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Un par de libros

Mario Gensollen
Con el infierno electoral a cuestas, quizá mejor haríamos en hacer oídos sordos un fin de semana y
sentarnos a leer: no sobre política, menos sobre la particularísima situación política mexicana, sino
sobre otros temas (cualquier otro puede venirnos bien). Así que dejo por acá un par de
recomendaciones, no de novedades editoriales, lo cual también genera manía y ansiedad por estar
al día, sino de dos libros que en verdad nos alejen del vaivén y del trajín retórico de las campañas.
1. Charles Percy Snow, químico y novelista inglés, lamentó, en su célebre conferencia de 1959 en el
Senate House de Cambridge, la ruptura de lo que denominó “las dos culturas”: por un lado, la
científica, por otro la artística. El problema de la franca hostilidad entre científicos y artistas, desde
aquel momento, es una calca del diagnóstico de Snow: “Cuando los no científicos oyen hablar de
científicos que no han leído nunca una obra importante de la literatura, sueltan una risita entre
burlona y compasiva. Los desestiman como especialistas ignorantes. Una o dos veces me he visto
provocado y he preguntado cuántos de ellos eran capaces de enunciar el Segundo Principio de la
Termodinámica. La respuesta fue glacial; fue también negativa. Y sin embargo lo que les preguntaba
es más o menos el equivalente científico de «¿Ha leído usted alguna obra de Shakespeare?»”. Por
suerte, cada lustro (si bien nos va), aparece una voz que logra conjugar lo mejor de ambas culturas,
mostrándonos —si sabemos prestar la atención debida—, que no hay dos culturas, sino una sola, la
cual reproduce el par de perspectivas desde las que los seres humanos podemos autoconocernos
(el arte explota la perspectiva de la primera persona, o perspectiva fenomenológica; mientras la
ciencia reconstruye la perspectiva, no contaminada y aparentemente impersonal, de la tercera
persona). Es éste el caso, no lo dudo, de Jonah Lehrer y su extraordinaria obra Proust y la
neurociencia. Conocí a Lehrer por su blog. Uno de los mejores, o quizá el mejor blog que he leído.
Lehrer fue un afortunado. Trabajó en el laboratorio de neurociencia de Eric Kandel, premio Nobel
de Medicina, y quizá el experto mundial en los estudios sobre la memoria. A Kandel siempre le había
admirado, y Lehrer abreva seguramente del maestro. Proust y la neurociencia “versa sobre algunos
artistas que se adelantaron a los descubrimientos de la neurociencia; escritores, pintores o
compositores que descubrieron unas verdades sobre la mente humana —unas verdades reales,
tangibles— que la ciencia está redescubriendo en la actualidad. Sus imaginaciones vaticinaron
descubrimientos futuros”. Así, en las páginas del libro, Lehrer nos narra el descubrimiento
proustiano de la falibilidad de la memoria, la agudeza de Eliot para descubrir la maleabilidad del
cerebro, o el accidental hallazgo del quinto sabor por parte del chef Escoffier. La ventaja de
reflexiones como la de Lehrer radica en una virtud epistémica opacada por la ruptura de las dos
culturas: la porosidad. Una reflexión es porosa cuando se deja contaminar por las informaciones de
las ciencias naturales y de las ciencias sociales, pero también de algunas experiencias y prácticas de
la vida cotidiana, así como de sus deseos, emociones, intereses, e incluso de expresiones suyas como
las de la cultura popular.
2. Releer a Monsiváis. Un primer recuerdo: hace algunos años leí Las alusiones perdidas, el texto
que recogía las participaciones de José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis durante la entrega del
Premio FIL 2006. Jorge Herralde, afortunadamente, no dejo que estos textos se diluyeran en el
olvido de los asistentes, y los publicó en un pequeño libro en el que se pueden encontrar algunas
de las claves para leer la vasta obra de Monsiváis. Cuando lo leí, no me percaté en qué medida había
influido en mí. Así sucede: nuestras ideas —se sabe— no son más que un conjunto de frases
prestadas, que cuando lo son inconscientemente, se acoplan a otras y forman un sistema de
creencias no original en sus partes, pero sí en su conjunto. En Las alusiones perdidas, dice Monsiváis:
“Si aún persiste el impulso del desarrollo cultural, actúan en su contra, entre otros, los siguientes
elementos: el deterioro del magisterio (salarial y social) y el crecimiento gozoso del analfabetismo
funcional, muy en especial entre las «buenas familias». Desaparece la mayoría de las referencias
que han sido el código compartido de los países de habla hispana, y los autores, lo reconozcan o no,
se dirigen a los lectores desde la incertidumbre. «¿Qué se yo de lo que en verdad leen, y cómo
enterarme de si leen lo que escribo con datos incontrovertibles ajenos a los índices de ventas?» Los
puntos de acuerdo y recuerdo se van desvaneciendo y a esto José Emilio Pacheco lo llama el proceso
de «las alusiones perdidas». El idioma febril de las nuevas corrientes no incluye por ejemplo a casi
todas las referencias bíblicas, de la cultura grecolatina, de la historia del siglo XIX, de los grandes
momentos de los países. ¿Cuántos saben en qué consistieron la burra de Balaam, la humillación de
Canosa, el tonel de las Danaides, Scilla y Caribdis, o, en México, la Guerra de los Pasteles (la invasión
del ejército francés para cobrar la deuda de un pastelero) y el Héroe de Nacozari (el conductor de
tren que se sacrifica para salvar a los pasajeros y a la población)? La memoria colectiva sólo
interviene en las ocasiones de contento, y el ayer, salvo casos excepcionales, se considera denso,
aburrido, dificultoso. Y la mayoría de los que leen, leen otra cosa, no sé cuál, pero otra”. Monsiváis
fue el cronista de nuestras nuevas alusiones compartidas, y la conciencia siempre crítica del proceso
gradual e inevitable de las alusiones perdidas. Pero, si como él mismo afirma, de nada sirve quejarse,
¿no sería más sensato acudir como un espectador silencioso al espectáculo diario de desarticulación
de la sociedad? En algún sentido sí, pero ello no le quita valor a la filiación que podemos sentir hacia
las causas perdidas —nosotros, quienes defendemos lo humano a capa y espada, sabiendo de
antemano que ya hemos perdido la batalla. Así resume Monsiváis sus credenciales: “Mi acta de
ciudadanía se arma con la suma de causas perdidas que me han importado y que continúan
haciéndolo. Cómo negar el atractivo de las causas perdidas: alejan del orgullo pueril de la repartición
de prebendas, le confieren a la derrota el aire de la sabiduría, auspician el sentido del humor a
contracorriente, crean escalas valorativas más justas o mucho menos injustas y, sobre todo, se
vuelven inevitables en la era neoliberal. Si no se cae en el victimismo, las causas perdidas son un
recurso enorme de la salud mental. «Que Dios debería proteger a los buenos ya que los malos son
definitivamente estúpidos y tan corruptos que en las noches se giran a sí mismos cheques sin
fondos»”. Pronto o tarde quizá la obra de Monsiváis se desvanezca en el proceso de las alusiones
perdidas. Quizá él mismo, más consciente que muchos otros, sabía que también esa batalla la tenía
perdida. ¿Fue él nuestro último intelectual? ¿Nuestra última mirada penetrante, imaginativa y
vagabunda? No el último, pero sí uno de los últimos. Pocos quedan que, sin encasillarse en los
especializados y eruditos muros de la academia, ni en la profesión analfabeta de los opinadores
profesionales, combinen virtuosamente el rigor y la imaginación que, como afirma Carlos Pereda,
son los ingredientes necesarios para examinar cualquier cosa.
mgenso@gmail.com | /gensollen | @MarioGensollen

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