrasco Girón, cuyas razones eran
más claras. Era primo segundo de doña Catalina y trataba al gobernador de
«cuñado». Su única preocupación era la gobernadora, y el riesgo que corriera la
honra familiar, además de su propia situación suspensa a la voluntad del cuñado.
Lo que lo movía no era desinteresado por completo o simplemente moral; ade-
más, era el heredero directo —después de su propio padre— del mayorazgo que
poseía la gobernadora. Si le sucedía alguna tragedia a su prima, más le valía no
estar alejado. Con todo esto y como pariente más cercano, le correspondía, en ese
caso, enfrentar a la mujer con la consecuencia última de sus actos, al menos
así lo sostuvo al siguiente día.
Ni Leyva ni el capitán formaban parte del círculo de los «íntimos» y, por
tanto, velarían en vano en el palacio. Los motivos y las informaciones de
Alonso Fajardo, gobernador y esposo, eran firmes y certeras como la muerte.

2
Véase la Parte II de este libro: «Los socorros de Filipinas (1613-1620)».
3
Los dos viven, como españoles en el Parián de los sangleyes (chinos mercaderes). Doña Isabel
es hija del escribano del dicho Parián. Lo esencial de la información tiene como origen el expe-
diente del caso que procede de la Audiencia de Manila (AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 63). No hay
foliación, para un expediente abultado, por tanto, hemos introducido una paginación ficticia,
desde la primera hoja. Sobre Francisco de Leyva Guevara, véanse pp. 119 y 150.
médicos de su honra 259

A diferencia de otras ocasiones, esta vez no pernoctaría en Cavite y regresaría


la misma noche a las nueve. Armado como en sus tiempos de militar, sin la
menor vacilación, se dirigió a casa de Francisco González, uno de sus criados,
que vivía en una casa de la plaza mayor; una vez allí, le dijo que tomara capa y
espada y lo siguiera.
Entre una multitud de servidores que tenía el gobernador, ¿por qué escogió
a su criado? Quizá porque no vivía en las casas reales, donde no quería apare-
cer en ese momento; o, tal vez, porque algún secreto ligaba a los dos hombres.
Lo cierto es que nunca sabremos de dónde sacó Fajardo la información. Es proba-
ble que González fuera un espadachín experimentado, que en otras ocasiones
había hecho «espaldas a su amo», según la expresión de la época. La suerte
favoreció al gobernador, pues, en unas esquinas, ambos se toparon con dos
militares a los que don Alonso ordenó seguir por la calle de Santa Potenciana.
Dispuso a sus hombres en varias bocacalles y él mismo se escondió en una obra
en construcción4. No tuvieron más que esperar unos minutos alrededor de las
diez de la noche.
También el mercader Juan de Mesa tuvo un día agitado, a partir de que un
billete procedente del palacio le avisara de que el gobernador estaría ausente
aquella noche. Contestó, hizo sus preparativos, y llamó a su amigo el piloto Andrés
Rodríguez de la Fuerza, que con frecuencia le daba un espaldarazo en estas cosas.
Hacia las ocho, los dos cenaron en la casa del entresuelo. Podemos imaginar un
ambiente tenso y aprehensivo; si no, Juan de Mesa no hubiese tenido motivos para
ponerse sobre el jubón y bajo de la ropilla una cota de malla5. Salieron los dos,
camino a las casas reales y, a las diez, regresaron tres por la calle de Santa Poten-
ciana, junto con un cuarto bulto, que no se sabe si venía con ellos o detrás. Era un
tal Gonzalo Pérez, soldado y criado del palacio, un cómplice dudoso y deshollina-
dor a todas luces (o, más bien, oscuridades). Entre Juan de Mesa y el piloto venía
otro bulto, con toda la apariencia de ser un hombre, con sombrero, capote y espada
bajo el brazo, pero parecía más grácil que sus acompañantes.
Juan de Mesa abrió la puerta de su casa y, cuando los tres entraron, todo
se conmovió. Con la espada desnuda y sin esperar a sus acompañantes —que
quizá tampoco pensaban que esto era su combate—, don Alonso Fajardo surgió
de la noche, forcejeó la puerta, entró y subió por la escalerilla. El piloto fue al
primero que encontró en la retaguardia, que como buen marinero y mal soldado
no ofreció verdadera resistencia y Fajardo, como militar, lo atravesó con su
arma. Andrés Rodríguez fue a morir en la calle, al tiempo que pedía confe-
sión. Juan de Mesa no tenía otro remedio que sacar la espada, lo que enfureció
más al gobernador: ¿Ese «perro» se atrevía a desafiarlo? Una primera estocada
informó al hábil espadachín de que su rival llevaba una cota de malla. Con una
diabólica habilidad que hubiese admirado Alonso de Contreras, el general se
concentró en la cabeza del mercader; le asestó dos cuchilladas en las sienes,

4
AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 63, p. 113.
5
AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 63, p. 7.
260 nuevos mundos, mismos universos

para luego rematar atravesando el cuello de su víctima. Mesa cayó por las esca-
leras, tumbando a Francisco González que venía subiendo y se fue a morir, con
la noche como mortaja, contra la pared de la iglesia. González vio todo esto a la
luz de una candela que estaba en lo alto de la escalera de la casa6.
Faltaba, a la fiera en la que se había convertido don Alonso Fajardo, el tercer
bulto. Aprovechando los breves instantes de combate, este se internó en la casa
que entonces estaba en plena oscuridad. Se dirigió hacia el patio y, desde sus venta-
nas, los vecinos vieron a un muchachito, como un venadito acorralado, que iba de
un lado a otro e intentaba encontrar una salida entre la barda. Ulteriormente, los
vecinos declararon que fue González quien encontró, detuvo al bulto y lo entregó
a su verdugo. Alonso gritó: «¡Traidora!», y dio una primera estocada a quien era
su esposa. Doña Catalina, herida en las ancas, cayó, se desmayó, y tuvo tiempo de
pedir confesión, palabra mayor que hasta el enfurecido Alonso entendió. Vino un
confesor y la esposa fue absuelta. ¿Y después? Resulta curioso que el puñado de tes-
tigos (esclavos, vecinos, acompañantes) con posibilidad de ver cómo culminaron
los hechos, tenían, en ese instante, buenas razones para estar mirando a otra parte.
Pero nos queda la descripción del cadáver: aparte de la estocada en las ancas, doña
Catalina tenía tres puñaladas en la parte izquierda de la espalda7. Si tratamos
de reconstruir la escena, esta mujer, o estaba en el suelo arrodillada delante del
esposo, o él mismo la sostuvo de frente para clavarle el puñal por detrás. Después
la depositó en el suelo, la faz hacia el cielo estrellado de la noche de Manila.

II. — MUCHOS OTELOS EN UN MISMO MUNDO

Podríamos pensar que, desde entonces, Catalina descansa habiendo reco-


brado su serenidad. ¿Por qué venir a interrumpirla? Se puede ser severo con
nuestro propósito, si sólo pretendemos rescatar una «nota roja» y aprovechar lo
patético de los hechos, la personalidad de los actores —¡casi una pareja real!—,
y la vertiente exótica y romancesca de lo ocurrido. Algo como lo acaecido
entre la tragedia Otelo de William Shakespeare y el drama que vivió Beatriz de
Rímini según La divina comedia, por cierto, con la puesta en escena de otros
militares gobernadores. Si tal fuera nuestro propósito, aquí nos quedaríamos,
y se hubiera bajado el telón con el último suspiro de doña Catalina Zambrano.
Pero queremos, al contrario, levantar algunos velos sobre esa sociedad a partir
de tan desgraciado suceso, de las reglas y prácticas que la rigen, y que pueden a
su vez acercarlas o alejarlas de otros universos, entre ellos el nuestro.
Por anticipado, deseamos dar respuesta a una crítica, sin duda, muy jus-
tificada: ¿Por qué incluir este episodio en una obra que pretende aclarar
episodios de la vida del capitán Contreras y del mundo donde vivió? ¿Se trata

6
Tenemos varias descripciones de estos hechos, pero el mejor testimonio, por ser el más cer-
cano a los acontecimientos y actores, es el de 24 de mayo de 1621, hecho por Francisco González
(ibid., pp. 113-114).
7
Ibid., p. 6, según la averiguación de los alcaldes ordinarios, esa misma noche.
médicos de su honra 261

de hacerle vivir sus experiencias por procuración? ¿Y si así fuera? No estoy


convencido de que cuando frey Alonso escribió, breve pero densamente sobre
su propio infortunio, sólo tuviera en mente lo suyo, es decir, que su propio
general hubiera conocido el mismo drama y hubiera reaccionado como él,
lo animó a incluir en su vida esta parte, es posible que la más dolorosa de su
existencia8. Le creemos cuando nos dice, aún con pudor y reticencia: «Esto
lo escribo de mala gana»9. Sin olvidar que ya el joven militar había experi-
mentado tal trance en Malta, al sorprender a un compañero de armas con su
«quiraca» o amante10.
Poco se nos cuenta sobre el episodio que padeció nuestro capitán en Monreale
—Sicilia—, cuando sorprendió a su esposa y a su mejor amigo. Nos percatamos
de que Contreras conoce el arte de las fórmulas y el peso de las palabras cuando
escribe: «Los cogí juntos una mañana y se murieron». Sus sentimientos —¿y
algo de remordimiento?— los vemos aflorar, de hecho, en el manuscrito, pues
el folio  81v carga con la descripción del doble asesinato («y se murieron, tén-
galos [Dios en el cielo]») y la frase esencial, la más dramática, aparece con dos
enmiendas, lo que es una excepción en el manuscrito. Alonso tachó un «juntos»
que había repetido en su emoción, insistiendo sobre la falta cometida por ambos
amantes, y se empeñó en hacer desaparecer «los maté», que lo implicaba más allá
de lo que podía soportar su turbación. Nuestros propios garabatos nos delatan.
Al aclarar el trance de Manila y la actuación de un personaje como Alonso
Fajardo, podremos precisar con precaución la del otro Alonso, en los repliegues
de sus sentimientos y sus circunstancias. Son respuestas indirectas, que dan otra
profundidad a los planteamientos. Si un tiempo Contreras fue subordinado a
Fajardo, las relaciones no fueron de lo peor, aun a sabiendas de los encuentros
que siempre tuvo el capitán con la autoridad; se peleó más bien con Juan Fajardo,
el hermano. La personalidad de Alonso Fajardo es recia sin lugar a dudas; es
posible que fuera uno de los modelos de Alonso de Contreras —si es que este los
aceptó— como jefe y soldado, así como depositario de valores (honor, hombría,
arrojo, determinación). Al aceptar, con humildad, que poner al descubierto (si
es posible) lo ocurrido en Filipinas en 1621 no nos dará todas las claves para
entender la tragedia de Palermo hacia 1607. Pero así como los personajes y sus
veredas se cruzaron, sus horizontes culturales fueron cercanos y vivían inmer-
sos con sus esposas en una cultura hispana que llevaron a los extremos de la
Tierra y que conviene sacar a la luz en todas sus facetas. Y tales acontecimientos,
por terribles que sean, lo permiten. Olvidemos al capitán durante unas páginas
a través del general, para mejor volver hacia aquel.

8
Lo de Fajardo fue un caso muy sonado, Contreras estaba en Madrid —tal vez en casa de Lope
de Vega— cuando la noticia llegó a la corte, y estamos convencidos de que el capitán se enteró de
lo que le había ocurrido a quien fue su general unos años antes.
9
Contreras, Discurso de mi vida, p. 158.
10
Ibid., cap. vi: «topé la quiraca con una camarada mía encerrados, a quien estaba haciendo
tanto bien. Dile dos estocadas, de que estuvo a la muerte y, en sanando, se fue de Malta de temor
no le matase, y la quiraca se huyó».
262 nuevos mundos, mismos universos

El Discurso de mi vida de Alonso de Contreras, como es bien sabido, tiene


algo de novelado, así como parte de las vidas de esos soldados. Tomemos,
por tanto, la libertad de confrontar historia y literatura y experimentar
cómo se puede rondar a través del espacio indefinido que separa una de
otra, a partir de los episodios de Palermo y, sobre todo, de Manila. Será otra
forma de acercarnos al Discurso de mi vida. Y esto vale no sólo para el
propio actor-autor, sino también para el lejano testigo que somos. ¡Cuántas
derivaciones conoció nuestro espíritu, compulsando documentos donde,
en un ámbito urbano-cortesano, amantes y criados intercambian billetes,
confidencias, regalos y complicidades, con recato, atrevimiento y torpeza a
la vez! Son estos los ingredientes de la comedia de «capa y espada»: ¿Y no
vamos a aceptar la invitación de embarcarnos hacia sus universos? Sobre
todo, porque estas historias reales ofrecen contrastes todavía más intensos
que en la comedia tradicional. En Manila, en esa noche del 12 de mayo, la intriga
se desplaza entre el palacio y la tienda, entre «vice-rey» y «hombre vil», en
un ambiente capitalino (aunque sea Manila y no Madrid, pero en este caso
la diferencia es tenue). Estos constituyen los ingredientes de la comedia
palatina. Confieso que no he podido resistirme del todo al cariz de esta tra-
gedia, que junta en un mismo pequeño teatro los géneros más diversos. Nos
hemos rehusado saber, como dice Segismundo: «si es sueño o es verdad»11.
Con esto, sabemos que incurrimos en reproches, pues es un atrevimiento
quemar el incienso de la ficción con la madera acre de la realidad. Es cierto,
pero saberlo permite controlar los procesos12 .
Este suceso de Manila ofrece, pues, al historiador una experiencia poco
común: estar entre los márgenes de la realidad y la ficción novelesca, pero siem-
pre con los pies y las piernas en el fango de la materialidad. ¿A qué se debe? No
sólo a las circunstancias, ya que la escritura del texto mismo del proceso, digna
de las páginas más expresionistas y vitales de Contreras, es otro elemento diná-
mico que se hace dueño de las imaginaciones. La mayor parte del expediente
judicial que se empezó a redactar desde la noche del 12  de mayo, está com-
puesto por más de 150 páginas de letra apretada, testimonio tras testimonio,
donde el juego repetitivo de preguntas y respuestas se funde en un discurso
único y estructurado, y donde parece que el testigo se expresa directamente y
sin interrupción. Es un procedimiento artificioso, casi literario, pero de gran
impacto, mediante el que el lector ve abrirse frente a sí ventanas vertiginosas
sobre los hechos. Los ruidos, gritos y visiones que los testigos todavía tienen
presentes, llegan hasta nosotros en apariencia sin que el juez intermedie. Son
relatos que, en algunos momentos, pueden competir con algunas páginas de
El médico de su honra de Calderón de la Barca o de La princesa de Clèves de
madame de La Fayette, por supuesto con menos arte retórico; aunque no por
eso dejan de ser igualmente cautivadores.

11
Calderón de la Barca, La vida es sueño, Acto II.
12
Véase Ginzburg, 2010.
médicos de su honra 263

Daremos un botón de muestra entre muchos otros. Se trata del testimonio de una
vecina que observa desde su ventana, cuyo patio da al de la casa de Juan de Mesa:
Vio un hombre el cual dijo «alumbren, mujeres», a lo cual esta testigo
calló, enfadada del modo de hablar, y el dicho hombre volvió a hablar
diciendo «no quiten esa luz, podre pasar allá». Y entonces conoció en la
habla y en el rostro que era el Señor don Alonso Faxardo, y en la punta de la
espada pidió su Señoría se le pusiese una luz, la cual puso el dicho Diego de
Castro su marido y vio la tomó en las manos el señor Gobernador, y se entró
dentro desta casa del dicho Juan de Mesa Suero y le pareció que andaba por
toda la casa con la dicha luz. Y desde allí vio un bulto de hombre en el dicho
patio que andaba a un cavo y a otro, y luego el dicho bulto lo vio esta testigo
en brazos de un hombre a quien el dicho bulto decía: «¡A! señor Gonzá-
lez, dígale Vuesa Merced al señor don Alonso que no me haga mal, que me
encierre en un aposento y allí me dé la muerte que quisiere»13.
Estamos en la mañana del 13 de mayo, a menos de veinticuatro horas de la tra-
gedia y se mezclaban y se precipitaban en la boca de la mujer detalles triviales,
pero precisos, como el de la candela, sentimientos encontrados (irritación y miedo)
hacia el personaje altanero y otros, indefinidos, hacia el bulto. Todo con el cuño de
una gran autenticidad, más todavía cuando se restituyen las palabras enunciadas
por los actores del drama. ¡Cuántas veces hemos caído en un espejismo inhabitual,
cuando creíamos leer una novela y, en realidad, eran huellas con su peso de carne y
huesos! El mismo que nos ofrece, tantas veces, el Discurso de mi vida de Contreras.
Más vale que el lector esté prevenido. Y para que pueda jugar también con su
imaginación, le recordaremos que hay muchas posibilidades de que, en alguno
de los atardeceres que el capitán Alonso pasó con su amigo Lope de Vega
hacia 1623, cuando todo Madrid estaba conmovido por el drama de Manila,
el militar recordara a su antiguo jefe. Los dos juntos, entonces, comentarían lo
ocurrido, alguna vez en Palermo y, después, en Manila. Aceptemos más riesgos
todavía; como veremos, Fajardo, en 1616, cuando Contreras se relaciona con
él, ya estaba casado. Nada nos permite decir que el capitán conociera directa-
mente a doña Catalina, aunque por lo menos oyó hablar de ella, de algunas de
sus cualidades y debilidades. ¿Con eso enriqueció la experiencia humana del
poeta? Tratemos por lo pronto de alcanzar tierras menos movedizas.

III. — LOS AMANTES DE SANTA POTENCIANA

Con frecuencia, una causa de justicia y, sobre todo, con esta importancia
—tres muertos—, con su desfile de testigos y acusados, permite alcanzar una
muestra representativa de uno o varios sectores de la sociedad (élite, medios
populares, bajos fondos), conforme a los matices mismos del «negocio» en juego.
También es el caso aquí, con ocho culpados, cerca de veinte testigos y, al menos,

13
AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 63, p. 15.
264 nuevos mundos, mismos universos

otros tantos aludidos de diversas maneras, entre ellos el gobernador que nunca
fue llamado a declarar. Si descartamos a la pareja formada por Fajardo y doña
Catalina, los jueces (oidores de la Audiencia) y demás personal de justicia (ver-
dugo, procuradores, escribanos), el abanico social se restringe algo, pero sigue
siendo amplio, desde la esposa de un regidor de Manila, comprometida como
cómplice de la gobernadora, hasta el último de los esclavos del finado Juan de
Mesa, un muchacho «casta Malabar», de unos diez años. Lo que permite afirmar
que la esclavitud de gente joven —y, según parece, de origen no filipino— es,
entonces, un hecho generalizado en el entorno de los españoles, aunque estuvie-
ron poco tiempo en Manila, como Mesa.
Pero las mismas características de la causa, una tragedia provocada por una
falta grave al honor y ligada a los secretos de la intimidad, encierran el núcleo
central de los afectados dentro de un tupido entramado de parentesco y, sobre
todo, de servidumbre y hasta esclavitud. Sólo escapan a esas redes los vecinos
de Juan de Mesa, testigos involuntarios de los hechos sangrientos y uno que
otro soldado de guarda en el palacio la noche del drama.
En parte, ese entramado es el sello de un imperio que se construyó y man-
tuvo, gracias también, al cemento familiar e ideológico. También es notable el
cosmopolitismo de una monarquía casi planetaria y más aún en las antípodas
de su centro, Filipinas. Lo que menos vemos son indios filipinos y españoles de
la tierra; hasta la esposa de un regidor de Manila, doña María de Mercado,
es originaria de México14. Los esclavos proceden de una amplia región: Bengala,
Malabar, Terrenate. El mismo Juan de Mesa llegó de Nueva España menos de un
año antes, así como el piloto.
Sabemos que don Alonso y doña Catalina salieron en 1617 de Cádiz, rumbo a
Veracruz en primer lugar, con un séquito de más de sesenta personas, entre «cria-
dos y otros oficiales entretenidos y personas particulares»15. Estos, entre militares
y oficiales, se encuentran dispersos en 1621 entre Manila, incluso el Parián, y las
islas. Francisco González, a pesar de ser cercano al gobernador, vivía fuera del
palacio. Dos parientes de doña Catalina, un capitán y un alférez, tampoco esta-
ban alojados en las casas reales, salvo cuando se trataba de pasar la noche bajo el
coche para espiar.
Lo que se percibe a través de los testimonios y demás lazos que se manifiestan,
nada tiene que ver con una auténtica vida cortesana. Es cierto que doña Catalina
nunca salía a la calle si no era en la carroza. Y si iba de visita la acompaña-
ban por lo menos dos españoles, una criada de calidad (una doña española)
y un número no determinado de esclavos. Pero esto fue excepcional, sólo
ocurrió una vez, con certeza, en los meses anteriores al 12  de mayo. Parece
que su vida transcurrió entre el palacio y las iglesias, como debía ser, ¡sobre

14
Ibid., p. 125.
15
Carta de Fajardo al presidente de la Casa de la Contratación, desde Cádiz. En total, con su
ropa, matalotaje, vino, agua y aceite ocupan más de 70 toneladas, así como el alcázar y cámara
de la nave para su alojamiento (AGI, Contratación, 5356, N. 34).
médicos de su honra 265

todo en caso de mujeres adúlteras16! En las casas reales, nada de una vida de
corte agitada; la gobernadora se pasaba el tiempo con tres o cuatro servidores:
doña Isabel de Leyva Guevara, de Gran Canaria, doña Catalina de Escobedo,
natural de Madrid, Rafael de Sotomayor, paje originario de Sevilla y Gonzalo
Pérez, soldado-criado de Murcia, paisano, por tanto, de don Alonso. Los cuatro
tenían entre diecisiete y veinte años. Existía entre estos personajes (incluyendo a
doña Catalina) una estrecha relación, por no hablar de complicidad; de hecho,
cuando don Alonso estaba ausente, las tres mujeres dormían juntas. Era la forma
de sobrellevar su condición de exiliadas, o una manera de reforzar el control,
supuestamente, sobre la esposa.
Juan de Mesa era otro personaje desterrado, a su manera, ya que llegó con
la flota de Nueva España de 1620. En esta misma desembarcó el piloto Andrés
Rodríguez17. Es muy probable que se conocieran entonces. Lo cierto es que
unieron sus soledades y se hicieron amigos hasta la muerte. Como mercader
y forastero recién llegado, Mesa no parecía ser aceptado con facilidad. Vivía
con sus esclavos y servidores, también originarios de otras partes, con lo que
eran cinco en total. No formaba parte de ningún grupo. Las tres veces que lo
percibimos en la calle, en pleno día, iba caminando solo. Es cierto que lo veían
entonces ojos de mujeres, doña Catalina, doña Catalina de Escobedo, su criada,
y doña María de Mercado, su amiga. Pero era un hombre con capacidades, sin
lugar a dudas, y el factor de la Real Hacienda le había prestado atención, y lo
nombró, apenas, bajado del barco, contador ordenador. Fue un buen principio
de integración, pues sabemos que no podría ir más allá18.
Si en el expediente hay pocos filipinos de los dos bandos (indios o españoles),
abundan los militares: parientes de doña Catalina, vecinos de Juan de Mesa,
soldados en las puertas de Palacio, criados-soldados, etc. Y empezando por
el mismo don Alonso Fajardo, curtido por los años que pasó en Flandes, en el
Mediterráneo y ahora en Filipinas. Esas cualidades militares explican el entorno,
pero también su nombramiento19. El archipiélago nunca sería dominado del todo
por los españoles y constituyó, a lo largo del período colonial, una de las grandes
plazas de armas del Imperio. Poco después, en 1645, sobre un total de 6 701 mili-
tares en Indias, unos 1534 están ubicados en Filipinas; más que Chile, las islas
del Poniente merecen el apodo de «Flandes de las Indias»20. Y esto es todavía

16
Véase el retrato que hace de la mujer adúltera en el Madrid de la segunda mitad del siglo xvii
(Zabaleta, Obras históricas, políticas, pp. 184-188). «Entra la adultera [sic] en la Iglesia, pasa por junto
a su marido mesurada, vuelve al galán los ojos cariñosa: alegrase de verle, ya porque es de su gusto, ya
porque le mira como a instrumento con que toma las venganzas de los disgustos caseros» (ibid., p. 186).
17
AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 63, p. 5.
18
AGI, Filipinas, 329, L. 2, fos 348-357.
19
En la Real Cédula que lo nombra como gobernador de Filipinas, el rey toma en cuenta dos de
sus cargos anteriores: «Del mi consejo de guerra en mis estados de Flandes, y capitán general de
la armada que por el cabo de Buena Esperança he mandado a las islas Philipinas», flota que como
sabemos fue un fracaso rotundo, véanse los caps. iii y iv, Toledo, 30 de octubre de 1616 (ANF,
Cedularios, SDS 667, N. 247, fos 228v-229).
20
Berthe, Calvo, 2011, p. 40.
266 nuevos mundos, mismos universos

más cierto en tiempos de Fajardo, cuando todo el Sudeste Asiático se vuelve


una verdadera maraña, donde españoles, portugueses, holandeses e ingleses,
combaten en una guerra sin tregua y buscan aliados en la región, de ser nece-
sario; de hecho, los japoneses estaban dispuestos a venderse como mercenarios
al mejor postor. En una carta que mandó la Audiencia al rey, se calculaba que
había 4 galeones en esas aguas, uno monstruoso de 1 600 toneladas, 3 galeras,
y 3  pataches procedentes de España; más de 30 naos pertenecientes a corsarios
holandeses y 23 navíos ingleses. Por suerte, ingleses y holandeses se enfrenta-
ban «de poder a poder»21.
Pero si la vida cortesana carecía de animación, si el coleto de ante y la cota de
malla ocupaban su lugar en la vestimenta masculina, las miradas que se dirigían
hacia ese árbitro de elegancia que parecía ser Juan de Mesa tienen su importancia
en el relato y también en lo cotidiano de una parte de las élites. Si nos remitimos
a algunos de los testimonios del expediente, es manifiesto que cultura material y
cultura visual van a la par en ese universo.
Como podemos recordar, esa noche del 12 de mayo —mes festivo—, doña
Catalina «fue a la muerte» vestida de hombre. En medio de grandes peligros y
aprovechando la oscuridad, pensaríamos que su indumentaria era de lo más
común, lo más apagada posible. Sin embargo, no fue así: oro, plata y azul, era
la combinación que ofrecía en esa noche sangrienta; el rojo vendrá después,
pero ya llega lo morado22. Iba a encontrarse con el amor ataviada como para
una fiesta, la elegancia y el disfraz eran parte de su excitación23. Por supuesto,
su amante, Juan de Mesa, jugaba con los mismos colores, con una variación
suplementaria «que parecía colorada o rozada»: él sí parece haber tenido alguna
premonición24. Sin olvidar el carácter teatral y novelesco del disfraz masculino
para la mujer, uno de los artífices de la literatura de la época.
Mas, con exactitud, ¿quién era Juan de Mesa? A doña María de Mercado,
que lo vio por primera vez y preguntó por él, uno de sus primos le contestó «que
había venido de Nueva España y que vendía puntas»25. ¿Cómo empezó su acer-
camiento con doña Catalina? Ella le mandó pedir unas puntas negras y grandes
para un manto. ¿Y cómo paseaba Juan de Mesa por la calle de San Agustín?
«Llevaba puesta una valona [debe ser una camisa con cuello a la valona] con
unas puntas grandes y en medio unos corazones»26.

21
AGI, Filipinas, 20, R. 13, N. 94, fos 20 y 22.
22
No se debe olvidar que el morado es el color de la Pasión de Cristo, por lo tanto, entre otros
significados, tiene el de la muerte, del sacrificio. Sobre el morado en el hábito de doña Catalina,
véase la nota a continuación.
23
Ya que el vestido es un elemento de prueba de su conducta, se describe con precisión:
«Estaba caída de espaldas, el rostro hacia arriba, el cabello tendido, vestida en hábito de hombre
con un calzón y ropilla de damasco amarillo guarnecido de pasamano azul y morado aforrado
en tafetán azul y un jubón de tela de plata y amarillo con puntas de plata y amarillo y argentería
y puestos zapatos de dos suelas y listones azules» (AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 63, p. 7).
24
Ibid., p. 7.
25
Ibid., p. 127.
26
Ibid., pp. 26-27.
médicos de su honra 267

El inventario de bienes de este mercader de puntas, recién llegado a Manila,


es una sinfonía de colores, de tejidos, de adornos, de vestidos, a la cual hay que
añadir productos variados procedentes de Nueva España y, sobre todo, de Europa
(vinos, aceite, mazos de hilo gordo de Castilla, cacao, etc.). Salvo los muebles
—hay una escribanía de Japón— y algo de ropa —sobre todo de cama—, se men-
cionan pocos artículos asiáticos. La estrategia del mercader era vender a las élites
españolas de Manila lo que para ellas era sinónimo de lujo, prestigio y nostalgia;
las lejanas, añoradas y exóticas producciones europeas, ya fueran españolas o fla-
mencas. Mientras el mercader se paseaba garboso, con sus puntas y cuellos a
la valona, promocionaba su comercio. En el inventario de bienes, probablemente
de su uso, rescatamos «cinco valonas con sus puños de Castilla de oro y plata
falsa», «cuatro cuellos de cambray, y llanos con sus puños traídos». Es posible que
«las doce valonas llanas con cinco pares de puños» hayan sido para vender, así
como el contenido de «un cajón con puntas», grandes y pequeñas, que se miden
en varas o están en pedazos, mezcladas con una pieza de cambray y unas medias
de seda viejas. El desorden forma parte de la ambientación27.
Tras el 12 de mayo, don Alonso tuvo una reacción muy humana. En medio
de la depresión que entonces padecía —y que, incluso, en julio lo llevó a querer
dimitir—, recomendó al rey que prohibiera la entrada a las Indias de lencería
introducida en España por «flamencos, ingleses y franceses», para favorecer la
venta de productos de China y de la India. La propuesta no tenía mucho sentido
vista desde Madrid pero, las preocupaciones de don Alonso no eran, en reali-
dad, económicas en ese momento28.

IV. — LOS LABERINTOS DEL AMOR

Aunque resulte paradójico, con esto nos alejamos y acercamos a una de nuestras
principales interrogaciones. Tratamos de entender cómo esa sociedad adminis-
traba sus pulsiones en los diversos estratos. Nuestra ambición es comprender cómo
pudo nacer y florecer una pasión amorosa con un fuerte gradiente social, en un
universo cerrado y fuertemente jerarquizado —en lo social y en lo sexual— pero
también atento a los sentidos: en especial, al de la vista y, por tanto, al parecer. Hay
una respuesta fácil: «La ceguera del amor». Quizá, mientras pasaba Juan de Mesa
por la calle, doña Catalina dijo a una de sus criadas: «Este es el que me envía todas
aquellas cosas. Que no ha pasado a las Yndias más lindo hombre». Y la otra con-
testó: «Por cierto señora que a mí no me parece bien»29.
En efecto, no compartimos, todos, la misma ceguera. De hecho, para los
testigos que giraban alrededor del palacio, Mesa era solo «un hombre vil» o, en
el mejor de los casos, «alguien que vende puntas». Para los testigos, jugar sobre

27
El inventario está en ibid., pp. 78-87.
28
Carta al rey de 20 de julio de 1621 (AGI, Filipinas, 20, R. 19, N. 123). Propone su dimisión en
el folio 8 de la carta de 31 de julio de 1621 (AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 64).
29
AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 63, p. 42. No olvidemos que esto se dice frente a los jueces, y la
criada no podía dar a entender que alentaba los deseos de su ama.
268 nuevos mundos, mismos universos

la distancia abismal entre los amantes, era una manera más o menos manifiesta
de ocultar su propia complicidad frente al juez. Dos observadores de los hechos
afirmaron «no concebir que un hombre semejante, de tan poca calidad, pudiese
haber mal trato» con su ama30.
Pero los hechos hablan por sí solos y las barreras pueden franquearse, no tum-
barse. Nos interesa saber cómo ocurrió en este caso y ponerlo en perspectiva con
lo que vivió Contreras, ya que se pueden aclarar mutuamente. Como siempre,
hay que apostar por la sencillez y lo natural, así como aprovechar los puentes que
toda sociedad tiende hasta los extremos; es por eso por lo que una sociedad es
un eslabonamiento infinito. Doña Catalina deseaba unas puntas y Juan de Mesa
tenía renombre como mercader. La gobernadora, entonces, mandó a Rafael, su
joven paje rubio —otro Chérubin a la Beaumarchais, ángel-paje libertino de Las
bodas de Fígaro— a casa de Mesa. Este no tenía lo que le pedían. Pero días más
tarde mientras paseaban en carroza, doña Catalina se cruzó con la figura atrac-
tiva de Juan, su valona, sus puntas con corazones. Regresó Rafael a la calle de
Santa Potenciana y pidió la valona. Juan accedió y añadió regalos para la señora,
todo un surtido de puntas y «algunas chucherías de mujeres»31.
En buena lógica —pero ¿qué significa esto en los vaivenes de la existencia?—
y según los cánones de esa sociedad, el negocio debería ser eso, sólo un negocio
y quedarse ahí. Por su posición, que supera las reglas de su género, la iniciativa
pertenece a doña Catalina. Nos dice el paje Rafael: «La dicha doña Catalina
tenía particular cuidado en enviar cada día una vez, a prima noche, y algunas
veces a saber de su salud [de Mesa]». Era algo nuevo, intrigante, y la reacción
del mercader fue natural, que Rafael «le preguntase a la dicha doña Catalina
que intento era el suyo». Es probable que, en ese momento, la joven mujer no
supiera muy bien hacia donde la llevaría todo esto, «la cual riéndose y triscando
dijo a este testigo [Rafael]: que no más de entretener el tiempo».
Mesa miró más alto, e hizo pedir a doña Catalina la autorización para escri-
birle. «Norabuena» fue la respuesta. El primer billete que mandó Juan estaba
en un «escritorillo de Macan [Macao], cerrado con la llave»32. Detalle de gran
fineza, con su simbólica arca con llave, que debió tomar en cuenta quien lo reci-
bió, complacida. No olvidemos que, más tarde, se refirió al amante como «el
que me envía todas aquellas cosas». De manera que «respondió la dicha doña
Catalina en un pedazo de papel […] agradeciéndole lo que le había imbiado, y
hablándole en el de Vuessa Merced», es decir todavía con cierta distancia.
En ese momento, el mercader demostró ser más intrépido que el capitán Contre-
ras, quien nunca perdió el sentimiento de inferioridad frente a su esposa, la viuda
del oidor33. Es cierto que uno pretende desempeñar el papel de marido y el otro

30
Ibid., pp. 91 y 94.
31
Ibid., p. 27.
32
Ibid.
33
Escribe nuestro héroe: «Y cierto que era tanto el respeto que la tenía que, a veces, fuera de
casa, no me quería cubrir la cabeza delante de ella; tanto la estimaba, en suma» (Contreras,
Discurso de mi vida, p. 157).
médicos de su honra 269

de amante. Esta ambición dio soltura a Mesa, quien pensó que debía dar un paso
adelante, así que por medio de Rafael preguntó «por quien se había de comenzar de
llamarse de “tú” el uno al otro en los papeles que se escribiesen». «Que comenzara
por él», contestó doña Catalina. Era como un crescendo sutil, como una espiral. Los
pedidos masculinos eran insinuaciones y la decisión última pertenecía a la dama,
pues en la lógica social domina aquí la de género. Este comportamiento —como
veremos— no es sólo un resorte del teatro clásico. Doña Catalina fue responsable
de los inicios de esta relación, aunque también de su culminación:
Un día le dijo a este testigo [Rafael] la dicha doña Catalina que le dijese
a el dicho Juan de Mesa que cuando el señor don Alonso fuese a Cavite, a
la siesta fuese a Palacio a verla y que entrase en un aposento bajo que cae
encima del de Perona34.

Y así se hizo, «y allí se juntaron por la primera vez». Y, al parecer, hubo


muchos otros encuentros. Esta primera vez, Mesa le dio un diamante con una
sortija. No era para menos.
Dadas las circunstancias, su relación transcurrió dentro de la «normalidad»,
con ardides —la sortija con diamante fue modificada para que se pareciera a otra
que ya tenía doña Catalina—, acercamientos y alejamientos. La señora
iba muy a menudo a San Nicolás, pasando siempre por la puerta de la
casa donde vivía Juan de Mesa, el cual unas veces la vía por la ventana, y
otras se hacía encontradizo con el coche por bella [sic] mejor. Y la dicha
doña Catalina había dado orden al suso dicho que no se viesen en nin-
guna iglesia […] si no fuese en fiesta pública.

En cambio «la dicha doña Catalina no salía de casa sin orden y licencia suya.
Lo cual ella cumplía ansí»35. Una vez lo esencial alcanzado, la lógica de los géneros
recobra su lugar. ¿Pequeñas mordidas de celos? También había riñas de enamo-
rados, pues durante el Viernes Santo lograron pasar un rato juntos y una testigo
declaró: «y han reñido, no le dijo sobre qué»36.
Podemos quedarnos con esta simple descripción, con un encadenamiento de
actos y algunas reacciones más o menos superficiales. Pero no son cuestiones
baladíes, se estaban jugando la vida, tuvieran o no conciencia de ello. El personaje
central, cuyas decisiones condicionaban las demás, era, por supuesto, la goberna-
dora. En una situación que se puede definir como folletinesca, guste o no al
historiador, resulta cómodo referirse a los espejos que nos transmite la litera-
tura. En el caso de las heroínas enamoradas fuera del matrimonio, son dos las
que dominan, a pesar de que estén en las antípodas una de otra: la princesa
de Clèves y Emma Bovary. La primera sacrifica el amor por lo que debe a sí
misma, por la figura conmovedora del esposo y el remordimiento; la segunda

34
Ibid., p. 28.
35
Ibid., p. 29.
36
Ibid., p. 67.
270 nuevos mundos, mismos universos

olvida al esposo, la familia y el honor, en aras de ilusiones y futilidades. Por la


estirpe, la educación y el rango, doña Catalina estaba más cerca de la princesa,
pero escogió el camino de la plebeya.
A pesar de las diferencias profundas entre las dos novelas, un personaje esen-
cial para entender la determinación última de las dos esposas es el marido,
más que el amante, ya sea el brillante pero frágil príncipe de Clèves o el débil
y apagado Charles Bovary. Por tanto, debemos dedicar atención a don Alonso
Fajardo, e indirectamente al capitán Contreras, otro esposo traicionado. El pri-
mero, Fajardo, era un aristócrata murciano pariente de los marqueses de Vélez,
gran familia de guerreros. Por desgracia, tanto como para doña Catalina como
para Juan, ignoramos su edad en 1621; sólo sabemos que muere, de repente, en
Manila en 1624. Su larga trayectoria da a entender que era un hombre maduro.
Según un genealogista —que no cita sus fuentes— se casa con doña Catalina
Zambrana —otra versión de su apellido— en 1610. Si se da a la esposa la edad
promedio entonces de entre veinte y veintidós años, hacia  1621 era todavía
una mujer bastante joven —de unos treinta años— que mantenía su juventud
rodeada de criados de menos de veinte años. Su esposo le ofrecía honores y un
rango prestigioso, como el príncipe de Clèves a su esposa.
Pero a esto se limita el paralelismo entre Fajardo y Clèves. Como escribe
Nicolás Maquiavelo,
muchos, Lorenzo, han opinado que no hay dos cosas que menos aco-
moden que la vida civil y la militar […]. Tampoco le parece conveniente
hacer gala de aspecto normal y lenguaje corriente a quien con su barba y
sus juramentos quiere intimidar a los demás37.

Y, en efecto, aún en su palacio de Manila, no se le habían olvidado a don Alonso


sus modales de soldado. Sobre esto hay una carta de la Audiencia de 1619. Un año
después de su llegada, los oidores se volvieron sus enemigos e intentaron destruir
la reputación del gobernador en Madrid. Por tanto, la descripción que dan de la
actuación de don Alonso se tiene que interpretar con cuidado. Para lograr su meta
se debían respetar algunas realidades, cierta envoltura de la personalidad de un
hombre por demás conocido en la corte, sin olvidar lo que el historiador pueda
deducir de algunos de sus gestos, como el asesinato de su esposa, principalmente.
Con su gran energía, determinación y espíritu emprendedor, no necesitaba
del testimonio de los oidores para que estas «virtudes» se demostraran. Ellos
estaban en lo cierto cuando escribieron: «Es naturalmente de ingenio poco
sosegado, muy vario e inquieto; y por otra [parte] no le falta perseverancia, vio-
lencia y trazas para conseguir sus particulares intentos»38. El desenlace final,
con la «traza» del viaje a Cavite, no desmiente lo escrito.
La vida de soldado y los años pasados en los Países Bajos —tierra tanto
tiempo rebelde a su rey y a la religión— no transmitían los mejores ejemplos
de comportamiento y pensamiento. Don Alonso mostraba una libertad de

37
Maquiavelo, Del arte de la guerra, «Proemio», pp. 9-10.
38
Folio 1r de la carta de la Audiencia al rey, 10 de diciembre de 1619 (AGI, Filipinas, 20, R. 13, N. 94).
médicos de su honra 271

espíritu innegable, más expandida en aquella sociedad de lo que podríamos


imaginar. Un ejemplo verosímil: «Sin más ocasión que decir cierta persona
tenía medallas con grandes indulgencias, respondió que preciaba más un doblón
que todas las medallas del papa». No es difícil ver la chispa que en ese ins-
tante atravesaba sus ojos. Una chispa provocadora, que compartiría con él otro
Alonso, de Contreras. A punto de enfrentarse con los holandeses, se le dijo que
«no había que temer, llevando a Dios delante», a lo cual respondió: «También
los holandeses traían a Dios»39. Es una reflexión amarga, desafiante, libre, que
debió correr por todos los tercios de la Monarquía, sobre todo en esos tiempos
de abatimiento.
Este «olor a azufre» no molestaba a doña Catalina, pues también se tomaba
ciertos acomodos con la religión. Aprovechaba, por ejemplo, cuando todos esta-
ban atentos a la procesión del Viernes Santo, para entrevistarse con Mesa. Pero
otros comportamientos del gobernador debieron seducir menos a la esposa
recluida en su palacio.
Percibimos un claro contraste entre la fina estampa de Juan de Mesa y el rela-
jamiento del soldado Fajardo: «Desde luego que llegó, empezó a recibir a los
negociantes y religiosos y personas graves descaperuzado y en jubón, sin atarse
decentemente los calzones, paseándose con ellos tan sin traza ni autoridad»,
escribe la Audiencia40. Poco sabemos de la viuda del oidor de Palermo —después
esposa de Contreras—, ni de la compostura de Contreras, aunque este se mire
con complacencia: «estaba yo entonces buen mocetón y galán que daba envidia».
Menos aún sabemos del buen amigo del capitán que este mató. ¿Podríamos pen-
sar en alguna similitud entre los dos Alonsos?
El militar Fajardo era un hombre alegre, pero sin tendencia a compartir sus
alegrías con la esposa; actuaba como en sus tiempos soldadescos:
Los tres días de carnestolentas […] los gastó este año en tirar huevos,
naranjas y otras cosas a las ventanas donde estaban mujeres, y se entraba
en las casas de algunas donde habiendo pasado lo que se deja entender,
salía tan mojado, tiznado y sucio que el verle causaba asco y afrenta.

¿Vamos a creer a estas «plumas malévolas»? Lo cierto es que se nos da otra


perspectiva sobre las salidas a Cavite: «Cuando va al puerto de Cavite se entre-
tiene en semejantes torpezas, hasta subirse según es público en las casas de las
indias a vista de todos, cosa que cualquier español de mediana presunción se
afrenta de que se diga del»41.
Sabemos que a lo largo de toda su vida, y sin ningún recato, el capitán Con-
treras, como buen soldado de aventura, frecuentó las mancebías. ¿Interrumpió
tal práctica el año y medio que estuvo casado? Según Juan de Zabaleta, la ven-
ganza es uno de los motores que mueve a la mujer adúltera. ¿Pensaban quien

39
AGI, Filipinas, 20, R. 13, N. 94, fo 1v.
40
Ibid., fo 2v.
41
Ibid., fos 2v y 3r.
272 nuevos mundos, mismos universos

fue la viuda del oidor de Palermo y doña Catalina que podían tener sus com-
pensaciones, y que había un contrato implícito con sus esposos? Si así fue, se
equivocaron gravemente.
La contrapartida de esa vitalidad, más o menos desordenada, es una violen-
cia que no se intenta controlar —parte de los «gajes del oficio» de soldado—:
verbal hacia los pares; física hacia los subalternos: «Yendo con la real audiencia
a la iglesia mayor, porque al entrar no le pasó un criado suyo el ferreruelo con
la brevedad que quisiera, le dio de palos con el bastón que llevaba»42. Esto se
relaciona con una personalidad fuertemente contrastada. En el caso del gober-
nador, «muchas veces pone postas para que nadie entre a hablarle, y se suelen pasar
quince y veinte días sin querer firmar las cosas ordinarias que se ofrecen en el
gobierno»43. Sabemos que, en un estado anímico comparable, el capitán Alonso
se convirtió en ermitaño varios meses, uno de los episodios más sonados del
Discurso de mi vida.
Con dificultad, doña Catalina o la viuda del oidor podían aceptar tales com-
portamientos, aunque debemos separar ambos casos, pues en el momento de
los hechos, el capitán era un buen mozo, es probable que aún moldeable y atrac-
tivo, mientras el viejo gobernador presentaba rasgos más acentuados. Perfidia o
buena percepción de los hechos, los oidores de Manila enfatizaban el desacuerdo
que percibían dentro del matrimonio: «En su casa se admiten visitas bajas y
escandalosas, y contra el gusto de su mujer, y él las hace muy de ordinario de día
y de noche, con toda publicidad en partes sospechosas»44.
Ya hemos comentado la «falta de vida cortesana» de las Casas Reales de
Manila en tiempos de don Alonso. Encontramos, para esto, una explicación:
Fajardo no se prestaba a ello, su enemistad con los oidores no lo facilitaba. La
única relación aceptable, desde el punto de vista social, para doña Catalina
serían las esposas de los miembros de la Audiencia. En carta al rey de 20 de
agosto de 1622, don Alonso hizo una semblanza de ellas y ninguna parece
acorde con lo poco que sabemos de la personalidad de doña Catalina, alegre
y atrevida. Una de ellas «antes trata de preciarse de espiritual y santidad». Otra
vivía como una ostra, «no e sabido ni entendido [de ella] de casi seis años que
aquí tengo». Y la tercera «va por diferente camino porque su casa es de bulle y
juego». Doña Catalina, pues, requería de otras emociones45. Era coqueta, sin
duda, y le gustaba ser celebrada, incluso mimada. Tenemos indicios de ello,
como el traje y el disfraz con el que «fue a la muerte» y el beneplácito con el
que recibió los regalos de Mesa. Pero existen más evidencias, sabemos por
un testimonio que acostumbraba a «tomar acero», que significaba medici-
narse después de provocarse una opilación comiendo arcilla, con intención
de tener un cutis lo más pálido posible, como todas las «presumidas» de su

42
Ibid., fo 3v.
43
Ibid., fo 8r.
44
Ibid., fo 2v.
45
AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 67, fos 5v-6r.
médicos de su honra 273

tiempo. Moralistas como Juan de Zabaleta, cancioneros populares y Félix Lope


de Vega, han puesto en escena esta práctica, por lo demás, mal afamada: «De
una opilación a la otra, de un acero a otro…», según una canción de 1589:
Niña del color quebrado,
o tienes amores o comes barro46.
Una mujer-flor capaz de entregar como gaje de amor a quien ama un papel
con algunos de sus cabellos —castaño oscuro— cortados47. El militar arisco
no se prestaba a tales delicadezas. Los dos Alonsos amaron a sus esposas, ya
que el mismo capitán Contreras lo escribió; respetaba viva a su mujer —él lo
dice— y veinticinco años después, ya muerta, la siguió recordando con ternura.
El gobernador lo dijo a su manera, pues frente al cuerpo de doña Catalina,
aún tibio, declaró a un testigo: «Vea que, Vuessa Merced, que cuando me la
entregaron sus padres entendí que los cielos se habían abierto. Y miren en qué
ha parado. Pluguiera a Dios, yo me hubiera muerto por no ver este suceso»48.
No hay que pedir al soldado un epitafio que no sea tosco y, además acorde a
su tiempo, cuando la mujer pasó del dominio del padre al del esposo. Un año
después lo confirmaba, en la jura de Felipe IV llevaba una banda azul, con un
corazón abierto por dos manos y el mote «bien rompido pero mal pagado». Por
último, en su testamento ordenó ser sepultado junto con su esposa. El trauma
y el dolor lo llevaron a superarse49.
La personalidad de Juan de Mesa era distinta por completo; lo percibimos en
filigrana, acorde con la de su amante. Entre las joyas que se encontraron en casa
del mercader, algunas las escogieron los dos enamorados. Tenía, entre sus sorti-
jas, una con un diamante en forma de corazón, otra «sin piedra con un corazón
coronado con un letrero por de dentro que dice “Sólo la muerte lo podrá apar-
tar”». Sobre todo, «dos corazones que el uno tiene a san Juan Evangelista y por
la otra parte santa Catalina Mártir»50. Un testimonio muy expresivo, pero muy
arriesgado a la vez: ¿No tuvo ninguna sospecha el orfebre a quien se pidió la joya?
«Atrevida» doña Catalina, hemos dicho; parece cierto, y hasta inconsciente.
¡Cómo pudo creer que era capaz de dominar los celos del marido! «El mayor
monstruo del mundo», según Calderón de la Barca. ¡Cómo pudo decir a una
de sus criadas «que ella podía más que el señor don Alonso, y así le haría el
bien que pudiere»51! En los pocos meses —menos de seis— que duró la relación
epistolar, los amantes intercambiaron centenares de cartas. En un escritorio de

46
Citado por Stefano Arata, en su introducción a Lope de Vega Carpio, El acero de Madrid,
p. 31. Véase el caso de doña Catalina (AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 63, p. 44). Según Quevedo, entre los
«defectillos» aceptables de una casada, «permítesela que coma barro, yeso y otras cosas dañosas, que
sería disparate cuidar de la salud de quien se desea la muerte», en Quevedo, Obras selectas, p. 297.
47
AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 63, p. 41. Es lo único que podemos percibir de su corporalidad.
48
Ibid., p. 60.
49
Rodríguez Pérez, 2002, p. 169.
50
Ibid., p. 78.
51
Ibid., p. 44.
274 nuevos mundos, mismos universos

Mesa se encontraron 257 billetes, más de uno por día52. Esto significaba muchas
idas y venidas entre el palacio y las cercanías de Santa Potenciana, sobre todo,
muchas complicidades más o menos aseguradas. El paje Rafael, con la «incons-
ciencia» de sus diecisiete años, atraído con habilidad por su ama, que hizo de él
su confidente, al leerle algunos de los billetes. Pero, aunque fue leal, acabó por
retraerse, preso del miedo. Gonzalo Pérez, soldado-criado, tan ambiguo como
sus funciones y mercenario sobre lo demás, le sucedió en la confidencia, sin que
sepamos, con claridad, de qué lado estaba la noche del 12 de mayo.
En el entorno, cundieron la sospecha y la vigilancia. Se miraba «por las aper-
turas de la puerta, y por el agujero de la llave»53. Hasta en las circunstancias
más inesperadas nacieron los recelos. Recordemos al «criado-sabueso» Alonso
de Leyva, el que estaba la noche fatal del 12 de mayo bajo el coche en el patio
del palacio. Vivía en el Parián y el 11 de mayo entró en casa de un chino san-
gley tejedor que allí moraba. Y «viendo que se tejía un poco de damasco azul,
le preguntó al sangley que para quién era y le dijo a este testigo que era para
un español llamado Juan de Mesa, y este testigo sospechó mal». ¿Le alertaría el
dibujo con algún emblema o iniciales comprometedoras para los enamorados54?
La conducta de Juan y doña Catalina acrecentaba los peligros. Para ellos,
los criados y esclavos parecían ser transparentes e inocuos; se desvestían y se
acostaban juntos delante de ellos. Juan se quedaba cada vez más tiempo en el
palacio, a riesgo de ser sorprendido en pleno día por doña Catalina de Escobedo:
Ida la dicha doña Catalina [fue a tomar el acero], llegó este testigo por
curiosidad a abrir lo que había en la cama, por lo que había imaginado
aquella noche, y alzando el pabellón halló acostado a el dicho Juan de Mesa
en la misma cama del Señor don Alonso Fajardo, de que esta testigo se
admiró mucho. Y le dijo «Jesús, Señor, en la cama de mi señor don Alonso,
se ha atrevido Vuessa Merced. ¡Y estar tan de espacio, y desa manera!».

Hubo un altercado entre los dos, «y habiendo venido la dicha doña Catalina,
se desnudó y sahumó y volvió a la cama, dando de almorzar a el dicho Juan de
Mesa». ¡Eran más de las dos de la tarde55!
Lo extraño no es que los hechos vinieran en conocimiento del marido, sino
que este «negocio» durara tanto tiempo, entre tres y seis meses, no se puede
precisar. Como los «culpados» lo explicaron después al juez, la servidumbre
constituía una cadena irrompible. Rafael, como paje, «tenía obligación a llevar
los papeles y recaudos que le mandaba sin que pudiese rehusarlo» por su corta
edad, y «la sujeción que tenía a la dicha doña Catalina como su criado»56. Y no
es sólo una defensa frente al juez, lo cierto es que sirvió fielmente hasta que el
miedo ganó la partida, pero no delató.

52
Ibid., p. 39.
53
Ibid., p. 65.
54
Ibid., p. 119.
55
Ibid., pp. 44-45.
56
Ibid., p. 158.
médicos de su honra 275

V. — EL CASTIGO DE LOS AMORES CULPABLES

Este «malogrado» episodio nos ofrece dos desenlaces jurídicos, uno certero,
el otro en apariencia abortado. El primero tiene lugar en la noche del 12  de
mayo de  1621 y es brutal, sin apelación, a la medida de una justicia privada
donde el juez era, a su vez, parte y verdugo. El segundo empieza en los instantes
que siguieron a la ejecución de la sentencia privada, al pasar en unas horas de
las manos de la jurisdicción municipal a la real y, por tanto, a manos de magis-
trados, es decir, de la justicia pública. Su procedimiento se extendió cerca de
dos meses, pero según el expediente se cerró sin ninguna determinación.
Sobre esta yuxtaposición se tejían toda una serie de paradojas: la justicia pri-
vada y sanguinaria que actuaba en este caso no era la menos apegada al derecho
ni la menos popular. Al contrario, la querella de oficio que la justicia pública
pretendía después llevar a cabo contra los cómplices de los adúlteros resultaba
cuestionada con vigor; no se toleraba que interviniera en la esfera de lo privado,
aun con tres muertes. En cuanto a la «popularidad» de la justicia privada del
marido, se manifiesta si se toma en cuenta el gran acompañamiento que se le
hizo de regreso de la casa de la trágica sentencia al palacio. Si los dos personajes
escondidos bajo la carroza y los soldados en las puertas del palacio no vieron
entrar o salir a nadie esa noche, sí se enteraron de la llegada de Fajardo «con la
mucha gente» que le seguía, que comentaba lo sucedido57.
Uno de los dos embozados era el primo de doña Catalina. A la mañana
siguiente, «su cuñado» y gobernador lo hizo llamar, así como otro pariente.
En realidad, no para disculparse. ¿El capitán Andrés Carrasco Girón pidió
cuentas o expresó algunas palabras sentidas en cuanto a la difunta? «El señor
don Alonso Fajardo, en presencia del almirante Esteban de Alcázar [un
paisano], y alférez don Juan Aguado [el otro pariente de doña Catalina]»
recibió el apoyo moral de don Andrés: «Le pesaba mucho de no haber tenido
antes noticia deste caso para remediarlo por su persona». Lo que le movía era
la falta de confianza del «cuñado»: «tenía sentimiento que Su Señoría no le
llamase para que el propio ejecutar[a] lo que Su Señoría había hecho. Y que
el señor don Alonso había hecho en este negocio como quien era»58, es decir,
ser buen médico de su honra.
Puede parecer extraño que en más de cien folios, donde los resortes de la acción
son el honor en peligro de don Alonso y la honra comprometida de las familias
Fajardo y Zambrano y que el esposo rescata gracias a «su sangría», esas dos
palabras estén ausentes. Por lo demás, que se nos perdone la metáfora cínica,
pero era acorde con un tiempo en el cual «el honor con sangre se lava». Alonso
de Contreras mismo, que pasaba la mayor parte de su vida con su capa al hombro
y su honra a la punta de la espada, se olvidó mencionar en el Discurso de mi vida
la palabra «honor»; a lo más empleaba «reputación», más abierta y externa que

57
Ibid., pp. 94 y 123.
58
Ibid., p. 123.
276 nuevos mundos, mismos universos

la honra-virtud59. En uno de sus arranques, proclamó como bajo el dictado de


Lope de Vega: «Reputación busco, que no dinero». Honor y honra son términos
con carga tal que sólo con mencionarlos se puede desatar otro drama, pues nadie
podría atreverse a sugerir que el honor del gobernador hubiera sido mancillado.
Don Alonso había actuado conforme al derecho y a las exigencias del código que
regía la sociedad; volver sobre ellos sería interferir con las prerrogativas de las
familias, que ni la propia Corona se atrevía a transgredir.
Si había derecho, había normas, ante las cuales parece que se conformaron
nuestros dos Alonsos, ya que ni uno ni el otro fueron molestados por la ley. Es
cierto que uno de ellos hacía las veces de soberano, pero nada similar ocurría
con el entonces joven alférez Alonso de Contreras.
Aquí el adulterio se debe entender dentro de las reglas que rigen las rela-
ciones de género en una sociedad tradicional. Desde tiempos inmemoriales
—por lo menos desde la Ilíada, y pasando por la Inglaterra de Enrique VIII
y Ana Bolena—, el adulterio se ha concebido, en primer lugar, como delito de
mujeres. Con tal discurso ha resultado factible controlarlas, argumentando el res-
peto debido al sacramento del matrimonio, al lecho conyugal y al orden
social. En la Lex iulia de adulteriis coercendis (de 18 a. C.), el adúltero podía
ser acusado, pero por encima de todo como cómplice del engaño cometido por
la mujer, al introducir un injerto indebido en el linaje del esposo60. Esto era lo
bastante grave como para que la legislación romana aceptara que, el marido
o el padre dieran muerte a los amantes bajo ciertas condiciones: debían
ser sorprendidos sin equívoco en el hogar conyugal y ser matados al mismo
tiempo; además, el hombre debía ser de un estatus inferior.
Este conjunto de apreciaciones, motivaciones, normas y prácticas pasaron
a través de la época medieval. Algunos episodios relevantes dieron sus colo-
res a la época. Por ejemplo, en 1283, el podestá de Faenza mató a su esposa
Francesca de Rímini y a su propio hermano, por celos. Como en el caso poste-
rior de los dos Alonsos, esto no entorpeció su carrera ulterior. Pero de forma
ambigua, la figura de la joven Francesca fue recordada e incluso celebrada, y
nada menos que por Dante 61.
El derecho era más estricto y Las Siete Partidas retomaron los argumentos
de Augusto de unos trece siglos antes, de manera que, si el hombre no dañaba
a su esposa al cometer adulterio, en cambio «del adulterio que fiziesse su mujer
con otro finca el marido deshonrado […], ca si se empreñare de aquel con quien
fizo el adulterio vernie el fijo extraño heredero en uno con los sus fijos»62. La
honra y la pureza del linaje eran, por tanto, las únicas preocupaciones de los
varones. Como estos valores estaban depositados en la familia restringida, esta
era la única con derecho a actuar, lavando o sepultando la mancilla («consentir,

59
Véase el cap. ii de este libro: «Un bosque de vidas».
60
Mendoza Garrido, 2008, p. 162.
61
Alighieri, La divina comedia, «El Infierno», canto quinto.
62
Citado por Mendoza Garrido, 2008, p. 169.
médicos de su honra 277

et sofrir, et callar su deshonra»), el lugar, pues, para la justicia de oficio quedaba


restringido. Esto tomaría aún más fuerza con el tiempo, pues en la España del
siglo xvii todos se plegarían ante la fuerza de la sangre. Justificando los esta-
tutos de limpieza de sangre, Juan de Zabaleta escribió en 1654 «por la mayor
parte está la fe solamente firme en la sangre que nunca flaqueó en la fe»63.
Al abanico de disposiciones legales podemos añadir algunas prácticas jurí-
dicas, procedentes de la pluma de un notario, en 1605, Nicolás de Yrolo Calar,
quien glosando una escritura de «perdón de adulterio» señala que el esposo
probándolo [el adulterio], ha de entregar [la esposa] el juez con el adúltero
al marido, para que haga de ellos lo que quisiere. Pero no puede matar al
uno sin el otro; y por el mismo caso que perdonase al uno queda el otro
libre […] Si, hallándolos in fraganti, los matase, lo cual puede hacer sin
incurrir en pena alguna64.

De manera que asistimos a un endurecimiento progresivo. Las Partidas


aceptan la muerte del amante de las manos del marido, siempre que sea de
rango inferior. A principios del siglo xvi, se autorizó también la muerte de la
culpable. Los moralistas son jueces a su manera, van por el mundo midiendo
a los humanos con una vara tan tiesa como la de la justicia. Juan de Zabaleta
fue uno de ellos, aparte de ser mordaz y divertido. La mujer adúltera fue una
de sus víctimas, aunque reconociera que tenía sus razones, pero «la mujer que
en el matrimonio se sacrifica a Dios, no ha de tener hiel para su esposo».
Además, «uno de los mayores daños que hace el adúltero es hacer criar al
triste marido hijos ajenos». Como podemos ver, el argumento de Augusto
sigue en pie, incólume. En cuanto a la honra, «los que saben que aquella mujer
fue adúltera (que en el mundo todo se sabe) miran al marido con la misma
desestimación que si hubiera tenido la culpa de que lo fuera»65.
Pero no siempre la práctica sigue las normas o los moralistas durante los
siglos xvi y xvii. No todos eran de acero templado, como nuestros dos maridos
homicidas. Y la escritura de perdón redactada por Yrolo Calar nos lo recuerda.
Además, había ciertos requisitos o circunstancias que limitaban las opciones de
los maridos. Ginés de Mafra, piloto de la expedición de Magallanes, conoció en su
vida tantos o más peligros que los dos uxoricidas; sin embargo, aunque su esposa
aprovechó su ausencia para cometer adulterio, igual que malbaratar la casa y demás
bienes, Ginés se olvidó de toda justicia privada y pidió apoyo a la Corona. Es pro-
bable que no hubiera mucha honra que defender, y menos linaje, sólo algunos
maravedís que recuperar66. El caso de Juan Fernández Aparicio en Manila trae
otra enseñanza. Este, en 1610, pidió justicia contra Juan de la Vega, que desde

63
Zabaleta, Obras históricas, políticas, p. 271.
64
Yrolo de Calar, La política de escrituras, pp. 160-161.
65
Zabaleta, Obras históricas, políticas, pp. 184-188.
66
AGI, Indiferente general, 421, L. 12, fos 68r-69 v. Sin embargo no era el tipo de circunstan-
cias en las cuales el derecho toleraba algún aprovechamiento; por ejemplo, nos dice Yrolo de
Calar, La política de escrituras, p. 161: «por el perdón de adulterio no se puede llevar dineros».
278 nuevos mundos, mismos universos

hacía tres años tenía trato con su esposa. ¿Por qué no se decidió a ser su propio
«médico»? Es que el rival era hijo de oidor. Y, en 1613, el dicho oidor pudo pre-
sentar un testimonio, según el cual, Fernández se apartaba de la querella: falta
de honra, sí, pero también impotencia social67.
Aceptemos un ejemplo contrapuesto a los anteriores: en 1589, en Manila,
el capitán Esteban Rodríguez de Figueroa, yerno del licenciado Mel-
chor Dávalos vuestro oidor, mató a su mujer y a un sobrino suyo, hijo
de su hermano, diciendo que le cometieron adulterio, el cual probó con
algunas indias de su casa, aunque no los halló infraganti. Yo seguí el
pleito, y se condenó en revista en seis años de destierro y cinco mil pesos
para Vuestra Real Cámara y gastos de justicia y otras cosas68.

Los ingredientes de un uxoricidio están presentes, y se llevó a cabo, pero


algo falló según el derecho de la época, y se consideró como homicidio, pues,
por supuesto, no se respetó la norma del in fraganti, y además era la honra del
capitán contra la del oidor y su hija.
Nada de esto molestaba a los dos Alonsos, como tampoco debió moles-
tarles la mirada de los demás, ni las opiniones expresadas sobre su justicia
expedita. Lo cual no quiere decir que la muerte de una mujer joven, en con-
diciones tan atroces, dejara a la sociedad indiferente. Nadie lo expresó así
frente al juez, pero disponemos de algunos indicios. Era casi un milagro
que una relación pudiera durar tanto tiempo en ese contexto, sin delación.
Si hubo cierta complicidad, no fue principalmente por razones mercenarias. Es
cierto que al tratarse de Juan de Mesa, salvo el piloto y sus propios esclavos,
nadie se preocupó por él. Si nos acercamos a la ejecución de doña Catalina,
momento culminante de la tragedia, notamos un hecho en apariencia insó-
lito, que aparte del esposo-verdugo, hay por lo menos una media docena de
testigos potenciales que desde la casa, el patio o las ventanas vecinas, estaban
en posibilidad de ver y testimoniar. Sin embargo, nadie dijo haber visto las
últimas cuchilladas; todos declararon que, en ese momento, estaban ocupados
mirando hacia otra parte. Esto es difícil de creer; es, más bien, una forma
de autocensura que se imponen los testigos, enfrentados con un hecho que
sobrepasa su capacidad emocional.
Entre los diversos testimonios sobre la noche del 12 de mayo, uno de ellos
causa dificultad, el de Francisco González, criado y acompañante de don
Alonso. Según la declaración de los vecinos y, en particular, de Diego de
Castro, González entregó el tercer bulto encontrado en el patio a la discreción
del asesino. Castro añade: «Estaba en el patio desta casa Francisco González,
criado del señor gobernador, y tenía una mujer asida de los cabellos con las
manos en el pretil del patio»69. Cuando da ese testimonio, estamos apenas a

67
AGI, Filipinas, 329, L. 2, fos 149 v-150r y Filipinas, 36, N. 77.
68
Carta al rey del fiscal, 17 de julio de 1589 (AGI, Filipinas, 18A, R. 7, N. 49, fo 3v).
69
AGI, Filipinas, 7, R. 5, N. 63, pp. 15 y 19.
médicos de su honra 279

unas horas del drama; la emoción estaba intacta y las imágenes, tales como se
grabaron, todavía frescas y fieles, percibidas en la noche, como en una pesa-
dilla. González rindió su declaración doce días después, el 24 de mayo. Había
escuchado reflexiones a su alrededor y meditado sobre su propia actuación,
por lo cual presentó unos hechos muy distintos, que fue el gobernador quien
encontró a su mujer. De buena fe o con cálculo, describió una escena compleja,
donde su propia ternura fue el último consuelo que recibió la moribunda: «Y
en esto dijo la dicha doña Catalina a este testigo, que estaba abrazada con él:
“hermano que me desmayo”. Y entonces este testigo le sentó en el suelo, y se
la echó en su regazo»70.
Pero la declaración de Diego de Castro ante los jueces siguió en pie. Estos, el
gobernador y Francisco González, debieron pensar en ello: era mejor dar una
visión menos tremenda de una muerte ya de por sí terrible. Cuando Castro se
presentó para ratificar su dicho el 13 de julio, modificó por sí mismo su decla-
ración (¿sin presiones?) en un punto:
Que donde dice que Francisco González tenía una mujer asida de los
cabellos con las manos, que era la dicha doña Catalina María Zambrano,
no la tenía por los cabellos, sino por el cuerpo recostado sobre él71.

En medio de la oscuridad, una mala percepción era posible, pero la nueva


presentación de los hechos era más aceptable para la sensibilidad de todos.
Pasada la justicia privada, cerca de las diez y media de la noche, la justicia
pública llamada por el propio gobernador, empezó a mover sus engranajes. Ape-
nas ejecutada su esposa, solicitó la intervención de la justicia municipal. Podría
parecer lógico, aunque no lo era tanto, pues los jueces municipales tenían una
jurisdicción limitada que con dificultad podía intervenir en un caso semejante.
En efecto, al siguiente día, el presidente —Fajardo— y la Audiencia decidieron
apartar a los alcaldes ordinarios del procedimiento judicial. Este recayó sobre
los oidores, enemigos jurados de su presidente y gobernador. Tal vez fue lo que
pensó evitar Fajardo la noche anterior, pero tanto el esprit de corps, como la
defensa de los intereses y valores comunes que unían a las élites, hacían que los
jueces actuaran con lealtad hacia lo que representaba don Alonso: el soberano,
la honra restituida, el linaje exaltado y la puesta en orden social, ya que se tomó
venganza de un «hombre infame».
Pero si el gobernador obró derechamente sin cometer homicidio, y si los
dos autores del atentado contra el honor estaban muertos (y accesoriamente
el piloto que todos olvidan), ¿a quién y qué hay que juzgar? A las eventuales
complicidades del adulterio, decían los jueces; y, hasta el 12 de junio de 1621,
acumularon testimonio tras testimonio, encarcelando o poniendo en depósito
(las mujeres en este caso) a los siete «culpados», todos servidores o esclavos de
los dos amantes, salvo doña María de Mercado, la amiga de doña Catalina.

70
Ibid., p. 115.
71
Ibid., p. 206.
280 nuevos mundos, mismos universos

Los hechos estaban lo bastante probados como para que los jueces, conforme
a la vieja inhibición del poder en materia de honra y linaje, se dirigieran al
marido ofendido. «¿Qué quiere este?». Contesta de forma lacónica:
Que no tiene que procurar más que la justicia, que en lo que resultare [del
sucedido] hará esta real audiencia. Con la consideración que se debe a la gra-
vedad de tan atroz y exorbitante delito y las circunstancias de la cuya causa
aquí por agora, por lo que así toca no quiere pedir ni pide cosa alguna72.

No pedía nada, pero sí que siguiera la justicia. Se tendría, por tanto, que abrir
una querella de oficio, con el riesgo para la justicia real de interferir con el honor
de un hombre y la honra de dos familias. Quizá se podría remediar si se califica-
ban los delitos de otra forma: los culpados serían acusados, de oficio, «en cuanto
derecho hubiere lugar, ansi en el negocio principal como en el rapto y quebran-
tamiento de la casa y palacio real»73. Notamos sin sorpresa que, «por pudor», no
se menciona cuál es el «negocio principal». En cuanto al rapto de doña Catalina
por Juan de Mesa y sus cómplices, es una presentación de lo ocurrido bastante
artificiosa. Y si Mesa penetró en el palacio, es cierto que cometió una infracción,
aunque no merecedora de tantas muertes. Los procuradores, después de negar de
forma más o menos torpe la participación de sus partes en los diferentes delitos,
de alegar su juventud e inocencia, presentaron la misma defensa, que se trataba de
una querella que sólo se podía llevar entre partes, de ninguna manera de oficio, y
el marido don Alonso no podía dejar la justicia en manos del fiscal del rey, el cual
«no puede pedir cosa alguna en semejantes casos, sino la parte interesada»74. Note-
mos el mismo retraimiento del vocabulario: ¿Cuáles eran los «semejantes casos»?
Avanzamos hacia el mes de julio. Como cada año, estaba a punto de partir
el galeón con destino a Acapulco llevando la correspondencia oficial destinada
a México y, sobre todo, Madrid. Esta vez se añadió copia de la causa hasta el
punto alcanzado entonces, la notificación hecha a los defensores de presentar
sus pruebas y testigos en el término de dos días. Nunca sabremos si lo hicie-
ron, ni si se llegó a la sentencia. En realidad, fuera de la vindicta personal del
gobernador —que, además, podía tomar otros caminos más directos—, no
había mucho interés en perseguir a unos personajes sin relieve. Es cierto que
formalismo y legalismo eran argumentos lo bastante fuertes en sí. Además, con
un poco de sadismo —espero que se nos permita salir brevemente de nuestro
rol de historiador neutro—, en julio de  1621, cuando ya habían hecho sus
confesiones a la justicia y ya nada podían añadir, fueron sometidos a tortura
dos de los esclavos de Juan de Mesa, porque tales personas «se deben con-
forme a derecho ratificar con tortura»75. Dos meses después de los hechos,
el drama de la calle Santa Potenciana seguía dejando sus centelleos de dolor.

72
Ibid., p. 153.
73
Ibid., p. 154.
74
Ibid., p. 179.
75
Ibid., p. 203.
médicos de su honra 281

VI. — EL HONOR, VARA DE JUSTICIA

Parece que este título es una frase sacada de alguna novela folletinesca del
siglo xix. Aceptamos esta apreciación. Reconocemos que, a lo largo de este
episodio, a imitación de muchas partes del Discurso de mi vida del capitán
Alonso de Contreras, nos hemos codeado con la ficción, no en los hechos
—pues tienen consistencia histórica—, pero sí en nuestra forma de interpre-
tarlos y en su presentación, siguiendo hasta cierto punto el proceder del propio
capitán. A lo largo de este capítulo vivimos —gracias a la magia de la escri-
tura— en un universo encantado, aunque muchas veces de pesadilla, pero
siempre emocionante, conmovedor.
Entre nuestras vidas de soldados hay otra experiencia de esa índole para
medir esa realidad en su amplitud. El joven toledano don Diego Duque de
Estrada —entonces de diecinueve años—, hacia 1608, regresó después de una
estancia de varios años en la corte. Había vivido en Toledo con su familia
y, sobre todo, con doña Isabel, con la que tuvo desde siempre una relación
ambigua, «a la cual desde mi tierna edad amé sobre todas las hermosuras
humanas», pues eran «hermanos injertos en amantes»76. En concreto, era hija del
supuesto tutor del joven toledano, pero había que esperar la boda. Mientras,
el demonio aventurero volvió a estimular a Diego, que se propuso participar
en una expedición a África.
Antes de irse quiso pasar por Toledo, donde el amor lo llamaba. Y llegó en
una oscura noche de noviembre. Entró en el jardín de la casa de la familia por
«una puerta falsa», pasó bajo un balcón y le dio «en la cara una cuerda»77. Los
sentimientos más contrarios alteraron al joven, se sucedían como olas: «Aquí
empieza la turbación, el dudar, los recelos, el erizamiento de cabellos y la per-
plejidad, convirtiéndolo todo el natural valor en resolución». Fue una mezcla
de fisiología y psicología, de la cual el dueño —como se puede suponer— era el
corazón: «La sangre acude (en tales casos) al corazón, rey del hombre y gobierno
de sus miembros». Esto fue lo que desencadenó reacciones tan diversas como
aprehensión y después determinación. Recalquemos la metáfora organicista
invertida, con el órgano que se regía como un gobierno. Arte de escribir o arte
de la memoria. En aquel instante, la pluma de Diego abandonó el tiempo pasado
y se puso al presente. Como para Contreras, vivir de nuevo esos instantes, los
más terribles de su vida (ciertamente los más determinantes), fue una prueba
aterradora: «He dejado más de cuatro [veces] la pluma para no escribirlo»78.
Por tanto, una vez escalada la pared, alcanzó el balcón y, entonces, el intruso
lo atacó. Se defendió con espada, daga y broquel. Hirió al adversario, y caído en
el suelo este lo reconoció y dijo ser uno de sus amigos. Sin embargo, Diego lo
ultimó. Y falta aún rematar la tragedia: entró en la recámara, y como sostuvo,

76
Duque de Estrada, Comentarios del desengañado de sí mismo, p. 98.
77
Ibid., p. 101.
78
Ibid., p. 102.
282 nuevos mundos, mismos universos

«mi hermana o mujer está desvanecida. Y no volvió del desmayo de muchas


puñaladas que la di». «Ves aquí muerta mi esposa, mi hermana, mi bien, la
hermosura más perfecta que crió Toledo». En la hipérbole se puede reconocer
el sello de Diego Duque de Estrada.
El caso pudiera quedarse aquí. Sería otro episodio de la «negra honrilla», como
hubo tantos en la época. Pero acaeció un acto suplementario que añadió misterio
y malestar al drama: «Aquella noche se huyó una doncella de labor, hermosa y
moza, que algunos juzgaron ser la dama: yo, con otros, la tercera. Quedé en opi-
niones, pues ni él ni ella pudieron confesarlo, muriendo en aquel punto». Y añadió,
recordando la ley inexorable que regía la sociedad: «La mía [opinión] fue que él
estuvo bien muerto, pues violó la honra o de mi mujer o de mi casa»79.
Pero mientras que Fajardo y Contreras tuvieron el derecho y los apoyos
políticos de su parte, no fue el caso de Duque de Estrada, ya que, además, la
joven no era su esposa. Sólo le quedó la huida por la noche. Poco después sería
arrestado, torturado —el relato de esa sesión es otro punto culminante de su
vida80 — y condenado a muerte. Se salvó de milagro, pero no de su propia
memoria. El relato es una obra maestra, pues en él se mezclan situaciones fal-
sas (no sólo la puerta del jardín), misterios y fatalidad trágica. Tenemos lo que
debiera ser una autobiografía histórica lograda, un tapiz mágico sobre el cual
puede correr, tanto una realidad teatral como una fantasía real. Es posible que
esta no sea la mejor postura para el historiador, dadas la frialdad y distancia
que exige su análisis.
Volviendo a Palermo y Manila, de emoción en emoción, también se saca
provecho de textos donde las descripciones materiales más crudas se mezclan
con ciertos silencios pudorosos o prudentes. Se niegan los personajes de carne
y hueso a hablar de la tiranía del honor, de la obsesión de la mancilla, aunque
matan sin piedad por ellas. De alguna forma, dejaban a los personajes de papel
o teatrales la plena libertad para expresar lo que ellos no dejaban escapar con
facilidad, aun cuando escribieran el Discurso de mi vida. Por tanto, si quere-
mos entender lo que ocurrió aquel día cerca de Palermo —es probable que de
finales de 1607—, entre el entonces alférez Contreras y su esposa, después
de desviarnos hacia la dura realidad de Manila, es conveniente pensar en lo que
se voceaba por las calles o se declamaba en los corrales de comedia de Madrid,
más libres emocionalmente.
Pero empecemos por insertar «un caso peregrino y que raras veces se ve con
entera ejecución». Lo recoge una relación impresa en Sevilla en 162481: «Un
hombre bien conocido en esta ciudad, por haberle su mujer cometido adul-
terio» obtuvo de la Justicia que los dos culpables «fueron sentenciados a que
hecho un cadahalso en medio la plaza de San Francisco, y sacados de la cárcel,
se le entregasen a su marido para que los degollase, o perdonados, les diese libertad».

79
Ibid., p. 103.
80
Un historiador tan riguroso como Tomás y Valiente lo tomó en cuenta en su ensayo sobre
la tortura.
81
Memorable suceso que este año.
médicos de su honra 283

Caso, desde luego, extraordinario —pero desde el punto de vista jurídico acep-
table—; y, lo que es más importante, cuando nos enteramos de que, en un primer
momento, el cadalso se quemó sin razón aparente, lo cual fue, sin duda, una lla-
mada de atención de la Providencia, y se volvió a levantar otro tablado.
Mientras el esposo se estaba preparando psicológicamente «rodeado de muchas
personas graves, así eclesiásticas, como seglares, persuadiéndole y rogándole
apretadísimamente perdonase a su mujer». Con todo esto, el marido se mantuvo
como una «panthera onça», «lleno de furor y rabia, no daba lugar a nada desto,
dando por respuesta que quien le restauraría su honra a lo cual no se le podía
responder razón que equivaliese». En efecto, en la pesa que entonces medía los
actos humanos, nada podía equilibrar el honor, salvo vidas humanas, «pues si
no era vengándose en su mujer, de otro modo no la podía alcanzar», sentencia
el autor de la relación.
El viernes por la mañana llegó, «con un mundo de gente por las calles, plaza,
ventanas y terrados». Salieron de la cárcel los dos condenados, rodeados como
de costumbre por padres de la Compañía, que los encaminaron hacia la dicha
eterna. Llegó, de la misma manera escoltado, el marido, tan solo con francisca-
nos que eran más de veinte a su alrededor, «acompañados con un devotísimo
Christo». Todo esto no fue suficiente, en apariencia, para ablandar al justiciero,
ni tampoco la vista de su esposa, la cual se arrastraba a sus pies. Este espec-
táculo duró una hora. Las súplicas de unos y otros colmaron el corazón del
hombre, que al final, a la vista de toda la ciudad, demuestra ser dueño de la vida
y muerte de los culpables. «Al fin perdonó a estos».
La relación impresa es un papel muy edificante, ¿verosímil? Una realidad
histórica lo sostiene: se escribió, publicó, voceó y leyó, y esto encierra varios
mensajes. En esa primera mitad del siglo  xvii, el castigo feroz del adulterio
femenino estaba a la orden del día; y, más aún, se vendía. Aparte del propósito
mercantil, ¿qué otra meta quiso alcanzar el autor anónimo? Su conclusión es
superficial, e incluso descuidada, como que los culpables se enmendarán, «acor-
dándose del miserable trance en que se vieron». Muchas otras circunstancias
podían llevar al arrepentimiento. Pero ¿se trata de estigmatizar el adulterio?
¡Entonces por qué perdonar in fine! Las enseñanzas estaban en otra parte y se
pueden repartir entre varias sentencias, como que el honor estaba por encima
de todo. Con este postulado, el hombre podía disponer de la vida de quien se lo
manchó. Sin embargo, había una senda que permitía escapar a esta fatalidad y
no era el perdón cristiano —como podría pensar un lector apresurado—, sino
la afirmación pública de la potestad, recobrada por el esposo, que deshacía el
nudo que apretaba los destinos hasta los límites de la muerte. Aquí era necesa-
rio exponer esta fuerza restaurada, que surgía de la humillación absoluta de los
culpables sobre un cadalso durante una hora entera y a la vista de todos.
Las tragedias y dramas teatrales se jugaban sobre otros tablados con pesas
y cordeles mucho más sutiles, los cuales nos llevan a relacionarlos con las cir-
cunstancias en las que estaban inmersos nuestros héroes. La relación entre
doña Catalina y Juan, así como la que se estableció entre Alonso y la viuda del
284 nuevos mundos, mismos universos

oidor, en un primer momento, fueron, de igual forma, asimétricas. En los dos


casos, esto daba cierto margen de iniciativa o de libertad a la mujer: «Siempre
que pasaba por allí la veía en la ventana, que me parecía estaba con cuidado»,
escribe Contreras. Y, más tarde, a petición de Alonso «dio licencia que la visi-
tase». Desde la ventana, la mujer manifestaba su deseo y anticipaba con ello lo
que sería su decisión. Esto encierra parte de la problemática femenina de aquel
entonces; y, si no era desde la ventana, era camino de la iglesia. De manera que
doña Catalina y Juan hicieron uso de dicha estratagema. En estos terrenos, la
maestra ejercía fuera de la vida real, es la Belisa de El acero de Madrid, de Lope
de Vega, la cual de su propia voluntad hizo llegar «cierto papel» a su enamorado,
con el que dio paso al romance82. Ella misma inventó una falsa opilación, para
que un supuesto médico le ordenase «tomar el acero», y pasear para ver mejor
a su amigo. Dicho enamorado era hidalgo, pero pobre, por tanto, por debajo de
su rango83. Doña Catalina parecía seguir los pasos de Belisa (la obra de Lope de
Vega se escribió hacia 1607-1609). Ya cerca del final, aparecía Belisa disfrazada
de hombre «con capa, espada sombrero y vaquero»84, la cual pretendía rescatar
a su amante indeciso, cuando ya estaba embarazada. Doña Catalina Zambrano
y la esposa del capitán Contreras podrían decir con ella:
De carne nacimos,
no somos de piedra85.
Por tanto, el paralelo, que surge de la confrontación de los sucesos de Manila
con la comedia de Lope de Vega, es la tensión dentro de las dos parejas: las dos
mujeres tienen un aura más afirmada para el observador o el lector, quienes
vierten su empatía de preferencia hacia ellas. En el caso de doña Catalina lo
explican sus circunstancias, tanto personales como externas. Al tratarse
de Belisa se debe cuestionar a un hombre, Lope de Vega, por lo demás gran
admirador del sexo femenino, pero también al Madrid de su tiempo.
Pedro Calderón de la Barca —otro capellán, y esta vez exmilitar— también
supo honrar a la mujer, pero en un tono más cercano al episodio de Manila, ya
que el uxoricidio fue el resorte de algunos de sus dramas más relevantes, en
primer lugar El médico de su honra86. Es posible, incluso, que algo del episodio
de 1621 en Manila pasara a la escena calderoniana. Entre la primera estocada y
las cuchilladas últimas, doña Catalina tuvo tiempo de desangrarse y es esta la
muerte que don Gutierre infligió a la desdichada doña Mencía.
Calderón fue el mejor pintor del honor, pero ¿por qué esa insistencia en pre-
sentar esa perspectiva extrema, es decir, el asesinato de una esposa para salvar
la reputación de un marido y un linaje? Porque ofrece la mayor demostración

82
Lope de Vega Carpio, El acero de Madrid, v. 100 sqq.
83
Ibid., vv. 560-566.
84
Ibid., v. 279.
85
Ibid., vv. 283-284.
86
En 1636, escribe A secreto agravio, secreta venganza y, en 1637, El médico de su honra y El
mayor monstruo del mundo; vuelve sobre el tema en 1650 con El pintor de su honra.
médicos de su honra 285

de lo que esa sociedad estaba dispuesta a dar a la honra, esta misma nutrida de
virtud y sacrificio. Cuando doña Mencía afirma «yo soy quien soy», significa
que esa tensión perpetua nace del interior:
Y así mi honor en sí mismo
se acrisola, cuando llego
a vencerme87.

«El interior donde está el alma», dice el rey:


El honor es reservado
lugar, donde el alma asiste88.
Para Calderón (y sus heroínas), «el honor es patrimonio del alma», es «clara
luna limpia»89. Esto plantea preguntas en cuanto a su propia actitud en relación a
esos asesinatos de seres radiantes e inocentes cuya sangre alimentaba un mons-
truo que los hombres sabían manipular, tanto como él los manipulaba. Este
escándalo es, tal vez, la mejor pedagogía —según la época— para demostrar que
honor-vida, muerte-deshonra, estaban en los dos extremos del tablero. Más aún,
si se trata de mujeres desprotegidas como las víctimas aquí presentes, ya sea del
lado de la realidad o de la ficción. Doña Catalina, la esposa del gobernador, murió
lejos de su tierra, parece ser que sin otra verdadera «protección» que la del esposo.
Doña Leonor, en El médico de su honra, otra víctima del drama, era pobre y huér-
fana. Sólo le quedaba su reputación, por tanto, se afligía:
¡Ay de mí! Mi honor perdí.
¡Ay de mí! Mi muerte hallé90.
La relación de don Gutierre —esposo asesino de doña Mencía— con doña
Leonor es una intriga en apariencia segundaria en la obra. Si está presente es
que ofrece un mensaje doble, que, al final, en presencia del cuerpo desangrado
de doña Mencía, don Gutierre da su «mano sangrienta» a doña Leonor con una
sombría amenaza:
Mira que médico he sido
de mi honra. No está olvidada
la ciencia91.

Este cierre abre un abismo de dudas —sin ironía—: ¿Es don Gutierre un sim-
ple «esclavo del honor» como escribió Menéndez Pelayo, o un celoso patológico
atestado de aristas cortantes, asesinas92? Hay un repudio velado por parte del

87
Calderón de la Barca, El médico de su honra, vv. 149-151.
88
Ibid., vv. 2195-2196.
89
Id., El alcalde de Zalamea, vv. 874-875 y 1833.
90
Id., El médico de su honra, vv. 1019-1020.
91
Ibid., vv. 2946-2948.
92
Sobre los múltiples —y contradictorios— pareceres sobre la tragedia y sus personajes, véase
la introducción de Jesús Pérez Magallón en ibid.
286 nuevos mundos, mismos universos

rey, que escogió disimular («aquí la prudencia es de importancia»), pues como


sabemos, el Leviatán, con toda su pujanza, no se atreve a entrar en asuntos
de familias y honor93. El mismo velo encubrió los sentimientos en Palermo y
Manila, y fue más tupido todavía. Es que la vida real no sueña y, por lo tanto, es
más prudente y cautelosa que los mismos sueños94.

93
Ibid., vv. 2873-2874.
94
Sobre una posible crítica social por parte de Calderón, véase Austin O’Connor, 1982.
DESPEDIDA

El Leviatán no era, todavía, el sol del mundo político,


pero, entre nubes y sombras, su incierta aurora se distinguía ya.
António M. Hespanha Botelho1, Vísperas del Leviatán.

Y no conclusión. Durante meses de trabajo y de contento nos hemos codeado


con humanos y con un monstruo —la Monarquía Hispánica— que merecen
más que una terminación fría y neutral, definitiva como una envoltura de
plomo. Además, unos y otros siguen viviendo por sí mismos, a través de sus
lectores y sus historiadores.
De forma a veces simultánea, aunque no siempre equilibrada, hemos dedicado
toda nuestra atención a esos guerreros y a ese ente. Llegó la hora de las últimas
pinceladas. Entre los soldados, todos son a la vez actores y espectadores-narrado-
res, pero en grados distintos. Domingo de Toral es el actor por excelencia, de Flandes
a la India; por eso mismo, su amargura es más explícita: tantos trabajos para
tanta ingratitud. Miguel de Castro es lo que más se asemeja a un gato, despreo-
cupado de todo y de todos, salvo de su interés y sobre todo de su placer, pero ve
pasar frente a él las ocasiones sin tratar de aprovecharlas, asistiendo al desgaste
de su joven vida. Por eso es el más corroído por el remordimiento, aun siendo el
más bisoño cuando redacta su obra, tiene entre veintiuno y veintidós2. Los demás
se reparten, de un modo irregular, de cada lado: Contreras con Toral, con un
despecho más contenido; Duque de Estrada con Castro, aunque más consolidado
porque más viejo y, sobre todo, espléndido espectador y admirador de su imagen
y sus talentos. Suárez y Galán ocupan un término medio, uno con una vida fami-
liar y de presidio bastante estable, el otro como hijo pródigo habiendo regresado
al lar de sus padres. Y queda, aparte, Pasamonte, porque los estigmas de un largo
cautiverio y las frustraciones de un soldado que quiso ser monje son como un
prisma que fracciona la imagen que podemos tener de él3.

1
Hespanha Botelho, 1989, p. 442.
2
Levisi, 1984, pp. 190-192.
3
Para Levisi, la principal duda frente a esa vida es saber si se trata de una «obra de buena fe, sólo
movida por la ingenuidad o la ignorancia, o debemos vérnoslas con un oportunista que desea sacar
todo el partido económico posible de la Iglesia» (ibid., 1984, p. 34). ¿Y por qué no las dos perspectivas?
288 despedida

De los siete no hay más que tres auténticos soldados, Toral, Contreras y
Suárez. Duque de Estrada y Castro sólo lo fueron episódicamente, enredado
uno con su ego, el otro en asuntos de faldas y de servidumbre de grandes
personajes. Hasta se puede decir que los cautivos Galán y Pasamonte sir-
vieron más al turco que al rey de España. Si recordamos que antes de los
cuarenta años Toral ya se considera jubilado, que Contreras pasó buena
parte de la década de  1620 recorriendo los pasillos de palacio, y llevando
a la apoplejía o acuchillando a parte de los servidores de la Monarquía,
podremos deducir que en todo esto hay desperdicio —en términos de efi-
ciencia militar—, inestabilidad, falta de un proyecto construido; es decir,
cierta voluntad de medrar no es garantía de firmeza, aunque sí de frustra-
ciones. Aquí está el mayor punto de convergencia entre ellos: el soberano
les debe, y esto es una de las principales razones por la cual escriben, cons-
cientes o no, terapia y reivindicación a la vez. Más aún, algo de estos rasgos
los comparten —hasta de ahí proceden— con el Estado moderno, todavía
joven, hasta en gestación, mal acotado, sin una debida asociación fructífera
entre reflexión y pragmatismo, y menos absoluto de lo que se le pinta, pero
¿quién puede dominar la complejidad de una operación militar y marítima
lanzada en la inmensidad oceánica y dependiendo de la fortuna de mar,
hacia 1613-1619? Podríamos retomar la expresión de António M. Hespanha:
«la sociedad “sin Estado” de los siglos xvi y xvii» 4 .
Los estilistas de la lengua afirman que esos soldados escriben mal. He
leído los mismos textos, soy tan mal escritor como esos soldados, o peor,
por lo tanto incapaz de juzgar. Lo cierto es que no comparto tales aprecia-
ciones. Es posible que falte estilo, vocabulario, oficio, pero sobra recreación,
aliento, espontaneidad: vigor en una palabra. En el más criticado de todos
ellos, Miguel de Castro, encontramos el sello de la mayor autenticidad y
frescura; por lo demás ¿cómo un muchacho de unos veinte años se pudo
constreñir a escribir semejante mamotreto? ¿Fue un largo y sentido acto
de contrición, al salir de una adolescencia atormentada, llena de ingrati-
tud, de aventuras amorosas, de robos, hasta de crímenes? Pensamos que
nos ofrece un acceso privilegiado, lleno de enseñanzas, a ese hombre del
siglo  xvii que a veces quisiéramos ser durante unos breves instantes; y,
eso, a través de sus torpezas, villanías, mentiras, desenfrenos y arrepen-
timientos. ¿A dónde nos lleva esto? Al encuentro con una cultura donde
la oralidad es dominante, aunque no absoluta 5, puesto que esos hombres
manuales, que arrastran sus espadas y broqueles a través de la geografía
del Imperio, sean capaces de llenar cuadernos enteros —sin perderlos—,
a principios del siglo xvii, con cierta naturalidad, es un fenómeno que se
debe valorar. Ya lo hizo Ortega y Gasset en su tiempo.

4
Hespanha Botelho, 1993, p. 210.
5
Hasta las paredes podían testimoniar de la presencia de la escritura, véase Castillo Gómez,
2005, pp. 33-50.
despedida 289

¿Qué escriben, en medio de ese acto voluntario, ya que nadie les pidió
nada y las obras quedaron inéditas 6? Vidas, hoy diríamos autobiografías, de
ninguna manera memorias para servir a la ilustración de su tiempo. Y aquí
debemos de retomar una vieja querella, que remonta a la década de  1920
—incluso mucho antes—, y resurge en los setenta. En  1926, el francófilo
Ortega y Gasset escribió: «Francia es el país donde se han escrito siempre
más memorias; España, el país en que menos»7. ¿Es esto lo mismo que escri-
bió más tarde, en 1974, Philippe Lejeune, cuando afirmó que los franceses,
detrás de Rousseau, estaban «dotados para la autobiografía», y se olvidó
por completo de España? Con acritud le contestó de inmediato Randolph
D. Pope8. En realidad, vidas y autobiografías son equivalentes, y Pope tiene
razón cuando critica a Philippe Lejeune. Pero no es tan simple en el caso de
Ortega y Gasset, ya que este emplea memorias dentro del contexto francés.
Y aquí la pregunta: ¿en el siglo xvii podemos equiparar las vidas españolas
y las memorias francesas? Pensamos que, por lo menos, hay matices. Aun-
que nuestros soldados no practiquen la introspección, producen discursos
autocentrados, hasta la egolatría como Duque de Estrada, narraciones de
vidas, es decir auténticas autobiografías, aunque sin la profundidad rous-
seauniana. Y podemos devolver a Lejeune el cambio de su moneda, pues
en el siglo xvii, cuando los franceses escriben en primera persona, lo hacen
como memorialistas, y cuando se trata de personajes de primera impor-
tancia es evidente9, pero también si son de menor rango10. Y, en cuanto a
Francia, cuando se trata de autobiografías de soldados, como la de D’Artag-
nan, son apócrifas11. Hay excepciones, pero no nos desmienten: el mariscal
de Bassompierre (1579-1640) pasó sus doce años en prisión escribiendo sus
memorias, pero en sus recuerdos mezcla vivencias personales con eventos
políticos de primera importancia, de los cuales fue actor o espectador, y por
eso se publicaron repetidas veces desde el xvii12.
Esto merece reflexión, ya Ortega y Gasset adelantó una hipótesis: «La
cosecha de memorias en cada país depende de la alegría de vivir que sienta
[…] ¡No puede extrañar la escasez de memorias y novelas si se repara que
el español siente la vida como un universal dolor de muelas!»13. Tal vez,
pero qué tal la picaresca. Tratemos de aclararlo como historiadores. En esa
primera mitad del siglo xvii, los dos países conocen coyunturas opuestas,
que podían incitar a España a cierto repliegue, a «confesiones» individuales,

6
Sin duda esto significa una victoria del escrito o, por lo menos, del manuscrito.
7
Estévez Regidor, 2013, p. 13. Retoma lo esencial del artículo de Cavallé, 1986.
8
Pope, 1974, p. 1.
9
Como Retz, Œuvres, o el mismo Louis XIV, Mémoires pour l’instruction du Dauphin que,
por supuesto, escribieron otros, pero bajo su control.
10
Choisy, Mémoires pour servir à l'histoire de Louis XIV. Hasta el título es revelador.
11
Obra de Gatien de Courtilz de Sandras, publicada en 1700.
12
Véase Bondois, 1925, pp. 442-443.
13
Estévez Regidor, 2013, p. 13.
290 despedida

y a Francia a abrir y ampliar sus perspectivas, además de testimoniar sobre


el pujante destino político colectivo. También se debe medir el estatus de
la escritura dentro de esos grupos intermedios a los cuales pertenecen
los soldados que escribieron, aunque no estamos convencidos de que la
alfabetización dentro de la sociedad urbana francesa de la época estuviera
mucho más adelantada que en la de España y sus dominios14.
Que se nos permita otro atrevimiento, para abrir más la discusión: ¿le ganó
España a Francia en esto de la autobiografía porque era una cultura profun-
damente mediterránea, que exaltaba al héroe desde por lo menos el pasado
griego y romano15 y hasta el islam? Lo cierto es que el primer autentico relato de
esta especie que cruzamos es el de Usama Ibn Munqidh (1095-1188), desde su
nacimiento en su castillo familiar de Shayzar (norte de Siria), siguiéndolo en su
avanzada edad. Fue guerrero en tiempos de las cruzadas, diplomático y escri-
tor. Otras circunstancias acercan su obra a las de nuestros soldados españoles,
más allá del peso de la umma sobre Hispania, pues el manuscrito descansa en
la biblioteca del Escorial donde fue descubierto en  1880, publicado en árabe
en 1886, en traducción en 189516, es decir casi a la par de los textos de Toral,
Contreras, Castro y Suárez.
 Todo lo que se refiere a estas vidas de soldados nos remite a la Monarquía
Hispánica. Y esto sin que ninguno de ellos se haya preocupado por dejar-
nos ningún balance general ¿Y por qué lo habrían hecho? A través de estas
siete vidas, hacia 1600-1640, se nos presenta un espacio de gran fluidez: en
menos de un mes, Contreras pasa de Malta a Madrid; allá las cartas manda-
das por el rey fueron a buscarlo17. Va y viene del Caribe a lo largo de unos
párrafos. Toral recorre el Imperio, de Flandes a Goa. Duque de Estrada
se interna hasta el corazón de Europa Central, casi a la vera del turco. En
esto hay dos nudos centrales, Madrid y los pasillos de palacio, Nápoles, sus
tabernas y sus muelles y, por lo tanto, dos columnas, el rey y el virrey de
Nápoles, igualmente accesibles a los oficiales de medio pelo. Hay otros dos
núcleos vitales, Lisboa por donde pasa Toral yendo de un extremo a otro,
implicada de varias formas en los «socorros de Filipinas», y Sevilla, llave de

14
Este es un tema para desarrollar, aunque la diferencia de fuentes y metodologías entre
los dos países dificulte toda comparación. En el caso francés se sabe que el nivel general de
«analfabetismo», es decir, no saber firmar, supera el 80 %, con grandes disparidades. En
las sociedades hispanas, productos de (re)conquistas, el nivel de los dominantes —viejos
cristianos, conquistadores y demás beneméritos—, aquí se incluyen nuestros soldados con
toda su humildad, era superior. Para el caso francés, véase Furet, Ozouf (eds.), 1977; tam-
bién Goubert, Roche, 1991, t. II, pp. 201-206. Para el caso español, se dispone sobre todo
de indicios (véase el cap. ii de este libro), entre ellos estas mismas vidas de soldados. Para
ampliar las fuentes, véase Larquié, 1981, pp. 132-157.
15
Lendon, 2006.
16
La traducción hoy más accesible es The book of contemplation (se le han dado varios títulos).
Si se quiere otro ejemplo, aún más prestigioso, disponemos de la autobiografía de Ibn Jaldún,
Introducción a la historia universal, pp. 31-88.
17
Contreras, Discurso de mi vida, p. 194.
despedida 291

Europa hacia las tierras y las riquezas de las Indias de Castilla. Pero note-
mos que para estos soldados el principal imán sigue siendo el Mediterráneo
y, tal vez, también para la Monarquía18.
Estas son las referencias esenciales, pero nuestros soldados se cruzaron
—tal vez se conocieron— en muchos otros puntos dentro y fuera del Imperio;
conocieron a los mismos personajes, también nudos de conformación dentro
de la Monarquía. El príncipe Filiberto, entre Sevilla y Palermo, el general y
gobernador Alonso Fajardo, entre Cádiz y Manila, el marqués de Cadereyta,
entre Roma y México. Y enfaticemos la presencia de Roma, centro religioso,
apéndice humano, si no político, del Imperio, desde La lozana andaluza hasta
Estebanillo González —el alfa y el omega de la picaresca—, que vio pasar casi
todos nuestros soldados, en busca de aventuras o como solicitantes. Con todo
esto, la Monarquía Hispánica se percibe como una gigantesca red, articulada,
estructurada a partir de centros y de personajes que atraen y orientan los flujos.
Esto con una visión a gran distancia, en el que el sistema parece viable,
con las adecuaciones necesarias para responder al desafío fundamental de
la distancia-tiempo: por lo menos un año y medio en un ir y venir entre
Madrid y México, más del doble si se trata de Chile o Filipinas. Pero detrás
del manejo de los papeles está el de los hombres, que es el de nuestros solda-
dos. Ya hemos comentado su desgaste, ineficiencia y hasta irresponsabilidad
y crueldad, pues tratamos de ser objetivo hasta donde podemos. Y es que la
maquinaria es rígida, no ha integrado en sus parámetros todas las exigencias
del material humano: bienestar, o por lo menos supervivencia, libre arbitrio
(pensamos en los marinos atrapados en las flotas de 1616-1617 y 1619), algo de
vida familiar; y el derecho de gentes de Grocio todavía incipiente, «el proceso
de civilización» en progreso. El rey, como hombre, podía decirse preocupado.
La máquina, el Estado moderno en ciernes, sin verdaderos frenos ni límites
fijados, arrasaba con todo. Aunque aquí debemos introducir algún matiz: el
propio Leviatán —o los hombres que lo sirven— llegaba a espantarse (o aver-
gonzarse) de su propia inclemencia y de las respuestas posibles a sus excesos
y crueldad19. Por lo demás, se vivía entonces en un contexto en el cual la
violencia era rutinaria, casi formaba parte de la normalidad 20. Sin olvidar
que la principal motivación de ese ente con perspectivas casi planetarias es
juntar dineros y medios —humanos u otros— para hacer la guerra 21. Y aquí
podríamos revertir la cita anterior de Hespanha: ¿estamos frente a un Estado
sin sociedad?, o por lo menos sin una visión responsable, asumida de ella.

18
Y, para otros, entre 1480 y 1609 los libros publicados en Francia y dedicados al Imperio turco
duplican los que interesan América, citado por Cipolla, 2017, p. 91.
19
Véase la carta que escribe desde Laredo Diego de Guzmán en 1616, sobre la recluta de mari-
neros, en el cap. iv.
20
Véase Clavero, 1991, cap.  i: «Razón de Estado, razón de individuo»: «razón de estado
resulta poder de provocar muerte», p. 21. Aunque algo alejado de nuestro ámbito, es sugerente
Quéniart, 1993, sobre todo, el cap. iv: «La violence de l’État».
21
Reinhard, 1996, p. 25.
292 despedida

Tal dicotomía —una maquinaria institucional e ideológica, y sus instru-


mentos humanos— era parte y sostén del conjunto: dentro de la Monarquía
Hispánica o cualquier otro Estado moderno en gestación. Ella mantenía la
lealtad al soberano, aunque nuestros soldados no escribieran que estaban dis-
puestos a morir por el rey, y menos por la patria, que parecen desconocer22.
Salvo tal vez Diego Duque de Estrada, en uno que otro arranque de retórica,
pero sabemos que no es el más fiel y confiable de todos los súbditos a su rey.
Algunos de esos milites, Contreras en particular, fueron heridos bajo las armas
del rey. Pero, al mismo tiempo, los que pudieron ver de cerca la humanidad de
la realeza la consideraron con algo de ironía o indulgencia, hasta con despe-
cho23. Y los sentimientos son aún más contrastados en cuanto a los principales
servidores del monarca, de presidente de Consejo para abajo, reverenciados o
tratados con sorna, según las circunstancias. En definitiva, después del doble
cuerpo del rey en tiempos medievales, el poder soberano de la modernidad
presenta otra versión de lo mismo, el cuerpo físico y el cuerpo administrativo,
y al final, con todas esas representaciones y contradicciones, entendemos mejor
ese grito tantas veces repetido, de Europa a América, a lo largo de los siglos xvi
y xvii: «Viva el Rey, y muera el mal gobierno»24.
Al terminar la introducción insertamos la metáfora de la Monarquía His-
pánica como una amplia bóveda. Ya sabemos que su sostén es la columna real,
a la cual están por esencia ligados nuestros soldados, artífices de esas gue-
rras que fundamentan los progresos del Leviatán. Pero también sus vidas, sin
excepción, testimonian sobre la presencia y fuerza del otro pilar, la religión:
todos, salvo Galán y Suárez, conocieron la tentación del desierto, de la ermita.
Y si Galán, cautivo, no renegó, fue por la fuerza, inclusive social y a distancia,
de la religión —¿qué iban a decir sus padres?—; y sabemos que Suárez se con-
servó «puro» hasta una edad avanzada. ¿El hábito negro después del rojo? Lo
cierto es que para Duque de Estrada, el negro permite aplacar algunas de las
frustraciones nacidas con el rojo, y lo mismo para Contreras, quien se hace
ermitaño en uno de sus arranques de cólera, después de un grave sinsabor con
don Rodrigo Calderón, cercano al duque de Lerma 25. Y así ocurre con Pasa-
monte, Castro y Toral, que también pensaron en retirarse, o lo hicieron. Es que
en la España de la primera mitad del siglo xvii ser militar conoció una evolu-
ción, aunque las metas siguieron siendo las mismas: de aventuras siendo joven,
de carrera en la edad madura. Pero fueron avanzando el tiempo y las derrotas,
y las esperanzas se diluyeron en espejismos. Hacia 1600, cuando ingresaron en
la milicia, en la España todavía triunfante, ser soldado era alentador. En 1640,
cuando la potencia militar se desmoronaba, ya no era tiempo de esplendor
para los héroes, ni para los reinos en quiebra, ni para el rey, ese ser alucinado,

22
Hay aquí una diferencia con el miles francés, véase Contamine, 1986.
23
Cuando Contreras se entrevista con Felipe IV, este es aún adolescente (Contreras, Discurso
de mi vida, pp. 215-216).
24
Por ejemplo, en Nápoles en 1647, en México en 1692.
25
Ibid., pp. 159-161.
despedida 293

encantado, perdido en sí mismo, que pintó Velázquez por última vez26. De los
siete soldados, el único que logró mejorar notablemente su condición gracias
a las armas fue precisamente Contreras. Los demás lo pasaron más mal que
bien, según los casos: algunos lograron estabilizarse gracias a sus familias,
Suárez, Galán, y, con sobresaltos, Pasamonte. Las circunstancias de Duque de
Estrada son otras, ya que tenía más de cortesano que de militar, y por ahí se le
abrió el camino a prelado.
¿Cómo puedo atreverme a mezclar unos magros destinos individuales con
Felipe, el Rey-Planeta y las inmensidades de su Imperio? En realidad esto no es
responsabilidad mía, sino que así lo quiso Clío, o por lo menos la Clío de la cual
soy su humilde servidor. Sus reglas proceden tanto del sentir como de la razón.
Y pienso que así también actuaron, lo mismo Alonso de Contreras, que Miguel
de Castro, que Catalina Zambrano, para quedarme con los seres que aún, por
las noches, me visitan.

26
Se trata del retrato de los años 1653-1655, que por lo demás se presta a múltiples y contrarias
interpretaciones.
FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA
FUENTES

DOCUMENTOS DE ARCHIVO

Archivo del Consejo de Aragón (ACA)

Consejo de Aragón, legajo 0600, N° 066.

Archivo General de Indias (AGI)

Contratación: 816; 829; 829, fo 2r; 966, N. 2, R. 2; 966, N. 2, R. 2, fo 13; 5410,
N. 20; 5422, N. 31; 5356, N. 34; 5375, N. 2.
Filipinas: 1, N. 134; 7, R. 5, N. 57; 7, R. 5, N. 63; 7, R. 5, N. 64; 7, R. 5, N. 67;
8, R. 3, N. 104; 18A, R. 7, N. 49; 20, R. 13, N. 84; 20, R. 13, N. 94; 20, R. 19,
N. 123; 22, N. 7, N. 29; 27, N. 107; 36, N. 77; 37, N. 19; 37, N. 20; 38, N. 7; 38,
N. 54; 39, N. 26; 199, N. 7; 200, N. 1; 200, N. 2, fos 20-31 y 32r; 200, N. 12; 200,
N. 16; 200, N. 21; 200, N. 24; 200, N. 31; 200, N. 33; 200, N. 35; 200, N. 34,
N. 42 y N. 43; 200, N. 46; 200, N. 52; 200, N. 54; 200, N. 62 y N. 62, fos 232-
233; 200, N. 64; 200, N. 71; 200, N. 78; 200, N. 80; 200, N. 84; 200 N. 87; 200,
N. 88; 200, N. 89; 200, N. 90 y N. 102; 200, N. 107; 200 N. 116; 200, N. 118;
200, N. 124, 126 y 127; 200, N. 128; 200, N. 132; 200, N. 138; 200, N. 139;
200, N. 140, fos 476-477; 200, N. 141; 200, N. 142, fos 484r-485r; 200, N. 146;
200, N. 148; 200, N. 150; 200, N. 151; 200, N. 153; 200, N. 154; 200, N. 160;
200, N. 162; 200, N. 166, fos 579r-607r; 200, N. 168; 200, N. 171; 200, N. 172;
200, N. 174; 200, N. 175; 200, N. 177; 200, N. 178; 200, N. 179; 200, N. 180;
200, N. 191; 200, N. 195; 200, N. 199; 200, N. 205; 200, N. 206; 200, N. 211;
200, N. 214; 200, N. 223; 200, N. 232 y N. 234; 200, N. 235 y N. 238; 200,
N. 239; 200, N. 255; 200, N. 284; 329, L. 2, fos 118v-120r, 171v-172v, 188v-193r,
284-287, 313v-315r, 320v-329r, sobre todo 324-325, 337 y 338v-339r; 340, L. 3,
fos 234r-235r; 350 s. f.; 390, N. 18.
Guadalajara: 28, R. 2, N. 9; 49, N. 6; 138; 230, L. 3.
Indiferente general: 111, N. 144; 116, N. 34; 119, N. 89; 120, N. 72; 421, L. 12, fos 68r-
69v; 449, L. A2, fo 148; 451, L. A11; 452, L. A12, fos 203v-204v y 211v-212v; 453,
L. A. 18, fos97v-100v; 454, L. A21; 454, L. A23, fos 87-88; 161, N. 86.
Mapas y planos: México, 57 y 57bis.
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México: 23, N. 52; 26, N. 406; 27, N. 67; 29 N. 27; 29, N. 44; 30, N. 13; 30, N. 14;
30, N. 32; 30, N. 36; 31, N. 28; 29, N. 44; 31, N. 40, fo 3; 31, N. 49; 33, L. 2; 34,
N. 21; 35, N. 13; 35, N. 15; 35, N. 25; 48, R. 1, N. 43.
Panamá: 16, R. 2, N. 22, fo 9 v; 229, L. 3, fos 94v-95r.
Patronato: 263, N. 1, R. 11; 788, N. 2, R. 4.
Santo Domingo: 869, leg. 7, fos 36r-38r y fos 38-50.

Archivo General de la Nación de México (AGN)

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Reales Cédulas [duplicadas], vol. 11, exp. 498; vol. 11, exps. 568 y 611; vol. 16,
exp.  120; vol.  18, exp.  4; vol.  49, exp.  136; vol.  D-49, exp.  306; vol.  D-49,
exp. 311; vol. D49, exp. 473, fos 283v-284r.

Archivo General de Simancas (AGS)

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Archivo Histórico Nacional (AHN)

Consejo: 29732, exp. 7.


Diversos-Colecciones: 31, N. 6; 31, N. 19; 36, N. 31; 34, N. 19.
Toreno: C. 69, D. 67.

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ÍNDICES
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Abás I, el Grande, sah de Persia: 87-88 Benavides, Juan de: 211, 218
Aguado, Juan: 275 Berganza Preciado, Diego de: 192
Águila, Vicente del, padre: 198 Bobadilla, Diego de: 234-235, 253-254
Álamos de Barrientos, Baltasar: 35-36 Bolena, Ana: 276
Alba, duque de: 218 Boot, Adrian: 208-209
Alba de Liste, conde de (Luis Enríquez y Guzmán): Borgia, César: 24
65, 219 Borgoña, duques de: 52
Alberto, archiduque: 18, 138 Borja, Íñigo de: 53
Alburquerque, duque de (Francisco Fernández Botero, Giovanni: 93
de la Cueva): 220 Boucher, François: 67
Alcázar, Esteban de: 275 Bovary, Charles: 270
Alegre, Francisco Javier, padre: 195 Bovary, Emma: 269
Alejandro Magno: 239, 242 Brueghel, Pieter (el Viejo): 67
Alemán, Mateo: 35, 52, 158 Buckingham, duque de: 81-82
Alfarache, Guzmán de: 18, 32, 35 Bustamante, Francisco de: 165, 185-192, 197, 199
Alighieri, Dante: 276
Álvarez, Hernando: 162 Cadereyta, marqués de (Lope Díez de Aux y
Andrés Ayala, fray: 180 Armendáriz): 5, 159-160, 184, 189-192, 198,
Anguiz, Antonio Juan de: 182-183 210-213, 216-217, 219-221, 234, 240-243, 245,
Antonelli, Bautista: 207, 209 247-248, 251, 256, 291
Antonio de la Llave, fray: 92, 148-150 Calderón, Rodrigo: 222, 232, 234, 236, 292
Apeles: 79 Calderón de la Barca, Pedro: 8, 13-14, 51, 262,
Aramburu, Andrés de: 219-220 273, 284-285
Aretino, Pietro: 31 Callot, Jacques: 13-14, 46
Ariadna (personaje mitológico): 97 Campanela, Tomasso: 61
Atondo y Antillón, Isidro de: 182 Cañas, Francisco de: 42, 65-66, 68
Augusto: 276-277 Cárdenas, Andrés de: 186
Avendaño, Pedro de: 109 Carlos V: 24, 29, 79, 215
Carrasco Girón, Andrés: 258, 275
Bacon, Enrique: 127, 138 Carrillo, Fernando: 99, 108, 110, 119-121, 124-126,
Balbuena, Bernardo de: 211 145, 147-148, 158
Baños, conde de (Juan de Leyva de la Cerda): 219 Casas, Bartolomé de las: 243
Bañuelos y Carrillo, Jerónimo de: 234, 239, Castaño, Martín: 92
255-256 Castrejón, Francisco: 203, 219
Bassompierre, François de: 289 Castrillo, conde de (García Avellaneda y Haro):
Bazán, Hernando: 162 254, 256
Belisa: 284 Castro, Miguel de: 1, 6, 8, 9, 26, 29, 33-34, 36-37,
Beltrán de Guzmán, Nuño: 160, 253 40-43, 47-48, 50-53, 58-62, 64-69, 72, 75, 287-
Benavente, conde de: 38, 42, 59-60, 65, 75 288, 290, 292-293
320 índice onomástico

Castro Lisón, Diego de: 119, 121, 146, 153, 263, Enrique VIII de Inglaterra: 276
278-279 Enríquez de Guzmán, Alonso: 36
Cavendish, Thomas: 102 Escalona, duque de (Diego López Pacheco Cabrera
Cecil, Edward: 82 y Bobadilla): 213, 219, 220-221, 224
Cellini, Benvenuto: 37, 40-42 Escobedo, Catalina de: 265, 274
Centeno, Diego: 75 Estrella, Juan Antonio, padre: 182-183
Cepeda, Fernando de: 234, 240
Cerralbo, marqués de: 183, 188-189, 209, 211-214, Fajardo (familia): 116, 275
216-217 Fajardo, Juan: 65, 113, 116-117, 198
Cervantes Saavedra, Miguel de: 2, 7, 26, 44-45, Fajardo, Luis: 112-113, 116
48, 158, 229, 231, 253 Fajardo de Tenza, Alonso: 6, 84, 112-113, 115-119,
Chaburru, Antonio de: 172 121, 123, 125-126, 129, 132-133, 137, 144-146, 228,
Chatillon, mariscal de: 233 258-261, 263-266, 270-272, 274-275, 279, 282, 291
Claramonte, conde de: 59 Faria, Francisco Xavier, padre: 197
Clèves, princesa de: 269 Felipe II: 88, 91, 119, 214, 241
Clèves, príncipe de: 270 Felipe III: 5, 20, 59, 64, 114, 118, 120, 140, 147, 152-
Colindres, Nufio de: 217, 219 153, 214, 217, 234
Colón, Cristóbal: 194 Felipe IV: 67, 115, 216-217, 233, 273, 293
Concepción, Juan de la: 91 Fernández Aparicio, Juan: 277-278
Contreras, Alonso de: 1, 2, 4-9, 15-20, 22-23, 26-30, Fernandina, duque de la: 146
32-34, 36-37, 40-41, 45, 47-48, 50-67, 69, 71, 73-75, Fernando de Austria, Cardenal-Infante: 16, 41, 233
80-81, 83-84, 99, 110-119, 121, 125-126, 132, 144- Fernando de Moraga, fray: 91, 147-148, 150-152
147, 149, 151-152, 158-160, 162, 168-169, 171-173, Filiberto de Saboya, príncipe: 5, 55, 59, 70, 84,
175, 181, 184-185, 189-192, 194, 197-202, 204, 210, 106, 113, 115, 117-118, 144-145, 152, 291
213-214, 216-224, 227, 229, 233-242, 244, 246-250, Florencia, duque de (Cosme de Medici): 37
252-254, 258-263, 268, 270-271, 273, 275-276, 281- Francisco I de Francia: 40
282, 284, 287-288, 290, 292-293 Francisco Gil, fray: 180
Contreras y Ribera, Francisco de: 121, 222 Franco y Luna, Alonso: 199
Cortés, Hernán: 24, 204 Frías, duque de: 70
Covarrubias, Sebastián de: 49 Fuentes, conde de: 72
Crestín de Castilla, Juan Alfonso: 216
Cristina de Suecia: 30 Galán, Diego: 36, 43, 49, 53, 58, 62-63, 68, 70,
Cuéllar, Melchor: 98 73-74, 287-288, 292-293
Cuervo de Valdés, Francisco: 184 García de Nodal, Bartolomé y Gonzalo (hermanos):
102, 106
D’Artagnan (Charles de Batz): 289 García de Paredes, Diego: 36, 157
Dávalos, Melchor: 278 Gelves, marqués de (Diego Carrillo de Mendoza y
David: 30 Pimentel): 210
Da Vinci, Leonardo: 40 Girón, Fernando: 72
Descartes, René: 25 Góngora, Luis de: 16
Díaz, Diego: 234 González, Estebanillo: 27, 37, 40, 42, 53, 59, 291
Díaz del Castillo, Bernal: 204 González, Francisco: 259-260, 263-264, 278-279
Diego de Chaves, fray: 91 González, Juan: 232
Diego el Mulato: 247 González, Rodrigo: 141
Domingo de Jesús María, fray: 236 González de Sequeira, Ruy: 79, 111, 139-140,
Domínguez Ortiz, Antonio: 97 142-143
Dongo, Fabricio del: 249 Gracián, Baltasar: 76
Doña Francisca: 58 Grocio, Hugo: 233, 291
Drake, Francis: 102, 218 Guadalcázar, marqués de (Diego Fernández de
Duarte Fernández, Martín: 216-217, 219 Córdova): 180, 208
Duque de Estrada y Leiva, Diego: 1, 4, 7-9, 22, Gustavo Adolfo de Suecia: 43, 47
29-30, 32-34, 36, 40-41, 43, 47, 49, 52-54, 58-62, Gutierre: 284-285
64-68, 70, 72, 74-76, 106, 281-282, 287-290, 292-293 Guzmán, Alonso de: 216

Encinas, Juan de: 186 Hawkins, John: 204


Eneas: 56 Hawkins, Richard: 102
Enrique IV de Francia: 20, 235, 253 Haya, Antonio de la: 68
índice onomástico 321

Heródoto: 79 Magallanes, Fernando: 277


Hespanha Botelho, António M.: 287-288, 291 Mantua, duque de: 59
Hinojosa, marqués de la: 147 Maquiavelo, Nicolás: 69, 270
Hogarth, William: 185 Marcos de Niza, fray: 164
Homero: 239 Martín de Bojórquez, Francisco: 197
Hortega, Francisco: 188 Martínez, Henrico: 230
Houtman, Cornelis de: 85 Martínez del Castillo, Juan: 168
Hozes, Lope de: 241, 248, 250 Martínez de Urdayde, Diego: 188
Hugo, Víctor: 14 Martínez Millán, José: 54
Hurtado de Corcuera, Sebastián: 255 Mascareñas, Jerónimo: 231
Hurtado de Corcuera y Mendoza, Pedro: 255 Mastrilli, Marcelo Francesco: 235-237, 239-240, 254
Matamoros, capitán: 233
Ibarra, Carlos de, vizconde de Centenera: 234, 240- Medina Sidonia, duque de: 84, 135-136, 147, 151, 243
243, 246, 248, 250-251 Mejía, Juan: 151
Ibarra, Francisco de: 161-162, 164 Mencía: 284-285
Ibio Calderón, Tomás de: 153 Méndez de Acosta, Melchor: 243
Ibn Munqidh, Usama: 290 Mendoza, Antonio de: 204
Ignacio de Loyola: 25, 177 Mercado, María de: 264-266, 279
Isabel I: 82 Mesa Suero, Juan de: 258-260, 263-269, 271-274, 278,
280, 283
Jaque de los Ríos de Manzanedo, Miguel de: 206 Miguel, Pedro (alias Dubal): 107
Job (personaje bíblico): 72 Miranda Villafañe, Francisco de: 23
Jol, Cornelis (Pie de Palo): 243-244, 246-247, 250 Molina, Diego de: 106, 139
Juan de Austria: 71 Mondragón, Bartolomé de: 168
Juan de Santiago, fray: 127 Monsalve, Luis de: 189-190
Juan Pablo: 164 Montaigne, Michel de: 4, 24-26, 34
Julio César: 23 Monterrey, conde de (Gaspar de Zúñiga Acevedo
y Velasco): 194, 208, 242
Keegan, John: 47 Monterrey, conde de (Manuel Alonso de Acevedo
y Zúñiga): 21-22, 40, 59, 61, 64, 69, 159, 199, 242
La Fayette, madame de: 262 Montesclaros, marqués de (Juan Manuel de
Larios, Diego de, padre: 180-181 Mendoza y Luna): 215
Lazarillo de Tormes: 4, 26, 30, 50 Montluc, Blaise de: 65
Lejeune, Philippe: 41, 289 Moya, Marcos de: 187, 189
Le Maire, Jacobo: 106 Muñoz de Aramburu, Fernando: 141-142
Lemos, conde de: 61, 75 Múxica, Bernardino de: 21
Leonor: 285
Lerma, duque de (Francisco de Sandoval y Rojas): Nacaveva: 168, 181
82, 86, 120, 144, 236, 292 Napoleón Bonaparte: 29
Letre, Pedro de: 127, 139 Naudé, Gabriel: 229
Levanto, Horacio: 83, 96-101, 108-109
Leyva (familia): 70 Olivares, conde-duque de, (Gaspar de Guzmán y
Leyva, Alonso de: 258, 274 Pimentel): 64, 152, 210
Leyva Guevara, Isabel de: 258, 265, 281 Ome, Melchor: 139
Linares, conde de: 69 Omes (hermanos): 104
Lippershey, Hans: 87 Oñate, conde de: 218
Lope de Vega y Carpio, Félix: 4, 15-19, 32, 112, Orange-Nassau (familia): 24
199, 222, 263, 273, 276, 284 Ordóñez de Cevallos, Pedro: 37
López de Herrera, Jorge: 232 Orizaba, conde de (Rodrigo de Vivero): 212, 218, 221
López de Legazpi, Miguel: 82 Osuna, duque de: 59-61, 70
Lorencillo: 219
Lucio, Marcos: 203 Pablo, Clemente: 26
Luis de Aliaga, fray: 91 Pablos el Buscón: 18, 30, 52
Luis de León, fray: 26 Palafox y Mendoza, Juan de: 179, 210, 213, 224
Luna y Arellano, Carlos de: 218 Palimuro: 56
Paredes, conde de: 242
Mafra, Ginés de: 277 Pasamonte, Ginés de: 157-158
322 índice onomástico

Pasamonte, Jerónimo de: 6-9, 26, 29-30, 32-34, 36, San Juan de la Cruz: 26
40, 42-43, 49-54, 58, 61-62, 64, 66, 71, 73-74, 158, Santa Cruz, marqués de: 118, 218
238, 287-288, 292-293 Santos de Saldaña, Julián: 231-232
Pascal, Blaise: 24, 30 Schouten, Cornelio: 106
Pastraña, Gabriel de: 243 Segismundo: 262
Paz y Meliá, Antonio: 66-67 Semple, Guillermo: 83
Peralta y Mendoza, Juan de: 192 Séneca: 28
Perea, Pedro de: 181, 188-189, 199 Sforza, Ludovico, el Moro: 24
Pérez, Gonzalo: 259, 265, 274 Shakespeare, William: 260
Pérez, Martín, padre: 180 Shirley (hermanos): 87
Pérez das Mariñas, Gómez: 90 Sigüenza y Góngora, Carlos de: 242
Pérez de Rivas, Andrés, padre: 180 Soberanes, Tomás de: 162, 168
Piccolomini, Octavio, duque de Amalfi: 41 Solimán de Catania: 19, 63, 238
Pizarro, Francisco: 24 Solís Pina y Mendoza, Fernando de: 214, 219
Ptolomeo, Claudio: 79 Solórzano Pereira, Juan de: 254-256
Sotomayor, Rafael de: 265, 268-269, 274
Quevedo, Francisco de: 26-27, 36, 73, 151 Spilbergen, Joris van: 87, 102, 105, 127
Quiñones, Pedro de: 234 Stendhal: 227
Suárez de Figueroa: 60
Rabelais, François: 189 Suárez Montañez, Diego: 22, 43, 46, 53, 62, 64,
Racine, Jean: 25 66, 68, 70, 287-288, 290, 292-293
Raleigh, Walter: 20, 84, 115, 158 Suetonio: 187
Ramírez de Arellano, Diego: 83, 106-107, 123, 139
Ramírez de Salazar, Francisco: 183 Tácito, Cornelio: 69
Raspuru, Tomás de la: 136 Tapia, Gonzalo de, padre: 168, 175, 180-181, 195
Ribera, Francisco de: 117 Tejada y Mendoza, Francisco de: 5, 83, 103-105,
Ribera, Martín de: 222 116, 118-127, 129-133, 135-138, 144-146, 152
Rímini, Beatriz de: 260 Teresa de Jesús: 4, 25
Rímini, Francesca de: 276 Thévenot, Melchisedec: 234
Río de Losa, alférez: 186 Tirso de Molina: 61, 73
Río de Losa, Rodrigo del: 161 Tito: 239
Ríos Coronel, Hernando de los: 90-92, 95, 96, Toral y Valdés, Domingo de: 26, 33, 43, 45, 49,
98-99, 101, 103 52-54, 58, 62-65, 67, 69-70, 74, 76, 287-288, 290,
Rivero Rodríguez, Manuel: 54 292
Roa y Contreras, Juana de: 224 Torres Villarroel, Diego de: 26
Rodríguez de Figueroa, Esteban: 278 Transilvania, príncipe de: 64, 70
Rodríguez de la Fuerza, Andrés: 259, 265 Trastámara-Habsburgo (familia): 24
Rodríguez de León, Juan: 240-241 Tudor (familia): 24
Rojas, Francisco de: 222
Rosas de Oquendo, Mateo: 159 Urbina, Sebastián de: 186, 189
Rousseau, Jean-Jacques: 25-26, 41-42, 289 Urdaneta, Andrés de: 82
Roxas, Alonso, padre: 179 Urdanivia, Sancho de: 251
Ruifreire, general: 69 Urdiñola, Francisco de: 161, 180
Ruiz, Antonio: 162, 168, 197
Ruiz de Contreras, Juan: 5, 83, 107, 111, 115, 121- Valladares de Valdelomar, Juan: 37
122, 124-126, 135, 137, 147-152, 222 Valois-Angoulême (familia): 22
Ruiz de la Vega, Luis: 184 Van der Hagen: 102
Vasa (familia): 22
Saavedra Fajardo, Diego: 69 Vega, Juan de: 245
Salazar, Andrés de: 112-113 Vega, Juan de la: 277
Salbago, Francisco: 234 Velasco Altamirano, Nicolás de: 215, 217-218, 220
Salgado de Bocanegra, Pablo: 140 Velasco, Luis de, el Joven: 109-110, 119, 124, 126,
Salvatierra, conde de (García Sarmiento de Soto- 208, 217-218
mayor y Luna): 178, 192, 220, 224 Velasco, Luis de, el Viejo: 218
Samaniego, Francisco de: 242 Velázquez, Diego: 293
Sandoval, Luisa de: 58, 68 Vélez (familia): 270
San Francisco Xavier: 235-237, 240 Vélez, marqués de los: 116, 151
índice onomástico 323

Vélez de Guevara, Pedro: 218 Wignacourt, Alof de: 57, 244


Vera, Santiago de: 90 Wimbledon, vizconde de: 82
Vermeyen, Jan: 79-80, 82
Vertiz, Alonso de: 216 Xatillon (mariscal), véase Chatillon
Vieira, Antonio: 30
Villagómez, Diego de: 73 Yrolo Calar, Nicolás de: 215, 277
Villalobos y Benavides, Diego de: 54
Villamanrique, marqués de (Álvaro Manrique de Zabaleta, Juan de: 223, 271, 273, 277
Zúñiga): 218 Zambrano (familia): 275
Virgilio: 56 Zambrano, Catalina María: 258, 260, 263-275,
Vitoria, Francisco de: 233 278-280, 283-285, 293
Vivero, Rodrigo de, conde de Orizaba: 85, 88, 218, Zestín de Cañas, Luis: 169, 171, 192
Vizcaíno, Sebastián: 109-110 Zuazola, Lorenzo de: 79, 82, 99, 107, 115, 121, 125,
Volterra, Daniele da: 31 147-148, 151
Zúñiga, Baltasar de: 115, 144
Watteau, Antoine: 67 Zurbarán, Francisco de: 72
ÍNDICE GEOGRÁFICO

Abruzos (provincia): 30 Brasil: 102, 106, 139-140-142, 232


Acapulco: 88, 92-94, 108-109, 127, 171, 202, 213-214, Bruselas: 243
216, 234, 255, 280 Buitrón (ventas): 204-205, 208
África: 102-103, 105, 137, 281
Ágreda: 71 Cabo
Águila [L’Aquila] (provincia): 21, 30, 59, 248 Apalaches: 246
Aibino: 175 de Buena Esperanza: 52, 85, 88, 94, 99-100, 102-
Alemania: 97, 219, 232 105, 107-108, 137, 139, 141
Alepo: 74 Corrientes: 245-246
Algarbe: 136 de Plata: 149
Almuñécar: 149 Verde: 140-141
Alta de Medellín: 204 San Antón (o Antonio): 245-246, 248
Amberes: 139, 243, 247, 249 de San Vicente: 106, 136
América: 88, 184, 231, 233, 242, 250, 292 Vírgenes: 106-107
Ámsterdam: 241, 243, 247 Cadereyta (fuerte): 200
Anáhuac: 252 Cádiz (ciudad): 7, 56, 64, 72, 79, 81-82, 104-105, 107,
Andalucía: 63, 79, 81, 88, 91, 94-95, 97-98, 102-103, 111, 115-116, 121-122, 139, 142, 148, 247, 264, 291
108, 112, 115, 126, 132, 134-136, 139, 141, 153, 246 Calabria: 61
Angola: 139, 142 California: 83, 182, 188, 221
Antillas: 212, 246 Cambray: 20
Aragón: 71, 161 Campeche: 99, 169, 211, 218
Argel: 49, 115 Canarias: 106, 247
Artois: 54 Cantabria: 134
Asia: 7, 28, 83, 85, 101-102, 233 Caraga (presidio): 112
Atenas: 74 Caragoza: 244
Atlántico: 210, 232, 247 Carapoa: 197
Carneros, monte: 204
Badajoz: 76, 219 Cartagena: 45
Bahía de Cartagena de Indias: 86, 240, 242, 245-246, 248
Cádiz: 4, 41, 81, 97, 113-116, 146, 148, 151 de Casas Grandes: 182-183
Manila: 85-87de Matanzas: 211-212, 218, 243 Castilla: 7, 20, 57, 62, 94, 118, 161, 167, 170, 187, 204-
de Todos los Santos: 140 205, 213, 216, 218, 222, 252-253, 267
Barcelona: 45, 63, 71 Castilla y León: 118
Batán (Batén): 85 Castillo de San Marcos: 194
Baymoa: 164 Cataluña: 13, 201, 219, 232
Bengala: 142, 264 Catania: 19, 63, 238
Berbería: 19, 149 Cavite: 94, 109, 258-259, 269-271
Bonanza: 132, 144 Cerdeña: 72
Borgoña: 18 Cerro Gordo (presidio): 178
Braga: 138 Ceuta: 228
326 índice geográfico

Chaguey: 170 196, 212, 219, 221, 228-230, 233-236, 238, 247,
Chalon-sur-Saône: 62 252-255, 258, 261, 264-265, 290-291
Chen: 105 Flandes: 13, 20, 36, 45-46, 49, 53-54, 63-64, 69-70,
Chiametla: 160, 169 86, 112-113, 116, 126, 151, 153, 185, 189, 210-211,
Chihuahua: 160, 191 217, 219, 221, 228-229, 231-232, 236, 265, 287, 290
Chile: 84, 265, 291 Flandes indianos (Flandes de las Indias): 221, 265
China: 28, 85, 92-94, 99-101, 108, 170, 172, 213, 267 Florencia: 52
Chinapa: 167 Florida: 194, 245-246
Chínipas: 164, 191 Francia: 13-14, 20, 24-25, 28, 32, 40, 52, 74, 207, 232,
Chínipas, valle de: 164 235, 253, 289-290
Cíbola: 164 Franco Condado: 13
Cícladas (archipiélago): 56 Fraumberg: 64
Cochín: 104 Friul: 33
Conil (ensenada): 148-149 Fuenterrabía: 13, 27, 232-233, 241, 248
Constantinopla: 32, 49, 56, 62, 227, 249 Fulano Bernal, cerrajón de: 205
Consuegra: 63
Corbie: 241 Galicia: 134
Córdoba: 20, 132 Gallega (canal): 205
Creta: 27 Génova: 52, 57, 62, 249
Cuba: 245-247 Germania: 64
Cuenca: 231 Gibraltar: 20, 54, 64, 79, 113, 115, 142, 149
Culiacán: 160-161, 169, 253 Goa: 2, 32, 52, 62, 69, 88, 102, 227, 236, 290
Cuzco: 232 Golfo
de Omán: 69
Damasco: 70 Pérsico: 88
Diamante: 81, 113-116, 144, 151 Gomispola: 105
Dunas: 241 Granada: 23, 97-98, 100, 170
Dunkerque: 46, 63 Gran Canaria: 265
Durango: 161, 178, 199, 218 Guadalajara (Nueva Galicia): 253
Guadalajara, obispado de: 65, 253
Écija: 132 Guadiana: 188
Egipto: 56 Guasteca: 99
El Escorial: 27 Guatemala: 110
El Opochi: 168 Guazacualco: 170
Esclusa: 53 Guetaria: 234, 241, 248, 250
España: 6, 8, 13-17, 19, 22, 24-28, 36, 51, 53, 61-64,
68-70, 73-74, 83, 87-88, 91, 93-94, 97, 99-100, Hispania: 290
102-103, 109, 116, 118, 140, 145, 147, 151, 159- Holanda: 86, 115, 247
160, 196, 199, 202, 204, 211-212, 214, 217-219, Honduras: 110
224, 230-234, 241-242, 245-247, 254, 266-267, Hornachos: 20, 71, 236
277, 288-290, 292 Huaynamota: 180
Estepa: 112
Estrecho de India: 28, 54, 65, 70, 86, 88, 102-103, 107, 138-139,
Anián: 102 167, 267, 287
Gibraltar: 123, 127 Indias: 2, 16, 21, 36, 52-53, 62, 64, 84, 93-94, 96-98,
Le Maire (o de San Vicente): 106-109, 136-137 103, 110, 144, 158-160, 204, 210-211, 213-214, 218,
Magallanes: 86, 102, 105-107, 137-139 223-224, 229-231, 233, 235, 243, 254, 265, 267
Malaca: 94, 102-103, 137 de Castilla: 94, 250, 291
Singapur: 92 Occidentales: 2, 7, 52, 93-94, 100, 136, 151, 172,
Europa: 13, 28, 53-54, 58, 62, 85, 93, 103, 120, 160, 200
169, 172, 211, 224, 230-234, 267, 290-292 Orientales: 63, 86, 235
Portuguesas: 64
Faenza: 276 Índico, océano: 88, 94, 102-103, 137, 231
Faro: 136 Inglaterra: 24, 28, 276
Fez: 56 Isla(s)
Filipinas: 4-8, 20, 52, 79-80, 82-96, 98, 100-116, 118- de Andra: 55
123, 125, 130, 135-139, 142-148, 150-153, 158, de Barlovento: 246
índice geográfico 327

Californias: 188 Macan (o Macao): 85, 88-89, 194, 213, 228, 231, 268
de Capul: 87 Madagascar: 104
de Carauja: 70-71 Madrid: 1, 7, 16-21, 27, 32, 37, 58, 62-64, 88, 90-92,
de Cia: 55 97, 102, 105-107, 109, 111-112, 116, 118, 121-122,
de Comoro: 105 124-125, 143-144, 147, 159, 168, 178, 190, 204,
de Curazao: 211 210-211, 216-217, 222, 224, 231-232, 236, 239-241,
de Estampalia (Astipalea): 56 243, 247-248, 255, 262-263, 265, 267, 270, 280,
de Gavias: 205, 207 282, 284, 290-291
de Hebreos: 207 Malabar: 264
de los Ladrones (futuras islas Marianas): 107 Malaca (ciudad): 92, 94, 103-104, 137
La Gallega: 203 Málaga: 45, 63, 149
Lampedusa: 56, 238 Malta: 2, 6, 18-20, 54, 57, 63, 69, 111-112, 227, 239,
de Lobos: 205 261, 290
de Luzón: 99 Manila: 6, 8, 81, 85-95, 99-100, 103, 105, 107-109,
Malucas (o de Molucas): 85-86, 92, 139 112, 153, 170, 192, 202, 218, 227, 228, 231, 235,
Marianas (antes islas de los Ladrones): 107 239-240, 257-258, 260-264, 267, 270, 272, 277-
de Mariveles: 87 278, 282, 284, 286, 291
de Mindanao: 105, 112, 196, 228, 234-240, 252, Mar
255-256 Caribe: 5, 7, 20, 52, 63, 84, 115, 158, 202, 212,
Nieves: 211 221, 230, 240-242, 245-246, 248, 252, 290
de Pájaros: 205 de China: 89, 137, 227
del Poniente: 229, 265 Egeo: 56
Puerto Rico: 66, 84, 211 Mediterráneo: 2, 6-7, 20, 27, 29, 43, 54-55, 57,
de Sacrificios: 205, 213 62-63, 73, 112, 218, 227, 235, 237-239, 244-245,
San Cristóbal: 211 249-250, 265, 291
de San Joan: 105 del Norte: 7, 188, 194, 224, 229, 240
San Lorenzo: 104-105, 107 del Sur: 86, 92, 105, 107, 192, 194, 218, 229, 234,
de San Martín: 211 240
Santa Catalina: 245 Marruecos: 148
Santo Domingo: 245 Mascate: 69-70
de Turro: 55 Mesina: 61
Verde: 205 México (ciudad): 2, 32, 98, 100, 142, 169, 171, 178,
Italia: 7, 13, 18, 27, 30, 50, 52-54, 59, 62-64, 68, 70, 97, 184, 188, 190, 193, 198, 202, 204-205, 211-212, 215,
118-119, 146, 221, 232, 242 217, 219-220, 223-224, 229, 231, 233-235, 240-243,
245, 247, 249-250, 254, 255, 264, 280, 291
Jalpa (presidio): 196 México (territorio): 6, 83, 93, 142, 167, 172, 179, 210,
Jamaica: 27 212, 214, 230, 235, 264
Japón: 28, 85, 88-89, 94, 101, 230-231, 236, 267 Midway: 250
Jasque: 87 Milán: 54, 61, 70, 210, 218-219
Java: 85 Mombasa: 2
Jerusalén: 239 Monasterio de Piedra: 71
Moncayo: 236
Lagos: 136 Monreale: 261
La Habana: 97, 202, 211-212, 243, 245-246, 248 Montaña Blanca: 228, 236
La Mahometa: 2, 20, 48, 57, 238-240, 247 Montesclaros (villa y fuerte): 179, 189-190, 192, 195,
Lanquin: 170 197, 199
Laredo: 134 Morea: 18, 249
Lepanto: 2, 7, 29, 43, 45, 71 Morón: 112
Levante: 19, 57, 244 Mozambique: 102-104, 139, 142
Libia: 56 Mozambique, canal de: 102
Lima: 231-232 Multán: 239
Lisboa: 46, 52, 63, 88, 102, 104, 120, 122, 126, 135- Murcia: 132, 265
136, 138-140, 142, 236, 290 Nagasaki: 240
Londres: 84 Nápoles: 2, 6, 19, 21, 32, 42-43, 47, 52, 54, 56-61,
Lorena: 14 63-65, 68-69, 73, 75, 117, 160, 162, 168, 199, 210,
Lugo: 65 219, 228, 235, 242, 252, 290
Lützen: 43, 47 Nayarit: 191
328 índice geográfico

Nilo: 19 Puna andina: 252


Nombre de Dios: 202
Nördlingen: 2, 219 Quivira: 164
Normandía: 82
Nueva España: 1-2, 5, 8, 29, 83, 89-90, 92-102, 108, Rigoles: 244
112, 116, 139, 145, 147, 158-160, 163, 169-170, 172, Río
178, 192, 194, 201-202, 204-206, 212, 214, 216- Alvarado: 245
218, 220-221, 224, 230-234, 237, 240-242, 245, Chagres: 109
248, 250, 256, 264-267 Fuerte: 161, 191, 195
Nueva Galicia: 82, 160 Guaçaqualco: 109
Nueva Veracruz: 202, 207-208 de La Plata: 106
Nueva Vizcaya: 161-162, 178, 180, 183-184, 186, 188- Mayo: 163, 172-173, 175, 221
190, 192, 197 Mocorito: 161, 175
Nuevo México: 164, 179, 182 Petatlán: 195
Nuevo Reino de Granada: 213 Sinaloa-Petatlán: 161, 195
de la Veracruz: 206
Oaxaca: 218 Yaqui: 161, 163, 172-173, 175, 221
Ofir (región bíblica): 83, 182 Yaquimi: 165
Orán: 2, 46, 62, 64, 66, 70, 194, 227 Zuaque (actual río Fuerte): 161, 195
Ormuz: 70, 84, 88 Río Grande (ciudad): 140-141
Osuna: 112-113, 132 Rocroi: 27, 29, 72, 117, 241
Roma: 15, 19, 21-22, 31-32, 40, 58, 71, 111, 159-160,
Pacífico: 7, 29, 87, 102, 170, 192 172, 178, 291
Países Bajos: 2, 18, 43, 242-243, 270 Rosellón (condado de): 27
Pakistán: 239
Palermo: 2, 6, 8, 16, 19-20, 33, 54, 58-60, 158, 160, Sahuaripa: 191
249, 261-263, 271-272, 282, 286, 291 Salces, castillo de: 232
Panamá: 93, 100, 108-109, 218 Samatra (o Sumatra): 104-105, 137
Panamá, istmo de: 99, 102, 109, 232 Samboangan, véase Zamboanga
Paraíba: 140 San Agustín (villa y presidio): 194, 246-247
París: 58, 170, 231 San Bernardino (desembocadero): 87
Parma: 249 San Felipe y Santiago de Sinaloa: 161-162, 167, 169,
Parral: 183 172-173, 176, 184-185, 191-192, 195, 197, 199-200
Patrás: 18 San Ignacio (misiones): 172, 175-177
Pernambuco: 140, 245, 247 San Juan Bautista de Carapoa: 161, 195, 197
Persia: 87-88, 91 San Juan de Ulúa: 1, 5, 110, 158, 200-208, 210-211,
Perú: 20, 89-90, 92, 94, 96, 109 213-221, 224, 229, 246-248, 250
Petrache: 18, 249 Sanlúcar de Barrameda: 79, 82, 84, 106, 111, 118,
Philipea: 140 122, 132, 136, 144, 243-244
Pichilingas: 105 San Miguel (San Miguel de Zapotitlán): 199
Piedra, monasterio de: 71 San Miguel de Bavispe: 183
Pirineos (cordillera): 14, 27 San Nicolás: 269
Polonia: 41, 231 San Quintín: 27, 29
Portobelo: 86, 108, 202, 218, 248 Santa Bárbara: 160
Portugal: 13, 24, 80, 87-88, 96, 103, 107, 118, 138, Santa Fe: 160
140, 201, 218, 232 Santa María Vaseraca: 182
Potosí: 109, 248 Santa Marta: 211
Provincias Unidas: 24, 28, 52, 84-86, 102, 211, 247 Santiago de los Caballeros: 186-187
Puebla de los Ángeles: 97, 231 Santo Desierto, convento del: 98
Puercas: 81 Santoña: 248
Puerto Belo (ciudad): 108 Savona: 249
Puerto Segovia: 26, 65, 231
Borgo: 111 Seno Mexicano: 7, 158, 212, 245, 247
Cabañas: 252 Sevilla: 5, 7, 75, 79, 81, 88, 93-96, 98, 100-101, 103-
de Navidad: 82 104, 106-107, 121-125, 131-132, 138-140, 142,
Tehuantepec: 109 144, 146, 152, 202, 212, 242-243, 247, 265, 282,
Pulicat: 86 290-291
índice geográfico 329

Shayzar: 290 Toledo: 58, 237, 281-282


Sicilia: 4, 18, 54, 57-59, 61, 69, 210, 261 Tolón: 55
Sierra Gorda: 191 Tomar: 89
Sierra Madre: 160, 169 Topia: 169
Sierra Nevada: 205-206 Trafalgar: 148
Sigüenza: 23 Transilvania: 2, 53, 62, 64, 70
Sinaloa (provincia): 5-6, 8, 30, 159-165, 168-169, Trento: 177
171-172, 175, 178-181, 184-186, 189-192, 194-196, Triana: 139
198-200, 202, 217, 220, 227 Túnez: 79, 82
Sinaloa (misiones): 172, 175, 198 Turquía: 73-74
Sinaloa (presidio): 1, 158, 171, 178-179, 181-183, 191,
194, 198, 200, 220-221, 224, 229 Valencia: 74, 97
Sinaloa de Leyva, véase San Felipe y Santiago de Sinaloa Valladolid: 20, 63
Siria: 290 Veracruz: 6, 98, 108, 171, 184, 202-206-213, 215,
Sodoma: 47 219-220, 229, 240-241, 245-249, 264
Sonora: 182-184, 191 Veracruz Vieja: 204, 207-208, 213
Suaque (pueblo): 162 Venecia: 52, 57, 60, 74
Suecia: 24, 28 Vesubio (volcán): 16
Viena: 53
Taboimina: 244 Villa Alta: 219, 253
Tacuba, calle de: 169 Villarica, punta de la: 205
Tarento: 62 Villarica la Vieja, sierras de: 205
Tarifa: 115, 147, 149-150 Vizcaya: 148
Tehuantepec, istmo de: 109
Terrenate (o Terranate): 143, 264 Waterloo: 249
Tescuco: 169 Yucatán: 218-219
Tierra Firme: 240, 246 Zacatecas: 109, 160
Tillemont: 233 Zamboanga (península y presidio): 196, 239
TABLA DE CONTENIDOS

Introducción. — Una historia que pudo ser o no ser 1

primera parte
Vidas de soldados: el Imperio a río revuelto

Capítulo primero. —Discurso y vida del capitán Alonso de Contreras:


entre dos siglos (1582 - ca. 1645) 15

I. — Abriendo el opus 15

II. — Una vida al filo de la espada 17

III. — El siglo de las introspecciones (1580-1670) 24

IV. — El crujir de la columna 27

V. — Escribir su vida 29

VI. — Escribir en el siglo xvii 32

Capítulo segundo. —Un bosque de vidas 35

I. — Montantes desquiciados que enmarcan estas vidas:


Benvenuto Cellini y Estebanillo González 37

II. — Las vidas en sus diferentes tiempos 42

III. — «A la guerra me lleva mi necesidad» 44

IV. — Ser soldado del rey 45


332 tabla de contenidos

V. — La negra honra 48

VI. — Las madrigueras del espacio imperial 52

VII. — A cada cual su vida dentro de la Monarquía Hispánica 64

VIII. — Unos huérfanos en busca de familia o de lazos de clientela 68

IX. — Servir a ambas majestades 70

X. — Los fieles enemigos 73

XI. — Ser español en tiempos de la decadencia 74

segunda parte
Los socorros de Filipinas (1613-1620):
el fracaso de un gran designio imperial

Capítulo tercero. —De Sevilla a Manila


o cómo acabar con el galeón de Manila 81

I. — La tregua armada (ca. 1610-1620) 84

II. — ¿Acabar con el galeón de Manila? «Esto es cosa ridícula» 91

III. — Horacio Levanto, hombre de negocios y arbitrista 96

IV. — ¿Puede una armada pasar por el ojo de una aguja? 101

Capítulo cuarto. —Levarse con la armada 111

I. — Un elenco digno del Discurso de mi vida 111

II. — La logística de una operación militar-naval entre 1616 y 1619 125

III. — Soldados «muy rotos», pocos artilleros y menos marinos 132

IV. — ¿Levarse o no levarse con la armada rumbo a Filipinas? 139

V. — Se baja el telón sobre las armadas de Filipinas 150


tabla de contenidos 333

tercera parte
Una vida después del Discurso de mi vida

Capítulo quinto. —El paso por Sinaloa (1635-1638) 159

I. — La provincia de Sinaloa 160

II. — Cierto aire procedente de las lejanías: Sinaloa hacia 1640 168

III. — Los jesuitas en Sinaloa (ca. 1630),


entre evangelización y religiosidad barroca de frontera 172

IV. — Jesuitas, capitanes y el presidio de Sinaloa


como pieza fronteriza 178

V. — Las revoluciones en el presidio (1635):


¿Cómo cayó Contreras en el caldero? 184

VI. — Alonso de Contreras en sus obras:


ser capitán de presidio (1636-1638) 190

Capítulo sexto —De castellano de San Juan de Ulúa


a sargento mayor del reino (1638-1643) 201

I. — San Juan de Ulúa —la «llave de este reino»—


esperando al castellano Contreras (1535-1635) 202

II. — Los tiempos de Cadereyta (1635-1640):


defensas terrestres o la armada de Barlovento 210

III. — El capitán Alonso de Contreras,


portero de la Nueva España (ca. 1639-1641) 214

IV. — Don Alonso de Contreras, sargento-mayor


del reino de Nueva España 221

cuarta parte
Nuevos mundos, mismos universos

Capítulo séptimo. —Los mares indianos en 1638,


surcados por naves y noticias 229

I. — Filipinas en 1637-1638, gloriosa bisagra imperial 234

II. — Navíos y noticias por el Caribe 240


334 tabla de contenidos

III. — «El mayor milagro que en muchos siglos


ha dado Dios a esta monarquía» en 1638 246

IV. — «Venimos con propósito cierto de victoria, y así hemos


de cenar en Amberes, o desayunar en los infiernos» 249

V. — «De aquí adelante no se impriman cosas semejantes» 252

Capítulo octavo. —Médicos de su honra 257

I. — Manila, 12 de mayo de 1621, muertes bajo el cobijo de la noche 257

II. — Muchos otelos en un mismo mundo 260

III. — Los amantes de Santa Potenciana 263

IV. — Los laberintos del amor 267

V. — El castigo de los amores culpables 275

VI. — El honor, vara de justicia 281

Despedida 287

Fuentes y bibliografía

Fuentes 297
Bibliografía 305

Índices

Índice onomástico 319


Índice geográfico 325

Tabla de contenidos 331


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