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Rituales de la verdad

Mujeres y discursos en América Latina


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Yapi, doctorant, U. de Limoges, U. de Cocody, Côte d‟Ivoire.
Rituales de la verdad
Mujeres y discursos en América Latina

Nuria Girona Fibla

RILMA 2 / ADEHL
Mexico / Paris
Couverture: Lorena Rodríguez Mattalía, S/T, 2005-2008
Maquette: José Luis Serrato
Revision: ERI

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© 2008, ADEHL
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adehl@hotmail.fr

ISBN : 978-2-918185-01-7
EAN : 9782918185017

Imprimé en France
Impreso en Francia
Printed in France
Índice
Ceremonias del comienzo 9
Mujeres que escriben demasiado 11
Rituales de la verdad 19

I: Rituales de la confesión 25
1. Pasajes y contextos: lo humano, lo sagrado 27
2. La confesión, una subjetividad verosímil 35
3. Decir la confesión para escribir la vida en el convento 43
3.1. Contrato religioso y pacto de lectura 44
3.2. Ese hombre, el confesor 48
4. La mística: teología del fantasma 57
4.1. Un goce, dos rostros de Dios: María de San José y la Madre Castillo 60
4.2. Otras heridas en la vida de María de San José 66
4.3. Y Dios se hizo hombre, cuenta Úrsula Suárez 72

II: Rituales del género 81


1. Pasajes y contextos: una mirada ciega 83
2. Lo que el género nos dejó y lo que se llevó 87
2.1. Lo que se perdió en el camino 89
2.2. ¿Las mujeres contra el Estado? 96
3. Las mujeres hablan, los hombres no lloran 101
3.1. La escritura como pliegue melancólico 106
3.2. Hacerse pasar por mujer (escritora) 109
4. Las malas madres: Luisa Valenzuela y Ana María Shúa 117
5. La mujer más verdadera: Clarice Lispector 129
5.1. Aprendizaje de los deseos 131
5.2. Amar es no tener 137

III: Rituales de la patria 143


1. Pasajes y contextos: El sexo de las sirenas 145
2. Mapas y viajeras del siglo XIX 149
3. Idas y vueltas de Gertrudis Gómez de Avellaneda 159
3.1. Entre-lugares de la crítica literaria 159
3.2. Tropos del origen para una patria sin nombre 167
3.3. El amor, un compromiso de lenguaje 174
3.4. Sab: amos del lenguaje y esclavos del amor 182
4. Viaje a la patria imposible de Frida Kahlo 193
4.1. Retrato de un desnudo generoso 197
4.2. Frida: icono mexicano 205
4.3. Fridomanía, marca registrada 211
5. Si Evita volviera sería… 219
5.1. Eva Perón: precursora 219
5.2. La efusión pasional 224
5.3. No sabemos lo que puede un cuerpo 227
5.4. El efecto balcón y el síntoma Evita 233

5
Donde era blanco
Hay palabras
Que siguen planas. Necesito mi vergüenza
Para combarlas, trazarlas plásticas,
Húmedas, auríferas, lunares,
Desquiciadas, excéntricas,
Sintácticas. En lo esencial,
La hebra
Devanada para mujer. Tejo
Con ella un velo, vellos
Trenzados, pelos que me develan la entrada.
He devenido.
Soy la que teje, la que digo,
La que trampa.

Mirta Rosemberg

7
Ceremonias del comienzo

9
Mujeres que escriben demasiado
Este fue el título inicial que pensé para este libro durante mucho tiempo;
así lo anunciaba –sin tenerlo acabado–, para que su expectativa me
comprometiera a escribirlo y para fijarme una línea de trabajo.
Finalmente, ese título no quedó y probablemente tampoco la publicación
que lo hubiera contenido. No sé si los libros que no se escriben circulan
como almas en pena y más ese, que ya tenía nombre, pero no voy a
desechar lo que hubiera podido ser o lo que nunca fue. En calidad de
pre-texto –original perdido, autógrafo latente, deseo desatendido– queda
como comienzo y homenaje, me sirve de comienzo.
En principio, “Mujeres que escriben demasiado” remitía a una
productividad (la escritura de mujeres) que, en varios sentidos, no
termina de calzar en el espacio simbólico de la cultura, al percibirse
como un exceso perturbador. Las mujeres escriben demasiado y, a
menudo, también hablan demasiado: sobra letra, falta moderación,
escaso orden y poca medida. Ya se sabe, el demasiado siempre carga y
no permite redondear.
María de San José, Úrsula Suárez, Gertrudis Gómez de Avellaneda,
Norah Lange, Frida Kahlo, Eva Perón, Clarice Lispector, etc., a todas
ellas se les ha atribuido un excedente o una carencia: el demasiado
cuerpo de las místicas, que se eleva a la categoría de espectáculo en
Kahlo o se erige en Evita como problema nacional; el demasiado “poco”
carácter femenino de Avellaneda y el aniñamiento de Lange, escasamente
sexuado; la turbadora belleza siempre fotografiada de Lispector y sus
desajustes de estilo; la ambición irrefrenable de Evita, por no comentar
la oscilación entre sus menos (la prostituta, la muerta, la no-mujer en sus
imputaciones viriles) y sus más (la toda potencia de la madre nutricia, el
cadáver imposible de enterrar): esta figura sin par podría ocupar otro de
los libros que nunca escribí, aunque ya son demasiados los dedicados a
ella.
Pero así formulado, esta desmesura termina borrando el gesto
desestabilizador que la anima y cabría matizar que estas mujeres han
escrito demasiado, tanto como han sido sobre-escritas, con ánimo de
recorte o de llenado. Nada falta en lo real y toda percepción de carencia o
sobreabundacia implica un universo simbólico y una lógica aritmética,
esa en la que estas mujeres descompensan la balanza. Pero todavía este
reconocimiento las sigue colocando en el mismo lugar (como el ámbar
que preserva a la mosca), repite la cadena significante que las marca en

11
su diferencia, reifica una oposición en la que ellas quedan como
complemento.
No estoy segura de que todas estas ambigüedades se captaran como
tales en mi título, incluso a pesar de apuntar cierta molestia en su
enunciado. Pero este no fue el motivo de que no terminara concretando
mis propósitos; al fin y al cabo, cabía esperar que en su desarrollo
pudiera clarificar todas estas cuestiones.
Por otro lado, pesaba en mi decisión la presencia del sintagma
“mujeres que”, una construcción que ha constituido ya toda una
tradición crítica. Desde el guiño irónico a las mujeres que aman
demasiado y corren con los lobos –tampoco estoy segura de que fuera
evidente– hasta el diálogo implícito con las Mujeres que escriben sobre mujeres
(que escriben) editado por Cristina Piña o las “Mujeres que matan” de
Josefina Ludmer.
Este “que” que acompaña a las mujeres y las diversifica en sus
múltiples acciones me parecía que contestaba al monolítico “qué” del
interrogante freudiano, ya convertido en tópico pero igualmente
movilizador, sobre qué quiere una mujer: ¿qué mujer?, ¿la que ama, la
que escribe o la que mata? Y como un eco: ¿quién pregunta?
Así que este título resultaba ambiguo por un lado y evidente por
otro, al pregonar con bombo y platillo de dónde venía y a dónde quería
llegar, lo cual no dejaba de incomodarme, por considerarlo poco
estratégico, por mostrar ya desde la casilla de salida mi arma de combate;
incluso por advertir un punto facilón en su planteamiento, muy trillado y
quizás, por este motivo, un tanto efectista. Entre mis amigas causaba
entusiasmo, lo cual me dio que pensar.
Malos tiempos para las mujeres, estos en los que algunas de sus
reivindicaciones han sido recogidas y sirven para taparles la boca, –en
tono demagógico: cuando teníamos menos no se nos negaba el derecho
a pedir, aunque hubo un tiempo que ni eso–. Malos tiempos para la
Crítica Feminista, en los que la academia permite y hasta presume de una
publicación así –la academia, no ciertos académicos que, con discreción
pero sin mucho secretismo, desconfían enormemente del rigor de ese
campo–: otro libro sobre mujeres, uno más, cuánto escriben (quizás
hasta demasiado), pero rozando ya la necesaria cuota de género, para no
existir cuánto dan que hablar.
Durante el proceso de elaboración de mi trabajo tuvo lugar en
España la aprobación de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral
contra la Violencia de Género, que así se enunció y que entró en vigor en el
año 2005. En muchos sentidos, los acontecimientos que rodearon a la
aprobación de esta Ley resultaron para mí reveladores.
El género, tal y como se establece en este texto legal, indicaba que algo
funcionaba mal y que en su uso y difusión, algo se había perdido. Que
desde su formulación, la violencia fuera de género y no contra las

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mujeres y que eludiera flagrantemente al agente agresor, era preocupante;
que desde el error se fueran a regular ciertas conductas, también; que, a
pesar de su vocación integral, terminara resolviendo la cuestión con un
incremento de la penalidad en el ámbito particular de la pareja
sentimental, sin atajar ni nombrar el problema, mucho más.
De algún modo, el género se nos había vuelto en contra y venía sin
cara y sin cuerpo. Como una patada en el estómago pero con unos
golpecillos reconfortantes en la espalda –¿no era lo que queríamos?– me
pareció evidente la distancia entre la Teoría del Género y la lucha política
feminista. Aunque habría que matizar –y esta cuestión sí forma parte de
este libro–: no la teoría en sí, que se formuló en el marco de esa lucha,
sino ciertas derivaciones, de las que procedía esta Ley y de las que
proceden también ciertos trabajos académicos: cuántas almas bellas
afirman trabajar desde esta perspectiva y se complacen en recopilar
archivos de imágenes epocales que responden a su patrón y que, de
pronto, transforman la categoría crítica –así de sencillo– en categoría
descriptiva. Para despejar toda sospecha, siempre puede añadirse una
coletilla, la misma que puede leerse en el texto legal: “la violencia de
género se enfoca por la Ley de un modo integral y multidisciplinar,
empezando por el proceso de sociabilización y educación”. Es decir:
empezando por el final, por los efectos y no por sus causas, porque
aunque la sociabilización y la educación (como los medios de
comunicación y la publicidad, que más adelante cita el texto) propaguen
estereotipos e imágenes discriminatorias, no puede localizarse ahí el
origen de la violencia contra las mujeres.
Con un prodigio retórico admirable, este texto legislativo sobre el
género lograba esquivar una violencia estructural al presentarla como
coyuntural (la familia, la televisión, la prensa, etc.), obturando así su lugar
de procedencia, el mismo en el que se origina toda ley; para mayor
proeza, lograba esquivar esta violencia sin pronunciar la palabra
“hombre”.
A esas alturas, el género se había convertido en un club –no solo de
fans–, cuando fue concebido como una forma de segregación en la que
nadie debía participar. Además, el club gozaba de reconocimiento
institucional, formaba parte de agendas políticas, se celebraba en
congresos, se prestigiaba como premio. Algo había funcionado mal para
que de pronto fuera tan consensuado, tan pactado, tan regulado.
Pero otra cuestión se sumaba a estas circunstancias. La aprobación
de esta Ley suscitó numerosos debates, comentarios en periódicos y
pronunciamientos públicos. No funcionaba bien pero algo se removía
con ella, aunque fuera en su gesto de decantarse por las mujeres. Dos
fueron los temas más discutidos al respecto: su dudosa constitucionali-
dad y la supuesta discriminación negativa que albergaba. La crítica se
encauzó por esos vericuetos legales que, nuevamente, desviaban la

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atención de los problemas de fondo: sobre qué tipo de medidas tomar
ante una situación insostenible, sobre cómo atajar el problema y sobre
cómo confrontar el sistema legal en función de la diferencia de los sexos.
Hubiera sido un buen momento para preguntarse de qué hablamos las
mujeres cuando hablamos de igualdad ante la ley: de aquella que debe
garantizar el orden jurídico existente, de aquella a la que se debe aspirar
para que incluya los valores femeninos o de aquella dirigida a cambiar la
distribución del poder existente. Lo cierto es que, si el texto legal había
logrado evitar la conexión entre hombres y mujeres con respecto a la
violencia, en estos debates, centrados en defectos de forma, tampoco
emergió.
Ahora bien, si es verdad que lo reprimido termina volviendo y sus
reapariciones asustan todavía más, en algún lugar se manifestó y yo
estaba allí para contarlo. Cuando en una festiva noche de sábado o en
una tranquila sobremesa se me ocurrió expresar algunas de las críticas o
reservas que antes he expuesto, nunca pude terminar los razonamientos,
que tanto me habían costado elaborar. A veces, el júbilo de algunos
asistentes interrumpía mi intervención para agradecer lo que percibían
como un gesto de solidaridad femenina ante el maltratado colectivo de
los hombres (ya no necesitaban atender más); mi tono crítico se recibía
como un gol que el equipo contrario marcaba en su propia portería y,
efusivamente, me daban la bienvenida en su club, sin necesidad de seguir
escuchando.
Otras veces presencié con asombro cómo el comienzo de mis argu-
mentos abría la compuerta de lo que la Ley taponaba: los comentarios
más misóginos; las comparaciones más deleznables; los pronósticos más
sanguinarios –a dónde vamos a ir a parar, por un simple empujón–; la rabia
feroz de algunos tertulianos por lo que vivían como un atropello; la
necesidad imperante de exculparse de otros –que afirmaban no saber
nada de conductas violentas y menos tener que pagar por las de otros–;
la desautorización total por mi inexactitud con respecto a la interpreta-
ción libre de la Ley, que como una hereje había profanado –como si el
problema fuera mi lectura o como si la ley no fuera un texto, ay, cómo
explicar en ese momento que la verdad tiene estructura de ficción–, etc.
Todo esto desataba mi comentario crítico y en más de una ocasión
lamenté que se tomara como un permiso; cuando me daba cuenta era
demasiado tarde, la discusión muy acalorada, el ámbito de la argumen-
tación rebasado por las pasiones más oscuras, ya no quedaba lugar para
decir: pero no, no era eso a lo que me refería.
Al día siguiente, al acudir a mis clases, tampoco daba crédito cuando
mis estudiantes, las más jóvenes, afirmaban que ellas nunca se habían
sentido discriminadas y que el panorama estaba cambiando a favor de las
mujeres. Entonces también me sentía incapaz de sostener una discusión
–probablemente muy agotada por la del día anterior–, muy espesa para

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reproducirla como ejemplo y muy insegura como para no terminar
recurriendo al argumento generacional.
Una evidencia se me impuso: la violencia contra las mujeres no era
un tema de conversación, más parecía el despertar brusco de una siesta.
Decidí no volver a pronunciarme. Si me manifestaba a favor de la Ley, el
comentario se malinterpretaba; si lo hacía en contra, nunca alcanzaba a
matizarlo y a cambio, lo que escuchaba, me resultaba irritante, penoso y
siniestro, en la verdad que traducía, si es que la verdad puede asomar si
quiera un poco y no en forma de despiste. Por prudencia, por cobardía o
por ineptitud, todo puede ser, decidí callar, intuía que ciertas posiciones
entraban en el orden de lo incontestable: ¿cómo se contesta al abrupto del
que despierta de una siesta?, ¿cómo se contesta, no a quien no sabe sino
a quien no quiere saber?
Mi silencio no me satisfacía pero al menos, para mis clases, encontré
una salida: desde entonces llevo estadísticas (con gráficos espectaculares
sobre las diferencias salariales entre hombres y mujeres, sobre las cifras
de malos tratos de la última década, sobre el porcentaje de mujeres en
cargos públicos, la relación entre licenciadas y catedráticas, etc.). De este
modo no argumento midiendo la experiencia de mis estudiantes y todos
contentos, nada mejor que una verdad a medias para contestar a la media
verdad de otra.
Pero lo que sí resolví fue que mi libro no se iba a llamar Mujeres que
escriben demasiado, ni iba a partir de los excesos que antes comentaba
(aunque no dejaría de incluirlos). Definitivamente, este título resultaba, a
esas alturas, excesivamente blando, se quedaba corto y desde ese momento
se manifestó en todo lo que no contenía.
En el trayecto que medió entre un título y otro, cambió mi pers-
pectiva, cambiaron mis intereses y cambiaron mis preguntas, de tal
forma que ambos forman parte del libro que acabé redactando. A lo
largo de todo este proceso tuve tiempo, como he señalado, de problema-
tizar la categoría de género que, en principio, tan operativa me pareció y
tan entusiastamente acogí. (Me pasó lo mismo con los “Estudios
Culturales” –he de reconocer que me rindo con facilidad a las modas–,
pero si la discusión no se acalora puedo explicar que tengo tantas razo-
nes a favor como en contra respecto a esta modalidad crítica). Pero mi
recelo no se extiende a toda la producción crítica feminista y menos a la
lucidez de ciertas aportaciones, más bien, como decía, a algunas de sus
derivaciones. Esas aportaciones imprimen, más que un concepto, una
forma de leer y en ese trayecto ya no hay vuelta atrás, ya no podía leer de
otra manera.
Por prudencia, cobardía o ineptitud decidí no encarar tan de frente el
libro –algo aprendí de aquellas discusiones–, no limitarme ni a las
autorrepresentaciones de las escritoras en los textos ni a los textos litera-
rios. Si en el comienzo, mis propósitos se concentraron en rastrear la

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relación entre escritura y subjetividad en la literatura producida por
mujeres, después me interesé sobre el efecto de verdad en ciertos dis-
cursos y, finalmente, sobre las relaciones de las mujeres con el Estado y
sobre la expresión de la diferencia y la igualdad en el ámbito político.
Sobre el asunto del género, en fin, quedó recogido como segunda parte del
libro –o parte central, según se mire–.
Mujeres que escriben demasiado y no saben / no pueden /no quieren decirlo
hubiera sido una opción más ajustada como epígrafe pero, definiti-
vamente, resultaba excesivo.
En fin, todo esto para dar cuenta, ya no solo del libro que no escribí
sino del que hubiera querido escribir, al fin y al cabo, esto es un prólogo
y en él se permite la declaración de buenas intenciones, seguramente no
quedará tanto de todo lo que digo, en el tramo entre lo que nunca fue y
lo que debiera ser. Rituales de la verdad. Mujeres y discursos en América Latina
resultó un título lo bastante aséptico, lo bastante serio, lo bastante sobrio
como para no despertar tan abruptamente de algunas siestas. Muy de
puntillas y sin plétoras –casi ni a mí me gustaba– pero suficientemente
discreto como para invocar, en forma de hábito naturalizado, costumbre
consuetudinaria, a veces incluso celebración festiva, una verdad que
nunca es tal pero se impone como tal y tal cual, porque tiene estructura
de ficción y porque a veces asoma y asombra, pero casi siempre despista.

* * *
Soy la deuda de mi escritura.
Malú Urriola

Aquellos que me conocen saben cuánto me cuesta escribir, cuántos


permisos y descuidos me concedo para llevar adelante una publicación.
Lo saben y han aguardado el paréntesis que lo suspende todo, unos más
convencidos que otros de que saldría ilesa de esta captura, unos compro-
metiendo su apego en palabras de ánimo, otros en gestos para hacerme
más fácil la vida cotidiana, otros en el silencio que permite dejar hacer
con calma.
No hubiera podido llevar adelante este proyecto sin todo el equipo
que se movilizó a mi alrededor y que, en distintos tiempos, me permitió
seguir adelante: las tertulias con Geles y Mabel –que interrumpí en este
proceso– me recuerdan siempre la vida que existe fuera de mi trabajo, de
las mujeres atareadas y aceleradas que, cuando al fin alcanzan una silla,
no pierden la ocasión para reírse de la vida.
Con mi amiga Sonia comparto las dos vidas y con ella hablo igual de
libros que de cremas, me recuerda invariablemente que su afecto me
acompaña.

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Más estimas me han esperado y me han reforzado en este proyecto:
Bea, que no me permite desfallecer y que vela por si caigo; Gema, que
sabe cómo y cuándo necesito ayuda sin que lo diga, y la ofrece sin
decirla; Eleonora y Ana Belén, distantes en la lejanía geográfica y el
tiempo pero seguras en el lazo que nos une; Carmen, que desde la orilla
argentina, me recuerda que me recuerda. Eduardo, que sin muchas
explicaciones y la fe ciega de los buenos amigos, comprendió lo impor-
tante que es para mí este libro. Jesús, Silvia, Eva, Jaume y Júlia que, en
numerosas charlas y encuentros me obligan a continuar interesándome
por lo que hago.
Otras personas cuidaron la ausencia de mi escritura y eso también me
ayudó: María Ángeles, en su generosa disponibilidad; Paz, haciendo
honor a su nombre.
Por último, mi familia vivió el día a día de este proceso. Arturo, que
nunca preguntó en qué capítulo andaba, no por prudencia ni indiferen-
cia, sino por no cuestionar que seguía adelante y brindar un apoyo
incondicional a lo que yo convierto en irremediable. Marina, a quién
mientras escribía este libro le preguntaron en el colegio cómo era su
mamá y ella contesto con toda la naturalidad: “pues normal”. Me pareció
que no podía haber mayor elogio que el de esta niña, que piensa que es
normal que una madre escriba un libro y que las madres normales
también escriben libros.

* * *

La investigación que comprende este libro se enmarca en las líneas de estudio del
Departamento de Filología Española de la Universidad de Valencia y fue
realizada gracias a la participación en un proyecto concedido por el Ministerio de
Educación y Ciencia de España, con referencia HUM2005-07614/FILO.

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Rituales de la verdad
Tres de las series más exitosas de la última década recurren a lemas
semejantes como reclamo publicitario o como anuncio de promoción.
En el genérico de Expediente X, al final de una melodía inconfundible de
silbidos metálicos y presagios de futuro, resonaba: “la verdad está ahí
afuera”. Unos años después, la presentación de CSI Las Vegas se servía
de la sentencia rigurosa y científica emitida por Grissom en uno de sus
episodios: “las personas mienten, los hechos no”. En la más reciente de
House, el tan insolente como excelente médico asegura: “la verdad no
está en los enfermos sino en las enfermedades”. Moraleja: la verdad, que
otrora se atribuyera a niños, locos y borrachos, está ahora ahí afuera, en
los hechos y en las enfermedades sin enfermos.
De forma magistral, estas series cruzan las dos grandes leyes
disciplinadoras por excelencia de la sociedad moderna: la ley de la ciencia
(con sus protagonistas principales: expertos investigadores, médicos y
forenses) y la ley del estado (con sus policías y sus funcionarios). El caso
de CSI resulta paradigmático pero, de algún modo, las tres comparten
lógicas comunes y despliegan con eficacia parecidos componentes:
operan bajo una pragmática discursiva de corte científico (una vuelta al
positivismo maquillado con el brillo de la técnica, los últimos avances,
los saberes utilitarios, especializados e instrumentales); promueven la
necesidad de vigilancia constante y prometen la restauración de un orden
frente a la amenaza extraterrestre, de delincuentes y mafiosos o de los
más extraños virus y bacterias, cuando no proponen penas y castigos
para quien perturbe ese orden (incluso en House, donde a menudo el
cuerpo paga la sanción de sus propios descuidos o su descontrol).
Así, el enigma revestido de delito se impone y con él, otros
peligrosos solapamientos: representación y realidad, concordancia entre
ley y justicia, entre seguridad y violencia preventiva y, en definitiva, entre
verdad e indagación, verdad y ciencia, verdad y ley (que acabará
condenando o absolviendo la exactitud de los hechos probados).
Este “silencioso juego de los cautos” –como definió Foucault cierta
vez el policial–, falsifica más para autentificar mejor hechos y demos-
traciones; articula, en definitiva, un dominio de verdad: “allí donde se
definen un cierto número de reglas de juego, a partir de las cuales vemos
nacer ciertas formas de subjetividad, dominios de objeto, tipos de saber”
(Foucault, 1995: 17). Allí, no en los enunciados o proposiciones sino en
los discursos, en la conjunción entre un tipo de poder y determinados

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conocimientos. Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su “política
general de la verdad” y delimita “los mecanismos y las instancias que
permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la manera de
sancionar unos y otros; las técnicas y los procedimientos que son valori-
zados para la obtención de la verdad; el estatuto de aquellos encargados
de decir qué es lo que funciona como verdadero” (Foucault, 1979: 187).
La cuestión es, precisamente, que los hechos nunca “hablan por sí
mismos” –dejaré para otro momento la desubjetivización que la senten-
cia de Grissom comporta–, sino que una red de dispositivos discursivos
los hace hablar; lo cual no equivale estrictamente a proclamar el relativis-
mo de la verdad o su imposible totalización: no hay verdad pero sí se
produce verdad.
Ahora bien, si “se produce verdad”, esta concepción remarca tanto la
confección de sus procedimientos en relación al poder como impersona-
liza su práctica, como si la capilaridad y la segmentación de su
microfísica, y su omnipresente circulación discursiva no pudieran
localizarse jamás en su ejercicio efectivo.
En este punto ciego de la teoría foucaultiana podríamos tomar la
advertencia de que “la verdad tiene estructura de ficción” (Lacan, 1991:
8), para señalar de lleno su lugar vacío, al modo de un relato, no en el
sentido de quimera fabulosa, sino entendida como un aparato lingüístico,
un montaje de motivos y deseos que resguarda otros enunciados,
intereses y valores. Este lugar vacío la instala bajo la sospecha de la
apariencia en la que se acomoda y de la ausencia inherente al lenguaje
que la contiene –la ficción del lenguaje, que la redunda–. Una tramoya, la
ficción –y los huecos que resguarda– se alza como la médula y el tejido
de la estructura de la verdad.
Que pese a esta estructura y esta sospecha, la certeza cargue sobre la
verdad resulta indiscutible, así como la eficacia de sus mecanismos para
generar “evidencia” de sentido. En la implicación efectiva que las
prácticas políticas y culturales ejercen en esta convincente y exitosa
argumentación se establece una vía para no caer en la abstracción en la
que la propagación discursiva del poder puede derivar, aunque de algún
modo ésta nos conduce justo al lugar que Foucault precisa evitar para
captar sus fibras: “si se quiere captar los mecanismos de poder en su
complejidad y en detalle, no se puede uno limitar al análisis de los
aparatos de Estado solamente” (1979: 119), y más allá, nos conduce al
meollo de la anterior advertencia de Lacan.
Para salvar de algún modo el escollo entre relaciones de poder y
regulación discursiva, sin despojarlas de mediaciones sociales, materiales
y concretas, y sin caer en una causalidad mecánica, podemos fijar una
dimensión factual en sus prácticas: en los actos que requiere su ejercicio,
en las rutinas que cobija, en la gestualidad que moviliza, en los fastos que

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despliega, en las ceremonias que precisa; en definitiva, en su puesta en
escena como ritual, en la que los sujetos actúan y son actuados a la vez.
El término ritual debe entenderse aquí como lazo entre formación
discursiva y acontecimiento extradiscursivo, en la red simbólica que
involucra creencias, cultos, costumbres, usos, códigos, ritos, identifica-
ciones y representaciones, siempre reglados mediante repetición. Los
rituales más obvios surgen en relación con instituciones, para todos los
regímenes: aparatos legislativos, judiciales, diplomáticos, etc., con sus
protocolos, etiquetas, conmemoraciones y escenificación de atributos
que solemnizan, cuando no sacralizan, la presencia del poder y de los
representantes del orden social; por supuesto, también los mágicos y
religiosos, que evocan una sacralidad persistente en el carácter del ritual.
En ese sentido, la modernidad suscita un reordenamiento así como la
emergencia de nuevos ritos, sin entrañar una desacralización radical. Me
interesa en particular que todo rito rinde una proporción “sagrada”, tal y
como apunta Kristeva: “En todo caso, lo sagrado no puede ser lo
religioso [...] ¿Y si lo sagrado fuera la percepción inconsciente que tiene
el ser humano de su insostenible erotismo: siempre entre los límites de la
naturaleza y la cultura, lo animal y lo verbal, lo sensible y lo nombrable?”
(2000: 39).
De ahí que la primera parte de este libro esté destinada a la
confesión, uno de los rituales paradigmáticos de producción de la
verdad, que concurre tanto en el orden de los poderes religiosos como
de los civiles. Junto a otros rituales consistentes en pasar por pruebas,
aportar testimonios, avalar mediante fuentes prestigiosas de autoridad y
tradición, así como ciertos procedimientos científicos de observación y
demostración, la confesión se convirtió, en Occidente, en una de las
técnicas más altamente valoradas de esta producción, además de operar
como principio de gobernabilidad.
No es preciso evocar ahora todos los componentes que este
sacramento convoca en su rito religioso, tan solo recordar cómo fue
reconvertido por la pastoral cristiana en un particular examen de
conciencia, que favorecía cierta introspección, incitaba a su verbalización
y aseguraba la vigilancia. En este ritual se incardina un modelo de
relación con uno mismo y una autorrepresentación desviada; en el
vínculo de la obediencia, se enlaza un decir, un saber y un hacer.
Como la confesión y con ella, la autobiografía remite a otro ritual de
autentificación personal, de ahí la matriz de las obras que se consideran
“precursoras del género”. Si partimos –como antes señalaba– de que el
sujeto se constituye por medio de una doble sujeción (a instituciones y
disciplinas, y a su autoconciencia) podemos considerar la autobiografía,
no como un acto de reproducción o restauración de ese sujeto sino
como el lugar privilegiado en que esa doble sujeción se manifiesta y por

21
la cual, al mismo tiempo, al sujeto se hace y lo hacen, se deshace para
volver a ser.
En este sentido, los relatos de vida conventual en la América colonial
delimitan dos escenas: una, previa, en relación a la confesión; la otra,
posterior, en relación al acto de la escritura. La primera impondrá la
trama, el tono y las condiciones de enunciación a la segunda. En último
extremo, la confesión instaura en estos textos un relato oral que,
extendido y meditado en el escrito, se encuadra en relación con la ley
colonial (por su cronotopo), la ley religiosa (dirigida a una superior) y la
ley del género (no es solo una monja: es una mujer; no es solo un
confesor: es un hombre).
Así, a partir de las obras de María de San José, la Madre Castillo y
Úrsula Suárez, en esta primera parte, resulta primordial encuadrar el
papel de sus confesores, en tanto autoridad religiosa (juez que condena o
absuelve, padre espiritual, hombre que reta la feminidad), pero también
como destinatario primero de sus textos, como otro al que se dirige; ¿una
demanda, una trampa, un hechizo, una ofrenda? en boca de mujer.
En el relato de estas vidas religiosas se escenifica también una
relación con la divinidad, un encuentro amoroso que se inscribe en el
cuerpo y que convoca un deseo. La mística, entendida como una
“teología del fantasma” pone en escena el ser de estas mujeres y con ella,
la controversia de los sexos.
En la segunda parte, los rituales de la verdad se ciernen para
garantizar esa diferencia entre los sexos y afirmar convenientemente las
pautas que los distancian, desde la división del trabajo hasta el propósito
de fijarlos en su anatomía, porque cuando la religión es ya una ilusión, la
ciencia asegura el acceso a lo real. Pero no basta con subrayar el carácter
de construcción socio-cultural de esta diferencia para dar cuenta de ella,
ni asegurarla en la distinción entre sexo y género, en un par igualmente
problemático, que recurre a la autoridad de la ciencia para definir al
primero o a la generalización de la cultura para concretar el segundo.
De hecho, el gravamen del género como un “destino cultural” ha
funcionado como un precinto protector para prescindir de ciertas
cuestiones: para no interrogarse sobre el deseo o para obturar el lugar del
cuerpo sexuado; de forma muy breve –puesto que esta cuestión se abor-
da con detalle en el comienzo de esta segunda parte–, responsabilizar a la
“cultura” de la construcción de la diferencia termina por desrespon-
sabilizar al sujeto, lo borra en su dimensión subjetiva y en parte por ello,
el concepto de género derivó también en una despolitización, al
emplearlo funcionalmente en la descripción de la organización social.
Si en la primera parte de este libro fue preciso recurrir a la mística
como una puesta en escena del ser, para abordar la dimensión subjetiva
de las mujeres de la época de la colonia, si podemos retomar el género
como una tecnología (Lauretis, 2000) y como un “hacer” (Butler, 2001),

22
el espacio de la maternidad confronta a las mujeres con sus deseos, sus
identificaciones y una representación ideal que las ha capturado y a la
que resulta difícil escapar. A partir de aquí, Kristeva se pregunta: ¿qué
hay en la consideración de lo maternal que “no tiene en cuenta lo que
diría o querría una mujer, de modo que cuando las mujeres toman hoy la
palabra su descontento se refiere fundamentalmente a la concepción y la
maternidad? Más allá de reivindicaciones sociopolíticas, esto conduce el
famoso “malestar en la cultura” a un punto ante el que Freud retrocedía:
a un malestar de la especie” (1991: 211). Ana María Shúa, Luisa
Valenzuela y Clarice Lispector, en los siguientes capítulos de esta segun-
da parte son las escritoras que toman la palabra para mostrar este
descontento y este malestar, mediante las figuras de la madre que
desfilan en algunos de sus textos o mediante las mujeres que aman sin
investimiento imaginario; como contrapunto, la infancia congelada del
relato de vida de Norah Lange pacta, entre la fábula y la biografía, el
lugar de una “hija” escritora en la familia martinfierrista argentina.
Por último, la tercera parte de este libro presenta los discursos
culturales y políticos que circundan la fundación de las naciones en
América Latina a comienzos del siglo XIX y los espacios contemporá-
neos que difunden y disuelven esas marcas locales. Este recorrido tiene
como objetivo indagar el uso del cuerpo de ciertas mujeres como emble-
ma de Estado, producto de mercado u objeto de consumo cultural.
Las aportaciones críticas sobre el contexto de la independencia y la
formación de los estados nacionales han señalado con precisión el papel
del discurso letrado en ese momento, la necesaria articulación entre
nación y narración, las estrategias de exclusión que implica la cons-
trucción de una comunidad social, la progresiva institucionalización de la
política y la cultura en relación con los procesos modernizadores, etc. Sin
embargo, en esta tercera parte me interesa destacar cómo determinados
archivos y colecciones –cruce entre antropología, arte e historia– no solo
contribuyen a fijar una identidad nacional y a localizar un origen sino que
sirven para materializar y exhibir la riqueza simbólica de esas naciones,
asegurando su hegemonía. Me refiero al “canon” y al “museo” como
rituales de sacralización y monumentalización, que en el siglo XIX
adquieren una relevancia especial pero donde también podemos localizar
un uso patrimonial de la cultura que contribuye a su definitiva disolución
contemporánea, absorbida en una racionalidad económica que la tramita
como gestión, la distribuye como mercancía o la destina al turismo.
En este itinerario que va de las políticas nacionales a las industrias
culturales de la era global, destaca la apropiación de ciertas figuras
femeninas destiladas como insignias, fetichizadas primero como iconos y
luego como mercancías.
El caso de Gertrudis Gómez de Avellaneda me sirve para poner de
manifiesto las fisuras de una historiografía literaria en la que ni la

23
condición errante de esta escritora ni su colección de imágenes sobre la
nación encajan, lo cual no ha impedido elevarla en el archivo del canon.
Pero quizás donde mejor se localiza el vaciamiento y la resignifica-
ción que implican estas apropiaciones sea en el caso de la pintora Frida
Kahlo, en su definitivo ascenso como símbolo de la mexicanidad y su
reciente registro como marca comercial. Igualmente, en el caso de Eva
Perón, el cuerpo de esa mujer se inscribe primero en el cruce de una lógica
estatal y un aparato de propaganda, de tal forma que después su cadáver
no puede ni debe ser enterrado en el mausoleo de la nación, para más
tarde confundir los vestigios de su mapa (de la nación, de la propia
Evita) con el territorio y, finalmente, circular adelgazada como signifi-
cante emocional en la voz de Madonna.
En la descripción final de estos procesos, los rituales de la verdad no
pueden sino pensarse en el entorno del espectáculo, en diversos niveles y
modulaciones, como la última prueba del pasaje al mito: desde la
autentificación de los deseos individuales a través de la cámara –vale la
del teléfono móvil mismo, la tosca calidad de la imagen ratifica su
sinceridad, siempre que se retransmita– hasta el fervor por el decorado,
en donde la historia es un souvenir pacificado de identidad y temporalidad.
Pero, entre los gestos de la escenificación y la hipervisualidad contempo-
ráneas, emerge todavía el conflicto apasionante entre la resistencia del
pasado y el impulso del presente.

24
I. Rituales de la confesión

Lo divino para mí es lo real.


Clarice Lispector

25
1. Pasajes y contextos: lo humano, lo sagrado
Cada vez que se anuncia la inminente aparición de una autobiografía, que
promete desvelar los misterios de una trama política o un escándalo
financiero, cada vez que se vende una entrevista, cuyo protagonista
asegura descubrir el secreto de su vida –o de su belleza, casi siempre es
lo mismo–, una cita de Foucault se aplica: “el hombre, en Occidente, ha
llegado a ser un animal de confesión” (1998: 37). No es precisamente
una victoria lo que el tono de estas palabras advierte.
El hombre: “animal de confesión”, de alguna manera esta compul-
sión le resta humanidad. Si todo puede decirse, todo puede mostrarse,
todo puede saberse, no hay límite ni de lenguaje ni de mirada ni de
conocimiento; todo resulta, en último extremo, inhumano (animal o
divino); no resta ni indecible ni imposible y nada queda prohibido –¿na-
da resta intolerable?– Por si fuera poco, el mercado satura esta expansión
con la proliferación de escrituras de vida, biografías, testimonios, diarios,
etc., micro-relatos que desjerarquizan memorias y secretos, diversifican
ejes de conciencia e identidad, desordenan lo privado, lo público, lo
político y lo publicitario. En estas producciones que se venden y se
compran, lo inhumano rige como norma imperativa y se aplica respecto al
espectáculo del yo.
Pero no me propongo indagar el éxito de lo que Nelly Richard ha
llamado el “mercado de las confesiones” (2005: 299), no más que en lo
que toca a cómo toda puesta en escena de un yo y una vida reconfigura
los espacios de la subjetividad, de la representación y de la historia –lo
humano, en definitiva–. Por ello no creo desatinado recordar las falacias
y felicidades a las que la verdad en bruto (bruta, brutal) siempre nos
convida.
Desde este panorama contemporáneo hacia atrás, hasta los tiempos
coloniales, dista mucho trecho y se podría decir que empezando así
nunca lo voy a alcanzar. Sin embargo, el salto no parece tan extremo, si
consideramos los trofeos que, ayer y hoy, ha cosechado tanto la
autobiografía como la confesión.
No ha cambiado mucho, porque toda confesión encierra algo de la
vida y toda autobiografía se abre con un matiz confesional; ambas
brindan veracidad y sinceridad –aunque a veces sincerarse solo consista
en no haber publicado/publicitado antes la superficie de un signo
desnudo– y las seguimos solicitando. Se ha desplazado, como decía, la
línea experiencial sobre la que operan, pero siguen funcionando como

27
resorte de lo interior y lo oculto, en el sugestivo entramado de la verdad
y la necesidad, de contar y saber.
Quizás, al retroceder en la cronología se divise un tiempo de lo
humano en que no todo era decible y eran muchas las prohibiciones –más
para las mujeres–. Lo digo sin mohín de nostalgia y menos con afán
idealizador de arcadia perdida. Lo humano, en lo que leo de las
autobiografías que escribieron las monjas en la América Colonial no se
refiere más que a un lazo entre la vida y el sentido. Pero es cierto que en
estos textos impera un alcance religioso que tampoco quiero ensalzar.
¿Entonces? Si fuera posible pensar lo humano fuera de lo religioso pero
sin apartarse mucho de lo social… Lo humano no profanado, si de
nuevo es factible eludir la connotación devota: “no la religión, ni su
contrario, que es la negación atea, sino esa experiencia que las creencias
amparan y explotan a la vez, en el punto de encuentro de la sexualidad y
del pensamiento, del cuerpo y del sentido” (Kristeva, 2000: 8). Destaco
“punto de encuentro” (ni a un lado ni a otro), ese linde entre el
inconsciente y el vínculo social que Kristeva define como “lo sagrado”
que “reside en esta transición, en ese paso, y no en sus bordes, inferior (la
mancha: los pelos) o superior (la rígida prohibición que pone un velo a
las cabezas o las corta)” (Kristeva, 2000: 129).
Los textos de María de San José, la Madre Castillo y Úrsula Suárez,
que son las protagonistas de esta primera parte de mi exposición, se
inscriben en una tradición devota y en un contexto histórico muy
concreto, se alistan en uno de los lados que antes citaba Kristeva. Pero
también, en algunos momentos, lo transitan, se quedan quietos en ese
paso, con toda la precariedad e inestabilidad de quien se mantiene en la
cresta de una ola. Porque “¿y si lo sagrado no fuera la necesidad religiosa
de protección y de omnipotencia que las instituciones recuperan, sino el
goce de esa divergencia –de esta potencia/impotencia– de esta
extraordinaria flaqueza?” (Kristeva, 2000: 39).
En consecuencia, en tanto estas escrituras se manejan con la
creencia, con el erotismo, con el trance y con lo femenino (que siempre
guarda buenas relaciones con lo sagrado) divisan un horizonte donde
recuperar lo humano extraviado en el animal de la confesión.

* * *

Las concurrencias entre autobiografía y confesión a lo largo de la


historia no me parecen fortuitas, ni cómo van enlazándose una a otra en
su avance, incluso antes de que se afirmara la singularidad personal como
distinción, pues para ello es preciso que se establecieran previamente
formas de individualización, en lo que colaboran tanto la escritura de
vida como el ceremonial religioso. A todo esto me referiré más adelante
brevemente.

28
Pero la conjunción entre una y otra, en el carácter autorreflexivo que
comparten, también apunta a un tipo discursivo que, justamente, toma
por objeto al sujeto mismo y lo equipara engañosamente con quien
emprende tales acciones: la autobiografía compone un objeto que se
refiere al sujeto que escribe; la confesión devuelve el ademán de la
conciencia de quien la practica. Ambas se sitúan en la estructura que
socialmente ordena los discursos de verdad y ambas comparten, en su
origen, un carácter regulador que las emparenta con las “tecnologías del
yo” foucaultianas, que detallo en el primer capítulo de esta parte.
El segundo capítulo entra de lleno en los relatos de vida conventuales,
modulados cabalmente en la matriz confesional, que se despliegan en
una doble escena: la confesión previa (sacramental, de carácter oral, que
promueve la escritura ante el mandato del confesor) y la posterior
(escrita, que remite y se acomoda narrativamente a la anterior). Esta
doble escena permite caracterizar el marco retórico de estas obras y el
equívoco intercambio que se entabla entre la religiosa y confesor en el
contexto colonial. Equívoco porque estos relatos de vida responden a
una orden eclesiástica de escritura, provocada por la sospecha de la
experiencia religiosa de estas monjas, lo que las coloca al borde de la
brujería o la santidad, en la excepción que las puede condenar o salvar.
Pero en el equívoco intercambio que en estas vidas se juega, el
lenguaje amoroso reviste de mayor ambigüedad la respuesta al mandato.
El capítulo tercero, “La mística, teología del fantasma” detalla cómo
María de San José y la Madre Castillo ponen en escena su encuentro con
la divinidad y cómo ese encuentro enfrenta deseos, sintoniza creencias y
sintomatiza cuerpos (tanto el cuerpo divino que se supone asexuado
como el cuerpo de mujer que esconde el velo religioso) 1.
Dos apuntes siguen antes de dar paso a estos capítulos. El primero
referido al contexto histórico en el que se enmarcan los relatos
conventuales; el segundo con respecto al surgimiento del espacio
autobiográfico en la modernidad.

* * *

El convento femenino se erige en el mundo colonial como un centro de


poder virreinal económico (por el caudal de dinero que donaciones,
dotes y otros ingresos le generaban) y político (por el alcance de sus
influencias). También como un centro de actividad femenina –como

1 Otras formas de religiosidad “exaltada” tuvieron lugar en esta época, como la “ilusa”, que
mediante manifestaciones corporales exhibía el contacto divino y cuyo testimonio sólo se
conoce por archivos inquisitoriales. Véase Franco (1993) y Ferrús (2004). También la
“beata” que “solía ser una mujer soltera, que sin vincularse por medio de votos a ninguna
comunidad, vestía de un hábito y practicaba una vida de oración y de entrega religiosa
similar a la de una virgen consagrada” (Ferrús, 2004: 35).

29
testimonió Sor Juana Inés de la Cruz, que permitió el acceso a la cultura
letrada para aquellas mujeres que anhelaban aprender, pues entre sus
muros se abrían dimensiones de conocimiento (biblioteca, lecturas,
saberes) a las que difícilmente podrían aspirar en el mundo laico. A las
monjas se les exigía, ya en el momento de su ingreso, nociones de lectura
y escritura, música o bordado, muy superiores a las de sus coetáneas; por
otro lado, el período de formación como novicias no se limitaba solo al
orden espiritual.
Si la importancia de los monasterios masculinos declinó en el Nuevo
Mundo2, donde la mayor parte de sacerdotes y misioneros que llegaban a
tierras americanas desarrolló un apostolado activo, centrado en la
evangelización y catequización del continente, las estructuras sociales de
recogimiento y clausura que la sociedad colonial ideó para sus mujeres
fomentaron el desarrollo de los conventos femeninos, que acabaron
convirtiéndose en auténticas “repúblicas de mujeres”. Como expone
Luis Martín (2000: 228 y ss.) los llamados “conventos grandes”, conta-
ban con una compleja estructura, que podía llegar a articular poblaciones
superiores a las mil personas, entre las que se encontraban cientos de
criadas y esclavas.
Estos conventos vivían en permanente comunicación con el mundo
exterior, con el que tenían contacto a partir de las celebraciones
religiosas y civiles que se festejaban en el claustro. Asimismo, el locutorio
funcionaba como una ventana permanentemente abierta al exterior, en el
espacio privilegiado para muchas de las tertulias intelectuales de la
sociedad del momento.
No obstante, las mujeres que tomaron la opción del convento, no
solo tuvieron que pagar el precio de la clausura sino también de la
mirada vigilante del confesor. Él era la única figura masculina autorizada
a entrar en el recinto religioso, a quien había que comunicarle la menor
turbación del alma o del cuerpo. A esta sospecha responden los relatos
de vida que más adelante analizo3 y como advierte Beatriz Ferrús:
De esta manera, su palabra se convertía en testimonio, sus anotaciones se
empleaban como elemento que permitía sancionar la verdad y la ortodoxia de su
experiencia; al tiempo que, eran utilizadas como materiales para la redacción de
futuras biografías, normalmente redactadas por un sacerdote con fines
ejemplarizantes. Estas biografías permitían ostentar el poderío espiritual que el

2 Desde la fundación de los primeros conventos femeninos en tierra americana: “La


Concepción” en México (1540), “La Encarnación” de Lima (1541) y “Santa Clara de
Tunja” en Colombia (1543), el número irá en ascenso.
3 Adriana Valdés (1993) distingue tres grupos de obras dentro de la producción femenina

colonial: el menos numeroso, vinculado a la conquista y a la guerra, como los de la monja


Alférez o los de Isabel de Guévara; el segundo, más copioso, el relato de convento, y el
tercero, que denomina “acceso a una palabra más prestigiosa”, el de la literatura de la
época, que incluye a Sor Juana.

30
Señor había entregado a las Indias y que, por tanto, las igualaba al de las tierras
peninsulares (2007: 71).

Por lo tanto, en estas autobiografías espirituales, las monjas


“místicas” intentaban no solo probar su propia ejemplaridad, sino tam-
bién estructurar la conciencia de una experiencia sagrada. En ellas
percibimos una serie de topoi que perfilan un peculiar “pacto autobio-
gráfico” (la exigencia del confesor para emprender la escritura, la pauta
de los relatos hagiográficos y religiosos, la forma de textualizar las
“revelaciones” divinas, etc.)4. Como señala Jean Franco (1993), estas
obras privilegiaban una experiencia puramente subjetiva, que tendía a
ubicarse fuera del control del clero, ya que su vivencia, como fruto de la
unión mística, fue fuente importante de legitimación, a la vez que reducía
la autoridad secular y religiosa.
Por último, conviene recordar que la incorporación de este tipo de
obras a la producción colonial resulta relativamente reciente. Fue
necesario primero problematizar la versión oficial de las crónicas de los
conquistadores, y esta revisión y necesaria apertura favoreció su
inclusión5. Sin embargo, su enrarecido estatuto textual (que cruza la vida,
la ficción y la historia) sigue planteando problemas historiográficos.
Estos textos ¿en dónde se adscriben, en la historia de los vencidos o de
los vencedores? ¿Dónde queda la lógica del género en esta dualidad?
Cuando De Certeau revisa el lugar de la mística después del siglo
XVI, establece una valiosa conexión en relación con la figura del
“salvaje”:
Como figura cultural (más aún epistemológica) el salvaje prepara al segundo
sujeto [moderno] invirtiendo al primero [místico], y al fin del siglo XVIII se
eclipsa, reemplazado por el primitivo, el colonizado o por el deficiente mental. En
el XVII, se opone a los valores del trabajo, de economía escriturística y de
clasificación territorial y social que se instalan excluyendo a sus contrarios: el
salvaje no tiene productividad, ni letras, ni “estado” civil. A este personaje, los
místicos lo revisten –como un traje de payaso– a fin de encontrar una salida a la
sociedad que lo ha creado (Certeau, 1993: 239).

Estas escrituras, “salvajes” de algún modo, en su imposible adscrip-


ción historiográfica y en su desatada “improductividad” (exceso

4 Sobre el valor de la imitatio y la tradición hagiográfica en estos textos apunta Ferrús: “la
monja colonial, que escribe desde el mandato confesional, no debe distinguirse en su
escritura, la singularidad es una falta de humildad [...]. Al escribir para ser juzgada la
semejanza con el modelo es garante de impunidad, “parecerse a”, puede ser una forma de
salvarse; pero también de alcanzar el reconocimiento que permita, a su vez, transformarse
en modelo [...]. En el tránsito de “mimesis” a “libertad creativa” se producirá el
advenimiento del sujeto de la autobiografía” (Ferrús, 2007: 55).
5 Aparte del cuestionamiento del canon, esta inclusión también aporta nuevas perspectivas

para reconstruir las condiciones de enunciación de otras producciones, en especial de Sor


Juana que ya no tiene que verse como fenómeno aislado, como excepción a la regla.

31
emocional, corporal, humano y femenino) fluctúan imposibles de
clasificar en la historia de la colonia, de la cultura y de la autobiografía en
general.

* * *

Los relatos de vida conventual se inscriben en la polémica crítica que ha


generado la autobiografía en tanto género limítrofe, a medio camino
entre los hechos acontecidos y su relato, la ficción y la vida, el yo y sus
figuras. En esta polémica, podríamos comenzar por precisar los rasgos
de las “autobiografías” conventuales y cuestionar, incluso, su dudosa
inclusión en este “género”, si lo tomamos desde la conciencia histórica y
la afirmación de la individualidad que surge en el siglo XVIII; en
principio, la irrupción de estos relatos durante la colonia precede a este
proceso moderno de singularización y voluntad de distinción del yo.
Pero no podemos dejar de subrayar que estos rasgos, establecidos
por los primeros teóricos de la autobiografía (Gusdorf 1991; Weintraub,
1993) y considerados inherentes a su desarrollo, instauran las Confesiones
(1770) de Rousseau como un antecedente por excelencia. Sin embargo,
la expresión del yo tiene lugar antes de que las relaciones seculares y
privadas comenzaran a tener prioridad sobre la relación con Dios y antes
de que la originalidad individual se considerara una virtud. De forma
general, podemos afirmar que la historia del yo en la retórica de los
géneros se vincula a las disposiciones que rigen en la sociedad sobre el
lugar del individuo, la legitimidad de la primera persona, la expresión de
una subjetividad admisible, etc.
Más allá de la discusión sobre los problemas textuales de la
autobiografía (su dimensión retórica, su ambiguo carácter restaurador o
su supuesto afán cognoscitivo) o sobre su circunstancia pragmática (la
dimensión comunicativa en la que se enmarca, su estatuto performativo,
su inscripción como practica discursiva, social e institucional) 6, los
relatos de vida conventuales se vinculan a esta modalidad en un rasgo
compartido, no tanto el de “contar” una vida sino el de confesarla,
revelarla ante un Otro o ante los otros para darse a conocer.
De hecho, Rousseau compite como precedente de este género con
las Confesiones de San Agustín (año 401, aproximadamente). El tránsito
del examen de conciencia religioso de San Agustín a la conciencia de sí
(en representación de la propia subjetividad) de Rousseau no solo

6 Sobre las fases del debate crítico en torno a la autobiografía puede consultarse Loureiro
(1991). Después del cuestionamiento con el que Paul de Man desbancó las posibilidades
referenciales del género, Loureiro (2000) señala un desplazamiento en este debate, de la
concepción como modelo epistemológico a sus consideraciones performativas. Sin duda, la
historia de la autobiografía es la historia de algunas metáforas y también, como señaló
Lejeune, la historia de sus modos de lectura.

32
circunscribe nuevas posibilidades narrativas sino que informa de un
cambio en torno a la individualidad y su relación con el historicismo.
Pero lo que quizás no se altere de forma tan consustancial sea el
gesto confesional que no solo el título de estas dos obras afirma, curiosa-
mente, y del que Weintraub informa:
Rousseau se halla genuinamente implicado en la actividad de confesar. Pero así
como San Agustín, respetando la visión teocentrista del mundo, confiesa y
desnuda su alma ante Dios, y sólo incidentalmente ante sus semejantes los
hombres, Rousseau, y es medida del grado de secularización que se había
alcanzado en el mundo, nada tiene que decir a Dios, y todo lo dice a oídos de sus
semejantes (Weintraub, 1993: 464-5).

Aunque el destinatario al que dar cuenta de la vida cambie en uno y


otro autor (y con ello, el propósito de escribirla y el tipo de conciencia
expresada), llama la atención que, a pesar del “grado de secularización”,
la fórmula elegida por Rousseau para hacer público su “yo” remita al
ritual religioso y que su expresión no se aleje tanto ni del tono
confidencial ni del examen ni del alivio que caracterizan a ese ritual;
tampoco de sus modos de “producción de la verdad”.
Incluso hoy en día, exponer, revelar, publicar, dar a conocer el “yo” y
su vida (en la autobiografía, el testimonio, la prensa o los medios de
comunicación) guarda similitudes –como ya he mencionado–; la obligación
de decirse se mantiene en forma de compulsión, a pesar de liberarse del
mandato religioso. Es más, la revelación pública de esa verdad la
constituye como tal, independientemente de lo que se diga. El valor
terapéutico, el afán de singularidad (justificación, notoriedad o
publicidad) y la mueca de quien desvela un secreto no han cambiado.
Digamos que han cambiado los lugares y las mediaciones pero no la
ciencia-confesión: la impresión de que lo se confiesa, solo por revelarlo, es
verdad.

33
2. La confesión, una subjetividad verosímil
En un intento por trascender la discusión sobre los límites referenciales
del género autobiográfico y vincularlo al horizonte de modelos sociales y
pragmáticos en el que surge, un sector de la crítica ha constatado la
relación entre la escritura de vida y las tecnologías del yo (Loureiro,
2000; Ferrús, 2007), en un trayecto que termina emplazando a la
confesión como resorte discursivo, ético y retórico de la autobiografía.
Este concepto foucaultiano se refiere a aquellas técnicas “que
permiten a individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de
otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma,
pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una
transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de
felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad” (Foucault, 1990: 48).
Tanto en la confesión como en la autobiografía pueden detectarse
estas tácticas; en el caso del contexto conventual, por la guía espiritual
que las orienta, por el deseo personal de enmienda o por la aspiración a
la gloria religiosa. Pero lo que conviene tener presente es que las
“tecnologías del yo” precisan de un desdoblamiento del sujeto, una
reflexión sobre sí mismo, puesto que ese “yo” traduce “self” o “soi” y
no remite al sujeto sino al interlocutor interior e interno de ese sujeto:
uno mismo”1.
Foucault indaga, a lo largo de todas sus obras, sobre las distintas
formas que ha adquirido ese desdoblamiento a lo largo de nuestra
historia, en un trazado que investiga cómo el sujeto se constituye en
objeto para sí mismo y cómo se forman las disposiciones por las que se
le induce a observarse, analizarse, descifrarse o reconocerse en un
dominio de saber posible. Las circunstancias y el marco en el que se
desarrollan estos modos de objetivación individual varían, pero lo
primordial radica no tanto en el producto de esa objetivación (que
siempre remite al sujeto) sino en los recursos de selección y focalización
que implica: cómo llega a problematizarse en tanto objeto de
conocimiento, a qué procedimientos de recorte se somete o qué parte
del mismo se prioriza como centro de atención y observación.

1 Lo apunta Miguel Morey en la “Introducción” a la versión española de la obra de


Foucault, al justificar la traducción de “tecnologías del yo” en lugar de “tecnologías del uno
mismo”. Morey aporta otra definición de dichas tecnologías más adelante: “la reflexión
acerca de los modos de vida, las elecciones de existencia, el modo de regular su conducta y
de fijarse uno mismo fines y medios” (Foucault, 1990: 36).

35
Es decir, de algún modo, estos dispositivos de objetivación fijan de
entrada modos de subjetivación, puesto que no son los mismos “según si
el conocimiento del que se trata tiene la forma de una exégesis de un
texto sagrado, una observación de historia natural o el análisis del
comportamiento de un enfermo mental” (Foucault, 1990: 26). La
religión y la ciencia dividen al sujeto en el interior de sí mismo y lo
dividen para los otros, hacen de él un objeto.
En este proceso de división asimétrica se inserta la experiencia y el
conocimiento que se obtiene de uno mismo a través de la confesión. No
reproduciré todo el seguimiento foucaultiano que detalla cómo este ritual
religioso va adquiriendo relevancia en Occidente y se impone como
forma de conciencia y de verdad transparente, pero concierne destacar
que lo que podía haber derivado en una ars erotica impera en el mundo
moderno como una tecnología y una táctica de gobernabilidad; también
que en este proceso la escritura juega un papel determinante, en el que
hallamos el vínculo entre confesión y autobiografía.
En la cultura grecorromana, el “conocimiento de sí mismo” se
presentaba como la consecuencia de la “preocupación por sí mismo”,
orientando de forma muy precisa el desdoblamiento del sujeto, como
una forma de cuidado y atención; la expansión del cristianismo viene a
alterar esta relación, en el que el conocimiento de uno mismo oscurece
su cuidado.
Ya en el contexto clásico la escritura se involucra en el imperativo de
ocuparse de uno mismo: tomar notas sobre cada uno y releerlas, escribir
tratados o cartas a los amigos para ayudarlos y llevar cuadernos con el fin
de reactivar reflexivamente las experiencias necesarias para ese cuidado
personal comportó una constante actividad literaria. El “yo” es algo de
lo cual hay que escribir, tema u objeto de esta actividad y “esto no es una
convención moderna procedente de la Reforma o del romanticismo: es
una de las tradiciones occidentales más antiguas. Ya estaba establecida y
profundamente enraizada cuando Agustín empezó sus Confesiones”
(Foucault, 1990: 62). En la medida en que la introspección personal se
vuelve cada vez más detallada comienza a planear la relación entre
escritura y vigilancia.
La confesión oral surgió originalmente en el cristianismo monástico
como ascesis y en los siglos VII y VIII se extendió por todo Occidente.
Con el fin de asegurar el conocimiento individual, tomaba dos
instrumentos esenciales del mundo helénico: el examen y la dirección de
conciencia. Pero estas prácticas deben ser entendidas desde el punto de
vista de dos principios de la espiritualidad cristiana: la obediencia y la
contemplación, que redireccionan el cuidado de uno mismo que antes
presidía el saber personal.
No olvidemos que toda confesión es confesión de los pecados y que
el sacramento viene a fijar desde una jerarquía religiosa a una noción de

36
falta, desde la obligación de desvelamiento de la interioridad a la
necesidad de su depuración. Este momento resulta crucial, puesto que
trasluce la aparición de un fenómeno extraño en la civilización
grecorromana: la imposición de un lazo entre obediencia, conocimiento
de uno mismo y revelación a otra persona.
La confesión opera ahí como hermenéutica del yo, cuyo propósito
no radicaba tanto en cultivar la autoconciencia sino en permitir que ésta
se abriera por completo a un tutor espiritual para descubrirle las
profundidades del alma; cada gesto, cada acto o cada pensamiento
pueden poner en entredicho el destino divino. La jerarquía eclesiástica,
afirmada en sus mediadores, concede pautas para la salvación, así como
reprobaciones y penitencias para asegurarla. En su singularidad, cada
creyente debe considerar, con esta guía, sus pecados y tentaciones y está
obligado a reconocerlas ante Dios y sus representantes. Este vínculo
permite la purificación del alma, imposible sin un saber de sí mismo.
Este ceremonial de objetivación induce a buscar la relación
fundamental con lo verdadero no simplemente en el “yo”, sino en el
examen de uno mismo, en una primera condición de sanción, ya que si
es preciso confesarse y sondearse es debido a la tendencia natural al
pecado. Así se activa todo un ejercicio previo de inspección que no solo
presupone necesariamente fallos y culpas sino rincones ocultos,
indescifrables, inaccesibles para uno mismo. La confesión aparece como
un instrumento de control de la comunidad religiosa, así como también,
paradójicamente, el lugar de la individualidad”2. Foucault resume todos
estos aspectos:
Ahora bien, la confesión es un ritual de discurso en el cual el sujeto que habla
coincide con el sujeto del enunciado; también es un ritual que se despliega en una
relación de poder, pues no se confiesa sin la presencia al menos virtual de otro,
que no es simplemente el interlocutor sino la instancia que requiere la confesión,
la impone, la aprecia e interviene para juzgar, castigar, perdonar, consolar,
reconciliar; un ritual donde la verdad se autentifica gracias al obstáculo y las
resistencias que ha tenido que vencer para formularse; un ritual, finalmente,
donde la sola enunciación, independientemente de sus consecuencias externas,
produce en el que la articula modificaciones intrínsecas: lo torna inocente, lo
redime, lo purifica, lo descarga de sus faltas, lo libera, le promete la salvación. [...]
Su verdad no está garantizada por la autoridad altanera del magisterio ni por la
tradición que trasmite, sino por el vínculo, la pertenencia esencial en el discurso
entre quien habla y aquello de lo que habla (Foucault, 1998: 78-9).

2 En el Nuevo Mundo, la confesión aparece como uno de los principales instrumentos de


la cristianización e introducción de la moral cristiana. A partir de los años sesenta del siglo
XVI surgen los confesionarios hispanoamericanos, redactados en latín, castellano y lenguas
indígenas. Sus destinatarios son los religiosos y los penitentes indígenas. Basados en la
teología moral europea, pretenden abarcar la totalidad de la vida colonial: desde los cultos
prehispánicos hasta los pormenores de la actividad económica. Véase al respecto Serge
Gruzinski, “Confesión, alianza y sexualidad entre los indios de Nueva España”, en El placer
de pecar y el afán de normar, México, J. Mortiz, 1988, pp. 171-215.

37
Ahora bien, en esta indagación indisolublemente ligada al secreto, el
mal se esconde, no emerge con facilidad, puede incluso albergarse sin
conocimiento. Solo la confesión puede guiar la necesaria discriminación
y el momento crucial de este proceso culmina con la expresión verbal.
Pero igual que en la autobiografía nunca se puede alcanzar una
saturación discursiva del pasado, la verbalización completa es solo un
ideal; en contrapartida, lo que no se puede expresar alojará con seguri-
dad lo pecaminoso, libre de toda guía y a resguardo de la vigilancia 3.
Su reglamentación como sacramento de penitencia tuvo lugar en el
concilio de Letrán en 1215 y el desarrollo consiguiente de sus técnicas de
expiación –apunta Foucault– no solo concurrió en el orden de los
poderes religiosos, también en los civiles4. En la misma época, los
dispositivos acusatorios y probatorios de culpabilidad de la justicia
criminal (juramentos, duelos, juicios de Dios) fueron reemplazados por
métodos de interrogatorio e investigación, que cada vez más
correspondieron a la administración monárquica en la persecución de las
infracciones. La confesión de la verdad se inscribió en el corazón de los
procedimientos de individualización por parte del poder y junto a los
procedimientos científicos de observación y demostración (otros rituales
probatorios), la confesión se convirtió, en Occidente, en una de las
técnicas más altamente valoradas para producir lo verdadero.
Paralelamente, esta particular formalización de la individualidad
(inscrita en el interior de distintos códigos de reglamentación) hallará su
correlato en la escritura, desplazando el relato heroico o maravilloso de
“pruebas” de valentía o santidad hacia una literatura expiatoria, destinada
a bucear en el caudal de la conciencia.
En la actualidad, la confesión se dirige a “guías espirituales” de
variado espectro: declaramos dolencias y anomalías al especialista en
salud para obtener un diagnóstico reparador; reconocemos extravíos o
licencias al psicoterapeuta en aras de su aprobación; testificamos delitos
y culpas a la justicia para pagar por ellos; mostramos intimidades y
secretos a la prensa o a la televisión con otro provecho; volcamos
súbitamente malestares y recelos al vecino inquiriendo desahogo. En este
sentido consignaba al comienzo de este capítulo la persistencia y la
compulsión de este gesto, como un vínculo de coacción más que de

3 La conducta sexual, más que cualquier otra, sometida a reglas estrictas de decoro y sigilo,
se relaciona de forma compleja con la prohibición verbal y con la obligación de decir la
verdad, así como con el hecho de esconder lo que se hace y con el desciframiento de uno
mismo (Foucault, 1990: 47). He ahí un acoplamiento singular entre una interdicción y un
imperativo, no hacer y decir, en una cierta relación entre ascetismo y verdad. Se trata, no
sólo confesar los actos contrarios a la ley sino de intentar convertir el deseo, todo el deseo,
en discurso.
4 Un espacio en los que se forma una noción de “verdad”, que define “un cierto número de

reglas de juego, a partir de las cuales vemos nacer ciertas formas de subjetividad, dominios
de objeto, tipos de saber” (Foucault, 1995: 17), como señalamos páginas atrás.

38
liberación, del que cabe cuestionar su valor cognoscitivo, pues hasta qué
punto lo que cuenta no es más que la exteriorización y el acatamiento
que la valida.
En definitiva, en la confesión se incardina un modelo de relación con
uno mismo y su verdad. Ya los primeros teóricos de la autobiografía
observaron que su correlato escrito tuvo lugar en el momento en que la
aportación cristiana se injerta en las tradiciones clásicas y que la regla de
la confesión de los pecados viene a dar al examen de conciencia un
carácter a la vez sistemático y obligatorio (Gusdorf, 1991: 11). También
reconocen las circunstancias en las que se enmarca este modelo. No es
solo que tiene lugar a través de una jerarquía religiosa sino que su fin no
puede ser el mismo que el “conócete a ti mismo” délfico y, por lo tanto,
la supuesta objetivación del sujeto se deforma en este espejo y con ella,
la supuesta referencialidad de la autobiografía se tambalea. Ambas no
refieren un contenido sino una forma de saber conjugado con un tipo de
poder.

* * *

Las consideraciones de Foucault sirven como marco de análisis para


entablar las relaciones entre el carácter regular de la confesión, los juegos
de verdad y los grandes sistemas de interdicción. Sin embargo, su plan-
teamiento muestra cierto matiz unidireccional, en el que el verticalismo
con el que detalla la confesión religiosa obtura el intercambio que en ella
tiene lugar. Lo que quiero decir es que, de alguna manera, la confesión
forma parte de una transacción reglamentada y que como tecnología, de
ella obtiene el sujeto un rédito “con el fin de alcanzar cierto estado de
felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad” (transcribo de nuevo la
definición de “tecnología”, Foucault, 1990: 48). Quizás a un precio muy
caro y a costa de su sometimiento, pero del dispositivo de la confesión
se extrae una “gratificación” que no debe descartarse.
Si redimensionamos el sentido de la culpa y la penitencia en el
ámbito de la subjetividad puede que, por el revés, hasta recuperemos la
erótica del cristianismo.
La confesión se configura como el espacio por excelencia en donde
proclamar la culpa. Hay, en esa culpa, un reconocimiento del poder
eclesiástico y divino, un dejarse llevar y una exigencia de su autoridad y
de su indulgencia. Una entrega que, como comprobaremos en los relatos
de vida conventual, esconde un reclamo. La culpa, como llamado al Otro
(requiriendo su amor y perdón sin salir de una forma convenida),
encubre una trampa pues, a pesar de la sanción, obtiene de él su
reconocimiento, su absolución y su respaldo para volver a comenzar de
nuevo, hasta la siguiente caída. En ese sentido, la confesión
desresponsabiliza y desangustia felizmente.

39
El perdón, dice Kristeva, más allá del juicio, sería una interpretación
que restituye el sentido del sufrimiento: “tomada en el perdón, la
culpabilidad aparece en cambio como una incompletud, como una
insuficiencia de amor; y solo en el vínculo de amor a Otro puede esa
insuficiencia ser puesta de manifiesto y rectificada” (2001: 29).
En la otra faz del Dios oscuro y feroz que castiga, el buen Dios que
se promueve como objeto de amor (ágape), que regla la distancia y el
acceso al goce, que perdona lo que el otro prohíbe. Es la cara más
amable de la religión y de la confesión (confidencia amorosa, vista así)
que propiciará, entre otras delicias, el placer de hablar sobre el placer, la
satisfacción de confesar justo lo censurado.
Aunque el mandato de decir todo –incluso lo prohibido–, como
anticipaba antes, es un imperativo ingenuo e imposible. Un resto, que no
es secreto ni inefable, sino indecible, también impulsa este placer de
contarlo todo.
Dos cuestiones se plantean, que reaparecerán también en los relatos
conventuales. Por un lado, en relación al Dios que premia y fustiga,
recordar que el cristianismo es la religión que mejor desplegó el impacto
–simbólico y corporal– de la función paterna sobre el sujeto:
Se podría describir la fe como un movimiento de identificación –que hay que
denominar primario– con una instancia amante y protectora. El hombre
occidental, más allá de la percepción de una separación irremediable, reestablece
una continuidad o una fusión con el Otro, ya no sustancial y maternal, sino
simbólico y paternal, con medios más bien “semióticos” que “simbólicos”. [...]
Esta dinámica, por inteligible o razonable que sea (y la teología descuella en su
descripción), en esencia, parece estar apuntalada por procesos psíquicos que están
por debajo o trascienden el lenguaje, obedecen a la lógica de los procesos
primarios y gratifican al individuo en su núcleo narcisista (Kristeva, 1996: 44-5).

En segundo lugar, mencionar que, en este Dios-padre concurren las


dos dimensiones del goce: goce del cuerpo a través de las mortifica-
ciones y de los martirios; goce de un Dios que es el único que goza y que
representa todas las formas de goce excepto, por supuesto, el goce del
cuerpo a cuerpo sexual.

* * *

Si la confesión concurrió tanto en el orden de los poderes religiosos


como civiles, podría sostenerse que las primeras manifestaciones
autobiográficas se inscriben, en mayor o menor medida, en un marco
eclesiástico, legal y administrativo, vinculadas a sus instituciones
correspondientes.
Roberto González Echevarría observa que la producción colonial se
fragua en la indiferenciación discursiva con el discurso político,
determinado por la retórica jurídica. Según el autor, la historia y la

40
ficción latinoamericana fueron concebidas al principio en el contexto del
discurso de la ley, “una totalidad secular que garantizaba su veracidad y
hacía su circulación posible” (1990: 35). Las cartas de relación –pero de
algún modo también las crónicas– no solo adoptan fórmulas y
modalidades notariales sino que pueden considerarse “alegorías de
legitimación” en tanto legalizaban la toma territorial (como acta notarial
que certifica el lugar y la fecha del acontecimiento) y también al sujeto
que la describía (depositario de beneficios). Como epístolas dirigidas a la
autoridad central, esta retórica jurídica implicaba un diálogo, un
intercambio textual, en forma de petición, alegato o respuesta a algún
tipo de acusación, incluso en ocasiones formaron parte de expedientes
en procesos administrativos.
Solo así se explica que los relatos de los conquistadores, más las
hazañas y mistificaciones, adquirieran rango documental e histórico, y se
les adjudicara valores de verdad. La naturaleza contractual de estos
textos los orienta al ámbito del derecho; la singularidad y recuento de los
hechos acontecidos al valor de la vida anotada.
Una doble matriz jurídica y autobiográfica arbitra tanto las crónicas
de Indias como estas crónicas conventuales que emprenden las religiosas
en el período colonial. De la misma manera que las primeras nos
devuelven la “mirada imperial”, las segundas nos arrojan la “mirada
eclesiástica” de ese imperio, ambas despliegan una exaltación narrativa
que permite dar satisfacción a una “mentalidad suntuaria”; las primeras
esperan obtener del rey a través del relato de las proezas personales una
cuota de poder, riqueza u honores (Pizarro, 1993: 26-27); las segundas
esperan obtener del confesor (en un relato donde prima más la
interioridad pero igualmente el “bios”), el perdón, el reconocimiento o la
salvación; ambas destacan el valor del infortunio y el mérito del
sufrimiento.
En relación con una ley imperial o una ley religiosa, estas
producciones componen un acto asertivo (narración de hechos), un acto
performativo (confesión, petición, defensa) en función apelativa 5. Con
frecuencia se ha señalado su relación dialógica con la literatura de ficción
(exemplum, libros de caballería, libros de viajes), descuidando la retórica
autobiográfica que en ellas subyace y la estructura vocativa que
comparten, lo que problematiza su estatuto referencial e histórico.

5 Bajtin consideró que ciertas formas autobiográficas y biográficas de la antigüedad clásica


ejercieron una enorme influencia en el desarrollo de la novela europea; constató en ellas
que el eje de su construcción no era el individuo como hoy lo conocemos, ya que la
contraposición entre hombre interior / mundo exterior no era posible en tales obras,
porque el cronotopo que las animaba era el ágora y no la privacidad íntima: “estaban
totalmente determinadas por ese acontecimiento, al ser actos verbales y cívico-políticos de
glorificación pública o de autojustificación pública de personas reales” (1989: 284), de ahí
también la dificultad por separar la autobiografía de géneros paralelos como el encomio y la
apología.

41
Por último, recordar otra modalidad literaria coetánea a las anteriores
que también comparte esta doble matriz jurídica y autobiográfica, en el
terreno de la simulación. Se trata de la picaresca, que inaugura Lázaro de
Tormes, a modo de informe de vida dirigido a una autoridad ausente, que
igualmente puede leerse como una “alegoría de legitimación” (González
Echevarría, 1990: 92). En el origen mismo de la novela moderna, donde
situaríamos esta modalidad, detectamos “los juegos de la verdad”
descritos con anterioridad: la puesta en escena de un yo, la dimensión
apelativa, el reclamo de reconocimiento, la concesión de derechos, etc.
Todos estos recursos planean para convencernos de la autenticidad del
relato de Lázaro, que surge “para sacar a relucir el convencionalismo de
este proceso de legitimación, para descubrir su carácter de imposición
arbitraria desde fuera, más que como validación interna que enlaza
eficazmente al individuo y el relato de vida con el Estado” (González
Echevarría, 1990: 94).
Vida, confesión y ley concurren en las crónicas, los relatos conven-
tuales y la picaresca. Unos y otros se superponen y entrelazan recursos,
formas y temas: el ceremonial religioso o judicial llevado a la ficción, las
picardías de sus protagonistas al rendir cuentas, los derechos o perdones
reclamados, el ojo vigilante que acecha, los abusos de poder, las faltas
que nunca son tales si se saben contar bien.

42
3. Decir la confesión para escribir la vida en el
convento
En el marco de mi reflexión, conviene tener siempre presente que la
autobiografía conventual se abre en el vértigo de dos escenas: una de
carácter oral, la confesión previa que la suscita; otra que la genera, el acto
de escritura, guiado por la anterior y por la obediencia de un mandato.
Como avanzaba páginas atrás, esta doble génesis resulta determi-
nante, pues la confesión provee en distintos aspectos al relato de vida,
más que la vida misma que se supone revisa. No se trata solo, como
planteaba en el capítulo anterior, de constatar el talante reflexivo y regu-
lador que comparte con las “tecnologías de yo”, sino de demostrar que el
sentido de esta escritura no responde tanto a su adecuación con respecto
al pasado rememorado sino a la escena confesional que la precede.
En realidad, estoy planteando una reorientación en la forma de leer la
discutida referencialidad del género autobiográfico, al desviarla hacia el
sacramento religioso, el acontecimiento que define las condiciones
pragmáticas de estos textos junto con el contexto específico de la vida
monástica colonial.
En este sentido, la propuesta deconstructiva de Paul de Man (1991)
parecía zanjar cualquier resquicio restaurador en esta modalidad de
escritura1, pero sin embargo, ello no basta para afirmar con contun-
dencia su exclusivo carácter ficcional. Como apunta Loureiro, las dificul-
tades que encuentra la crítica al intentar atribuir valores cognoscitivos a
la autobiografía o las objeciones que presenta de Man a tal modelo: “son
superadas si consideramos la autobiografía no como reproducción de
una vida sino como un acto que es a la vez discursivo, intertextual,
retórico y, fundamentalmente, ético. Para poder ir más allá de una
complaciente, pero limitada, concepción de la autobiografía como
referencialidad” (Loureiro, 2001).
Así pues, podemos considerar la confesión previa como el
microrrelato generador de la vida escrita en el convento, por sus tramas y
por las circunstancias de enunciación que impone. En último extremo, la
confesión instaura un relato oral que, extendido y pormenorizado en el
escrito, se encuadra en relación con la ley colonial (por su cronotopo), la

1 Frente a la idea de una referencialidad resultado de una vida en estos textos, de Man
planteó la posibilidad inversa, que fuera la obra la que produjera la vida. No es pues el
referente quien determina la figura sino al contrario, es la figuración la que construye su
referente (Man, 1991).

43
ley religiosa (dirigida a una superior), la ley del género (no es solo una
monja: es una mujer; no es solo un confesor: es un hombre).

3.1. Contrato religioso y pacto de lectura


Tres cuestiones fundamentales determinarán la importancia de esta
escena primaria. En primer lugar, establecerá retóricamente el marco en
el que se desarrolla el valor de verdad de estos textos por encima de la
ficcionalización del yo o mejor dicho, esa ficcionalización se inscribirá en
el acto confesional. Si en la confesión se dictan las reglas del contrato
religioso, la vida escrita las consignará como contrato de lectura. Este
simulado acuerdo supondrá el principal baluarte de estas religiosas,
puesto que sobre él fundarán el pacto de verdad de su vida.
Por lo tanto, la retórica de estos textos no se agota en su dimensión
textual sino que una circunstancia precursora las constituye como acto
de lenguaje. Solo así se explica la segunda de sus implicaciones: su
particular régimen asertivo y comunicativo, con variadas derivaciones
que abarcan desde la construcción de un destinatario interno (que se
desliza en distintas figuras de autoridad) hasta sus marcas apelativas, así
como la dimensión performativa con la que culmina, de un yo que se
hace en tanto se dice y se dice confesionalmente.
Si de por sí, en toda autobiografía “el acto confesional (performa-
tivo) y el acto asertivo-cognoscitivo (narración de hechos) son el mismo,
tienen idéntica fuente y se dan en simultaneidad” (Pozuelo Yvancos,
2006: 98), en estas narraciones no solo coinciden ambos sino que
remiten uno a otro, lo que fija una parte de sus variables estilísticas, en
un intento por restaurar esta dimensión de la presencia (el intercambio
con el confesor pero también el intercambio con Dios) y por recuperar
la voz en la letra (que distingue esta escritura como la “más oral” de los
géneros literarios, Pozuelo, 2006: 85).
El régimen asertivo y comunicativo (que impone la escena
confesional a la escritura de vida) define su esquema retórico y hasta tal
punto orienta su lenguaje que predomina la función vocativa sobre la
predicativa, incluso, como desarrollaré en el capítulo siguiente, el
llamado amoroso. “Padre mío” es la fórmula usual con la que encabeza
los capítulos de su obra Mará de San José2; “Vuestra Paternidad” es la
que adopta la Madre Castillo3. Entre el modelo de la epístola y el

2 Sor María de San José nació en 1656 en Nuestra Señora de la Soledad, Oaxaca, México e
ingresó, después de veintiún años de malogrados intentos, en el Colegio de Santa Mónica
de Puebla. Escribió más de doce tomos autobiográficos, siguiendo el mandato de sus
confesores, del los que solo se conserva el primero en formato original. Todas las páginas
entre paréntesis corresponden a la edición de Katheleen Myers (1993).
3 Madre Castillo, Francisca Josefa de la Concepción del Castillo (Nueva Granada,

Colombia, 1672-1741) profesó a los 23 años en la orden carmelita, en el Convento de Santa


Clara de Tunja. Su confesor, el padre Francisco de Herrera, le mandó que escribiera los
sentimientos que el señor le inspiraba, de ahí los Afectos espirituales, que complementan su

44
designio de un superior arrancan estas figuras del yo: “Por ser hoy día de
la Natividad de Nuestra Señora, empiezo en su nombre a hacer lo que
vuestra paternidad me manda” (1), comienza su relato Sor Francisca;
“Padre mío: además del enojo que mostró vuestra paternidad porque no
proseguía, no podré resistir a la fuerza interior que siento, que me obliga
y casi fuerza a hacerlo” (8), invoca en otro momento.
En el apóstrofe prevalece la dimensión del destinatario, explícita-
mente, el confesor, aunque a menudo estas obras van más allá, se
escriben para responder a un Otro que tiene varios nombres: obispo,
inquisidor, Dios.
La religiosa agustina Sor María de San José asume la imposición pero
en su aparente cooperación, no pierde ocasión de señalar que si toma la
pluma es por mandato divino: “Escrívelo todo como fue, sin quitar ni
poner letra ninguna, ni una tilde más o menos, de la pura i sensilla
verdad” (151) le dice Dios cuando ella preferiría abreviar, con lo que
cumple con la ley eclesiástica sin traicionar su trampa divina. De ahí el
estratégico deslizamiento en estas obras del destinatario sacerdotal al
destinatario divino.
Hagamos recuento: dos escenas, varios interlocutores encubiertos,
distintos llamados, figuras en posición asimétrica de autoridad y
subordinación, y una considerable suma de equívocos, pues la dirección
de estos intercambios en ocasiones se tuerce, se esquiva o se pierde. Sin
embargo, el objeto que se intercambia en estas dos escenas (confesión y
escritura) siempre es el mismo, siempre se juega la vida como valor de
cambio.

* * *

Ciertamente, a la exigencia del mandato del confesor contesta la


invocación de la monja y en la llamada al orden se pliega, en un primer
momento, a su autoridad. Sin embargo, es preciso traspasar tanto este
mandato como la obediencia que lo acata; de hecho, a la demanda
imperativa del confesor la religiosa opta por contestar con una demanda
mayor.
Como planteaba en relación a la confesión, la monja debe dar cuenta
de sus faltas, en un ejercicio de conciencia que de ida, la obliga al
reconocimiento de sus infracciones pero que de vuelta, la faculta en el
requerimiento de su reparación. En el pliegue de la subordinación a la

producción autobiográfica. Su figura, a diferencia de Sor María de San José o Úrsula


Suárez, se incorpora tempranamente como “gran mística americana” al canon de la
literatura colombiana. Para más detalles que completen las circunstancias de la vida y la
obra de esta monja puede consultarse la edición crítica de su obra (Ferrús y Girona, 2008).
Todas las páginas entre paréntesis remiten a la edición de su Vida de 1942 recogida en la
bibliografía final.

45
autoridad eclesiástica que la apremia a decir y a decirse, que la sanciona y
la censura, encuentra no solo una escucha sino un lugar en donde
singularizarse –salirse de la norma, provocar la atención, ser otra en su
reflexión–, además de apremiar una absolución humana que garantice la
expiación divina.
En ocasiones, al hilo del recitado oral de las culpas, el confesor
detecta un desvío –quizás provocado por un deseo de destacar y no
tanto por un extravío de la fe, no debe descartarse– y es entonces
cuando dispone la orden de escribir. Este mandato rescata a la religiosa
de la confesión anónima y la emplaza a la función autorial. Aunque esta
autoría se origine como respuesta coaccionada, le permitirá maniobrar,
decir quién es midiendo su separación con respecto al orden religioso, en
el límite del permiso y su habilidad. A la vez, deberá renunciar en parte a
su propia mirada en beneficio de la mirada del otro y ahí es necesario
reconocer una sumisión irreductible: sumisión a una ley que gobierna la
relación intersubjetiva misma.
El relato salvará o condenará a la religiosa pero también el ejercicio
de conciencia llevado a los recuerdos y al papel le proporcionará un lugar
para componerse, puede que hasta un alivio; lo cual no implica olvidar
que la relación autobiográfica puede llegar a servir como prueba
inequívoca –si es necesario, incluso pública– para castigarla. Hasta cinco
confesores revisan los escritos de María de San José, según declara, para
examinar “si el enemigo” los inspiraba:
Fueron sinco los padres con quienes comunicó mi camino, fuera del señor Santa
Cruz. Entre estos padres los dos eran religiosos descalsos de mi padre San
Francisco. El uno está vibo; el otro es ia muerto. Este fue el que comuniqué más
despasio, porque iva a menudo a el confesionario. Me apretó mui mucho porque
hiso gran escud(i)riño de todas mis cosas, i siempre me dijo que le paresía mui
arriesgado el camino, que era nesesario andar mui sobre aviso para no ser
engañada del enemigo (82).

En las páginas preliminares de la biografía de esta religiosa, escrita


posteriormente por Sebastián Santander y Torres, constan todas las
licencias y aprobaciones obligatorias necesarias para publicar obras en
este periodo, dictadas por religiosos letrados que habían examinado y
aprobado el material que iba a ser publicado, incluido un testimonio del
Obispo Fernández de Santa Cruz, un reconocido “definidor” de
materias espirituales. Kathleen Myers destaca que en la búsqueda de
señales de herejía o visiones falsas, “las autoridades eclesiásticas
examinaron la naturaleza de la vida espiritual y los escritos de María de
San José, y los encontraron no solo canónicamente ortodoxos, sino
también dignos de emulación” (Myers, 2002: 76)4.

4 Un minucioso análisis y diagnóstico en el ámbito eclesiástico que prefigura la observación


y el examen de los “casos” de histéricas en el siglo XIX, donde el cuerpo de la “enferma”

46
En esta apreciación se muestran las paradojas que encierra el
mandato de escribir por parte de los confesores. Por un lado, María de
San José afirma haber escrito forzada más de treinta cuadernos autobio-
gráficos, de los que tan solo se conservan diez en su formato original; el
resto es una trascripción del sacerdote que usó todo el material para
publicar su vida ejemplar. Como en el caso de Sor Juana, estos
cuadernos ni se escribieron por gusto (si en algo hemos de creer a su
autora) ni para difundirse públicamente. Por otro, solo esta difusión
permite destacarla como modelo, en un proceso de revisión que hubiera
podido terminar en condena5; a la vez, su ensalzamiento se produce a
costa de tachar la figura autorial de la monja y encauzarla como
paradigma de conducta.
En esta cadena de torsiones resulta fundamental observar que, lo que
distinguía a María de San José (bien como hereje bien como santa), lo
que la separaba de una pauta establecida y convencional, termina
reconvertido en norma ideal: su potencial subversivo queda integrado en
el sistema6.
El fallo a favor de María de San José se detalla en el “parecer” final
del calificador Luis de la Peña, quien discierne sobre la vida espiritual de
la monja y su observancia de las directivas de la Iglesia, a partir de tres
motivos: “1) sus visiones fueron numerosas y basadas en una vida de
virtud; el tipo de material encontrado en las visiones seguían las reglas de
no introducir nueva doctrina o contradecir previos visionarios y las
Sagradas Escrituras; y 3) María de San José misma era saludable,
silenciosa, virtuosa, y no rica, demostrando una vida y ecuanimidad
exenta de falsas visiones” (Myers, 2002: 76).
En el filo que la escritura de vida coloca a estas mujeres (por la
posibilidad de volver a decirse pero también de que lo dicho actúe en su
contra o de repetir lo ya dicho), proceden en sus límites: disimulan, se
justifican, olvidan, etc., pero ante todo, prometen confesar la interioridad
difusa que navega entre el pecado y la santidad.

era sometido a dictamen (y descalificado como un cuerpo patológicamente saturado de


sexualidad), integrado en la esfera de la práctica médica y, finalmente, asimilado al espacio
familiar, en el que ejercía una función biológico-moral: “la Madre, con su imagen negativa,
la „mujer nerviosa‟, constituía la forma más visible de esta histerización” (Foucault, 1998:
127).
5 El mismo gesto que concede y priva a la vez, que Josefina Ludmer señaló con respecto al

Obispo de Puebla, en el caso de Sor Juana: “El decir público está ocupado por la autoridad
y la violencia: otro es el que da y quita la palabra [...]. El dar la palabra y el identificarse con
el otro para constituir una alianza implican una exigencia simultánea: el débil debe aceptar
el proyecto del superior” (Ludmer, 1985: 50-51).
6 Como el caso de la Madre Castillo, que a finales del siglo XIX será reconocida como hito

fundamental en la historia de la literatura colombiana. Elisa Mújica alude a una declaración


que figura en la Historia de la literatura de Nueva Granada de José María Vergara y Vergara,
cuya primera edición es de 1870, donde éste afirma que la monja tunjana era el “mejor
escritor” de la literatura colombiana (1991: 19-20).

47
3.2. Ese hombre, el confesor

Te amo, yo tampoco.
Julia Kristeva

La figura del confesor en estos relatos termina por desbordar su función


como interlocutor inscrito en el texto –a modo de pretexto, como
hemos visto–, así como su función mediadora con la institución
eclesiástica o su dirección espiritual.
A raíz de la relación de Sor Juana Inés de la Cruz con Antonio
Núñez de Miranda, Mabel Moraña aborda sus estrategias de autorepre-
sentación, en un juego de apropiaciones, reversiones y máscaras barrocas
cuya imperiosa necesidad –qué remedio, cabría añadir– este confesor le
provoca: “Es a partir de su necesidad de autodefinición personal frente a
la imagen del jesuita que sor Juana reflexiona constantemente sobre el
problema de la autoridad y sus derivados: la autoría como posición de
discurso y la autorización como mecanismo de legitimación” (Moraña,
1998: 142).
En el complejo relacional que constituye el mundo de Sor Juana, esta
vinculación con Núñez de Miranda la sitúa en una intrincada encrucijada,
pues en la jerarquía religiosa que representa pero también en su posición
patriarcal y paternalista, se cruzan turbulentamente el nivel personal y el
institucional. Tiránico y protector, en este confesor se concentran y
articulan las connotaciones de poder de otras figuras masculinas que
componen el orden social de sor Juana: el virrey, en lo político; el
arzobispo y otras autoridades de la Iglesia en lo religioso; el padrastro, el
abuelo de Panoayán y Juan de Mata en lo familiar. En palabras de
Moraña: “Núñez de Miranda concentra y materializa esa constelación
masculina que reprime y constriñe las acciones de la monja pero que
constituye también el espacio del deseo. El confesor es la compuerta que
controla el flujo entre el espacio conventual y el cortesano, el mundo
pasional y el de la disciplina religiosa, lo terrenal y lo divino” (Moraña,
1998: 143).
“La confesión es la censura que se disfraza con el ropaje del amor”
afirma en otro momento Moraña (Moraña, 1998: 148) y esta estrategia
nos propone pensar más allá del sobreentendido que destaca, a menudo,
la unidireccionalidad de la violencia en las exigencias del poder religioso,
entre otras, la de la obligación de escribir. Aunque así sea ¿por qué no
pensar que hay padres y maestros amorosos en sus mandatos? Por lo
menos, reconocer una cierta ambigüedad en esta orden, que otorga tanto
como desposee.
Ciertamente, el confesor impone su voz y ordena. Estas mujeres no
dirían ni escribirían nada si no estuviesen allí para ser interrogadas, se
componen como respuesta en una responsabilidad depuesta, virada hacia

48
la autoridad, responden como místicas (dicen lo que dicen sus voces
interiores pero también la tradición), pero ¿quién habla, entonces?
Afirma María de San José: “Me ordenó que escribiera todo el tiempo
y solo me permitía dormir una hora por la noche; y eso solo para que yo
pudiera dormir y todo el demás tiempo tenía que pasarlo escribiendo”,
superponiendo en sus tiempos existencia y escritura, otra forma de leer
el drama barroco que entabla vida y sueño. Sin duda, esta exigencia es un
acto de severidad, pero más por la prohibición de dormir –en tanto el
sueño puede funcionar como espacio de trasgresión– que por la
imposición de escribir. ¿Qué se esconde en este intento de que el escribir
no de tiempo al vivir, de reconvertir el frenesí divino en frenesí de la
letra? Sin duda un intento de que algo cese: penitencias, laceraciones,
estigmas, privaciones:
Eran tantas las savandijas, que llaman piojos, que crió el silisisio de serdas, [...] los
sentía andar como ormigas en las llagas que se me avían echo en la sintura, que
casi me andavan comiendo sobre los uesos de las costillas. Los charcos de podre
amanesían en el suelo dond(o)e dormía de lo que manavan las llagas. Nada desto
me paresía mucho; antes deseava haser más i más rigores i penitencias (116).

Una corporalidad desbaratada funge como espectáculo en el relato de


la Madre Castillo “antología del síntoma y la punción” (Ferrús: 2007:
242):
Me dio una enfermedad de dolores de estómago, mayores que los había tenido
nunca, tan agudos y tan continuos, que en cinco meses fueron pocas las horas que
tuve de descanso. El cuerpo se ponía muy hinchado, y unas veces me ardía, y
otras me helaba como para expirar. El dolor empezaba en el estómago y
atravesaba las entrañas y corazón, etc. [...] Esta que digo, pasé con extraordinaria
pobreza, y tal que las noches que me rendía a la cama, si había algún bocado de
cenar, lo tomaba a escuras. En una noche de éstas, me sucedió una cosa que yo
no he podido atinar con qué sería: yo estaba, como digo, a escuras y postrada con
el dolor, y que el cuerpo se hacía como plomo de pesado; [...] Pues, pasando con
el rigor de esta mi enfermedad, permitió Nuestro Señor que habiendo recebido a
Su Divina Majestad, la Pascua de Espíritu Santo, que cayó en día de mi santa
Magdalena de Pasis; esa noche, rezando maitines en el coro, y sintiendo las
angustias de la muerte, dispuso Nuestro Señor que reventara por la boca una
máquina de sangre, o postema, que decían: no sabían en qué cuerpo pudo caber
tánto. Yo quedé tan muerta, que unas (me decían después) pedían la vela de bien
morir, y otras la extremaunción; mas volviendo algo, me sacramentaron, y decían
llegaría a las dos de la mañana, porque el pulso se acababa apriesa (95-96).

Quizá los confesores advirtieron en estas visiones y mortificaciones


una forma patológica de sufrimiento y apelaron a la palabra escrita para
hacer posible un trabajo de pensamiento, tan escindido del cuerpo
sufriente. Quizás advirtieron que el fracaso del lenguaje se traducía en:
fenómenos de despedazamiento: “En ese tiempo comencé a enfermar,
más de dolores agudos, que parecía me despedazaban. Aunque los había
padecido casi toda la vida sin decirlo, más ahora eran más recios” (Madre

49
Castillo, 1968: 45); pérdida del ser: “Sea todo para servisisio i gloria
Vuestra i aniquilación i confusión mía” (M. San José, 1993: 85); y otras
somatizaciones: “Estando en ejercicios me hizo el Señor esta merced;
quedeme elevada en éxtasis. Tocaron a examen de conciencia, como se
acostumbra antes de comer y yo estaba como muerta, mas tenía sentido
para oír y entender” (M. San José, 1993: 106).
La imagen especular a la que invita la escritura de vida se propone
para recuperar otra simbolización de la unidad perdida y reemplazar la
representada por el cuerpo como uno. Es preciso para ello todo un
proceso de duelo –como veremos más adelante–, para que aparezca en
una escena distinta aquello que se perdió; un trabajo de reconstrucción
del sujeto, al borde del agujero en lo simbólico, porque el abandono lleva
a estas religiosas más allá de un sentimiento de carencia, a sucesos
corporales bien reales, a un daño que involucra a la vida misma y su
conservación.
El cuerpo sufriente resulta, desde esta perspectiva, un daño a nivel
del discurso, por hablar en lugar de la palabra y un daño a nivel del
discurso significa un daño a nivel de la regulación del goce. A ese
lenguaje somático los confesores no sabían contestar; tampoco podían,
porque el intercambio no tiene cabida cuando se está ante un goce no
reprimido.
Vía de reparación, por lo tanto, la escritura se prescribe para
provocar un “efecto de lenguaje”, para hacer legible el cuerpo, porque
aunque esta se desate como delirio, caos o vacío, es preciso metafo-
rizarlo de otra manera. En los síntomas del cuerpo, ello habla. A ver qué
ocurre en el relato, a ver si “ellas” hablan. Ahí, desde luego, radica otra
violencia ejercida por los confesores: la del escudriñamiento y la de la
observación vigilante. Nuevamente el mandato se dirime en un juego
ambiguo: la defensa que la expresión escrita podría prestar en este daño
confiere también el poder de interpretación para condenarlo.
El confesor interviene profiriendo una función de límite, como una
barrera a ese goce, para hacerlo menos impropio respecto al lazo social.
Esta función tiene tanto de pacificadora como de autoritaria. El confesor
¿obliga o prohibe?

* * *

El confesor se localiza en un cruce entre el poder institucional, viril y


paternal, pero el empuje con el que la presencia divina investía a estas
religiosas las colocaba por encima de esta autoridad e, incluso, colocaba
a esta autoridad por encima de sus funciones, demandantes y desafiantes,
ellas. En sus primeros cuadernos, cuando María de San José relata sus
años anteriores al ingreso en el convento, entre mortificaciones y

50
privaciones, expone su carencia máxima: pasa veintiún años de espera,
no tanto para profesar sino para disponer de un confesor a su altura:
Io no tenía confesor ni padre espiritual con quien comunicar mis cosas i
sugetarme a su ovediensia i diregsión ni otra persona ninguna; que aunque me
confesava a menudo, ia he dicho como no eran sugetos con quien se podía
comunicar cosas de espíritu, que siempre son largas i plorigas (139).

Ninguno logrará retribuir este reclamo de tiempo, dedicación y


complicidad que proyecta en el confesor ideal esta religiosa agustina:
¿quién puede colmar esta demanda? El fondo de su fantasma de
fustigación esconde una oferta de amor. Es preciso detenerse en esta
llamada cuyo objeto es imposible de satisfacer por principio y que se
repite en el guión de muchas de estas religiosas.
Como a Sor Juana, a María de San José o a la Madre Castillo, ningún
confesor complace, todos dejan algo que desear, lo cual no impide
persistir en la solicitud del que nunca debe fallar. Si el confesor se ofrece
espléndidamente como un todo omnipotente (guía espiritual, aliento
terrenal, mediador divino y amo del lenguaje), bien está devolver su
ofrecimiento en forma de exigencia absoluta y exacta, en un intercambio
radical del todo o nada.
De hecho, la entrega de María de San José se manifiesta en términos
de sumisión: busca un confesor para “sujetarse” a “su obediencia y
dirección”, un sujeto que la sujete pero, desde luego, no a cambio de
poco ni al primer postor. A su promesa de amor no le basta el galán de
una noche. Ella asegura la aniquilación de su persona (su renuncia
corporal, su enajenación mental) a quien se atreva a sostenerla con la
misma fuerza que cae.
En su búsqueda de perfección y realización completa en el amor de
Dios exige una compensación completa e, incluso, un anhelo de su
propia aniquilación, que el reintegro anule por completo su deseo, que le
asegure no desear más. Quizás ignora que lo que ofrece no puede
regalarse, que no puede negociar con lo más intrínseco de su ser, es
decir, que no puede asegurarle su deseo a nadie, pero anuncia su venta
con el atractivo de someterse implacable a la ley de quien lo adquiera. Es
más: pregona el deseo de que alguien venga a garantizar alguna ley,
declara que busca un guardián.
En todas estas religiosas la búsqueda de autoridad masculina es
explícita pero también está condenada a frustrase. Entonces, María
aguarda más de veinte años, quizás sin ignorar tampoco que nadie se
atreverá con este exceso y si se atreve, nunca será suficientemente,
aunque probablemente halle un custodio de su insatisfacción, lo cual
merece esperar pacientemente.
Por lo tanto, su obsequio resulta un falso obsequio no solo porque el
envoltorio salvaguarda una demanda imposible de satisfacer –lo que la

51
mantiene viva– sino porque esconde un cobro revertido. Incluso un
paquete bomba porque al tomar al pie de la letra lo que los confesores
ofrecían, y repetirlo, queda en evidencia la inalcanzable tarea que esos
hombres se atribuyeron. La demanda de amor se reviste entonces de
denuncia y la supuesta fuerza de los sacerdotes, en fuente de debilidad.
La vida que nos cuenta Francisca Josefa de la Concepción del
Castillo es eso en parte: una sucesión de confesores, una insatisfacción
continua. Pero a diferencia de la anterior, cuya renuncia la lleva a un
silencioso sacrificio que termina por delatar la ineficacia de la potestad
religiosa, la Madre Castillo se debate entre la obediencia y el desacato, en
sus airadas muestras de desconfianza o desengaño, ante su incom-
prensión o ineficacia: “No era cosa que yo pudiera explicar a mi
confesor y aunque pudiera, había perdido del todo el oído el padre
que me confesaba” (76) se lamenta en una ocasión; y en otra, decide
buscar consuelo alternativo en su dedicación a las novicias: “y así fue
Su Divina Majestad servido de darme paz en mi interior; y ya no traté de
buscar más confesor”, (98). Pero su queja fundamental se expresa
cuando en las disputas conventuales, la jerarquía religiosa toma partido y
no precisamente a su favor:
Así, pues, el enemigo se valió de algunas personas que le dijesen a él cosas que
sospechaban de mí, y las dieron por hechas, causándole aquel enojo; y a mí me
dijeron otras que me hicieron no andar para con mi confesor con aquella
seguridad y consuelo que antes, y yo, como inadvertida, di lugar a perder o no
lograr como pudiera el bien que en él tenía (33).

En esta y en otras ocasiones, la carmelita descubre a un confesor


hendido, dividido entre el débil individuo de todos los días (que se deja
llevar por injurias y chismes) y el portador del mandato simbólico
(pretendidamente, sin causa de deseo y neutral), lo que hace caer su
figura y la lleva al desengaño.
En su relato también muestra que este rostro está llamado como
agente de orden, para contener los excesos de violencia que la potencia
de la comunicación con Dios suscita en una comunidad cerrada,
compuesta mayoritariamente por mujeres.
En el recinto del convento colonial fue preciso sujetar a sus
residentes bajo la amenaza de la ley social o religiosa. Luis Martín
documenta con precisión este contexto. Algunos de ellos –verdaderas
“islas de mujeres” dice Martín–, albergaron hasta 700 ocupantes, entre
profesas, criadas, novicias, damas, etc.: “que hacían una burla de la
disciplina monástica con su tipo de vida mundano” (2000: 216). Se
conservan informes de virreyes y obispos, dirigidos a la corona, en
donde declaran no saber muy bien cómo imponer disciplina en estos
dominios. Los pleitos legales y las peleas eran frecuentes. Martín relata el
caso de doña Ana de Frías, que después de una discusión, la emprende

52
con la esclava de su adversaria, le hace jirones el vestido, le araña la cara,
coge una piedra suelta del patio y se la lanza a la cabeza. En otras dos
reyertas terminó apuñalando a sus contrincantes (2000: 225).
En una tentativa de orden, también en estas comunidades se ensayó
el intento por imponer una feminidad mediante identificación con otras
mujeres o con mujeres modélicas (la Virgen, las santas y algunas que se
tomaban como ejemplo, mujeres que lo tenían todo), lo cual solo lleva a la
desesperación. El hecho de pertenecer a un grupo de iguales, de tomar
parte y compartir experiencias convoca a la rivalidad y a la agresividad.
Por otro lado, los modelos ideales no aseguran su realización, permiten
“imaginarse” como mujer, pero al mismo tiempo generan una sensación
de no real o de nunca suficientemente femenina; en la medida que se
proponen como imitación de una apariencia se hace imposible aceptar
esa feminidad como propia, no permiten convertirse en nada que no sea
una mujer genérica. Y la mujer genérica es la antítesis de la feminidad, de
ahí la rebelión también.
Sor Francisca Josefa de la Concepción da cuenta de esas rencillas:
“No daba paso de donde no se levantara un chisme... se levantó contra
mí una persecución tal, que cuando me veían pasar, me escupían, me
decían cosas muy sensibles [...] por todas partes me hallaba acosada”
(21).
En estas reyertas, la Madre Castillo pone a prueba a la autoridad que
no debe pronunciarse y como decía, en el momento en que se decanta,
descubre en ella al confesor en toda su miseria de hombre –o en toda su
sordera de anciano–. Por ello, Sor María de San José –como veremos
más adelante– se aloja, desde el comienzo, en Dios Padre y apela al
Padre Ideal, que no se vende tan fácilmente. De hecho, la decepción de
la primera puede leerse como una prueba meritoria que sexualiza lo que
lucía como no-sexual: no solo el confesor encubre a un hombre sino que
el hábito esconde a un hombre débil.
De más está repetir que la sucesión de confesores de la Madre
Castillo da cuenta de sus problemas al confrontarse con figuras de
autoridad. En su experiencia de la relación divina se coloca como objeto
de tormento; su Dios es un amo tiránico, un Otro único, sostén que
“sabe lo que a ella le falta”–afirma– y así le supone un saber gozoso de
su sufrimiento (hiperbólico y dramatizado en su caso, que la empuja a
una necesaria notoriedad). Cuando en su falso reclamo de regulación de
este goce, algún incauto confesor cae en la trampa de querer legislarla, de
llenar ese vacío que le falta con imperativos o de provocarle mayores
tormentos que quien se los dirige, sobreviene la megalomanía:
Mi confesor me mortificaba cuanto alcanzaba su industria, y en esto se la daba
Nuestro Señor muy grande, y tal, que a veces me decía: que había estado
vacilando sobre qué modo hallaría de mortificarme, y que ya no se le ofrecía
ninguno. Tratábame mal, cuanto se podía, de palabra, y me respondía

53
asperísimamente. A veces, y lo más ordinario, se enojaba tánto y tan de veras,
reprendiéndome sobre cosas que a mí me parecían buenas, que me quedaba
temblando y temiendo, y después me decía que las prosiguiera, que bien iba.
Algunas veces me echaba del confesonario, con tal enojo y desprecio, que parecía
le había dado alguna grave causa; en particular en algunas ocasiones me escribió:
“Que ya había echado de ver que yo y todas mis cosas solo para quemadas eran
buenas y que estaba determinado a huir de mí, porque mi camino era de
perdición”; y otras cosas muy duras, a que parece concurría Nuestro Señor,
porque me dejaba en una escuridad y confusión, que me parecía era así verdad
que el padre lo decía de veras, y lloraba amargamente, sin más consuelo que la
determinación que en mí hallaba, de hacer todo aquello que me dijera, era
voluntad de Dios, fuera lo que fuera; mas, para hallar quién me guiara en esto, se
me cerraba el camino, porque el padre me decía: no volvería más, y que mis
culpas lo desterraban. Pero luégo venía y me volvía a reñir y reprender, porque no
había sabido llevar bien aquella mortificación y cruz. Con todo esto y otras
muchas cosas, yo vía y conocía el cuidado que tenía de mi alma y el gran deseo de
mi aprovechamiento; y así, aquel rigor era lo que más me animaba, porque me
había puesto en sus manos con deseo de quitar de mí todo lo que fuera
desagradable a los ojos de Dios (122).

Ese Otro que se satisface de sus desdichas, ese Otro vengativo y


feroz, se hace pasar por alguien amoroso que castiga a muerte y asoma
en diferentes rostros, que la hostigan tanto como la libran de la culpa,
que nunca recae del lado de la carmelita. Cuanto mayor es la
persecución, más se afirma la presencia de ese Otro y más se postula su
inocencia paranoica. Todo se viene en contra y a partir de ahí, se
desencadena el acoso: todas las religiosas la acusan, todas las sirvientas la
traicionan, todas las voces la condenan. El relato se convierte en una
expansión delirante del yo que no admite contradicción, que excluye el
equívoco, cualquier alteridad, cualquier contingencia.
La culpa recae sobre la comunidad y mediante esa culpa universal, la
Madre Castillo hace de su Dios un dios sin falta, que lo disculpa de ser
tan peor y lo redime del fatal pecado divino: su inexistencia como
fundamento de la Ley, eso termina denunciando Sor Francisca, aunque
también termina disculpándolo porque la absolución que le transfiere (Él
se lo perdona todo, a ella, tan íntegra) lo hace existir, aunque sea a costa
de su padecimiento.
Pero mientras solicita intervención, sanción o respuesta sobre esa
culpabilidad de la que ella se descarga, prolifera el discurso, se mantiene
el orden simbólico. Es, a fin de cuenta, una culpa cordial, la de la Madre
Castillo, a pesar de sus aspavientos, porque María de San José la asume
más que ella y esto la deja sin palabras, varias veces cuenta que
enmudece durante largas temporadas, al borde del desmoronamiento.

* * *

En suma, la ambigua orden de escribir por parte de los confesores


podría dilucidarse en todas las variantes de esa “orden”: un mandato

54
para poner orden en todo este desarreglo tan amotinador; pero también
una petición para que las religiosas se ordenaran (pusieran en orden un
yo perdido, lo escribieran para pensarlo, presentarlo en la linealidad y la
sucesión propia de la narración). Quizás ellos percibieron también algo a
favor de la sublimación, por ver si la creación de una obra pudiera
apuntalar la posición del sujeto que se desmorona. Exigen entonces
escribir la vida; no cualquier cosa, la vida, una ficción de suplencia,
podríamos decir, que aunque proclame que el padre o el amante es Dios
pueda conducir a un punto de estabilización, un anclaje de filiación. Más
real que la fantasía y menos que el cuerpo, la ficción escrita proveerá de
identidad y sostendrá al ser que de otra manera se desvanece.
En la exigencia de escribir (es decir de escribirse), el confesor
recomienda hacer de la monja un afuera, un objeto para ella misma y
pone a prueba la puesta en escena de su yo, el requerimiento a
convertirse en personaje de su propia vida: a maquillarse, a
enmascararse, a actuar, pero siempre en una trama concertada.
Una invitación, como explicaba, de doble filo, en la que deben
considerarse los réditos y los riesgos, porque otorga (la posibilidad de
existir) tanto como desposee (la somete a juicio). Pero por un momento,
la escritura levanta prohibiciones. Es una fiesta, una puesta en suspenso
de las regulaciones sociales, religiosas y personales. Cabe levantar una
duda razonable para el confesor y, advertir cómo los relatos
conventuales se manejan también en esa duda, en la que es posible tanto
la derrota de la instancia que censura como el provecho de una
afirmación narcisista y triunfal. Un primer fuera de juego, un permiso
momentáneo para todo.
Podríamos pensar en esta cadena de continuidad fonética: ordenar
escribir para doblegar mejor; ordenar escribirse para componerse y
ordenar para donar, darse y quitar. El confesor da el don, la monja se da
en él, aunque precisa algo a cambio, siempre quedará un saldo pendiente,
un saldo que pagar y un saldo que restar; pero el saldo puede soldar al
sujeto. Si las cuentas salen bien –y no siempre es así, desde luego–, en
esta historia de dones ya no se sabe quién es el beneficiario.

55
4. La mística: teología del fantasma
La mujer que amo se ha convertido en un fantasma.
Yo soy el lugar de sus apariciones.
Juan José Arreola

En la tan traída y llevada sentencia de Lacan: “La mujer no existe” a


menudo se ignora la segunda parte de la premisa: “que exista, es un
sueño de mujer, pero es el sueño de donde salió Don Juan” (Lacan,
1971: 21).
Independientemente de que afirmar que no hay generalidad de “la
mujer” no es óbice para impedir una posición femenina (desde el punto
de vista de la identificación subjetiva), la propuesta de Lacan sugiere que
no puede pensarse en un universal-mujer. Sin embargo, las conquistas de
Don Juan intentan hacer de ella una feminidad abstracta (no las ama una
a una, las ama a todas y a todas por igual) y así crea un concepto, una
esencia de La mujer.
Pero la sentencia lacaniana no se agota en esta consideración y cierta
ambigüedad permite jugar con ella, leerla en sentidos dispares: la mujer
existe, parece afirmar, pero es un sueño de mujer; de ese sueño femenino
surge Don Juan; a su vez, Don Juan las sueña, tiene un sueño: todas son
iguales. De este modo, a partir de la consideración del mito por exce-
lencia de la seducción podemos revisar el lugar del deseo como la causa
en donde la masculinidad y la feminidad se definen.
Que de pronto este mito adquiera consistencia de fantasma invierte
de alguna manera su afán y su vigor seductor, al quedar reducido a mera
ilusión mental de sus conquistas, preso de la contingencia de sus mujeres
cautivadas, que solo en tanto lo sueñan le permiten existir. Aunque el
poder para enamorar se mantiene cambia el agente del engaño, que no es
él: el burlador resulta de esta manera burlado, condenado a perpetuarse
solo en el listado de sus asaltos y solo esta innumerable sucesión
garantizará su pervivencia, la venganza de las mujeres entre las que vaga
y a las que interpela en su carácter femenino.
Así, en la premisa de Lacan, el hombre del deseo queda en su lugar y
la mujer como causa de ese deseo también, sin que ninguno de los dos
sea envidiable: el uno, por su naturaleza fantasmática; la otra, la que entra
en su juego y se deja atrapar, confiada en sus armas femeninas, también.
Del lado del hombre, la fantasía de poseerlas en cantidad y sin
diferenciarlas, en aras de su esencia; del lado de la mujer, la fantasía de la
calidad de esta conquista, ser la elegida de entre todas y proclamarlo

57
triunfalmente: ha podido prender al más codiciado y ella lo ha salvado de
un descarrío incontinente.
Fantasías de ambos lados, que muestran cómo el deseo amoroso
moviliza en distintas direcciones y promete una realización del ser… que
no es más que un sueño. Atención, que la mujer que no pasa por ese
sueño de Don Juan, que no desliza ese fantasma, queda fuera de la serie
femenina (anónima, innombrable, desenamorada). Volveré sobre este
tema en la segunda parte de mi exposición, al abordar estas cuestiones
sobre la identidad y la sexuación.
Me permito una última torsión de la premisa con la que he
arrancado, para abordar en el mismo juego de equívocos a la mística, en
tanto encuentro amoroso y encuentro fantasmático. Siguiendo con el
símil: Dios como Don Juan, que no solo enamora sino que sus
apariciones súbitas garantizan su presencia; Dios como fantasma
asegurado que circula por los cuerpos femeninos. Circunstancia que
puede secundarse más todavía: Dios como Don Juan, que porque las
sueña a todas las hace existir como esencia, la mística como síntoma de
Dios.
La mística –o sus mujeres– se nos aparece así en su reto: la figura de
Dios, pensada por excelencia como aquel imposible de horadar por el
deseo, impermeable en su divinidad y ecuánime en su amor sin
distinción, de pronto se manifiesta (en el cuerpo) y su hallazgo se escribe
con palabras (de amor, como los poetas). Pero este discurso amoroso es
solo un intento, no garantiza de por sí el encuentro con Dios, como
ninguna doctrina teológica puede formalizar la certeza del efecto que
produce; el vínculo divino queda testimoniado en el cuerpo, ahí deja su
huella, en fenómenos inexplicables como la levitación o el arrebato. Por
otro lado, estas manifestaciones aspiran a la mortificación y de ahí su
identificación con la pasión de Cristo. No es casual esta identificación
con el Dios hecho hombre, sufriente porque es un forma de encarnar a
ese Dios en una vivencia humana e individual.
Desde varios frentes, la mística franquea límites1. La convicción
esencial de que el alma fuera capaz de una experiencia directa de Dios
desestabilizaba ciertos preceptos y constituye un paso pequeño pero fatal
en la desautorización del poder eclesiástico. La posibilidad de obtener un
grado tan alto de espiritualidad en la experiencia mística (una
espiritualidad somática y singular) pone en jaque a esos poderes, pues
apunta a una vivencia que permite prescindir de la intervención de la
Iglesia y sus jerarquías. Michel De Certeau lo señala: “todos estos

1 Ciertas variables históricas explican el surgimiento de una nueva espiritualidad basada en


la propia experiencia, más individual e íntima. Puede consultarse al respecto, además del ya
mencionado libro de De Certeau (1993), el libro de José L. Sánchez Lora: Mujeres, conventos y
formas de la religiosidad barroca, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1988.

58
discursos nos narran [...] una pasión que se autoriza a sí misma y no
depende de ninguna garantía externa” (1993: 26).
A la enseñanza teológica y religiosa, y a los sacerdotes (figuras
masculinas de mediación que la institución ponía al servicio de la
comunidad), se contraponía esta pasión –femenina, casi siempre– que
exige para sí el reconocimiento de su relación inmediata con lo divino; a
la autoridad institucional se enfrenta un goce particular del cuerpo, más
allá de toda ley pero tan inequívoco de su lazo con Dios que empuja a las
místicas a reinventar un lenguaje, a instalarse en otro orden (dejan de
comer, se flagelan, viven de oración) y a seguir otras normas, en el
desafío de abandonar autoridades textuales, legales, eclesiásticas,
familiares. En una impugnación mayor, como vernos, las místicas
sexuaron a Dios y sexualizaron la religión –aunque afirmaban no saber
nada de esto–; su lenguaje amoroso y corporal devolvía lo que con tanto
empeño se había contenido y en su relato se interrogan: qué es un
hombre, qué es una mujer y quién deseó primero.
Sin duda, el estatus de la mística obedece a determinaciones
históricas. Según De Certeau, el término surge en el siglo XVII y
corresponde, como sustantivo, a un ámbito específico de la vivencia
religiosa; pero anteriormente, como adjetivo, servía para calificar ciertos
conocimientos o ciertos objetos de ese ámbito religioso. La sustan-
tivación de la palabra permite circunscribir hechos aislables (fenómenos
extraordinarios), tipos sociales y una ciencia particular (la que elaboran
esos místicos o la que los toma por objeto de análisis). A partir de su
aislamiento se ve dotada de una genealogía, de una tradición y se
distingue del corpus literario, de la exégesis o la teología.
El foco de atención que guía las siguientes páginas toma el término
en su valor adjetivo, por ello no entraré en la disquisición de vías de
acceso o en la distinción con la ascética. Precisamente, lo que fascina de
los escritos místicos radica en lo imposible de sustantivizar, en algún
sentido son textos salvajes –como anticipé páginas atrás–, barbaries de la
Iglesia, restos inoportunos de la historiografía, excesos de un cuerpo
femenino pronto a quedar cautivo de la ciencia. En ese sentido la mística
se muestra “no tanto como un cuerpo doctrinal “(éste será más bien el
efecto de esas prácticas y sobre todo el producto de interpretaciones
teológicas posteriores), sino la fundación de un campo donde se
despliegan procedimientos específicos: un espacio y unos dispositivos”
(De Certeau, 1993: 40).
Pero, volviendo al valor calificativo de la mística y para terminar de
despejar confusiones, me centraré en ella como si de una puesta en
escena particular se tratara, una puesta en escena del ser, de sus espantos
y de sus amores, para indagar alrededor de la pregunta sobre el deseo y la
guerra de los sexos. En esta forma de abordar el encuentro místico, la
trascendencia religiosa se conmuta en trascendencia subjetiva. De hecho,

59
limitar este discurso al ámbito piadoso secuestra la magnitud narcisista
de esta experiencia, la limita a la supremacía de Dios como Uno, la
domestica en su lógica del todo porque la universaliza y la esencializa,
devota y milagrosamente, como las mujeres en el sueño de Don Juan.
Encuentro amoroso y encuentro fantasmático –decía–, que son uno
solo, según se considere, pero que voy a tomar en sus distintas vías: en lo
que tiene de encuentro, salida, apertura, iniciativa; en lo que tiene de
amoroso, Otro convocado, espejo, rechazo; en lo que tiene de
fantasmático, pérdida, satisfacción y duelo.

4.1. Un goce, dos rostros de Dios: María de San José y la Madre


Castillo

Decidme solamente, dónde, cómo y cuándo.


Santa Teresa de Jesús

La mística cristiana le parece a Lacan una referencia privilegiada que le


permite aproximarse al goce y al amor. Para ello induce a considerar una
vinculación entre Dios y el Otro: “El Otro, el Otro como lugar de la
verdad, es el único lugar, irreductible por demás, que podemos dar al
término del ser divino, al término Dios, para llamarlo por su nombre”
(1981: 59). El “término Dios”, por lo tanto, no discurre en la modalidad
del ser o de la esencia, de la cual es un riguroso cuestionamiento el
seminario Aún, sino en la modalidad de la función o del efecto
(discursivo, regulador, pacificador, jubiloso). Ya que esta divinidad no se
ha manifestado como presencia, cualquier palabra la desvirtúa en su
intento por dilucidarlo y demostrar su existencia, al hablarlo emerge
como otra cosa, imposible de decir sin que ello lo haga de inmediato
subsistir bajo la forma de alteridad. Lacan bromea al respecto: “en suma,
los únicos verdaderos ateos que puede haber son los teólogos, esto es,
los que, en lo que a Dios respecta, hablan” (1981: 59). Curiosa afirma-
ción, en donde los ateos son más creyentes porque no hacen existir a
Dios a costa de palabras.
Pero más allá de que este Otro concurra como lugar de la palabra,
como figura –lo que de ninguna manera significa que “es” y lo cual no
impide que ese Dios sea definido como ser o como “Uno” en la creencia
religiosa–, también se manifiesta como efecto de lenguaje en toda su
dimensión, si es cierto que la lengua conduce a una represión siempre
fallida. Por un lado, Dios como Padre que reglamenta, que prohíbe, que
atempera pero también como lo que escapa a este sermón, imposible de
contener, que siempre vuelve en forma de encuentro amoroso o síntoma
corporal. Por decirlo de otra forma, Dios impone una ley que instaura su
propio desorden y quizás hasta una ley que bosqueja la posibilidad de
otra, una alternativa para escapar. Paralelamente se le asigna un lenguaje

60
que lo captura pero que no asegura su “existencia” y en ese lenguaje
emerge un límite porque resulta imposible de apresar lingüísticamente,
cualquier atributo no haría más que definirlo con relación a los signifi-
cantes y devolverlo a la ley primera.
En esta perspectiva, este Otro asoma como signo (teología, palabra,
cuerpo) y como goce (lo que escapa) que en la mística se reviste de
encuentro, fusión o hallazgo, en lo que Lacan considera los puntos
cardinales del discurso amoroso: el Otro, el signo, el goce. Los místicos
“como enfermos de lenguaje” testimonian lo que va del deseo al goce,
de la plenitud a la falta, del padre a la madre, del uno al otro, del amor a
sus desvaríos. En este trayecto, apunta justamente Lacan: “¿por qué no
interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de
soporte al goce femenino?” (1981: 93).

* * *

Dos testimonios de esta faz asoman en los relatos de vida de María de


San José y la Madre Castillo. Dos caras de una misma moneda, aparen-
temente extremas: la primera cubierta de una melancolía culpable, la
segunda de una paranoia inocente; mientras la una se pierde en su
pendiente sacrificial, la otra se hincha en la promoción de su narcisismo.
En ambas, la relación con la divinidad se escenifica como goce, ambas
gozan de su presencia y Dios goza con ellas pero en este turbio enredo,
no todas ni no Todo gozan de lo mismo 2. Tampoco debe confundirnos
ese tramo simbólico que comparten al declarar el goce como un
excedente inaccesible al lenguaje –tipificado en una tradición literaria,
por otra parte–, más bien en su aproximación a lo real, en el límite en que
ambas se constituyen como sujetos. Ambas combinan la disposición y la
exigencia en su entrega religiosa, pero una ofrece su falta y la otra lo que
le sobra.
Beatriz Ferrús reconoce en María de San José una “la lógica del
merecimiento” (2004: 44): “busca merecer a Dios, recibir su favor, pero
a Él jamás le basta, o, quizá ella espera más de lo que puede darle, la vida
se convierte en una búsqueda permanente, el goce brota de la propia
imposibilidad, de la necesidad de poner más para merecer más” (2007:
264); frente a la Madre Castillo, adscrita a una “lógica del padecer”: “un
relato de una poderosa individualidad que clama por ser reconocida y
para ello exhibe de forma exacerbada el más intenso y completo pa-
decer” (2007: 269).

2 Recordemos que no hay armonía del goce, que no equivale a placer y que resulta
antinómico con el bienestar, más bien confina con el dolor y responde a una pulsión en
donde no halla descanso.

61
En el merecimiento y el padecimiento concurre igualmente el goce
del cuerpo a través de mortificaciones y martirios pero la ofrenda de
estas dos religiosas no va destinada al mismo Dios ni su iniciativa puede
colocarse en el mismo lugar.
En la soberbia de Sor Francisca Josefa se escenifica un Dios que
goza –el único, en verdad–, y al que se le supone que goza de su goce y
por ende, la aboca irremediablemente en él. Ese Dios, como lugar del
todo-goce por excelencia, goza con su tormento, que no puede sino
expandirse sobre quien lo ofrenda. Para ello, su relato pone en acción a
un Dios retributivo y vengador, con afectos inquietantes, que describe en
una de sus visiones como “majestad terrible, omnipotente y sapientísima,
de un espíritu majestuoso escudriñador y rectísimo y estaba aquella alma
como una pequeña lucecita: venían sobre ella las acusaciones y cargos
como unos vientos grandes y espaciosos, a cada uno me parecía que la
habían de apagar” (66). Una “majestad terrible” que ella misma emula en
su severidad y afán corrector, al presagiar la peor muerte para quien la
ofende. Ella misma se postula como garante del mismo orden que Dios
vela, alojada en su significante ideal. Cuenta, con respecto a unas
religiosas que según ella la acusaban infundadamente, una visión funesta,
que augura un final desgraciado para sus vidas:
Una noche, rezando maitines, y llena de fatiga de ver que siempre estaban mal mis
prelados conmigo, y no solo ellos sino todos, y dando y tomando en esto, vi, de
repente, hacerse el coro donde estábamos, como un río o pedazo de mar, y a las
religiosas que andaban por encima de él, como mosquitos o gusanitos sobre el
agua; y que luego algunas, en particular la madre abadesa, dando unas pequeñas
vueltas, se hundían en aquella agua y desaparecían; yo me quedé espantada y
entendí moriría breve la prelada, y así sucedió, que no duró dos meses (102).

La presunción de la Madre Castillo la lleva bien lejos. Dios la ama


tanto como la atormenta, es el precio de ser la elegida. Hay que tener en
cuenta que ostenta mucho sufrimiento pero en la mayoría de ocasiones
se debe al pesar que sus cavilaciones y especulaciones le provocan. Bien,
Dios la ama y le manda pruebas (infamias, enfermedades, amarguras)
pero esta constatación la agiganta tanto, que la dota de poderes
proféticos –según cuenta y quiere creer–, que la faculta para desear la
muerte a quien se le interponga, que la espolea a la ambición de ocupar
todos los cargos en el convento3. Todo lo puede y sin embargo nada le
trae la paz. No tanto por el lado de la insatisfacción sino por la espiral en
la que cae, un funesto imperativo enunciado en términos de mandato, de
voz, de llamado a la no-castración: ¡Goza! Le pide todo el tiempo.

3 Sor Francisca Josefa fue abadesa del convento de Santa Clara en tres ocasiones 1718-
1721, 1729-1732 y 1738-1742, además de ejercer otros muchos oficios: secretaria,
sacristana, maestra de novias, maestra de coro, etc.

62
Frente a este Dios que se manifiesta metonímicamente en la elección
de esta carmelita, el Dios de María de San José se pronuncia en muchas
menos ocasiones. Ambos igual de apremiantes, el uno en su poder
amenazante, el otro en su silencio enigmático, que de cuándo en cuándo
le devuelve una mirada para recordarle que sigue ahí: “Lo que me dava
ánimo i aliento era que de quando en quando me mirava Su Divina
Magestad, como Padre de misericordia, i con este mirarme me
confortava i dava ánimo” (190).
A pesar de compartir tormentos y mortificaciones con la Madre
Castillo, el dolor no le garantiza que Dios vaya a fijar la vista en ella, pero
María se asigna esa vía como garantía de su reclamo. Este “padre
misericordioso” resulta más benévolo aunque no por ello menos
mortífero, pues también la empuja a concesiones sin límite (“sea todo
para servicio y gloria Vuestra y aniquilación y confusión mía”), en
ocasiones hasta un posicionamiento como objeto a la altura del
desperdicio (“vil gusanillo de la tierra”, 135).
Quede claro, repito, que este posicionamiento no se le impone como
presupuesto del goce divino –en esto muestra más modestia que la
Madre Castillo– sino como un condicional de quien demanda (que se
convierte en obligación de quien otorga). En realidad, el Dios de María
resulta más compacto y más impenetrable en sus designios, y como
hemos visto, a veces hasta dulce. De nuevo, más adelante, declara:
Aquí vide a Nuestro Señor sentado en un como trono o silla con gran magestad i
severidad, como que estaba para pedirme cuenta de toda mi vida. Luego entré en
grandes i terribles temores i sobresaltos. Aquí acudió Su Magestad, como Padre
de misericordias, a confortar mi flacguesa i reuindad, i de quando en quando me
mirava con ojos de padre amoroso. I con este mirárme, me dava a entender que
no estaba como Jues rigursoso para castigarme, sino como Padre amoroso para
perdonarme (189).

El juez frente al padre. Dios ama pero no clama, se lamenta a veces


la mexicana, es más, no la necesita, en su conmiseración se muestra
como un dios sobrado. Lógico, puesto que definido como una plenitud (a
la que ella aspira), nada puede faltarle. Aquí si surge un sujeto sin causa
de deseo al que María interpela, impermeable a esta debilidad que
exacerba la suya propia. De ahí también su esfuerzo por hendirlo, por
ocasionarle una falla, su cuerpo de mujer ofrendado hasta la vejación
para atraerlo a ese lugar humano, para fascinarlo en ese lugar, para
sexualizarlo o en el peor de los casos, humanizarlo, restarle inmortalidad,
hacer surgir al hombre que se esconde tras el padre. El deslizamiento a la
instancia paterna no puede obviarse en las citas anteriores y merece una
explicación aparte.
Aunque desde luego, de esta incitación al dios-hombre, afirma no
saber nada:

63
Se me acuerda mui bien que este día era sábado, i como io seguí siempre el orden
i modo de orasión del libro de Meditasiones de San Pedro de Alcántara, el punto
que tenía prevenido esta tarde para tener la orasión era de la gloria [...]. Luego que
me allé recogida, según entendí i me pareció fui arebatada en espíritu, i me allé en
la gloria –sin saver cómo ni de qué manera. El goso i alegría que aquí sentí no allo
palabras con que explicarlo; i juntamente una música tan suave i dulce, unas voses
tan sonoras que recreava i vibificava el alma. Estava casi engeñada de los sentidos,
que sólo tenía sentido para sentir lo que gosava (149).

¿María de San José tentando un encuentro sexual? Sí y no. La


experiencia deleitosa que escribe no requiere de la presencia de un
hombre y su ausencia permite desconocer precisamente lo que está
sucediendo; o mejor, para una mujer el sexo puede ser solo sexo si lo
encara desde una posición masculina; en este “sin saber cómo ni de qué
manera” está sucediendo alguna otra cosa, que ellos no entienden pero al
que ella se abandona.
En esta plenitud que María afirma alcanzar por momentos resuenan
familiar y sospechosamente los tópicos de una tradición codificada. Jean
Franco nos advierte de la facilidad con la que se revindica la mística
conventual con argumentos antirracionales y antiautoritarios en la crítica
contemporánea, pasando por alto no solo los aspectos de este
misticismo “que permiten que el patriarcado logre recuperarlo” (1993,
16) sino cómo, en el siglo XVII los gestos e imágenes que estas religiosas
exhibían en sus arrobos pertenecían ya a un repertorio de lugares
comunes que la tradición literaria y religiosa admitía como rectos y
virtuosos, de tal manera que “las monjas místicas se comportaban como
se esperaba que se comportaran las mujeres” (Franco, 1993: 36).
Quizás, para no idealizar la fusión amorosa que Sor María de San
José describe tan tópicamente debamos afinar lo que de pérdida
narcisista emerge en ella. Esto nos adentra en los costes de su
somatización. No en vano, al arrobamiento descrito en la cita anterior le
sigue una levitación, el cuerpo como un todo es transportado en el
éxtasis, un dejarse ir o llevarse a otro lugar. En un sentido, la gravidez
redime, en consonancia con su negativa a comer.
Para tocar el ideal que se propone es necesario un cuerpo inhumano:
“Llegué a pasarme con tan poco alimento que casi vivía sobrenatural. Se
me acuerda que en una ocasión, estuve veinte i un día sin tener
operación ninguna en que conosiese que era cuerpo humano sugeto a
estas miserias, que ia se deja entender lo que en esto digo –que casi
pasava sin comer” (171). Su programa vital se resuelve en una puesta
prueba de esta capacidad humana, que una a una va retando las
necesidades vitales, fundamentalmente las referidas a la alimentación,
cuya erradicación se relaciona con la gravidez que antes mencionábamos:
una miga de menos a cambio de un poco más de deseo. En su propósito despunta
una muerta a ser mantenida en vida, siempre en el límite, ser nada,
convertirse en todo, renunciar a la necesidad para acceder al deseo:

64
Me habló el Señor desde donde estaba, i me dijo estas rasones –“E hecho esto
contigo para que entiendas i sepas que el entrarte en religión a de ser para estar
muerta en el todo a todas las cosas terrenas desta vida, i a ti misma, sin tener
acasión que sea tuia, ni querer ni no querer, sino sólo aquello que fuere de Mi
agrado i servisio. Para esto sólo as de estar viva, i no para otra cosa ninguna (190).

La inconsistencia corporal la inscribe como ser de deseo y no de


necesidades. Ascesis y restricción absoluta del alimento con flagelaciones
del cuerpo, todo en nombre de Dios, Padre que solo acoge como
espíritu puro (léase deseo puro) y no como cuerpo. Así, el deseo se
destila mediante su trasposición a un cuerpo espiritual y comparte la
plenitud del goce.
En el más allá que ese Otro brinda a María de San José, ella se pierde,
se destruye a sí misma para merecerlo mejor, perdiendo todo mérito.
Este Dios causa de sí no goza pero es goce, según se observa en el
hecho de que la beatitud está prometida a María de San José porque sabe
abolirse en su relación con él.
En ambas religiosas se muestra la doble faz del amor y del goce. La
Madre Castillo accede a un Dios imposible, María de San José a un Dios
prohibido. Una más cerca de lo real, en su odio; la otra de lo imaginario,
en su amor. En ambas, un Dios-Padre y un Dios-Goce juegan su partida:
Así, respecto de Dios Padre –aquel que prohibía el goce– se dibuja la figura de
Dios Goce, nombre siempre borrado para nosotros por esta blasfemia, por este
nombre que es una blasfemia y que es Dios Padre. Veamos si podemos darle a
Dios lo que es quizá su nombre propio: Dios Goce (Miller, 2002: 171).

* * *

Por último, un contrapunto más en la dinámica amorosa que estos dos


textos despliegan y que podemos precisar en los tropos corporales que la
actualizan. Ya avanzamos alguna pista anteriormente, al sugerir que la
Madre Castillo exhibía un cuerpo mortificado frente a la aspiración a un
cuerpo muerto en María de San José. En la primera, su existencia se
afirma en tanto es castigado; en la segunda se aniquila en su ofrenda, se
nadifica en su aspiración de deseo puro.
La imaginería de una y otra compone distintas espesuras de las
figuras del soma. El cuerpo ingrávido de la mexicana se consume en la
llamada amorosa al goce, que a menudo adopta la forma de dardo, flecha
o espada:
I así, cada ves que ponía los ojos en Su Majestad era un dardo o flecha que me
ería el corazón. I sentía en él una sentella de fuego, con que se me desasía i
derretía, desando llegar a unirme con este Señor i participar de sus penas i
dolores, con ansias incesantes de entrarme en la religión para poder con seguir
esta unión tan deseada de mi alma (127).

65
La fusión amorosa “hiere” a este cuerpo y lo atraviesa, da cuenta de
su densidad y a la vez lo vacía en su herida:
Paresía me atravesavan el pecho con una espada, i me partían i desaía el alma i
corazón, según era el sentimiento i dolor que sentía de no aver amado i servido a
este Señor como debía i estoi obligada (191).

En el corte y la brecha, este cuerpo enamorado recibe la hendidura,


que abre en él una cavidad que puede tragarla pero en la que acepta su
lugar de falta.
Frente a la Madre Castillo, que la niega y frente al miedo que María
de San José podía mostrar a “ser devorada”, ella todo lo incorpora. Por
dos veces relata la visión de un bulto que “se le viene encima”.
Habiendo recibido a Nuestro Señor el día de Pascua de Espíritu Santo, me hallaba
cercada por todas partes de luz; y fuera de ella, apartado de mí, estaba el enemigo
en la figura de un hombre viejo, que con cólera y regañando se arrancaba los
dientes y los cabellos. A la noche, habiéndome recogido a dormir, sentí sobre mí
un bulto, pesado y espantoso, que aunque me hizo despertar, me quedé como
atados los sentidos, sin poderse el alma desembarazar, aunque me parece estaba
muy en mí, y procuraba echarlo con toda la fuerza por las muchas tentaciones que
me traía, y preguntándole quién era, me respondió con otra pregunta: “¿Y vos
quién sois?”. Yo le dije mi nombre, y él dijo entonces: “Pues yo me llamo...” (no
sé cómo, que no se me ha podido acordar); a mí me parecía que metía mis manos
en su boca y la hallaba llena de dientes, y queriéndole arrancar los cabellos, los
hallaba como cerdas muy gruesas. Estaba en la figura de un indio muy quemado y
robusto, y me dejó muy molida (144).

De quedar aquí, el bulto quedaría asociado anecdótica y burdamente


a “la figura del hombre viejo” que origina la visión y que se transfigura
en “un indio muy quemado y robusto” en la alucinación nocturna.
Todos obra del enemigo, que siempre tienta: hombres, indios y bultos
(etnia y sexo, la mayor alteridad)
Pero el prodigio se repite unos días después y aunque entonces es un
mulato el portador, el “bulto” gana en peso y en dimensiones:
De ahí a pocos días habiéndose de hacer elección de abadesa en este convento, y
estando yo recogida, sentí otra vez un bulto pesadísimo sobre mí; yo hacía gran
fuerza con las manos y dientes por echarlo, porque me oprimía demasiado, y
preguntándole con gran enojo: “¿Quién eres?”, me respondió: “Yo soy Crecerá-
bulto”. [Estaba en la figura de un mulato muy flaco y fiero]. Sentí también
muchas tentaciones y quedé muy molida y extraordinariamente cansada (146).

“Crecerá bulto” en este cuerpo de mujer. No está mal para culminar


esta carrera de quien todo lo puede y todo lo tiene.

4.2. Otras heridas de la vida de María de San José


Bajo la forma del dolor, del gozo o de un dejar ser, un absoluto habita
las figuras místicas. No todas las “fusiones” son iguales, como hemos

66
expuesto en capítulos anteriores, porque no es igual hacerse llamar María
de San José en la elección del nombre religioso (donde se pierde el
apellido del progenitor y se gana el de un padre que nunca lo fue) que
darse a conocer como Madre Castillo (por el linaje paterno que se
amuralla en sus significantes).
En el caso de María de San José son las anécdotas iniciales de su
relato las que permiten escribir el destino de este sujeto, afirmado luego
en las distintas vicisitudes de su vida, marcada por la pérdida y el
abandono, antes que por el sacrificio y los encuentros divinos. De hecho,
uno de los primeros episodios de su narración se refiere a una visión en
la que no se evoca una imagen religiosa, sino la vuelta del padre, un
padre que murió cuando ella tenía once años (“Dios se lo llevo”, 89), que
vuelve del más allá para solicitarle una misa en beneficio de su alma y así
poder salir del purgatorio.
En sus alusiones a la infancia había presentado el retrato de las
virtudes de la madre (su belleza, su paciencia, su saber, y especialmente,
el haber enseñado a leer a sus hijos) en contraste con las referencias a
este padre, en las que se había mostrado más parca: “conosí en él un
continuo silensio” (88), que identifica con un “no ablar mal de nadien
sino bien de todos”4.
En la trama biográfica, esta primera visión no se corresponde
cronológicamente con la primera visión en la vida de la monja, pero sirve
para inaugurar, como un precedente de otras en el relato, un pliegue
fantasmático en el texto, de ciertas imágenes y voces “de más” que la
acompañan. Como si de un duelo inconcluso se tratara, es preciso ente-
rrar a este padre sin descanso, de cuya falta –además del silencio– nada
se revela (¿por qué permanece en el purgatorio?, ¿qué secreto familiar
guarda?)5. Quizás el progenitor deba pagar su silencio en vida con la
carencia de reposo en la otra, solo así la hija podrá cobrarse esa deuda
que regresa y saldar en ella un exceso del que empieza a dar cuenta.
En este comienzo se conjuga una quiebra –extraña– del lado paterno;
del lado materno, se invoca una separación. Porque lo que María de San
José no podrá enterrar es el abandono que relata más adelante, cuando

4 Lo que sigue es una escena de lectura: el recuerdo del padre y luego del hermano leyendo
en voz alta (en los breves momentos que su trabajo en la estancia le permitía disponer).
Leen vidas de santos mientras las mujeres de la familia tejen, en una escena con guiones
bien aprendidos: para ellos la voz y la productividad; para ellas la escucha y el hilado. A
continuación, para cerrar el retrato paterno, cuenta que después de la muerte del progenitor
encontró una caja con dos cilicios cuyo uso no pone en duda y decide seguir utilizando ella.
Concluye aduciendo que por orden de su confesor no debe alargarse más en la descripción
de sus antecesores, aunque sigue insistiendo en la pena por la muerte tan temprana del
padre.
5 De hecho, el retorno de la madre contrasta nuevamente con el del padre. En su aparición

se muestra “no ansiana como era, sino mui mosa, linda por estremo, toda llena de
resplandores” (90) y le comunica que su alma está en paz.

67
resalta el empeño de la madre por criarla ella misma: “que no tomé jota
de leche de otra ninguna, sino fue de mi madre” (90), que perdura hasta
los cinco años, según recuerda pero que termina al nacer su siguiente
hermana: “me dio de la mano i me apartó de su lado a que cuidaran de
mí mis hermanas las maiores, i en especial a una mosa” (91). Con este
abandono6 termina el paraíso y las apariciones siguientes remitirán a esta
como pérdida primordial, algo de cuyo origen nada quiere saber María,
pero que vuelve y se repite de manera indefinida. Los distintos nombres
de un duelo permanente adquieren en esta vida consistencia siniestra:
padre o Dios; madre o Virgen.
Si, partiendo de Freud, la melancolía “es una relación con la pérdida
de un objeto de amor”, “donde no está claro de hecho qué es lo que se
ha perdido”, “ni siquiera es seguro que se pueda hablar de veras de una
pérdida” (1984: 243), la instancia de la pérdida se ha desencadenado y se
ha absolutizado en esta vida. La escritura abre de nuevo esta brecha
melancólica para adueñarse del propio objeto en la medida en que afirma
su carencia y libra “la capacidad fantasmática de hacer aparecer como
perdido un objeto inapropiable” (Agamben, 1995: 53)7. La escritura
refrenda este desligamiento fundamental, en un gesto tan desesperado
como místico: “por más ateo que se sea, el desesperado es un místico: se
adhiere a su pre-objeto” afirma Kristeva (1997: 148).
Este yo primitivo herido e incompleto, que no cesa de escribirse en
la búsqueda de un encuentro fusional, evoca la figura de completud de la
que habla Freud en el mito de una primera experiencia de satisfacción.
Es la historia de lo único, que según De Certeau consigna la mística: “Lo
Uno ya no está. Se lo llevaron, dicen muchos cantos místicos” (De
Certeau, 1993: 12) y este es el desvanecimiento que consignan.
Por tanto, con esta pérdida primordial se inicia también una cadena
de suplencias: las hermanas que sustituyen a esta madre ocupada en tener
más hijos y una Virgen amorosa cuya promesa radica en no repetir el
abandono –“te prometo ser tu madre i no faltarte mientras vibieres en
tus travajos i afliciones” (96)– afirma en su aparición esta figura.
Precisamente, en la habitación de la madre tiene lugar esta visión
sagrada a la que María de San José dedica varias páginas. La escena,
ubicada también al comienzo y referida igualmente a la infancia,
condensa las claves de su vida futura y promete, de forma gozosa

6 Dos veces lo consigna en su relato: “Mas como mi madre dejó de cuidar de mi crianza
por allarse embarasada con otra, io, como ruin que siempre lo e sido, perdí luego todo
cuanto bueno me avía enseñado” (124). Con el abandono de la madre también comienza
su perdición: “Así que me allé sin el ciudado de mi madre, comensé a perder todo lo bueno
que avía aprendido de la criansa que mi madre me hiso” (91) y la primera trasgresión viene
del lado del lenguaje: “aprendí a maldesir i a jurar i a desir algunas palabras que no eran mui
onestas” (91), y del lado del padre que hablaba poco o hablaba bien.
7 Retomo más adelante, en el capítulo en donde reviso la Teoría del Género, la relación

entre melancolía y representación.

68
todavía, la plenitud engañosa de posteriores encuentros divinos, por lo
que igualmente condena a una persecución entre un deseo de absoluto y
el objeto inasible que le corresponde.
Pero esta Virgen no solo garantiza una presencia materna
permanente, aún en vida de la madre terrenal sino que con su discurso
viene a reforzar el vínculo materno, ahora sellado por su mandato: “i
mientras vibieres en compañía de tu madre, la as de obedecer en todo
aquello que te mandare i ordenare” (100). Doble demanda, de madre
para la madre, que garantiza una fijación dolorosa y apuntala un objeto
omnipotente (“…i siempre sujeta a tu madre”, 100), fuente de pesar y
nostalgia pero también de veneración ritual. Instalada así de por vida, sin
posibilidad de concluir el duelo, la escena localiza un horror sagrado que
cercenará a la madre como figura intocable, a pesar de las reiteradas
alusiones en el texto a sus continuas enfermedades o ausencias. La orden
viene de lejos y desde lejos se afirma la ley materna.

* * *

La aparición de la Virgen no solo garantiza un vínculo materno


infranqueable y permanente sino que esta madre ideal le ofrece como
esposo a su propio hijo divino: “¿Quieres de tu propia voluntad
desposarte con mi Hijo santísimo?” (99). En el desposorio 8 convergen
todas las fantasías: la de un padre inconsistente convertido en fantasma
que, después de unos retoques, ya está en el cielo para máximo provecho
del goce o la de un padre que se desliza –por su falta como hombre, no
sabemos– hacia un Dios Padre –más seguro, a buen recaudo del falo–; la
de una madre que no falta, que accede al recambio y que en su oferta de
amor, promete un marido que encarna a la vez al padre y al hijo. Por
último y para mayor plenitud si cabe, en la escena personifica un sueño
de completad: en el desposorio, María de San José es hombre porque
tiene el falo (el hijo) y es mujer porque es madre.
Todo ello sin pasar por la fatalidad de un encuentro sexual, punto de
horror que la monja se ha apresurado a declarar, para evitar
condescender el goce al deseo. Así se compone María de San José, como
la que engendra sin padre (“pedí que me mudaran el nombre de Juana de
San Diego en el de María de San Joseph”, 90). El cambio de nombre la
ubica en esta genealogía de madres sin hombres progenitores y su caída
se cumplirá en beneficio del goce. Es esta otra forma de enterrar al
padre, de quien no se sabe muy bien si está vivo o está muerto, pero
cuya renuncia del patronímico asegura su inmovilidad y, en el espacio en

8En el episodio, inspirado seguramente en Catalina de Siena, el niño ofrecido en prenda le


brinda un anillo puesto en su dedo, para sellar lo que también podemos leer como un rito
de iniciación a la feminidad que excluye al hombre pero no el comercio con el falo.

69
que él sucumbe, se hace posible un goce diferente: “de ahí que todo
aquel que sueña con el goce y lo persigue, tropiece con el padre: con el
falo que es la insignia de su potencia, y con el nombre que lo simboliza”
(Pommier, 1995: 31)9.
Pero después del sueño de omnipotencia sobreviene la aniquilación.
Esta unidad, como las demás que el relato convoca, se instaura precaria-
mente. En sus posteriores encuentros divinos, cuando no lo es todo corre
el riesgo de ser doble10 y así los describe: “bolava sin parar, i a veses era
arrebatada, sin saber cómo me allava toda en el Señor” (136), “estava
casi enagenada” (158), “¿de dónde salgo i a dónde e estado?” (177).
De ahí en más solo la sostendrá ese deseo sin nombre que una vez
vislumbró. A diferencia de Santa Teresa, cuyas bodas místicas,
consumadas en la Séptima Morada la instalan en la certeza de un estable
y perfecto encuentro, sin posible abandono, en María de San José esta
unión no marca un tope en la andadura hacia la muerte que este goce
supone. El cuerpo mismo se convierte en símbolo de una unidad perdida
y a título de tal habla en los fenómenos de somatización que describe. Si
la enfermedad de estar separado define la melancolía, “se está enfermo
de la ausencia porque se está enfermo de lo único”, afirma De Certeau
(1993: 12) y de María de San José “desían que estava enferma de
humores melancólicos” (163).
Recordemos que la promesa de la Virgen venía acompañado de un
precepto, no solo de la supremacía de la demanda materna –o solo por
esta– sino de la vida que desde entonces la monja debía llevar: “En
cuanto a la pobreza, no ha de tener cosa particular que llames tuia [...], en
quanto a la castidad, no solo la has de guardar en el cuerpo, sino en el
corazón [...], en quanto a la clausura…” (90) y sigue la aparición divina
en una enumeración de las exigencias sobre las formas de vestirse, de
confesarse, de existir, etc.
Los avatares que a continuación se relatan dan cuenta de la asunción
de este mandato. El desinvestimiento progresivo del mundo y la
mortificación del cuerpo adquieren los visos de una carrera mortal que
podría venir de la llamada de este amor infinito, de la tentación por
abolirse en un goce absoluto –que no puede culminar más que en la
muerte– en la que nuevamente algo retorna como un resto que no
debería estar, un exceso sin límite en el todo parece poco: “Nada desto
me paresía mucho; antes deseava haser más i más rigores i penitencias”
(116). Tampoco con este sacrificio María de San José acaba de
desprenderse de lo que le sobra, ese “de más” asimilable a una deuda,

9 Más adelante: “Esta pérdida da seguridad del desvanecimiento paterno, afirma que es
posible gozar más allá de la prohibición por él impuesta” (Pommier, 1995: 31).
10 E. Lemoine señala que si la mujer “sólo se efectiviza como 1 a través del otro, que hace

2, su unidad de sujeto siempre es precaria. Se expone aplastarse en el cero” (2001: 66).

70
como un recordatorio del que es imposible desprenderse, un demasiado
en el sentido de un insoportable y cuya falta se localiza en el cuerpo.
En ese exceso aspira a que nada la distraiga: que no me entre nada,
parece decir y de hecho es ella la que le “entra” a la religión, como
afirma en numerosas ocasiones, y no a la inversa. El juego de lo vacío y
de lo lleno preside este imaginario: el ayuno, la prohibición de beber, el
cilicio apretado al cuerpo, la cabeza rasa, “la causa de estar tan seca”
(183)… Las visiones místicas, en forma de rayo, dardo o flecha (“I sentía
en él una sentella de fuego, con que se me desasía i derretía…” (127) por
un momento proporcionan consistencia al cuerpo que se pierde y
perforan la pesada carne.
En sus privaciones, el texto aporta numerosas referencias al
predominio de una pulsión oral: los detalles sobre la estricta dieta –como
en los primeros meses de vida, su existencia se rige alrededor de la
alimentación–, tanto de comer o como de ser comida (los piojos en los
cilicios “casi me andavan comiendo sobre los uesos de las costillas”
(116), la comunión descrita como un placer de boca 11 (160) despliegan la
expresión suprema de su amor, un amor oral.
Así en el interior de este exceso, en continuidad con otro cuerpo, se
describe en la escena que, al hilo de su negativa no solo por comer sino
también por beber, relata como al sentirse abrasada por la sed, pega su
boca a la pared para refrescarse. El goce se localiza en este momento
mítico, sin pérdida, focalizado en esa boca y esa pared como si de un
solo cuerpo de goce se tratara, erogenizado y movido por la pulsión que
intenta encontrar su objeto, un apetito de unión muda como retorno a
un estado anterior a la vida, a la quietud, a la inercia.
De hecho, en este cierre letal (“tenía tan apretados los dientes unos
con otros que paresía estaban hunidos, no solo para no poder hablar,
sino tanbién para no poder comer” (168), la exclusión marca la vida de
esta religiosa. Come sola, se retira de la mesa familiar, duerme apartada
de la casa, evita sus “obligaciones” con la especie (“coría asta meterme
en el más retirado i último rincón de la casa en donde no me pudiesen
ver ni oír, ni io ver ni oír”, (167) e incluso llega a perder el habla y sus
hermanas vuelven a enseñarle esa lengua extraviada, como si de una
vuelta al infans se tratara, a un afuera inaprensible de la niñez, acaso
previo al lenguaje, al tiempo en que “yo no es yo”, tiempo del pre-sujeto
que Kristeva describe como “receptáculo arcaico, móvil, inestable,
anterior al Uno, al padre e incluso a la sílaba, designado metafóricamente
como nutricio y maternal” (1999: 18). En sus intentos por abolirse en el

11Afinidad tomada quizás de Santa Teresa de Jesús, no importa, en tanto la identificación


contiene tanta “verdad” como si de una declaración propia se tratara. Santa Teresa relata
cómo San Juan de la Cruz, conociendo su gula, un día rompió en pedazos la hostia con la
que iba a comulgar: “No es cuestión de pene, el que volverá sublimado en forma de hostia.
Y Teresa dice ingenuamente que le gustaban muy gruesas…” (Lemoine, 2001: 70).

71
goce de un amor infinito termina cerrando la boca, en una mezcla de
silencio y nada.
“No se me acuerda que jamás me pasase por el pensamiento el tomar
otro estado ninguno, ni otro modo de vida, sino el de la religión en
donde no ai voluntad, ni querer ni no querer; que a esto me incl(ui)né
siempre: estar sujeta i rendida a voluntad agena” (138). En estos gestos
de abolición es donde la augustina manifiesta su extrema fidelidad
amorosa. Desde el mandato de la aparición divina de la virgen, ella se
sustrae: no come, no se viste, no habla. La aspiración a un estado de
“no-necesidad” (desprenderse del cuerpo y sus urgencias, incluida la
sexualidad) es un más allá del placer, una expresión de la muerte.
Cuanto más incondicional es su amor más desinvestidos quedan los
objetos que la rodean12. Pero toda pérdida trae consigo la pérdida de ser.
La identificación absoluta e ineluctable con el objeto de duelo la
transforman en cripta13: “casi paresía estar más muerta que viba” (11);
“Me estava como un cuerpo muerto” (171) y logra entrar en el convento
ocupando el lugar de una monja fallecida –de quien toma el nombre–.
En esta vida signada por la espera (espera de un confesor, espera de
autorización para profesar, espera de perdón y de vida eterna), el duelo,
como el inaccesible objeto amado, también se demora. En una torsión
de la retórica del amor cortés, la dama aguarda y en sus devotas citas
goza de un cuerpo a cuerpo que no es sexual.
Nada sabe ni quiere saber de ello: “que ésta es merced bien grande
que Su Magestad me ha hecho siempre, el no querer ni incuirir el saber
nada de estas cosas, sino solo aquello que Su Magestad quiere que sepa
ni entienda” (143-4), en una ignorancia que la encierra más en su encono
y la protege de las instancias eclesiásticas. Un enigma que dará que hablar
durante siglos y del que sus asombrados confesores quieren curarla, en el
gesto de autoridad y omnipotencia de proponerse como destinatarios
encarnados de lo imposible de decir, de la encarnación de lo que en la
estructura del lenguaje resiste a pasar al Uno, para que –pensemos
nuevamente sin mala intención– el bien decir redunde en bienestar.

4.3. Y Dios se hizo hombre, cuenta Úrsula Suárez


La Relación autobiográfica de Úrsula Suárez14 nos sitúa ante un relato de
vida de una monja que no esconde su voluntad de distinción, desde el

12 Quizás retórica de la humildad o retórica del género, pero no todos los textos
conventuales optan por esta humildad, lo que evidencia un margen de elección. Ya vimos
que María de San José asume su culpa y la Madre Castillo la carga sobre un Otro.
13 Kristeva considera que la identificación absoluta e ineluctable con el objeto de duelo

transforma al sujeto “en cripta habitada por un cadáver viviente” (Kristeva, 1997: 193).
14 Úrsula Suárez (Santiago de Chile, 1666-1749). Después de muchas insistencias y

discusiones –según cuenta ella misma–, logra entrar al monasterio de Santa Clara cuando
apenas tenía doce años, debiendo esperar seis años en el noviciado antes de tomar los
votos. Su Relación autobiográfica data de los años 1708-1709 y fue escrita a petición de su

72
tono jocoso y humorístico que presenta hasta el singular trato con la
divinidad que entabla, pasando por una puesta en escena que no opta
por la exhibición del cuerpo doloroso, enfermo o estigmatizado, como
vimos en capítulos anteriores.
Para empezar, ante la posibilidad de elegir un nombre, que en el caso
de las religiosas informa tanto de una renuncia como de una
identificación ideal, Úrsula Suárez opta por mantener el suyo. Si acogerse
a un nombre santo proyecta la posibilidad de elección de atributos y
semejanzas, no deja de ser un privilegio demasiado común al gremio y
un bautismo en donde lo individual se pierde para recobrarlo en el
imaginario de la comunidad religiosa, en el comienzo de una ficción de
suplencia. Por lo tanto, mantener intacto el nombre –que no comparte
atributos y emparenta solo con la familia– marca la distinción en este
caso.
Así, sin la pérdida del patronímico no encubre el nombre paterno, ni
se abandona en beneficio de otro hombre y se honra a esa figura que la
clarisa no pierde ocasión de ensalzar: “que mi padre me amó a mí con
estremo; que aunque después tuvieron a mi hermana, yo siempre fui la
más amada, y de mi padre, como digo, con especialidad” (93) hasta
incluso provocar los celos de la madre (125); pero sí se tapa el origen de
una pérdida que esconde esta adoración, la del amor materno, que se
consigna reiteradamente a lo largo de su trayecto.
El abandono infantil comienza con la cesión de la lactancia debida al
“pecho apostemado” (91) de la madre (hasta diez amas de cría se
suceden, todas desertoras al cobrar por anticipado) y a esta desgracia le
atribuye el comienzo de su maldad (“así salí yo de mala”, 91); sigue con
la crianza por parte de la abuela y se repite como queja a lo largo de toda
la vida, que antes de morir la madre “ya me consideraba huérfana y sin
su amparo” (132). La ambivalencia de la relación filial se presenta de
forma más o menos virulenta (las amenazas, los chantajes, la
imposibilidad de encarar su mirada que “solo con los ojos me quería
despedasar”, 121); a su vez, el intento de afrontar lo absoluto de la
demanda materna se resume en la frase: “¿Cuándo saldré desta casa para
no ver a mi madre llorar?”(133), en la que se cifra una vocación religiosa,
a medio camino entre la huida de este incondicional y el temor a
colmarlo. De una forma u otra, la mirada materna prevalece en el guión
de vida de Úrsula, al declararse en numerosas ocasiones la más mala

confesor el padre Tomás de Gamboa y Ovalle; el texto que se conoce sería sólo una parte
de su obra, probablemente un manuscrito anterior fue quemado por el confesor
precedente. Muchos de los pasajes de su escritura transitan esa zona limítrofe entre la
revelación divina y la tentación demoníaca, entre ser santa y ser una falsa “alumbrada”. De
hecho, una versión de los escritos de Úrsula posiblemente fue remitida al Santo Oficio de
Lima.

73
entre las malas, otro signo de distinción, que proviene del orden materno
y la determina como hija rebelde.
Pero no es solamente la permanencia de un nombre o la reseña de un
duelo lo que afirma la disparidad de Úrsula sino la excepcionalidad del
mandato divino que la orienta: “No he tenido una santa comedianta y de
todo hay en los palacios, tú has de ser la comedianta; yo le dije: “Padre y
Señor mío, a más de tus beneficios y misericordias, te agradesco, que ya
que quieres haserme santa, no sea santa friona” (230).
Si la santidad se construye como respuesta a una orden que dicta
hacer comedia y en ello consiste la gracia divina, la farsa y la simulación
completan un programa de obediencia, en cuya doblez de sentidos se
juega la vida y en cuya autorización se salva cualquier embuste.
Sin duda que en esta obediencia se trama el núcleo de la vida de
Úrsula Suárez, que desde muy pronto manifiesta su gusto por “aseos y
galas” (117) y a la que, hábilmente, tientan con joyas y manillas de perlas
para casarla y disuadirla de su vocación (121). Es fácil pasar de la afición
de los vestidos a los disfraces15.
Rico en detalles costumbristas, el relato de Úrsula no pierde la
ocasión para mostrar cómo en la sociedad colonial, el vestido jerarquiza,
es un indicio de clase: “porque a mi madre no la dotaron mis otros
abuelos, ni aun la vistieron, ni cama llevó cuando mi padre se casó: que
tanta fue su fortuna que la pidieron desnuda” (96) o en el momento de
entrar al convento, cómo su familia “la atavió como si fuera hija de la
reina”, “ninguna había entrado con tanto aparato” (141). En calidad de
indicio también, el vestido no solo forma parte de un código cultural de
reconocimiento de social. En este ritual de convenciones, el vestido
funciona como indicio de la diferencia sexual, de ahí su comentario
sobre la indiferenciación del hábito: “en las camisas de las monjas no hay
diferencias de unas a otras, que como no tiene pliegues ni pechos de
seda, todas son de una manera” (156). Cortado de una sola pieza, este
hábito no individualiza pero –en su provecho– tampoco sexualiza (“sin
pliegues ni pechos”).
De momento, es preciso anotar que la Relación deja al descubierto
una sociedad de apariencias y falsedades. La madre engaña a la abuela,
las criadas a las señoras, los hombres a las mujeres, las monjas a los
confesores y abadesas, y ella engaña, engaña todo el tiempo, a su madre,
a su maestra, al confesor, a los hombres y al lector. No hay que olvidar
que a Úrsula la engañaron primero: el padre tuvo “no sé que tropieso
como moso”, de tal forma que su abuela fue a un convento y viendo

15 Compárese este uso del disfraz en Úrsula Suárez, que evoca una feminidad a la vista, de
la que no quiere responder (véase más adelante), con el uso del disfraz de otra figura, según
cuenta la Historia de la Monja Alférez, en la que la apariencia de varón sirve para preservar la
virginidad (en la época, la feminidad) o para desembarazarse de la vida sexual, del carácter
insoportable de ese “deber hacer de mujer”.

74
pasar por el locutorio a la que sería su madre, se enamoró “de su cara y
de lo que le contaban” (96) y con mucha prisa convino el casorio. La
madre la utilizaba para obtener beneficios de la abuela, de tal forma que
un día mandó a la criada que la vistiera solo con unas enaguas, fingiendo
no tener camisas. Cuando la abuela se dio cuenta “hizo sacar bretaña,
ruan y cambray” (97) y envío a “por puntas y sedas”, de las que nunca la
niña volvió a tener noticia. Y así la sucesión de enredos y fingimientos:
simula estar enfermar para poder librar a su maestra de una paliza (131),
carga con las culpas para librar a las criadas (137), miente a la madre
sobre su satisfacción al comienzo de entrar en el convento (144), oculta
información al confesor, simula que es ignorante, disfraza a un mulato
del convento de monja (161) y finalmente, teme todo el tiempo ser
engañada por el diablo (207), para mejor engañar al que la obliga a
escribir.
En realidad la mayor parte de sus engaños persiguen un buen fin o
engañan a quien engañó primero o sencillamente se presentan como tal y
no lo son. Forman parte del mandato divino que la ha distinguido (“No
he tenido una santa comedianta”) y se convierten en una pauta vital, con
toda la ambigüedad que comporta este enunciado: la comedia de hacerse
la santa o la santa que hace comedia.
En sus chanzas y burlas, esta monja organiza una escenografía
deseante que la coloca en medio, siempre pendiente de la mirada.
Podríamos afirmar, con Molloy (1994), que Úrsula posa, si entendemos
esta pose como un gesto político para producir una visibilidad exagerada,
en una nueva lógica de la representación: dice que se es lo que se simula,
es decir, hace de la simulación su esencia.
Así se disfraza, mientras puede, de mujer, con afeites, galas y joyas
que siguen una convención de lo femenino abigarrada de sobremarcas y
cubren su imagen de signos. Una economía del lujo que contradice la
sobriedad monástica y la de la vida doméstica, que escapa a su destino
social; un afeite que quizás se imponga a la muerte.
En el episodio infantil en el que precisamente se disfraza de mujer,
primero relata cómo, buscando la varilla de la virtud en sus paseos de
niña, tropieza con una escena descrita en los manuales de psicoanálisis:
en unos cuartos vacíos y sin puertas observa, dice, “tantas desver-
güensas” y “no solas con dos personas habían en esta maldad, sino 8 ó
10; y esto no había ojos que lo viesen, sino los de una inosente, que no
sabía si pecado cometían. Yo pensaba que eran casamientos, y así todos
los días iba a verlos” (108) y desde entonces identifica matrimonio con
muerte, en consecuencia, todas las novias están muertas.
Una conversación que escucha entre su tía y su bisabuela la decide
finalmente en su vocación de justiciera de todas las féminas: “contaron
no sé que caso de una mujer que un hombre había engañado, y fueron
ensartando las que los hombres habían burlado. Yo atenta a esto les

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tomé a los hombres aborresimiento y juntamente deseo de poder vengar
a las mujeres en esto, engañándolos a ellos, y con ansias deseaba poder
ser yo todas las mujeres para esta vengansa. En conclusión, hise la
intensión de no perder ocasión que no ejecutase engañar a cuantos
pudiese mi habilidad” (113-114).
A los cuatro días, con aliños, sarsillos y una mantilla trepa hasta la
ventana. Úrsula se feminiza, exagera los atributos y empieza a seducir al
primer hombre que pasa. El caballero a cambio de verle la mano le
ofrece plata, pero ella consigue arrebatársela y escapa. Cuando el hombre
visita la casa y es consciente del engaño exclama: “Esta niña ha de ser
santa o gran mala” (115). Ahí comienza a vestirse para actuar y comienza
el tormento por la representación de las esencias (“vestirse para actuar
es, en cierto modo, no actuar sino anunciar el ser del actuar sin asumir su
realidad”, Barthes, 2003: 285).
Todos estos episodios arman una cadena significante alrededor de la
impostura: del ser mujer, de la seducción, de la maldad y de la forma de
evadir esta impostura que conduce a la muerte, para así, escapar del
amor. Porque el amor se funda o en una orgía colectiva o en un tráfico
interesado: la abuela concertó la boda de su padre, los caballeros ofrecen
plata a cambio de pequeños favores en el galanteo a través de las rejas,
los endevotados regalos, y en este truque, las mujeres acaban siendo
siempre objeto de burla. En este engaño, Úrsula no entra y decide
entregarse a quien no la engañará.
De hecho, en otro momento, cuando parece caer en el humano
engaño del amor con uno de sus endevotados que ya empezaba a
formarse falsas expectativas, deshace el equívoco de la siguiente manera:
Piense vuesa merced que las monjas no sabemos querer; qué es amor no lo en-
tiendo yo; jusgan que salir a verlos es quererlos; viven engañados; que somos imá-
gines que no tenemos más de rostro y manos; ¿no ven las echuras de armasón?
pues las monjas lo mismo son, y los están engañando, que los cuerpos que ven
son de mármol, y de bronse el pecho; ¿cómo puede haber amor en ellos? Y si
salimos a verlos, es porque son nuestros mayordomos que nos están contribu-
yendo y vienen a saber lo que hemos menester. No sean disparatados... (181).

Este cuerpo, ya que no dispone del disfraz para enfundarse, se


disloca. Compuesto solo de rostro y extremidades, como en los
decorados de cartón en los que introduciendo cabeza y manos se
compone la fotografía de feria, este cuerpo de visibles zurcidos en los
que no cabe el amor, de cortes y pegados, hace del hábito un armazón,
tan hermético como informe. De una pieza, sin apertura por la que la
mirada se deslice, de ahí su aversión a las mangas: “desde el día que tomé
el hábito, ni en veras ni en chansa he permitido me entren las manos en
la manga” (180).
En definitiva, el cuerpo religioso engaña (¿a quién?) y las costuras de
su vestimenta, que no se esconden, muestran lo que no se tiene, lo

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invisten como a una estatua y lo ahuecan de carne y sentimiento. A salvo
del deseo y a merced solo de la necesidad (varias veces insiste en que
únicamente le preocupa la supervivencia en el convento), de lo que es
“menester” (al contrario de María de San José), quizás para escapar de
esa primera escena infantil de cruda carnalidad mortífera.

* * *

Si desnudarse significa mostrar lo que no se tiene, Úrsula teme quedarse


sin ropa. En uno de sus sueños narra cómo, debido a una urgencia, se ve
obligada a salir desnuda de su celda: “de que las monjas me vean sin
hábito tengo vergüenza” (210), así que decide resguardarse con un
pañuelo. Pero no son las monjas las que la descubren en su improvisado
tapado sino el padre que está muriendo, a quien a su vez debe cubrir con
sábanas para finalmente descubrir... que tampoco tenía cuerpo (“Dije:
¿Qué es esto?: ¿mi padre no tiene cuerpo?”, 212).
El juego de cubrimientos y encubrimientos –de lo que se tiene y no
se tiene– alcanza al final de la Relación un punto álgido. El poder de la
apariencia, al involucrar representaciones y no sustancialidades, y al
recurrir todo el tiempo a signos de revestimiento, no evita los momentos
de pánico en los que, el cuerpo vivido como un obstáculo para su
advenimiento como sujeto, encuentra un límite.
Si el mandato divino apuntalaba una identidad de comedianta, Úrsula
entabla un juego de seducción con el que así la mira y no precisa más
que este simulacro. Como en el amor cortés, se muestra dispuesta pero
inalcanzable y así responde su Dios, con la familiaridad de un esposo
celoso o la insatisfacción de un amante ocasional. Ella mantiene su
posición: es a los hombres a quien engaña y los engaña por él.
Después de la muerte del padre y en medio de injurias y rivalidades
por la obtención de cargos en el convento, ese Dios comienza a mos-
trarse y no como lo imaginó, comienza a querer ver y no como ella se
mira. Por momentos emprende una persecución: “Quítate el tocado”
(246), le ordena la voz divina, que páginas atrás se mostraba tan paternal.
“Quítate el tocado” repite amenazante y ella replica: “Agora quieres que
me quite el tocado, y luego querrás que me quite la camisa” (246).
La negativa de la monja proclama que ni en el acto amoroso sabría
estar desnuda y se previene quizás de la decepción de su deseo ante este
Dios que de pronto demanda como hombre y que en páginas anteriores
le había prometido un velo permanente (“Yo te haré ese velo eterno”,
232). En ese trance se disuelve la relación de quien la nombró come-
dianta porque su exigencia escudriña un detrás del parecer (del disfraz),
donde en realidad no hay nada.
¿Y si no se guardaba para Dios, a quién aguarda esta monja? “Quítate
el tocado” insiste la voz. Para no verse desnuda, para no quedarse sin el

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“tocado” de su hábito, que marca el límite para defenderse del Otro. El
cuerpo perdería su tejido, vestido y cuerpo tienen consistencia, desnuda
no significa. Úrsula solo puede ser velada, hace de su capa... un síntoma.
¿O quizás asistimos a un nuevo engaño y este acoso solo da cuenta
de un deseo que tampoco pasaba por Dios? Deseo de ser entera,
unificada y completa, que manifiesta atrevidamente en su aspiración de
ocupar ella misma el lugar de esa divinidad: “Si yo fuera dios [...]. ¡Ay!, si
yo fuera dios por media hora, experimentaras si yo con vos era escasa:
nuevos mundos te fabricara con criaturas capases de tu amor” (205).
Porque ella no oculta nada y parece que la figura divina,
omnipotente, lo ignora, Úrsula persiste con esta inversión de papeles en
el disfraz, con el que, sin duda, Dios, ese Otro entero y que divide, es
puesto a prueba. Pero ella lo perdona y así lo cuenta.

* * *

Un epílogo para la teología del fantasma que este capítulo ha recorrido,


en voz de tres mujeres de la colonia que cuentan a Dios y sus figuras, en
un intento por recobrar el poder de sus vidas: el cuento “Perdonando a
Dios” de Clarice Lispector (1994), en donde la venganza de la
protagonista condena al poder divino a un lugar de inexistencia, a la más
pura ficción.
Una mujer experimenta un trance de plenitud. Por un momento se
siente la madre del mundo y la madre de Dios, si es posible alcanzar este
vértigo sin asomo de omnipotencia, “por puro cariño, así de simple, sin
prepotencia ni gloria alguna, sin el menor sentimiento de superioridad o
igualdad” (Lispector, 1994: 46). No se puede aspirar a más: no solo la
completud de la madre sino la de la madre del mundo y su creador.
De repente irrumpe un imprevisto horroroso –tan propio de la
narrativa de Lispector–, la protagonista pisa una rata y no puede dejar de
vincular los dos sucesos: “de pronto me invadió la rebeldía: ¿entonces yo
no podía entregarme desprevenida al amor?, ¿qué quería Dios hacerme
recordar?” (1994: 48) y lo toma como una grosería, por lo que decide
vengarse, opta por la venganza de los débiles: va a contarlo y le va a
arruinar la reputación, dice.
La intervención divina fisura la idealidad de un momento pletórico y
al darse a conocer en la adversidad, se sustrae del lugar anónimo que esta
mujer le había otorgado como fantasma. La imprevista irrupción
compone una verdadera prueba de amor que desencadena la pregunta
por lo que ella quiere y esa pregunta resulta tan indeseable como la rata.
En un rodeo, sus reflexiones la conducen a una sentencia tan sacrílega
como ambigua: “mientras yo invente a Dios, Él no existirá” (1994: 51),
en donde “contar” adquiere otro sentido, no solo porque sirve como
ajuste de cuentas sino porque “inventar” (narrar, crear) condena a la

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inexistencia, curioso desplazamiento del estatuto de la ficción, que
garantiza una desrealización. Ahí se trama el agravio contra la divinidad;
doble agravio si tenemos en cuenta que se mide contra la figura creadora
por excelencia.
“Mientras yo invente a Dios, Él no existirá” o existirá en la ficción
que invierte la glosa lacaniana: si el deseo de un hombre crea a la mujer,
aquí el deseo de la protagonista lo coloca en su sitio, no va él a inventar a
su gusto lo que necesita para sustentarse, ni que sea Dios, no va a existir
ella como consecuencia de este nombre. Demasiada relevancia
concederle el privilegio de agente del deseo, de la creación y de la mujer.
No olvidemos que el cuento se titula “Perdonando a Dios” y pone
en escena cómo el amor de una mujer cuestiona la existencia divina y le
perdona la vida al facturarlo a un nuevo espacio de pura virtualidad, el de
la ficción, que asegura su no-ser y la afirma a ella en calidad de creadora.
También le perdona a Dios no tolerar su prepotencia y casi le agradece
que el intolerable designio le haya dado pie a contarlo.
En el cuento no se describe una fusión mística ni el Dios al que esta
mujer apela cumple una función reguladora. Pero en su arrogancia
vuelve una escena remota que presagiaron sus precursoras: la de un
encuentro imposible, irrepresentable, en su naturaleza de Dios o de rata.

79
II. Rituales del género

Ninguna tiene tanto éxito como La Que No Está. Aunque todavía es joven,
muchos años de práctica consciente la han perfeccionado en el sutilísimo arte
de la ausencia. Los que preguntan por ella terminan por conformarse con otra
cualquiera, a la que toman distraídos, tratando de imaginar que tienen entre sus
brazos a la mejor, a la única, a La Que No Está.
“La Que No Está”. Ana María Shúa

81
1. Pasajes y contextos: una mirada ciega
Cuenta una antigua historia que dos niños tenían curiosidad por saber
qué ocurría tras el recinto amurallado de un parque. Para satisfacer su
interés, uno de ellos subió a hombros del otro y encaramado en la pared,
pudo contemplar el espectáculo. El niño exclamó con sorpresa: “¡Pero
todo el mundo se pasea desnudo por aquí!”. El que cargaba con él
preguntó: “– ¿Pero son hombres o mujeres?”. – “No sé”, contestó el
otro, “no van vestidos”1.
En la mirada infantil de esta fábula, del niño que no sabe distinguir el
sexo por la falta de atributos –en este caso, de vestido– se esconde una
lección. Si atendemos al dicho de que “los niños y los locos siempre
dicen la verdad”–del que ya me he servido en páginas atrás–, algo de
verdad contiene esta mirada, lo que nos permite reflexionar sobre la
construcción cultural que rodea al sexo y sus signos distintivos.
Probablemente, el niño de esta fábula se entretenía con recortables –era
un niño de generaciones atrás–, vistiendo y desvistiendo figuras de
cartón (cuerpo plano y genitales borrados), con esos trajes de papel con
pestañitas, para finalmente asignarles diferencia sexual, según ropa y
circunstancias de actuación: Eloísa jugando al tenis o Roberto en un día de
invierno.
Próximo al cuerpo, el vestido no solo forma parte de un código
cultural de reconocimiento de clase y origen –como las bermudas y las
camisas floreadas se asocian al surf o a determinados turistas–. En este
ritual de convenciones y recuperando la mirada infantil de la fábula, el
vestido funciona como indicio de la diferencia sexual, no la determina
pero actúa sobre ella y permite reconocerla, como reconocemos en el
icono de los lavabos públicos al hombre por la silueta del pantalón y a la
mujer por la silueta de la falda. El vestido sólo cubre al yo, pero hace de
su traje una elección de sexo, “un juego del ser” como afirma Barthes 2.

1 Tomo la fábula de Noé Jitrik (Jitrik, 1992: 187), que la cita a propósito de la mirada
colombina, perpleja ante el desnudo de los indígenas, que “no sólo no clasifica sino que
tampoco identifica; la falta de ropa no sólo desiguala brutalmente, crea un paréntesis o una
suspensión en la noción de extranjero y, con ello, la noción de diferente entra también en
suspenso” (Jitrik, 1992: 84).
2 Si el vestido –según Barthes– remite a este juego del ser, la moda remite al juego del

vestido: “un teclado de signos entre los cuales una persona eterna elige la diversión de un
día, es el último lujo de una personalidad lo bastante rica para multiplicarse y lo bastante
estable para no perderse jamás; vemos así a la Moda “jugar” con el tema más grave de la
conciencia humana (¿Quién soy yo?)” (Barthes, 2003: 292).

83
Pero esta lección de la fábula, la del sexo construido mediante
atributos no hace honor a la sabiduría infantil. ¿No será más grave, no
será que el sexo mismo forma parte de esa serie de atributos de lo
masculino y lo femenino, restándole así todo carácter esencial? El niño
reconoce que la anatomía no es el destino, pero parece no atender a una
diferencia evidente –por visual– en los personajes que contempla, como
ocurre en algunas teorizaciones sobre el género, de las que hablaré más
adelante. En algo tiene que intervenir ese “tener o no tener” que salta a
la vista pero que él no quiere ver.
El vestido es en principio esa envoltura que cubre eso de lo que este
niño afirma no saber nada, que delimita un hueco que no quiere
traspasar. El vestido vela lo que oculta (el cuerpo, el sexo) y lo que revela
(mujer, hombre), por eso admite “el juego del ser” (el travestismo, la
androginia) y, en ocasiones, hasta ignorar qué ser está jugando. Sin
vestido no somos nadie, es cierto, pero tampoco hace falta arroparse
tanto en él.
Si de indumentaria y atuendos hablamos, corresponde traer a
colación la “teoría del perchero” de Linda Nicholson (2003) para
explicar cómo se ha abordado la relación entre socialización y biología
en algunas teorías feministas, según la cual, el cuerpo sería una especie de
percha en la que se cuelgan o se superponen distintos mecanismos
culturales, especialmente los relacionados con el comportamiento y la
personalidad; ciertas prendas se parecen mucho de una cultura a otra,
otras penden necesariamente para sustentar la apariencia de un sexo
natural y, por lo tanto, pueden descolgarse. Nicholson advierte que la
concepción de la identidad como perchero no ayuda a comprender las
diferencias de las mujeres con respecto a los hombres ni entre quienes se
consideran una cosa u otra dentro de cada grupo.
En definitiva, no basta con pensar que el cuerpo se nos da siempre a
través de la interpretación social o que el sexo está incluido en el género
porque al final, ese cuerpo y ese sexo, quedan en un hueco del que no se
quiere saber nada.
En el hilado “cuerpo, sexo, género, deseo” y “feminidad, feminismo”
se articula la tercera parte de este libro, cuyo primer capítulo rescata la
importancia y la certeza de las formulaciones iniciales de la Teoría del
Género, para seguir con las disipaciones que su desarrollo comportó y
detenerme, en el compás de este recorrido, en el cruce entre el debate
filosófico de la identidad y el debate político de la igualdad de las
mujeres. El segundo capítulo aborda ese tope del pensamiento con el
que he comenzado mis reflexiones, ese hueco del cuerpo que nunca se
muestra desnudo porque no hay cuerpo sin palabras. Pero precisamente
porque compone por excelencia materia para la subjetivación –y para la
“significantización” (significación, mercantilización) de las mujeres,
como vernos en la tercera parte alrededor de Frida Kahlo y Eva Perón–,

84
concierne a distintas posiciones del ser. Con respecto a esas posiciones y
a la producción simbólica de la literatura (de la que dan cuenta los dos
últimos capítulos) he partido, voluntariamente, de dos semblantes poco
femeninos en nuestra cultura: el de la madre que mata (con dos cuentos
de Luisa Valenzuela y Ana María Shúa) y el de la verdadera mujer que no
es una madre (con algunos de los cuentos de Clarice Lispector).
Solo una advertencia antes de comenzar: la necesidad de distinguir
entre “posición femenina” con respecto a la subjetividad y lo que la
cultura ha hecho de ella (magnificarla, denigrarla); lo simbólico mantiene
a la mujer sea en posición de significante, sea en posición de fetiche.
Pero también es preciso sugerir lo que las mujeres han hecho con esta
posición femenina. Porque si de indumentaria y atuendos hablamos,
toda novia que se precie de ello va acompañada de velo ¿cortesía de su
parte?, ¿afán de ocultación?, ¿exigencias del protocolo?, ¿último jaque
antes de la entrega (a quién va a engañar)? Prudentemente, Athéna
envolvió el primer rostro de mujer, el de Pandora, con un velo
abigarrado.

85
2. Lo que el género nos dejó, lo que se llevó
No es mi intención elaborar las vicisitudes del concepto de género1 en
este capítulo, tan solo señalaré algunos de los hitos que me parecen
fundamentales en relación a sus formulaciones iniciales y en relación a su
articulación con la lucha feminista. Me interesa destacar que, en estos
comienzos, el término género no pretendía sustituir al término sexo, sino
sencillamente reducir su alcance.
La bibliografía crítica al respecto coincide en destacar, en los
comienzos de este debate, la aportación de John Money, sexólogo de
orientación conductista, que en su estudio sobre hermafroditas (1955)
notó que la adscripción sexual no siempre se orientaba a partir de la
anatomía; las formas en que estos individuos habían sido socializados y
la identidad atribuida por los padres fijaban la ambigüedad o
contradicción de sus caracteres sexuales corporales. La expresión rol de
género surgió, por lo tanto, ante la necesidad de establecer una
terminología que permitiera explicar la vida sexual en estos casos y
concretara el papel desempeñado por el medio social y la biografía, en su
asignación como hombres o mujeres.
El género funcionaba así como un complemento imprescindible del
sexo y a pesar de mantener cierto biologismo en su concepción, lo
interesante se desprende de que, en principio, no separaba uno de otro
sino que los consideraba dos caras de una misma moneda. También
notar que, justamente, la ambigüedad de las marcas corporales originó la
reflexión sobre la dimensión psicosocial del sexo; paradójico, porque con
el tiempo, no solo la noción de género se distanció de la de sexo, es
decir, se “desexualizó” (la ambigüedad derivó en vacío corporal) sino
que terminó imponiéndose implícitamente una correspondencia
biunívoca entre uno y otro concepto. Señala Silvia Tubert:
El éxito de esta terminología llevó a la palabra género a cargarse de otros
significados. El rol género adquirió un carácter claramente social, designando un
modo de conducta prescrito y determinado socialmente, y la identidad de género
pasó a aludir a la dimensión psíquica asentada en el sexo biológico asignado
(2003: 360).

1 Sobre ese recorrido desde diversas disciplinas, puede consultarse la compilación de


Tubert (2003), también Maquieira (2001) sobre los debates y discusiones a los que ha dado
lugar y los tres volúmenes editados por Celia Amorós y Ana de Miguel, Teoría feminista: de la
Ilustración a la globalización, Madrid, Minerva, 2005.

87
Pero no adelantemos acontecimientos en este rastreo de fuentes y
retomemos otras reflexiones de este debate, como la que desde la
antropología propuso Gayle Rubin (1975). La autora parte de la teoría de
los sistemas de parentesco y el concepto de intercambio como principio
organizador de la sociedad, en donde la mujer es el “don” más preciado,
y en donde advierte una asimetría: entre los que intercambian y lo
intercambiado, no solo en la medida en que los varones tienen derechos
sobre las mujeres sino también en la medida que ellas no optan a ese
mismo derecho; esa asimetría tiene asegurada la dependencia de un sexo
sobre otro, pues desde el momento en que la mujer es el objeto de
intercambio, y no una de las partes, se transforma en signo de algo, y ello
implica un conjunto de imposiciones, prohibiciones, obligaciones y
derechos diferenciales para ellas, en relación con los hombres.
En este intercambio se localiza la opresión de la mujer dentro del
sistema social y se hace evidente que su subordinación es el producto de
relaciones sexuales que organizan y producen el sistema sexo / género,
que Rubin define como “el conjunto de ajustes o disposiciones por los
cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en producto de la
actividad humana, y mediante los cuales estas necesidades sexuales
transformadas se satisfacen” (Rubin, 1998: 17). Por lo tanto, las
disposiciones por las cuales la materia biológica del sexo y la procreación
humana son conformadas por la intervención de la vida social
determinan la distinción entre género y sexo, que pone de manifiesto la
falsa naturalidad con la que esta convención se ha impuesto y oculta la
dominación que somete a las mujeres.
Aunque en esta concepción, nuevamente, lo biológico se acepta
como la base que sustenta los significados culturales, no obvia ni las
relaciones económicas ni las relaciones sociales y personales entre
hombres y mujeres. Me parece fundamental la importancia de este
primer ensayo porque concretó el origen de la desigualdad y la
hegemonía masculina; también porque delimitó el género como
producto de fuerzas sociales, históricas y culturales. Ambas cuestiones,
en ocasiones, se han perdido de vista en algunas teorizaciones,
propiciando cierta abstracción. En otras palabras, para Rubin, la noción
de género no funciona solo como categoría analítica sino como un
sistema de organización social.
A pesar de las críticas que este modelo ha cosechado posteriormente,
coincido con Virginia Maquieira en destacar otra de sus contribuciones
cardinales: considerar el género como una línea “divisoria impuesta
socialmente a partir de relaciones de poder. Divisoria que asigna
espacios, tareas, derechos, obligaciones y prestigio. Asignaciones y
mandatos que permiten o prohíben, definen y constriñen las
posibilidades de acción de los sujetos y su acceso a los recursos
(Maquieira, 2001: 163).

88
En resumen, el término género se introdujo en primera instancia
como arma de combate en una discusión entre el determinismo y la
construcción social de la diferencia; la diferencia entre sexo y género
abría un espacio entre naturaleza y cultura que permitía interrogarse
sobre cómo en distintas sociedades se constituía lo masculino y lo
femenino, y esta distinción permitió al feminismo desenmascarar su
condición generada (fabricada, diseñada, arbitrada) por la cultura. De ella
se sirvió la crítica para intervenir en los discursos sobre el cuerpo y
politizar los signos de la definición sexual.

2.1. Lo que se perdió en el camino


En las disciplinas teóricas, el concepto de género resultó operativo, en
cuanto permitió abordar el núcleo de representaciones, prácticas y
discursos que codificaban sobre todo el “ser mujer” como forma de
control y sometimiento, pero empezó a operarse un desplazamiento.
Poco a poco el concepto fue diferenciándose del sexo y terminó por
aludir al conjunto de características, propiedades y funciones que una
determinada cultura atribuye a los individuos en virtud del sexo al que
pertenecen; la preeminencia de esta dimensión socio-histórica-cultural
ilustraba una circunstancia descriptiva, cuando no normativa, pues tendía
a codificar distintos modelos según épocas y lugares, proyectaba una
plantilla –“una mujer de género”–, a partir de patrones culturales,
modelos que circulan en el imaginario social, retazos y pedazos tan fijos
y estables como los que pensaron a la mujer con atributos que la
esencializaban. En definitiva, resultó tan inmutable como la fórmula “la
biología es destino”, pero en su caso, “no la biología sino la cultura se
convertía en destino” (Butler, 2001: 41).
Pero lo más importante es que el énfasis en esta dimensión
constructiva no comportaba necesariamente el reconocimiento de la
asimetría radical entre hombres y mujeres. El género perdía así
potencialidad crítica; de una noción que respondía a la diferencia, que
señalaba una división jerarquizada, producto de relaciones de poder (una
categoría crítica) se pasó a una noción donde la diferencia no siempre
conlleva dominación (una categoría descriptiva). Apunta Tubert: “Si el
concepto de género no se usa como instancia crítica, sino como
descripción de la organización social, por ejemplo, encontramos
explicaciones funcionalistas neutras de los géneros como roles
complementarios y, por ello, útiles cuando no esenciales a la marcha
social (Tubert, 2003: 22). Podríamos añadir incluso que no todos los
dispositivos identitarios responden a la dominación, ni siquiera a su mera
resistencia.
Por otro lado, si el género remite a una construcción social, parece
lógico suponer que la construcción de la feminidad y de la masculinidad
resultan homólogas, lo cual vuelve a contradecir la connotación política

89
con la que surgió este término, que verificaba cabalmente la despropor-
ción entre una y otra.
La pérdida de fuerza crítica también llegó cuando el término género
comenzó a extenderse como un sustituto del sexo, un mero eufemismo
de lo políticamente correcto –como señalaba en mi presentación con
respecto a la Ley de la Violencia de Género en España– o como un simple
sinónimo de “mujeres”. En un ensayo clave (1985), Joan W. Scott
apunta varios usos del concepto y explica cómo “la búsqueda de
legitimidad académica” llevó a las estudiosas feministas en los ochenta a
sustituir mujeres por género:
En los últimos años cierto número de libros y artículos cuya materia es la historia
de las mujeres, sustituyeron en sus títulos “mujeres” por “género”. En algunos
casos esta acepción, aunque se refiera vagamente a ciertos conceptos analíticos, se
relaciona realmente con la acogida política del tema. En esas ocasiones, el empleo
de “género” trata de subrayar la seriedad académica de una obra, porque “género”
suena más neutral y objetivo que “mujeres”. “Género” parece ajustarse a la
terminología científica de las ciencias sociales y se desmarca así de la (supuesta-
mente estridente) política del feminismo. En esta acepción, “género” no com-
porta una declaración necesaria de desigualdad o de poder, ni nombra al bando
(hasta entonces invisible) oprimido [...]. “Género” incluye a las mujeres sin
nombrarlas y así parece no plantear amenazas criticas (Scott 1990: 42).

Para Scott, este uso descriptivo del término, que es el más común,
reduce el género a “un concepto asociado con el estudio de las cosas
relativas a las mujeres” y respalda un “enfoque funcionalista enraizado
en último extremo en la biología”2.
Cuanto más se insiste en los procesos de construcción que implica el
género más identificada queda la categoría de sexo a la biología, como
una entidad supuestamente natural y originaria. De algún modo, al
contraponer estos dos términos se volvía a reproducir una división: el
sexo era al género lo que la naturaleza a la cultura y podríamos seguir
con la cadena: cuerpo / mente, materia / espíritu, privado / público,
etc., etc., incurriendo en el origen de todos los males. La polarización
encauzaba una noción “pura” de lo natural y lo cultural, escamoteando
que nuestra propia naturaleza biológica se ha ido modificando en
función de la presión selectiva de factores culturales, que la evolución

2 A partir de esta crítica, la autora propone una definición de género como elemento
constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos y
también como una forma primaria de relaciones significantes de poder. Distingue al
respecto cuatro aspectos: los símbolos culturales disponibles para estas representaciones
(como la polaridad Eva / María); los conceptos normativos que definen las
interpretaciones de los significados de los símbolos (doctrinas, discursos, leyes, que
codifican unívocamente el significado de hombre y mujer); las instituciones y
organizaciones sociales (parentesco, familia, mercado de trabajo, educación, etc.) y en
último lugar, la identidad genérica. Nótese en esta propuesta la importancia de articular lo
individual con la organización social.

90
cultural repercute en la evolución física y que nuestra propia naturaleza
se ha constituido como producto de la vida civilizada que nos define
como seres humanos. Hay que tener en cuenta que “la categorización
social de la biología influye en la construcción social del género. El sexo
no se entiende sin el género: las categorías sociales del género influyen
en la construcción de las categorías biológicas” (Tubert, 2003: 30).
De últimas, si el género es a la actividad humana, a la cultura y al
lenguaje, como el sexo a la naturaleza, si el género es la transformación
del sexo, el ser social de un cuerpo sexuado, ¿cómo se da esa transfor-
mación? Es más, puestos a mantener la entelequia, ya que parece
indiscutible el carácter social de nuestra identidad, cabría preguntarse, en
el otro lado del binomio: ¿cómo sabemos que el “sexo” es “sexo”? En la
interrogación resuena la crítica de Judith Butler, que comienza por poner
en duda la neutralidad y veracidad de los discursos científicos que lo
establecen como un hecho natural, anatómico, cromosómico u
hormonal, dada su vinculación con ciertos intereses políticos y sociales.
Al impugnar el carácter inmutable del sexo, Butler sugiere que este
concepto está tan culturalmente construido como el de género:
Entonces no tendría sentido definir el género como la interpretación cultural del
sexo, si éste es ya de suyo una categoría dotada de género. No debe concebirse el
género sexual como la inscripción cultural de significado en un sexo predetermi-
nado (concepto jurídico); también debe designar el aparato mismo de producción
mediante el cual se establecen los sexos en sí. Como resultado, el género no es a la
cultura lo que el sexo a la naturaleza; el género también es el medio
discursivo/cultural mediante el cual la “naturaleza sexuada” o un “sexo natural”
se produce y establece como “prediscursivo”, previo a la cultura (2001: 40).

Esta producción del sexo como lo pre-discursivo debería ser


entendida como un efecto más de los dispositivos de construcción
cultural del género o aparato de producción mediante el cual se
establecen los sexos entre sí.
Butler acierta cuando cuestiona el estatuto científico que determina la
naturaleza del sexo. Pero una asunto sigue en el aire, porque podríamos
establecer un matiz entre cómo los discursos científicos “producen” ese
sexo y el biologismo que ha encauzado ciertas teorías feministas (que
procede, sin duda de los anteriores), que parece siempre mal colocado (o
defendido a ultranza o totalmente ignorado).
Quizás, el problema no radique en la duda sobre la neutralidad de
esos discursos y cómo establecen el sexo en tanto hecho dado, más bien
reside en cómo la ciencia aborda lo real, cómo circunscribe lo real del sexo
y hasta qué punto, el modo en que formula sus preguntas concierne a
nuestras reflexiones.
Para la ciencia, la definición del sexo está ligada a la de la
reproducción y a la idea de una relación sexual programada por el

91
instinto, especie de saber innato, automático, pero que, no obstante,
sigue dependiendo de cierto imaginario descrito por la etiología.
Geneviéve Morel (2002) ejemplifica las limitaciones de esta
definición exponiendo una divertida anécdota sobre cómo la comunidad
científica abordó la vida sexual de los lagartos de cola de látigo. Dichos
lagartos se reproducen por partogénesis, lo cual constituye una
excepción entre los reptiles: la hembra pone huevos sin que ningún
macho la haya fecundado. Un estudioso, David Crews, comprobó un
comportamiento curioso: una lagarta que se montaba sobre otra y
“remedaba” un acoplamiento, con los órganos sexuales en contacto.
Pese a que los biólogos estaban de acuerdo sobre los hechos, estalló una
discusión en cuanto a la significación que había que darles. En efecto,
ese comportamiento, que coincidían en considerar como sexual, era
aberrante desde el punto de vista de la reproducción de los lagartos,
puesto que además no desencadenaba ninguna partogénesis. De ahí
surgió la duda de si los actos aberrantes no eran provocados por el
cautiverio de los animales: ese comportamiento no se habría producido
si hubiesen estado en libertad, defendían algunos. Por desdicha,
respondían otros, esa actitud de las lagartas era imposible de observar en
libertad ¡porque se escapan!
Morel advierte que el problema resultó insoluble desde esas
perspectivas y no se zanjó: “pero lo que nos interesa aquí es que el
espíritu científico se haya sentido desconcertado por un comportamiento
que él mismo calificaba de sexual, pero que no tenía vínculo alguno con
la reproducción ni, por lo tanto, con el sexo en la perspectiva científica.
¿Por qué llamarlo sexual entonces?” (Morel, 2002: 32).
La ventaja de no ser científico es que podemos considerar tranquila-
mente esa actitud como un acoplamiento que evoca el campo de la
sexualidad, una satisfacción desconectada de la reproducción, un com-
portamiento que rememora lo humano en el animal, un imposible para la
ciencia –como los delfines que reconocen su imagen ante el espejo, otra
controversia–. Un imposible científico (o se es humano o se es animal),
“donde aflora un real que le es heterogéneo, el campo del goce de los
cuerpos, desconectado de las finalidades de la reproducción en el ser
hablante” (Morel, 2002: 32).
La ciencia escribe una relación sexual que el psicoanálisis desmiente;
para la primera, solo existe el límite que su propia práctica consiente (la
refutación de sus principios o universales mediante demostraciones) 3; el

3 Separa, en los términos que plantearé más adelante, lo real del semblante. Ese real no es un
imposible en el discurso científico y así induce a la clasificación de especies, apoyada en la
lógica de la clase y el atributo, como la establecida entre hombres y mujeres. Si la anatomía
en ocasiones muestra una franja ambigua, la fórmula cromosómica o la prevalencia
hormonal resolverán la imprecisión.

92
segundo parte de la inexistencia de una ley universal que aparee al
hombre y la mujer.
Pero un último recurso queda: lo que el registro biológico pueda
poner en duda se atajará en el registro civil, que no admite
ambigüedades, a pesar de que la convención jurídica funda lo social (la
variedad, el grupo, la heterogeneidad) –¿o precisamente por ello?–.

* * *

Llegados a este punto, varias cuestiones se plantean alrededor de la


problematización de la categoría de género: la primera de ellas consiste
en la posibilidad de pensarlo como una relación que constituye tanto al
hombre como a la mujer en cuanto sujetos sexuados y de concebirlo
como diferencia, sin confrontarlo a una norma. Se trata, en primer lugar,
de una relación en la que lo social no disuelva lo individual –y en este
cruce, encarar las luchas políticas del feminismo contemporáneo–; en
segundo lugar, que los procesos constructivos a los que se refiere el gé-
nero no impliquen una discontinuidad radical con los cuerpos sexuados.
Con respecto a la primera cuestión, la de recuperar en el género una
dimensión personal que no se pierda en su caracterización como “clase”,
se corre el peligro de recaer en el esencialismo. Decir que las mujeres
difieren de los hombres en tales y cuales aspectos equivale a afirmar que
las mujeres son de tal y cual modo, “inevitablemente una caracterización
de la naturaleza o la esencia de las mujeres, aun cuando se la describa
como una naturaleza construida” (Tubert, 2003: 20).
En principio, la noción de performance con la que Butler abordó el
género como autorrepresentación y producción discursiva proponía una
salida en este atolladero. La autora, al apartarse de un modelo substancial
de identidad, recalcaba cuánto de actuación conllevaba su asunción y
cuánto de repetición precisaba para su afirmación.
El género es un acto, afirma Butler, en el sentido de que precisa de
una gestualidad, una corporalidad y una realización que pone en escena
identidades reconocibles, aprendidas y reglamentadas. Precisamente, esta
puesta en escena crea la ilusión de una esencia: “la apariencia de
sustancia es precisamente eso, una identidad construida, una realización
performativa en la que el público social mundano, incluidos los mismos
actores, llega a creer y actuar en la modalidad de la creencia” (2001: 172).
La distinción entre expresión y performatividad es crucial en esta
definición para la autora, porque si los atributos y actos de género (las
diversas maneras en que un cuerpo muestra o produce su significación
cultural) son performativos, entonces no hay lugar para pensar una
identidad preexistente a ella.
La sedimentación de normas de género produce el fenómeno de un
“sexo natural” o una “mujer real” u otras ficciones sociales, un conjunto

93
de estilos corporales que, de forma reificada, aparecen como la confi-
guración natural de los cuerpos en sexos que existen en una relación
binaria uno con el otro. La insistencia, por lo tanto, estabiliza estas repre-
sentaciones: “como en otros dramas sociales rituales, la acción de género
requiere una actuación repetida, la cual consiste en volver a realizar y a
experimentar un conjunto de significados ya establecidos socialmente, y
esta es la forma mundana y ritualizada de su legitimación (2001: 171).
Establecer la identidad como autorrepresentación y como puesta en
escena –como proceso y producto social también– va más allá de la
noción de género como constructo. La repetición revela el efecto
fantasmático de la identidad constante y también el punto débil de su
convención, lo cual abre una serie de valiosas perspectivas de análisis, de
las que yo misma parto en numerosas ocasiones para mis reflexiones.
Considero también que esta formulación mantiene un margen que
permite pensar en torno al orden del sujeto, es decir, permite considerar
hasta dónde está dispuesto a llevar la actuación de su identidad, cómo
compromete su cuerpo en ella, cuánto la cree, qué tanto de su deseo
asoma, con qué lo confronta personal y socialmente, qué muestra y qué
oculta, cuánto hay de elección y cuanto de coacción.
Pero más dudosa me parece la confianza que Butler concede a sus
capacidades de acción, al emplazar las posibilidades de transformación
del género en una repetición subversiva y mediante “una proliferación
radical de género, desplazar las mismas normas de género que permiten la
propia repetición” (2001: 179). La parodia o el travestismo pueden
recordarnos el carácter de simulación, ilusión o artificio que conlleva
toda identidad; incluso desestabilizar los vectores binarios (mujer:
femenino; hombre: masculino). Sobre esta última cuestión tengo mis
reservas, pues en la actualidad encontramos múltiples representaciones
cruzadas (festivales de drack queen, metrosexuales, transexuales, ejecutivas
agresivas, hombres embarazados, etc.), una multiplicidad que disuelve su
carácter unitario, en la que los polos “originarios” han caído, en que las
inversiones resultan obsoletas por pérdida del modelo simulado y de su
antiguo poder orientador, al prevalecer el enjambre o la pulverización. El
resultado no parece ni subversivo ni desestabilizador, más bien ha
conducido a una “ilusión de lo mismo” entre hombres y mujeres, a su
homogenización y no a su diferenciación.
¿Hasta qué punto la noción de performance de Butler, en tanto
producción, no tiene más realidad que sus propias representaciones? Si el
género es una “representación” y, consecuentemente, no posee ninguna
forma o esencia ideal sino que es tan solo un disfraz de la orientación
sexual, todos los disfraces están permitidos, todos valen, pero como
apunta Cristina Molina al día siguiente del carnaval “se esfuma la ilusión
y la carroza vuelve a ser calabaza” (Molina, 2003: 135). Una cierta
connotación festiva y lúdica se advierte en la propuesta de Butler que

94
difícilmente reta el status quo contra el que la lucha feminista se alza, en
conflictivas disputas y numerosos tropiezos políticos. Siguiendo con esta
figuración carnavalesca: ni todos los disfraces son posibles, ni todos
subversivos, ni a ellos se accede con igual facilidad ni estoy segura de
hasta qué punto se puede cambiar de disfraz.
Por último, en este recorrido que inicié sobre propuestas que
permitan cruzar el género en tanto identidad individual con los sistemas
de poder, es preciso destacar la contribución de Teresa De Lauretis.
Tomando como punto de partida a Michel Foucault y su concepto de
“tecnología del sexo” –que ya vimos en capítulos anteriores–, la autora
expone el género como representación y autorrepresentación, como
producto de varias tecnologías sociales, de discursos institucionales,
epistemologías y prácticas críticas, y, por supuesto, de prácticas de la vida
cotidiana. De esta forma, frente a las “tecnologías del sexo” (que ignoran
la diferencia conflictiva entre hombres y mujeres), De Lauretis propone
las “tecnologías del género”.
Podríamos así decir que el género, como la sexualidad, no es una
propiedad de los cuerpos o algo que existe originariamente en los seres
humanos, sino que es “el conjunto de los efectos producidos en cuerpos,
comportamientos y relaciones sociales”, como dice Foucault, debido al
despliegue de una “compleja tecnología política” (Lauretis, 2000: 35).
El género es una representación, lo que no significa que no tenga
implicaciones concretas, sociales y subjetivas, en la vida material de los
individuos. Al contrario:
No sólo en el sentido en que toda palabra, todo signo, se refiere a su referente, el
género es la representación de una relación, la relación de pertenencia a un grupo,
a una clase, a una categoría. Construye una relación entre una entidad y otras
entidades que están ya constituidas como clase, y esa relación es de pertenencia.
Así, el género asigna a un individuo una posición en el seno de una clase, y por
tanto, también una posición respecto a otras clases (Lauretis, 2000: 37- 8).

En la propuesta de Althusser, en la que toda ideología tiene la


función de constituir individuos concretos en cuanto sujetos, si
sustituimos ideología por género –propone De Lauretis–, la afirmación
mantiene su eficacia con un ligero cambio (el de “sujetos” a “hombres y
mujeres”) que, precisamente, saca a la luz la relación entre género e
ideología. El cambio de “sujetos” a “hombres y mujeres” marca la
distancia conceptual entre dos órdenes de discurso: el de la filosofía o la
teoría política y el de la “realidad”.
Por ello, si las representaciones de género son posiciones sociales
que llevan consigo diferentes significados, el que alguien sea
representado y se represente a sí mismo como varón o mujer implica que
asuma los efectos de ese significado, afecta a su construcción subjetiva y
viceversa, en un proceso retroactivo: “la construcción del género es el

95
producto y el proceso tanto de la representación como de la
autorrepresentación” (Lauretis, 2000:43). En esta confluencia entre lo
individual y lo social, Lauretis admite una posibilidad de acción y de
intervención tanto en la micropolítica como en las prácticas cotidianas.

2.2. ¿Las mujeres contra el Estado?


Quisiera, antes de continuar con este recorrido sobre lo que el género
nos dejó, se llevó o nunca trajo, detenerme un instante en el alcance del
debate crítico sobre la igualdad y la diferencia entre hombres y mujeres
en relación con la lucha feminista; en la articulación entre la filosofía y la
política, las mujeres y el Estado (o la ciudadanía o el derecho): “la
igualdad está al principio de la reflexión política, la diferencia de los
sexos al principio del trabajo epistemológico” apunta Geneviève Fraisse
(2002: 197).
Dos cuestiones se derivan de este encuentro: el uso de la categoría
“mujer” en esta lucha y la pertinencia de la diferencia de los sexos en sus
reivindicaciones, la primera menos espinosa que la segunda.
A pesar de mi insistencia en mantener cierto horizonte histórico en la
noción de género no hay que caer en una ontología que lo convierta en
una organización social universal ni en una identidad homogénea para
todas las mujeres. Pero, inevitablemente, al emplear la categoría “mujer”
como sujeto de una acción y de una protesta política, esta se colectiviza y
adopta un referente social. Butler se pregunta si esta denominación
mantiene un sentido separada de las condiciones de opresión contra las
cuales se formula, ya que para desafiarla, el término adquiere un carácter
normativo y, en consecuencia, excluyente (1992, 76):
En lugar de un significante estable que exige la aprobación de aquellas a quienes
pretende describir y representar, mujeres (incluso en plural) se ha convertido en un
término problemático [...] ¿Existe algún elemento común entre las “mujeres”
anterior a su opresión, o bien las mujeres se vinculan únicamente en virtud de su
opresión? ¿Hay una especificidad en las culturas de las mujeres que sea
independiente de su subordinación por parte de las culturas masculinistas
hegemónicas? (2001, 35-6).

De hecho, la fragmentación dentro del feminismo y cierta oposición


paradójica a él por parte de “mujeres” a quienes dice representar ponían
de relieve los límites de ciertas políticas de identidad. Aunque Butler
encauza el problema de la representatividad política hacia prácticas de
representación identitaria, como ya vimos, la preocupación por fundar
una política feminista una vez que la existencia de las mujeres como
mujeres ha sido puesta en duda resulta pertinente. Ahora bien, la crítica a

96
una identidad esencial no debe conducir al rechazo absoluto de cualquier
concepto de identidad4.
Las feministas han configurado discursos que incorporan demandas
sobre las mujeres y ello no hubiera sido posible sin apelar a esta cate-
goría; su uso estratégico no impide que se someta a constante revisión;
los supuestos de esa categoría deben insertarse en relatos que expresen
su especificidad histórica (etnia, clase, orientación sexual, etc.) 5.
Vayamos a la segunda cuestión, más difícil de resolver: la dificultad
en conjugar el término político de “igualdad” y el término ontológico de
“diferencia”. Esto equivale a interrogarnos sobre si las mujeres tienen
que volverse idénticas a los hombres para ser reconocidas como iguales
ante la ley, o si tienen que afirmar su diferencia para lograr esa igualdad.
Ahí se juegan derechos, reivindicaciones, libertades, garantías,
aspiraciones, representaciones, etc. y según se plantee de una forma u
otra cambian las propuestas para atajar lo que es un mismo objetivo y un
frente común: la dominación de un sexo sobre otro. Según cómo se
formule será necesario o no implantar estrategias de paridad, conceder
un estatus político a la maternidad y al trabajo doméstico, castigar la
discriminación, etc.
Pero creo que el fondo de la cuestión no radica tanto en si la lucha
política feminista debe optar por representar a las mujeres como
idénticas o diferentes a los hombres sino hasta qué punto puede avanzar
desde dentro del sistema y hasta qué punto este resulta reversible, tal y
como está concebido. Dicho en otros términos: ¿se puede remendar,
mediante disposiciones y decretos legales esta dominación?, ¿hasta
dónde el Estado debe y puede hacerse cargo de ella?, ¿su reconocimiento
alcanza para intervenir en prácticas sociales y cotidianas en donde de
forma más o menos velada se sigue ejerciendo?

4 Igualmente G. Spivak ha argumentado que las feministas necesitan confiar en un


esencialismo operacional, una ontología de la mujer como universal para poder avanzar en
un programa político feminista; aunque esta categoría no es totalmente expresiva, ni recoge
su multiplicidad y discontinuidad, la autora acepta su uso por razones estratégicas, (G.
Spivak, “Remarks”, Center for the Humanities, Wesleyan University, Primavera, 1985, cit.
en Butler, 1992, 76).
5 Que la categoría mujer debe atender a variables se contempla en lo que comúnmente se

denomina “feminismo de la diferencia” y que Nelly Richard resume en: diferencia en


cuanto diferencia entre hombres y mujeres (diferencia biológico-sexual reintrerpretada
culturalmente por la marca de género, que se basa en una división-oposición entre
masculinidad y femineidad tomados como modelos separados de experiencia y cultura);
diferencia en cuanto diferencia entre las mujeres, que busca corregir la tendencia ahistórica
de un cierto feminismo que representa a la mujer sin especificar las variables de experiencia
(raza, etnia, clase) que diversifican cada grupo fuera de las coordenadas del género sexual;
diferencia en cuanto significado relacional y posicional de la identidad, que nos indica que
la masculinidad y la feminidad son modos de construcción subjetiva y estrategias de
manipulación crítica de los códigos de identificación simbólicos y culturales (Richard,
1997).

97
Una sentencia de J. A. Miller me resuena ante esta cuestión, que no
debe malinterpretarse: “cuanto más la mujer existe desde el punto de
vista del derecho, más desaparece bajo la máscara masculina” (Miller,
1988: 67). Es decir, la regularización de las demandas de las mujeres
vuelve, por parte del Estado y el derecho, como una codificación
patriarcal que, desgraciadamente, los hombres “les conceden” a ellas;
incluso, en ese marco, ya queda establecido cierto margen para lo que se
sale de su norma, para así prevenir cierta insubordinación. Podríamos
todavía aventurar otra hipótesis: esta regulación contractual que borra la
alteridad del sexo la empuja a volver con más fuerza en el orden de lo
social, porque cuanto más neutralizado, más asediado. De hecho, la
paliza o el asesinato producto de la violencia machista persiste, a pesar
de que los hombres que la ejercen saben muy bien que van a pagar por
ello. No estoy insinuando que no deban pagar por ello, tan solo me
planteo hasta dónde la exigencia punitiva no escapa del fuego de los
hombres para caer en las brasas de un padre fustigador.
¿Será necesario invocar el legado de Antígona, en el desafío que
promueve la heroína clásica al enterrar a su hermano, no tanto por
oponerse a Creonte sino por erigir un gesto que disuelve su autoridad?
Antígona emprende el riesgo de su acción sin exigir ni la adhesión de la
Ley ni su reemplazo por otra, actúa en el borde de lo político, del estado,
de la polis, de la familia, de la vida, del lenguaje y de la feminidad. Sin
embargo, este legado parece perderse en los esfuerzos contemporáneos
que exigen un marco legal y la adhesión del Estado para las demandas
feministas, dando lugar a una paradójica situación en la que la lucha por
la igualdad se traduzca en una legislación justa, los derechos de las
mujeres se contemplen en códigos que velen por su cumplimiento y sus
necesidades se recojan en programas de política social. Paradójica
situación, en tanto la ley no lo puede todo y menos garantizar su
cumplimiento, no salvaguarda de los prejuicios y difícilmente puede
concebirse un Estado aliado con las mujeres.
Nancy Fraser ha ejemplificado algunos de estos efectos y ha
demostrado que, a menudo, la institucionalidad de las necesidades de las
mujeres (convertirlas en beneficiarias de determinados programas) es
una forma de negociarlas, de reglarlas y de imponer una interpretación
de esa necesidad: “la interpretación de las necesidades se desvía a través
de la objetivación administrativa de la demanda” (Castillo, 1994: 282); la
repolitización de los servicios muestra los vectores característicos de la
acción social en las sociedades del capitalismo del bienestar, que termina
por convertir un derecho en una necesidad y cuando las demandas de
necesidades se divorcian de demandas de derecho, el Estado adminis-
trativo se vuelve paternalista. El problema, por tanto, es separar las posi-
bilidades emancipatorias de los discursos sobre las necesidades de sus
posibilidades represivas.

98
Por otro lado, Chantal Mouffe advierte, con Carole Paterman, que
“exigir igualdad es aceptar la concepción patriarcal de ciudadanía, lo cual
implica que las mujeres deben parecerse a los hombres, mientras que
insistir en que a los atributos, las capacidades y actividades distintivos de
las mujeres se les dé expresión es pedir lo imposible, puesto que tal
diferencia es precisamente lo que la ciudadanía patriarcal excluye”
(Mouffe, 1999: 115).
La reflexión de Mouffe pone el dedo en la llaga sobre el tipo de
“ciudadanía” a la que se puede aspirar en este contexto pues esa noción
ha sido construida de manera universalista, homogénea y relega toda
particularidad y diferencia a lo “privado”6. El liberalismo ha reducido
este concepto a un estatus meramente legal, indicando los derechos que
los individuos pueden reclamar al Estado o en su contra, recortando su
potencial factual de áreas a las que también se refiere.
Recientemente, muchas feministas y otros críticos del liberalismo han
explorado en la tradición cívica republicana una concepción de
ciudadanía diferente, más activa, que haga hincapié en el valor de la
participación política y en la noción del bien común, antes e
independientemente de los deseos e intereses individuales.
Cerraré estas reflexiones con la advertencia de Mouffe, para quien las
limitaciones de la concepción moderna de ciudadanía no van a superarse
si en su definición se vuelve políticamente relevante la diferencia sexual.
Su proyecto de “democracia radical” imagina la posibilidad de que esa
diferencia se convierta en irrelevante en una dimensión plena de ese
estatus de ciudadanos y ciudadanas:
No estoy abogando por la total desaparición de la diferencia sexual como
distinción pertinente; no estoy diciendo tampoco que la igualdad entre hombres y
mujeres requiera relaciones sociales neutrales desde el punto de vista genérico; y
es claro que, en muchos casos, tratar a los varones y a las mujeres igualitariamente
implica tratarlos diferencialmente. Mi tesis es que, en el dominio de lo político y
por lo que toca a la ciudadanía, la diferencia sexual no debe ser una distinción
pertinente. Estoy de acuerdo con Pateman en su crítica de la concepción liberal,
masculina, de la ciudadanía moderna, pero creo que un proyecto de democracia
radical y plural no necesita un modelo de ciudadanía sexualmente diferenciado en
el que las tareas especificas de hombres y mujeres sean valoradas con equidad,
sino una concepción verdaderamente diferente de qué es ser un ciudadano y de

6 Esta distinción entre lo privado y lo público resulta más compleja de lo que a primera
vista parece. No me detendré en su descripción, tan solo apuntaré que remite a la
separación del mundo de la sujeción natural, es decir, de las mujeres, del mundo de las
relaciones convencionales e individuales, es decir, de los hombres. El mundo femenino,
privado, de la naturaleza, particularidad, diferenciación, desigualdad, emoción, amor y lazos
de sangre está puesto aparte del ámbito público, universal –y masculino– de la convención,
igualdad civil y libertad, razón, acuerdo, como un poderoso principio de exclusión. La
separación entre lo privado y lo doméstico, desempeñó, de más está decirlo de nuevo, un
importante papel en la subordinación de las mujeres.

99
cómo actuar como miembro de una comunidad política democrática (Mouffe,
1999: 119).

100
3. Las mujeres hablan, los hombres no lloran
Como ya vimos, el concepto de género ha resultado fructífero para
discernir la feminidad como signo, indagar las representaciones que
funcionan como ideales, los modelos que circulan en el imaginario social,
sus pautas reguladoras y su poder normativo; permitió, por otro lado,
escapar de caracterizaciones deterministas y substancialistas, pero
observamos que huyendo del esencialismo, se caía en el relativismo
(cuando se entra en la feminidad, “la” mujer sale por la ventana). Una
vez comprobado el peso de estos patrones, muchas preguntas quedan en
el aire. Más allá de la construcción social o la feminidad como un “deber
ser”, ¿es posible pensar una identidad en esta oscilación entre la
metafísica del ser y el vacío subjetivo?
La revisión emprendida por Judith Butler en torno a este concepto
incluye una reprobación de la que aún no he dando cuenta: “la
suposición de un sistema binario de género mantiene implícitamente la
idea de una relación mimética entre género y sexo, en la cual el género
refleja al sexo o, si no, es restringido por él” (2001, 39). Esta suposición
binaria funciona como una matriz reguladora, en la que ciertas
identidades no puedan existir: aquellas en las que el género no es
consecuencia del sexo o las que el deseo no es consecuencia ni del sexo
ni del género. En este sentido, se impone un orden entre sexo, género y
deseo, un ideal normativo, una ficción reglamentadora, que apunta, entre
otras cosas a la heterosexualidad obligatoria.
Es decir, cuando la identidad de género se entiende como
relacionada causalmente con el sexo, la subjetividad se entiende así: el
sexo condiciona el género y el género determina la sexualidad y el deseo.
Volvemos a una metafísica de la sustancia en la que predomina la
“materialidad” del sexo y todos los demás atributos cobran sentido
como un reflejo suyo, con lo cual retrocedemos casi al mismo lugar
partida en donde nos encontramos al comienzo de esta segunda parte.
Si en los apartados anteriores destaqué lo que el género nos dejó y lo
que se llevó, este capítulo informa de lo que nunca trajo, retomando una
cuestión que dejé suspendida en páginas atrás, cuando sugerí que
despuntaba una discontinuidad radical con el cuerpo sexuado, que se
borra a favor de plantear la identidad como construcción cultural y
social. Como si la anatomía no interviniera en ningún sentido, pareciera
que podemos decretar sujetos no atados al sexo (no en cuanto “órgano”

101
pero sí en cuanto a lo que cada uno ve cuando se/lo mira) 1. Tubert
afirma tajante:
El género entonces se limita a indicar la pertenencia de un individuo a un grupo,
pero es opaco en cuanto al deseo, al inconsciente, al fantasma, a la posición sexual
y a la elección de objeto, así como mudo con respecto a la experiencia y la imagen
corporal de un sujeto. [...]. La identidad de género permite al sujeto refugiarse en
una identidad colectiva para defenderse de la angustia ante el deseo, que lo coloca
frente al sentimiento de su absoluta singularidad (2003: 399).

La cita condensa todo aquello que el género no quiere saber, que


como patrón distintivo de conductas ha pacificado, la deriva de la
frontalidad sobre qué es un hombre o una mujer, la forma de acomodar
este fantasma cultural.
En el cruce entre autorrepresentaciones y sistemas de poder debe
buscarse un lugar para la “materialidad de los cuerpos”, no como un real
–al que no podemos acceder– pero sí en cuanto a los efectos que
produce, aunque, inevitablemente esas consecuencias se filtren en
códigos y normas reguladoras. Coincido con Tubert en la necesidad de
concebir “la diferencia sexual como una operación simbólica que toma
cuerpo en unos organismos anatómicamente distintos, produciendo así
efectos imaginarios (representaciones esencialistas y ahistóricas de lo
femenino, por ejemplo) (Tubert, 2001: 9). Para ello es forzoso dar cuenta
de tres dimensiones inconcebibles de manera aislada: esa materialidad de
los cuerpos (que el orden de las representaciones y práctica discursiva
configura como “realidad”); los efectos estructurantes del orden
simbólico (cuyos efectos performativos inciden en lo real) y la
producción imaginaria resultante de la articulación de lo simbólico y lo
real (que pone en escena el deseo del sujeto).

* * *

¿De qué “ser” se trata en la identidad de género?, ¿basta con creerse


hombre o mujer para encaminarse como tal? Puede suceder que uno
piense en convertirse en hombre o mujer a través del acto sexual (de ahí
los numerosos ritos de iniciación) pero sabemos que esto es puramente
imaginario: no garantiza al sujeto su ser sexuado. Puede suceder también
que, por el hecho de repetir “soy un hombre”, “soy una mujer”, ese
sujeto lo crea, pero nuevamente esos atributos fundan identificaciones
imaginarias bajo las cuales se oculta un vacío fundamental. Aunque lo

1 Este borramiento del sexo en la crítica no me parece ajeno al juego unisex de la moda
andrógina que circula, entre otros, en el imaginario contemporáneo (como la publicidad de
Calvin Klein), un ideal que sintomatiza los cuerpos en su versión extrema y mortífera que
es la anorexia. La anorexia, en tanto caída del cuerpo, de su densidad y de sus funciones
biológicas impide su reconocimiento sexual o lo aniña, borra con ferocidad su diferencia.

102
cierto es que hay una palabra para decir “hombre” y una palabra para
decir “mujer”: “el lenguaje y la diferencia de los sexos son
contemporáneos” (Lemoine, 2001: 46).
Palabra, identificación y diferencia de los sexos que capturan (en su
pantalla) un real inaprehensible; el “ser hablante” solo tiene ser porque lo
dice y su organismo solo se convierte en cuerpo por efecto de esa
palabra.
Si el lenguaje surge de la falta hay que vérselas con esa falta para
seguir hablando y decir “hombre” o “mujer”. Esa falta, entendida aquí
como una negatividad esencial2 (“Si digo agua ¿beberé?” en palabras de
Pizarnik) divide al sujeto, ya no más dueño de lo que dice, lo confronta a
un vacío sustancial, el mismo que enfrenta la obra literaria y la locura, y
lo ubica en la lógica fálica, que impone un significante del que procede la
estructura del sujeto3.
En el orden simbólico se genera la narrativa que ostenta los procesos
constitutivos del sexo. Respecto a la pregunta de Butler de si el sexo /
género se elige, desde el psicoanálisis se puede contestar que los sujetos
no sienten esa elección pero sobre ellos pesa la coacción del discurso,
aunque no todos los sujetos acceden de la misma forma a ella.
Podemos partir de dos coacciones, casi dos estereotipos, para
avanzar en esta exposición, en lo que de ellas se desprende: las mujeres
hablan todo el tiempo, los hombres no lloran.

* * *

Bla, bla bla, las mujeres hablan más, lo cual no implica que callen menos.
Pero si una mujer dice: hablar, hablar, hablar, es todo lo que sabes hacer mala
señal, la tormenta se avecina. Eso mismo repite el loro en Zazie en el
metro, la novela de Raymon Queneau, y ambos (el loro y la protagonista)
guardan parecido según Jacques-Alain Miller (2002).
Zazie, que se pasea por París, arrasa con su cinismo y se ríe de los
logros de la cultura. Cuando su tío le propone visitar la tumba
“verdadera del verdadero Napoleón”, ni corta ni perezosa exclama:
“Napoleón mon cul” y vocifera “mon cul”, “mon cul”, “mon cul” todo
el tiempo, me importa un carajo, todo el tiempo. Dotada de “frescura”,
Miller afirma: “Zazie logra llevar al registro de la interjección y de la
injuria todo aquello que la civilización propone como producto, en un
torbellino desenfrenado, y nada la detiene, ni siquiera Napoleón. Esta
proposición es una máquina de desinflar, de pisotear semblantes, de

2 He trabajado en relación a la negatividad como “silencio”, al borde de la mujer y de la


locura, en dos escrituras extremas y casi opuestas que manejan esa falta, la de Armonía
Somers, con sus excesos y Clarice Lispector, con sus mesuras (Girona, 2007).
3 Resaltar que la función fálica orienta la organización simbólica y la sexuación, emplaza

tanto la psicosis o la neurosis y como lo masculino y lo femenino, en cierta sintonía.

103
revelar el estatuto de semblante de todo aquello a lo que se dedica la
gente masculina de su entorno” (Miller, 2002: 129).
Zazie es una descreída, nada la impresiona y menos los monumentos.
Así se acerca Miller, con tientos, a su realismo: “Brutalmente, ¿por qué
no decir que a veces las mujeres parecen, en la medida en que esto sea
posible, más amigas de lo real?”. En este sentido, “lo real” no son las
palabras ni las construcciones funerarias sino una manera de formular
que ellas no sostienen con gusto la idea de atraparlo con el significante:
“la posición femenina implica cierta intuición de que lo real escapa al
orden simbólico” (Miller, 2002: 127). Destaco de esta última frase
“posición femenina”.
Más incrédulas, por tanto, desconfían hasta cierto punto de esta
captura, al colocar el significante en la cuenta del forro, lo que no está
reñido con el cacareo. ¿Por qué no, dada la escasa consistencia del
lenguaje? Una posición bastante insostenible, por cierto, si tenemos en
cuenta que linda con la psicosis y si no fuera porque el descreimiento de
ese lenguaje no llega a proclamarlo como innecesario, más bien como
lotería: ilusorio pero al fin y al cabo indispensable. Y más vale de nuevo
la ilusión de todos los días porque lo peor que pudiera ser no viene de la
incredulidad sino del desengaño. Hablan, hablan y hablan a pesar de su
escepticismo para sostener el ardid:
Entiendo por “creencia” la adhesión consciente e inconsciente, sin prueba, a una
evidencia: aquí, la evidencia de que el falo, como consecuencia de la disociación
percepción/significación, se impone siempre a la mujer como ilusorio. Ilusorio
querría decir, en el fondo, que esta ley, este placer, esta potencia fálica y
simultáneamente su falta, a la cual accedo por el falo –el del extraño–, es un juego.
No es que no sea nada, pero tampoco lo es todo, aunque fuera un todo velado,
como declaran los misterios fálicos. No, el falo que “yo” invisto es lo que hace de
mí un sujeto del lenguaje y de la ley; “yo” surjo de eso. Sin embargo, sigue siendo
otra cosa, un no sé qué… [...]. No es más que un juego, no es más que un “yo”,
“yo” hago como sí, y es precisamente eso, en el sujeto mujer, la pretendida
“verdad” del significante o del sujeto hablante (parlêtre). No quiero decir con esto
que las mujeres son forzosamente juguetonas (lúdicas), aunque podrían serlo.
Pero cuando ellas no están ilusionadas, están entonces desilusionadas. El aparente
“realismo” de las mujeres se sostiene en este ilusorio: las mujeres no paran de
hacer –y de hacer todo– porque ellas no creen en él; ellas creen que es una ilusión
(Kristeva, 1999: 176-7, énfasis de Kristeva).

Esta extrañeza fálica puede llevar a las mujeres a inscribirse en el


orden social con una eficacia distante (de la que el cinismo de Zazie es
un extremo) pero también a favorecer una regresión debido a su
particular vínculo con la madre, como veremos más adelante.
Ellas (posición femenina), por estar más familiarizadas con la
privación y la inconsistencia –menos tomadas por la “angustia del
propietario” y por los semblantes de la autoridad– sabrían no solo

104
negociar4 –incluso prescindiendo del reconocimiento de su poder para
hacerse escuchar–, sino también, tomar acciones con la mayor dureza e
independientemente de la sanción del Otro.
Pero volvamos a Zazie, cuyo cinismo se resiste a las apariencias que
no la encandilan. Porque de eso se trata, de palabras y de apariencias: de
semblantes, de hacer creer que hay algo allí donde no lo hay. Miller
define el semblante como una categoría que se opone a lo real (lo que no
está o a lo que no podemos acceder) y no a lo verdadero, que a veces
linda con el orden de lo bello: “una categoría que nos permite reunir,
frente a lo real, lo simbólico y lo imaginario. Agrupa esas dos categorías,
hace ver lo común a ambos términos, y permite construir una antinomia
no con el ser, sino con lo real” (Miller, 2002: 16).
Todo lo que es discurso no puede sino mostrarse como semblante y
el ser hablante está condenado al él, de ahí que no sea contradictorio
afirmar que el semblante se hace pasar por lo que se es. Quisiera insistir en las
implicaciones que esta formulación conlleva, puesto que van más allá de
“autorrepresentación” o “performance” (a las que incluye), en tanto
plantear que el significante es semblante permite establecer una
equivalencia entre lo simbólico y lo imaginario, una vía para pensar la
escritura y la escritura de mujeres, que tomo de Sonia Mattalía:
La experiencia de la catástrofe producida por el lado mortífero del goce femenino,
más allá del falo, conduce a muchas mujeres a elaborar semblantes femeninos
diversos por medio de los cuales denuncian la inconsistencia del semblante fálico:
la dolorosa, la mujer sufriente, la llorona o la malediciente, la humorista mordaz,
la cínica, se anclan en este proceso formativo de la subjetividad femenina que
oscila entre la ilusión y la desilusión de lo simbólico. [...]. La escritura de mujeres
ha tejido y escenificado con frecuencia estas particularidades (Mattalía, 2003: 75-
6).

Más amigas de lo real… la extrañeza fálica y la inconsistencia del


semblante fálico. Contrariamente a lo que se podría pensar, hay que
partir de la antipatía de la posición femenina hacia los semblantes para
percatarse de cómo los maneja, los adopta, los hace respetar y hasta los
fabrica. Especialmente para fabricarse un “ser”, para parecer “ser lo que
no es” o “lo que no tiene”, como si nunca alcanzara para atestiguar el
sexo5.

4 En este papel como mediadoras culturales que abarca desde La Malinche hasta Rigoberta
Menchú y otras diversas “negociaciones”, como las que emprendieron audazmente las
Madres de Mayo o con respecto a los espacios de producción de las mujeres, Juana
Manuela Gorriti o Gabriela Mistral.
5 Mattalía, en este seguimiento de semblantes de mujeres que propone, plantea que la

sustitución del “tener por el parecer” lleva a la asunción de la “mascarada de la feminidad”,


“en la cual desea ser el falo, el significante del deseo del Otro” (2003: 79) y al referirse, ya
no a la posición femenina, sino al conjunto de rasgos que se supone definen a La Mujer,
apunta: “la femineidad tiene estructura de velo, es una ficción realista –en el sentido de
verosímil congruente–, sirve para recubrir el agujero de un goce más allá de lo

105
El término “semblante”, además de evocar representación,
apariencia, velo, establece “lazo” –como el lenguaje– entre ser y parecer,
ser y no tener, ser y no ser. Desde ahí se puede leer también la
productividad simbólica de la literatura. Por un lado, las escrituras que
no se entregan, las que en la proliferación o el adelgazamiento o la
dislocación, recusan la falsa transparencia (semblante) del orden fálico
(pienso en Armonía Sommers, Sylvia Molloy, Reina Roffé o Delmira
Eltit, por ejemplo), en un trazo que no deja “pasar nada”, que se niega a
ser colmado; pienso en la escritura mística (la de las religiosas coloniales
que presente en la primera parte pero también la de Gabriela Mistral y la
poesía final de Gertrudis Gómez de Avellaneda, como veremos) cuya
recusación, en el orden del amor, se resiste a la vía fálica del hombre;
pienso en las amigas de lo real que no esconden su cinismo –por seguir
llamándolo de la misma manera– (María Luisa Bombal, Luisa
Valenzuela, Cristina Peri Rossi) o las que en el borde de la significación,
abren una hiancia sobre el agujero que el lenguaje vela (Alejandra
Pizarnik, Clarice Lispector).

3.1. La escritura como pliegue melancólico


Kristeva presenta distintas variantes de la posición mujer con respecto al
monismo fálico, lo que denomina como su “extrañeza” 6, entre ilusión y
desilusión, que reproduzco para retomar el hilo de mi exposición:
Pienso que lo fálico ilusorio en la mujer puede conducirla a inscribirse en el orden
social con una eficacia distante: es lo que Hegel llamaba “la mujer, eterna ironía de
la comunidad”. Por otra parte, esta posición ilusoria del falo puede igualmente
favorecer las regresiones depresivas de la mujer cuando la atracción de la “sombra
del objeto” preedípico (de la madre minomicénica) se vuelve inexorable, y cuando
el sujeto mujer abandona la extrañeza de lo simbólico en beneficio de una
sensorialidad innombrable, quejosa, muda, suicida. Por el contrario, se puede ver
en la investidura maníaca de ese falicismo ilusorio la lógica de la ostentación que
moviliza la bella seductora, incansablemente engalanada, maquillada, vestida,
ataviada y provocadora, y del mismo modo incansablemente “no inocente” y
decepcionada. Nos encontramos frente a una figura muy conocida de la mujer
ilusionista y que se sabe tal –de esta “girlphallus” de la cual hablaban Fenichel y
luego Lacan: nos las sabemos todas y jugamos a eso (Kristeva, 1999: 177).

representable. Pero su verdad es velar la nada, la falta de ser de todo sujeto; no sólo en el
sentido de cubrir, sostener lo que no existe, velar a un muerto, por ejemplo (2003: 84).
Es preciso aclarar que esta “mascarada” no es la cobertura de una esencia o una careta que
esconde una secreta identidad verdadera. También que a la mascarada femenina le
responde el alarde viril. La mujer simula lo que no tiene y el hombre presume de lo que no
es.
6 En otro momento llega a afirmar que “las dificultades estructurales de este

posicionamiento, más que las condiciones históricas que no dejan de sumarse a ellas,
explican tal vez el dificultoso destino de las mujeres a lo largo de toda la historia” (Kristeva,
1999: 183), lo cual puede funcionar como advertencia al feminismo.

106
De entre estas posibilidades, me interesa centrarme ahora en esa
atracción de “la sombra del objeto” preedípico, esa posición melancólica,
a la que Kristeva se refiere de una forma u otra en todas sus obras y en la
que siempre resalta cómo la mujer lleva a término este pasaje. “Nunca
está de más insistir” –dice– “sobre el inmenso esfuerzo psíquico,
intelectual y afectivo que una mujer debe hacer para encontrar al otro
sexo como objeto erótico” (1997: 32) y este “inmenso esfuerzo” –más
adelante afirma: “gigantesca elaboración”– se refiere a que, además del
acceso al orden simbólico, su tránsito hacia un objeto sexual se orienta
en otra dirección con respecto del objeto materno primordial. Lo que
espero que no se entienda como una exclusión de la homosexualidad ni
una inclusión de la heterosexualidad obligatoria.
En esta sentido, Kristeva propone una vía desde la que pensar los
“costos” de este esfuerzo: la propensión al duelo problemático del
objeto perdido, la melancolía acechante del ser femenino, puesto que la
“identificación especular con la madre y también la introyección del
cuerpo y del yo maternos son más inmediatos” en una mujer (Kristeva,
1997: 31).
Nuevamente, podemos intersectar escritura y melancolía para leer de
otra manera, en el pliegue fantasmático en el que se encuentran. Si la
melancolía es una relación con la pérdida de un objeto de amor, la
escritura devuelve, en otra escena y con otro lenguaje, esa pérdida.
Georges Agamben, en relación a la melancolía, propone concebir
una “topología de lo irreal” para referirse a una necesaria tarea filosófica:
“sólo si somos capaces de entrar en relación con la irrealidad y con lo
inapropiable en cuanto tal, es posible apropiarse de la realidad y lo
positivo” (1995: 15)7. Particularmente, la propuesta de este autor hilvana
magistralmente una “teoría del fantasma” con una “teoría del amor” y
con “una teoría de la representación”:
No ya fantasma y todavía no signo, el objeto irreal de la introyección melancólica
abre un espacio que no es ni la alucinada escena onírica de los fantasmas ni el
mundo indiferente de los objetos naturales; pero en este lugar intermedio y
epifánico, situado en la tierra de nadie entre el amor narcisista de sí y la elección
objetual externa, es donde podrán colocarse un día las creaciones de la cultura
humana (1995: 63).

Esta vinculación resulta particularmente precisa porque desde el


momento en que la estructura melancólica focaliza un objeto, pero un
objeto que no está o ha muerto, su introyección resulta problemática en
dos niveles: por un lado, en lo que se refiere a la naturaleza del objeto
perdido; por otro en lo que se refiere a la constitución del sujeto en

7 A partir de ahí, su propuesta deriva precisamente en una revisión del concepto de


“melancolía” desde la Edad Media (equivalente a la “acedia”, pecado capital) hasta la figura
del dandy, el fetichismo, el amor cortés o la metáfora, que cobran un nuevo sentido.

107
relación con él, en relación con lo que le falta. Estas consideraciones nos
permiten vincular desde una sola perspectiva conceptos de dos campos
diferentes: los que derivan del estatuto de la representación y los que
provienen de la configuración de la identidad.
En tanto la melancolía logra apropiarse del propio objeto solo en la
medida en que afirma su pérdida podemos afirmar que la enfermedad de
estar separado la define y la posibilidad de que la escritura exhiba la
marca de ese desligamiento fundamental. Más que nunca, el lenguaje es
señal de una separación, porque la negatividad es coextensiva a la
actividad psíquica del ser hablante.
“La pérdida de objeto” que solo nombra como tal Agamben tiene en
Kristeva un rostro particular, al encararla en relación al narcisismo y al
primer objeto deseado: la madre; “la señal de un yo primitivo herido,
como expresión arcaica de una herida narcisista no simbolizable”; “la
inscripción psíquica primordial de una ruptura (memoria del salto de la
materia inorgánica a la materia orgánica; efecto de la separación entre el
cuerpo y el ecosistema, el niño y la madre) pero también efecto
mortífero de un superyó permanente y tiránico” (Kristeva, 1997: 148).
Una melancolía con la que pensar a las místicas que vimos en la
primera parte de este libro, al panteón de madres muertas en Sab, de
Gertrudis Gómez de Avellaneda que veremos más adelante, las
estaciones de la poesía en Gabriela Mistral8 o las protagonistas de Clarice
Lispector, melancólicas sin saberlo, que se enfrentan sin estruendo al
duelo del lenguaje.

* * *

Las mujeres hablan, los hombres no lloran. La primera parte de este


tópico ya la esbocé anteriormente; en la segunda, se deduce que la
expresión del dolor no choca con los ideales del sexo en las mujeres y, a
veces, incluso, si hablan, lloran; curiosamente, que los hombres no deban
llorar no los exime de sufrimiento, pero sí de manifestarlo. Lo cual,
tomado por su revés, implica que “las mujeres lloran”, pero que
necesariamente el llanto tampoco tiene por qué garantizar sufrimiento,
igual que hablar no entraña callar menos.
Incumbe ahora sondear estos semblantes dolorosos, no todos
melancólicos. La mascarada a menudo disimula la falta, actuando lo bello
o el tener para recubrirla, pero en ocasiones, ostenta el dolor, hace gala
del sacrificio. Probablemente es esto lo que se ha confundido con la
pasividad femenina –incluso con el masoquismo– y eso simula esta

8 Para una lectura de esta poesía como duelo incompleto, en la que la posición melancólica
inscribe una subjetividad particular, véase mi “Introducción” a Gabriela Mistral, Tala. Lagar
(2001).

108
ostentación ¿a cambio de nada? Los sacrificios femeninos… que dan
algo a cambio de algo, en donde se gana tanto como se pierde, a veces
de forma histriónica, como las plañideras contratadas en los entierros,
cuya queja está mediada y medida por el pago en metálico, enfrentando
dos lógicas incompatibles: la del afecto y la del dinero. Tanto el gimoteo
dramatizado como la posibilidad de “contratar” llantos nos alertan
nuevamente sobre la “femenina predisposición” a las lágrimas. No es
difícil rastrear cómo esta permeabilidad del dolor ha consagrado a las
mujeres a sostener la queja en las desgracias de nuestra civilización9.
Si consideramos el llanto como la expresión de un lamento, un
recurso legítimo pero atronador, que interpela al que lo escucha e incluso
que apunta a culpabilizarlo para que cambie de actitud –en particular si
suspende cualquier acto propio– ¿no sustenta este lamento una
dependencia? Visto así, la expresión del llanto constituye una forma de
asegurar al Otro la propia sumisión y los hombres no tienen –amable-
mente–, por qué llorar.
Llevado al extremo, reconocemos en esta posición sacrificial a esa
mujer que decide aguardar en la sombra, que no desarrolla ninguna
aspiración personal, sino que por el contrario, traslada sus aspiraciones al
hombre, el objeto masculino elegido, que se realiza por procuración, a
través de las realizaciones, el éxito, o el valor de éste, en una
identificación narcisista.
A menudo, este desvalimiento a favor del objeto es lo que se
reconoce como debilidad femenina, olvidando que algo se obtiene a
cambio, como ser la mujer de en el caso anterior. O en lugar de ganar
como profesión ser esposa de, ganar como profesión ser escritora (y todo lo
que puede conllevar, fama o brillo social) a costa de la maternidad, el
divorcio o del reconocimiento como mujer. Así que si hay alguna queja
al respecto, otra vez debemos sospechar. No nos engañemos, elegir un
objeto que vale más es un falso sacrificio, que es a lo que apunta esta
actitud, que sacrifica un más de gozar por otro. Se trata de un “sacrificio
condicionado” (Soler, 1994: 32) o mejor, de la aritmética de los placeres.
No es más que una aritmética del plus-de-gozar.

3.2. Hacerse pasar por mujer (escritora)


A comienzos del siglo XX, los procesos modernizadores en América
Latina involucran cambios y transformaciones en el ámbito económico,
social y político. De este conjunto de cambios, subrayaré solo dos: los
relacionados con la problemática especialización y autonomía de las

9 Por cierto que, no sólo se hace cargo del dolor de la muerte, también, como clama
Antígona, del culto a los muertos, esos rituales que hacen más muertos a los muertos y más
vivos a los vivos (como los cultos a la fertilidad) y cabría pensar, que en estos “cuidados del
límite”, custodia el orden simbólico, pues las sepulturas, como los espejos, lo instauran en
la cultura.

109
esferas culturales en el continente (profesionalización del escritor,
aparición de campos culturales diferenciados, institucionalización
literaria, afianzamiento del mercado editorial) y la emergencia de nuevos
actores sociales, entre ellos, las mujeres, que visibilizan su presencia al
integrarse al mundo laboral, al erigirse como público consumidor –entre
otros productos, de cultura– y al acceder a esos campos intelectuales.
La estampa, rápida y esquemática, muestra el espacio donde se construye
la voz femenina a principios de siglo y en donde irrumpe con fuerza una
constelación de escritoras: Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Teresa de
la Parra, María Luisa Bombal, Gabriela Mistral por citar solo unas
cuantas.
La crítica ha señalado las distintas estrategias “esforzadas” que
tuvieron que emprender estas autoras para acceder a los circuitos
dominados por varones, validarse en su profesión y ser reconocidas
como tales, desde ciertas conductas sociales hasta la elección de la
temática en sus obras. Podríamos plantearnos –como más adelante
propongo con Gómez de Avellaneda– considerar su “semblante” de
escritoras, en tanto “hacer de” o “hacerse pasar por” que pone en juego
su ser femenino (particularmente expuesto en la esfera pública) y su
deseo de realización profesional.
Al respecto, Beatriz Sarlo (1989), ha notado que la obra de Norah
Lange o Victoria Ocampo, por ejemplo, fue legitimada como tal en tanto
sus propuestas operaron en un lugar de “evolución” y no de ruptura en
su ámbito. Admitida su práctica de escritura, se aceptan en tanto
conservasen su cualidad “natural” y no contradijeran la cualidad básica
de su sexo. Mientras sus compañeros innovaban y enfrentaban ismos y
tendencias, a ellas les corresponde reparar: no fracturar sino conservar,
según el principio de que “el hombre es cultura, la mujer naturaleza”.
Con respecto al cuidado que dedican a construir su imagen –a
fabricar su persona–, Silvia Molloy plantea la necesidad de incorporar
esta cuestión como tarea crítica:
El problema es interesante no sólo por lo que revela del escritor o de la escritura
–eterno Narciso entregado a su proyección– sino por lo que revela del público a
quien va dirigida esa imagen y de las relaciones de mercado entre escritor y lector.
La imagen proyectada es el escritor y también es su máscara: hecha de lo que es,
lo que se busca ser, lo que queda bien que sea y lo que se sacrifica para ser. Es
espejo revelador pero también puede ser escudo opaco, defensa (Molloy, 1996:
93-4)10.

En el caso de las escritoras, esta consideración merece especial


atención, ya que “su imagen profesional es de por sí más fluctuante,

10Retomaré en numerosas ocasiones, más adelante, esta reflexión de Molloy, puesto que
coincido en la importancia de considerar la construcción de la imagen de las mujeres
escritoras como un problema crítico que completa sus propuestas literarias.

110
menos estereotipada, que la de los hombres”. Molloy menciona a
aquellas que en esta época optaron por formas menos sancionadas: la
maestra (en el caso de Gabriela Mistral, estucando una sexualidad poco
convencional), la mujer sabia (Victoria Ocampo, escudando sus
inseguridades en su papel de difusora de lo ya canonizado) o el
deliberado aniñamiento, en su infantilización voluntariosa (mujer frágil e
ingenua) de Delmira Agustini.
Su planteamiento destaca las estrategias de construcción –por tanto,
de artificio– que implicó el acceso de estas mujeres al campo literario,
estrategias que se elaboran en la intersección del ser y el deber ser, lo
individual y lo colectivo, el narcisismo y el imaginario social, como una
suerte de “solución de compromiso” que exige un ajuste y que siempre
se juega a dos bandas, difíciles de satisfacer a la vez.
A pesar de que muchas de estas estrategias sirvieron a las escritoras
como una treta para superar los obstáculos de ingreso en la esfera
pública (como forma de poner en escena un “ser de escritora”), en
muchas ocasiones se han identificado con su ser mismo (sin distinguir lo
que mostraban de lo que se proponían) y con la misma simplicidad, se ha
impuesto una causalidad biográfica a estas estrategias 11: “una especie de
economía textual en la cual escritura y biografía ocupan lugares no tanto
intercambiables cuanto simbióticos, y una actitud entre mitificante y
suspicaz que no permite siquiera establecer esa, aunque falsa, convención
de la “objetividad” crítica (Cróquer, 2000: 15).
Por último, Delfina Muschietti ha destacado cómo los núcleos
semánticos emergentes de la realidad cambiante de principio de siglo (la
inmigración, el urbanismo), que se constituyen como generadores de la
producción literaria de los escritores del momento, no aparecen en la
literatura de mujeres hasta después de 1930, más orientada en sus
comienzos hacia el intimismo y el amor. Muschietti atribuye el
desplazamiento a “condiciones específicas de marginalidad con respecto
a la literatura producida por los sujetos hombres“, a “las diferentes
posiciones que ocuparon estas mujeres en el campo intelectual [...] en
cuanto a esa condición marginal a la „gran literatura‟” (1989: 81) y a su
vinculación con la retórica del folletín, el modelo de la “nacida para
amar”, reforzado en ese momento por el dispositivo de la publicidad.
Este sesgo temático parece apuntar en principio a reforzar las estrategias
de debilidad a las que antes aludía. Pero quizás cabría pensarlo de otra
manera: ¿por qué no reconocer que cuando se impone la fragmentación
social (y los procesos modernizadores de ese momento la imponen), la

11El suicidio de un primer amor o la maternidad frustrada, en el caso de Mistral; el crimen


pasional de Agustini, pero también, como veremos, el amor desgraciado en Gómez de
Avellaneda o el accidente de Kahlo son anécdotas biográficas en las que insiste la crítica. A
partir de estos acontecimientos se lee su obra, se explica su “originalidad”, se recortan
sentidos y se neutraliza su potencial desestabilizador.

111
exigencia de amor asume un valor distinto a lo particular e íntimo? Es
cierto que el gusto por lo individual y lo emocional caracteriza a estas
escritoras, pero cuando los lazos sociales se fragmentan, podemos
preguntarnos si la exigencia de amor no pone un límite a esa
fragmentación, contradiciendo el carácter privado y personal de esa
experiencia. La exigencia de amor, vociferada en estas escritoras, es lo
que resta como límite a las soledades contemporáneas 12.
De algún modo, la escritura amorosa hace existir al Otro y estas
escritoras presentan mil y una manera de su existencia (amor, religión,
nación), justamente para mitigar su ausencia, aunque sea como un otro
de voluntad y poder nocivos, pero conscientes de la necesidad de
mantener el lazo social, en los procesos modernizadores y urbanizadores
que abocan al aislamiento y al individualismo.
En este contexto, una de las escrituras más demandante y
quejumbrosa es la de Gabriela Mistral. En otro lugar ya describí cómo su
poesía partía de la pérdida y cómo el dolor no solo asignaba el lugar
desde el cual autorrepresentarse sino que sellaba la condición de su
escritura (Girona, 2001). Sin embargo, su lógica sacrificial nos alerta
sobre el juego de ganancias y pérdidas al que antes me refería; sus
demandas le permiten asegurarse un lazo de unión aún a costa de la
pérdida del objeto amado (en los “Sonetos de la muerte” o ciertas
canciones de cuna), de su cesión corporal (en otras composiciones de
Tala y Lagar, de 1938 y 1954, respectivamente) o de la privación de la
tierra natal (en su poesía americanista). Incluso estas privaciones producen
un excedente en el que encuentra una satisfacción previa a lo que pide;
resultan, hasta cierto punto, disminuciones consentidas y duelos
pactados. Por tanto, todas las lágrimas, todas las quejas “a cambio de”.
Sin embargo, me interesa orientar en otra dimensión esta lectura, en
tanto esta condición de escritura y la elección temática de estas pérdidas
(demasiado a menudo identificadas con “pérdidas biográficas”) también
nos informan de una fractura en el orden social.
Los quebrantos y mermas inducen a Mistral a escribir en un
movimiento de interlocución, para responder a un Otro y sanar su fisura.
A ese requerimiento (madre, Dios, América), ella responde con la

12 Podríamos llevar más lejos esta excesiva emotividad y ponerla en relación con la matriz
del melodrama, en el sentido en que el Hermann Herlinghaus propone, no tanto como
temas o género “sino como una matriz de imaginación teatral y narrativa que ayuda a
introducir sentido en medio de las experiencias cotidianas (2002: 23). En el centro del
melodrama –rito de iniciación en la modernidad– se encuentra la subjetividad femenina
que busca una identidad emocional en un doble intento de liberación y conformismo: “esas
articulaciones que conectan el amor con el problema de justicia (la legitimación social del
amor) cultivan un lenguaje sentimental, corporal, performativo, por lo cual su posición en
el orden de las representaciones especializadas de la sociedad burguesa es precaria” (2002:
28). El melodrama produce un desorden lingüístico por la intensidad de los afectos y el
exceso semiótico que moviliza. Retomaré también en varias ocasiones esta observación.

112
revelación íntima (a veces visionaria u onírica, en todo caso, contraria a
la racionalidad que impone la modernidad) y el sacrificio amoroso.
Aunque en muchos momentos, la autora cede a la fascinación de este
sacrificio, ese Otro a menudo es una figura de orden, de límite, que en la
escritura religiosa confiere sentido a las desgracias (proporciona un
sentido a la infelicidad y es capaz de lavar la culpa) y en la amorosa
funciona como un “don de reconciliación”, destinado a apaciguar su
deseo y garantizar su existencia. De algún modo, esta sumisión no es un
acontecimiento individual, sino que se enmarca en una crisis del lazo
social de la cual Mistral se hace portavoz y mediante la que propugna un
vínculo de unión, del uno a uno que se diluye en la masificación anónima
de los tiempos modernos, en la aceleración de la vida urbana o el
torbellino de la industrialización.

* * *

¿Hay otro modo de mostrarse como mujer a principios de siglo, además


de llorar? Cuadernos de infancia (1937) de Norah Lange ilustra otra versión
de lo que exigía este deber en este contexto.
En uno de sus episodios, aquel en que la narradora manifiesta la
admiración por su amiga Jacquette cuando se entera que ésta posee la
capacidad de desmayarse, afirma: “no bien oí la palabra desmayo,
permanecí atenta, segura de que, al fin, me hallaría frente a una mujer
perfecta”:
En esa época me hallaba convencida de que las mujeres debían ser muy débiles,
físicamente, y que una especie de languidez, una perpetua convalecencia constituía
la característica de la verdadera feminidad. Segura de que una mujer capaz de
desmayarse a menudo era perfecta, una noche me acosté con una mano cerca de
la garganta, imaginándome desmayada. Ansiosa por llegar a ser una mujer ideal,
me abstuve de respirar y, entrecerrando los ojos, aguardé a que el techo y las
paredes comenzarán a girar en torno mío, dulcemente hasta que sobreviniese el
marco precursor del desmayo (Lange, 1965: 55).

La cita ilustra varias cuestiones, entre ellas ese “llegar a ser” (“llegar a
ser una mujer ideal” dice el texto), ese aprendizaje de mujer que se
desliza hacia el “deber ser” (“debían ser muy débiles”) o hacia la apa-
riencia, casi una puesta en escena, como todo el libro. También muestra
cómo el significante mujer esclaviza el cuerpo, lo sintomatiza. Pero hay
que notar que elegir el desmayo como síntoma es elegir un paréntesis del
cuerpo a los sentidos y a las palabras (“una mano cerca de la garganta”);
una salida del registro del significante para decir: basta.
Lo más cómico es que la narradora finge ese síntoma, provoca sus
condiciones de trance y exhibe en su farsa ese “ser mujer”. Otras
referencias en la obra abundan en estos juegos de imitación. En otro
episodio, relata cómo “desde muy pequeña” miraba a la gente, estudiaba

113
su perfil y se mimetizaba con su cara, imaginando que se introducía en la
persona: “Tuve que construir muchas figuras imaginarias –dice–,
muchos brazos caídos, muchas piernas enredadas. Cuando lo conseguí,
el resultado era tan terrible que me dio miedo [...] A los dos meses, esa
persona murió. La imaginé dentro del ataúd en la postura que yo le
construí y que había sido como un presagio” (Lange, 1965: 25).
En este caso, la posibilidad de adoptar distintas formas, de llevar
demasiado lejos la imitación, resulta mortífera. La mimesis es un juego,
un juego que deforma, que primero causa horror y luego mata. Como la
mimesis, la identidad, es un juego de suplantaciones, de ahí la continua
alteración de los nombres propios (nombrar no es dar el ser) o el gusto
por el disfraz; excepto en el caso en que el atuendo que le colocan
convierta a la narradora de pronto en un varón, por la fijeza de la
identificación: una cosa es revestirse y otra invertirse.
De hecho, este personaje que ostenta su “saber ser mujer”,
sobremarcado por las convenciones femeninas de época, requiere de la
teatralización para poder investir su imagen de signos que le recuerden y
evidencien a ojos de los demás su feminidad, en un juego de
representaciones que enfrenta lo ilusorio del semblante “ser mujer”. En
esta esencia en contra de todo substancia, las apariencias y el darse a ver
componen su atavío, de ahí la importancia de la mirada en el relato. No
es solo que toda la obra se base, como ha señalado Sylvia Molloy (1996),
en la matriz fundamental del espionaje sino que construye (arma una
autobiografía) como un modo de mirar y ser mirado. La historia de una
vida también es la historia de estas miradas.
La ventana, figura que responde a la organización fragmentaria de
este modo de contar (cada escena es un umbral desde el que ver o ser
vista), enfoca, recorta y recuerda que todo depende del color o del marco
con que se mira; el espejo, otra forma de enmarcar la realidad que se
contempla, figura la identidad como doble y el cuerpo como otro; o
como símbolo de la unidad perdida.
La protagonista-niña-Lange mira, se mira y se da a mirar. La escritora
Lange pacta con ese alguien que mira, que la vio infantil. Así la presenta
Beatriz Sarlo (1989), basándose en algunos de los comentarios de la
época: la “mujer” aniñada y refinada de la vanguardia martinfierrista 13.
En todos estos sentidos, Cuadernos de infancia corrobora la tarjeta de
presentación pública de la autora y cierra el logro de una iniciación
profesional. Al recuperar en la narración biográfica solo el período
relativo a la niñez (entre las brumas del recuerdo), si la historia de una
vida también es la historia de estas miradas, el relato la devuelve como

13 Francine Massiello (1997) ha señalado que este ingreso al grupo martinfierrista se


presenta como una prolongación de la casa paterna: el círculo se reúne los fines de semana
en la casa de los Lange, enlazando así familia y familia literaria; ahí conoce al que será su
marido, Oliverio Girondo, familia y amor quedan también tramados en esta prolongación.

114
fábula, pacta ficcionalmente (¿falsamente?) con los que así la vieron:
como una niña estrechamente vinculada al círculo familiar e intelectual.
Entre la niña y la madre, y entre tantos padres no había más lugar para la
mujer, de ahí el techo de este cuerpo indeciso, metáfora de lo que
todavía no está formado, espejismo del prelenguaje.

115
4. Las malas madres: Luisa Valenzuela y Ana
María Shúa
Puesto que lo que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser;
y tampoco un ser, sino una cualidad (un alma): no lo indispensable,
sino lo irrempazable. Yo podría vivir sin la Madre (todos lo hacemos,
más o menos tarde); pero lo que me quedaba de vida sería por
descontado y hasta el final incalificable (sin cualidad).
Roland Barthes

La madre, a diferencia de la mujer, existe: las mujeres son todas distintas


y ninguna puede resumirlas, en cambio madre no hay más que una. La
figura materna alcanza tal universalidad que constituye refrán, se
transforma en un mandato social, se codifica en un modelo único.
Si en la línea de lo que planteaba páginas atrás, consideramos las
representaciones de la maternidad como producto de operaciones
simbólicas que establecen significaciones, hablar de la madre o
construirse como madre es una forma de figuración que se elabora en un
cruce de modelos sociales y de posiciones individuales. En tanto el
ejercicio de la maternidad forma parte de una construcción del cuerpo de
las mujeres, significada por prácticas y discursos patriarcales, en función
de un ideal, puede considerarse igualmente una tecnología, tal y como
definíamos el género más arriba1.
Pero sin duda que esta descripción no agota nuestro tema, en tanto la
maternidad como construcción poco nos dice acerca de la mujer como
sujeto de su deseo mismo y deja en el aire la pregunta sobre la
subjetividad anudada en la palabra y la sexualidad: no preserva la parte
de su elección. Porque no todo se agota en identificaciones imaginarias o
simbólicas, como ya vimos también en el capítulo anterior.
¿Qué significa “ser madre”? En principio, el encuentro con un objeto
de deseo. Un deseo: tener hijos, una investidura imaginaria (la
continuidad de la herencia genética, genealógica y económica); la
felicidad de su cuidado (ver cómo crecen, la satisfacción de la tarea bien
hecha); la fusión amorosa. Después, el encuentro: el enfrentamiento de

1 Particularmente visible en la maternidad asistida. Véase al respecto Silvia Tubert, Mujeres


sin sombra. Maternidad y tecnología, Madrid, Siglo XXI Ed., 1991. En los casos de “deseo de
hijo” a cualquier precio es el deseo el que ya no figura, puesto que el mandato lo obtura,
asaltado en una ilusión de plenitud (más plena aún, puesto que no requiere de padre), un
fantasma que ningún niño puede colmar.

117
la crianza, la diferencia de otro ser que viene de una (no sé a quién se parece),
la desilusión que más o menos se desdeña porque no queda tiempo, al
tener que cubrir tantas necesidades y con tanto apremio. Se impone un
acercamiento de la discordancia entre el lugar y la función que el hijo
ocupa en el fantasma de la mujer (como hijo imaginario) y la que tiende a
tomar en tanto hijo real, en el cruce entre identificación y desligamiento:
Presencia real del falo, el niño es entonces investido por su madre de forma muy
distinta a como puede serlo cualquier signo o símbolo, aunque fuera fálico. Es lo
que visiblemente comprendió la última religión, la cristiana, cuando hizo de un
niño su dios. Y de este modo atrajo definitivamente a las mujeres, sin embargo
siempre susceptibles de desilusión, o lo que es lo mismo tan incrédulas, cuando se
les presenta un ideal o un superyo desencarnado, del cual Freud mismo se
maravilló quedando librado a severas críticas al afirmar la ineptitud de las mujeres
para la moral (Kristeva 1991: 170).

La maternidad convoca la experiencia de la partición de las mujeres,


dice Lemoine (2001), porque los hijos no solo parten del cuerpo
femenino (y a veces hasta lo parten) sino reviven la angustia de tener o
no tener un cuerpo, la división entre ser sujeto de deseo a la vez que
objeto de él.
En casos extremos de angustia o discordancia con el imaginario, la
muerte del hijo se impone, “anula el vacío en la nada”, esa es la razón
por la que el infanticidio, en ocasiones, “sea sentido por la madre como
un supremo gesto de amor, como la conclusión inevitable de un proceso
creador que no ha sabido desarrollarse hasta su realización total, y que,
por tanto, se repliega sobre sí mismo en un intento desesperado de
vincular al niño real a su sombra” (Vegetti Finzi, 1992: 183). De hecho,
la conducta de las madres que matan podría explicarse por el
enloquecimiento de quien no se reconoce más en el entramado social
que ha magnificado la maternidad ni en el propio simbólico que la
constituyó.
En su artículo “Mujeres que matan”, Josefina Ludmer describe cómo
desde finales del siglo XIX, los relatos de mujeres que matan (escritos
por hombres) cuentan “una historia de cierta cultura femenina” en su
reverso amenazante, en su forma de dar cuenta de la emergencia de un
sujeto femenino en ese contexto histórico. En definitiva, estos
personajes presagian con temor una “nueva clase” de mujeres porque las
representan “en delito”. Más tarde, una torsión de género sexual –aclara
Ludmer “o pronominal o narrativo”, 1999: 793) introduce la voz en la
ficción de la que mata y otorga un sentido, más allá de la justicia estatal, a
este acto.
“Mujeres que matan” inscribe una genealogía de los delitos
femeninos e incluso propone el delito como figura fundante de la iden-
tidad femenina. “Mujeres que matan: los elementos claves y violentos de
esta figura lingüística, cultural y literaria: eliminar el poder en su raíz y

118
marcar un avance en la independencia femenina, la hacen especialmente
apta para la criminalización, para la fundación y al mismo tiempo para la
alegoría de la justicia” (Ludmer, 1999: 796).
Por lo tanto, cabe pensar en otras formas del delito femenino (otras
genealogías), cabe pensar que si hay mujeres que matan, también hay
madres que matan, otra forma criminal de fundar una identidad.
No puedo entablar ahora los distintos eslabones de esta cadena
genealógica, simplemente propongo este “delito”, siguiendo a Ludmer,
como una forma de leer, particularmente significativa por el silencio
cultural que lo envuelve 2. Cabrá recurrir a los poetas para indagar sobre
este deseo mortífero del que tan pocas veces se habla o se habla para
decir lo mismo… y en la tradición hallamos un poderoso antecedente
que funda este linaje de madres asesinas: Medea. El personaje de
Eurípides no da cuenta solo de una pasión amorosa llevada al límite, la
de matar a los hijos para vengarse de la traición de su esposo, lo terrible
es que es una madre quien ama así, punto de máxima tensión que el
desenlace de la tragedia presenta como partición insoluble, como
catástrofe.
En Medea no todo es madre y en tanto no se sostiene como tal
(después de tener hijos), se presenta como una mujer tomada por la
pasión sin velos, muestra cómo esta mujer pasa por encima de la madre.
Cuando la posición materna se sexualiza… comienzan los problemas.
Quizás por eso la Virgen María simboliza a una buena madre, porque
además de no mostrar ningún deseo fuera de su hijo, en su virginidad se
borra el sexo, se borra como sujeto sexuado (como mujer). Una madre
virgen es buena madre por doble partida, más-mejor-madre. Toda y una,
completa y cerrada. Pero incluso los cuentos de hadas nos avisan sobre
estos encantamientos: no hay cuna que no tenga su hada y su bruja.
La madre entregada evoca el mito mariano pero también un caso;
puede que una mujer, al tener hijos despliegue un deseo narcisista de
fusión letal y renuncie a su deseo para entrar así a la maternidad. No
hablaré de estas buenas madres, solo quiero apuntar lo que cabría pensar
como un efecto de ellas. Un breve poema de Cristina Peri Rossi, se titula
“Querida mamá”:
¿Cuándo te morirás
para que yo pueda suicidarme
sin sentimiento de culpa? (2004: 27).

Pero siguiendo con Medea, no es casual que en las distintas versiones


del mito se acentúe su procedencia bárbara o su relación con la magia,

2 De las madres que matan se habla poco o se habla siempre en términos contra-natura.
Los padres que matan se ignoran, a pesar de las citas en la historia de nuestra cultura: el
sacrificio de Abraham o Saturno devorando a sus hijos.

119
para enmarcar el desencadenamiento final 3; todas las versiones cuentan
un exceso que espanta. Además de hechicera y extranjera, su amor loco
la arrastra al exilio, a la traición e incluso ocasiona otras muertes menos
salomónicas que la de sus hijos. Finalmente, cuando su enamorado la
abandona, decide vengarse y asesina a los niños. Todo en esta figura
resulta excesivo: demasiado poderosa, demasiado resolutiva, demasiado
radical y demasiado enamorada; su amor ruinoso no tiene límites y ronda
todo el tiempo el sacrificio. Su trayectoria pone en juego el equilibrio y
los límites entre lo humano y lo divino, la patria y el desarraigo, la
ciudadanía y el destierro, la pareja y la familia, pero sobre todo una
separación fundamental: hombre / mujer, y mujer / madre. La falta de
límites, de eso sabe la cultura y la ley, solo puede generar caos y dolor.
Al final de la obra Medea decide apropiarse de un derecho legal
exclusivo de los varones en su época: el derecho a la vida de los hijos (la
patria potestad). En la violencia de su gesto toma una decisión propia de
los dioses: “imagen extrema de la amenaza que supone el que la
paternidad esté en manos de las mujeres, Medea articula negativamente
la concepción cívica de la maternidad como acto heroico al hacer uso
bélico de la misma. Disponiendo del derecho a la vida de aquellos a
quienes se la ha dado, Medea encarna la figura amenazante de la madre
que reclama para sí los privilegios del padre” (Tubert, 1996: 90)4. Una
manera de expresar la amenaza de la potencia materna. ¿Materna? Pero
¿qué espanta más de esta figura: la mujer enamorada o la madre que
mata? De esta escisión Medea extrae su fuerza y Eurípides alerta sobre
los efectos de una mujer fuera de control: hasta dónde puede llegar la
furia devastadora de lo femenino, parece augurar. Doble peligro, por lo
tanto: de lo femenino y de lo materno, como la Eva del paraíso, cuyo
coqueteo desencadena la maldición del sexo y el parto. Diversos
fantasmas asoman en este delito fundante: el de la mujer que todo lo
puede, el de la madre que engendra sola, inquietantes sombras de
omnipotencia5.
En Medea se activan todos los poderes asignados tradicionalmente al
desvío femenino, de la brujería al rabioso lema feminista: nosotras

3 Véanse las consideraciones de Lacan (1991: 741) alrededor de Medea, citada al hilo de la
Madeleine de Gide, en tanto “verdadera mujer”, que sacrifica a sus hijos (sacrifica el tener)
al goce supremo de la venganza del hombre que la ha traicionado, lo que golpea el corazón,
golpea al ser (ahí donde no hay más ni menos). Su renuncia a cualquier tener revela a este
como puro semblante.
4 El artículo de Ana Iriarte, “Ser madre en la cuna de la democracia o el valor de la

paternidad” (Tubert, 1996) incluye una revisión de las variantes de Medea y un análisis de
su actuación en relación al estatuto de la ciudadanía.
5 En Medea, amor y deber no riman con deseo. Nuevamente nos plantea un cisma: por un

lado la maternidad biológica (el parto, la reproducción), por otro la maternidad cultural (el
ideal de la buena madre, el deber social), disocia lo que creíamos una esencia y hace de ello
un arma de mujer.

120
parimos... pues ella decide y toma la espada. Jasón debía suponer hasta
dónde la llevaría la cólera, al anunciarle tan tranquilamente que la dejaba
por otra mujer, más joven, más rica.
Al matar a sus hijos, esta figura elimina además toda traza de
inscripción simbólica, ataca al orden simbólico de pleno, en tanto y en
cuanto a partir de esta muerte, más devastadora que la muerte misma,
Jasón mismo queda tachado, reducido a lo que no es: ni padre, ni
marido, ni heredero del trono. Ningún patriarca griego osará ofrecer a su
hija en matrimonio a alguien que hasta tal punto ha caído en desgracia
ante los dioses, ningún descendiente garantizará la continuidad de su
estirpe, ninguna proyección de inmortalidad. Por ello, Medea se retira de
la escena profetizando: “Aún no es nada tu llanto; aguarda a la vejez”
(Eurípides, v. 1396).
“Los mataré yo que les he dado el ser” (v. 1241) anuncia y decide la
muerte de sus hijos porque ella les ha dado la vida, algo así como una
apropiación indebida del poder materno que se vuelve en contra al
llevarlo a su extremo. La inversa de las Madres de Plaza de Mayo ¿no?
que porque eran madres ponían en peligro su vida al reclamar a los hijos
muertos. De hecho, estos “desvíos” –un uso bélico de la maternidad–
toman al pie de la letra el uso político de la maternidad, tan del gusto de
ciertos proyectos estatales y gestas nacionales6.
Medea profetiza toda una saga de malas madres, quizás toda una saga
de mujeres que aman demasiado, toda una saga de mujeres fuera de la
ley. ¿O no es la ley por excelencia “no matarás”?, ¿pero, hay odio o amor
en este deseo de muerte?
Las representaciones literarias sobre los conflictos asociados a la
maternidad no han dejado de sucederse y mucho más en nuestros
tiempos, hasta tal punto que podemos preguntarnos con Kristeva: ¿qué
hay en la consideración lo maternal que “no tiene en cuenta lo que diría
o querría una mujer, de modo que cuando las mujeres toman hoy la
palabra su descontento se refiere fundamentalmente a la concepción y la
maternidad? Más allá de reivindicaciones sociopolíticas, esto conduce el
famoso „malestar en la cultura‟ a un punto ante el que Freud retrocedía: a
un malestar de la especie” (1991: 211).
¿Es posible ser madre de diversas maneras, más allá del mandato
social y de un ideal unitario?, ¿es posible que una mujer no se reconozca
en este deseo y que decida huir de una dependencia insoportable?, ¿es
posible que el instinto maternal no exista? En eso nos golpea Medea.
Crimen contra-natura el de matar a los hijos, es el caso de condena más
implacable. Lo natural de la madre se desmiente en esta historia que hoy

6 Para un completo catálogo de los usos políticos de la maternidad, de sus figuraciones


literarias y culturales, y de voces de madre y voces que la cuentan, véase Domínguez
(2007), que incluye también “malas madres” como la de La mano del amo de Tomás Eloy
Martínez o las de los relatos de Beatriz Guido.

121
nos asalta en los noticiarios. Medea mata a la madre en realidad –primero
se murió Dios y ahora nos quedamos sin madre–. Su gesto desmiente un
mito fundador de nuestro bienestar, ese lugar al que siempre se puede
volver, ese espacio de satisfacción absoluta, reposo, fusión, protección,
el último de nuestros paraísos. Esa herida abre esta infanticida e inaugura
también una estirpe estéril del pensamiento, un tabú que prohíbe hablar
de ella.

* * *

Pero somos lo que somos; no diré una


calamidad, sino sencillamente mujeres.
Medea

Comencemos por una mala madre. Una de las más mortíferas que
aparece en la narrativa reciente protagoniza el relato “Cuchillo y madre”,
de Luisa Valenzuela7 –de quien por cierto Borges dijo “que era capaz de
matar a su madre por un juego de palabras”8–.
En el comienzo, una voz impersonal se afirma como instancia
narradora, conocedora de los secretos tanto de la trama literaria como de
la trama vital (¿un superyó de la ley del género?). Esta instancia establece
las condiciones del relato y de la vida psíquica: “Tres son los
protagonistas de esta historia: la hija, el cuchillo y la madre. También hay
un antagonista pero permanece invisible y es mutante. Antagonista es
todo aquel que entre los protagonistas se interpone, uniendo; o
viceversa” (39). Así comienza la novela familiar.
El cuento dramatiza un vínculo materno nunca atravesado. En la
primera escena, la hija de cinco años mira a su bella madre, que esta
“arreglándose para salir” y fantasea con clavarse un cuchillo, convencida
de que ni su muerte alteraría la indolencia materna. El reconocimiento de
la belleza de la madre desencadena esta demanda a costa de su propio
cuerpo y una carga de la que ya no podrá librarse. De paso, apunta la voz
narradora, penetra “en el ambiguo reino de los símbolos” (40).
En la siguiente escena, el reclamo se invierte aparentemente: en las
discusiones con la hija adulta, la madre la acusa de querer matarla, de
querer verla muerta para heredar sus joyas, para apropiarse de la casa,

7 “Cuchillo y madre”, de Luisa Valenzuela, publicado en Simetrías, Buenos Aires,


Sudamericana, 1993 y posteriormente en Plaza & Janés, Barcelona, 1997. Recogido en
Cuentos completos y uno más (1999), edición por la que cito.
8 Declaración que la autora trasmite en primera persona: “Borges decía que yo era capaz de

matar a mi madre por un juego de palabras. Y bueno, mi madre era muy fuerte, no se
moría por cualquier cosa. Pero es cierto que un juego de palabras para mí era tan
importante como el amor de mi madre o un amor. Yo puedo perder el amor por hacer eso.
Mi amor por el lenguaje es aún mayor que mi necesidad de afecto humano. Después me
muero de arrepentimiento...” (Sáinz, prólogo a Valenzuela, 1999: 27).

122
“cualquier motivo que corresponda a la orden del día” (40). Cuando la
hija admite ese impulso (“y sí, moríte. Me lo decís tantas veces que por
ahí tenés razón”, 41), la madre se desprende de su papel de víctima y se
eclipsa la amenaza.
Del reconocimiento de este deseo sin culpa, la hija pasa a la envidia y
de ahí al rescate de la figura paterna (“el tercer personaje, el desdeñado”),
a saberse cortada para siempre de sí misma. Pero la conciencia de la
atadura y el deseo de matar a la madre persisten incluso más allá de la
muerte de ésta. El cuento termina cuando la hija blande el cuchillo, no
para cortar sino para asumir lo que había sido cortado, cuando lo agarra
con fuerza, seguramente, aunque el cuento no lo diga, como su madre.
Desde la primera secuencia, el cuento escenifica un cruce de textos,
espejos y miradas: la hija mira a la madre que no vuelve la vista (no la
inviste con su mirada); contempla el doble de esa madre que no
olvidemos está “arreglándose” para salir (seguramente se viste, se
maquilla, se produce) y su belleza intolerable (un doble oscuro) le devuelve
un artificio, además de una cuota nunca alcanzable. La hija se mira y lo
único que ve es a una mujer ante el espejo, una madre que se mira en su
belleza. En el juego de reflejos se cruza el espejo de la madastra de
Blancanieves con el espejo lacaniano. En este “espejito, espejito, dime
quién es la más bella” la interrogada es la hija. Esta madre, primer objeto
de culto, debe volver a su Hades9 para que su reino revele una tiranía
fundada sobre la mistificación. El famoso ¿qué quiere una mujer? se
desplaza como un eco en la pregunta fundamental de este relato ¿qué
quiere una madre? No a mí parece responder la hija, y de ese no a mí
intenta surgir penosamente un yo.
En sus avatares, la oscilación entre mutilar y mutilarse traduce dos
significantes absolutos de la madre: un ser todo ahí, una figura decidida-
mente mandante y un ser todo no ahí, una figura de ausencia. Como un
perseguidor que siempre vuelve (fabricar un otro perseguidor es una
manera de interpretar su deseo), los intentos de fuga de la hija precipitan
justo lo que pretende evitar. No se puede huir de lo que no se puede
alcanzar10.
Pero no me interesa tanto el guión del trayecto edípico del cuento
sino la diseminación del significante “cuchillo” a lo largo de su
desarrollo: ese instrumento que igual corta que castra, separa o despe-
daza. Falo, objeto transicional o fetiche, el “cuchillo” indicia la narración:
la de una hija que atraviesa su deseo sádico, la de dos mujeres marcadas
por la falta, la potencial violencia de una madre que mata, la del filo

9 “Cuchillo y madre” forma parte de la sección “Cortes” dentro de Simetrías En la siguiente


sección del libro “Cuentos de Hades” se presentan distintas versiones de cuentos de hadas.
10 “El hilo dorado” del cuento prefigura la “madre primitiva” de Freud, el superyó maternal

arcaico, defensa de la castración y entronización de la posición narcisista del sujeto, un


superyó que llama contra la diferencia de los sexos.

123
mortal del lenguaje. El cuchillo traza un “entre” de este vínculo, a medio
camino en su afilada dimensión de objeto y de signo, ausente (fantas-
mático) pero presente en sus efectos subjetivos, un corte que custodia el
enigma de la identidad y de la significación.
La revelación de ese filo mortal del lenguaje, que como de pasada
menciona la voz narradora y del que tanto sabe, compone la escisión
fundamental del relato. El cuchillo, además de tajear, también rasga,
virtualiza una brecha, invoca un orificio.
Sin embargo, el final del cuento no resuelve el enigma más que por el
reemplazo de la figura de la hija empuñando a su vez el cuchillo, no
tanto dirigido a la madre o a ella misma sino a su posible sucesora –se
identifica con el lado asesino11–. Esta madre mortífera empuja al crimen.
El cuchillo, como la voz que narra, es ahora el testigo que se entrega en
la carrera de relevos que compone la genealogía femenina.
Solamente esa voz narradora, que suspende el final del cuento con
una “Y” seguida del blanco del papel (“Se sintió liberada, y ”, 43),
un salto de línea y un paréntesis de incerteza, actualiza la realización de la
negatividad del lenguaje. Una “Y” como cierre sin conclusión, posible
suma y sigue, posible punto final, que como un cuchillo, abre un boquete
y marca una hendidura en el espacio de la página, como la firma de un
saber del agujero, el negativo del lenguaje como un blanco en el papel 12.
Cuando Julia Kristeva aborda los malentendidos que derivaron de la
obra de Melanie Klein (su elogio del matricidio o su teoría de la envidia a
la madre), comenta que quizás solo “la hayan comprendido las mujeres
autoras de novelas policiales, sin haberla leído, y por otra parte sin tener
que leerla” porque:
Las reinas de la novela policial se sumergen en una psique catastrófica que no es
ya un alma digna de ese nombre. Escisiones y despedazamientos kleinanos,
inversiones, envidias e ingratitudes, fantasías encarnadas, como los objetos con-
cretos y los superyoes tiránicos de la madre Melanie, acosan esos espacios estalla-
dos, finalmente visitados y revelados en la dulzura de un duelo más o menos
sereno. Las reinas de lo policial (¿subrayamos el femenino de esta frase hecha,
como sobrentendido, banal?) son deprimidas conciliadas con el homicidio; ellas
recuerdan que en el comienzo estaba el sadismo envidioso, y no cesan de curarse
de él narrándolo (2001: 155).

11 La introyección melancólica que detallé en el capítulo anterior, que repito en la cita de


Kristeva: “la señal de un yo primitivo herido, como expresión arcaica de una herida
narcisista no simbolizable”; “efecto mortífero de un superyó permanente y tiránico”
(Kristeva, 1997: 148).
12 “La escritura de Valenzuela no sólo se esboza en este ajuste con la barra de la

significación, sino que muestra, evidencia, denuncia, testimonia, la caída y recuperación de


la barra: una buena parte de sus historias y de sus personajes abren una brecha en las
relaciones naturalizadas entre significante /significado, y escenifican el agujero de la
significación” (Mattalía, 2003: 277).

124
Escisiones y despedazamientos del cuento “Cuchillo y madre” de
quien también es autora de relatos policiales.

* * *

El cuento de Ana María Shúa, “Como una buena madre” (2001) se


articula a partir del desajuste entre el relato de la actividad cotidiana de
una madre y la proyección de un modelo ideal, que mecha la narración y
que la protagonista tiene todo el tiempo presente.
Desde el comienzo se entabla el contrapunto: un niño de cuatro años
que grita y una madre enfrentada a un guión escrito: “Mamá siempre leía
libros acerca del cuidado y la educación de los niños. En esos libros (las
buenas madres, las que realmente quieren a sus hijos) eran capaces de
adivinar las causas del llanto de un chico con sólo prestar atención a sus
características” (7). Desde el comienzo, bibliografía y práctica se
contradicen, un conocimiento que se supone innato no emerge en esta
madre que evidencia cuánto de imperativo social se le viene encima en
esta labor.
Un “deber ser” se impone y el cuento es una puesta en escena de
este mandato. Sin embargo, no es solo que el relato muestre la opción de
la madre omnipotente –de la que todo lo tiene y todo lo abastece– como
una convención cultural o los estragos de un modelo que vuelve en
demasía. La ironía de la voz narradora lo enuncia todo el tiempo en
forma de símil: “ser como una buen madre” supone no serlo de verdad,
parecerlo, hacer de, simularlo, ponerse en lugar de… pero sin tener nada.
Si el referente ideal se ajusta a la voluntad de la protagonista pero no a su
realidad ¿dónde queda la “buena madre”? tan solo en el “como”, una
equivalencia entre lo simbólico y lo imaginario. La distancia que media
entre “ser” madre y hacer de “buena madre” se establece todo el tiempo
a partir de ese término de comparación, que desprestigia a uno de los
elementos de la analogía y que, en su posibilidad misma de medirse,
cuestiona el esencialismo de la maternidad. De tal forma, que el cuento
se construye sobre un desmentido: esta (buena) madre que no lo es
(según el mandato cultural) en realidad sí lo es y parafrasea: no se nace
buena madre, en todo caso “se hace”, aludiendo tanto a un proceso
como a las apariencias que comportan dicha cualidad.
Frente a este “deber ser” que todo el tiempo se presenta como
“parecer”, frente a este mito de la maternidad abnegada solo queda
simularlo, como defensa o como limitación. Sin embargo, la posibilidad
apuntada por la ironía de la voz narradora, la posibilidad de “ser” a partir
de “parecer una buena madre” no se resuelve en la protagonista, que
queda liquidada a pesar de su voluntad, en una espiral de auténtico caos
doméstico y de deseos contradictorios (mamá “tenía ganas de ven-
garse”). Casi a punto de admitir que no puede sostenerse en esta fun-

125
ción, que toda esencia le es ajena, casi a punto de construirse como
negativo del guión, la demanda asesina de los hijos termina por
aniquilarla. En el trayecto, se ha dejado el cuerpo: Soledad, la hija mayor
la ha empujado y se ha clavado un vidrio en la mano; la hemorragia no
cesa; cuando corre porque Tom parece que está a punto de asfixiar a su
hermano más pequeño, resbala y se tuerce un tobillo; traviesamente,
ambos la empujan contra el horno caliente donde les preparaba una
tarta. Cuando finalmente entra en el baño para poder amamantar al bebé
con cierta paz –ya se sabe, una buena madre descarta el biberón y hace
de la lactancia un momento de calma y plenitud– el bebé desdentado, a
quien días atrás debía cortarle las uñitas, le araña el ojo y le produce una
profunda lesión en la córnea.
No hay tiempo, en este proceso, para tomar distancia de la posición
de madre, para rescatar un trecho de su posición subjetiva. La
protagonista acaba siendo una víctima. Una madre que se mata por sus
hijos es una mujer muerta, parece apuntar el cuento, en él no hay lugar
para pensar en una alternativa, ni cabe el deseo (no el deber) en su trama.

* * *

“Te tapa los ojos y te pregunta quién soy. Tiene las manos y la voz de tu
hija menor. Ahora quiere también tus ojos” (Shúa, 1992).
En este microrelato de Shúa, “Te tapa los ojos” se titula, vuelve a
figurar un delito fundante, un robo. Se trata de una hija que va
desapropiando a su madre, expolio necesario para contestar a su enigma
identitario: (“¿Quién soy?”), que posiblemente pasa por la identificación
que entabla un juego de dobles mortífero.
Esta es una madre oblativa, preparada para el sacrificio, de la que
cabe suponer que no está interesada por los objetos que el otro pueda
dar y accede a este progresivo desalojo: le dio las manos, luego la voz,
ahora quiere “también” los ojos. El cuento bien podría titularse “la niña
de mis ojos”.
El cuento escenifica un cruce de miradas ciegas: la madre no ve a la
hija, la hija –probablemente por la espalda– cubre el rostro a la madre,
no la mira de cara, la voz narradora las contempla a las dos; el tú al que
se dirige el cuento queda cegado en la escena. Por lo tanto ¿qué es lo que
no se puede ver?
Bien podría ser Edipo, cegado ante el descubrimiento de su origen:
¿quién soy? preguntan ambas protagonistas, manos y voz prestadas, la
hija que despoja –también ella compuesta de retazos–, la madre que se
deja, a punto de perder los ojos; un amoroso encuentro filial que
despedaza tanto como compone la identidad de las protagonistas, a la
que ellas no pueden acceder por completo ni observar su parecido
espejeante (solo la madre lo adivina y queda al borde de perderlo).

126
¿Edipo, Salomé o Medusa? Lo que no se puede ver: una hija
colmada, una madre plena, una madre-mujer, una mujer sin falta, un
tramo de deseo que solo se puede explorar a costa de perder los ojos.

127
5. La mujer más verdadera: Clarice Lispector
O pior de mentir é que cria falsa verdade. (Não, não é tão óbvio como parece, não é
truísmo; sei que estou dizendo uma coisa e que apenas não sei dizê-la do modo certo, aliás,
o que me irrita é que tudo tem de ser “do modo certo”, imposição muito limitadora.) O
que é mesmo que eu estava tentando pensar? Talvez isso: se a mentira fosse apenas a
negação da verdade, então este seria um dos modos (negativos) de dizer a verdade. Mas a
mentira pior é a mentira “criadora”. (Não há dúvida: pensar me irrita, pois antes de
começar a pensar eu sabia muito bem o que eu sabia).
Clarice Lispector

Un relato muy breve (“Come, hijo mío”) 1 puede ser tomado como
escena inicial del aprendizaje del deseo que Clarice Lispector trama en
sus narraciones. Un cuento iniciático, que instala la condición
indispensable para que en los siguientes fluya este acontecimiento y un
relato nuclear por su manera de referirse al advenimiento del sujeto y la
significación, que prefigura la salida del lenguaje ficcional en la autora.
En apenas un diálogo, sostenido por el silencio –puntos suspensivos
en el texto– o la aseveración monótona de una madre que da de comer a
su hijo, Lispector construye esta escena.
Paulinho, en una precocidad atroz, no cesa de disertar sobre el
mundo y sus apariencias, sobre lo “inreal” –término que él mismo
acuña–, mientras su madre, en una de sus escasas intervenciones, insiste
en que hable menos y coma más. Sobre este fondo verbal o en el silencio
que lo presupone se despliega un cuerpo a cuerpo. El niño reclama la
respuesta materna a una interlocutora ocupada en el gesto cotidiano y
ritual de cubrir esa necesidad básica de nutrición: “¿Y las judías con
arroz dónde se inventaron?” [...]; “¿Tú no crees que el pepino parece
inventado?” [...]; “¿Para ti la carne tiene sabor de carne?” (44), acosa el
niño. Quizás repite, en la voracidad de sus reflexiones sobre si el mundo
es plano o sobre la inrrealidad del pepino, un discurso aprendido, al fin y
al cabo ha empezado a alimentarse de palabras y empieza a saber de sus
carencias y abismos:
–... ¿Tú prefieres un plato hondo o un plato plano, mamá?
– Plano...
– Yo también. En el hondo parece que quepa más, pero sólo cabe para abajo, en
cambio en el plano cabe para los lados y uno ve en seguida todo lo que tiene (44).

1El cuento se incluye en el volumen Felicidad clandestina publicado en 1971. Todos los
números entre paréntesis se refieren a la traducción de Cristina Peri Rossi (1994).

129
De pronto, Paulinho detiene su discurso metafísico y percibe el
impacto masivo de una pulsión transitiva que el cuento despliega: “pero
tú no me miras con esa cara para que coma, me miras porque te gusto
mucho” (45). La certeza de que el intercambio de comida y miradas
esconda otra cosa lo asalta, la posibilidad de una madre que con él se pu-
diera colmar le obligan si no a poner un límite, de momento a denunciar
que se ha dado cuenta: “Tú sólo piensas en eso. Me pongo a hablar
mucho para que no pienses sólo en la comida y tú vas y sigues” (45).
La acción fundamental del cuento: hablar y comer, es decir,
“incorporar” –ese gesto típico de Lispector– sirve para cruzar en una
única escena lo oral y lo digestivo, vínculos predilectos de una madre
hacia su bebé. Supuestamente, ella alimenta y él es alimentado, el hijo
habla ¿para no ser alimentado? Pero ¿quién manda aquí? Su intervención
invierte los términos: él provee, él puede acabar devorado. Ante la
amenaza dice “yo” y establece así una barrera de contención que
apuntala su posición de sujeto y este “yo” se profiere como no-Tú: “tú
no me miras”… “(tú) no pienses sólo en la comida”, negándose al uno.
No es que se oponga a colmar el deseo materno (por eso exige que no
piense solo en comida, por eso habla) pero siempre y cuando el
imperativo provenga de él: puede que tú me desees, pero yo deseo que tú me desees
y no en la papilla. No-tú-me deseas, no se me ocurre otra fórmula, más
que esta del yo llegué antes.
Este niño, un megalómano en potencia, podría dejar de comer, esa es
una posibilidad, pero opta por seguir hablando, no le faltan palabras para
seguir seduciendo. Si el lenguaje despista (ya se sabe, el mundo parece
plano y no lo es, y el pepino es inventado), su palabra despista el deseo
materno. En su reclamo no quiere ocupar el lugar de objeto de deseo
sino el de sujeto deseante que dirige su propia actuación.
En el cuento, como en otros relatos de Lispector, se apunta también
otra cuestión: no solo de pan se alimenta el hombre2. La madre satisface las
necesidades del hijo, pero no se trata solo de dar de comer, de ahí la
brecha que abre Paulinho. Su obstinación por no dejar de hablar y exigir
respuesta lo vinculan a la madre en una dependencia distinta, lo
inscriben como un ser de deseo y no de necesidades, en el que no solo
interviene el tú o el yo del apetito, sino un tercer término, un más allá de
la boca a la que alimentar, unos lazos de familia en los que el desorden y
la insatisfacción tengan lugar.
Quizás la madre de Paulinho también intenta despistar a su manera,
en su insistencia para que coma más y hable menos, para que no abra la
boca para pedir, para obturar su deseo con la satisfacción de una

2 Véase, sobre la literalidad de esta máxima el cuento “El reparto de los panes” (en La legión
extranjera) en donde, a medio camino entre la escena bíblica y el festín totémico, el motivo
del pan compone un cuadro sobre la voracidad, la ingestión y el deseo. En “La cena”
(Lazos de familia) se desata el tema de la abyección en el espacio de un restaurante.

130
necesidad, para que no suceda, en una reflexión sobre lo qué puede
mediar entre una madre que atiborra y una madre que priva 3.
Por lo tanto, más que un cuento del “cuerpo a cuerpo” asistimos a
un “boca a boca”4, en el que se fijan las condiciones para desviar la
consecuencia alienante y devoradora del amor, que se perfila en otros
momentos de la obra de Lispector. “El amor es un asunto de umbral”
dice Cixous y este niño hace de la madre un afuera para que él pueda
habitar en el lenguaje, la abyecta (Cixous, 1995: 19) 5. Primer paso por lo
tanto en este aprendizaje del deseo: de una madre, que debe habituarse a
la iniciativa y la distancia del hijo; de un niño: que precisa de esta
separación para poder decir “yo”, para acceder a la pérdida que implica
el lenguaje y para encaminar su deseo. Paulinho, que ha aprendido a
hablar-seducir, recita a Kristeva: “por la boca que lleno de palabras antes
que de mi madre que desde ahora me falta más que nunca, y la
agresividad que la acompaña, elaboro esta falta, diciendo” (1989: 58,
énfasis de Kristeva).

5.1. Aprendizaje de los deseos


En “La legión extranjera” se cuenta la historia de Ofelia. Pero antes de
presentar a este personaje, se relata una escena fugaz, que como en todos
los cuentos de Lispector puede pasar inadvertida por efímera o por
aparente intrascendencia: algo tan simple pero quizás tan hiriente como
el regalo de un polluelo deja anonadada a una familia, que no sabe cómo
quitarle el terror de su fragilidad:
Yo quería que también él sintiese la gracia de su vida, así como nosotros nos
había sido reclamada; él que era la alegría de los otros y no de sí mismo. Que
sintiese que era gratuito, ni siquiera necesario –uno de los pollitos tiene que ser

3 Todo el testimonio del relato nos viene del hijo, pero ¿y del lado de la madre? Solo
podemos suponer, de esta madre monosilábica, que su silencio aguarda el desastre. Por lo
pronto soporta un interrogante conflictivo y calla, en la hiancia abierta por Paulinho que la
obliga a desconocerlo, a sostenerlo como objeto de deseo y, a la vez, a desvincularlo del
hijo imaginado. En su posición y en su representación, esta madre funda la “pura
negatividad” de otros personajes lispectorianos: no habla pero no es muda, está presente
pero no interviene, su discurso remite a los puntos suspensivos del texto, vacíos de palabra
pero no de significación: “un vacío que no es ausencia sino virtualidad de ser” en palabras
de Raúl Antelo (2002: 23).
Por cierto ¿podría tener lugar la escena entre padre e hijo?
4 Boca a boca en el contexto de la relación con el primer Otro, en una oscilación entre ser el

objeto de la madre y tomar a la madre como objeto, en la que se define una posición
subjetiva. “Uno quiere devorar a la madre de quien se nutrió” dice Freud (1976: 239) con
respecto a esta oscilación.
5 A Paulinho le sobreviene un deseo de gustar que lo funda como sujeto. Este

advenimiento fundamental se narra en otros cuentos, a veces a partir del acceso a lo


simbólico, como el niño de “Una esperanza” que descubre la duplicidad de esta palabra y
ante la amenaza de una araña, su madre apunta “la queríamos y no para comérnosla” (109)
o la identificación especular que se traza en el equívoco de “Niño dibujando a pluma”
(ambos en Felicidad clandestina).

131
inútil–; [...] Pero desear que el pollito fuera feliz tan sólo porque lo amábamos, era
amar nuestro amor. También sabía yo que sólo la madre decide el nacimiento, y
que nuestro amor era el de quien se complace en amar [...]. Pero cosa de terror,
no de belleza, el pollito temblaba (76).

En el aprendizaje amoroso, la narradora distingue entre el ejercicio


amoroso y amar el amor, pues en este último, según Barthes “es mi
deseo lo que deseo, y el ser amado no es más que su agente. Me exalto
pensando en una causa tan grande que deja muy atrás de sí a la persona
de la que he hecho su pretexto [...]: sacrifico la imagen a lo Imaginario”
(Barthes, 1982: 34). La felicidad de saberse gratuito por parte del
polluelo solo puede darse si se acepta su minúsculo ser como uno
mismo, no como sustituto de otros, encarándolo sin ningún sostén en la
identificación ideal. Como la madre del cuento anterior, el amor de esta
madre pasa por la precaución de no investir imaginariamente su ejer-
cicio, ignorando el lugar y la función que el hijo o el objeto amoroso
ocupan en su fantasma, de ahí quizás la precaria y extraña elección de un
polluelo en el comienzo de este relato, precursor menos siniestro que la
rata o la cucaracha en otros, para evitar esta proyección.
Ante el pavor de la familia, el hijo mayor decide intervenir y pregunta
a la narradora: “¿Quieres ser su madre?”. A ella le pesa la elección: “la
misión podía fracasar, y los ojos de cuatro niños aguardaban mi primer
gesto de amor eficaz con la intransigencia de la esperanza [...]. Un
hombre y cuatro niños me escrutaban, incrédulos y confiados” (77).
La escena era necesaria para delimitar el lugar de la voz que va a
contar la historia de Ofelia desde la del polluelo, una doble historia que
se impone y que leída desde este comienzo relata en realidad un encuen-
tro entre dos familias, un enfrentamiento de madres y por medio una
hija. Esta primera escena finaliza diciendo:
Procuré aislarme del desafío de los cinco hombres para esperar yo también algo
de mí y recordar cómo era el amor. Abrí la boca, estaba por decirles la verdad: no
sé cómo es.
Pero si de noche viniese a mí una mujer. Si llevara al hijo en el regazo. Y dijese:
cura a mi hijo. Yo diría: ¿cómo se hace? Ella respondería: cura a mi hijo. Yo diría:
tampoco sé. Entonces –porque no sé hacer nada y porque no me acuerdo de nada
y porque es de noche–, entonces extiendo la mano y salvo a una criatura. Porque
es de noche, porque estoy sola en la noche de otra persona, porque este silencio
es muy grande para mí, porque tengo dos manos para sacrificar la mejor de ellas y
porque no me queda otra alternativa.
Entonces extendí la mano y cogí al pollo (77).

Allí donde el significante abandona a esta mujer: “no sé”, “silencio”,


“es de noche”, allí comienza el amor, que no se elige porque no se puede
escapar de él. El momento de esta indecibilidad absoluta en que, enfren-
tada a la proximidad del otro como un objeto amoroso, reconoce que
entre amor y saber, nuestra conciencia atrasa.

132
Después de esta declaración de ignorancia se evoca de nuevo a
Ofelia y la narradora describe a la madre de esta niña, una madre que se
protege de cualquier acercamiento excesivo a su vecina; nos presenta a
su familia, una “dinastía exiliada”, “que vivía bajo el signo de un orgullo
o de un martirio oculto, amoratados como flores de la pasión. Familia
antigua, aquélla” (80).
Luego, las visitas de Ofelia María dos Santos Aguiar –redicha como
su nombre– activan el modelo de “buena madre” en el que la protago-
nista no encaja, esa buena madre que no muestra deseos fuera de los
hijos, omnipotente. Frente a este mito de la maternidad (que oculta el
despótico dominio de alienación que este tener encierra), la madre de los
niños del pollito manifiesta sin demasiado énfasis, otra vez de pasada,
que tiene distintas ocupaciones además de las maternas. Las visitas de
Ofelia interrumpen su trabajo, pues a menudo está sentada ante la
máquina de escribir y también sus observaciones, con esa “voz de quien
habla de memoria” (84) y le recuerda que “no era hora de ir en bata”
(81), que “compró demasiada comida en el mercado” (82), que “la
empanada de verduras nunca lleva tapa” (81) y por supuesto, que “usted
no cría bien a sus hijos” y “usted es rara” (81).
Las visitas, reprendidas con severidad por la madre de la niña, la
salvan de momento, en tanto funcionan como trasgresión saludable en
una estructura sellada y en tanto le permiten la fascinación por la bizarría
de esa otra madre, quien de todas formas, se molesta ante el juicio
infantil: “Usted es rara. Y yo, alcanzada en pleno rostro sin protección –
justamente en el rostro, que por ser nuestro revés es tan sensible– yo,
alcanzada de pleno pensé con rabia: pues ya verás que es justamente esa
rareza lo que tú estás buscando. Ella que estaba totalmente protegida, y
tenía una madre protegida y un padre protegido” (82).
Cuando Ofelia escucha el piar del pollito, queda al descubierto por
primera vez de una contingencia: la posibilidad de desear. Como
siempre, un instante: “no era solamente a un rostro sin protección a lo
que yo la exponía, ahora la había expuesto a lo mejor del mundo: a un
pollito” (86). Entonces, la niña siente como una humillación el desear
tanto y la narradora la contempla como si fuera otra niña y casi su hija,
recuperemos una frase fugaz del comienzo del cuento: “sólo la madre
decide el nacimiento”, para colocarla junto a la nueva reflexión: “la
agonía del nacimiento. Hasta ese momento yo nunca había visto el
coraje de ser el otro que se es, y de nacer de parto propio, y de aban-
donar el antiguo cuerpo en el suelo. Y sin haber respondido que valía la
pena. “Yo”, intentaba decir su cuerpo mojado por las aguas. Nupcias
consigo misma” (86).
En la descripción, casi una partogénesis, de no recordar en el origen
a la madre, vuelven a conjugarse advenimiento del deseo y advenimiento
del sujeto, y a pesar de que este deseo proviene de una falta –al fin le

133
falta a esta niña algo, aunque sea un polluelo–, la narradora lo celebra
como un bautismo o una boda, ya que Ofelia se desdobla y articula el
pronombre “yo” para el cual no hay memoria.
Así le lanza una oferta de amor en la figura del minúsculo animal,
pero Ofelia decide terminar abruptamente con esa flaqueza y lo mata. El
cuento no se molesta en aclarar si lo aplasta en su excesivo amor (en la
desmesura de sus inexpertas caricias infantiles) o por no tolerar ese
sentimiento que la excede y que no tenía previsto en una familia tan
protegida, o simplemente, si lo mata de pura envidia, porque no resiste
que el polluelo pertenezca a su vecina.
Ofelia es una primera opción en este aprendizaje del deseo: la de la
protección, que con distintos matices, recorre estos cuentos; Ella
descubre – según Cixous– “en defensa propia, el deseo, como apertura al
otro” y huye. Ciertamente, la niña opta por protegerse, así se protege de
la locura de amor y así se libera de tanta felicidad garantizada. Elige la
privación del amor y lo rehúsa, no en el gesto de la coquetería sino en la
negativa que le otorga cierta dignidad, la dignidad de quedar intacta. En
una retirada a tiempo, ella escapa y se sustrae: más vale un otro del que
huir que un otro al que perder.
Pero de lo que no escapa es de su destino. El final del cuento asienta
el último golpe de gracia a esta elección. De Ofelia se nos dice que no
volvió: “se marchó a ser la princesa hindú que su tribu esperaba en el
desierto” (94). Este exabrupto cierra la narración, por lo que de fuera de
lugar tiene este súbito desenlace de fábula y por la torsión de sentido que
confiere a la huida. Ofelia estaba destinada a un final mejor, conven-
gamos que es preferible ser princesa que amar un polluelo. Mejor,
porque Ofelia con su negativa, no elige la vía del mal, elige ser una buena
hija, ya que su genealogía le impedía someterse a la eventualidad de un
destino. Así cumple su designio y quizás así engorde en secreto el
provecho de un Otro materno. No quiero imaginar cómo será su vida,
pero menos mal que su estrella de niña rica no la predestinaba a morir
atropellada.
Pero el relato muestra aún otro aprendizaje: la que cuenta es una
madre, que a la inversa de la de Ofelia, ensaya como conceder un deseo
(el polluelo) fuera de ella, cómo ofrecerlo a Ofelia sin “engendrar deuda”
(Cixous, 1995: 183) y cómo no beneficiarse en su provecho. A su vez,
esta madre advierte sobre este aprendizaje: “¡No tengas tanto miedo! ¡A
veces una mata por amor, pero te juro que un día lo olvida! ¡Te lo juro!
Oye, una no sabe amar bien” (93).
Advierte de que a veces la destrucción permite reconocer un puro
amor o ensayarlo. Al fin y al cabo, seguro que algún día la familia de la
narradora se comería al polluelo, como ocurre en otros cuentos.

* * *

134
Otra lección de protección menos acorazada la hallamos en los
protagonistas de “Miopía progresiva”, un cuento en el que, después de
un mal encuentro –tan caros para Lispector– o precisamente por él, la
felicidad se instala aunque sea por un día y aunque no convengan los
términos sentimentales a esta narrativa, como diría el narrador de La hora
de la estrella.
En principio, el niño miope de este relato lo ha tenido todo, es otro
niño protegido, todas sus necesidades cubiertas: “comer y ser amado”
(22) y solo tiene prevista una salida para escapar de este circuito cerrado:
“Bueno, siempre estaba la solución de ir de vez en cuando al lavabo, lo
que hace que el tiempo pase más de prisa” (22). En su presunción de que
el mundo lo ama (“de un modo general el mecanismo de su vida solía
tornarse objeto de ternura”, 22), nunca tuvo posibilidad de ser por sí
mismo, nunca pudo dejar de ser hijo colmado ni el colmo de hijo y esta
posibilidad se le brinda cuando es invitado a casa de una prima (que no
tiene hijos).
El encuentro feliz entre ambos se describe como una historia de
dobles: el niño decide que “por un día entero no sería nada”, en realidad,
a su edad decide que no sería más hijo complaciente, que es todo lo que
era. Deja de ser hijo a cambio de descubrir una mujer, ahí descubre su
deseo y deja de ser rehén: “se adaptó al amor de una mujer, amor nuevo
que no se parecía al amor de otros adultos: era un amor que pedía
realización, pues a la prima le faltaba la gravidez, que es en sí un amor
materno realizado. Era un amor que, a posterior, reclamaba la
concepción. En fin, un amor imposible” (24); ella, en cambio deja de ser
una mujer sin hijos para descubrirse madre: “todo el día sin una palabra,
ella exigiendo de él que hubiese nacido en su vientre. Nada más que eso
quería de él la prima. Lo que quería del niño de gafas era no ser ella una
mujer sin hijos” (25).
El encuentro, un verdadero equívoco, compone una escenografía
que concierne a las identificaciones y favorece un intercambio de
fantasmas. El sinsentido caracteriza a la mecánica amorosa, lo cual no le
impide tener su lógica. En este cruce cada uno encuentra su lugar, que si
no fuera muy confuso podría formularse como: mujer soltera busca hijo y
encuentra hijo que no quiere serlo y ve en ella lo que ella no quiere ser; una madre
que se permite no parecerlo, un niño que se pone en el lugar de lo que le
faltará siempre. De manera menos confusa: este es un amor de inexis-
tencia prestada, como el espacio ficcional donde transcurre.
Pero la felicidad del cuento no se refiere al día en que se concreta
esta potencialidad sino al resto de días sin ella, que la atisbarán como
posibilidad: “aquel día, pues, él conoció una de las formas extrañas de la
estabilidad: la estabilidad del deseo irrealizable” (25). Pero esta estabi-
lidad, como la felicidad, no es una pastoral, conduce a un riesgo
absoluto, al “amor imposible” (24): “Él, que era un ser consagrado a la

135
moderación, se sintió por primera vez atraído por lo inmoderado: una
atracción por el extremo imposible. En una palabra, por lo imposible. Y
por primera vez sintió, en consecuencia, amor por la pasión” (25), ese
“amor por la pasión” que instala la posibilidad del encuentro como regla
de excepción.
Esta conquista, que la prima alcanzó hace tiempo, a ella la enfila
precariamente: completa por un día sin devenir mística, le roba el hijo a
otra, solo por un día fuera de la ley para dar salida a su deseo. A la
mañana siguiente volverá a su vida de prima soltera, que la protege de la
locura del amor. Pero por virtud de esta ley de deseo bien temperada y
autorregulada sobre la escala de la a minúscula es posible alcanzar –tiem-
po del relámpago– ese otro que no está nunca allí y del cual no hay que
hacer, por lo tanto, un Dios.
El desencadenante de este cruce, decía, es un mal encuentro. Parte
del cuento transcurre en la planificación imaginaria de la visita del niño,
pero al llegar a casa de la prima surge el imprevisto. Descubre, no una
rata o una cucaracha6, sino un diente de oro en la boca de la mujer, con
el cual no había contado: “Y fue aquello –al entrar por fin en la casa de
la prima–, fue aquello lo que en un solo instante desequilibró toda la
construcción anticipada” (23). Señuelo para la mirada, el diente focaliza
la atención al mismo tiempo que hace bascular las señales
identificatorias.
Como el brillo en la nariz de Freud, el destello del diente de oro
resulta, al principio, indigerible para el niño, y anticipa, en lo visible, una
amenaza invisible. Este diente no es un universal, seguramente nadie se
fijó en él. En este casi nada, en ese apenas visto, el niño contempla de
otra manera a la prima, hace brillar la boca de ella en su mirada infantil.
La ve y no como la imaginó, eso lo deslumbra pero no se rinde a
sacrificar la imagen por su imaginario. Por suerte, no se enquista
escópicamente –recordemos que es miope– y sigue adelante, soslayando
lo que de extenuante podría tener la perversión.
Así el relato anticipa una de las matrices de la narrativa de Lispector:
el título y el final del cuento (“la reverberante fijeza de ciego”) advierten
que cuanto menos vea este niño, más sabrá; no ver de lejos le permite
vislumbrar el velo de la verdad. En la traducción de Peri Rossi el cuento
se llama “Miopía progresiva” y en la de Marcelo Cohen “Evolución de
una miopía”7. No importa porque en Lispector siempre se pierde la
vista.
Podemos imaginar a la prima de este cuento esperando otra visita del
niño miope. En estos relatos, la espera hace a las protagonistas sensibles

6 La desarticulación de lo imaginario ante el indicio inevitable de lo real ha sido uno de los


temas más señalados en la crítica sobre Lispector. Sobre el “mal encuentro” o “encuentro
con la Cosa” en un itinerario entre varios textos de Lispector, véase Antelo (1997).
7 La traducción de Marcelo Cohen está tomada de la recopilación Cuentos reunidos (2002).

136
a su estado de incompletud, no ceden a su deseo pero no renuncian a él,
no sacrifican su preciosa particularidad de ser barrado, en el límite de la
locura pero sin caer en ella. El desastre planea pero no llega y estas
protagonistas se mantienen al borde del precipicio.
Algo similar ocurre en el aprendizaje de “Felicidad clandestina”,
donde la protagonista se demora en su deseo. De nuevo una madre lo
concede, esta vez en forma de libro. Pero esta madre que colma –ya
vimos cómo las verdaderas madres en Lispector nunca son biológicas–
se rebela en demasía, aunque la niña no está dispuesta a ser investida
bajo su influencia, tan amorosa como mortífera y opta por “la estabilidad
del deseo irrealizable”8.
La regla en Lispector nunca es darlo todo como no es decirlo todo;
no dar lo que es suyo no impide a las protagonistas anteriores dar lo que
no tienen. La regla no es decirlo todo, pero sí decir para encontrar su
imposibilidad.

5.2. Amar es no tener


Si en los cuentos anteriores el amor es una respuesta que se da a la falta
en ser (“amar es no tener” dirá la protagonista de La pasión según G. H.),
indisociable de la confrontación primera con el lenguaje y en su
recorrido se advierte de las identificaciones alienantes, este último
apartado expone otros relatos en donde se niega la posibilidad de que la
mirada del Otro resuelva el vacío que conlleva esta experiencia y antes
aparece como el origen de nuestro propio enigma.
En ellos se apunta otra de las matrices fundamentales de las novelas
de Lispector: la posibilidad de contar un encuentro imposible –ya se han
avanzado algunos anteriormente–, un contorno que capture por un
instante lo irrepresentable. La cuestión de la forma se juega igual en el
encuentro amoroso que en el encuentro con la escritura.
Esta posibilidad, que se apodera cada vez más de la obra de
Lispector9, da cuenta de otro aprendizaje fundamental, del orden
simbólico, del que solo esbozaré algunos rasgos y cuyo tránsito
podríamos situar entre de “Dos historias mi manera” y “La quinta
historia”, una madriguera de historias y escrituras en juego de dobles que
concluye afirmando que no se puede contar bien. Dos historias
invertidas (una la de un hombre al que no le gustaba el vivo y otra de un

8 Como la propia Lispector cuando propone varios títulos en La hora de la estrella o varias
versiones de una historia en el cuento “La quinta historia” o las iniciales de muchos de sus
personajes, sin culminar la elección y optando por mantener todas las posibilidades en esta
irrealización, en una propuesta de antiliteratura (Borelli, 1981).
9 Como ha señalado Italo Moriconi (2000), los últimos textos de Lispector ponen en escena

los límites y extenuación de un proyecto de progresiva radicalización de la escritura


autorreflexiva; este proceso culmina con la muerte de Macabea, en La hora de la estrella.
También, como veremos, como una forma de romper el espejo en el que se proyectaba su
imagen de gran escritora.

137
hombre al que sí le gustaba), que en realidad son cuatro –sin contar las
que no terminan– y que ninguna lo dice bien, pues: “de querer el vino
poco se ha de hablar y mucho en cambio del vino”.
Solo en el intersticio entre las dos historias, solo en el encuentro
entre la lectora y la escritora protagonista10, solo en el cruce de la
escritura dentro de la escritura puede atisbarse que el deseo de contar es
contar ese deseo, esa evanescencia que se escapa y cuya afirmación se
rescata al enfrentar las versiones de este relato. Solo cuando la historia se
cierra es cuando comienza.
En “La quinta historia”, el mal encuentro ensaya una sexta historia
que dará lugar a la de La pasión según G.H. (1964). En el relato breve, el
enfrentamiento de una mujer con una plaga de cucarachas adopta
distintas formas, la historia se hace deshaciéndose, en la medida que
también ellas, las cucarachas adquieren contorno y consistencia.
En la novela se repite el encuentro inaudito. En los preámbulos, la
narración de un extrañamiento. Un día sin asistenta abre posibilidades
insospechadas para la protagonista, que termina de desayunar dispuesta a
“poner orden” (“Ordenando las cosas, creo y entiendo al mismo tiempo
[...]. Ordenar es buscar la mejor forma”, 2000: 29) y termina en una
exploración de espacios inciertos (su propia casa, el cuarto de la criada, la
persona de la criada, su interioridad). La rememoración de estos
preámbulos coincide con un proceso de desdoblamiento por parte de
G.H. y un “tú” narrativo al que se dirige la escritura que funciona como
una apelación de sentido y una marca del esfuerzo por mantener el
vínculo comunicativo.
El combate con la cucaracha evoca otros malos trances de la
narrativa de Lispector, que ya he detallado, donde la emergencia de lo
real desarticula el imaginario y se narra su caída. Pero toda trascendencia
se expone en forma necesariamente trivial, resaltando la contingencia de
sus circunstancias. En el cuento “Amor” el desencadenante es un ciego
que masca chicle, en “Felicidad clandestina” el brillo de un diente; en
“Perdonando a Dios” una fatalidad menos frecuente: pisar una rata. En
todos estos relatos, un imprevisto desestabiliza la identidad, la garantía
de un mundo referencial o la ilusión de la concurrencia amorosa 11.

10 En la “cisãentre ler e dize”, en la que se trata de encontrar “um princípio de


materialidade para a escritura e, em consequência, para a lectura. Ele não poderá vir do
real. O real se fixa sempre o mesmo lugar, isto é, no luigar do Mesmo” (Antelo, 1997: 36).
11 La edición de los cuentos de Lispector en español cuenta con la traducción de Cristina

Peri Rossi, cuya primera recopilación tituló significativamente Silencio (Barcelona, Ed.
Grijabo Mondadori, 1988); la segunda apareció con el título de Felicidad clandestina (1994).
En el prólogo de la primera, Peri Rossi afirma: “Podríamos decir, incluso, desde una
perspectiva tradicional, que Clarice Lispector escribe mal: repite palabras continuamente,
enlaza difícilmente una frase con otra, no se preocupa por la continuidad narrativa,
introduce numerosos comentarios ajenos a la acción. Pero estos aparentes defectos de la
escritura convencional son, en cambio, su mayor virtud: siguen el hilo de la asociación

138
Si el niño de “Felicidad clandestina” advierte un brillo indeseable en
el diente de oro de su prima, apenas un destello con el que no contaba,
su repulsión desequilibra el juego de identificaciones que lo sustenta y lo
coloca al borde de la catástrofe; pero se le abre una compuerta para
pensar de otro modo su existencia y contemplar desde otro ángulo
impreciso a su prima, sin rendirse a sacrificar la nueva imagen por su
viejo imaginario.
Estos detonantes se presentan en la narrativa de Lispector
encubiertos de nimiedad y experimentados por personajes cercanos a lo
prosaico y lo común, para evitar caer en una gravedad que les otorgaría
excesiva excepcionalidad, en la línea de una escritura de lo menor, lo
banal o lo cotidiano (ese casi nada) que lleva al lenguaje a su límite con lo
real.
Antes avanzábamos que la posibilidad de contar sin mediación,
como la de amar sin proyección precisan de un contorno que capture
por un instante lo irrepresentable. La cuestión de la forma se juega igual
en el encuentro amoroso que en el encuentro con la escritura, así como
en el encuentro con la materia que sus protagonistas pintoras, escultoras
o escritoras encarnan.
Si es posible convocar un objeto amoroso que no sea metáfora del
sujeto, estos malos encuentros porfían el enfrentamiento con lo abyecto,
lo siniestro o lo irrepresentable. El cara a cara se establece con esos seres
que no se parecen a nada: “ciego mascando chicle”, “diente
relumbrante”, “rata”, pero por si la identificación aún fuera posible, la
elección de la cucaracha en La pasión ahuyenta cualquier proyección de
identidad. No se trata de retar al yo con el no-yo sino con un otro
impersonal, no asimilable a la identidad ni a su contrario (“la
despersonalización con la gran objetivación de uno mismo. La mayor
exteriorización a que se llega”, 2000: 144). La cucaracha no instaura el
corte que permite asentar el narcisismo.
El encuentro termina siendo amoroso en esta obra, de la deriva del
horror del vacío originario: “el horror soy yo frente a las cosas” 12. Como
si la falta de consistencia de cada cual, al enfrentarse al amor, se redujera
de nuevo a lo sin forma: “¿Entendía yo que aquello que había

libre, del inconsciente. En efecto, el inconsciente es un mal escritor, desde una perspectiva
convencional” (Lispector, 1988: 12-13).
12 A propósito de La pasión, señala Benedito Nunes: “Porém alertarnos o lector para o fato

de que a visão transtornante da personagem-narradora é inseparable do ato de contá-la,


como tentativa sua para reapossar-se do momento de iluminação extática, anterior ao
començo da narração, e que a despossou de si mesma. Só enquanto lembrança, na ordem
sucessiva do discurso, poderá a narração restituir a subitaneidade do transe visionário. E
restituindo-o, devolver também, graças o novo Eu da enunciação em que o papel de
narradora investe G. H., a identidade cuja perda constitui a sua história” (Nunes, 1988:
XXVIII).

139
experimentado, aquel núcleo de rapacidad infernal, era lo que se llama
amor? ¿Pero - amor neutro?” (Lispector, 2000: 110).
Un guión13, un corte, una marca de escansión, un casi nada, parte la
última frase de la cita, suspende el sentido y localiza una hendidura, de
modo tal que lo que distingue a la persona de la no-persona tiende a
reducirse a nada en esta experiencia del amor. El guión muestra lo que
no puede decirse, descubre y oculta, crea una apertura en el lenguaje, un
“entre” (entre-dicho, entre-dos).
Nada iguala esta experiencia de neutralidad porque si poseyera un
indicio, sería el de una presencia asegurada, capturada, que es
precisamente de lo que esta narradora se libera. Enfrentada a lo informe,
a lo inmundo, a lo inarticulado, logra afrontarlo sin deplorar su
abyección. La neutralidad del amor la empuja hacia lo que la narradora
llama: “las olas desatadas del mutismo”14. Lo neutro que en palabras
cruzadas de Antelo-Blanchot “desplaza el eje de una escenografía
convencional y establece el centro de gravedad en otra parte, allí donde
sería superfluo tanto afirmar el ser como denegarlo, es decir, en el punto
sagital de la desgracia o la locura” (Antelo, 2002: 15)15.
En el cuento “Felicidad clandestina” la iniciación amorosa se
consuma con un libro, en “Restos de carnaval” el encuentro puede darse
en tanto el muchacho no reconozca a la protagonista más que en su
disfraz o en “El primer beso” el ritual se consuma con una estatua.
Recopilemos: el sinsentido caracteriza a la mecánica amorosa, en una
lógica común que ensambla fantasma-Dios-libro-disfraz-estatua.
Agamben lo formula de otra manera: “¿Cómo puede Eros encontrar su
propio espacio entre Narciso y Pigmalión?” 16.
Al final de la trayectoria de Clarice Lispector le llega “la hora de la
basura”, una forma de enfrentar lo abyecto, como veíamos en La pasión,
que opera a partir de restos culturales (el mal gusto, lo bajo, el kitsch, lo
marginal). Lispector, en respuesta a las críticas que El vía crucis del cuerpo
(1974) produjo, que condenaban el carácter esquemático de sus relatos,
una supuesta crudeza en el tratamiento de las temáticas sexuales y una

13 El guión no aparece en la traducción española de Alberto Villaba. Véase la p. 85 de la


edición de Benedito Nunes (1988).
14 Lo neutro como viaje a lo orgánico y al origen aparece numerosas veces aludido en su

intento por escapar de la forma por parte de la protagonista de La pasión: “estoy a punto de
ver el núcleo de la vida” (51); “lo que he visto no es organizable” (56); “lo neutro era mi
raíz más profunda y más viva” (76); “lo neutro. Estoy hablando del elemento vital que une
las cosas” (83), etc.
15 Esta espectralidad del “habla neutra” que según Antelo “implica no revelar ni ocultar, es

decir, significar de un modo diverso a la significación de lo visible banal” (2002: 27).


16 “¿Cómo apropiarse del inapropiable objeto de amor (es decir del fantasma), sin incurrir

en la suerte de Narciso (que sucumbió a su propio amor por una ymage) ni en la de


Pigmalión (qué amó a una imagen sin vida)? O sea, ¿cómo puede Eros encontrar su propio
espacio entre Narciso y Pigmalión?” (Agamben, 1995: 211).

140
acusación de no ser “literatura”, solo “basura”, revirtió este reproche a
favor de la orientación que tomaran sus textos desde entonces, puesto
que según sus palabras “hay hora para todo. Hay también hora de la
basura” (Moriconi, 2000).
En su rechazo de cualquier sublimación, La hora de la estrella (1976)
crispa las posibilidades de la escritura, la representación e incluso el
modelo de escritora sobre el que Lispector había construido su
reputación, pero antes de orientar de forma tan extrema su producción,
podemos localizar un antecedente de imposibilidad, quizás el que la
aboca a “la meditación sin palabras” (Lispector, 2000: 9) que esta obra
encierra, citando nuevamente las palabras de la autora. Abandonar la
palabra implica, en este caso, dejar de ser sujeto para comenzar esta
meditación y aceptar su derrumbe tanto como el del lenguaje. Un
peligroso lugar “donde se disocian lo nombrable y lo innombrable, lo
pulsional y lo simbólico, el lenguaje y aquello que no lo es. Es por lo
tanto un lugar muy arriesgado, un lugar de incoherencia subjetiva, en el
cual la subjetividad se halla puesta en dificultad” (Kristeva, 1999: 94-5).
El límite no se juega en el orden ni la estructura del relato ni en la
prominencia discursiva; más bien al borde de ella –toda la escritura de
Lispector es un borde–, su propuesta minimalista escenifica ese borde
desde los dos lados: “no, no es fácil escribir. Es duro como partir rocas.
Pero saltan chispas y astillas como aceros pulidos” (Lispector, 1989: 20).
En La pasión según G.H. podemos localizar la escena imposible de la que
La hora de la estrella es otra salida. El “pensamiento que no se piensa”
(2000: 146) de primera es retomado en la “Dedicatoria del autor” de la
segunda: “medito sin palabras y sobre la nada” (1989: 9), la novela que
narra su propia producción textual a la par que la historia de Macabea.
En esta narración, “el casi nada” está colocado en lugar de este personaje
y el “mal encuentro” sucede entre ella y su narrador. Macabea, una pobre
nordestina, anodina, escasa y caracterizada por la carencia (“un café
frío”, “un pelo en la sopa” afirma de ella Rodrigo S.M.). En el límite de
su humanidad y su feminidad, en el límite de lo pensable, en el límite del
lenguaje “este libro está construido sin palabras [...]. Este libro es un
silencio. Este libro es una pregunta” (1989: 18).
La pregunta que surge de este silencio bien podría ser: ¿la salida de la
representación?, ¿la salida de lo simbólico? La búsqueda de la desnudez
del lenguaje fracasa, se queda al borde. Macabea muere, el narrador
(masculino) no sabe enfrentar su muerte, solo queda el “silencio” (1989:
81, última página) y el cascarón de una escritura metaficcional que se
pregunta irónicamente si responde a una demanda de mercado (“¿El
final fue lo bastante elocuente para las necesidades de ustedes?”, 1989:
81).

141
III. Rituales de la patria

La patria necesita sacrificios. Es ara y no pedestal.


Se la sirve, pero no se la toma para servirse de ella.

José Martí

(…) ¿acogerían ellos a una sin patria?


¿no estaría mi corazón para siempre en otra tierra?
soy ajena a las ceremonias de la costumbre
que suelen acogerme para señalarme extranjera
vidas de espaldas al mar que es el camino de mi vida

Juana Bignozzi

143
1. Pasajes y contextos: el sexo de las sirenas
En un curioso relato de viajes de Carlos Octavio Bunge (Viaje a través de
la estirpe, 1908), un comerciante argentino se encuentra con una sirena y
se pregunta:
¿Era ese monstruo con su largo apéndice natatorio, con su coriácea piel de delfín,
con su aspecto fiero y silvestre, el bello ideal de sirena que forjara la fantasía
humana y soñase yo en sueño de amor?... Cierto que el perfil era griego, que las
facciones eran correctas y propias de una mujer joven, ¡pero qué mujer tan grande
y tan fría! [...].
Ya lo ves –dijo ella– con horrible sonrisa de perro. La realidad no es hermosa
como la leyenda (1908: 10-11).

El protagonista, que declara no ser hombre de ciencia, ni escritor, ni


aristócrata, asalta al insólito pez con preguntas: “¿Dónde vive usted?...
¿Cuáles son sus costumbres?... ¿De qué se alimenta?... ¿Cómo ha
aprendido a hablar la lengua de los hombres?”. Para mayor asombro, la
sirena responde: “¿Quieres hacerme lo que ustedes llaman… creo que un
“reportaje”?” (13). Con su inesperada disposición, la sirena se muestra
como una amable informante para facilitar el trabajo de campo, como un
precedente insólito del recurso de la exclusiva periodística o como indica
S. Molloy, como una “subalterna avezada” del testimonio (Molloy, 2005:
152). En todo momento contesta pacientemente al aluvión de preguntas:
“¿Por qué se esconden ustedes? –Porque tememos a los hombres, y nos
horripila la idea de que algún día puedan pescarnos y exhibirnos vivas en
sus jardines zoológicos, o bien en sus museos, disecadas y
embalsamadas” (11).
En el cuento, el destino de la sirena se debate en varias escenas; su
propiedad se disputa con un comerciante inglés en el momento de su
captura (en aguas cercanas a las Malvinas) pero el comerciante reclama el
espécimen: “es una cuestión de patriotismo” afirma. “Si la sirena habla y
dice en buen castellano que yo soy su dueño, ustedes me reconocerán
por tal”. Es que la sirena aprendió español en tiempos de los conquista-
dores, con unos náufragos castigados por Magallanes, que la instruyeron
a cambio de moluscos.
Al llegar a Buenos Aires, el protagonista no sabe muy bien qué hacer
con ella. No comentaré sus turbios intentos de acercamiento, solo la
resolución primera de entregarla a un amigo naturalista (para que la
estudie en el zoológico) y después, la decisión de liberarla.

145
Su ineptitud amorosa y su desconcierto provienen de las dudas que le
surgen sobre la forma de reproducción de esta especie y sobre la
superioridad femenina alcanzada en ella (“yo no sé que haya sirenos; todos
los animales de su raza son femeninos”). Su incomodidad asoma ante el
carácter monstruoso de este ¿ser? inclasificable en la división sexual
humana y en su extraña condición animal, que no halla lugar fuera del
ámbito legendario. Quizás por el propósito de intimar con ella o porque
insiste en no ser un científico, la exhibición de la sirena en el zoológico
no le convence. Como ella misma le reprocha, no solo “servirá de befa y
escarnio del populacho” sino que su “pérdida será una desilusión”.
Finalmente, es la propia sirena quien le ruega que la libere, para que la
ciencia no sufra desengaños, para que los hombres mantengan su
leyenda y para proteger el secreto que la mitifica –o la dignifica–.
En su comentario sobre el ambiguo final del cuento, Silvia Molloy
capta una seña sabia en este narrador. En un momento en que lo natural
/ nacional se captura y se exhibe, tanto en la Argentina como el resto del
mundo, liberar a la sirena constituye un “saludable y precursor acto
crítico. Libera lo que se busca fijar y domesticar como nacional [...].
Revela la nacionalidad como artificio, como construcción fluida, tanto
más estimulante cuando se la abandona a la deriva” (Molloy, 2005: 154).
Aunque las asociaciones pueden dispararse con este relato, me interesa
particularmente la apropiación que se narra con respecto a lo mons-
truoso. Las sirenas, que Colón tampoco halló tan hermosas, forman
parte de la enciclopedia que Borges atribuyó a la mítica sapiencia china
(en “El idioma analítico de John Wilkins”); la misma enciclopedia que
Foucault consideró “imposible de pensar”, las mismas sirenas cuyo
canto seduce misteriosamente.
La magnitud de esta figura amenaza con aniquilar ciertos conceptos.
Su monstruosidad emerge como un error de cálculo: escapa a la
clasificación de “vida”, de “vida humana y animal”, y “de vida humana
sexuada en dos” –¿o del uno que silencia al otro?–; vuelve de la leyenda y
muestra que algo no fue visto, ni dicho, ni mostrado. Para comenzar de
nuevo el fallido ejercicio de ordenamiento, el comerciante decide donarla
a la ciencia –aunque esta no le indicará cómo seducirla–.
Es una primera opción, que le asignará un lugar o un fuera de lugar
en la zoología, la antropología, la anatomía y puede que hasta en la
psiquiatría. Este lugar no solo pasa por un ritual discursivo también por
una mirada y por un amo, en relación con el uso de la lengua (el único
código reconocible en la sirena, huella de una anterior dominación).
En su rareza, el engendro marino requiere de la observación
científica, merece la exposición pública y en un futuro, la denominación
de origen como producto de muestra y exportación nacional. El cuento
describe un trazado ejemplar: de la liturgia de la ciencia a los fastos de
estado, del protocolo de la observación al culto del espectáculo. No deja

146
de ser que este trazado, a ojos de la sirena, disipa su legendario e
inquietante secreto, una precaria potestad que la asiste y en la que se
resiste: o laboratorio o leyenda; o museo o mito; o Estado o fantasía,
parece apuntar, en una oposición que, el tiempo se encargaría de
demostrar, en ocasiones no resultaría tan excluyente.
Esta tercera parte del libro toma su itinerario de este trazado: por un
lado lo monstruoso, lo excesivo y lo impensable, por otro, las prácticas y
rituales que lo expulsan, lo domestican o lo veneran. En un desvío
interesado de la lectura de Viaje a la estirpe, retomo más adelante los
viajes de las exploraciones científicas del siglo XVIII y XIX, para
establecer un contrapunto con los espacios de observación y el botín
conquistado por algunas viajeras solitarias de la misma época, lo que
conduce a la pregunta sobre la apropiación de lo monstruoso en el
contexto de la fundación de las naciones de América Latina. Seguirán los
desplazamientos de Gertrudis Gómez de Avellaneda, en el siguiente
capítulo: su “defectuosa” feminidad, su mirada estrábica (a la metrópoli y
a la colonia), su dañina sentimentalidad, etc. Todo ello disloca el mapa de
la crítica literaria y la topografía nacional. En las “idas y venidas” de esta
crítica para fijar un lugar de origen a quien hizo de ella misma un
“personaje de autor” se detectan usos y desvíos interesados, como en el
caso de Frida Kahlo, cuya “rareza” se presenta en el tercer capítulo. Si
por un lado, la artista extrema las estrategias de autorrepresentación
hasta hacer de su cuerpo una obra de arte, parece que esta entrega
favorece su identificación con el cuerpo de la nación, destinada a
encarnar primero las luchas y desgarros de una supuesta identidad
mexicana, después las marcas de lo local en la política neoliberal de su
Estado y por último, su fetichización como objeto de consumo en el
mercado global. Igualmente, este proceso de cruce entre razón estatal e
industrias culturales se potencia en la figura de Eva Perón, en donde
concurren además una lógica museística y una lógica de género, que
encauzan los síntomas de una historia que no puede cesar en su
circulación.

147
2. Mapas y viajeras del siglo XIX
¿Cuándo nos volvimos un pueblo?
Edward Said

Desde la ya clásica pregunta de Ernest Renan: “¿Qué es la nación?” hasta


las numerosas aportaciones críticas sobre la emergencia de los estados
nacionales en América Latina se ha insistido en los cortes y exclusiones
que necesariamente implica la afirmación de esta comunidad
“imaginada” (Anderson, 1993). Dos cuestiones me interesa destacar de
estos procesos: cómo la relación con la tierra se vuelve central, ya que el
territorio localiza los proyectos de organización de las repúblicas recién
independizadas y cómo determinadas prácticas, archivos y colecciones
contribuyen a diseñar los contornos de su identidad. Es decir, la relación
con la tierra diseña una cartografía que fija el territorio; mapas de la
nación, que no solo en sus distintas representaciones (narración, historia,
literatura) proyectan un imaginario sino que activan dobles espaciales
(monumento, biblioteca, museo) que terminan por identificarse con ella;
mapas y dobles que siempre borran algo, tanto más en relación con su
escala.
Aquí, el recurso del mapa no me sirve solo como táctica de
mediación espacial; su diseño y confección responden también a una
noción política, que pone en contacto al Estado con una cierta
administración geográfica. En esta figuración se arbitra tanto la
exploración como la explotación; la apropiación pasa por el
conocimiento y luego por el rendimiento territorial, y en este cruce entre
productividad simbólica y productividad material se cimientan los
procesos imperiales primero y luego los nacionales.
En su análisis sobre la literatura de viajes, Mary Louise Pratt ha
demostrado la relación entre la constitución de la historia natural como
disciplina y la expansión europea, en un proceso mutuo de producción
de sentidos que afirmó el dominio imperial. Visto así, el estudio y
sistematización de la naturaleza sirvió para sustentar una nueva fase
territorial del capitalismo (impulsada por la búsqueda de materias primas,
la extensión del comercio costero a zonas del interior, la conquista
territorial de enclaves estratégicos militares, etc.); la sistematización
científica lleva “esta imagen de acumulación a un extremo totalizador, y
al mismo tiempo modela el carácter extrativo, transformador del
capitalismo industrial, y los mecanismos ordenadores que empezaron a
dar forma a la sociedad de masas urbana en Europa bajo la hegemonía

149
burguesa. Como constructo ideológico, la sistematización de la
naturaleza representa al planeta apropiado y organizado desde una
perspectiva unificada, europea” (Pratt, 1997: 73).
La historia natural se prestó para construir una naturaleza doméstica
y una humanidad colonizada. Como práctica determinada por la mirada
no solo identifica, describe y distingue categorías sino que fundamen-
talmente, determina lo observable, ese punto de vista internalizado que
permite clasificar según escalas de valor y sentido previamente esta-
blecidas y autorizadas.
Sin ánimo de profundizar más en los vínculos entre política, intereses
expansionistas, comercio y ciencia, no parece casual que los museos
comenzaran albergando conjuntamente la historia natural y la historia
nacional. En la dinámica imperio / nación de los siglos XVIII y XIX, lo
raro, lo monstruoso o sencillamente, lo impensable (desde esa interna-
lización del punto de vista) encontró un colchón apacible: el museo.
Pero en este espacio no se exhibía solo la excepción o la singularidad
de “lo observable”; al igual que las expediciones naturistas operaron
como agentes de la ciencia y agentes del imperio, las especies y
especímenes ganados en ellas valieron como muestra de soberanía.
Cualquier centro cultural debía mostrar colecciones de plantas, animales,
minerales y muestras de lugares remotos como prueba de su poderío,
que más tarde se reconvertiría en términos de patrimonio. A las
colecciones de arte se sumaron fósiles, animales disecados, conchas y
mariposas, que junto a “nativos”, lanzas y máscaras 1 satisfacían tanto la
curiosidad como el afán de dominación.
Próximo al temor de la sirena a ser embalsamada o disecada, el
“congelamiento metonímico” del museo, con el que una parte de las
especies o un aspecto de la cultura se presentaba como un todo, halló su
nicho teórico.

* * *

En las expediciones continentales y nacionales, los “naturalistas héroes –


afirma categóricamente Mary Louise Pratt– nunca son mujeres”: “No
hay mundo más androcéntrico que el de la historia natural” (1997: 106),
aunque esto no significa que no hubiera mujeres viajeras ni que no

1 Como el doctor Darder, que compró el cuerpo disecado de un guerrero negro, expuesto
en París desde 1831, que pasó por la Exposición Universal de Barcelona de 1888, después
al Gran Café Novedades y finalmente al Museo de Banyolles (Girona), hasta que en 1997 se
desató la polémica sobre la conveniencia o no de mantenerlo en una vitrina, tras
compararlo a las momias egipcias, reivindicarlo como icono local o exponerlo junto a
Ronaldinho como triunfo. Cuando finalmente fue trasladado a Botswana, el asunto se trató
en términos de “repatriación”; poco después, un libro reconstruiría su periplo: El negro y yo,
que se convirtió en éxito de ventas.

150
exploraran con otros propósitos, muchas de ellas, en calidad de
acompañantes circunstanciales. Del lado del imperio, Mary Graham
partió en 1822 hacia América del Sur en compañía de su marido, un
capitán de la armada británica, que murió en el viaje; al regresar a
Inglaterra decidió publicar un diario de su estancia en Chile; Isabela
Godin des Odonais emprendió un viaje desastroso con hermanos,
sobrino y sirvientes a través de los Andes para reunirse con su esposo;
después, él sería el encargado de transcribir la travesía, en 1773, a pedido
de La Condamine. Desde la otra orilla, evoco los viajes de Eduarda
Mansilla, acompañada de esposo, seis hijos, varias criadas y una vaca; sus
Recuerdos de viajes (1882) entusiasmaron a Sarmiento.
Pero no siempre estas escritoras emprendieron travesías en calidad
de cónyuges. Las circunstancias biográficas obligan a Flora Tristán a
partir hacia Perú en 1833. Nacida en París, de madre francesa y padre
peruano, el reclamo de la herencia familiar anima su viaje. Con pocos
años de diferencia, María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo
(Condesa de Merlin) publica sus libros sobre La Habana, donde había
vivido hasta los diez años y a donde vuelve cuarenta más tarde, también
por intereses económicos y familiares.
Lo cierto es que si todo periplo viajero está definido por una
economía de retorno y el viaje se valida en su capacidad de volver al
punto de partida con nuevos “tesoros”, los propósitos de estas mujeres
viajeras (más o menos flanqueadas) difieren de sus compañeros. Frente
al discurso del viaje de exploradores o colonizadores –que la historia
natural produce y por el cual es producido– y que opera, como hemos
visto, como una forma de dominio y posesión, frente a ella, la afirmación
personal, el dinero o la genealogía familiar determinan un punto de
partida en los relatos de estas viajeras. De ahí quizás que se haya
observado que sus textos deriven en autoexploraciones y de ese modo
determinen otros espacios observables: “En un estilo impensable para
Humbolt o la vanguardia capitalista, la reinvención de América coincide
con un reinvención del yo” afirma Pratt sobre ellas (1997: 295). Sin
necesidad de hacer de la búsqueda de legitimación personal una marca
de género, lo cierto es que sus libros cabalgan a medio camino entre la
variedad etnográfica (por su identificación con el paradigma europeo) y
la autoetnográfica2 (por la indagación interior que encauzan).

2 Con respecto a la distinción entre narración etnográfica y autoetnográfica, M. C. Arambel


y C. E. Martin proponen un tercer subgénero: “el de los textos escritos por los viajeros
latinoamericanos que, después de la independencia, observan las costumbres e instituciones
europeas y norteamericanas con el objeto de adaptarlas a sus sociedades. La voz autorial en
estos textos mantiene una postura crítica en relación con los centros que se propone
estudiar” (2001: 79). M. L. Prat se refiere a estas viajeras como “exploradoras sociales”:
“Para ellas, la identidad en la zona de contacto reside en su sentido de independencia
personal, propiedad y autoridad social, y no en la erudición científica, la supervivencia o las
aventuras” (1997: 278).

151
A menudo, la esfera privada concentra la atención de estas escritoras,
pero ello no significa vida doméstica o de familia sino precisamente su
ausencia: es el sitio de la soledad, el lugar privado en el que la
subjetividad se recoge sobre sí misma, se crea a sí misma, el equipaje
para salir resueltamente al mundo. El previsible hecho de que los
ambientes caseros tengan presencia destacada en los relatos escritos por
mujeres “no responde simplemente a una cuestión de diferentes esferas
de interés o pericia, sino a modos diversos de construir el conocimiento
y la subjetividad. [...]. Su reclamo territorial fue el espacio privado, un
imperio personal de las dimensiones de una habitación” (Pratt, 1997:
280).
En esta reconfiguración del espacio privado se negocia también el
modelo de la familia-nación proyectado en esa época y el lugar de
“Buena Madre, tierna Esposa y virtuosa Ciudadana” que la revista
argentina La Aljaba (1830) proponía a las mujeres en ese contexto.
Convengamos, una viajera mal podía encarar este lema, aunque no me
detendré en este aspecto, desarrollado ampliamente por la crítica (Pratt,
Masiello, Kirpatrick). Solamente quisiera señalar que esta reversión de la
esfera privada se relaciona con ciertas propuestas de sociabilidad por
parte de estas autoras para idear circuitos culturales y campos intelec-
tuales (mediante salones, tertulias y alianzas trazadas en epistolarios), e
incluso con sus formas de pensar la comunidad política, como veremos a
partir de Sab, en Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Pero volviendo al lugar de cruce que caracteriza la
autorrepresentación de estas viajeras, “cruce” es el término que mejor se
ajusta a sus figuras. Desde la ambigüedad que surge al intentar fijarlas en
un lugar de origen hasta la particular apropiación de los espacios que
planea en sus textos, pasando por su problemática adscripción a
patrimonios culturales o la dificultad por definirlas como sujetos
colonizadores o colonizados (en el límite de la clase, la etnia y el género),
ni en un extremo ni en otro.
Para comenzar, el desplazamiento marca de alguna forma sus vidas,
en una época en que trasladarse todavía era una odisea y el precinto al
lugar de origen una soldadura necesaria. ¿Cabrá recordar que la Condesa
de Merlin nació en La Habana (1789), se traslada a Madrid y luego vive
en París? Gertrudis Gómez de Avellaneda, igualmente nacida en La
Habana (1814), se instala en distintas ciudades españolas y vuelve por un
tiempo a Cuba. Juana Manuela Gorriti (1818-1896) emigra primero de
Argentina a Bolivia con su familia, se traslada a Perú, se instala en Lima,
vuelve a Buenos Aires.
Que la movilidad o el viaje formen parte de las biografías de estas
escritoras no trasciende el ámbito de la anécdota o la casualidad. Pero en
sus relatos, como en sus vidas, el tránsito se inscribe en la experiencia
subjetiva, como detallaré más adelante.

152
Por otro lado, como antes comentaba, llama la atención que las vidas
de paso de estas escritoras han planteado numerosos problemas en su
adscripción a los campos culturales. El caso de Gómez de Avellaneda
resulta paradigmático: “igual que la autora con respecto al espacio físico
de la isla, su nombre y sus obras entran y salen del espacio imaginario de
la nación y de su literatura” (Alzate, 2001: 130). A ella me referiré en el
próximo capítulo pero no es el único escollo. Aunque su “doble
nacionalidad” y sus identificaciones dislocan cualquier relato del origen, a
pesar de su difícil inserción en el archivo, su obra llega a donde no
alcanza la de Flora Tristán, cuyos primeros ejemplares de las
Peregrinaciones de una paria fueron quemados públicamente en Arequipa, la
primera traducción al español se extravió (1923) y finalmente, la que
apareció en 1946 en Lima, con prólogo de Jorge Basadre, se publica con
un aparato de notas “que intenta exasperadamente enmendar y
contradecir las impresiones de Tristán sobre la sociedad y la historia
nacional, contraponiendo sus posiciones a las versiones de los baluartes
del “crédito” institucional: gajes y placeres de la labor filológica y de una
máquina de erudición que busca reubicar a Tristán en el lugar que ·le
corresponde: fuera de la verdad nacional” (énfasis del autor, Ramos, 2000:
198).
Como “rarezas” de museo, la historiografía literaria ha excluido,
domesticado o congelado en polaridades excluyentes la aportación de
estas autoras. La precariedad de estas adscripciones no se plantea solo a
causa de sus desplazamientos biográficos sino a partir de las fluctuantes
imágenes que sus producciones exponen, frente a adherencia de las
fábulas fundacionales hegemónicas en este siglo.
Por último, si la escritura como relato de origen en estas viajeras se
inscribe con tanta fragilidad, eso también se debe a que su autorrepre-
sentación como mujeres escritoras está sometida a la misma inestabili-
dad. Es decir, que en el ejercicio de la escritura apenas podían
componerse como tales. La reivindicación del reconocimiento de su
producción, que más arriba apuntaba y, en algunos casos incluso, la
necesidad de vivir de la pluma, nos remiten a sus estrategias de inserción
en los circuitos culturales dominados por varones y a una incipiente
profesionalización del campo de las letras. Con respecto al ámbito
argentino, Francine Masiello apunta: “la insistente conciencia de las
mujeres acerca de sus funciones profesionales como escritoras y la
importancia de la remuneración por su trabajo están documentadas en
revistas femeninas desde la década de 1850. Resulta curioso que esta
conciencia sea anterior a aquello que ha sido considerado como la
transformación del campo de las letras en una tarea profesional durante

153
el siglo XIX, cuando surgió el movimiento modernista” (Masiello, 1997:
25)3.
Estas escrituras peregrinas, nómadas, descentradas, traductoras o
mediadoras, en las distancias geográficas insalvables del siglo XIX,
suscitan intercambios gananciales que no cuadran ni con el anclaje del
origen ni con la dominación territorial ni con las identidades fijas
propios de otros escritos de época.
Aunque todas estas cuestiones las precisaré en el siguiente capítulo,
dedicado por entero a Gertrudis Gómez de Avellaneda, no me resisto a
terminar sin una breve incursión en los tránsitos que dibujan la Condesa
de Merlin y Flora Tristán.

* * *

“Muchas veces has deseado, querida Leonor, que te haga una relación
de mis primeros años” (2006: 47) escribe la Condesa de Merlin al
comienzo de sus memorias de infancia. No hay que dejarse engañar. El
tono confidencial que desacredita a la mujer escritora (“Rousseau y sus
escritos me trastornaban la cabeza”, dice) legitima sus incursiones en el
mundo privado. De otra manera, Flora Tristán, en contrapunto al
lenguaje estadístico y especializado de la historia natural, maneja a su
favor la incompetencia femenina y le atribuye estratégicamente este saber
a uno de sus acompañantes: “ayúdeme a clasificar todas esas brillantes
estrellas que veo por primera vez” (2003: 119), proclama en falsa entrega
para dar pie a la seducción.
Ya he mencionado cómo la incursión en la esfera privada en estas
autoras no se refiere a su atención por los fogones y las actividades
domésticas ni a su mayor carácter introspectivo sino a un lugar
privilegiado en donde negocian una autorrepresentación atravesada por
el género, la clase, la etnia, la profesión de escritora y su lugar de origen.
Es decir, en ese espacio se concentra la liminaridad de su experiencia y
por ello cabe preguntarse: ¿desde y cómo dónde miran estas viajeras?,
¿como mujeres, como escritoras, como criollas, como europeas, como
aristócratas, como subalternas? Ahí surgen los problemas.
Al describir a las mujeres habaneras, Merlin muestra admiración por
la suntuosidad de su ajuar: batista, almidones, encajes y se compara con
ellas: “Piénsese el efecto lamentable que harían al lado de este lujo

3 En otro lugar he reflexionado sobre cómo Juana Manuela Gorriti, a pesar de haber
conquistado un espacio profesional con sus obras y de haber articulado una red cultural
con sus tertulias y contactos (fuera de la estructura estatal de facciones o familia), decide al
final de su vida publicar sus memorias, reconstruyendo cauta y engañosamente su
semblanza, desplazando toda privacidad en aras de su retrato como escritora, consciente de
la inestabilidad que ese lugar le había concedido (Girona, 2008).

154
maravilloso mis camisas de sencilla tela de Holanda y mis pobres medias
de hilo de Escocia” (77) y sigue diciendo:
Pero lo que fue un verdadero escándalo para todos fueron mis desgraciados
zapatos de cuero marroquí descubiertos en el fondo de mis baúles: –¡Jesús María!
exclamaron, ¿qué es eso?... ¡Esos zapatos para tus pies en la Habana! ¡Oh!– Me
sentí verdaderamente mortificada ya que no comprendían que mi piel se hubiese
endurecido en Europa hasta el punto de poder soportar el suplicio de esos
zapatos. Y no obstante pensaba con amargura, ¡yo tengo tanta dificultad en
caminar como las demás mujeres de Europa! (2006: 77).

La escena se construye en un juego enmarañado de miradas que


difícilmente se puede formular de esta manera: desde Cuba imagina
vestir y caminar en Europa como una habanera de ostentosas telas y
delicados pies sin horribles zapatos marroquís. Las idas y venidas de esta
mirada tensan la apropiación y la autorrepresentación de la Condesa,
elegante y fina en su distinción: el intento fallido de mimetismo mediante
la parodia de lo europeo y la exportación del modelo cubano a sus
tierras, la operación orientalista de los zapatos y en la última vuelta de
tuerca, la farsa europea: es que las mujeres tienen dificultades para
caminar en ese continente. Especialmente significativa resulta la adop-
ción del calzado marroquí que, a pesar de producir, espanto resulta
necesario. Las ambigüedades y contradicciones de estas viajeras con
respecto a su otro hallan en este zapato un indicio perdido.
En la perspectiva de Edward Said, un tanto unidireccional con
respecto a la representación orientalista que refuerza la hegemonía
europea, este calzado no encuentra su lugar según el descentramiento
descrito, tampoco en la posibilidad de elaborar un discurso de resistencia
desde posiciones discursivas subalternas. Esta conciencia dividida
“refuta las fronteras de su propia localización fragmentando las nociones
recibidas de totalidad cultural y completud histórica, y sustituyéndolas
por fragmentaciones y recomposiciones que redimensionan el lugar del
sujeto y sus territorios existenciales” (Moraña, 2004: 212). El deseo de
pertenencia y diferenciación de la Condesa se integran contradic-
toriamente: lo que la destaca en el lugar europeo la coloca en posición
inferior en el cubano, lo que la iguala en Europa a las demás mujeres la
separa de las cubanas, el lujo marroquí no sirve en esas latitudes.
Su deseo de mimetización –no de igualdad– convive conflictiva-
mente con su mímica hegemónica4. Su orientalismo elabora una alteridad
en la que se instala para afirmarse como europea, si esta proposición no

4 Como afirma María Caballero Wangüemert: “La condesa es un ser de frontera para quien
La Habana es lo propio, pero también lo exótico. Es criolla de nacimiento, francesa de
adopción y para estos últimos Hispanoamérica es el reino de exotismo, del hombre natural,
la contraposición a la vieja Europa, más corrupta de lo deseable. El destinatario, entonces,
prima la focalización sobre lo “otro”, lo diferente, hasta el punto de que su texto fue
acusado en Cuba de folklorismo extranjerizante” (Wangüemert, 2006: 31).

155
encierra contradicción. En el espacio intersticial de las identificaciones
fijas, su discurso escapa a polaridades primordiales: ¿dónde queda el
centro en la Condesa? En el afuera de un colonialismo que no alcanza al
lugar del colonizado.
Las excursiones de la condesa desde su ser europeo al criollo son
breves y deliberadamente escenificadas. El resultado inesperado del
proceso de aculturación realizado en Europa le hace confesar que se
siente como una extranjera en la isla y en ocasiones, su tremenda
distancia se conjura en el ideal cosmético al que aspira: “una habanera
solo usa medias de seda, y nuevas, y al quitárselas, las tira. Sus pequeños
zapatos bien pronto los dejan abandonados, y como todo lo demás van
para las negras” (76); “una habanera nunca usa dos veces sus trajes de
baile” (76), y ya, en el colmo del fetichismo: “El pie de una habanera no
es un pie sino un lujo poético” (72).
Pero igualmente, en los ambientes parisinos, sobreactúa su diferencia
criolla: “Mi color de criolla, mis ojos negros y animados, mi pelo tan
largo que costaba trabajo sujetarle, me daban cierto aspecto salvaje”.
En un lugar y en otro, la diferencia juega a su favor; en un lugar y en
otro escenifica su extranjería, hace de ella una performance femenina.
Igualmente, su colección de imágenes sobre la isla oscila entre la
esencialización que la identifica y la distancia que la idealiza. Entre la
viajera y la turista, la Condesa funda “lo latino” fuera de la latinidad, se
aferra a características nacionales que se han vuelto obsoletas en el
territorio al que se refiere y resulta la primera beneficiaria de ese otro
mercado en expansión. Primero publica Mis doce primeros años (1832) y
cuarenta más tarde revisita la isla con El Viaje a la Habana, donde su
mirada “da menos a través de lo que ve en el viaje que a través de lo que
lee, recuerda e imagina” (Molloy, 1996: 128). Los intereses se cruzan en
esta publicación: “sus compatriotas reformistas del grupo delmontino le
habían encargado en secreto, ofreciendo para ello todo tipo de ayuda,
inclusive sus propios textos, la preparación de un libro sobre Cuba que,
escrito por ella [...] encontraría en Europa la resonancia que sus pobres
voces provincianas no podrían alcanzar [...]. Por otra parte, tanto su viaje
y el reencuentro con su familia –que la había marginado de sus bienes
patrimoniales–, como el libro que resultaría de él, contribuirían a reponer
la economía de la Condesa, seriamente afectada” (Campuzano, 1997:
148-9).
También por cuestiones económicas emprende Flora Tristán su
viaje, no a la tierra natal sino a la tierra paterna, a la zaga de su nombre,
su posición social, su herencia, su legitimidad de hija. Pero la misma ley
que le impidió disolver su matrimonio en Francia, le imposibilita
recobrar esa legitimidad: debido a un detalle técnico (el matrimonio del
padre nunca se legalizó) no podrá cobrar la herencia: “la legitimidad de
mi nacimiento ha sido puesta en duda. Era este un motivo para desear

156
ardientemente ser reconocida como hija legítima a fin de echar un velo
sobre la culpa de mi padre, cuya memoria quedaba manchada por el
estado de abandono en que ha dejado a su hija” (2003: 238). La falta del
padre y la falta de padre constituyen un primer despojo en este viaje de
progresivas desapropiaciones. Declara al final de su estancia:
Dejaba la casa donde había nacido mi padre y donde había creído poder encontrar
un asilo, pero durante los siete meses que habité en ella sólo ocupé la morada de
un extraño. Huía de esa casa en la cual había sido tolerada, pero no adoptada.
Huía de las torturas morales que sufría y de las sugestiones que me inspiraba la
desesperación. Huía para ir ¿dónde?… Lo ignoraba. No tenía plan y, harta de
decepciones, no formaba proyectos. Rechazada en todas partes, sin familia, sin
fortuna o profesión y hasta sin nombre, iba a la ventura, como un globo en el
espacio que cae en donde el viento lo empuja (2003: 361).

La condición de “paria” recusa a la patria y entabla vínculos con ese


Otro sometido a la ley familiar que halla en todas partes: “En Europa,
como aquí, las mujeres están sometidas a los hombres y tienen que sufrir
aún más su tiranía. Pero en Europa se encuentra, más que acá, mujeres a
quienes Dios ha concedido suficientes fuerzas para sustraerse al
yugo” (168).
Pero si Tristán vuelve de su viaje con menos de lo que partió, la
escritura proveerá otras ganancias. En la dedicatoria “A los peruanos”
los increpa y alecciona. En el prólogo llega más lejos, se afirma como
vocera de los Parias (escrito con mayúscula), como mediadora, como
escritora social. Poco después presentará su alegato a favor del divorcio
ante la cámara de diputados francesa y más tarde fundará la Unión Obrera.
La literatura comienza donde termina la familia: “la escritura del viaje
provee incluso un espacio de reflexión con relativa autonomía desde
donde se piensa necesariamente la injusticia de la herencia, la violencia y
los mecanismos de exclusión mediante los cuales se recortan los garantes
del legado familiar. Desde ese espacio de reflexión provisto en parte por
la literatura, Tristán produce también una crítica de las fronteras del
legado y del corpus nacional” (Ramos, 2000: 203).
Como planteaba anteriormente, su incursión en el ámbito privado y
en la escena familiar le permite producir afiliaciones, filiaciones y
modelos alternativos de acción e intervención política.
La soledad marca el punto de inflexión en la imposibilidad de
reconocimiento del lugar de origen en muchas de estas viajeras. Es cierto
que los “no lugares” no existían en el pasado. Son espacios propiamente
contemporáneos, espacios de confluencia anónimos, donde personas en
tránsito deben instalarse durante algún tiempo de espera, sea a la salida
del avión o en el vestíbulo impersonal de un hotel. Los “no lugares”
convierten a los ciudadanos en meros elementos de conjuntos que se
forman y deshacen al azar, sin posibilidad de identificación más que la

157
relación puntual establecida por un billete que se comparte como el
retraso de un tren. Pero, apunta Marc Augé:
No es sorprendente, pues, que sea entre los “viajeros” solitarios del siglo pasado,
no los viajeros profesionales o los eruditos sino los viajeros de humor, de pretexto
o de ocasión, donde encontremos la evocación profética de espacios donde ni la
identidad ni la relación con la historia tienen verdadero sentido, donde la soledad
se experimenta como exceso o vaciamiento de la individualidad, donde sólo el
movimiento de las imágenes deja entrever borrosamente por momentos, a aquel
que las mira desaparecer, la hipótesis de un pasado y la posibilidad de un provenir
(Augé, 2005: 92).

En la exagerada sociabilidad de la Condesa de Merlin, en la


misantropía de Flora Tristán y en el “alma superior” de Gertrudis
Gómez de Avellaneda, entre el más allá y el más acá del origen la
genealogía y el territorio, se perfila, lo que podríamos considerar, una
etnología de la soledad.

158
3. Idas y vueltas de Gertrudis Gómez de
Avellaneda
3.1. Entre-lugares de la crítica literaria
La cita literaria que encabeza el primer capítulo de Sab (1842) me sirve
como presentación de su autora:

– ¿Quién eres? ¿Cuál es tu patria? [...]


– Las influencias tiranas
de mi estrella, me formaron
monstruo de especies tan raras,
que gozo de heroica estirpe
allá en las dotes del alma
siendo el desprecio del mundo (2001: 101).

De forma significativa, a la pregunta sobre la identidad (“¿Quién


eres?”), el tropo de origen elegido por Gómez de Avellaneda (1814-73)
asalta en su espantosa hibridez. Al desgraciado fatum romántico se suma
un principio diverso que, del orden de lo monstruoso, fija una estirpe
insólita: excelsa en lo anímico pero carente de reconocimiento en el
mundo.
La sirena del capítulo anterior se torna aquí hidra marina y el tropo
condensa la falta de lugar de lo raro, lo bizarro y lo anómalo en la
contingencia de un origen que marca un destino. Una condición en parte
reconocida por la propia escritora: “era [...] yo una mezcla de
profundidad y ligereza, de tristeza y entusiasmo [...]. Mi gran defecto es
no poder colocarme en el medio y tocar siempre los extremos” (1989:
148), expresada en el pseudónimo “la Peregrina” con el que firma sus
artículos en la prensa española y también en el “fuera de lugar” con el
que ha sido leída: desde las acusaciones por su escasa feminidad hasta el
forzoso exotismo que la designa como “la reina mora del Camagüey” 1,
otro de los sintagmas con el que se la conoce. Por último, la
excentricidad de Avellaneda revierte en su dudosa adscripción al campo
literario español o/y cubano o/y hispanoamericano e incluso al
paradigma del “romanticismo”.

1 La expresión “la reina mora del Camagüey” se debe al poeta Eugenio Florit, que al
contemplar un grabado de la autora no pudo contener su fascinación –sin comentarios,
esta fantasía de cruces orientalistas–. El enunciado es retomado como subtítulo en la obra
de Rosario Reixach, Estudios sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda. (La reina mora del Camagüey),
Madrid, Verbum, 1996, en honor al poeta y a la poeta (¿?), según afirma la autora (tomado
de Servera: Avellaneda, 2001: 16).

159
Tanto su “anómala” feminidad, como su “extraño” origen, así como
su “exceso” sentimental registrados por cierto sector crítico –y no
solamente de época– denotan un incómodo excedente que descataloga a
esta autora y que, probablemente, ella cultivó. Ya he comentado en
capítulos anteriores las estrategias de autorrepresentación que estas
escritoras “emergentes” activan para validar su ingreso en la esfera
pública (como una máscara y un escudo a la vez), pero un breve
recorrido por la recepción de la obra de Gómez de Avellaneda puede
orientar sobre los costes del ingreso a la biblioteca patrimonial en su
caso particular.
Tres cuestiones se debaten, pues, en este ingreso: feminidad, origen y
romanticismo. Respecto a la primera, llama la atención cómo esta
cuestión se convierte en vara para medir méritos y defectos, pero antes
de presentar sus juicios, llama aún más la atención el hecho de
conviertirse en motivo de discusión y materia interpretable, en voces que
se autorizan –¿desde dónde?– a designar el sexo de los ángeles y, tras el
velo del elogio o el insulto, legitiman ambiguamente o deslegitiman
directamente la condición de escritora de Avellaneda.
Testimonios, crítica de época y críticos menos lejanos han arbitrado
sobre el tema, y sus comentarios han sido recogidos en numerosas
ocasiones por otro sector crítico para condenarlo, en tanto estas
codificaciones arman de por sí una historia del género como dominación
y domesticación.
Me limitaré a señalar cierto desacuerdo en sus argumentos, que
oscilan entre la “mujer más hombre” y la “mujer más mujer”. El mismo
Menéndez y Pelayo se pronuncia ante la famosa frase de Bretón de los
Herreros (“¡Es mucho hombre esta mujer!”) y coloca a la autora del lado
de la “más mujer”:
La Avellaneda era mujer y muy mujer, y precisamente lo mejor que hay en su
poesía son sentimientos de mujer, así en las efusiones del amor humano como en
las del amor divino. Lo que la hace inmortal, no sólo en la poesía lírica española,
sino en la de cualquier otro país y tiempo, es la expresión, ya indómita y soberbia,
ya mansa y resignada, ya ardiente e impetuosa, ya mística y profunda de todos los
anhelos, tristezas, pasiones, desencantos y naufragios del alma femenina
(Menéndez y Pelayo, 1893: XL).

Se puede ser “mujer y muy mujer” y al pesar la feminidad, esta lógica la


coloca en los extremos, del ángel al demonio –podría seguir con los
dualismos– donde no hay lugar para la mujer. La misma intensidad
asombró a José Zorrilla, quien ataja la seducción mediante el trompe l´oeil
de la anatomía:
Pero la mirada firme de sus serenos ojos azules, su escritura briosamente tendida
sobre el papel y los pensamientos varoniles de los vigorosos versos con que
reveló su ingenio revelaban algo viril y fuerte en el espíritu encerrado dentro de
aquella voluptuosa encarnación mujeril. Nada había de áspero, de anguloso, de

160
masculino, en fin, en aquel cuerpo de mujer, y de mujer atractiva: ni coloración
subida en la piel, ni espesura excesiva en las cejas, ni bozo que sombreara su
fresca boca, ni brusquedad en sus maneras: era una mujer; pero no lo era, sin
duda, por error de la naturaleza, que había metido por distracción un alma de
hombre en aquella envoltura de carne femenina.

Modos y modos de defenderse, y exorcizar la ¿extrañeza, belleza,


intensidad, talento? de la autora, el catálogo de estereotipos y prejuicios
podría seguir, he apuntado que tan solo quería registrar el desacuerdo
para señalar un “fuera de lugar” de la especie (“más mujer”, “mujer
viril”, “poeta en lugar de poetisa”), una excepcionalidad que se dirime en
términos de atribución de sexo y, en definitiva, recalcar el horror que
causa, desde estos parámetros, que la mujer no se muestre complemen-
taria (aquí, lo contrario de una mujer es un hombre, no hay otra salida
para afirmarse como tal y es preciso denunciar el robo) y que se muestre
como igual pero en “envoltura de carne femenina”; o peor: que una
mujer sea mujer y no sea una madre.
Pero a pesar de estas desclasificaciones, lo cierto es que la figura de
Avellaneda puede considerarse como una escritora “canónica” en tanto
su nombre y sus obras se recogen en la mayoría de historias de la
literatura española o hispanoamericana, y su ambiguo reconocimiento le
llegó ya en vida. Como afirma Elena Delgado respecto a su figura
literaria “no se puede decir que haya tenido que sobrevivir al silencio ni
al ostracismo”:
A diferencia de muchas otras escritoras decimonónicas, Gertrudis Gómez de
Avellaneda conoció el éxito en vida y ya entonces originó una gran cantidad de
comentarios críticos. Es curioso, sin embargo, que a pesar del aluvión
bibliográfico que existe en torno a ella, su figura parezca mantener su elusividad e
interés. De hecho, el reconocimiento que se le da parece afectar no tanto a la
escritora como al personaje social (construido en parte a través de los juicios de
otros, pero también por medio de los apelativos con que se caracteriza ella misma:
“la franca India”, “la salvaje”, “la primitiva”) (Delgado, 2008: 202).

En numerosas ocasiones se ha señalado esta superposición entre


biografía y obra (Alzate, 2001, Simón, 1990; Torras, 2006; Catelli, 2007).
No es un caso aislado entre las mujeres escritoras y artistas ni que su
obra creativa tienda a obturarse en una vida tormentosa hasta tacharlas
de “raras”: si “la institución cultural las presentó como „casos‟ y, si las
incluyó en su canon, fue usando sus biografías „defectuosas‟ para explicar
el sentido de sus obras y colocarlas en un espacio institucional
excéntrico. Rarezas que difuminaron la potencia disidente de sus
escrituras” (Mattalía, 2003: 146-7).
Pero este calco entre vida y obra que ha perseguido la lectura crítica
de Avellaneda no debe disociarse de la discusión alrededor de su
feminidad porque precisamente su “desajuste” como mujer es lo que
esta homología intenta calzar. Es decir, lo que la desvía como mujer se

161
recupera, enderezándolo, como escritora romántica, en un
reconocimiento reticente de sus méritos literarios.
Que la etiqueta de “romántica” se fuerza inequívocamente para
cubrir este defecto se manifiesta en cómo ha sido manejada arbitraria-
mente por la historiografía literaria. Cabría añadir, cierta historiografía
literaria peninsular, porque lo que esta le adjudica como romanticismo es
justo lo que se le achaca como falta desde el campo hispanoamericano.
Entre paréntesis y antes de desarrollar esta cuestión, cabría apuntar la
batalla de apropiación que se cierne en torno a esta autora, formada en
lecturas y una inusual instrucción en Cuba pero cuya producción y
actividad literaria se desarrolla en el circuito cultural español: ¿en qué
“romanticismo” encuadrarla?2, una cuestión espinosa tanto si se dirime
en relación a su voluntad personal como en los intentos de asimilación
crítica de su obra.
Pero siguiendo con la argumentación a favor o en contra del
romanticismo de Avellaneda, Elena Delgado ha demostrado cómo,
desde los juicios de los coetáneos de la autora, su vida se ha identificado
“como paradigma de vida romántica, representado en su imagen de
mujer desgarrada, marcada por la carencia y por una emotividad tan
intensa que roza la autodestrucción” (2008: 201) y cómo esta etiqueta
identificativa se remonta a 1907, cuando Lorenzo Cruz de Fuentes
publica por primera vez su epistolario amoroso. En ese sentido afirmaba
antes que el desvío de su conducta de “mujer” se recupera
ambiguamente como valor literario y así la obra se considera un apéndice
de su desventura amorosa3.
Este deslizamiento entre categorías artísticas, históricas o estilísticas y
la justificación biográfica opera de forma muy distinta en la crítica
cubana, en donde los juicios sobre el romanticismo de Avellaneda se
cruzan con otro tema de debate: la discusión en torno a su adscripción
peninsular, continental e insular.

2 Una cuestión que debería figurar al menos como pregunta en sus acercamientos críticos y
que, como el caso de Sor Juana Inés de la Cruz, o no se plantea o se resuelve a partir de su
estatuto colonial, en tanto las obras de estas autoras corresponden al período anterior a la
independencia política, motivo suficiente para considerarlas como un eco o una
transposición mecánica de los modelos literarios metropolitanos, sin tener en cuenta la
posibilidad creativa ante estos procesos hegemónicos; sin considerar las respuestas
culturales desarrolladas en condiciones de dependencia económica y social, que lejos de
entregar una expresión especular de esta relación, generan más bien mecanismos de
descentramiento, de deformación, de réplica creativa. Otra problemática con la que se
cruza la obra de Gómez de Avellaneda.
3 Es de notar también cómo este “exceso” de emotividad ha sido reconducido como una

marca de exotismo de la autora e identificada con ciertos estereotipos caribeños que


entablan “una relación determinista entre la geografía de un lugar específico y el tipo de
creatividad artística que origina” (Delgado, 2008: 203), en donde la alteridad asalta en
forma de orientalismo.

162
El exceso de su escritura aquí se recupera como virtuosismo vacío,
literatura libresca, en el mal sentido de la palabra. El romanticismo
“ocioso” de la autora (Alzate, 2001: 142) deriva en un “mal”
nacionalismo.
Me limitaré, en este caso también, a recoger solo ciertas
intervenciones en torno a la valoración de su obra en la isla, en donde
fue coronada con laureles de oro esmaltado y reconocida como la hija
más ilustre de Cuba a su regreso en 1860, a la par que recibía las burlas
de jóvenes autores, quienes percibieron este reconocimiento como un
homenaje promovido por las autoridades coloniales.
Este rechazo sería confirmado diez años más tarde por el propio José
Martí, quien además de sumarse a la tan lidiada feminidad de Avellaneda,
expondría un argumento que solapa otra vez cuerpo, obra y mujer para
exorcizar toda su potencia:
No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un
ánimo potente y varonil; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y
enérgica; no tuvieron las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño
fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante4.

Nuevamente, la ecuación “robustez”, “energía”, “dominio” equivale


a “no-mujer” (el negativo que afirma “lo varonil” en su lugar). En
contraste, Martí atribuye una merecida feminidad a Luisa Pérez de
Zambrano: “Hay un hombre altivo, a las veces fiero, en la poesía de la
Avellaneda: hay en todos los versos de Luisa un alma clara de mujer. Se
hacen versos de la grandeza; pero sólo del sentimiento se hace poesía”).
Esta feminidad (“sentimental”, “quejumbrosa”, “plácida”, “delicada”
son los adjetivos que la valen) no solo se premia como buena conducta
sino como calidad poética y por si fuera poco, como condición de
pertenencia emblemática al continente: “Ha de preguntarse, a más, no
solamente cuál es entre las dos la mejor poetisa, sino cuál de ellas es la
mejor poetisa americana. Y en esto nos parece que no ha de haber
vacilación”. Véase cómo la medida de la feminidad aquí resulta vara de la
poesía y criterio de jurisdicción.
Lo cierto es que a pesar del rendido homenaje a su vuelta en el
Teatro Tacón con el que ganara la corona de laurel y la declaración de la
Junta del Liceo de Matanzas que la consideraba “una de las glorias
literarias de las que Cuba puede enorgullecerse” ninguna composición
suya fue escogida para figurar en el libro La Lira Cubana (1867) de José

4 El comentario aparece en la reseña al libro Poetisas americanas, que Martí publicó en la


Revista Universal de México en 1875, sobre autoras mexicanas, cubanas, chilenas y
colombianas. Con respecto a las cubanas, sus consideraciones sobre Avellaneda se ciernen
como el negativo exacto de Luisa Pérez de Zambrana. Alzate (2001: 138) desarrolla
extensamente este tema.

163
Fornaris, por considerarla madrileña y no cubana, a pesar de incluir a
otros poetas nacidos en España5.
Estas valoraciones contrastan con la elaborada y cuidadosa edición
de sus obras completas, aparecida en la isla en 1914 y puede considerarse
una “publicación única en su género hasta el día de hoy y tras la cual se
encuentran personajes tan reputados como Enrique José Varona y José
María Chacón y Calvo” (Alzate, 132); igualmente, su inclusión por parte
de este último autor en la antología de Las cien mejores poesías cubanas
(Madrid, 1922).
De hecho, este debate sobre la cubanidad o la hispanidad de
Avellaneda se inscribe en un contexto que va más allá del estricto criterio
literario y que en este momento coincide con las ideologías
independentistas. Del mismo modo que antes apuntábamos que los
acreditados juicios sobre su grado de feminidad armaban de por sí una
historia del género como dominación, su acreditación como más o
menos cubana, más o menos americana, más o menos hispana, arman
también todo un episodio sobre la problemática constitución de las
literaturas nacionales como proceso de homogenización. Aunque una y
otra cuestión, como hemos visto, no pueden deslindarse.
Es necesario detenerse un momento en esta premisa pues los
distintos “uso y abusos” de Avellaneda atestiguan las diversas fases de la
política cultural cubana en su recién estrenada emancipación, justo en
una coyuntura en la que el Estado promueve y dirige estratégicamente
las manifestaciones artísticas, literarias y patrióticas para cimentar su
legitimidad, incluido los mecanismos de institucionalización a través de
academias, concursos, premios nacionales, enseñanza, revistas e historias
literarias, que corren paralelas a la organización del aparato burocrático y
militar de ese Estado. Beatriz González Stephan ha señalado el papel de
la historiografía literaria en estos procesos: “la aparición de las historias
literarias nacionales formalizaron en una doble dirección las preferencias
ideológicas del sector dominante, constituyéndose en “monumentos”
discursivos que reforzaban “desde arriba” la consolidación del efecto de
unidad nacional” (2002: 212). Como prácticas culturales de la élite no
solo reprodujeron sus valores sino que apuntalaron simbólicamente el
prestigio del Estado nacional: “el monumentalismo del gesto –que
homologaba Libro / Historia / Estado– teatraliza metonímicamente una
realidad imaginaria a base de olvidos y recortes (de períodos, géneros,
sujetos, oralidades), pero donde la capacidad efectiva del libro produjo

5 La reacción de Avellaneda no se hace esperar y en carta dirigida al director de “El Siglo”,


periódico donde se había publicado la noticia de su exclusión en la antología, declara que
consideraría acertada la decisión si se debiera a cualidades literarias y que lo toma un
“castigo”, “una muestra ostensible de que se me juzga ingrata para con mi país”; afirma
también que es un “sofisma pueril” razonar que un poeta pertenece no al país en el que
nace sino en el que escribe, etc. Véanse más detalles en Albin (2002: 78).

164
precisamente la ilusión de verdad / nación” (2002: 214). Por lo tanto, la
fundación de esta tradición literaria constituyó “la expresión del sector
letrado criollo y masculino” (2002: 229) y sirvió para asegurar los
emblemas necesarios de la imagen de la unidad política y para legitimar
sentimentalmente los intereses del proyecto liberal.
El establecimiento de esta tradición literaria se extiende, en
discusiones y polémicas, al siglo XX en Cuba, en las que se sigue
deliberando sobre lo que Cintio Vitier denomina “caso Avellaneda”: “lo
que no descubrimos en ella es una captación íntima, por humilde que
sea, de lo cubano en la naturaleza o en el alma; ni una voz que nos toque
las fibras ocultas. Gallarda y criolla sí; [...] pero cubana de adentro, de los
adentros de la sensibilidad, la magia y el aire, que es lo que andamos
buscando, confieso llanamente mi impresión: no encuentro en ella ese
registro” (Vitier, 1958: 13).
En este juicio, la “gallardía” sobrepasada de lo femenino redunda en
falta de cubanidad. Más allá de que la obra de Avellaneda desafíe los
parámetros del imaginario nacional, de que sus tropos de origen –como
verernos en el siguiente apartado– no encajen en este proyecto
homogeneizador, el desliz de la gallardía vuelve a colocar las cartas sobre
la mesa sobre el tema de fondo que así se lidia (donde la encarnación de
la tierra cubana queda personalizada en Luisa Pérez en el juicio de Martí)
y ya sabemos que ante ciertos modelos femeninos, la autora siempre sale
mal parada.
Definitivamente, el intento de hacer coincidir a la mujer con la autora
–como premio o como falta– no solo recorta sus excesos sino que se
topa con numerosas contradicciones, puesto que no hay forma de
acoplar, no sus acontecimientos biográficos sino sus intervenciones
como escritora y sus figuraciones como mujer. De algún modo, ella
misma confiesa sin rubor lo que se ignora en esta contienda, si por una
vez podemos creerla:
Mi posición es indudablemente la más libre y desembarazada que puede tener un
individuo de mi sexo en nuestra actual sociedad. Viuda, poeta, independiente por
carácter, sin necesidad de nadie, ni nadie de mí, con hábitos varoniles en muchas
cosas, y con edad bastante para que no pueda pensar el mundo que me hacen falta
tutores, es evidente que estoy en la posición más propia para hacer cuanto me dé
la gana, sin más responsabilidad que la de dar cuenta a Dios y a mi conciencia;
pero a pesar de todo sucede que no hay en la tierra persona que se encuentre más
comprimida que yo, y en un círculo más estrecho (1989: 317).

Tan solo quisiera destacar en este reconocimiento de la autora la


contraposición entre “posición” y “persona”, la primera libre (la
posición del estado civil, la posición de la poesía, la posición de sus
hábitos), la segunda constreñida. En estas ademanes podríamos
recuperar su atisbo de actuación y recuperar así el conflicto entre el
personaje y la persona, devolver como mérito una actitud estética que

165
Avellaneda cultiva, esa actitud “orientada a construir un personaje de
Autor, construcción fundamental –más allá de su verdad biográfica–
para la existencia de una poética acabadamente romántica” (Catelli, 2007:
345).
Esta construcción de autora nos permite nos permite también
inscribir uno de sus gestos menos ambiguos: su conciencia como tal, su
voluntad de quedar así registrada, su profesionalidad como escritora. En
ella, el trabajo creativo se enfrenta profesionalmente y profesionalmente
significa no solo en una intensa de dedicación al mundo de las letras (en
la lectura, en el saber, en el dominio de los géneros, en la maestría de la
versificación) sino en la disciplina con la que la ejecuta (no solo de
trabajo, también en la imposición que guía lo que debe, puede o
conviene decir) y por supuesto, en la retribución (efectiva y simbólica)
que recompense esta productividad. Una ambición que no se contradice
con el pragmatismo, el cálculo o la astucia de otras actuaciones: su
actividad como prestamista, la fortuna acumulada, su papel en el
matrimonio de Isabel II, etc. (Simón, 2000, 2005).
Por último, es preciso destacar cómo en los últimos años, la
investigación sobre esta autora se ha centrado vertiginosamente en el
diario y las cartas dirigidas a Ignacio de Cepeda, en la particular
construcción de la subjetividad en esta vertiente intimista que en estos
documentos destilan y en su forma de afrontar el deseo amoroso. Sin
llegar al extremo de que el énfasis en esta construcción del yo privado
retome, en términos de moda y género, la visión crítica tradicional, la
indistinción entre Tula y Gertrudis Gómez de Avellaneda parece
asomarse de nuevo, sin considerar que en estos escritos –que ella mandó
quemar–, la esfera privada le permite inscribirse, ciertamente, como
sujeto amoroso (en la plenitud del desorden de su imaginario), a la vez
que como objeto de amor que reclama ser mirada, y ser mirada de una
forma determinada, en esta demanda, con marcas autoriales propias del
registro autobiográfico, complementarias a las que ostentan sus
producciones literarias, de las que no puede separarse. De mujer
romántica a mujer liberada, la imagen díscola de Avellaneda opaca lo que
no es preciso escudriñar en su biografía, en ese “otro” deseo de ser
escritora.
Paradójicamente, en esta vuelta al yo privado de la autora apenas se
citan sus Memorias, solo recientemente editadas. De igual manera, mucha
menos atención han recibido sus escritos religiosos –en donde se
percibe, igualmente, una voluntad de autoridad e incluso otro imaginario
amoroso–, así como buena parte de su producción novelística, dramática
y periodística, que solo en su cantidad y proceso de corrección (por parte
de la autora) evidencian lo que realmente quería ser.

166
3.2. Tropos del origen para una patria sin nombre

Explicar con palabras de este mundo


que partió de mí un barco llevándome.
Alejandra Pizarnik

En contraste con el afán de fijación geográfica que la figura de Gómez


de Avellaneda ha acusado, su poesía se caracteriza por la dislocación que
trazan las imágenes de la patria, como la presentaba el inicio de Sab, tal y
como planteaba en el apartado anterior.
A menudo, la territorialidad con la que se refiere a su lugar de origen
no se identifica fácilmente con un referente geográfico, ni tan siquiera
espacial, diluido en el recuerdo o estilizado sentimentalmente. Otras
veces, la idealización del escenario insular resulta tan codificada que el
estereotipo lo vacía de sentido, más allá de otorgarle un cierto color
local. Estos tópicos integran un catálogo de imágenes inequívocas en el
discurso fundacional del paisaje americano y cubano, de Colón a los
viajeros científicos del siglo XIX, pasando por José María Heredia y la
tradición lírica que inscribe el mito de los orígenes de la nación cubana.
Sin embargo, estas estampas fueron convenientemente ignoradas en la
lógica esencialista que prende la territorialidad de una exclusiva
representación y anuda ambas como expresión y garantía del ser
nacional, tal, como ya vimos más arriba. Quizás precisamente porque en
estas imágenes estereotipadas de Gómez de Avellaneda se percibe hasta
qué punto de acartonamiento puede llevar esta retórica, que no fue
considerada lo bastante “cubana”. Pero no podemos negar que ceibas,
palmeras y sol tropical pueblan estas páginas, incluido el exotismo de sus
mujeres6.
Si a José María Heredia corresponde el que la isla “se convirtiera en
patria” en el texto poético, como ha indicado Vitier, planteando que “no
deja de ser significativo el hecho de que la primera iluminación lírica de
Cuba se verifique desde el destierro” (Vitier, 1958: 88), no deja de ser
también significativo que, en esta mirada exiliada –otra ideologización
del origen– no se incluya a nuestra escritora.
Por distintos motivos, no solo por la imprecisión o la excesiva
codificación, los tropos del origen desplegados por Avellaneda
contribuyen a desestabilizar estas arqueologías. Tengo mis dudas sobre si
este cuestionamiento se debe a cómo su poesía borra la analogía que

6 Véanse, entre otros, la colección de imágenes expuestas “En el Álbum de una señorita
cubana”, en el que no solo se reconocen los típicos clichés sobre la isla sino el tipismo de
sus contrastes, que terminan determinando la “naturaleza” de la señorita cubana a quien se
dedica el poema: “¿Qué mucho que en ti se vean / combinaciones tan raras / de pasión y
de dulzura, / de languidez y pujanza”? (220). También las secretas correspondencias entre
el cocuyo, la naturaleza de la isla y la misma autora en “A un cocuyo” (342).

167
establece la tradición patriarcal entre mujer y naturaleza. A raíz de esta
cuestión, siempre me asalta uno de sus poemas:
Yo a un marino le debo la vida
y por patria le debo el azar
Una perla –en un golfo nacida–
Al bramar
Sin cesar
De la mar (1869: 217).

En donde, en un gesto arrogante tan propio de Avellaneda, la


ambigüedad de estos versos personaliza a la patria y la tierra en el yo
lírico: y bien, si la patria es mujer, la patria soy yo, parece apuntar.
Pero no es esta ambigüedad la que me interesa destacar del poema
sino más bien la contingencia que en él se apunta como origen. Que le
deba la vida a un marino –¿en cada puerto?– y por patria, el azar
problematiza lo que supuestamente debe proporcionar un lugar estático
de procedencia y una fuente única de identificación, al optar en su lugar
por una condición casual y móvil, casi por un error. En esta subjetividad
nómada, que se resiste a la fijación incluso de la tierra natal –que luego se
le volvería en contra–, puede registrarse el potencial desestabilizardor de
Avellaneda.
La movilidad que este sujeto lírico propone como fundamento y la
posición errante que lo define puede rastrearse en otros conocidos
poemas, como “Al partir”:
¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
La noche cubre con su opaco velo,
Como cubre el dolor mi triste frente.
¡Voy a partir! La chusma diligente,
Para arrancarme del nativo suelo
Las velas iza, y pronta a su desvelo
La brisa acude de tu zona ardiente.
¡Adiós, patria feliz, edén querido!
¡Doquier que el hado en su furor me impela
Tu dulce nombre halagará mi oído! (1869: 1).

Este soneto puede considerarse paradigmático en la poética de


Avellaneda, no solo por la recurrencia del desplazamiento con la que se
presenta en ella sino por lo que esta escena de “partida” convoca.
Como recuerda Susan Kirkpatrick, la composición se mantiene en
primer lugar en las tres ediciones que la autora preparó de su obra
poética (1991: 167). En ese lugar inaugural de la obra (apertura,
presentación, provisión), Avellaneda coloca una despedida.
Le es preciso, antes de empezar, soltar lastres, y la salida de la isla en
1836 rememora un comienzo que es un adiós. Salida que, insisto, coloca
como origen y funciona como umbral, el de la vida que espera tras el

168
viaje (toda una promesa del destino aguarda) pero también el de la vida
que se deja atrás. Un pasaje consustancial a la posición errante de la lírica
de Avellaneda, que antes mencionaba, en los dos nacimientos que esta
escena traza: el que se pierde (en la tierra natal abandonada, en la
felicidad de la infancia, en la plenitud extraviada) cuando apenas arranca
el segundo (a punto de desembarcar).
En las prisas de este viaje se percibe un cierto afán por desterrarse,
quizás por no medir la pérdida que se arrastra y en el último verso, aún
en el momento de partir, la patria resuena lejana, se imagina ya
disminuida como un susurro que llegará al oído: “Cuba, en la
premonición de la lejanía, no se le presenta ni como una imagen ni como
una nostalgia, sino como un sonido, como una palabra: lo que significa
Cuba, lo que la representa y contiene, como a una perla marina
engarzada a una estrella en el cielo occidental, es su nombre” (Sarduy cit.
por Méndez Rodena, 1997: 179).
La premonición de la lejanía se adivina en la sonoridad del nombre
que volverá y que no se escribe en esos versos, como si las formas de
evocación de la patria pudieran disponerse de antemano. Si se pudieran,
Avellaneda elegiría sin duda la resonancia, no la integridad de la
representación, lo que –matizando a Sarduy– muestra una cierta
nostalgia prematura7 y anuncia otra patria por-venir.
Pero a su paso, este buque no solo separa las aguas del pasado y del
futuro sino que su chasquido opera como un rito de iniciación que
enfrenta la página en blanco, desgarrada por la escritura que estrena el
poemario:
¡Adiós!... Ya cruje la turgente vela...
El ancla se alza... el buque, estremecido,
Las olas corta y silencioso vuela! (1869: 1).

La partida inaugura también la aventura poética que representa el


libro (Kirkpatrick, 1991: 167) y en esta lógica en la que todo comienzo
conlleva un resto, cabe formular una apuesta.
La palabra navega, “parte” igualmente, se desplaza, rasga en el filo
del lenguaje, separa si no corta el cuerpo materno. Paradójicamente,
suscita un silencioso vuelo, acorde con el velado lugar de origen, borrado
en la escritura, aludido como dulce susurro. Si la escritura puede apelar al
sonido que la complete como lenguaje y retener a la patria perdida, a la
palabra le falta algo, asciende, pero silenciosa, muda en su poder de
representación, incompleta en la plenitud a la que aspira. En esta nueva
promesa, lo que se gana como vuelo se pierde en el silencio. Palabra,

7Para recordar a la patria debe perderse primero y esta pérdida se impone en estos versos,
como también en el pasaje relatado en las Memorias, en el que la autora transcribe a su
prima Eloísa el comienzo de Marino Faliero, de Casimir Delavigne, un drama que afirma le
impresiona: “¡Oh, patria! ¡Oh, dulce nombre, que el destierro sólo enseña a apreciar!”.

169
sonido, representación, lenguaje, sujeto, son partes incompletas en ese
pasaje de ida y vuelta, que se niegan en otras figuraciones de origen de
esta poesía.
Gómez de Avellaneda elige, para comenzar su libro, un saldo de
cuentas. No se parte de cero, se parte de una desventaja. María C. Albin
apunta cómo la autora recurre a la perspectiva de la lejanía en la
invención lírica de los orígenes nacionales, como un sujeto “tránsfugo”:
“De ahí que configure su identidad en el instante en que reitera su
partida del lugar genealógico, es decir, en el acto mismo de
“encaminarse”. En otras palabras, la subjetividad lírica se constituye a
través del movimiento del viaje que traza la pérdida del locus de origen”
(2002: 117).
En este principio de libro, como buen comienzo, se mantiene cierta
expectativa y esta salida en tránsito dibuja un vector que señala ese otro
lugar en el que ya no se está ni aún se ha llegado, ese momento
imposible entre el pasado y el futuro, el espacio intangible entre lo que se
escribe y lo que se oye, la poesía y la lengua, la voz y el silencio.
Años después, otra composición traza el camino de retorno. “La
vuelta a la patria” retoma el primer verso del poema anterior para
referirse a la isla: “¡Perla del mar! ¡Cuba hermosa!”. Pero en esta ocasión,
la figuración de la tierra gana en precisión, desde los significantes
geográficos que la composición abarca (“la punta Maisí”, “la orilla del
Mantua”, “el pico de Tarquino”, etc.) hasta los referentes espaciales (el
paisaje de ceibas, cocoteros, cedros, cafetales, etc.). La idealización del
escenario tiñe el espacio perdido de la infancia (“tranquilo edén de mi
infancia”), como ocurre en otros poemas, aunque quizás convendría
señalar una cierta ambigüedad en estos recursos, pues de nuevo se
contornea un entre-lugar, un particular mechado que atraviesa el
discurso letrado fundacional americano, la apropiación personal y la
mirada europea. ¿Desde qué orilla contempla Avellaneda este
reencuentro? En su inasequible adscripción juega con la diferencia con la
que Europa escudriñó América, con la diferencia que esgrimirá la futura
nación cubana, con la diferencia otorgada a su sexo, y siempre es otra y
ninguna en estos cruces.
De una forma o de otra, este retorno se escribe con cierto
triunfalismo y se dirige, en la estructura apelativa que articula el poema, a
los “hermanos” y “hermanas” de la isla, en una fraternidad en la que la
autora se incluye y que presupone, de paso, difundirá la noticia de su
regreso: “Llevad los tiernos saludos / que a Cuba mi amor consagra”, el
mandato se repite con variantes en el desarrollo de la composición.
Cabe volver a revisar el balance de cuentas de este regreso, en
relación a la partida. El yo poético ha ganado en autoridad, se alza
majestuoso, alcanza incluso un tono épico, exhibe su conocimiento
retórico, la lección bien aprendida: vuelve como escritora. La tierra natal

170
queda como lugar de la infancia y del aprendizaje lingüístico, su
abandono cifra el comienzo de la actividad poética que este encuentro
luce; pero al aprendizaje literario se suma el experiencial:
Doquier los hijos de Cuba
La voz oigan de esta hermana,
Que vuelve al seno materno
–Después de ausencia tan larga
Con el semblante marchito
Por el tiempo y la desgracia,
Más de gozo henchido el pecho,
Del entusiasmo ardiendo el alma
Pero ¡ah! decidles que en vano
Sus ecos le pido a mi arpa;
Pues sólo del corazón
Los gritos de amor se arrancan (1869: 335).

Los versos finales terminan por cuestionar las posibilidades


expresivas de ese lenguaje poético adquirido. La insistencia por hacer
llegar su “voz” se cruza con la limitación de “los ecos del arpa”, que se
contraponen a los “gritos del corazón”.
De nuevo, el tramo irreductible entre poesía y voz, lenguaje y silencio
se instala, pese a la destreza conquistada, incluso puede que con mayor
fuerza, pues esta distancia emerge como una imposibilidad: la de dar
cuenta del afecto y del amor, que vienen de otro lugar y que solo
entiende de chillidos, que no pueden ejercitarse.
Ya en versos anteriores se ponía en duda: “... Si afectos profundos /
Traducir pueden palabras”, pero finalmente se impone el alarido, tan
intraducible como desgarrado; el grito vuelve a registrar un lugar de
tránsito, un borde, un precipicio: el límite del lenguaje que desarticula la
palabra, el límite de la humanidad, rozando el aullido animal y la locura,
el límite de la comunicación amorosa. En este pasaje del dolor y la
angustia se juega el reconocimiento del discurso y del ser, la vida del
recién nacido.
El uso del tópico romántico que enfrenta razón y naturaleza podría
explicar de por sí el tono grave de este final si no fuera porque la
desconfianza ante el recurso del lenguaje recorre la poesía de Avellaneda,
así como sus formas de invocar al silencio (en el nombre omitido; en la
plenitud de la voz, definitivamente perdida en la palabra; en la
imposibilidad de decir; en su consideración de la representación como
eco, etc.). Esta desconfianza la confronta con un lugar vacío, no un
silencio para escuchar, sino el silencio de ese hueco, que el orden
significante se empeña en velar. Así pueden leerse otras formas
reivindicadas en su poesía, como el potencial del “canto”, más en
relación con la voz que con la palabra, que en su musicalidad, tono y
oralidad parecen disponer un lenguaje menos restringido.

171
También en la reescritura que Avellaneda emprende de su coetáneo,
José María Heredia, podemos localizar este hueco. Con respecto al
diálogo intertextual con este autor, Albin (2002) ha señalado con
precisión cómo en su “lectura errada” logra diseñar un espacio propio
para su creación, lo que le permite a la vez cuestionar el discurso
fundacional de la tierra americana.
Sin embargo, cabe matizar estos desvíos creativos con respecto a sus
“maestros”. Entre lo ya dicho y lo que Avellaneda vuelve a decir se
inscribe una tradición, que en más de una ocasión, le pesa, tanto por el
corsé retórico que la constriñe como por la continua necesidad de
ostentar su conocimiento y así autorizar su intervención en los circuitos
culturales a los que aspira a insertarse y a los que pocas mujeres accedían
en ese momento.
Por tanto, en las variantes de sus precedentes, a pesar de que con
ellas gana un espacio propio de creación, constituyen también una
obligada tarjeta de presentación constante en toda su obra y en este
pesado fardo que arrastra, asoma en ocasiones la hipertrofia discursiva,
el automatismo del entrenamiento, el cascarón del estereotipo, como
antes indicaba. Un vacío expresivo ante el que a veces es preferible no
tomar la palabra, quedar en silencio o proponer un silencio en lo que se
dice, por todo lo no dicho.
Si tomamos como ejemplo “El viajero americano” podemos detectar
hasta dónde conduce la “repetición”. Por un lado, el paisaje idealizado
“no solo se sobrepone a la singular naturaleza americana, descrita,
analizada y clasificada por los viajeros científicos, sino que absorbe y
deforma este discurso hegemónico, a partir del cual se elabora en la
poesía herediana y bellista un mito fundacional” (Albin, 2002: 246); por
otro, el vaciamiento de ese discurso hegemónico la sitúa en un límite:
Mas no le basta al caminante absorto
Ver desde lejos maravillas tantas,
Que –seducido por su extraño hechizo,–
A gozarlas frenético se lanza (1869: 214).

Después de seguir las pautas del más ortodoxo himno a la tierra


americana, desde la altura panorámica hasta la grandiosidad de sus
escenarios, esto “no le basta al caminante”, que adivina en su visión una
invitación al disfrute y al frenesí. En la promesa americana que eleva el
discurso hegemónico fundacional resulta descubrirse un desierto:
Pues sólo atento al goce que imagina,
Vuela veloz y la distancia salva,
Llegando ronco, fatigado, inerte,
Al término feliz de su esperanza,
Donde obtiene, por fin, con asombro…
¡Un gran desierto que tapizan larvas! (1869: 214).

172
La decepción del espejismo del viajero, confiado en la descripción
utópica, invierte los valores de la tradición. Las tremendas llanuras y la
belleza atisbada culminan en un desierto, tropo por excelencia del paisaje
improductivo en esa misma tradición8. La “copia de una mala copia”
conduce al espejismo y devuelve, en proporción a su magnitud, un
páramo vasto y despoblado pero también un doble vacío, una ilusión
óptica:
Tal es la historia del viajero, ¡oh joven!
Allá en tu pecho por tu bien la graba;
Pues esa gloria –que tu afán excita–
Tan deslumbrante y bella lontananza,
Y esa ventura que en su goce finges,
Son ilusiones ópticas del alma (1869: 214).

El viajero alecciona: un desierto se descubre tras ese discurso, un


tupido velo se descorre y destapa la ilusión. Pero también descubre otro
límite en su entonación. No olvidemos que el paisaje, así evocado,
invitaba a un frenesí, a perderse en su esplendor y finalmente, esa
ventura también resulta “un goce fingido”. Imposible desatarse de tanta
autoridad: la autoridad letrada que ordena tanto los paisajes como la
expresión de los deseos o peor, la expresión de su fingimiento.
La composición presenta una enérgica recusación del lenguaje
literario heredado, a partir del desvío intertextual (muy frecuente en
Avellaneda), en el que puede leerse una forma de inscribir el silencio, tal
y como vengo exponiendo, pues ese lenguaje, prestado de otro lenguaje,
no puede nombrar más que en calidad de simulación y hasta de engaño,
y no alcanza a capturar ni el afecto ni el amor, ni cierta intensidad, que
termina por obturar.
Por otro lado, la invitación al viajero para abandonarse en su goce
(en este caso –será preciso recordarlo más adelante–, para entregarse a
las maravillas del espacio natural) compone una escena de seducción
frecuente en la poesía de Avellaneda, una escenografía deseante en la que
unas veces cae y otras se retira. Pero dado que se repite y se acomoda
como una matriz, será retomada más adelante. Por el momento, con
respecto a los tropos de origen, basta recordar cómo su desarraigo no se

8 En contraste, cabe apuntar que otros paisajes sí logran capturar la mirada poética, como
el de la ingeniería del puente de “A vista del Niágara”, icono del progreso (en cuyos versos
resuena la voz de José Martí), lo cual abre una línea de reflexión sobre la posición de la
escritora ante los procesos modernizadores.
Por otro lado, Pratt destaca la lava que cubre el desierto en “El viajero americano”: “A
principios del siglo XIX en los discursos europeos sobre América, los volcanes se
convirtieron en una metonimia generalizada para las energías latentes del “nuevo
continente”. Los volcanes fueron objetos de fascinación científica [...] y fuente de
metáforas sociales”. Cita como ejemplo de la primera a Humbolt y de la segunda a Bolívar,
para enfatizar que Avellaneda dispone “una imagen particularmente pos-independentista
de esperanzas disecadas y sueños estancados” (1993: 59).

173
recorta solo en la topografía sino en un lenguaje incompleto, al que
tampoco es posible aferrase.

3.3. El amor, un compromiso de lenguaje


El discurso amoroso podría tomarse como otra de las ficciones de
origen que Avellaneda toma prestada, para amarrar su carencia en el
llamado a un Otro que la complete. A riesgo de volver a reproducir los
poemas más citados de la autora, es preciso retomarlos y ponerlos en
relación con estas figuraciones. Partiré, por lo tanto, de uno de los más
conocidos, “El por qué de la inconstancia”.
De nuevo, al ras de una poesía de Heredia (“La inconstancia”), la
composición retoma el tópico asignado por el autor a la conducta
femenina y su reescritura activa “la máquina significativa de la
polarización de los géneros en las ideologías sexuales decimonónicas”
(Pratt, 1992: 263).
La estrategia de Avellaneda consiste en resolver este tópico fuera del
terreno amoroso y extenderlo como un atributo intrínseco a toda
condición humana. En esta generalización se disuelve la fácil etiqueta de
la inconstancia imputada a las mujeres en exclusiva, a costa de disolver
también la diferencia de los sexos en la circunstancia del ser. Las
reivindicaciones de la cubana nunca llegan tan lejos y en su contexto,
este gesto nivelador, que renuncia a la diferencia en pos de la igualdad, ya
resultaba audaz.
Pero lo que me interesa destacar no es solo esta nivelación sino en
qué consiste la franja compartida, qué caracteriza al ser como tal (“la
mísera raza” dice el poema), igualmente hombre o mujer. Al hurtar la
inconstancia del terreno amoroso, la volubilidad se transforma en el
descanso oportuno de una afanosa búsqueda:
¡Mísera raza!... su mengua
Sufre, pero no la entiende;
Y aún sueña y hallar pretende
Bienes que torpe perdió.
Tras ellos ciega se lanza,
Girando en vértigo insano...
Mas nunca su empeño vano
Ni aun en sombra los gozó (1869: 152).

Esta persecución, que en el poema se tematiza como una búsqueda


incesante del bien, del amor y de la dicha, está condenada al fracaso,
pues sólo se puede acceder a ellos a través de “pálidos fantasmas”, el
“fulgor de su ilusión” o el eterno “engaño”. El desencanto asoma y otra
vez en forma de cortina que desvela el vacío:
En balde en la extraña lucha
De su cansancio y su anhelo
Le agrada tomar el velo

174
Que la presenta el error,
Y en los pálidos fantasmas,
–Que agranda ilusa ella sola
Se finge ver la aurëola
De la dicha y del amor (1869: 152).

Más adelante, en forma de venda que cae:


¡Resbala pronto la venda!
¡Resbala y ve –con despecho–
Que vuela, en humo deshecho,
El fulgor de su ilusión!
Pues no cabe en ser que piensa
Que eterno el engaño sea
Aunque inmortal es la idea
Que seduce al corazón (1869: 153).

En esta franja, no sólo se comparte la inconstancia, también el


engaño. El ansia de plenitud se explica como una aspiración perdida, “un
recuerdo nublado” apunta el poema, “pues su goce fue enterrado / bajo
el árbol del edén”.
Sin embargo, se trata de un engaño necesario, sostenido, mediante el
motor del deseo, esa espera que constituye al sujeto en el lenguaje (aquí
en la forma aséptica del ser):
Jamás ¡oh amigo! ventura
Ni amor eterno hallaremos...
Pero ¿qué importa? ¡esperemos!
Porque es vivir esperar;
Y aquí –do todo nos habla
De pequeñez y mudanza
Sólo es grande la esperanza
Y perenne el desear (1869: 153).

No siempre, como hemos visto, las composiciones de Avellaneda se


resuelven ni tan diáfana ni tan felizmente. Cuando este engaño sostenido
toca a “su ser”, las consecuencias se manifiestan de forma más ofensiva.
En el poema “Significado de la palabra yo amé” el desajuste tiene sexo,
no se refiere a cualquiera. Frente a la especificidad del yo lírico que desde
el título reclama casi un sentido exclusivo de la palabra amorosa, se alza
el ninguneo de un uso trivial que la profana: “Con yo amé dice
cualquiera / esta verdad desolante”. En la falta de correspondencia
lingüística acampa una mala traducción:
Yo amé significa: –“Nada
Le basta al hombre jamás:
La pasión más delicada,
La promesa más sagrada” (1869: 206).

175
El error de esta equivalencia se expone cuando “yo amé” es
enunciado por un hombre y en el uso compartido del lenguaje surge el
malentendido de los sexos. Otra asimetría se asigna en esta acusación:
quien desvela el engaño discursivo no lo traiciona, quien no lo sostiene,
sí. No es lo mismo proclamarlo ilusorio que ignorarlo y en ese reparto de
papeles, Gómez de Avellaneda se sitúa “más cerca” de lo real9; en el
descrédito del orden simbólico se localiza su posición femenina, lo que
no la resguarda de quien cree pero no se compromete en él. Ella: la
dueña del lenguaje (en la posesión de su sentido, en la fidelidad de su
contrato, en la conciencia de su engaño); él: el lacayo libre del lenguaje
(que promueve el engaño, que no se implica en la palabra, que falta
siempre a la cita).
A partir de aquí, la poesía amorosa de Avellaneda despliega dos
matrices fundamentales: la figuración fantasmática del amado y el peligro
del arrebato, condensadas en la serie de los tres poemas titulados “A
él”10.

* * *

La escena de la seducción se repite en estos y otros poemas, como ya


hemos visto, en la que unas veces cae rendida y otras se retira. Gómez de
Avellaneda oscila entre la concesión absoluta, la advertencia de sus
peligros y la teatralización de sus efectos (la queja o la ira). En esta trama
se actualizan no solo las transacciones (cesiones y renuncias) de una
subjetividad femenina, también las transacciones (cesiones y renuncias)
de una escritora de época.
Tal y como venía planteando, la conciencia de falsedad del discurso
amoroso no pone tan en duda el amor mismo sino la posibilidad de su
expresión, que inevitablemente acaba por preguntar, como en el cuento
de Alicia quién es el amo del lenguaje. Ese lenguaje que termina por
ordenar los deseos, a los que no se niega esta escritura pero que no se
dobla a su distribución en femenino y en masculino.
Las fluctuaciones de este sometimiento recorren las tres partes en las
que se dispone “Amor y orgullo”, una de las escenografías deseantes más
trabadas de la poeta. Su comentario ha sido suficientemente expuesto
por S. Kirkpatrick, como un combate entre “cabeza y corazón” en el que
“el yo, amenazado con la aniquilación de su soberanía, lucha contra su
propio impulso, fragmentándose en elementos opuestos que
corresponden [...] a los diferentes paradigmas del deseo identificado con
lo masculino y lo femenino” (1991: 182). La parte central del poema, en

9 Sobre el “realismo” de las mujeres véase el capítulo de la segunda parte de este libro: “Las
mujeres hablan, los hombres no lloran”.
10 Me refiero a los que en la edición de 1869 corresponden al título: “A él”: “En la aurora

lisonjera”; “A él”: “En la aurora hechicera” y “Amor y orgullo”.

176
particular, expone según Kirkpatrick, esa “pasión autodestructiva” y un
castigo por la caída en el ímpetu erótico por parte de María, protagonista
de esta sección.
Las tres partes de la composición articulan distintas secuencias en la
llamada del amor. En la primera, una voz presenta, casi como un triunfo,
su posición arrogante: no ha cedido ante el amor; en la segunda, en boca
de María, se relata la indecisión ante la oferta amorosa; en la tercera, se
contempla su “caída”, que se presenta como una concesión.
Pero esta estructura enmarcada no se resuelve como un juego de
voces en idéntico nivel o desdoblamientos, pues una de ellas observa y la
otra actúa; una, la que escribe sobre el amor, pone en escena a la segunda
y aunque ambas comparten tema (el amor) y seguramente principios, sus
posiciones enunciativas no son las mismas.
Las dudas (en boca de María) por entregarse al amor se formulan en
términos parejos a los que vengo detallando, resumidos en el verso:
“¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos?” (1869: 107), un torpe engaño
de lenguaje que se evidencia en el desajuste expresivo que desencadena la
figuración del “murmullo” y el “gemidor arrullo” de la hablante y que su
interlocutor masculino no capta:
¿No le oyes, de las auras al murmullo?
¿No le pronuncia –en gemidor arrullo–
La tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
Halaga con pausado movimiento
En ese selva hojosa? (1869: 107).

Esta figuración que se cifra en el “nombre” del amor (“que halaga, y


halagando mata”, 208), al que en esta ocasión se dedican varios versos,
recorre los estadios del despojo, del placer, de la ira, del cariño de una
madre (“copia de su hermosura”), por lo que finalmente la protagonista
opta, en principio, por no pronunciar el término:
¡No, no lo envíes, corazón, al labio!...
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
Trémulas hojas, tórtola doliente,
Como calla mi lengua! (1869: 108).

En el final de esta primera parte, María no sucumbe al lenguaje. En


su silencio se cifra, no la negativa amorosa, sino la discursiva. El nombre
del amor “mengua” a esta mujer pero ella no lo sabe o lo sabe pero lo
olvida, que es lo que ocurre en la segunda parte: “¡Él es! ¡allí está!
Desdén, ausencia, / todo lo olvida la infeliz María”. Y pierde la voz, en
su entrega: “Más piérdese su voz, cual el murmullo / de humilde arroyo
al ruido del torrente” (109). En eso se diferencia de quien escribe y

177
observa, que mantiene su voz y con ella, acata sus limitaciones y no se
deja engatusar por argucias retóricas sentimentales.
En este sentido, el combate al que asistimos no se ubica tanto entre
“el corazón y la cabeza” como planteaba Kirkpatrick sino entre “decir y
no decir”. Sin duda la posición de quien escribe alecciona sobre las
consecuencias nefastas de la entrega amorosa en la mujer y en ellas se
advierte un castigo de orden social pero el poema llega más lejos.
Ya desde el título, “Amor y orgullo”, un par extraño se plantea, que no
se formula en términos de “no amarás” ni coloca el impulso entre el
orden y el desorden, ni entre el deseo y el deber. Más que un dilema, el
título pone en juego el orgullo que se gana o se pierde en el amor pero,
en ambos casos, el amor toca de lleno el ser, al orgullo de mantenerlo o
sacrificarlo. Estas dos opciones se cruzan a su vez con otras dos, estas sí
contrapuestas: escribir o amar.
Cabe entender en estos pares que el orgullo al que se alude reviste al
sujeto de cierta impostación, de una gravedad un tanto gratuita, que lo
hincha en una pose fatua. Una forma de defensa que el amor no admite
(ya que baja la guardia) y en la que se instala quien observa a María. No
sé hasta qué punto esta voz desea caer en el juego, no tanto en el amor,
que sí lo desea, sino en la trampa mayor que involucra. Esta ambigüedad
explica la ironía de los últimos versos, dedicados a quien se dejó vencer:
Feliz si en pos de la fatal quimera,
Que hora la inunda en célico contento,
Al despertar del sueño no la espera
Desencanto mayor, mayor tormento!
¡Feliz si de su orgullo la memoria
No turba más su pecho sojuzgado!...
¡Feliz si en el sepulcro de su gloria
Su amor también no deja sepultado! (1869: 109).

A María le augura felicidad y le desea que se lleve el orgullo a la


tumba, le desea la felicidad de los bobos, pero felicidad, al fin y al cabo.
La narradora se queda con su orgullo, sin incurrir en la celadas pero
infeliz, aunque eso sí, vive para contarlo. En esta aritmética de las
pasiones se gana tanto como se pierde: quien ama renuncia a su
empaque pero mantiene cierta autenticidad, quien no ama conserva
intacta su afectación, de la que puede presumir la escritora; amar significa
olvidar el engaño del lenguaje, del ser; quien lo escribe… quien lo escribe
o termina en un desvarío lingüístico (ese lenguaje de auras, fuentes,
tórtolas y viento) o en una lengua muda (el murmullo, el susurro) o
termina denunciando el engaño, posición poco amorosa donde las haya.
Ya había anticipado la densidad de esta trama poética.
Una locura acecha siempre: la de perderse en la emboscada amorosa
y creerla demasiado, la de ignorarlo y no catarlo, la de escapar mediante
una lengua alternativa. Más que “diferentes paradigmas del deseo

178
identificado con lo masculino y lo femenino” (Kirkpatrick, 1991: 182)
aquí resaltan las distintas maneras de asumir el compromiso del lenguaje
(ese al que los hombres faltan) y las incompatibilidades entre el
posicionamiento “mujer” y la posición de “escritora”, porque lo que una
se permite, a la otra la mantiene en guardia. La amenaza de “la pérdida
del control” conlleva distintos efectos en una y otra, agravados en la
escritora debido a su proyección pública, en la que dejarse llevar por la
pasión puede costarle muy caro, pero ambas se enfrentan a un mismo
precipicio, al límite del lenguaje y lo atraviesan de distinta manera.
La aniquilación que advierte Kirkpatrick se decanta, en estos
términos, hacia la locura: la loca de amor, la loca de lenguaje, que no se
aboca tanto al fracaso o a la condena. La “caída” de María enfrenta a
Gómez de Avellaneda con su semblante de escritora, a los peligros de lo
que se puede perder en el amor, a una circunspecta apariencia, a una
conciencia desgarrada pero lúcida, hasta una amarga superioridad 11.
Por otro lado, se adivina ya en este poema una aniquilación gozosa,
no en el erotismo sino en el silencio que propone la escritora: “Guarda
tu mengua con silencio sabio” es el consejo (que ya estoy yo para denunciar
su secreto, parece apuntar), en un saber que, como hemos visto, no implica
necesariamente callarse pero sí un silencio de palabras; o una fusión que
nada sabe de orgullos, esa que despunta en todos sus poemas y que se
quedó en la patria abandonada.
Porque si el acuerdo amoroso difícilmente puede entablarse en el
orden simbólico (debido al malentendido, al desvarío o al sacrificio), esto
no impide que su intercambio no pueda celebrarse en otro nivel: entre
fantasmas que no velan discursos y ante los que no es preciso mantener
apariencias de escritora. Posible salida –¿un poco menos loca?–, que
permite no renunciar al amor y amar sin riesgos.
Un fantasma se aparece en “A él: En la aurora lisonjera”, que a pesar de
su escasa consistencia, se instala con firmeza. El tiempo en el que se
sitúa esta “hermosa visión” se localiza en la juventud. Nada se sabe de la
naturaleza de ese fantasma:
¡Oh alma! Di: ¿quién era aquel
Fantasma amado y sin nombre?
¿un genio? ¿un ángel? ¿un hombre? (1869: 56).

O mejor, lo único que se sabe de la naturaleza de ese fantasma es su


comunión con el espacio natural en el que emerge, descrito en la primera
parte como un escenario armónico, idílico, que redunda en amor y del
que termina apartada… a través de un viaje en el mar, comparado en el

11Véase incluso el poema “Deseo de venganza”, que clama sometimiento, en qué términos
se exige y cómo se manifiesta este imperativo, una venganza tan enfática y rabiosa (acorde
con la intensidad amorosa) que pocos pueden ejercer.

179
poema ¡con la travesía de Colón! –que invita a leerlo en otra dimensión,
en la que no me detendré–.
Este mar separa tanto como asegura el encuentro amoroso, prefigura
una fusión jubilosa, incluso a costa de perder el nombre: “correr a
perderse sin nombre en el mar”. No más Tula, no más Gómez de
Avellaneda, entonces es posible aceptarlo ciegamente: “ya vida, ya
muerte le aguarde detrás”. Sin desalojar del todo la conciencia de una
seducción fatal, la entrega al final del poema, permite alcanzar el ansiado
vuelo:
A la hoja que el viento potente arrebata
¿de qué le sirviera su rumbo inquirir?
Ya la alce a las nubes, ya al cieno la abata,
Volando, volando le habrá de seguir (1869: 56).

Melancólico viaje de ida y vuelta, el que revela esta composición. En


el nudo de la tierra natal, la lengua de origen, el amor fantasmático, el
encuentro imposible, se emplaza una fantasía de anulación, único
espacio permitido para esta desintegración: el lugar materno, ese que no
dirime las aguas entre sensible y significante, al decir de Kristeva (1999:
174).
Amar una ilusión, amar en el registro imaginario, no se puede amar a
la madre… el final de esta historia termina en el lugar de las místicas que
vimos en la primera parte de este libro. En el poema “A él: No existe
lazo” comienza a apuntarse, al apelar un orden divino para explicar el
final del desenlace amoroso y en el que la culpa y el poder del amado se
deslizan a una instancia superior, definitivamente instalada en el poema
“La Cruz” (1849).
Entre la promesa del viaje de partida del poema inaugural con el que
iniciaba estas reflexiones y la fecha de esta composición religiosa media
una vida y una producción literaria, aprendizajes y experiencias, el éxito y
el fracaso, la demostración de las destrezas, la práctica periodística, la
vuelta a la patria. Media también la correspondencia con Ignacio de
Cepeda (1839) y el Manual del cristiano (1847).
Kirkpatrick recuerda la retirada de la escritora a un convento después
de la muerte de su esposo, en 1845, y cómo “su inspiración poética
terminó con esta conversión” (1991: 193), pues ya no escribe más poesía
y se dedica a otros géneros, exceptuando estas composiciones religio-
sas12. No es preciso recurrir al dato biográfico para justificar el techo
alcanzado en esta vía (después de un encuentro divino ya no cabe poeti-
zar más nada), la trayectoria lírica de Avellaneda la aboca a este límite.

12 Albin considera que esta incursión en la poesía religiosa le permite establecer una
autoridad más compleja con respecto a su “maestro” Heredia, una autoridad literaria y
espiritual (2002: 305), aunque, en este caso, recurrir al precursor, sin duda tan presente en
la obra de Gómez de Avellaneda, reduce las posibilidades expresivas de esta opción.

180
Porque ni los tropos de origen ni los amorosos que había ensayado
lograron estabilizar un lugar como mujer, aunque sí como escritora.
Confrontada con la ley literaria, la ley del lenguaje y la ley del padre,
entre la lucidez o el conservadurismo, la imposibilidad o la estrategia
calculada, Gómez de Avellaneda “guarda su mengua”. Sin rechazar pero
sin aceptar estas leyes, en un insostenible entre-lugar de la feminidad, la
figura divina propone una ley a la que rendirse sin temor, una locura de
amor que la protege de la otra locura, una trascendencia que jamás
traiciona, un semblante que nada oculta en la plenitud de su palabra, el
amo de los semblantes y del lenguaje, en todo caso. Todo un fracaso o
toda una victoria porque ese imaginario amoroso-celestial siempre está a
la altura y le permite no ceder en su deseo de mujer. Una opción tan
cobarde como encomiable, según se entienda como una renuncia o
como una aspiración.

* * *

“Raro, original papel que hago contigo. Yo, mujer, tranquilizándote a ti


del miedo de amarme. ¡Es cosa peregrina! Pero contigo no soy mujer,
no; soy toda espíritu, y ninguna regla es aplicable a este cariño excep-
cional que me inspiras” (1914: 110).
En esta carta de la autora a Cepeda (escritura de mujer) se perfila un
guión de vida: rara, original, peregrina, capaz de “hacer papeles”
(incluido el de tranquilizar a un hombre), intensa, espiritual… no-
mujer… Nora Catelli analiza este Epistolario como si de una construcción
autorial se tratara. Sin necesidad de calcos biográficos y limitándose a la
vida relatada en sus páginas, advierte dos fuerzas enfrentadas: la primera
tiende a separar al personaje de su sexo, que mediante las anécdotas
evocadas de la infancia logra constituirse como una niña excepcional en
su formación; después, como una joven que desestima matrimonios y no
tiene inconvenientes en coquetear. En esta primera línea, en la que se
construye la narración de una vida, Avellaneda se permite lucir su rareza
y particularidad: es una mujer única y para afirmarse como tal, debe
separarse del resto, quedar como no-mujer pues no se ajusta a las pautas
convenidas y menos al modelo mariano imperante: “ya he dicho mil
veces que no pienso como el común de las mujeres, y que mi modo de
obrar y de sentir me pertenecen exclusivamente” (1996: 93); también, en
esta construcción se borra como escritora.
En la segunda línea, en la dimensión epistolar y apelativa de este
texto, resalta “el carácter ambiguo e inestable de su sometimiento al otro.
Un “otro” mencionado en exceso, es cierto, mencionado a cada paso,
instituido como ley –confesor, ministro del Señor, amado a quien se
considera más allá de los hombres– pero solo para demostrar a

181
continuación que la existencia de la narradora desmiente o relativiza la de
la ley invocada” (2007: 365).
Este conflicto identitario como escritora y como mujer se ciega al
escribir el Manual del cristiano, una suerte de reconciliación con la
feminidad cristiana, en donde rinde cuentas del “culto a María”, ese
modelo del que en parte había podido escapar y que le permitió el relato
de una vida, de ahí la “monstruosa” feminidad de Gómez de Avellaneda,
en palabras de Catelli. Una monstruosidad, como la sirena del cuento de
Bunge que encabezaba mi exposición, digna de museo.

3.4. Sab: amos del lenguaje y esclavos del amor


Sab se publica en Madrid en 1841 y poco después se prohíbe su
circulación en Cuba, junto a Dos mujeres, “por contener la primera
doctrinas subversivas del sistema de esclavitud de esta isla y contraria a la
moral y buenas costumbres, y la segunda por estar plagada de doctrinas
inmorales”13, según rezaba el decreto que obligaba a su retención y
reembarque.
Desde sus comienzos, Sab fue considerada una novela abolicionista,
medio siglo antes de que en la isla se suprimiera la esclavitud. Lecturas
posteriores han recalcado que a esta reivindicación se suma la del destino
decimonónico adjudicado a la mujer: “la lucha por lo femenino es una
manifestación de su preocupación por los excluidos” 14, en una
interpretación al hilo del argumento de la obra, que presenta el amor de
un esclavo mulato por la hija de su amo, Carlota, a punto de contraer un
matrimonio de conveniencia.
Sin embargo, este carácter reivindicativo de la novela debe matizarse
en varios sentidos para no truncarla en un alegato unidireccional, y para
poder rescatar las contradicciones y las ambigüedades, las dificultades y
las posibilidades que se trazan en esta reivindicación, virada –no lo
olvidemos–, por la distancia de la tierra natal. En el límite de la raza, la
clase y el género se gesta la tragedia y quizás la futura nación, pero lo
más espinoso queda en al final de la obra, al que pocos personajes
sobreviven y los que quedan, malviven; si el futuro de los excluidos

13 Hilario Cisneros Saco decreta en septiembre de 1844 la retención de la obra en la Real


Aduana de Santiago de Cuba, en el “Expediente donde se decreta la retención (y
reembarque) de las obras de Gertrudis Gómez de Avellaneda por contener doctrinas
subversivas y contrarias a la moral”, en Boletín del Archivo Nacional, La Habana, 1943, T. XL,
ene-dic. 1941, p. 103 (cit. por Servera, Gómez de Avellaneda, 2001: 48).
14 “Forja por primera vez en nuestras letras, un discurso híbrido de la marginalidad que

enlaza el análisis de la condición social de la mujer con la representación del Otro, el negro
esclavo, resultando en una visión más aguda y comprensiva de la nacionalidad cubana del
momento” […]. “Tanto la mujer y el negro esclavo adquieren en Sab un lugar de primacía
simbólica al alcanzar ambos el rango de sujeto romántico”. Tomo la formulación de
Méndez Rodenas (1997: 146 y 169) pero aparece con variantes en distintos estudios sobre
la autora: Albin (2002); Pastor (2002), Sommer (2004), etc.

182
aguarda más allá de las buenas intenciones de los discursos, si esa
reivindicación se actualiza más allá de las palabras, la “sentimentalidad”
de Sab vaticina un desastre.
La redacción de la novela coincide con las Memorias de Avellaneda,
en las que declara que comienza a escribirla durante su estancia en
Burdeos, en 1836, al poco de salir de la isla. Aunque probablemente no
tuvo contactos con el grupo de Domingo Delmonte, comparte en parte
el proyecto criollo gestado en esa época y sus principios reformistas con
respecto a la colonia (Alzate, 2001: 144) 15. De todas maneras, toda
reflexión con respecto a la emancipación colonial (a favor, en contra o
reformista) debía plantearse la cuestión esclavista. Lo cierto es que la
tardía independencia de Cuba, así como su más tardía abolición de la
esclavitud puntúan de forma específica tanto los discursos nacionalistas
como el “romanticismo” desarrollado en la isla y, con ellos, como ya he
sugerido, las apropiaciones de Avellaneda, así como sus propias
fluctuaciones personales. Como muestra de estos desencuentros,
podemos mencionar que si en 1843 se prohíbe la entrada de Sab, la
segunda edición se publica en La Habana, en 1883, unos años después
de que la autora la excluyera de sus Obras completas16.
Por otro lado, aunque en la época pudiera ser considerada
abolicionista por la reconfiguración del arquetipo literario y social del
esclavo, esta lectura recorta la densidad a una obra en la que, un vez más,
la opción no pasa por el blanco o negro de un par opuesto y sin matices.
Algunas discordancias y complejidades al respecto han sido señaladas
por la crítica: cierto racismo subyacente, que se resume en la apreciación
que el propio esclavo hace de su raza: “a pesar de su color era mi madre
hermosa” (Marshall, 1997); su uso aislado como personaje en relación a
la producción de Avellaneda, que para Brígida Pastor no es más que un
pretexto “para proclamar los derechos de la mujer y su deseo de igualdad
social” (Pastor, 2002: 97) o la aporía lingüística que encarna (Sommer,
2004: 161).
De alguna manera, el personaje de Sab y el programa de esta novela
diseñan, como hemos visto en la poesía de la autora, un conflictivo

15 El proyecto de los criollos que se convocan en la década de 1830 en torno a esta figura,
incluía, entre otras reformas, la modernización del sector agrícola dedicado al cultivo de la
caña de azúcar, la mejora de las vías de comunicación y los medios de transporte en la isla,
la reforma del sistema de educación, etc. (Benítez, 1994). La composición de las primeras
novelas consideradas abolicionistas (Autobiografía de un esclavo de Juan Francisco Manzano;
Francisco, El ingenio o Las delicias del campo de Anselmo Suárez y Romero y Cecilia Valdés de
Cirilo Valverde) corresponde a esta década, aunque se comenzaron a publicar a partir de
1860.
16 Mary Cruz (1973) considera que la novela fue empleada como arma ideológica en plena

Guerra de la Independencia. Avellaneda no solo excluye Sab y Dos mujeres, también


Guatimozin; al reimprimir sus Poesías en estas Obras, altera la oda dedicada a Isabel II (1843)
para conferirle un sentido más independentista.

183
entre-lugar: por un lado proyecta un discurso hegemónico que refuerza
la diferencia pero a la vez diseña un problemático espacio alternativo
(como veremos, a través de la alianza de las “almas superiores”).
Para empezar, conviene recordar la excepcionalidad de este
protagonista que no sé hasta qué punto puede considerarse representa-
tivo de su grupo: desde sus sospechosos orígenes (probablemente es un
hijo bastardo de un hermano de Carlos) hasta el trato de favor que
recibe: “Jamás he sufrido el trato duro que se da generalmente a los
negros, ni he sido condenado a largos y fatigosos trabajos” (2001: 109),
así como su formación letrada. También parece obviarse el hecho de que
en un momento de la obra es liberado como esclavo pero continúa en la
hacienda sin alterar su conducta ni su lealtad, como si lo único que
compartiera con los de su clase fuera la fatalidad de un destino que final-
mente debe cumplir, como le ocurre a Carlota en su destino de mujer.
Pero si en su “conciencia de clase”, Sab se debate entre el deber del
esclavo, su afán por distanciarse de ese grupo y la admiración del amo,
tampoco la voz narrativa y la mirada de otros personajes logran
etiquetarlo. Cuando aparece por primera vez en la novela se le presenta
por omisión o negación:
No parecía un criollo blanco, tampoco era negro ni podía creérsele descendiente
de los primeros habitadores de las Antillas. Su rostro presentaba un compuesto
singular en que se descubría el cruzamiento de dos razas diversas, y en que se
amalgamaban, por decirlo así, los rasgos de la casta africana con los de la europea,
sin ser no obstante un mulato perfecto (2001:104).

Ante esta “inclasificación” étnica, Doris Sommer ha señalado que la


novela manifiesta la imposibilidad de capturar un elusivo referente
americano, ajeno a ciertas categorías de representación, que incluye y
excluye a la vez rasgos criollos y africanos, negados pero amalgamados
en una extraña combinación (¿transcultural?), preconizada ya en la
elección del nombre del protagonista: “Sab, cuyo nombre supuestamente
africano no tiene connotación masculina o femenina en español, es al
mismo tiempo pacifista y rebelde, razonable y apasionado, práctico y
sublime, violento y delicado, celoso y generoso. Es, en suma, una
combinación tan integral de opuestos chocantes en el léxico heredado y
convencional que cualquier esperanza de descifrar sus características
resulta ilusoria (2004: 163). Cierta feminización de Sab y su difícil
adscripción, compartida por la autora (“ni del Viejo ni del Nuevo
Mundo, ni escritora de mujeres ni de hombres, Gertrudis era ambas
opciones, o quizás era algo diferente”, Sommer, 2004: 157) llevan a
bromear a Sommer y a poner en boca de la escritora: Sab c´est moi.
Incluso la rareza de Sab es captada por un personaje tan poco atento
a detalles como Enrique Otway, quien, además de tener que cerciorarse
(“¿Con que eres mulato?”, 2001: 108) no acaba de encuadrarlo:

184
El aire de aquel labriego parecía revelar algo de grande y noble que llamaba la
atención, y lo que acababa de oírle el extranjero, en un lenguaje y una expresión
que no correspondían a la clase que denotaba su traje pertenecer, acrecentó su
admiración y curiosidad (2001: 107).

Un aspecto destaca pues en la figuración “monstruosa” de este


sujeto: la expresión, el lenguaje, las lecturas, los “modos”, en definitiva,
que lo alejan de lo que cabía esperar de un esclavo. Esto también se
manifiesta en la larga carta que le dirige a Carlota mientras agoniza –un
gesto heroico por su tono y extensión, teniendo en cuenta sus
lamentables condiciones físicas–, que a su vez le permite presentarse a sí
mismo a través de la escritura: “lo muestra como el autor de su propia
historia” (Sommer, 2004: 158), en la lengua y la letra del amo, cabría
añadir.
Esta carta se construye como un alegato personal, en la que la
“originalidad romántica” lo distancia de su categoría subalterna. De
hecho, Sab atribuye precisamente a las lecturas compartidas con Carlota
el despertar de su “conciencia” de injusticia e incluso de nación: él
encontraba “muy bello el destino” de los “hombres que combatían y
morían por su patria” –el mismo ejemplo que mucho después tomaría
Benedict Anderson (1997) para definirla esa nación como “comunidad
imaginada”–. Pero su denuncia no encara el carácter ficticio de esa
comunidad más que como un perverso efecto de lectura, que lo han
abocado a un error en su elección amorosa y a una intensidad inusitada.
Como si su educación le hubiera servido para enamorarse pero no para
liberarse de otras cadenas humanas.
La cultura literaria lo afirma en su excepcionalidad de alma superior
pero también lo condena, pues se vuelve contra él y sus semejantes,
como si lo que lo “dignificara” por un lado lo envileciera por otro. De
hecho, Kirkpratirk anota un afán de protagonismo individual en esta
carta, que le lleva a afirmar: “En general, la voz de protesta se refiere más
a la frustración a la que están condenadas las ambiciones y el talento de
Sab, que a la opresión de un clase general de seres humanos [...]. La
prueba concreta de la injusticia de la esclavitud [...] consiste en la
negación de una salida para la expresión de la superioridad innata de
Sab” (Kirkpatrik, 1991: 150). Si sumamos a ese talento innato las novelas
y los dramas que afirma haber leído, su formación termina por
enterrarlo: Sab se cría leyendo y muere escribiendo.
También en el énfasis de su pasión se insinúa la traición a su
colectivo. Tal y como lo presenta, su amor desmesurado y el grado de
sufrimiento que le provoca lo apartan quijotescamente de sus semejantes
y de la humanidad en general; lo dirigen a una muerte más que segura.
Desde cierta perspectiva, esta pasión lo conduce a un abandono
individual en el que descarta convertirse en un líder para con los de su

185
raza. Cuando Teresa le insinúa un posible lazo de solidaridad (que
incluye una oferta amorosa por su parte), cuando lo interroga sobre
otros “infelices”, contesta resuelto “No hay en la tierra mayor infeliz que
yo” (2001: 225), cae en una autocompasión que lo lleva a desear la
muerte y que lo aísla peligrosamente de su entorno.
En el precio que Sab paga por una instrucción “impropia”, su
conciencia no se resuelve en rebeldía sino en un acatamiento que tiene
como causa el amor. Mary Cruz llega a afirmar que se somete gustoso a
la esclavitud: “incumple Sab una tarea histórica a él reservada por la
misma naturaleza de su persona y por la posición de privilegio,
educación y hasta fortuna que llegó a alcanzar” (1973: 130). Aunque
quizás el adjetivo “gustoso” resulte excesivo, la ambigüedad de los
posicionamientos de Sab merece contemplarse.
Si, efectivamente, en la trama de la novela se debate un nuevo
estatuto para el esclavo en su dimensión subjetiva, como sujeto de la
acción amorosa y como sujeto dueño de su propio discurso en la lengua
del amo, también se evidencia su transformación como sujeto de la ley
que internaliza las condiciones de un nuevo contrato social, no ya basado
en el control por suplicio, sino en las complejas redes de subjetivización
y disciplinamiento corporal.
Como ha indicado Julio Ramos (1996), la instancia de discontinuidad
entre los órdenes jurídicos de la esclavitud y la ciudadanía, en los
momentos inaugurales de la constitución nacional pasa por la
reorganización de la lengua y su relación con la categoría del cuerpo.
Precisamente porque el lugar de la subjetividad en Sab se traza en el don
de la lengua que se produce un efecto de distanciamiento del lugar del
cuerpo, lo cual presenta al personaje como un individuo autorreflexivo y
contemplativo hasta la muerte. Tan pronto como domina una lengua y
una escritura extraña olvida su corporalidad. Su representación del dolor,
más allá del paradigma romántico, no sobrepasa el histrionismo de su
queja intelectual o sentimental, siendo que en un momento de la novela
y de la forma más sobria, se nos informa de que “Sab tenía reventados
todos los vasos del pecho” (248), la sangre le brota de la boca y se
retuerce de sufrimiento, para lo cual no tiene palabras o Gómez de
Avellaneda no se las concede: ¿quién habla en Sab, el amo o el esclavo?
Esta vaguedad también se descubre en la voz narrativa, que en
ocasiones brinda protección ante el temor del contacto racial y
lingüístico, un conflicto insoslayable en el proyecto de fundación
nacional, particularmente evidenciado en los discursos higienistas
después de la epidemia de cólera de 1833. Lo que Teresa llama “los
peligros de semejante intimidad” (205) en alusión a la crianza conjunta
de Sab y Carlota; también lo que obliga a Carlota retirar bruscamente su
mano cuando el esclavo, en un gesto de cortesía, la besa (139). Sab no
solo se construye en el límite de la raza, de la lengua, del sexo, del

186
cuerpo, también en ese resto inapropiable que posibilita la constitución
de la identidad del sujeto dominante, que a través de él piensa, tematiza y
escribe contra el orden esclavista.
Esta distancia entre enunciado y enunciación en la novela, que a
veces llega a la contradicción, se registra también con respecto a la
posición lingüística de la autora. En las notas que incorporó en su
edición va dando cuenta de acepciones y sentidos: “El yarey es un
arbusto mediano, de la familia de los guanos…” (104); “Ingenio es el
nombre que se da a…”; sobre el uso de “vos” en Puerto Príncipe (111),
señala costumbres populares (103), etc.; escribe “taranquela” y anota su
significado, pero escribe mal, equivoca “taranquela” por “talanquera”, en
una trasposición oral usual en Camagüey (nota de Servera, 2001: 112). El
error traiciona el lugar de la autoría17, letrado y culto, pero de pronto
distraído en el uso de la lengua de donde viene. Aunque la obra fuera a
publicarse en España, el afán explicativo y corrector funciona como un
corte en estos “americanismos” (separa, enfatiza, autoriza) casi en un
nivel diglósico. Incorporados al lenguaje de la novela pero fuera de su
cuerpo textual, las notas imponen una jerarquía y un orden lingüístico
sobre el mapa de la heterogeneidad lingüística cubana, al que este desliz
escapa.
En otra nota, al definir “clavellina” afirma: “la clavellina cubana,
llamada también lirio en algunos pueblos de la isla, es una planta que no
tiene analogía con el clavel” (144). La clavellina no encuentra su
correspondencia en este ejercicio de mediación, en donde la lengua
peninsular impone la comparación.
Es decir, una mirada estrábica recorre esta novela en varios niveles y
que, para redondear, podemos divisar en otra escena: aquella en la que
Sab guía el viaje a las cuevas de Cubitas y muestra a las damas “las
curiosidades naturales del país” (190), los parajes “pintorescos” (190).
¿Curiosos y pintorescos para quién y ante quién? Paralelamente, la nota a
pie de página apunta: las cuevas de Cubitas son una obra admirable de la
naturaleza, “dignas de ser visitadas” (128): ¿quién oficia de turista en este
relato?

* * *

En el nudo de la ambigüedad de Sab, una cuestión: la experiencia del


amor, como debilidad y como fuerza, como enaltecimiento y postración,
como una vivencia individual por encima de los convencionalismos, las
alianzas de clase o privilegios de una formación pero a la vez como una
experiencia en el límite de lo social.

17 Anotar de paso el énfasis autorial que se detecta en este aparato crítico de notas y
aclaraciones con el que Gómez de Avellaneda abriga su texto.

187
Si según el esclavo, existen almas “superiores [...] privilegiadas para el
sentimiento”, entre las que se encuentran Sab y Carlota, y por otro –po-
demos suponer– “almas vulgares”, incapacitadas para el amor y movidas
únicamente por afanes utilitarios y monetarios (como Enrique), no
parece suficiente compartir la excelencia de las primeras con Carlota para
su asegurar la reciprocidad e, incluso, la falta de correspondencia no
impide su matrimonio con Enrique.
El amor consume a Sab hasta la muerte, el amor ciega a Carlota a
una elección equivocada, el amor aparta a Teresa a un convento. El
problema radica pues en cómo gestionar el deseo –desatado en el caso
del esclavo, revestido de un imaginario excesivo en Carlota, contenido en
Teresa– y los vínculos que conlleva este lazo (los compromisos, los
equívocos y la falta de equivalencia), especialmente enfrentados a una
concepción mercantilista de la existencia. Pero es “el amor mismo o,
mejor dicho, la pasión sublimada que inspira el amor romántico, lo que
se representa aquí como especie de esclavitud” (Méndez Ródenas, 1997:
172).
Esta esclavitud se cruza con la variante de raza y clase, pero el núcleo
fundamental de la novela radica en su resolución y en el margen de
elección para cada destino individual, en cómo salvar el desajuste entre
los lugares asignados socialmente y las voluntades particulares que no
encuentran su “lugar” y a las que, por si fuera poco, se suma un
componente azaroso que la individualidad no puede controlar; al fin y al
cabo, el juego de la lotería se plantea en un momento como la clave para
la resolución amorosa. La fortuna se cifra en una tómbola, al igual que
ciertas condiciones humanas de existencia. La naturaleza es justa pero la
humanidad la trastoca en una rifa: “¿Por qué no naciste conmigo en los
abrazados desiertos de África o en un confín desconocido de la
América?” (170) se pregunta Enrique.
Estructuralmente, la novela plantea el contraste por parejas en sus
personajes y el contrapunto de los dos triángulos amorosos establecidos
entre Sab, Carlota y Enrique por un lado, y Sab, Carlota y Teresa por
otro. Quizás el protagonismo del primero y la empatía que, desde el
comienzo, se establece entre la lealtad de Sab y la ingenuidad de Carlota,
ha conducido con demasiada facilidad a afirmar la correspondencia del
esclavo con el estatuto de las mujeres y a considerar homogénea su
experiencia común de impotencia dentro de la estructura social. Pero el
escaso margen de elección de estos personajes no los iguala ni en su
decisión final ni en su fatalidad.
Kirkpratick ha descrito el habilidoso manejo de los paradigmas
románticos por parte de Avellaneda en esta obra, que las tres “almas
superiores” ilustran “la caída de las ilusiones de una imaginación
apasionada a un conocimiento amargo de la realidad alienante”

188
(Kirkpratick, 1991: 144), es decir “el abismo que hay entre su deseo y el
mundo” (145)18.
La inocencia de Carlota –a medio camino entre la integridad y la
pasividad– la aboca a un matrimonio de conveniencia (pactado por su
padre, convenido por su suegro y acatado por su futuro marido) de cuya
fatalidad es consciente demasiado tarde. Tan idealista como indefensa, la
corriente de simpatía que genera su inexperto candor responde a ese
manejo de paradigmas románticos, así como por momentos la
desestimación de su educación de señorita, que la ha separado tanto
como protegido de las necesidades prácticas y de la cruda realidad 19.
El desengaño al que conduce su matrimonio no queda claro en la
novela si se debe tanto a la codicia de su cónyuge como al descenso
cotidiano que conlleva la institución, para la cual no ha sido educada, en
su distinción:
Carlota era una pobre alma poética arrojada entre mil existencias positivas.
Dotada de una imaginación fértil y activa, ignorante de la vida, en la edad en que
la existencia no es más que sensaciones, se veía obligada a vivir de cálculo, de
reflexión y de conveniencia. Aquella atmósfera mercantil y especuladora, aquellos
cuidados incesantes de los intereses materiales marchitaban las bellas ilusiones de
su joven corazón. ¡Pobre y delicada flor! [...]. Mientras fue soltera, Carlota había
gozado las ventajas de las riquezas sin conocer su precio: ignoraba el trabajo que
costaba adquirirlas. Casada, aprendía cada día, a costa de mil y prosaicas
mortificaciones, cómo se llega a la opulencia [...]. Aquellas bellas apariencias, y
aun las ventajas reales de la vida, estaban fundadas y sostenidas por incesante
actividad, por la perenne especulación y por un fatigante desvelo (259).

De hecho, en toda la obra se pone de manifiesto el carácter


imaginario de la ideología amorosa, de la que tanto la narradora y la
autora saben: “Carlota amó a Enrique, o mejor diremos amó en Enrique

18 También el manejo de estos paradigmas se manifiesta en otro nivel: en la calculada


distancia que la voz narrativa ante determinadas secuencias. No descarto el efecto que una
lectura contemporánea puede atribuir a la sentimentalidad de la época y probablemente el
establecimiento de esta distancia no pueda calificarse de “irónica”, pero sin duda la
conciencia metaliteraria de la autora confluye en este alejamiento. En una de las
intervenciones más significativas de la obra, un momento de desmesura en el que Sab se
arroja a los pies de su amo y cubre su mano de besos y lágrimas, Enrique se muestra
conmovido y Carlota llora durante un rato y una lágrima se posa en el mulato, apunta la
narradora: “¿Y quién no lloraría con tan tierna escena?” (183).
19 En relación a la distancia comentada en la nota anterior y el retrato de este personaje al

comienzo de la novela, puede leerse: “Nuestros lectores hubieran conocido desde luego a
la tierna Carlota [...] Su hermosa y pura frente descansaba en una de sus manos, apoyando
el brazo en el antepecho de la ventana; y sus cabellos castaños divididos en dos mitades
iguales, caían formando multitud de rizos en torno de un rostro de diez y siete años.
Examinando escrupulosamente a la luz del día aquel rostro, acaso no hubiera presentado
un modelo de perfección; pero el conjunto de sus delicadas facciones, y la mirada llena de
alma de dos grandes y hermosos ojos pardos, daban a su fisonomía, alumbrada por la luna,
un no sé qué de angélico y penetrante imposible de describir” (115).

189
el objeto ideal que le pintaba su imaginación”. Sab se muestran
igualmente consciente de este engaño:
Ese ser no tiene nombre, no tiene casi una forma positiva, pero se le halla en todo
lo que presenta grande y bello la naturaleza. Cuando la joven ve un hombre busca
en él los rasgos del ángel de sus ilusiones... ¡Oh!, ¡qué difícil es encontrarlos! ¡Y
desgraciada de aquella que es seducida por una engañosa semejanza! Nada debe
ser tan doloroso como ver destruido un error tan dulce, y por desgracia se
destruye harto presto. Las ilusiones de un corazón ardiente son como las flores
del estío: su perfume es más penetrante pero su existencia más pasajera (122)20.

Ante el desengaño de Carlota o la muerte de Sab, la opción del


convento. Teresa, cuyos orígenes de clase le han ahorrado el desencanto
de su prima (“pobre, huérfana y sin atractivos ni nacimiento”, 252)
desconcierta a lo largo de toda la novela. Fría, distante, envidiosa, apática
incluso, esconde un secreto amoroso tan intenso como sus compañeros
de alma sublime, que solo se desvela al final de la obra (si “acaso nos
hemos engañado juzgando su corazón por su semblante”, 251). En la
nota que le hace llegar a Carlota, en la que apenas aclara su decisión, le
comunica: “tu destino se ha fijado y yo quiero fijar el mío” (253) y la
narradora lo toma como un triunfo: “Teresa había alcanzado aquella
felicidad tranquila y solemne que da la virtud. Su alma altiva y fuerte
había dominado su destino y sus pasiones, y su elevado carácter, firme y
decidido, la había permitido alcanzar esa alta resignación que es tan
difícil a las almas apasionadas como a los caracteres débiles” (258). Tal y
como adelantaba con respecto a la deriva mística en la poesía de la
autora, su determinación puede leerse como una renuncia y un
disciplinado sometimiento, o como una forma de no desistir en sus
deseos y colmar un imaginario amoroso que no pasa ni por el lenguaje ni
por la genitalidad, más allá de lo humano.
Por último, quisiera señalar una ausencia en la novela: la de la figura
materna. Ni Teresa ni Carlota ni Sab ni Luis ni Enrique han contado con
su presencia durante la infancia. Teresa ingresa en un convento y Carlota
muere sin descendencia. Solamente se heredan bienes económicos en un
medio fracturado en sus vínculos sociales, familiares, de clase, como un
funesto anuncio del futuro de la nación en aras de la modernización.
Nada sabemos de los destinos de los personajes si hubieran sido
gobernados por una madre ni del futuro de los supervivientes de la
historia, “de aquellos dos hombres pegados a la tierra y alimentados de
positivismo” (260): las madres ¿sobran o faltan en esta obra?

20Igualmente, más adelante: “cuando amamos por primera vez hacemos un Dios del
objeto que nos cautiva. La imaginación le prodiga ideales perfecciones, el corazón se
entrega sin temor y no sospechamos ni remotamente que el ídolo que adoramos puede
convertirse en el ser real y positivo que la experiencia y el desengaño nos presenta, con
harta prontitud, desnudo del brillante ropaje de nuestras ilusiones” (118).

190
Podría ser que esta ausencia insista “en una separación absoluta de
mujer y maternidad”21, pero este panteón de madres muertas también
invita a pensar en otro tipo de filiaciones que no se fundamenten ni en la
familia ni en el matrimonio (ambos, para Gómez de Avellaneda,
contratos unilaterales). Frente a las convencionales alianzas, nuevos
vínculos emergen del afecto, más allá del mapa de la nación o el estatuto
de la ciudadanía: la adopción de Teresa, la proyección de Martina (la
abuela que ejerce de madre con Luis y que se atribuye Sab), el lazo entre
Carlota y Teresa (la única fraternidad que se salva en la novela y que
nunca las convierte en rivales).
Doris Sommer (2004) insiste en que el amor imposible entre amantes
(sectores) antagónicos subraya la urgencia de un proyecto nacional que
reconcilie los antagonismos pero ¿no será que la falta de madre impide
amar? La muerte de Sab puede ser leída como un gesto de negación al
mestizaje corrupto o como una afirmación de la urgencia de un
programa que reconcilie antagonismos, no solo más allá de las razas, la
clase o el género sino en la utopía de un imaginario materno que no
obture el sentimiento y no divida a través del lenguaje.
Es preciso volver a la composición que inauguraba el poemario de
Gómez de Avellaneda, en donde la dislocación del lugar de origen
delimita este trazado de ida y vuelta, y la salida de la tierra natal marca
(“Al partir”) una partida irremediable.

En la poesía ha sido señalado por Mary Louis Pratt (1995) y en la novela por Patricia
21

Marshall (1997).

191
4. Viaje a la patria imposible de Frida Kahlo
Tengo un dolor
aquí,
del lado de la patria
Cristina Peri Rossi

Si viaja a México no olvide comprar –entre la avalancha de mariachis y


frijoles–: el tradicional calendario azteca de plástico, el llavero con el
pasamontañas del Subcomandante Marcos y una botella de tequila Frida
Kahlo. Pero posiblemente, en algunos de estos productos aparezca la
inscripción “made in China” y el patrimonio artístico, las oscuras luchas
coloniales y la esencia mexicana queden empañadas por esta marca de
fábrica, que enrarece su origen. Ante la duda de poder disponer de la
tipicidad mexicana en la inminente campaña que algún centro comercial
le dedicará a este país, seguramente decidirá que no engrosen su
equipaje. Ni siquiera el souvenir turístico garantiza la autenticidad del lugar
visitado. El mercado libre no tiene memoria.
En este viaje imposible a México, en donde se confunden los
repertorios culturales con su consumo, lo ajeno desdibuja lo propio y lo
global transforma lo local, quisiera desenfocar la figura de Frida Kahlo,
para colocarla en relación a las políticas nacionales y a las industrias
culturales contemporáneas. La mención al inicio del tequila que lleva su
nombre, junto a otros fetiches de la historia de este país, no es casual.
Tampoco el desvío con el que expresamente he comenzado. Es preciso
insertar esta figura en un marco insospechado para devolverle cierta
imprevisión y así arrancarla de las lecturas que durante tanto tiempo la
han sujetado más que su corsé.
La leyenda comienza con ella misma, ciertamente, pero el peso de la
biografía de esta mexicana la ha fijado en un incierto lugar en la historia
de la cultura dentro y fuera de su país. Incierto, porque el
reconocimiento no se sabe muy bien si le llega de la mano de su
minusvalía, de su relación con Diego de Rivera o de algún otro episodio
vital, supuestamente calcado en su obra artística. Cito un ejemplo al azar:
“Los retratos de cuerpo entero, que en muchos casos están integrados en
una representación escénica, están marcados en su mayoría por la
biografía de la artista: la relación con su marido Diego Rivera, la forma
de sentir su cuerpo, el estado de salud –determinado por las
consecuencias del accidente–, la incapacidad de tener hijos, así como su

193
filosofía de la naturaleza y de la vida y su visión del mundo”
(Kettenmann, 1999: 19).
En este intercambio entre obra y vida –que hemos advertido también
respecto a otras escritoras– se miden los falsos elogios sobre la fuerza, la
intensidad o el carácter revelador de la producción de Kahlo, como si la
“originalidad” creadora proviniera de un desgraciado accidente, del
despecho de una esposa o de los hijos deseados pero nunca llegados.
Una mirada demasiado complaciente –quizás por lo terapéutico– que no
solo recorta sentidos –qué otra interpretación cabe, si el arte procede de
un fatum vital– sino que obtura ciertos valores de su obra (la crítica a las
tecnologías médicas o el hábil manejo del melodrama como formato), la
descontextualiza en su contribución a las vanguardias o en el
contrapunto con el muralismo, cuando no neutraliza estas aportaciones.
Quizás debido al lugar tan inclasificable que ocupa en este contexto y
a su problemática adscripción a los ismos de principio de siglo que “lo
(auto) biográfico surja como categoría dominante para definir el trabajo
estético de la pintora. Lo curioso reside, sin embargo, en el hecho de que
los trazos de esa biografía [...] determinen –y hasta justifiquen– su
privilegiada –o excéntrica– posición en el mapa de la cultura mexicana”
(Cróquer, 1999: 206).
Por suerte, otros acercamientos se abren en el pesado achatamiento
de esta lectura unidireccional1, pero más allá de su necesaria reubicación
en la historia del arte o de la “verdad” del yo que la figura de Kahlo
promete, me interesa destacar la proliferación discursiva que ha sido
capaz de generar. Su productividad simbólica no se agota en la incesante
maquinaria que ha logrado despertar en el ámbito crítico, literario,
dramático, artístico o cinematográfico2 sino que ha saltado a la moda, al
consumo y al turismo, como observaba al comienzo.

1 Véase especialmente la propuesta de Mayayo (2006), quien parte de la necesidad de


trascender este marco psicobiográfico, que confina a Kahlo al ámbito de lo privado y
consolida gran parte de los estereotipos sobre la creatividad femenina difundidos en el siglo
XIX.
2 Sin ánimo de exhaustividad y por citar solo algunas de estas producciones, entre las

biografías podemos destacar: Teresa del Conde: Frida Kahlo: Vida de Frida Kahlo. México:
Departamento Editorial, Secretaria de la Presidencia, 1976; Rauda Jamis: Frida Kahlo.
Barcelona: Circe, 1988; Martha Zamora: Frida Kahlo: el pincel de la angustia. México: Martha
Zamora, 1987. Entre el discurso crítico y los testimonios: Raquel Tibol: Frida Kahlo, crónica,
testimonios y aproximaciones. México: Ediciones de Cultura Popular, 1977; Frida Kahlo: una vida
abierta. México: Editorial Oasis, 1983; Ahí les dejo mi retrato, Barcelona: Lumen, 2005; Eli
Bartra: Frida Kahlo: mujer, ideología y arte. Barcelona: Icaria, 1994; Carlos Monsiváis y otros:
Frida Kahlo: Una vida, una obra. México: Consejo Nacional pare la Cultura y las Artes
Ediciones Era, 1992; Elena Poniatowska: Frida Kahlo: La cámara seducida. México: La Vaca
Independiente, 1992. Entre las novelas: Bárbara Mújica: Mi hermana Frida. Barcelona: Plaza
& Janés, 2001; Meaghan Delahunt: La casa azul de Coyoacán. Barcelona: Plaza & Janés, 2002.
Entre la filmografía: Marcela Fernandez Violante: Frida (cortometraje, 1972); Jean Leduc:
Frida: naturaleza viva (documental, 1984); Julie Taymor: Frida (2002); Rodrigo Castaño: Las
dos Fridas (documental, 2003).

194
En las páginas que siguen abordaré en primer lugar las estrategias de
autorrepresentación que constituyen la performance-Kahlo, en fotografías y
cuadros, en donde seductoramente se muestra y se oculta, se viste y se
desnuda, se encarna y desencarna, y ella misma invita a la prodigar
relatos sobre su figura. En una segunda parte, detallaré el proceso de
apropiación que en los años 80 la inviste como cuerpo de la nación
mexicana y más tarde como mercancía universal, icono de una nueva
imagen del país.
Comparte, en este sentido, similitudes con el caso de Eva Perón
(aunque con destinos diferentes): el uso del cuerpo femenino como
emblema ideológico y estético, en el cruce de la lógica nacional y la
industria cultural, en la reformulación del Estado como espacio
intersectado por dinámicas populares, en la rearticulación Europa-
América durante los procesos modernizadores y en la posterior
internacionalización de sus mercados y, finalmente, en la constitución de
un consumo cultural que las fetichiza.
Kahlo se ha convertido en un signo de múltiples codificaciones, que
más allá de las apropiaciones políticas sobre su cuerpo, su imagen y su
nombre, puede leerse como una metáfora, como un “significante social”
de sentidos contradictorios, en un largo itinerario de renarrativizaciones
y vaciamientos que han terminado por trasvasar los códigos y conven-
ciones del arte y la cultura.

* * *

Dos de los catálogos de fotografías más conocidos de Kahlo se


publicaron con el título de La cámara seducida (1992) y La gran ocultadora
(2002). Leídos en continuidad, estos títulos sugieren la fascinación
provocada por un objetivo fotográfico que no puede capturarse del
todo, que siempre guarda una última sorpresa, en un juego seductor que
también aparece en los cuadros de la artista y al que más adelante me
referiré.
En estas fotografías se percibe cómo Kahlo se transforma en tropo
de ella misma, en un proceso de figuración que comienza en vida, en el
cuidado de su indumentaria y atuendo personal. Si hemos de creer a
Hayden Herrera:
Para Frida, los distintos elementos de su vestuario integraban una especie de
paleta, con base en la cual creaba todos los días la imagen de sí misma que
deseaba presentar al mundo. Las personas que tuvieron la oportunidad de
observar ese rito de vestirse recuerdan el tiempo y el cuidado que invertía tanto
como su perfeccionismo y precisión. Con frecuencia se entretenía con una aguja
antes de ponerse una blusa, añadiendo un poco de encaje o tinta. La decisión de
qué cinturón usar con una falda representaba un asunto serio. “¿Sirve?”,
preguntaba. “¿Se ve bien?” (Herrera, 2006: 148).

195
El ritual de vestirse se asemeja al ejercicio de la elección de colores y
formas en la pintura, en lo que no solo supone una cuidada puesta en
escena de Kahlo sino toda una puesta en escena artística. Tal y como
testimonian sus innumerables fotografías: aretes, collares, anillos, trajes,
enaguas y tocados acomodan su persona. Ella se produce: se compone, se
acicala, se orla, se renueva y se traviste hasta hacer de su cuerpo su obra,
él es su mejor arte y creación, barroco y proliferante tal cual lo pintó, en
el que se pintó en sus cuadros y sobre el que pintó en su persona.
En varias de estas fotografías pueden observarse los corsés de
escayola, que debía utilizar después de sus operaciones, decorados y
ornamentados con diversos motivos (una hoz y un martillo, un feto,
distintas formas y colores), que pintaba todavía postrada, con la prótesis
ceñida a su cuerpo.
Incluso uno de los corsés ortopédicos que se vio obligada a llevar al
final de su vida fue utilizado por la artista como lienzo y lo tituló “La
columna rota” (1943), como el cuadro del mismo año y nombre, y como
en él, una columna se dibuja; véase: una columna en el objeto que le
hacía las veces de ella y que le cubría la vertebral que ya no la sostenía, en
una continuidad entre cuerpo y arte que no se agota en la construcción
escénica que caracteriza el Yo-Kahlo ni en el gesto anticipador del body-
art o la performance, en una espiral que vehicula y confunde cuerpo, arte,
vida, identidad y producción de la pintora-pintura-pintada.
Como última voluntad de estos gestos que nos devuelven a la artista
y no a la persona, una de sus postreras instalaciones, la que da cuenta de
su asistencia en la única exposición individual en México, en 1953, poco
antes de morir, de la que nuevamente queda constancia fotográfica (una
última sorpresa) y el testimonio de Hayden Herrera:
Para entonces, su salud había decaído tanto, que nadie esperaba verla ahí. Sin
embargo, a las ocho de la noche, cuando la Galería de Arte Contemporáneo en la
Ciudad de México apenas acababa de abrir sus puertas al público, una ambulancia
se acercó y la artista, vestida en su traje regional predilecto, se hizo transportar
sobre una camilla de hospital, hasta su cama de cuatro postes, que se instaló en la
galería esa misma tarde. La cama estaba adornada como a ella le gustaba: con
fotografías de su esposo, el gran muralista Diego de Rivera, y de sus héroes
políticos, Malenkov y Stalin. Esqueletos de papier mâché colgaban del dosel, y un
espejo, sujeto a la parte inferior del mismo, reflejaba su alegre aunque demacrado
rostro (Herrera, 2006: 11).

Más adelante, Herrera retoma la escena y consigna una serie de


detalles sobre esta inauguración: las invitaciones que redactó la propia
artista, el Judas colgando del baldaquino de la cama, las almohadas
bordadas y perfumadas con el aroma Shocking de Schiaparelli, el desfile
de asistentes frente a su cama para saludarla, los corridos cantados por
Kahlo junto a sus amigos, la lectura del poeta Carlos Pellicer de un texto
dedicado a la homenajeada, etc. No voy a reproducir todo el relato de

196
Herrera porque ocupa varias páginas 3, tan solo el comentario que
muestra esta vehiculación que antes mencionaba: “Aunque Frida tuvo
que actuar para ocultar su dolor, presentó el tipo de espectáculo que le
encantaba: lleno de colorido, sorprendente, intensamente humano y algo
morboso, muy parecido a la manera dramática con la que se presentaba
en el arte” (2006: 515).
Frida nuclea la muestra en torno a su persona: la pintora forma parte
del espectáculo como sus creaciones. La presencia en la exposición de su
cuerpo –ataviado a su estilo, más vestuario que vestimenta, enmarcado
en la cama con dosel, otra forma de marco, contenedor de una
“escultura viva”– remedaría la ritualidad de un happening con el cual se
había anunciado en vida y a partir del cual su figura no cesaría de
recrearse después de morir.

4.1. Retrato de un desnudo generoso

Este cuerpo tan denso con que clausuro todas las salidas,
este saco de sombras cosido a mis dos alas
no me impiden pasar hasta el fondo de mí…
Olga Orozco.

El autorretrato pintado, como figuración del yo, corre parejo a las


ficcionalizaciones en la autobiografía escrita, compone una
representación entre el ser (que dejaré en suspenso) y el querer ser (más
bello, más artístico, más trágico, menos defectuoso), entre el ser y el
parecer (no la semejanza ni la similitud), entre el ser y las convenciones
culturales (lo aceptable como postura, el límite de lo mostrable), entre el
ser y el tiempo (detenido en la imagen) 4. Una figuración que desfigura,
diría Paul de Man (1991), no es pues el referente quien determina la
figura sino justo al contrario, es la figuración la que construye su
referente.

3 Pero sí es preciso destacar la molestia que el tono de Herrera va ganando, al consignar


cómo el alcohol empieza a circular en la fiesta, la “turba” que rodeaba y “asfixiaba” a la
artista (sic), la grosería con la que se deshizo de su médico, etc. Herrera recoge
minuciosamente el comentario de Andrés Henestrosa: “todos los lisiados de México
fueron a darle un beso a Frida”, “fue como un desfile de monstruos, como Goya, o más
bien como el mundo precolombino con su sangre, mutilaciones y sacrificios” (Herrera,
2006: 514). Ambiguo reconocimiento de quien suscribe esta biografía.
4 A veces incluso en una distancia que produce extrañamiento, como el que Barthes

describe al contemplar su propio retrato: “Pero ¡yo nunca me he parecido a eso! –¿Cómo
lo sabe usted? ¿Qué es ese “usted” al que usted se pareciera o no? ¿Dónde tomarlo? ¿Cuál
sería el patrón morfológico o expresivo? ¿Dónde está tu cuerpo de verdad? Usted el único
que no podrá verse más que en imagen, usted nunca ve sus propios ojos a no ser que estén
embrutecidos por la mirada que se posen en el espejo o en el objetivo de la cámara (me
interesaría sólo ver mis ojos cuando te miran): aun y sobre todo respecto a su propio
cuerpo, usted está condenado al imaginario” (Barthes: 1978: 40).

197
El autorretrato compone un gesto más obsceno, si cabe, que la
autobiografía porque implica necesariamente la pulsión escópica, un yo
que se pinta y mientras se pinta, se mira, y pintado será mirado por los
demás, lo que se tiene o no se tiene de uno mismo se expone frente a
otros para buscar aprobación o provocar rechazo, el reclamo a Otro es el
mismo: nunca me miras con los ojos que yo me veo.
Los autorretratos constituyen casi una tercera parte de la obra de
Kahlo, que disponen su rostro con variantes: “Autorretrato con mono”
(1940), “Autorretrato con collar de espinas” (1940), “Autorretrato con
changuito” (1945), “Autorretrato con el pelo suelto” (1947),
“Autorretrato con el retrato del Dr. Farill (1951), “Autorretrato con el
retrato de Diego en el pecho y Marta entre las cejas” (1953-4),
“Autorretrato con Stalin” o “Frida y Stalin” (1954), autorretrato con
traje de terciopelo, con trenza, en la frontera, dedicado a Trotsky, etc.,
etc., etc., más aquellos cuadros en los que aparece de cuerpo entero
como figura destacada o como parte del entorno.
No está mal para alguien que afirmaba que pintaba para “asegurarse
de que existía”, con lo cual cabe pensar que la consistencia le viene de la
pintura, no de la vida. En “Autorretrato con el pelo suelto” escribió:
“Aquí me pinté yo, Frida Kahlo, con la imagen del espejo. Tengo 37
años y es el mes de julio de mil novecientos cuarenta y siete. En
Coyoacán, México, lugar donde nací”. Extraño juego de redundancias
entre imagen y texto que se complementan como repetición en dos
códigos distintos (pintura y microrrelato biográfico) sin acabar de
sujetarse ni en la firma ni en el nombre propio: “aquí” (¿dónde, en la
imagen o en la palabra?, ¿en el lienzo que las acoge?); “yo” (¿cuál, el que
lo dice, el pintado o el que está pintando?), “con la imagen del espejo”
(¿el original como espejo?). Extraño juego de afirmación en donde la
deixis lingüística (aquí, yo, mi) remite a una representación visual
(pintura, imagen, espejo), en donde se vehicula una leyenda de origen
(fecha, lugar de la creación y edad de la artista).
Primer acercamiento, por lo tanto, al insistente recurso de pintarse a
sí misma para no perder de vista su insistencia como representación:
Frida Kahlo “con” su imagen y no imagen de Frida Kahlo. De hecho, si
observamos los autorretratos en cadena se produce cierto efecto de
seriación, el acento puesto en la reproducción, en contra de la
autenticidad del ser. Si superponemos estos autorretratos a algunas de las
fotografías de Kahlo (que coinciden en encuadre, ángulo y estilismo) la
correspondencia adquiere visos de calco, de la tal forma que la persona
retratada parece “un doble del personaje pintado o este una
transcripción de la persona real. No se sabe si es el arte que imita a la
vida o la vida que imita al arte” (Mayayo, 2008: 28). Un recurso que
también evocan las fotografías en las que Kahlo se mira ante un espejo o

198
aquellas en las que aparece junto a alguno de sus cuadros (como en la
que pinta “Las dos Fridas”, donde vemos tres).
En la reproducción seriada, un núcleo fijo se repite: el rostro, de
frente o en ligero perfil, un gesto hierático, impenetrable y desafiante
que, en su distancia, manifiesta cierto rictus contenido –“máscara de
autocontrol”5 para Herrera (2006: 361) y una boca sellada: parece
guardar un secreto, “Yo soy la antigua ocultadora” dice en su diario. Un
rostro que más allá de esta mímica enigmática, no expresa nada pero cual
esfinge, quien trata de penetrar en su verdad queda bajo su maldición.
Si por un momento identificamos este rostro con el de Kahlo, su
identidad se construye con atributos circunstanciales, variantes que
confieren significación a un núcleo vaciado en la repetición o en su
toque estatuario: con changuito, con collar, con traje, etc.; su identidad
se dispone como accesorio, complementos de quita y pon, en contra de
la esencialidad; o mejor, esta identidad se reúne con el adorno, que
reemplaza lo que no tiene por un orden de signos, por un “tener”
(ornato) y que como el maquillaje, cubre tanto como resalta.
En consecuencia, el autorretrato se modela en torno a un vacío de
identidad, sostenido en la imagen contingente (siempre en soporte,
apenas apresada en el trazo, destinada a un Otro que también la sustenta,
para quien los planea a menudo6), en sus insignias y aderezos. Podría
decirse que la artista pinta su máscara una y otra vez pero resulta más
ajustado proponer que se pinta como máscara, construyendo su obra
simultáneamente, que hace de su semblante (esa nada), su obra. La
precisión resulta pertinente porque el baile de máscaras podría
entenderse como una identidad movediza y en cambio, pintarse como
máscara coloca a la identidad en la apariencia del ser (del maquillaje de
nuevo, de la simulación femenina).
Aunque un núcleo fijo se descubre en la cadena de autorretratos, si
se comparan los primeros, realizados en la década del 30 con los últimos
lienzos, a pesar del evidente protagonismo concedido a los adornos
desde sus inicios (collares, pendientes, ropa), resulta evidente que con el
paso del tiempo estos se incrementan y se apoderan del rostro (el

5 Para Mayayo: “Es posible también que, al mismo tiempo, ese rostro inexpresivo nos esté
hablando no ya solo acerca del control que Kahlo ejerce (o intenta ejercer) sobre su
sufrimiento, sino también acerca del que ejerce sobre la representación de su sufrimiento,
es decir, sobre el artificio de la pintura” (2008: 223).
6 Doble enajenación del yo, en el sentido en que Lacan propone la alienación ante el

espejo: por una parte, de la pintora que contempla su rostro para pintarlo; por otra, del
destinatario al que a menudo dedica el autorretrato, frecuentemente aludido en las leyendas
de la parte inferior del lienzo (para Alejandro Gómez Arias, para el doctor Farrill, para
Trotsky, etc.) y que, a modo de negativo, entraña la imagen de Kahlo. Ya comenté que
tanto si se trata de agradecimiento como de demanda amorosa, el rostro siempre queda
compuesto para otro que debe mirarlo, reconocerlo y preservarlo. Pero en el secreto que
esconde su impenetrabilidad, el Otro nunca la tiene toda.

199
changuito que la abraza, el collar de espinas que la aprisiona, la trenza
monumental con la que carga, etc.); el fondo del cuadro también se va
recargando y entre esta profusión, pinta “La máscara” (1945) y dos
autorretratos como tehuana (1948). En uno de ellos, el rostro asoma a
un tocado que la enfunda y la encierra como un sudario, sin dejar lugar
ni para el cuello ni siquiera los hombros, invadiendo todo el cuadro,
recubriendo también el fondo. Entre la máscara y la mortaja, la
autorrepresentación de Kahlo termina por capturarla, no solo revela el
disfraz (se muestra la máscara como tal o el artificio se exagera hasta la
parodia), sino que su caparazón acaba por pesar y hasta mortificar: aloja
un cadáver.
A este disfraz del ser y, en particular, a este disfraz del ser mexicano,
Kahlo “se aferra desesperadamente” al final de su vida, “en un momento
en que lo autóctono ya no estaba de moda” (Mayayo, 2008: 136), como
un destino fatal que el rictus de desgracia de “La máscara” anuncia 7.
En caso de entablar relación con la representación corporal, en la
misma línea, podríamos sugerir que Kahlo sabe hacer de su cuerpo
(fracturado, roto) una producción que le permite realizarse en ser, en ella
se estabiliza; ahí donde su cuerpo ha sido despedazado, ahí a través de la
imagen que le devuelven cuadros y fotografías puede intentar crearse,
rehacerse, armarse de nuevo; ahí hace del fantasma, una obra.
Si el rostro parece custodiar un secreto y desafía en su omnipotencia
(promete darlo todo), cuando aparece “íntegra”, el vestido envuelve
fracturas y quebrantos, escondiendo lo que tiene y también lo que no
tiene, un velo que le permite realizarse como imagen.
De hecho, los autorretratos ciegan un cuerpo que se dramatiza en
otras pinturas, en un ejercicio (operación significante), como sugiere
Cróquer, de desvelamiento y ocultación (seducción) que preside su obra.
En “Lo que vi en el agua” o “Lo que el agua me dio” (1938), por
ejemplo, el agua de la bañera no refracta el ser de quien se observa y se
deduce implícitamente por el encuadre; sumergido en el agua (cubierto),
en su lugar flotan, fragmentaria e intertextualmente, retazos de otras
pinturas de la artista y de otros pintores, motivos autobiográficos,
topicalizados también en otras ocasiones, de tal forma que:
Las imágenes que el yo observa sobre el espejo que oculta su cuerpo deforme –
que son también las imágenes donadas al ojo de los otros– son restos de otras
escrituras que cuentan (y significan) la deformidad. Desde esta perspectiva, sin
duda, la escritura deviene tachadura y exhibición; es decir, ella vela pero también

7 En el museo de La Casa Azul, sobre la cama cubierta en la que murió Kahlo, se exhibe su
máscara mortuoria, coronada con un rebozo y un corsé, toda una metáfora de la fatalidad
de este destino y de las operaciones post-mortem que han inmovilizado a la artista, en un
ritual que conjura la pérdida de quien los ostentó pero también su apertura significante, al
precio de exponerlos vacíos de vida, fetichizados, en la vitrina del museo, en el “tesoro
artístico” en que se convierte todo su legado. En una tradición, por cierto, la mexicana,
fundada en las máscaras.

200
revela lo obsceno: sugiere y parcialmente escenifica el cuerpo imposible (un cuerpo
sufriente) del que apenas quedan, más allá de los sucesos biográficos
desperdigados, las puntas de los pies oximorónicos: el izquierdo sano, junto al
derecho, enfermo (Cróquer, 1999: 210).

La pintura vela tanto como revela pero en su “revelación” se impone,


junto a este cuerpo vestido (“abrigado”) un cuerpo al descubierto
(lacerado, sufriente, desmembrado), es decir, dramatizado –diría que
hasta exagerado– en el que lo primero que asoma es su teatralización,
una seña que compone a Kahlo como personaje también de su vida pero
que no puede confundirse con ella más que en su alarde.
En este cuerpo despojado, Kahlo “se expone” en todos los sentidos:
brinda su espectáculo pero también se arriesga a quedar en él o a que la
prendan a partir de él. El strip-tease pictórico moviliza al ser en su
representación, en su oferta seductora, de la que cabe desconfiar: ¿qué
esconde, nuevamente, este cuerpo desnudo?
Si, como demuestra Lynda Nead (1989), la corporalidad femenina
fue considerada tradicionalmente como materia informe e indiferenciada,
los procedimientos artísticos han supuesto una manera de controlar ese
cuerpo sin reglas y de situarlo en las fronteras seguras del discurso
estético, de disciplinar un ojo errante por medio de convenciones y
protocolos. Si el arte se define como la conversión de la materia en
forma, como el paso del cuerpo al natural al cuerpo cultural, los cuadros
de Kahlo disocian esa forma de esa materia, reordenan sus límites,
muestran “impurezas” y amenazan con quebrantar los contornos con los
que la convención y los cánones artísticos habían fijado estas
dualidades8.
Un cuerpo desnudo no es siempre un cuerpo sin ropa, pero incluso
este último es imposible de pensar fuera de toda representación: “No
puede haber un cuerpo sin ropa que sea otro del desnudo, porque el
cuerpo siempre está en representación” (Nead, 1998: 34).
En este sentido puede deslindarse el gesto teatralizador de Kahlo,
que por un lado se expone, como hemos visto y por otro se “abre”
desestabilizando estos protocolos artísticos. En la catástrofe del dolor,
este cuerpo incita a “una apertura a todo lo posible”, en lo que vemos y
en lo que nos mira.
Retomemos la oferta de dejarse ver, de este cuerpo exagerado, que
provoca e intimida, amenazado y amenazante, en el límite de la
representación. Lo sublime, lo monstruoso y lo obsceno articulan un
punto de partida para hablar sobre el hueco entre los conocimientos del
cuerpo producidos por discursos como la medicina y el cine, el arte y la

8 La autora parte del desnudo femenino como núcleo de una cierta estética de la totalidad y
la contención: “si la tradición del desnudo femenino enfatiza el exterior del cuerpo y el
carácter completo de sus superficies, el arte del cuerpo de las mujeres revela el interior, el
aterrorizador secreto que se esconde en este idealizado exterior” (Nead, 1998: 110).

201
religión, el derecho y la política. El cuerpo también es esto que la mirada
nos devuelve: un lugar de conflicto entre pulsiones y regulaciones
sociales, naturaleza y cultura, en especial el cuerpo de las mujeres,
vigilado, sofocado y constreñido por los discursos patriarcales.
En un cuadro de 1945, “Sin esperanza”, una Frida acostada, cubierta
hasta los hombros por la sábana, abre la boca en un embudo del que
exhala una masa desbordante de objetos en crudo (peces, pollos,
embutidos, carne proliferante), en chorro, junto a una escalera por la que
empiezan a descender. En el reverso anota: “No me queda ni la más
pequeña esperanza… todo se mueve al ritmo de lo que ingiere el
vientre”. Este vómito a la inversa reta a devolver (sin embudos, sin
límite) lo que la cocina y la cultura convierten en digerible, y proyecta,
sin bordes, lo que la sábana y el cuerpo tapan y enfundan.
En este cuadro y en otros (como “El venadito”, 1946), la ofrenda de
la imagen adquiere visos de sacrificio y en esta renuncia, el cuerpo
descarnado cede para revestirse de otros relatos (cuerpo de la patria,
cuerpo de Rivera, cuerpo de su vida). En “El marxismo dará la salud a
los enfermos” (1954), una mano poderosa sujeta el corsé superpuesto al
cuerpo, pero a la vez esa mano le permite liberarse de las muletas. Sujeta
y sujetada, la entrega permite tanto sostenerse a sí misma y sostener el
relato ideológico, actuar un poder de transformación que también la ciñe
como un corsé cultural. Kahlo personifica el efecto de la ideología, como
en otras obras personifica otros relatos maestros, pero esta inmolación
augura un precio: lo que la emblematiza y trasciende también la violenta
y oprime.
En esta cesión –insisto: complaciente, autorizada, estratégica– se
abonarán las sucesivas interpretaciones, apropiaciones y versiones a las
que ha dado lugar su figura, que se disparan en dos direcciones precisas:
las lecturas críticas que restringirán el signo-Kahlo a un cuerpo trizado y
enamorado (persiguiendo un determinismo que aminore sus gestos
desestabilizadores) y las que posteriormente la elevaran como icono
mexicano. Ambas comportan operaciones de vaciado y modelado de su
silueta, de desvelamiento y ocultación, en las que ella misma se generó.
Pero estos relatos, como los que flotaban en el agua del cuadro de la
bañera, terminan por cubrirla, por correr una última cortina protectora,
por obstruir en definitiva el desafío con que nos mira Kahlo, tan
indefenso como imposible de sostener: el horror del cuerpo femenino, el
horror de las entrañas. Jean Franco sintetiza así el real que aflora en este
límite:
Los cuadros de Frida impresionan porque revelan la vida “interior” de la pintora,
no en forma de espíritu, sino materialmente. Con frecuencia los órganos
interiores están expuestos; coloca en el exterior al corazón y a otros órganos;
exhibe la vida interior de la mujer demostrando que su vida interior es su cuerpo
interior (1993: 145).

202
La desnudez, en este sentido, que abandona al cuerpo a la deriva de un
deseo escópico, elude, al decir de Didi-Huberman, “una representación
nítida” e instaura una dinámica de apertura: “abrir como se abre el
campo semántico, como se abre una infinidad de posibilidades; abrir
como se abre, hiriéndolo, un cuerpo, como se sacrifica la integridad de
un organismo” (2005: 113)9. Si Kahlo “abre la boca” (como en el cuadro
“Sin esperanza”), así se toma y mejor que lo que exhala se refrene en la
vitrina del museo, se embargue como “tesoro artístico” de la nación.
Por último, otra apertura se cierne en el desnudo de este cuerpo
como saco de órganos, en las heridas que lo abren: el “tesoro científico”.
Si como vimos al comienzo de la tercera parte del libro, el museo es al
arte lo que el gabinete es a la ciencia, el cuerpo no se construye solo en la
convención artística sino también en la médica, entre en el estilete del
escultor o el pincel del artista y el escalpelo del anatomista o el bisturí del
cirujano. En cuadros como “Henry Ford Hospital” (1932) o la litografía
“El aborto” del mismo año e incluso el emblemático “La columna
rota”10 (1944) Kahlo aparece desnuda, mutilada, herida, como un cuerpo
inerte controlado por la ciencia. Pero ese cuerpo no es un “yo” (o lo es a
costa de dejar de serlo). De nuevo Franco: “El cuerpo desnudo no es un
“ser”, sino un cuerpo socializado, un cuerpo abierto por instrumentos,
tecnologizado, herido, con los órganos al aire para que los vea todo el
mundo” (1993: 146).
La ciencia invade, desordena, descorporaliza y deserotiza; la artista
estampa el resto de lo que queda en esta disección: no más cuerpo,
organismo desmembrado (óvulos, feto, miembros, sangre, fluidos,
aparatos quirúrgicos), cuya única marca de subjetividad, en todo caso, es
la herida a través de la cual el organismo se profana 11. En esta

9 ¿Cómo si no encajar en esta trayectoria artística los cuadros de frutas exuberantes de la


década del 50? Estas ilustraciones forman parte igualmente de esta serie de “desnudez
cortada”. Frutas que exhiben un jugoso interior en su tajo, que las que se mantienen
intactas guardan. “Naturaleza viva” y “Naturaleza muerta” las llama: lo que las secciona las
mata, lo que de ellas se extrae dona la vida.
10 En “La columna rota”, el cuerpo abierto de la cintura hasta la garganta, atravesado por

una columna jónica (en lugar de la vertebral), asociada al equilibrio y armonía, sin embargo
se quiebra, como los pilares fundantes de la cultura, que perforan dolorosamente y
apuntalan el cuerpo, a pesar de estar fracturados. No es casual que a partir de este cuadro
Kahlo haya sido considerada precursora de la mitología cyborg, híbrido de máquina y
organismo, criatura surgida tanto de la realidad social como de la ficción, que apunta a la
transgresión de los límites biológicos y que deconstruye la maquinación que orquestra los
cuerpos y la tecnología del género.
11 La herida como apertura en la que se cuela la mirada por los vericuetos de la fisiología, el

único desgarro del orden subjetivo en tanto el cuerpo figurado la soporta, ocultado y
revelado en este juego que vengo describiendo; como en las anteriores representaciones, las
lágrimas, los collares de espinas, los alfileres calvados en la piel descubren lo que el rostro
no deja ver (sufrimiento, aflicción, deseo). No pretendo negar, en ningún momento, la
voluntad palmaria de dar expresión a la vivencia del dolor en Kahlo pero sí no sujetarme a
ella y sugerir la “apertura” que estas heridas avisan.

203
representación, el desnudo se venga de la mirada voyeur que quiere
tomarlo como objeto. Si la ciencia puede desvelar la anatomía femenina,
he ahí lo que el cuerpo de la histérica ofrenda.
De una forma u otra, en el ambiente flotan las maquinaciones que
intervienen, modifican, trabajan, sobre esta realidad anatómica (Cróquer,
1999: 209), que el discurso crítico sobre Kahlo calza todo el tiempo en el
relato de sus dos accidentes (el de autobús, el amor de Rivera). Pero en
esta lectura, si ese dolor es solo de ella (un espectáculo de lo privado),
nada del orden social ni cultural nos une a ella, nada nos cuestiona. Cabe
recordar que un cuadro no es algo que representa, es lo que se ve, ¿es
posible, entonces, ver otra cosa que su dolor?

* * *

La película Frida (2002) dirigida por Julie Taymor y protagonizada por


Salma Hayek comienza precisamente con la última performance de Kahlo,
asistiendo a la exposición que más arriba comenté. Quizás este arranque
y las incursiones oníricas que el film intercala (para dar vida a los cuadros
de la artista), así como en las escenas en donde el encuadre se identifica
con lo pictórico (una pantalla-lienzo), pudieran homenajear a la artista.
Pero de todos modos, la presencia de la pintura en la película
refuerza nuevamente el calco psicobiográfico, al fundir los momentos
más significativos de la historia de Kahlo con la animación de sus obras,
en una correlación que transforma pintura y realidad pero que se origina
causalmente en los acontecimientos vitales. De hecho, estas obras son
parte necesaria para el desarrollo de la narración fílmica y su transcurso.
Una última torsión, sin embargo se deduce en esta apropiación de
Kahlo. Lo que la película resalta como valor es su supuesta promiscuidad
sexual, a costa incluso de dejar en segundo plano la tan reiterada vivencia
del dolor y del sufrimiento (apenas una secuencia dedicada a un
estetizado accidente12 y luego, hasta pasada hora y media de cinta, no
aparece la actriz en silla de ruedas). Último velo de Kahlo, en el que el
cuerpo perfecto, colmado y glorioso de Hayek cubre glamurosamente el
que, al fin y al cabo, siempre resultó intolerable a la vista: tulllido,
fragmentado y enfermo.

12 El episodio está inspirado en la biografía de Rauda Jamis (1988). En este curioso


desplazamiento, una secuencia ficcional (que evoca la vida de Kahlo) se integra en el relato
fílmico de la biografía, recreada como un cuadro o un dato más, en el que un polvo dorado
que la artista llevaba en la mano en el momento del accidente la cubre, la transforma en
estatua viviente y la detiene en el tiempo.

204
4.2. Frida: icono mexicano
Ella gustaba de decir que había nacido con la revolución, allá en México,
por 1910, adulterando la fecha de nacimiento, en realidad 1907, para
hacer coincidir el relato fundacional de la nación con su natalicio.
De hecho, el apartado anterior dejaba fuera una serie de pinturas en
las que el cuerpo desnudo se inscribe en un relato de origen. “El abrazo
de amor de El universo, la tierra (México), Yo, Diego y el señor Xólotl”
(1949) quizás sea el más significativo, pero también “Mi nana y yo o yo
mamando” (1937) y de algún modo “Mi nacimiento o Nacimiento”
(1932) e incluso “Autorretrato en la frontera entre México y los Estados
Unidos” (1932). Me interesa señalar precisamente, en estas representa-
ciones, cómo se cruza en ellas una adscripción personal, la identificación
con la tierra natal y con su mitología de origen. En este linaje, Kahlo teje
el discurso nacionalista postrevolucionario mexicano a la vez que se
asigna un lugar en él, todo ello en las brumas de lo mítico, en la
autogénesis de un linaje tan fantástico como perdido.
Son estos cuadros los que a menudo justifican la “mexicanidad” de
Kahlo –por no comentar la más que dudosa utopía matriarcal o
genealogía feminista con la que se han leído–. La alusión a elementos
precolombinos, a una estirpe de deidades femeninas, la reivindicación de
un supuesto mestizaje, etc., así como la incorporación en su atuendo del
guardarropa “indígena” (huipiles, morrales, rebozos, tocados, zapatos
bordados, joyas; prendas de distinta procedencia: tehuanos, zapotecas,
aztecas, etc.), todo ello debe contextualizarse en un proyecto de
construcción nacional al que fehacientemente contribuyeron las nuevas
burguesías.
En este contexto, el Estado promovió una cultura y una imagen de la
nación mediante la apelación a “lo popular”, como también una
imaginería alrededor del “indio”, que ocupa un lugar prominente en la
nueva mitología revolucionaria, en tanto representa lo nacional, lo no-
extranjero, incorrupto por las presiones imperialistas, símbolo de
sufrimiento y pureza.
Señalaré tan solo escuetamente la homogeneidad, idealización y
estetización de este programa político, compartido por el guardarropa y
la pintura de Kahlo, así como el muralismo de Rivera, en donde lo
“indígena” se reduce a lo pre-colombino, recobrado como una unidad
uniforme, perteneciente a un tiempo tan pasado como mítico, tan
fetichizado como embellecido13, que sirvió para ignorar la presencia

13 Baste pensar en la “colección” de objetos precolombinos que la pareja atesoró y las


implicaciones de este melancólico gesto, que como planteaba anteriormente, trastoca el
“objeto natural” (antropológico) en objeto artístico y decorativo. Una parte del destino de
la figura de Kahlo corre parejo a esta colección como una pieza más; no deja de ser, como
detallaré más adelante, que ella misma termina personificando esta ficción etnográfica.

205
efectiva de una multiplicidad étnica, cultural y lingüística más que
problemática en este país.
Conviene, por lo tanto, recordar en la mexicanidad de Kahlo, el
nacionalismo mexicano, que Roger Bartra describe así:
Uno de los aspectos que me parecen más interesantes de los estudios sobre “lo
mexicano” es precisamente el hecho de que, al leerlos con una actitud sensata, no
se puede llegar más que a la conclusión de que el carácter del mexicano es una
entelequia artificial: existe principalmente en los libros y discursos que lo
describen o exaltan, y allí es posible encontrar las huellas de su origen: una
voluntad de poder nacionalista ligada a la unificación e institucionalización del
Estado capitalista moderno. El carácter nacional mexicano sólo tiene, digamos,
una existencia literaria y mitológica (Bartra, 1987: 17).

En esta perspectiva, la novedad de Kahlo se relativiza pero se


reconduce su aportación artística, no solo en el programa nacionalista
mexicano sino en el panorama de las vanguardias latinoamericanas.
¿Dónde queda Kahlo en la problemática central que debaten los
vanguardismos en América Latina, es decir, en la relación entre la
producción de las culturas hegemónicas y las periféricas, la discusión en
torno al nacionalismo y al cosmopolitismo, y la correspondiente división
del público y del campo intelectual?, ¿se ubica en el llamado
regionalismo, nativismo o mundonovismo que se desarrolló simultánea-
mente a los vanguardismos? Leída desde la “doble vanguardia” con la
que Ángel Rama (1981) describió estas iniciativas (insertadas en los
procesos modernizadores del continente), Kahlo no se aleja tanto de la
propuesta transculturadora, “primitivista”, dispersa y subterránea en la
que Rama reconoció a César Vallejo como un renovador14.
La vasta y rigurosa revisión que Patricia Mayayo propone contribuye
a puntualizar las aportaciones de la artista desde sus contactos con el
estridentismo hasta su papel en relación con el muralismo, en un
recorrido que muestra lo que la autora denomina la “mexicanidad
imposible” de Kahlo.
Sin embargo, una cuestión queda en el aire, en relación a los negados
aciertos de la artista, que de forma muy simple cabe formular de la
siguiente manera: la pintura de Kahlo envejeció mejor que la de Diego
de Rivera y ello no se explica tan solo a partir de posteriores estrategias
de mercado. En el programa nacionalista al que antes aludía –con cierto
maniqueísmo– no puede obviarse la eficacia con la que sus
representaciones identitarias instruyeron el imaginario social, al menos

14En este contexto, que también redefinió el papel de escritoras y artistas en su acceso al
campo intelectual, podría indagarse la conflictiva incorporación de Kahlo (tan dócil como
rebelde por momentos), así como su diferencia artística, que como otras producciones de
mujeres de la época (Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Teresa de la Parra), no han podido
encuadrarse en la vanguardia o han sido desclasificadas, en tanto no se ajustan a los
cánones impuestos por la producción de sus compañeros varones.

206
hasta la década de los 70. La hegemonía estatal se impuso en su
apelación a lo popular y tanto el muralismo como el cine se hicieron
voceros de esa apelación que “convertía a las masas en pueblo y el
pueblo en Nación” (Matín Barbero, 1987: 278)15. Rivera aporta en esta
retórica los iconos de la lucha, de la Historia, dota de imágenes a esta
nación de forma elocuente y grandielocuente. Donde él pone “pueblo”,
Kahlo pone su cuerpo; donde él sitúa la propaganda, Kahlo vende su
vida; donde él coloca la épica, ella cierto intimismo; donde él ostenta
grandiosidad, ella sentimentalidad. Podría argüirse que este reparto de
funciones responde a un patrón de género (a él la ideología, a ella la
sensiblería), lo cual en parte es cierto pero no deja de resultar novedoso
en el momento. Sin embargo, no puede negarse que Kahlo convoca a
una comunidad, en sus vínculos como nación pero también en sus
vínculos con marginales (mujeres, sufrientes, desposeídos) que el tiempo
le ha otorgado mayor efectividad –y rentabilidad–, en un momento, el de
su vida, de fragmentación social (propio de los procesos urbanizadores y
modernizadores) y el contemporáneo (de radical descomposición del
tejido social).
La textura de lo “popular” en Kahlo va más allá de cierto
fundamentalismo folklórico, de la incorporación de exvotos o corridos
mexicanos en su pintura, de su puesta en escena indigenista, de su
profusión ornamental, etc. Las poderosas identificaciones que todo este
entramado ha generado, la teatralización que todo el tiempo he
destacado, compendian una complicidad de clase y cultura en una
estructura infalible: la del melodrama, según Martín Barbero “lugar de
llegada de una memoria narrativa y gestual populares y lugar de
emergencia de una escena de masa” (1987: 125), en donde “todo el peso
del drama se apoya en el hecho de que se halle en el secreto de esas
fidelidades primordiales el origen mismo del sufrimiento” (1987:131). Es lo
que constituye la puesta en escena de Kahlo, del des-conocimiento al re-
conocimiento de la identidad propia, proyectada a otros colectivos.
Rivera no supo ser lo bastante “popular” porque para serlo no basta
con forjar una escenografía, ni siquiera con vivirla (como hace Kahlo), es
preciso proponer un lazo potencial, una “apertura a todo lo posible”
también en el ámbito de la sociabilidad. Atención, que no propongo
recuperar una maternidad mítica en la figura de Kahlo sino no negar lo

15 Sigo a Martín Barbero en su propuesta de tomar “lo popular” por fuera del chantaje
culturalista que lo convierte en degradación cultural, sin olvidar el enmascaramiento de la
desigualdad social que a veces esconde o su funcionalidad como dispositivo ideológico.
También la problemática de “lo popular” constituye para Martín Barbero una marca de los
“destiempos y descentramientos” de la modernidad latinoamericana. Tanto esta revisión de
“lo popular” como su mediación melodramática me parecen aspectos fundamentales para
abordar la obra y la figura de Kahlo y, en el próximo capítulo, la de Eva Perón, en sus
respectivos semblantes femeninos (recuérdese que la noción de “semblante” no
esencializa).

207
que del orden de los “afectos” contiene su lazo, justo lo que la
reterritorialización estatal y el capitalismo tardío dejan fuera.

* * *

La figura de Kahlo fue reinventada y resignificada por la política cultural


mexicana de los años 1980 y 90, tal y como la lógica nacionalista se
sirviera de La Malinche un siglo atrás. Hasta esos años, su nombre
apenas remitía al matrimonio con Diego de Rivera (como “esposa de”) y
a la extravagancia de su estilo. De hecho, en vida expuso de forma
individual tan solo tres veces y de ellas, como he señalado, una en
México, poco antes de morir. Como indica Gannit Ankori, “en las
crónicas de los años treinta, cuarenta y cincuenta, Kahlo aparece
representada como la joven y exótica novia de Rivera al principio, la
esposa traicionada después y la compañera fiel y doliente en los años
finales [...]. Ambos papeles, el de “esposa” y el de “personalidad exótica”
terminaron eclipsando el papel de Kahlo como artista seria” 16.
La narrativa del cuerpo enfermo y doloroso de esta figura comienza a
gestarse en las primeras publicaciones aparecidas en la década de los 70,
pero sin duda la aparición de la completa biografía de Hayden Herrera
en 1983 culmina exitosamente estos intentos. Consciente de la
dimensión mítica que ya por entonces comenzaba a envolverla, Herrera
afirma en su “Prólogo”:
Fue ella uno de los creadores de su fabulosa leyenda, y como era tan complicada y
tan intrincadamente consciente de sí misma, su mito está lleno de tangentes,
ambigüedades y contradicciones. Por eso uno (sic) vacila en revelar los aspectos de
su realidad que podrían socavar la imagen que ella creó de sí misma. Sin embargo,
la verdad no disipa el mito. Aun después de escudriñarla, la historia de Frida
Kahlo sigue tan extraordinaria como lo es la fábula (Herrera, 2006: 16)17.

En este deslizamiento entre autorrepresentación y persona, y entre


biografía y vida, Herrera se propone desvelar una verdad que no
traicione la fábula. El relato de vida se trama en la anécdota (a veces el
chisme) y el comentario de los cuadros, siempre al hilo unos de otros. La
pintura termina así autentificando la vida, y la vida, la leyenda, en un

16 Gannit Ankori, Imagining Her Selves: Frida Kahlo´s Poetics of Identity and Fragmentation,
Wesport, Greenwood Press, 2002, p. 1. Tomado de Mayayo (2008: 22).
17 Cabe señalar que esta biografía se elaboró previamente como Tesis Doctoral de su

autora y que fue editada inicialmente en Estados Unidos. Otra biografía pionera de la
leyenda fue la publicada en Francia por Rauda Jamis en 1985, que incorpora igualmente
testimonios y transcripción de documentos, con una bibliografía final de sus fuentes. En
esta recreación, la escritura alterna entrecomillados (correspondientes a los textos tomados
de las fuentes) y relato de vida, así como oscila entre la primera y la tercera persona. El
efecto literario y la figuración ficcional –sumamente logrados, pues logran activar la
empatía lectora– terminan ganando al registro documental y perfilan una Frida tan
estetizada como desgarrada, con todos los tics que ya he reiterado.

208
círculo que acaba donde comienza; por las dudas, esta versión se certifica
adjuntando cartas, reproducción de documentos originales y fotografías.
En esta actualización de Kahlo, que ya he mencionado
pertinazmente en anteriores páginas, se intercambia arte y vida, como
tomando al pie de la letra su performance. Pero ahí donde ella se disolvía
creativamente (erigiendo su cuerpo en creación, eclipsando fotografías
en autorretratos y a la inversa, encarnando el relato de origen de la
nación, etc.), aquí se reduce causalmente esta relación, a partir del
determinismo del accidente que sufrió o del amor con Rivera 18.
Pero la publicación que sella la definitiva identificación de Kahlo, ya
no como cuerpo doloroso o enamorado sino como cuerpo de la patria,
es la de sus diarios, en 1995.
El reclamo del título con el que se editaron: El Diario de Frida Kahlo.
Un íntimo autorretrato genera ciertas expectativas que este documento de
vida trunca. A la continuidad cronológica que convencionalmente se le
atribuye a este género, se opone la escasez de fechas que en él se
consignan y las notas dispersas que lo salpican; al esperado tono
confesional, las escasas referencias autobiográficas.
La prometedora intimidad no asoma al consignar la existencia, que
no registra truculencias descriptivas. Nuevamente, el horizonte de lectura
biográfica desvirtúa los valores de este texto, que en su conjunto, se
arma como una pieza más de la artista: decorado, pintado, garabateado y
emborronado, incluye numerosos esbozos, dibujos e ilustraciones de la
autora. La preeminencia de lo plástico o lo visual frente a la linealidad de
la escritura o el orden episódico componen un “cuadro” de vida y le
otorgan una densa textualidad (incluso la grafía se pincela) que no se
agota tampoco en lo artístico, puesto que en conjunto resulta
inclasificable como diario y como obra19.
Pero en realidad, no me interesa tanto redireccionar este particular
texto en su dimensión artística –tampoco tan extraño, tratándose de una
pintora– si no rescatar el gesto que lo compone, en donde escribirse
equivale a pintarse y en donde vida, obra, escritura y pintura se funden
sin límites. Si toda escritura autobiográfica diseña una puesta en escena
del yo, en este caso, el yo de la escritura no remite a un yo de vida –aun-
que pese– sino a un yo de pintura; si Kahlo se confiesa en este cuaderno,

18 Tampoco esta recuperación crítica se libra, como en el caso de Gertrudis Gómez de


Avellaneda, de la virilización de la artista: “la pintora más pintor” que decía Rivera, del
indigerible “exceso” femenino (provocación y adorno) que incluía vestirse de hombre. Para
más detalles sobre estas cuestiones y sobre un ideal andrógino en la obra de Kahlo, véase
Mayayo (2008: 228-54).
19 Un más allá del lenguaje se apunta en toda la producción de Kahlo, que escribe en sus

cuadros y pinta en su diario, subvirtiendo soportes y códigos. “Soy la desintegración”


apunta en un momento en este documento, lo cual no solamente puede ponerse en
relación con la consistencia que la pintura le confiere sino con una subjetividad atomizada
que la poesía vanguardista también explora.

209
se confiesa pintora; si Kahlo se imagina, se imagina pintada. Casi me
atrevería a decir –forzada por sus interpretaciones– que la consistencia
de esta primera persona no se gana en el bios, sino en la actividad
profesional que la define y la substancializa.
Por otro lado, considerando la calidad material de este Diario, su
publicación se presenta igualmente como libro-objeto para
coleccionistas. La cuidadosa y lujosa factura llaman la atención, no solo
por incluir una excelente reproducción del facsímil sino por
acompañarlo con una introducción de Carlos Fuentes, seguida de un
ensayo de Sarah M. Lowe (quien también comenta la trascripción del
contenido del diario en la siguiente sección), una cronología y una
bibliografía final.
Todo un paratexto académico e intelectual abriga este documento, en
un intento de puesta en orden de su escritura (que exige una trascripción
para su mejor seguimiento, a pesar de que fue concebida para ser mirada
y no tanto para ser leída, en una narratividad impensable en palabras), de
su vida (cuyas fragmentaciones y elipsis viene a compensar el listado de
fechas adjuntado) e incluso de los discursos generados hasta aquel
entonces (recogidos alfabéticamente en la relación bibliográfica última).
Pero sin duda, la apertura de Fuentes, un escritor consagrado, sella
definitivamente el reconocimiento de Kahlo en el campo cultural
mexicano y la proyecta a la esfera internacional. Su presentación no solo
retoma las escenas fundantes de la leyenda-Kahlo en un delicioso relato
sino que las restaura en toda una gesta nacional.
“A Frida Kahlo la vi una sola vez” comienza diciendo el escritor y el
tono evocador atempera la voz autorizada que construye la doble
historia, como si de una se tratara: la vida de Kahlo y la vida de México.
Imposible dejar de transcribir este comienzo, referido a la llegada de la
artista al Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México para asistir a una
ópera:
Era la entrada de una diosa azteca, quizá Coatlicue, la madre envuelta en faldas de
serpientes, exhibiendo su propio cuerpo lacerado y sus manos ensangrentadas
como otras mujeres exhiben sus broches. Quizá era Tlazolteotl, la diosa tanto de
la pureza como de la impureza, el buitre femenino que devora la inmundicia a fin
de purificar el mundo. O quizá se trataba de la Madre Tierra española, la Dama de
Elche, radicada en el suelo gracias a su pesado casco de piedra, sus arracadas
tamaño rueda de molino, los pectorales que devoran sus senos, los anillos que
transforman las manos en garras. [...]. ¿Un árbol de navidad? ¿Una piñata? Frida
Kahlo era una Cleopatra quebrada que escondía su cuerpo torturado, su pie
baldado, sus corsé ortopédicos, bajo los lujos espectaculares de las campesinas
mexicanas (Fuentes, 1995: 7-8).

El recuerdo de Kahlo invoca la mitología fundacional. Los atributos


aztecas que Fuentes reconoce en ella la proyectan hacia un pasado
arqueologizado que la monumentaliza, a pesar de la leve ironía que

210
aminora su fascinación. Tan pronto la identifica con la diosa Coatlicue y
Tlazolteotl como con el dios Xipetotec. Más adelante, los hitos
biográficos la vinculan a la historia del país más allá de un marco de
referencia temporal: las travesuras juveniles evocan la estética de la
Revolución, el accidente que la hará famosa se personaliza en la ciudad
(“y la ciudad que tanto amaba y tanto temía, la atacó sin piedad”, 1995:
12), sus amistades sirven para trazar una crónica del arte y la
modernización en México, su muerte –muy a pesar de Borges– “le llega
como muerte mexicana” (1995: 23).
Pero Fuentes va más allá y alegoriza el cuerpo de la nación en el
cuerpo de Kahlo, en una simbiosis en la que el dolor y las heridas de
ambos se consustancializan: “qué misteriosa hermandad entre el cuerpo
de Frida Kahlo y las hondas divisiones de México” (1995: 8). La
narración se reviste de tintes sacrificiales: “es el San Sebastián mexicano,
atravesado de flechas” (1995: 13) y el cuerpo roto de esta mujer se
desgarra una vez más para alojar un destino nacional, por mantener el
tono épico del autor: “simbólica –¿o acaso sintomática?– de México”
(10), sentencia Fuentes, en una fascinación no perdona.

4.3. Fridomanía, marca registrada


La hagiografía que Fuentes le dedica a Kahlo no se conforma solo con la
identificación de referentes mexicanos. Paradójicamente, su encarnada
mexicanidad la universaliza. Con una estrategia erudita, el escritor la
emparenta con toda una genealogía de artistas y escritores europeos, lo
que a su vez la legitima como portadora de una herencia de ambos
continentes y le permite circular cosmopolitamente con denominación
de origen.
De hecho, la entronización de Kahlo como icono nacional coincide
con el proceso de internacionalización de México y muestra cómo las
estrategias del comercio global no solo emplazan un nuevo modelo
económico sino reordenan también los mercados culturales, transforman
los espacios a través de los cuales circulan los bienes simbólicos y
disminuyen la importancia de lo territorial, devaluando los referentes
tradicionales de identidad.
En relación a esta cuestión, García Canclini ha descrito los usos del
patrimonio histórico en la cultura mexicana contemporánea. La
orientación nacionalista de la política postrevolucionaria de este país
explica el interés por preservar este legado e integrarlo en un sistema de
museos, centros arqueológicos e históricos. No en balde, México posee
la institucionalidad e infraestructura cultural más vasta y centralizada de
América Latina. Si en los años 60, el Museo Nacional de Antropología se
erigió, como ningún otro, como el más representativo de la mexicanidad
–aclara García Canclini–, se debió no tanto al esplendor del edificio que
lo acogía, al tamaño y la diversidad de su colección o al hecho de superar

211
en número de visitantes a los demás museos sino “a la hábil utilización
de recursos arquitectónicos y museográficos para fusionar dos lecturas
del país: la de la ciencia y la del nacionalismo político” (García Canclini,
2001: 170).
Independientemente de cómo operó en este espacio la monumen-
talización para exaltar el valor del patrimonio arcaico (supuestamente
puro y autónomo) o cómo se recortó el referente indígena, lo que me
interesa es señalar que las grandes culturas étnicas se exhibieron como
parte del proyecto moderno que fue la construcción de la nación. El
Museo culminaba este proceso de articulación nacional, uniendo el
pasado grandioso a la modernidad del momento (por las características
de las instalaciones) y la institución estatal ofrecía así el espectáculo de su
historia como base de su unidad y conciencia política.
Pero a finales del siglo XX, este relato del origen y la unidad entra en
crisis, coincidiendo con una significativa reducción del papel del Estado
en la promoción cultural, junto con el declinamiento de otras funciones.
Aunque su presencia se mantiene, sus formas de intervención derivan
hacia el área del patrimonio, las bellas artes, las culturas populares y la
infraestructura, más en su gestión o mediación con el capital, que en su
dirección; cede también en las industrias culturales, que confiere al sector
privado. En esta tendencia va restringiendo su ámbito de actuación a lo
artístico, mientras que deja lo comunicativo a la industria cultural, en un
proceso mediante el cual, como indica Martín Barbero “el Estado se
hace cargo del pasado y deja el futuro a la industria cultural” (Zallo,
1995: 27-28).
En este transcurso, la cultura ganó un papel instrumental en la
política exterior de los años 90 y funcionó como mediación entre lo local
y lo global en el ingreso de México en el Tratado de Libre Comercio,
como un recurso para negociar la identidad en el nuevo ámbito
internacional y forjar la nueva narrativa postnacional, en la línea en la
que Fuentes manejaba la figura de Kahlo. La cultura jugó un
componente importante como discurso-puente en este contexto.
Durante la presidencia de Salinas de Gortari (1988-1994) el discurso
oficial garantizó, paradójicamente, la integración continental con la
preservación nacional, salvaguardando así un pasado propio sin
traicionarlo, como algunas voces críticas auguraban. Para Salinas,
muchos siglos de vigor cultural mantendrían la autonomía de México
cuando éste ascendiera al bloque del Primer Mundo con el TLC: “No
había que temer que la integración debilitara la identidad nacional porque
el legado cultural era tan indestructible como los templos aztecas”,
apunta Georges Yúdice irónicamente al respecto (2002: 49).
La nueva misión de la cultura se explicita en el Plan Nacional de
Desarrollo (1989-1994), en el que se establecen los objetivos y estrategias
generales que se llevarían a cabo durante el sexenio presidencial.

212
Especialmente en el capítulo sobre la “Soberanía, seguridad nacional y
promoción de los intereses de México en el exterior” se consigna que
para hacer de la cultura mexicana uno de los principales elementos de
reafirmación de la identidad nacional y para ampliar la presencia del país
en el mundo, la política exterior deberá “realizar una campaña de
difusión de la cultura mexicana en el ámbito mundial” y así “promover
su imagen en el exterior” (Plan Nacional de Desarrollo, 1989-1994).
Conforme a lo anterior, el Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes proyectó en Estados Unidos, durante 1989 y 1992, una serie de
magnos programas y festivales culturales dedicados a México. Según
Tovar y de Teresa (1994), el CONACULTA realizó más de 800
exposiciones, entre ellas: “Azteca: el mundo de Moctezuma” en la ciudad
de Denver, “Teotilnuacan: ciudad de los dioses”, en San Francisco”,
“Mito y magia en América: la década de 1980” en Monterrey”, “El
mundo de Frida Kahlo” en Houston, etc., todas financiadas en parte con
capital privado o procedente de grandes corporaciones 20. La campaña
publicitaria a gran escala se completó con lecturas de escritores,
conciertos de música en los museos principales y otros espectáculos.
Sirvan como diagnóstico de este lanzamiento las palabras de Cuahtémoc
Medina:
Ante la imposibilidad de fabricar una mitología a partir de los holocaustos del
neoliberalismo, las élites políticas y económicas volvieron los ojos al capital ya
dilapidado, pero siempre disponible, del mexicanismo. Las exhibiciones
internacionales de México: esplendores de treinta siglos y Europalia, la sala de arte
mexica en el British Museum, el colaboracionismo en la entronización esterilizada
del culto de Frida Kahlo y la transformación de las zonas arqueológicas en
prospectos de disneylandias tropicales, ornamentaron el efímero triunfalismo de
la primera mitad de los noventa necesitado de reafirmar el aparato iconográfico
nacional para que sirviera como herramienta de la despiadada internacionalización
[...] Una convivencia fructífera de lo nuevo y lo antiguo, donde la modernidad de
las maquiladoras y la competencia internacional tendría que coincidir con la
herencia de la “grandeza de México”, y frente a la cual cualquier oposición,
aunque fuera la de los idolatrados indígenas, era simplemente una molestia
prescindible (Medina, 1995: 75).

La alusión de Medina a “los esplendores de treinta años” se refiere


una de las exposiciones más exitosas del momento, que tuvo lugar en el
Museo Metropolitano de Nueva York (“México: Esplendores de treinta
siglos”), que concentraba una serie de “obras maestras” en un recorrido
lineal desde la época prehispánica hasta la contemporánea.
El cartel publicitario de esta exhibición se diseñó con el
“Autorretrato con monos” de Kahlo. Jean Franco (1996: 37 y ss)
comenta que esta imagen se reprodujo en todas las carteleras y revistas

20 Véanse más detalles sobre las exposiciones y su financiamiento privado en Herner


(1990).

213
norteamericanas; en los suplementos publicitarios del New Yorker
apareció con la rúbrica “Manhattan será más exótica este otoño”, junto a
un anuncio que insertaba la silueta de esta ciudad, enrojecida por la
prestada incandescencia una puesta de sol tropical. Los nombres de los
avisadores de las compañías, “Aeromex, Bancomex and Mexicana”
aparecían en la esquina inferior.
En el catálogo de la exposición, Octavio Paz afirmaba que un nuevo
México emergía, puente entre los mundos de habla inglesa, hispana y
portuguesa. La imagen de Kahlo enlazaba con esta nueva imagen y su
uso patrimonial (que rememoraba de forma actualizada el componente
indígena de la nación, sin demasiados conflictos) aprovechada tanto
como bien universal como reclamo publicitario:
El retrato de Kahlo actúa como defensor e intercesor de un México nuevo, Un
México cuya retórica nacionalista ha sido modificada, un México que se hace
entendible en tanto exótico, un exotismo representado por una naturaleza
desbordante. Lo exótico y lo natural siempre han sido términos de la relación
desigual entre el centro y las áreas marginalizadas del mundo (Franco, 1996: 43).

Pero el autorretrato de Kahlo no solo funcionó como mediador


“entre el México antiguo y nuevo”, sino que también entre el arte formal
y la hipérbole comercial (Franco, 1996: 43-44), pues la difusión de su
obra artística (patrimonio) vehiculó marketing, turismo e industria sobre
su figura (posters, miniaturas, objetos identificativos, etc.).
Tan solo era el comienzo. Pocos años después, los cuadros de Kahlo
se cotizarían por encima de cualquier artista latinoamericano. Hoy en día,
Frida Kahlo es también una marca comercial, registrada por Frida Kahlo
Corporation, cuya función es vender licencias a corporativos nacionales e
internacionales. A la fecha se ha negociado el uso del nombre para
productos como un tequila, una muñeca, una línea de cosméticos y
prendas de vestir, unas zapatillas deportivas y una colección especial de
corsés con cristales Swarovski.
Un irónico destino de “lo popular” engullido por el mercado, que
“no puede crear vínculos comunitarios solidarios entre sujetos pues
opera anónimamente mediante lógicas de valor que implican
intercambios formales, asociaciones y promesas evanescentes” (Martín
Barbero, 1998: xv).
El ambiguo gesto de poner a circular a Kahlo como “tesoro
artístico” de la nación mexicana, en ciernes de la descomposición de su
imaginario como comunidad territorial, y como reclamo turístico la
mercantiliza mediante la promesa del placer de la diferencia. El cartel de
la exposición de “México: esplendores de treinta siglo” anunciaba todos
los ingredientes de esta promesa: la fauna exuberante de los monos
rodeando el rostro inequívocamente mexicano de Kahlo, su secreto de
mujer –ahora mujer latina– que aguarda lo que en otras ya se perdió, el

214
territorio inexplorado de una naturaleza virgen, etc. Es la nueva versión
del “consumo colonial” donde:
El Otro simultánea y contradictoriamente se vuelve lugar del deseo (el paraíso
tropical, los cuerpos del turismo sexual, frutas extrañas, sociedades supuestamente
perdidas en el tiempo, lugares incontaminados, imágenes de la alteridad para el
disfrute de la imaginación), y lugar de la pesadilla (enfermedades contagiosas,
trabajo infantil, guerras tribales, hambrunas que conducen al capitalismo, dolor,
suciedad, sangre) (Jáuregui, 2008: 590).

Justamente, el anacrónico “artefacto mexicano” que Kahlo lució al


final de su vida y a la que se aferró desesperadamente, que parecía que
no podía ni debía competir con el aura de las estrellas de cine de la época
(Dolores del Río, María Félix), la mantiene viva hasta día de hoy. Una
fantasía etnográfica al más puro gusto de Benetton.

* * *

De icono mexicano a fetiche comercial, las apropiaciones de Kahlo


oscilan entre la máxima banalidad publicitaria y la elevada creación
sublime, en una pugna de sentidos que perfila un cruce conflictivo entre
política y cultura, mercado y arte, industria y creación, modernidad y
tradición. Su funcionalidad ensaya un campo de múltiples mediaciones
en el que operan tanto fuerzas económicas como simbólicas, que
determinan el mundo material mediante modas, gustos y consumos pero
también generan producciones artísticas, identidades colectivas y lugares
de intervención.
Porque la batalla contemporánea sobre su figura no se esgrime solo
en términos patrimoniales o de copyright y no todas sus apropiaciones
reclaman lucro. Lo cierto es que el panorama que he presentado
anteriormente deja fuera ciertos ámbitos: la popularidad de Kahlo entre
la comunidad chicana estadounidense, la deuda que artistas como el
mexicano Nahum Zenil o el japonés Yasumasa Morimura le han
profesado en sus producciones, por no hablar de los cientos de páginas
web que sigue inspirando y que no cesan de ponerla en circulación.
Todas estas manifestaciones vuelven a cruzar conflictivamente
muchos de los aspectos antes comentados y no resultan menos
problemáticas que las revisadas hasta ahora. Por citar otro ejemplo: si el
uso de sus cuadros promovió el comercio exterior y la imagen de
México, así como sus recreaciones indigenistas –más que indígenas–
movilizaron el turismo o grandes firmas internacionales, igualmente ha
servido para activar artesanías populares en distintas zonas de México 21,
con el mismo objetivo pero con un destino a menor escala.

21La investigación de Eli Bartra rastrea este tipo de producciones artesanas en distintas
comunidades indígenas del México actual, incluidas las inspiradas en la figura de Kahlo.

215
En definitiva, la tensión entre la racionalidad formal y la producción
de sentidos, la lógica mercantil y las mediaciones políticas y sociales que
Kahlo personifica no puede localizarse ni en el estatuto de la “alta”
cultura, ni en la dimensión antropológica o masiva de esta 22. En estos
momentos, reducir estas apropiaciones a dispositivos estatales,
mercantiles o tecnológicos no da cuenta de los múltiples sentidos de
relación que se pueden establecer entre “lo cultural de lo político” y “lo
político de lo cultural”. De hecho, la leyenda-Kahlo reúne tanto prácticas
políticas relacionadas con programas y gestión de bienes simbólicos
como luchas de significados y pugnas de representación.
Aunque las intervenciones en estos dos “bandos” resultan
asimétricas, lo más importante es que no se limitan a los usos y apropia-
ciones de Kahlo. Otras manifestaciones contemporáneas descubren la
necesidad de replantear ciertas perspectivas y determinadas dualidades
que siguen rigiendo las formas de abordarlas.
Al comienzo de este capítulo me referí al sentido que en estos
tiempos tiene adquirir souvenirs en los viajes turísticos y, en el caso de
optar por ellos en México (en un gesto un tanto anacrónico),
recomendaba tres: un calendario azteca, una botella de tequila Frida
Kahlo y un llavero con el pasamontañas del Subcomandante Marcos.
Este último fetiche, más reciente pero igualmente cargado de historia,
nos recuerda que no todo México son mariachis o playas de ensueño.
El zapatismo (cuyo levantamiento coincidió precisamente con la
entrada en vigor del TLC) expone resueltamente lo cultural como campo
de luchas políticas, en la esfera de un espacio público difícilmente
catalogable.
Tan solo retomaré tres cuestiones en relación con este movimiento,
como contrapunto de lo planteado. En primer lugar, con respecto a “lo
exótico” como categoría exportada y explotable de América Latina y
como defensa del patrimonio. Ahí, la propuesta zapatista ha logrado
rearticular un sustrato indígena en una dinámica nacional, local y global
que barre dualismos y estereotipos, y no encaja en la categoría de
alteridad pensada como el atraso de lo moderno –hombres de la selva
cuyos comunicados se difunden en la red–, en la línea de un progreso
pensado desde la racionalidad occidental ni en una “lógica de la
diferencia” según la cual toda alteridad resulta excluyente.
En segundo lugar, en relación a la noción de cultura, el trabajo
intelectual del subcomandante Marcos difícilmente puede encuadrarse en
una tradición letrada (que domina pero no lo circunscribe) ni puede
asimilarse a la del profesional de las industrias mediáticas (aunque opera

Véase su libro En busca de las diablas. Sobre arte popular y género, Tava / UAM – X, México,
1994.
22 Véase Yúdice (2002) en relación a esta ampliación de la noción de “cultura” y su

transformación como recurso en la época contemporánea.

216
con ellas) ni deja de emparentarse con el experto de estado o de
academia.
Para terminar, la problemática pero certera, práctica zapatista plantea
cómo lo político desborda la política, al insertar la protesta y la lucha en
el espacio de lo cultural y la vida cotidiana, y generar así un proyecto
reactivador de lazos y comunidad social.
En este sentido, es necesario pensar lo cultural como una lucha entre
significados y representaciones y/o prácticas de actores sociales plurales,
en una red dinámica y compleja en América Latina; plantear e indagar
que toda política cultural implica una política de representación, de
circulación y –por supuesto– de comercialización.

217
5. Si Evita volviera, sería...
5.1. Eva Perón: precursora
A mí se me hace cuento…
Borges

Buenos Aires. Un museo. Una máquina. En La ciudad ausente (1992) de


Ricardo Piglia, una máquina encerrada en un museo, una “máquina de
narrar” no para de contar historias en las que convergen y se
transforman los relatos que circulan por la ciudad. En el núcleo de estas
ficciones, la figura del escritor Macedonio Fernández y su intento por
hacer perdurar el amor más allá de la muerte: “El que ha perdido a su
mujer modela sin tregua una estatua y piensa en ella. Vivir solo o
fabricarse la mujer perdida” (Piglia, 1992: 62).
Narrar es dar vida a esa estatua: narrando su ausencia, ella recupera el
habla. La máquina, como la mujer perdida, es femenina y como las
mujeres, no deja de hablar, incluso cuando mueren sus creadores sigue, a
pesar de que las patrullas han tomado la ciudad, al final de la novela de
Piglia. Sigue narrando, la fábrica es todas las mujeres y es, entonces, Eva
Perón, la Eterna, la perdida (“He sido lo que he sido, una loca argentina
a la que han dejado sola, ahora, abandonada para siempre”, Piglia, 1992:
124). Después, también llegaría la ópera y la película –de La ciudad
ausente–.
Eva Perón como “máquina de fabular” bien podría sumarse a las
numerosas réplicas que de ella circulan. Si en el capítulo anterior
señalaba la proliferación discursiva a la que Frida Kahlo ha dado lugar,
en el caso de la argentina, la maquinaria se dispara, los relatos no cesan,
parecen no agotarse nunca, sin horario de cierre al público: biografías,
novelas, teatro, cine, pintura, espectáculos, ensayo histórico, crítica
literaria, etc. La ingente producción a la que esta figura ha dado lugar
desalienta el propósito de volver a hablar sobre ella, la acumulación
informativa termina por desclasificarla, a pesar del intento ordenador
que cada iniciativa emprende.
De ahí que mejor comenzar constatando esa capacidad de generar
relatos. Al fin y al cabo, las máquinas atraviesan la historia de la literatura
argentina, cruzada con una persistente y polifacética “imaginación
técnica” en la que se moldean ideas de futuro y modernidad en este país.
La excepcional imaginación técnica de Piglia cruza en su laboratorio
la política con la literatura: “la literatura y la política, dos formas

219
antagónicas de hablar de lo que es posible” (1986: 204), en una torsión
en la que me acomodo para volver a hablar de Evita.
En relación al cuento de Rodolfo Walsh, “Esa Mujer” (1965), en el
que un periodista indaga sobre el paradero del cadáver de Evita, Piglia
anota:
Quizá ese movimiento entre el escritor que busca descubrir una verdad borrada y
el Estado que esconde y entierra podría ser un primer signo, un destello apenas,
de las relaciones futuras entre política y literatura. A diferencia de lo que se suele
pensar, la relación entre la literatura –entre la novela, la escritura ficcional– y el
Estado, es una relación de tensión entre dos tipos de narraciones. Podríamos
decir que también el Estado narra, que también el Estado construye ficciones, que
también el Estado manipula ciertas historias. Y, en un sentido, la literatura
construye relatos alternativos, en tensión con ese relato que construye el Estado,
ese tipo de historias que el Estado cuenta y dice (2001: 14).

En el cruce entre literatura y política, Eva se construye primeramente


como una ficción de Estado, que no la coloca en un museo pero la
embalsama –un final posible para la sirena del cuento de Bunge que me
sirve de eje en esta tercera parte de mi exposición–; como en ese relato,
lo que viene después es la disputa sobre su posesión, después de su
muerte. El mismo Piglia reconoce la trascendencia de estos
acontecimientos en su país: “Hay un momento de corte en la historia
política argentina: el derrocamiento de Perón en 1955. El peronismo,
que había sido un gobierno con características complejas –cierto
autoritarismo, cierto culto a las personalidades de Perón y de Eva
Perón–, había dividido a la sociedad en dos”.
Pero antes del golpe militar que destituye a Perón, las
narrativizaciones sobre Evita ya se habían polarizado a partir de esta
división. Por un lado, la versión consagratoria del régimen
(especialmente en lo referido a su enfermedad y muerte); por el otro –y
desde la publicación en 1952 en Montevideo del texto de Rodolfo
Ghioldi El mito de Eva Duarte– la del antiperonismo, que se concentró en
la representación de Eva como una figura central del despotismo de este
gobierno1.
A menudo se ha considerado que las figuraciones literarias sobre su
figura dibujan el “mapa de la nación” 2, en las numerosas apropiaciones, a

1 Configuran los que se conoce como textos de la “leyenda negra” de Eva (en
contraposición a la “leyenda blanca” que la sacraliza), destinados a destruir el “mito
oficial”, a los que más adelante haré referencia, frente a la “leyenda roja” con la que a
menudo se designa la recuperación en los años 70 de su figura revolucionaria.
2 La consagración del cuerpo de Eva como cuerpo de la nación fundamentó una de las

estrategias políticas del peronismo pero sus implicaciones trascienden esta retórica,
especialmente en el momento en que su cadáver se convierte en un “problema de Estado”
en el golpe de Pedro Eugenio Aramburu (1955) y es secuestrado y sepultarlo
clandestinamente en Milán, hasta 1971, cuando el entonces presidente de facto Agustín

220
favor o en contra, que llegan hasta nuestros días y donde pueden
rastrearse, efectivamente, esa historia dividida de la que hablaba Piglia, a
veces de forma reveladora: “hay una manera de ver la política en la
literatura argentina que me parece más interesante y más instructiva que
los trabajos de los llamados analistas políticos, sociólogos, investiga-
dores” (1986: 139).
En esta propuesta de leer la Historia en la ficción se establece una
vaivén textual hacia atrás y hacia adelante, porque en la literatura se
registra tanto el pasado como se presagia el futuro. Siguiendo con el
ejemplo de “Esa mujer” Piglia nota que, a pesar de haber sido escrito
“en una época muy anterior a las decisiones políticas de Walsh, podría
ser leído casi como una alegoría que anticipa la fascinación por el
peronismo. El sentido múltiple cifrado en el cuerpo perdido de Eva
Perón anticipa, quiero decir, las decisiones políticas de Walsh, su
incorporación al peronismo, su conversión al peronismo” (2001: 16).
El relato no solo se anticipa a la vida del escritor. En su capacidad de
hablar de lo que “está por venir”, cuántas veces se ha leído como texto
precursor de otras muchas narraciones y de otros muchos aconteci-
mientos, en los que la “insistencia en el relato de la muerte de Eva
alegoriza los fantasmas de un país y de una cultura que, con sus treinta
mil desaparecidos, aún no ha podido enterrar a sus muertos” (Rosano,
2005: 270). Hacia adelante pero también hacia atrás, porque las
representaciones de Eva referidas a la “leyenda negra” pueden
retrotraerse hasta El matadero (1871) de Esteban Echeverría, otra ficción
de origen de la nación.
Más aún, en el itinerario entre ficción e historia, los relatos confluyen
y hasta se contagian: ¿Cómo volver a pensar en el coronel Koenig sin
soslayar el alcoholismo y la locura que lo caracterizan en el cuento de
Walsh?, ¿cómo obviar alguno de los rumores –no sé si fabulados o no–
que Santa Evita (1995) de Tomás Eloy Martínez incluye en su novela?,
¿no conoció nunca Victoria Ocampo a Eva Perón?
La ficción, por lo tanto, como vía de acceso a la historia, en donde la
imagen de Evita empieza a duplicarse y aún más, una tercera vía que la
triplica: la crítica sobre estas ficciones, otro lugar donde se diseña el
mapa argentino de campos intelectuales. Las disputas se ciernen sobre su
figura pero también sobre las apropiaciones literarias que la proyectan.
Como ejemplo de este inusitado encuentro entre ficción y política baste
recordar el estreno, en 1970, de Eva Perón de Copi (seudónimo de Raúl
Damonte Taborda), en el Théâtre de l‟Epée de Bois de París, en la que
un actor interpreta a Evita. Jorge Monteleone –traductor del texto al
español en el año 2000– relata el éxito de la obra y cómo, en una de las

Lanusse se lo entrega a Perón como parte de una negociación política y como prenda de
paz.

221
representaciones, un comandante argentino ataca la sala y destruye el
decorado; la obra sigue en cartel con custodia policial y se prohíbe su
entrada en Argentina hasta 1984. Por otro lado, en La pasión y la excepción
(2003), Beatriz Sarlo polemiza con la lectura que hacen Jorge
Monteleone y César Aira sobre esta obra, en la que más que una
liberalización erótica y revolucionaria de la imagen de Eva (en relación
con los discursos de la radicalización peronista de los 70), considera que
Copi expone el archivo de mitos antiperonistas de la década del 50.
Desde otra perspectiva, Lidia Santos (1999) considera a Copi y Aira
como “hijos bastardos” de Eva, que rehusaron a aceptar el lado
meramente visible de “la madre” y buscaron captar sus recónditos
deseos y su afán de seducción.
La versión de Copi origina una batalla de apropiación y de sentidos:
un atentado cuando se estrena en París, un debate sobre sus fuentes, una
genealogía de escrituras ilegítimas (¿de qué madre?). Justo en una de las
ficcionalizaciones en la que Eva parece caminar sola, alejada de su
referente, en la que la lógica del simulacro preconizada por Borges llega a
su extremo. Esta Evita travestida, que representa y dirige el espectáculo
de su propia muerte (finge el cáncer), mientras dando voces exige
vestidos y atenciones, tuerce su destino histórico y se adueña de su
cuerpo, se rebela de su uso en el abuso: “ya no es una identidad
individual sino un efecto de instituciones, prácticas y discursos” (Plotnik,
2003: 103). Parodia o infidelidad, el abismo de esta representación la
engulle en círculos concéntricos, en una exagerada escenificación escenificada:
“Evita actúa dentro de “la vida” de la ficción teatral como personaje y
directora de una farsa, y representa una ficción dentro de la ficción”
(Plotnik, 2003: 103). En ese abismo se quema el teatro parisino y se
discute a cuál de todas las Eva pertenece el texto bastardo de Copi.
Hasta este punto de vértigo quería llevar la cadena de los relatos que
la máquina-Evita genera, a este punto en el que las significaciones
escapan de ella misma o se espejean unas en otras, definitivamente
perdida (como en Santa Evita de Tomás Eloy Martínez, 1995) o en otras
ocasiones, el desalojamiento y vaciamiento la vuelven desconocida.
Como en el famoso episodio de “Los Simpsons”, en el que se afirma que
Juan Domingo Perón estaba casado con Madonna.
En su multiplicidad de versiones (ficciones, semblanzas, fotos,
carteles, películas), Eva Perón parece solo aprehensible a través de los
discursos acumulados desde los primeros cuentos de Borges y Walsh
hasta las últimas producciones contemporáneas; en este proceso se
naturaliza el modo en que se ha instalado en el imaginario social y los
mecanismos que la han transformado en relato.
De pronto, la autómata de La ciudad ausente se ha puesto a caminar
¿no tiene freno y nadie la dirige? Ha trascendido la geografía argentina y
circula por todo el planeta, tan eterna como el agua y el aire.

222
* * *

Pero volvamos a nuestra maquinar de fabular. El término “artefacto


cultural” con el que Paola Cortés y Martin Kohan (1998: 7) se refieren a
Eva sirve para evidenciar cómo funciona la articulación entre cuerpo y
política en su caso –igualmente, como vimos, en el de Frida Kahlo–. En
el paso de “persona” a “personaje” y después a mito o icono, las re-
significaciones, codificaciones y derivaciones se ensamblan y se acoplan
en su engranaje: “artefacto”, por lo tanto como artilugio y como artificio,
dispositivo mediador de prácticas y rituales, agente y paciente de su
productividad simbólica.
Como se ha señalado en numerosas ocasiones, esta maquinación
conjuga una secuencia de significantes: Eva María Ibarguren, Eva María
Duarte, Eva Duarte, María Eva Duarte de Perón, Eva Perón, Evita; cada
nombre contiene una escena con aposiciones y variaciones conocidas
(jefa espiritual de la Nación, compañera, Santa, señora presidenta, señora
de la Esperanza, militante, revolucionaria), cuya curva expansiva cada
vez se amplía más: “Pero quién es la mujer que sirve de anclaje al
artefacto cultural “Evita” porque es obvio que todos los textos parten
del personaje histórico” (Soria, 2005: 20).
En la necesaria articulación entre cuerpo y política, para que Evita
circule como cuerpo social parece imprescindible su desapropiación
como cuerpo individual, solo la conversión en cuerpo ritualizado puede
ganar su encuentro con la comunidad para activarse como punto focal
de necesidades y deseos políticos.
Junto al calificativo de “artefacto”, “exceso”, “plus” o “fuera de
lugar” son los términos críticos más utilizados para referirse al potencial
generador del icono: “el personaje literario de Eva Perón excede la
relación que pueda existir entre el peronismo y esas polaridades binarias.
La Eva Perón literaria es mucho más que eso, y ese “mucho más” es un
exceso determinado por el género sexual donde su cuerpo, cuerpo
femenino, se convierte en signo de diversas significaciones” (Plotnik;
2003, 13). Efectivamente, no se puede soslayar que sea una mujer. Un
exceso del orden de lo monstruoso, como falta de humanidad, tanto en
la acepción “bárbara” como “milagrosa” (prostituta / madre) guían esta
fiera dimensión femenina.
Por último, la insistencia con que la literatura argentina ha
tematizado al cuerpo de Evita y ha restituido, de alguna manera, su
ausencia “constituye una forma de matarla de nuevo e impedir su
retorno pero al mismo tiempo es una manera de invocarla” (Plotnik;
2003, 22), una manera de completar un trabajo de duelo, interrumpido

223
primero por los efectos de la monumentalización del cadáver, luego por
su desaparición y posteriormente sus querellas3.
En los siguientes apartados, seguiré un trazado muy cercano a los
anteriores capítulos. Las preguntas en torno a las figuraciones de Eva
son las mismas que formule con respecto a Gertrudis Gómez de
Avellaneda y Frida Kahlo, alrededor de su emblematización ideológica y
estética al servicio de proyectos nacionalistas, en el cruce de la lógica
estatal y la industria cultural; de las apropiaciones y versiones que
exorcizan su potencial significativo; de las implicaciones de su
fetichización como mercancía, etc. Para ello, partiré de las estrategias con
las que se presentó Eva Perón en vida, mediante el comentario de
fotografías de archivo y de las representaciones que su supuesta
autobiografía moviliza, en una articulación entre cuerpo y política
fundada en la entrega amorosa, que tan valiosa resultaría en la dinámica
populista del gobierno de Perón. Por último detallaré cómo esta
apelación popular se adelgaza emocionalmente en la circulación global
de Eva y como marca registrada de consumo cultural.
Ya es un tópico recordar que la vuelta de Eva fue anunciada por ella
misma: “Volveré y seré millones”, en la promesa de un regreso
incesante, en previsión de su inmortalización. “Si Evita volviera, sería…”
alguna otra, algo más, una nueva codificación cultural.

5.2. La efusión pasional

Yo no entiendo los términos medios ni las cosas


equilibradas. Yo sólo reconozco dos palabras como hijas
predilectas de mi corazón: el odio y el amor. Nunca sé
cuándo odio ni cuándo estoy amando.
Eva Perón

La irrupción de Eva en la vida política se inscribe, como vimos en


Gómez de Avellaneda y Frida Kahlo, en un momento fundacional, en el
que el peronismo sella un proyecto de construcción de la nación
argentina en el horizonte de los procesos modernizadores, una
formación cultural más allá de la esfera política y económica, que
convoca un imaginario social en el que la figura de Eva juega un papel
protagónico.
Si en las autorrepresentaciones de la escritura de Gómez Avellaneda
proponía salvar, no el dato anecdótico de la vida sino la inscripción de
un deseo: el de ser escritora a toda costa (en el conflicto entre el “deber
ser” y el “querer ser”); si, igualmente, en las fotografías y el diario de
Kahlo tanteaba su dimensión deseante, la mediación política en la

3También el embalsamamiento actualiza el mito de la “bella durmiente” (Rocca y Kohan:


1998: 67) o condensa metafóricamente el ejercicio de la biopolítica contemporánea.

224
promoción de Eva enreda el señuelo 4. ¿Dónde queda ella en su
autobiografía, en sus numerosas fotografías, en sus discursos, o más bien
qué queda de ella? Por de pronto, un gesto histriónico se advierte en la
puesta en escena de estas mujeres en su manera de integrarse a circuitos
artísticos, intelectuales o políticos. En Gómez de Avellaneda, este envite
se percibe en el cuidado de las apariencias, en su tono trágico, en el
empuje que compone la autoría como personaje romántico; en Kahlo, el
exhibicionismo descuella entre lo mostrado y lo ocultado. Notamos el
mismo guiño en otras mujeres artistas y escritoras, igualmente
atravesadas por la imitación de sí mismas y prendidas de la seducción
que provoca “darse a ver”5, que cabe suponer que Eva Perón acogió de
buen grado, más que autorrepresentación en su caso, sobreactuación.
El ingreso a la esfera pública de estas mujeres impone una performance,
del género y de la profesión, si es que pueden deslindarse y de ahí la
segunda cuestión: estas figuraciones funcionan, lo he advertido en
numerosas ocasiones, como un escudo protector y a la vez, de máscara
de alarde6. Pero es preciso que la máscara se ajuste al rostro, que la
identificación se acomode en la identidad, que guarde un parecido, para
optar de entre toda la gama de posibilidades por una y no otra. El perfil
adusto y severo de Gabriela Mistral difícilmente se hubiera solazado en
el aniñamiento perverso por el se inclina de Delmira Agustini, por poner
un ejemplo.
Las trazas que luego detallaré alrededor del retrato de Eva en
fotografías y discursos tientan la intensidad de quien pone el cuerpo en
esta empresa, ampliada y potenciada por el aparato propagandístico que
hizo de su imagen un culto. Beatriz Sarlo insiste en la “excepcionalidad”
que hizo de Evita una figura “única” y aunque localiza esa
excepcionalidad en un “fuera de lugar” –que más adelante retomaré–,
quizás la asociación entre “excepcionalidad” y “fuera de lugar” diluye la

4 La Subsecretaría de Informaciones de los dos primeros gobiernos de Perón (1945/52,


1952/55) concentró una campaña de promoción alrededor en varios frentes: la profusión
de fotografías que diariamente aparecían en los periódicos oficialistas como Mundo
Peronista, Democracia y La Causa Peronista, las imágenes de Perón y Evita en los libros de
lectura obligatoria en el sistema educativo, las innumerables pancartas y folletos que se
distribuían en cada uno de los actos multitudinarios en los que participaban y la presencia
constante en los medios masivos como la radio y el cine (los noticieros de Sucesos Argentinos,
por ejemplo, que se emitían antes de cada película).
5 Pienso en Delmira Agustini, por ejemplo, y su reclamo como “nena” o “mujer frágil”, en

donde una “teatralizada esfinge posa y enamora (o enamora a través de sus poses, mientras
escribe la “verdad” de (su ser) un enigma” (Cróquer, 2000: 20). Es este “darse a ver” que
atiende este capítulo dedicado a Eva Perón y no tanto las numerosas actualizaciones
literarias de su figura, que dejaré en un segundo plano del análisis.
6 Es una cuestión que vengo planteando de páginas atrás y que se relaciona con la imagen

profesional que estas mujeres adoptan. Véase el apartado titulado “Hacerse pasar por
mujer (escritora)” en la segunda parte de este libro. La consideración como “máscara” y
“escudo” está tomada de Molloy (1996: 93).

225
diferencia entre “excepción” y “singularidad”, deslizando la circunstancia
de la salvedad a la cualidad de lo extraordinario. De todas maneras,
cuando Sarlo se pregunta de dónde le viene a Eva la fuerza de esta
excepcionalidad reconoce que esta no procede solo de la irradiación de
las cualidades que poseía, ni de las que se le atribuyeron como esposa del
Presidente, ni de la coyuntura particular del peronismo, más bien de la
combinación inusitada de todas ellas:
Su excepcionalidad no se mantiene sólo por la belleza, ni por la inteligencia, ni
por las ideas, ni por la capacidad política, ni siquiera por su origen de clase, ni su
historia de aldeana humillada que se toma revancha cuando ha llegado arriba. Hay
algo de todo esto: Eva sería entonces una suma donde cada uno de los elementos
son relativamente comunes, pero que se convierten, todos juntos, en una
combinación desconocida, perfectamente adecuada para construir un personaje
para un escenario también nuevo, como lo era la política de masas en la posguerra
(Sarlo, 2003: 230).

Pero con respecto a las máscaras, con respecto a la gama de


posibilidades a las que antes me refería, incluso a los clisés por los que
Eva opta, Sarlo apunta con claridad su elección: “la efusión pasional”.
Más allá de las que su figura provocara, este énfasis da estilo a su
presentación pública, la diferencia y la radicaliza.
En la intensidad, en la afectación, en la grandilocuencia, en la
vehemencia… en la pasión se deja ver Evita y como una elección
forzada, esta pasión caracteriza su acción. Pasión del ser, no pasión del
alma: “la recusación de la oposición entre afecto y representación o,
entre cognición y afectividad”. Pasiones del ser que son “pasiones de la
relación con el Otro. El amor, el odio y la indiferencia tienen que ver
con la relación con el Otro, no son pasiones del sujeto en relación con
su propia alma” (Laurent, 2003: 9)7.
La misma falta en ser determina la pasión del ser. Cuando esa
carencia frenética de por sí, se redobla en la apariencia del no ser (“ni mi
vida ni mi corazón me pertenecen y nada de todo lo que soy o tengo es
mío. Todo lo que soy, todo lo que tengo, todo lo que pienso y todo lo
que siento es de Perón” se lee al comienzo de La razón de mi vida), la
pasión –ese afecto estructural del ser– se actúa en la pasión amorosa y en
su pendiente más imaginaria se instala la potencia yoica. Esta exaltación
es la cualidad del sujeto apasionado (amarrado, jubiloso, derrotado,
triunfante) y en esa línea puede leerse la hipótesis de Sarlo:

7Pasiones que Sonia Mattalía define igualmente como “modulaciones del sujeto, situadas
en el nudo en el que habita el humano entre su carencia de ser y el llamado al Otro para
colmar lo que no tiene” (Mattalía, 2003: 48) y a partir de las que perfila lugares de
enunciación y representación de la subjetividad de las mujeres en distintos momentos de la
cultura latinoamericana.

226
Poco importa si Eva se pensaba excepcional. Sin duda se pensaba muy poderosa,
ya que las necesidades y privaciones de su vida anterior le habían enseñado a
distinguir los atributos que posee el poder. Lo que importa (porque ello se
prolonga en su estela post morten) es que estaba dirigida por una pasión y que su
aceptación de este impulso era voluntario y al mismo tiempo irrenunciable. Eva se
somete a esa pasión y, en consecuencia, nunca la considera excesiva (Sarlo, 2003:
231).

De no sonar demasiado magnificante, podríamos afirmar que la


leyenda pasional, como en el caso de Kahlo, comienza por ella misma.

5.3. No sabemos lo que puede un cuerpo


La fotografía sirve como primer soporte visual de esta escena de entrega
amorosa, que en su llamado al Otro (Perón, partido, patria), confiere
consistencia en la medida que Eva la pierde. El recorrido que en este
archivo de imágenes se dibuja desde los primeros años de su vida hasta
el ascenso emblemático como cuerpo político ha sido descrito con
detalle por la crítica. Me limitaré a retomar, por lo tanto, los aspectos
más significativos que sobre esta cuestión se han planteado.
En el proceso de mediatización pública, “cuerpo y estilo se vuelven
elementos significativos dentro de un programa político” (Cortés y
Kohan, 1998: 13); la inocencia y fragilidad de las primeras fotos de Eva
como actriz dejan paso a la sofisticación y el enigma de las tomas de su
viaje a Europa en 1947 (Cortés y Kohan, 1998: 22-7). Esta circunstancia
estampa un punto culminante en su construcción de primera dama,
primero como señora “de” Perón hasta la formidable ostentación que
despliega durante este viaje, en representación del esposo-presidente;
formidable y escandalosa para las costumbres de la época:
Ninguna esposa de presidente se había sometido hasta ese momento a la
exposición pública de la que a las claras Evita disfrutaba mucho. Comienza
entonces la construcción de su cuerpo de primera dama, a partir de la extrema
importancia que le otorga a los vestidos, joyas y peinados. Se tiñe el pelo de rubio,
y empieza a visitar las tres casas de alta costura de la época, frecuentadas hasta ese
momento por las damas de la oligarquía porteña, como Henriette, Paula Naletoff
y Bernarda. [...] Después de su consagratorio viaje a Europa, en 1947, Eva se hace
llevar a Buenos Aires diseños de Christian Dior que llegan directamente desde
París. Los vestidos se trasladaban desde Europa en un maniquí y viajaban en las
bodegas de los barcos o en compartimentos especiales de los aviones de
Aerolíneas Argentinas. Es la época en que Evita descalificaba las mordaces
críticas de sus opositores por el extraordinario gasto en ropas y joyas, al afirmar:
“Yo quiero estar linda para mis grasitas” (Rosano, 2005: 82-3).

Este cuerpo investido de derroche y opulencia luce junto al marido,


solo puede brillar como adorno, pero se destaca en su restringido papel
de acompañante de lujo, en este primer momento. A la par, el exceso no
solo afirma el ritual del poder en su traje de ceremonia (forma visible de
un nuevo Estado retratado en su esplendor), sino que en él personifica la

227
promesa política del bienestar y la riqueza: “la abundancia real de los
atuendos ceremoniales de un estado de abundancia” (Sarlo, 2003: 95).
La escena del retrato del poder esplendoroso se completa con la otra
cara de la moneda, la del poder en la vida privada. Reportajes y artículos
de semanarios muestran la vida doméstica de la pareja, se entrometen en
los rincones de la casa, captan el aparente gesto distraído de descolgar el
teléfono o de leer una revista o de emprender una canción al piano –un
toque de distinción en el ámbito hogareño–. La mirada que se dirige al
objetivo de la cámara o la rigidez corporal traicionan la naturalidad con
la que estas instantáneas comercian pero lo que en ellas se exhibe (la
falsa intimidad, las puertas abiertas, la intromisión del ojo que mira)
acercan lo que las anteriores distanciaban, aunque entre líneas se percibe
que este poder no deja de posar ni en la vida cotidiana8.
Unas y otras fotografías contribuyeron a cimentar un lugar aurático
para Eva Perón en la cultura argentina, su cuerpo “autentifica” por su
sola presencia ese nuevo Estado; al inscribirlo en la esfera pública
empieza a asociarse metonímicamente con el de cuerpo de la nación. En
ellas, tanto como en las que se mostraba como artista, posa, sin duda y
en el posado acepta ser mirada, instruye cómo quiere ser vista y circula,
se publicita, empieza a consumirse, se desgasta en la acumulación.
Rosano (2005) recalca el enorme y definitivo impacto de la industria
cultural en el peronismo y explica estas sucesivas transformaciones de
Eva como una búsqueda por alcanzar una imagen que permita,
efectivamente, producir el mayor efecto de identificación en el
espectador:
Sin lugar a dudas las innumerables Evas retratadas en revistas de cine y radio, en
periódicos, pancartas, afiches, panfletos y libros coadyuvaron en el proceso de
borrar las fronteras entre lo público y lo privado y contribuyeron a expandir los
límites del peronismo en cuanto estructura de sentimiento. Se puede pensar
entonces que la distribución cotidiana que el aparato peronista realizó de las fotos
de Eva actuó como un refuerzo de los contenidos populistas. La multiplicación de
imágenes logró hacer efectivo el proceso de interpelación democrática a partir de
su expresividad (Rosano, 2005: 95-6).

Una vez afirmado el liderazgo político (sin dejar de ser esposa “de”
ni abandonar la distinción), la vestimenta se torna más sobria (rodete,
traje chaqueta), el énfasis se desplaza a los gestos (mano en alto, brazos
extendidos, ceño discursivo), cambia el estilo pero no la actuación. Pero
lo más destacable de todo este proceso es cómo el carácter actorial se va
reubicando de una secuencia a otra. Aunque Sarlo insiste en que Eva “no
fue una actriz hecha política” cabe recuperar este carácter en su

8 Véase el artículo aparecido en revista Do Globo, “Eva Duarte de Perón” (1949) en


http://members.fortunecity.com/evita2/ así como las numerosas fotografías que se
recogen en el archivo de esta dirección [consultado 15-12-08].

228
dimensión escénica, no como un modo de adoptar un papel u otro con
facilidad sino como un “jugar a ser” (a ser un único papel, semblante),
como pose: “la pose dice que se es algo, pero decir que se es algo es
posar, es decir, no serlo” (Molloy, 1994: 134), la representación de la
apariencia primero fastuosa, luego activa y enérgica.
Si según Sarlo “sus cualidades, insuficientes en una escena (la
artística) se volvían excepcionales en otra escena (la política)”, le faltaban
cualidades pero no vocación para actuar y si “lo que era insuficiente o
inadecuado en el mundo del espectáculo valió como una posesión rara y
sorprendente en el mundo de la política” (Sarlo, 2003: 24), lo que no
tenía como actriz (cierta belleza o cierto cuerpo o cierto gesto) emerge
como valor en esa otra escena, “fuera de lugar” pero de lugar a lugar: la
falta brilla primero como adorno luego se dispensa como cualidad.

* * *

Un detalle faltaba en esta construcción. Un documento escrito que


autentificara la ofrenda del cuerpo que conquistaban las imágenes,
particularmente las de la última época de la acción política de Eva; una
representación más que vehiculara los sucesos registrados a las palabras
(como la leyenda que acompaña a las fotografías); más allá de los
discursos políticos, faltaba un relato para convertirlos en vida.
La autobiografía de Eva supone un agregado más para naturalizar
este artificio (“Mi vida es una prueba de todo lo que he dicho”) y prueba
hasta dónde una biografía escrita puede planear una vida, puede torcerla
aún después de vivida: si el nombre se pudo adulterar en la partida de
nacimiento (según atestiguan biógrafos), el acta de vida no resultara
menos reversible.
Como indica Nora Domínguez, la importancia de La razón de mi vida
(1951)9 radica en que deviene “el lugar donde la entrada a la política
cuenta y se cuenta como una nueva vida, como un quiebre instaurador
de imágenes y discursividades. El tiempo espacio en el que se construye
una retórica, porque el relato aún no devino mito sino que revela al mito

9 Aunque los datos varían, Domínguez consigna como fecha de composición la de 1947 y
su publicación poco antes del fallecimiento de Eva (1951). Rubricado por su firma, el texto
fue redactado por el periodista español Manuel Penella de Silva. Sin entrar en problemas de
atribución de autoría, tomo esta biografía como guión acordado por ambas partes. Más
tarde, en el segundo gobierno de Perón, se decreta como texto de lectura obligatoria en
todas las escuelas argentinas.
Entre paréntesis podríamos anotar cómo vuelve, en este contexto la “autobiografía por
mandato” planteada en la primera parte de este libro, aunque en una escena inversa: quien
toma el encargo no escribe su vida sino la de Evita pero en ambos contextos, la vida de
quien escribe está en juego.

229
posterior como una de las posibles derivas del nacimiento simbólico”
(2004: 154).
Para este nacimiento simbólico (antes del mito), el relato de vida
funda una ficción de origen, borrando la ilegitimidad familiar del
nacimiento para salvarla en aquellos que Eva defiende e instaurando la
impronta peronista en su genealogía (innata, natural, congénita). En
consecuencia, esta biografía contiene escasas anécdotas de la infancia,
tan solo que esta causa que defiende le viene de cuna:
He tenido que remontarme hacia atrás en el curso de mi vida para hallar la
primera razón de todo lo que ahora me está ocurriendo. Tal vez haya dicho mal
diciendo “la primera razón” porque la verdad es que siempre he actuado en mi
vida más bien impulsada y guiada por mis sentimientos. [...].Para explicar mi vida
de hoy, es decir lo que ahora hago, de acuerdo con lo que mi alma siente, tuve que
ir a buscar, en mis primeros años, los primeros sentimientos que hacen razonable,
o por lo menos explicable, todo lo que es para mis supercríticos un
“incomprensible sacrificio” que para mí, ni es sacrificio, ni es incomprensible. He
hallado en mi corazón, un sentimiento fundamental que domina desde allí, en
forma total, mi espíritu y mi vida: ese sentimiento es mi indignación frente a la
injusticia (Perón, 1951: 13).

La razón como causa, la razón como sentimiento, en la retórica


amorosa se enreda el sacrificio, que se expande en su llamado:
No sabría decir qué amo más: si a Perón o a su causa; que para mí, todo es una
sola cosa, todo es un solo amor y cuando digo en mis discursos y en mis
conversaciones que la causa de Perón es la causa del pueblo, y que Perón es la
Patria y es el pueblo, no hago sino dar la prueba de que todo, en mi vida, está
sellado por un solo amor (Perón, 1951: 51).

Si en la fotografía se ofrendaba el cuerpo, en la biografía se renuncia


a la vida, al servicio del destino prefigurado en el origen, la vida como
razón de estado, cumpliendo la máxima de Paul de Man al pie de la letra:
la autobiografía como epitafio, testamento para generaciones venideras,
“legado simbólico-político que guarda las decisiones de una vida
mientras el cuerpo espera la muerte” (Domínguez, 2004: 163-4). En este
contexto, en el que como indica Domínguez “aún no devino mito sino
que revela al mito posterior”, el cuerpo ya es patria.
Aunque las figuraciones de este relato de vida se conciben
funcionalmente para su difusión como propaganda, en ellas se negocia
una transacción: Eva se reconoce como hija de Perón a cambio de ganar
la maternidad simbólica de los descamisados10, lo cual no solo la instala

10 En un trabajo posterior al citado, Nora Domínguez retoma esta cuestión y describe el


entramado simbólico de maternidad y política mediante el cual “una voz que se reconoce
como hija puede volverse madre” (2007: 298) en La razón. El nacimiento simbólico que el
texto registra –apunta Domínguez– no solo produce un viraje fundamental en la vida de
Eva sino que influye en las acciones y prácticas políticas que se derivan de este cambio y

230
como mediadora sino que le permite el protagonismo suficiente para no
opacar al presidente ni competir con el marido. Entre paréntesis: ahí
ocupa el lugar de la madre en un Estado paternalista y le sirve en bandeja
el niño asado a Marie Langer.
A pesar de que este protagonismo se gana a costa de la feminización
de su labor dirigente (en el reparto de funciones) y las mistificación de la
maternidad, debe considerarse la novedad de esta fórmula de acceso a la
esfera pública en el escenario político argentino del momento, en el
cruce conflictivo pero persistente entre lo público y lo privado, la política
y la vida, el género y los procesos modernizadores.
Pero quizás, lo más convulsivo de este documento de vida no se lidie
en este terreno sino en la torsión de su narrativa amorosa. El triángulo
Eva, Perón y pueblo tiene estructura de folletín pero precisamente, este
código hace posible que el mensaje sea leído por un público que
desborda los límites de las élites dirigentes –el libro se convirtió en un
best seller–. Esta retórica comunicable y exitosa potencia los mecanismos
de identificación popular, como ha puntuado Rosano, mediante una
particular hibridación: las lógicas de representación del Estado se tiñeron
con las de la industria cultural y adquirieron el formato melodra-
mático11. Este formato interpelaba a nuevos sujetos sociales excluidos
hasta el momento de la arena política, Eva no solo habla en su lenguaje
sino que “los” habla a partir de él. En concordancia con el proyecto de
comunidad organizada (la “nueva Argentina de Perón”), convocaba un
imaginario democratizador de fuerza inusitada, incorporando sectores
que habían estado ausentes del juego político hasta ese momento
(obreros y mujeres, pero también niños y ancianos); el relato de vida
otorga un rostro y un cuerpo (el de Eva) que religa la forma de ver el
mundo, de sentirlo y expresarlo, los deseos y carencias íntimas de esos
sectores con el proyecto político que difundía.
En el reparto de funciones entre Perón y Eva, ella moviliza
“sentimientos no ideas” apunta Sarlo. Para él queda reservado el
llamamiento a la fuerza productiva del trabajo, la implementación de
reformas económicas, la “doctrina” dura de la causa. Pero Eva no solo
moviliza sentimientos sino que corrige estos valores materiales, los
recubre de vínculos experienciales, de pareja, de familia, de fidelidad,
repara la fragmentación social inherente al proceso de industrialización y

que impactan fundamentalmente sobre los derechos de ciudadanía e incluso en la forma de


pensar e imaginar las relaciones posibles entre mujeres y Estado.
11 Tomo la noción de melodrama de Martín Barbero (1987) y coincido con Susana Rosano

en su importancia como acercamiento, no solo a las estrategias planteadas en La razón de mi


vida sino a la articulación entre peronismo e industrias culturales que lo conforman como
“estructura de sentimiento”. En este sentido, es importante tener presente que el término
alude a “una relación mucho más compleja que el melodrama entendido como género: lo
melodramático como noción de búsqueda para pensar zonas anacrónicas en que se
negocian conflictos sociales” (Herlinghaus, 2003: 467).

231
al aislamiento de la vida urbana masificada; con su desborde sentimental,
excesivo y gratuito, contradice la “economía” del orden, del trabajo y la
contención.
En ese sentido, me interesa destacar que la reconstrucción de la vida
de Eva en La razón vehicula no solo una interpelación popular (en un
efecto de espejo) sino que cristaliza el peronismo como “historia de
amor”. En palabras de Rosano: “amor y política pasan a ser un discurso
posible en el populismo”, “Ella convierte el consenso en una historia de
amor nacional, y de esta manera su estrategia contribuye a la
consolidación y al acrecentamiento de un capital cultural propio en los
sectores populares” (Rosano, 2005: 58-9).
De alguna manera, de esta retórica amorosa que “melodramatizó” la
política emana su alcance democratizador, con todo el empuje de
contradicciones, expectativas, desgarros y anacronismos que conlleva
incorporar un discurso amoroso como antítesis de la racionalidad
política. En ese cruce de afectos y funciones, de lo privado y lo público,
de lo social y lo político, del cuerpo y la comunidad, del deseo y la acción
en donde Eva se compone, se actualiza “la cultura política” del
peronismo:
Probablemente, el legado más importante del peronismo, además de un poderoso
movimiento sindical, haya sido una nueva cultura política. Las percepciones sobre
el rol del Estado, las relaciones entre el Estado y la sociedad, el papel de las
instituciones políticas; el concepto mismo de lo que significa ser un ciudadano y la
manera en que los diferentes sectores sociales son vistos y su lugar en la sociedad
fueron modificados profundamente a partir de la experiencia peronista (Rosano,
2005: 64).

Más allá de lo reaccionario de los contenidos y de los esquematismos


de la forma, Eva se inscribe en ese movimiento poniendo cuerpo y voz a
la “identidad nacional”, diría Martín Barbero: “va a conectar con el hambre de
las masas por hacerse visibles socialmente [...] con todas las mistificaciones y los
chauvinismos que ahí se alientan, pero también con lo vital que resultaría
esa identidad para unas masas urbanas que a través de ella amenguan el
impacto de los choques culturales y por primera vez conciben el país a su
imagen” (1987: 181).
Es por ello que la puesta en escena de la pasión de Eva –recuérdese,
pasión: afecto del ser; puesta en escena: juego a ser– desata las tres
pasiones fundamentales: amor, odio e ignorancia 12, en el tú a tú que

12 Como ya he apuntado en nota anterior, para un desarrollo de las pasiones del ser como
afectos “que lo hacen sufrir pero también lo movilizan” véase Mattalía (2003: 33-68), que
las precisa en su lugar constitutivo: “Los sistemas de referencia –lo real, lo simbólico y lo
imaginario– se sitúan en la dimensión del ser y las pasiones son sus vías de realización” (51)
y cita a Lacan: “Sólo en la dimensión del ser, y no en la de lo real, pueden inscribirse las
tres pasiones fundamentales: en la unión entre lo simbólico y lo imaginario esa ruptura, esa
arista que se llama amor; en la unión entre lo imaginario y lo real, el odio; en la unión entre

232
clama. De ahí los atributos extremos que conquista: madre, puta, santa,
demonio, hada… todos conjugados en femenino.

5.4. EL efecto balcón y el síntoma Evita


Junto a los atributos más extremos que me servían para cerrar el
apartado anterior, otra serie en relación a Eva se repite como una jerga:
muñeca, doble, simulacro, fantasma, todos ellos requeridos por la
“pasión” que la activa y que ella activa a su alrededor.
Debemos a Borges la primera constatación del carácter escénico del
peronismo y de su potencial movilizador. Antes de escribir su cuento
“El simulacro” –ya se sabe, el espejo y la cópula son abominables–
suscribió: “De un mundo de individuos hemos pasado a un mundo de
símbolos aún más apasionado que aquél; ya la discordia no es entre
partidarios y opositores del dictador; sino entre partidarios y opositores a
una efigie y un nombre”13.
Nudo de símbolos “aún más apasionado”: al comienzo de este
capítulo destacaba cómo se multiplicaban las representaciones de Eva
hasta trascender la geografía argentina y hasta desmaterializarla; también
cómo estas representaciones originaban disputas, filiaciones, debates de
apropiación (“Esa mujer es mía” repite el Coronel Koenig al final del
relato de Rodolfo Walsh); partidarios y opositores, como avanza Borges,
“a una efigie y un nombre”.
Santa Evita (1995), de Tomás Eloy Martínez constata la repetición y
asume el mandato borgeano: “El pasado vuelve siempre, las pasiones
vuelven” dice en su novela (1995: 243) y se alista en esta sucesión en
cadena de las representaciones de Eva. Si en su novela anterior la
ficcionalización giraba en torno a Perón, Santa Evita la contiene y
contiene las anteriores de otros autores (Borges, Walsh, Onetti, Viñas,
etc.) y las anteriores de las anteriores (testimonios, documentos,
materiales dispersos, etc.) hasta disolver el origen, porque es imposible
discriminar la historia del mito (imposible narrar ese “sol líquido” apunta
el narrador), porque de él viene y hacia él va, suspendida en el aire:
Iba a contarla tal como la había soñado: como una mariposa que batía hacia
adelante las alas de su muerte mientras las de su vida volaban hacia atrás. La
mariposa estaba suspendida siempre en el mismo punto del aire y por eso yo
tampoco me movía. Hasta que descubrí el truco. No había que preguntarse cómo
uno vuela o para qué vuela, sino ponerse simplemente a volar (Martínez, 1995:
78).

lo real y lo simbólico, la ignorancia” (Jacques Lacan, Los escritos técnicos de Freud (1953-1954),
Seminario I, Barcelona, Paidós, 1981, p. 392).
13 La cita corresponde al artículo de Borges “L‟illusion Comique”, publicado en Sur, nº 237,

Buenos Aires, Noviembre y Diciembre de 1955; reproducido en Cuadernos Hispanoame-


icanos, nº 537, Madrid, 1995, pp. 23 y 24.

233
Santa Evita reúne la biblioteca-Evita. Aunque no oculte las costuras
de su construcción y con ellas asomen todas las anteriores, el relato
emplaza definitivamente al personaje en el panteón de la letra, donde
parece que siempre habitó, esta vez es santa porque redunda en ella:
“contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato” (1995: 62).
Con esta novela y otras obras recientes sobre Eva se produce un
efecto de producción en serie, una progresión de dobles que delatan su
condición de simulacro pero participan de él, porque al resaltar el
artificio de la representación se descuida la mediación que operó en su
producción, no se involucra –valga la redundancia– ni a sus productores
ni al producto, en la fatal venganza de Borges: Eva tampoco es Eva, una
muñeca no es menos Eva que Eva.
Me interesa ahora deslindar dos cuestiones: por un lado, constatar
algunos efectos de la “representación” promovida por el peronismo (que
detallé en el apartado anterior), para localizar en su circulación el
potencial de significaciones y pasiones que brinda hasta hoy, y cómo este
carácter escénico se adelgaza en el espectáculo de la película Evita (1996)
de Alan Parker; concluiré destacando algunas de las implicaciones que
conlleva el “gasto” de la repetición de Eva.

* * *

A partir del cruce entre política peronista e industria cultural


observamos, en páginas anteriores, la emblematización de Eva como
cuerpo nacional, en un trayecto que la mercantiliza necesariamente para
diferirla en lo social, compartirla y entronizarla. Sentencia Beasley-
Murray al respecto: “Evita fue sacrificada para y en el Estado, pero ahora
todos podemos ser Evita” (2002: 56).
La ofrenda inicial cumple el requisito de dar cuerpo a este programa
político, en un proceso parejo de descarnación y encarnación. Prueba de
ello es el equipo que precisa esta puesta en escena y que interviene en el
“cuerpo-imagen” de Eva: peluqueros, sastres, fotógrafos, biógrafos,
marido, partido, embalsamador, etc., todos la participan y la intermedian
(representantes de su representación autorizada), en una voluntad
compartida que, entre otras empresas, esconde el artificio al que
contribuyen. Posteriormente, el testimonio de estos colaboradores (a
menudo, testimonio escrito) se sumará como una parte más a las
numerosas re-producciones de esta figura.
Como ya señalé, las apariciones públicas de Eva contribuyen a
cimentar su lugar aurático en el contexto político del momento; a la vez,
el aura que la instala, en su transmisión y propagación, corresponde al
equivalente del carácter de fetiche que el valor de cambio imprime a la
mercancía. En su difusión mediática no solo la imagen se pone en
circulación sino que en ella se incarnan valores libidinales: ese cruce

234
entre lo político y lo sexual que tantos relatos cuentan (“Ella” de Onetti,
“La señora muera” de Viñas, por no volver a citar a Walsh).
Es precisamente esta circulación la que la inviste de “poder
sobrenatural” (milagroso o demoníaco), la que la trueca en objeto
fascinante que acaba ganado y sustituido por lo que no llevaba. Así se
constituye como lugar de intercambio, depositaria de deseos y duelos
que la trascienden como personaje histórico, desadueñada de ella misma
y sus productores.
En este proceso de fetichización se superponen distintos valores:
involucra un intercambio pero también emplazar una cosa en lugar de
otra (ese “fuera de lugar” de Sarlo), un sustituto como huella de una
ausencia. Baudrillard nos recuerda la densidad semántica del término
“fetiche” a partir de su etimología:
El término “fetiche”, que remite hoy a una fuerza, a una propiedad sobrenatural
del objeto y por lo tanto a la misma virtualidad mágica del sujeto, a través de los
esquemas de proyección y de captura, de alienación y de apropiación, ese término
ha sufrido una curiosa distorsión semántica, ya que significaba en su origen
exactamente lo contrario: una fabricación, un artefacto, un trabajo de apariencias y
de signos. Aparecido en Francia en el siglo XVII, procedía del portugués feitiço, que
significa “artificial”, procede a su vez del latín factitius. El sentido de “faire” [hacer]
es, primero, el sentido de “imitar por signos” [...]. De la misma raíz (facio, factitius)
que feitiço, en español: afeitar y afeite, y en el francés “feint” [fingido], el español
hecho, participio del verbo hacer, de donde hechizo, en el sentido de “artificial,
fingido, postizo”. Por doquier aparece el aspecto de “fainctise” [fingimiento], de
disimulo, de engaño, de artificio, en suma de un trabajo cultural de signos en el
origen del status del objeto-fetiche, y por lo tanto también en algo de la
fascinación que ejerce (Baudrillard, 1991: 92).

Signo, afeite y fascinación condensan las matrices de la propagación


de Eva como fetiche, no conviene insistir en ellas para no ausentarla,
pero sí indagar sobre ese “hechizo” porque ahí se encuentra la política
con el psicoanálisis, la cultura y el deseo, la religión y la etnografía, la
economía y la representación. Tampoco es casual que la migración de
este término esté ligada a la crítica de la modernidad.
En su recorte metonímico, el fetiche funciona como defensa
narcisista en la que se opta por la idealización de un fragmento de lo
reprimido, de lo que no se quiere saber pero se toma una parte. Como
un apunte, podríamos encarar por esta vía las monstruosas
representaciones de Eva en estrecha relación con su feminidad o la
pulsión escópica que alimenta su “hacerse ver”.
Sin embargo, me interesa más reconducir el fetichismo en la
dimensión propia del amor: basta pensar que “hechizo” designa a la vez
el medio de una acción mágica como su misteriosa atracción (no siempre
beneficiosa), para reconocer esa ambigua seducción erótica del objeto
fetichizado, a la vez incorpóreo y material, que lo instituye como objeto
de pasión.

235
Si el peronismo vocifera en sus significantes políticos una historia de
enamoramiento (en varios sentidos), una fusión se cierne en este
mensaje, que llama a la entrega en el terreno de lo político. Sin embargo,
en esta fusión incondicional se filtra una amenaza: la de perderse en ella,
la de no encontrarse más como uno, la disolución identitaria, el miedo a
la devoración, una cercanía excesiva de la que es preciso protegerse.
Quisiera poner en relación las ambigüedades y contradicciones que el
uso de este mensaje amoroso jugó en los populismos latinoamericanos,
en especial en el peronismo. Martín Barbero (1987) ha destacado que de
1930 a 1960, el populismo es la estrategia política que marca la lucha en
muchos de los países del continente 14, una estrategia que no se resuelve
planteándola sencillamente como una mera manipulación de la
movilización de las mayorías por parte del Estado. La interpelación a “lo
popular” recogió elementos de esa movilización mayoritaria
(reivindicaciones salariales, derechos de organización, etc.) que
proyectados en la gestión estatal transmitieron un discurso en el que el
trabajador adquiría estatus de ciudadano, en una sociedad-formación
nacional:
De ahí con toda su ambigüedad la eficacia de la apelación a las tradiciones
populares y a la construcción de una cultura nacional. Y de ahí también el rol
peculiar de unos medios masivos que, como el cine y la radio, construyeron su
discurso en base a la continuidad del imaginario de masa con la memoria narrativa,
escénica e iconográfica popular en la propuesta de una imaginería y una
sensibilidad nacional (Martín Barbero, 1987: 177).

El papel decisivo de los medios masivos en este período residió en su


capacidad de hacerse voceros de la interpelación que desde el populismo
convertía “a las masas en pueblo y al pueblo en nación” (Martín Barbero,
1987: 178), en una interpelación que venía del Estado pero que solo fue
eficaz en la medida en que las masas reconocieron en ella algunas de sus
demandas más básicas y la presencia de sus modos de expresión. En esa
línea inscribía anteriormente el éxito de La razón de mi vida.
Si a través de lo nacional-popular reivindicaciones sociales y políticas de las
clases subalternas se hicieron oír respecto del conjunto social, fue en un
discurso de masa donde lo nacional-popular se hizo reconocible por las
mayorías. Lo que nos pone a la vez sobre la pista de otra de las claves del
mensaje de “historia de amor” del peronismo: la de transmutar la idea
política de Nación en vivencia, en sentimiento.

14 Sigo en las líneas siguientes a Martín Barbero, quien al esbozar este panorámica matiza,
con respecto al peronismo: “Hay además en el populismo peronista una concentración de
la carga simbólica sobre la figura del caudillo –y su esposa Evita– como no la hubo sobre
ningún otro líder populista de esos años. Y no sólo sobre sus “gestos”, sino sobre su
discurso y su capacidad de resemantización de los temas dispersos del movimiento social y
su puesta en lenguaje de política oficial” (1987: 175).

236
El papel movilizador y mediador de Eva en esta transmutación, que
actualizaba en su vida y en su cesión corporal esa vivencia, ya quedó claro
pero podría matizarse con respecto a este ambiguo proceso de acceso de
las masas a la vida política. Ambiguo porque por un lado proclama un
llamamiento a los sectores obreros (y Eva, en la división de funciones, al
sector femenino) pero a la vez los captura en su aparato estatal, en una
movilización contenida, dirigida y orquestada por y a través de sus
instituciones.
En este empuje movilizar, Eva funciona como un “lugar de sutura”
(Kraniauskas 2002: 46) y tanto en su “exposición” como en su
“cercanía” humana se mide la “masificación” nacional, ese llamamiento a
la clase obrera, a las mujeres, a lo “plebeyo”, a la masa que amenaza con
desbordarse y desbancar los límites identitarios propios y ajenos15.
En este límite, por lo tanto, la exposición del cuerpo de Eva la
transforma tanto en objeto de afectos como en deseo político, su
centralidad se logra a partir del contacto físico con las masas, que
constituye simultáneamente el signo de la amenaza a la identidad y el
producto de su negociación. Es desde ahí que Kraniauskas lee el
fetichismo político en el peronismo.
Ese lugar de roce de la mirada y del tacto halla su correspondencia
figurada en la arquitectura del balcón: espacio de altura desde donde se
aclama y retorna el clamor, tribuna para presidir el espectáculo, siempre
y cuando se domine con la vista y se separe con una barrera:
El populismo promete inmediatez, y acoge la inversión afectiva, pero lo hace con
la condición de que una línea siempre estará trazada, un límite que establece al
pueblo como el cuerpo cuya representabilidad depende de una cierta distancia de
su liderazgo. Sin esa distancia, el populismo encuentra su “propio” pueblo
estrictamente incomprensible (Beasley-Murray, 2002: 55).

Para Jon Beasley-Murray, este límite protector se equipara con la


posición de enunciación propia del estado, no solo por altura y división
sino porque desde ese lugar, la masa informe y descontrolada puede ser
reconstituida y homogeneizada como pueblo, puesta en una relación
determinable (y representable, reproducible) con el estado mismo.
En esta argumentación, Beasley-Murray compone un dispositivo
sugestivo: cruza la teoría del estrellato con la teoría del Estado. Desde
esa perspectiva considera que Perón necesitaba otra figura en el balcón,
“su régimen requería una estrella”, “alguien que pudiera funcionar como

15 Esa conflictiva experiencia de contacto con la muchedumbre (experiencia de lo abyecto


que diría Kristeva) se registra en la literatura en una monstruosa corporalidad. En La fiesta
del monstruo de Borges y Bioy Casares vuelve como la peor pesadilla de Esteban Echeverría,
donde “además de reducir lo político a lo obsceno” emerge la “violencia con que se
sintomatiza tal desplazamiento democratizante”, así como en otras narrativas de
“monumentalización violenta y fetichista de Eva Perón como mujer fálica estatal”
(Kraniauskas, 2002: 46-7).

237
una luz cegadora que absorbiera la energía afectiva de la multitud y la
reflejara de vuelta al pueblo, posicionándose así para el estado mismo”
(Beasley-Murray, 2002: 55)16. En ese sentido también, Evita es un caso
de la manera en la cual la demanda de contacto y la absorción de la
estrella en su multitudinaria audiencia la destruyen tanto como la
constituyen17.
Pero más que retomar el planteamiento de Eva como star system
política, que vendría a reforzar el carácter actorial con el que páginas
atrás me refería a su puesta en escena en ese ámbito, lo que me interesa
es comentar las implicaciones que se cruzan cuando otra star system la
duplica y cómo en la película Evita de Alan Parker18 se remeda el tropo
del balcón de la Casa Rosada, especialmente en el vídeo de promoción
del film, en el que Madonna cantaba en play-back, “Don‟t cry for me,
Argentina”.
En los términos que Beasley-Murray describe el “efecto balcón”
(“esa distancia cinemática y expectante”) podría exponerse el recurso
cinematográfico de alternar tomas desde la altura y tomas de la multitud
recortada en ese video:
El corte de la multitud al balcón (y del balcón a la multitud) presenta cada uno
como en una relación significativa (lógica antes que accidental) con el otro. Estas
son las imágenes clásicas del populismo: la toma media (desde el frente y
ligeramente desde abajo) de Evita en el balcón, sus brazos levantados en un
saludo; acompañada con una toma larga desde encima de la gente abarrotando la
plaza pública. Mundo Argentino y otras publicaciones contemporáneas replican el
efecto cinematográfico que yuxtaponen estas dos tomas (Beasley-Murray,
2002: 55).

16 Rosano retoma el planteamiento de Beasley-Murray y a partir de la identificación que


Eva produciría con ciertas estrellas de cine, anota: “En el caso de Evita la articulación con
el star system es doble, ya que ella misma actuará como una estrella en el escenario político.
Y en esto del star system se da una interesante articulación entre lo público (la pantalla, la
actuación vista en el cine) y el ámbito de lo privado (la vida privada de las estrellas
convertida en un elemento más de la promoción)” (2005: 161).
17 Pensar a Evita como una star system política, una “estrella” del Estado le otorga un papel

precursor de las formas contemporáneas de hacer política. Beasley-Murray cita como


ejemplo de este cruce la reunión de Harold Wilson con los Beatles, la saxofonía de Bill
Clinton en un show televisivo, etc. En el momento de publicar su artículo, Bush todavía no
había aparecido bailando “Macarena”, ni Daniel Ortega era presidente en Nicaragua. En
esa misma línea podríamos pensar la actuación política de Evita como precedente de Lady
Di.
18 La película se basa en la ópera-rock inglesa con música de Andrew Lloyd Webber y

libreto de Tim Rice, que se estrenó en Londres en 1978 y llegó a Broadway un año
después, ambas con gran éxito de crítica y taquilla. Para la versión cinematográfica, el
productor musical pensó en varios directores como F. Zefirelli, H. Babenco, O. Stone y
también distintas actrices como O. Newton-John, M. Steep, etc. Cuando el rodaje iba a
comenzar, aparecieron en el aeropuerto de Ezeiza carteles con el rótulo: “Fuera (go home)
Madonna”, “Viva Evita” y “Chau Alan Parker and your English Task Force”. Para poder
filmar las escenas del balcón de la Casa Rosada fue necesaria la gestión diplomática de
Parker y una entrevista personal de Madonna con Menem.

238
Pero el “efecto balcón” en la película de Parker aquí ya no opera
como límite ni como corte, más bien construye una mirada nostálgica
que, al compás del crescendo sinfónico de la música y la espectacularidad
escenográfica de cuatro mil extras enfervorizados, intenta dilatar el
momento único, emotivo, del tú a tú de Evita, en la efectividad del
formato –aquí sí, formato vacío– del melodrama.
Cámara en el balcón, panorámica, contraplano de las masas y vuelta
al lugar de Madonna. Perón queda a la espalda pero su mirada
complacida lo perdona todo. La actuación de la cantante reproduce la
gestualidad de Evita –como si la serie de sus fotogramas se hubiera
animado de pronto, al pasarlos todos seguidos y con rapidez–: los brazos
alzados o el dedo en alto, el ceño discursivo al que antes me referí como
estilo pasional; los encuadres coinciden con el mejor perfil de las fotos de
Eva, en el video, Madonna. La cámara solo se detiene en esas tomas en
las que la cantante queda suspendida en la pose clásica de la argentina. Al
final del vídeo, las masas estallan en su clamor, la música alcanza su
clímax y el balcón se ilumina: Evita abraza a Perón.
El mismo Alan Parker declaró la importancia de esta escena en la que
creía haber “capturado el corazón de la historia”: “Era imposible no
emocionarse cuando estuvimos parados en el mismo lugar en el que
Evita estaba parada mirando a una multitud de cientos de
admiradores”19. Nótese que en la “historia” que relata Parker, los
peronistas se nombran como “admiradores” (como fans de la estrella,
que es a quien ovaciona la película) y que el espesor del entramado
político se adelgaza en lo emocional como objetivo único de captura en
esta secuencia.
El simulacro en todo su esplendor: Madonna actuando a Evita que
hace de Evita, en la refracción de los numerosas retratos e imágenes
fílmicas de dos épocas. En último extremo, en la película ya no cuenta lo
que fue o cómo se construyó Eva, no cuenta la utilidad puntual sino su
capacidad de venderse para seguir circulando como mercancía que se
transforma en otra mercancía. En el vaciado de su historicidad, lo que
queda es un efecto del afecto pasional, transmutado en emotividad, ese
“plus” de sentido que ahora convoca al espectador que ya no es solo
argentino y al que ya no es preciso movilizar, tan solo conminarlo a otro
gasto: “lo único que importa es que cuando Eva suba al balcón de la
Casa Rosada provoque parecida identificación y emoción que provocó a
las masas. Sin esa emoción reduplicada en la pantalla y en la audiencia,
Evita no existe” (Soria, 2005: 17).
En la primera parte de este vídeo, algunas imágenes intercaladas
muestran, en flashback, el oscuro pasado de Evita (la escena del funeral
del padre, al que no puede asistir, la salida de Junín, la vida tanguera al

19 Tomo la cita y la traducción de Soria (2005: 16).

239
llegar Buenos Aires)20 y muestra las coincidencias con los primeros años
de la biografía de Madonna (salida de Bay City, llegada a Nueva York,
dificultad en sus primeros trabajos, etc.). Son los escasos datos que se
conocen de Madonna Louise Verónica Ciccone Fortin (Bay City,
Michigan, 1958), que se ha borrado en la construcción del personaje
artístico y ha lucido tal habilidad camaleónica que igual ha emulado a
Marylin que ha adoptado rasgos queer o ha manejado la simbología
mariana.
En esta identificación se fuerza la vida de Evita, una torsión más: el
pasado turbio de actriz se transforma en la vida arrabalera mirada desde
Hollywood y Madonna baila, baila todo el tiempo y baila tango. La
historia argentina es un video-clip cuyo rasgo local, inequívoco, se juega en
esta danza global. La acompaña como pareja, en varias ocasiones, el Che,
un amante latino encarnado por Antonio Banderas: “si Perón es la figura
paternal o su compañero político en una apasionada búsqueda de poder,
el Che, en sus múltiples ficciones, es también el seductor [...]. Como
traductor transnacional le informa a una audiencia internacional desde su
perspectiva „universal‟ lo que viene a resumir una perspectiva
antiperonista” (Grandis, 1999: 524).
Por último, el protagonismo de Madonna en la película de Parker
coincidió con una opción de estilo más sobria y el anuncio de su
inminente maternidad. La revista Vanity Fair publicó en noviembre de
1996 su diario de rodaje, donde además de exponer su interés por el
personaje histórico expresa tal simbiosis que sueña que está muerta o
teme tener cáncer. No se trata ya de actuar a Evita en la escena del
balcón sino de actuar a Madonna para ser Eva, en el vacío
intercambiable de la representación: igual hubiera podido ser Frida
Kahlo, pues también fue una de las actrices que se barajaron para su
película.

* * *

Cuando la representación de la vida de Eva se trastoca en simulacro y se


reivindica como tal, se oscurece la posibilidad de indagar sobre la
pregunta por el cómo, el cuándo y el quién de esa representación y se
constata un agotamiento:

20Parker parte de la versión musical de Rice, quien reconoció su deuda con la biografía de
Mary Main, La mujer del látigo (1955), uno de los textos que contribuyen a la consolidación
de la “leyenda negra” de Eva, que la presenta como una mujer advenediza, ambiciosa,
calculadora y resentida. De Grandis observa que en la película, Evita baila mucho más que
en el musical, “consecuencia directa de la presencia de Madonna como la gran diva del
video” (Grandis, 1999: 525).

240
En la extraordinaria cantidad de libros y películas que se han publicado sobre su
vida un detalle queda claro desde el principio: a pesar de que se ofrecen como
novedosos y que en muchos casos prometen dar a conocer más en profundidad la
vida de Evita, los textos son redundantes y remiten constantemente unos a otros.
Al comparar, por ejemplo, la biografía de Alicia Dujovne Ortiz, de 1995, con la
que casi quince años antes escribió Marysa Navarro, no se encuentran avances en
la investigación biográfica. O al leer los numerosos testimonios que han sido
publicados en los últimos años –el de su confesor el padre Benítez, el de su
modisto Paco Jamandreu o el de quien fuera su consejera y acompañante en el
viaje a Europa de 1947, Liliana Lagomarsino de Guardo– se descubre que son
pocas o casi nulas las sorpresas. Pareciera que la imagen de Eva ya ha sido
cristalizada por el mito; que este incesante acto de narración y renarración
biográfica está detenido y ya no tiene nada más para ofrecer (Rosano, 2005: 67).

En ese momento en el que la repetición ya no aporta nada (como si


al cuerpo de Eva le quedara por develar algún otro secreto), la
reproducción alcanza su punto redundante, en donde lo que se repite es
la repetición misma, el gesto de ponerla a circular. Pero “sin nada más
para ofrecer” es preciso que su tráfico no se detenga, que ese añadido de
la mercancía (magia, milagrería, poder sobrenatural) se mantenga, aunque
sea a costa de la reiteración, ese resto debe flotar como siempre.
De Evita como síntoma de la historia argentina al síntoma Evita,
cuya figura hace límite, límite del pensar, divide territorios donde lo
fundamental es mantener la división. Límite impensable entre la madre y
la mujer, lo culto y lo popular, lo social y lo político, el mercado y el
Estado, la industria y la cultura, el deseo y la política, el original y la
representación, este lugar conflictivo que en la historia argentina reviste
los tintes del enfrentamiento de la civilización y la barbarie.
Su figura ha dado lugar a un comercio de accesorios más reducido,
en comparación a Kahlo o a la proliferación discursiva que ha generado,
de ahí que su tráfico comercial responda más a un ritual de “consumo
cultural” (libros, teatro, cine, etc.) que mantiene vivas las divisiones antes
citadas y que incluye una gestualidad política (en ese sentido, sí ha
originado una moda). Cabe señalar algunos intentos de objetualización
fetichista, de todas maneras: la producción de ceniceros, cajitas de
fósforos, pañuelos, prendedores y agendas con los perfiles superpuestos
de la pareja gobernante en su momento y la iconografía religiosa en
estampas y medallones. Coincidiendo con el rodaje de Parker, la cadena
de grandes almacenes Bloomingdale's abrió “tiendas Evita” en nueve
establecimientos y puso a la venta vestidos de escote cuadrado,
sombreros con velo, glamurosos trajes de tango y joyería a tono. Kal
Ruttenstein, director de moda de Bloomingdale‟s, cree que “las mujeres
que están aburridas de los trajes minimalistas estarán encantadas con esta
ropa tan femenina”. Igualmente, Estée Lauder lanzó una nueva línea de
maquillajes y perfumes con el nombre “El rostro de Evita”, un kit con
polvo compacto que hace palidecer la tez, y lápices de labios y esmaltes

241
de uñas rojo intenso. Chanel se inspiró en su siguiente temporada en el
vestuario utilizado por Madonna después de la película21.
Desde todos los frentes, Evita se consume y se consuma, se sigue
gastando. Su pregnancia no ha quedado como marca registrada pero sí
como marca de un consumo cultural que la trafica vacía, la borra en su
“luz cegadora” de estrella, porque si Eva es un fetiche, el fetichista olvida
lo que vio en ella.

21Según relata María Corisco en “Época” (30-12-96), “Eva Duarte sobrevive a su leyenda.
(Madonna protagoniza nueva película sobre la vida de quien fuera esposa de presidente
argentino Juan Domingo Perón” en:
http://www.accessmylibrary.com/coms2/summary0286-31948868ITM [consultado 15-12-08]
De Grandis (1999) apunta “usos” locales y globales de Evita: el “Evita Tour” (un recorrido
turístico en Buenos Aires que incluye una parada en su tumba y otra en San Telmo, donde
se pueden adquirir ejemplares de La razón de mi vida”, fotogramas de sus películas, diarios
del día de su muerte; y comenta otras producciones cinematográficas como Eva Perón (Juan
Carlos Desanzo, 1997), La tumba sin paz (Tristán Bauer, 1997), El misterio de Eva Perón
(Tulio Demiceli, 1997) en contrapunto a la película de Parker.

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