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LABERINTOS

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O CATRINE Catrine Clay fue directora


IN y productora de docu-
; — l A Y mentales de la BBC por
a veinte años, los últimos
=== <= = diez para Timewatch, su programa histórico clave.
+» « - - - - Obtuvo el Premio Internacional de Documentales,
O laEstatuilla de Oro al mejor Documental Histórico
OS y fue nominada a los premios de la Academia
o “Británica de las Artes Cinematográficas y de la
«+ «+ - Televisión (BAFTA). Ha publicado los libros King,
+...
- . Kaiser, Tsar: Three Royal Cousins Who Led the
. 1 World to War (2007) y Trautmann's Journey: From
O Hitler Youth to FA Cup Legend (2011).. .

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; .... . Diseño de portada e interior: Catalina Luz MarchantV. ..
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COLECCIÓN
ESCRITURAS

CATRINESCINAS”

LABERINTOS
Emma, su matrimonio con
Carl Jung y los primeros
años del psicoanálisis

Traducción de Óscar Luis Molina S.

Tres
puntos
Originalmente publicado por William Collins (U. K.) con el título
Labyrinths. Emma Jung, Her Marriage to Carl and the Early Years of Psychoanalysis.
O Catherine Clay, 2016
O Tres Puntos Ediciones, 2017
Derechos exclusivos para todos los territorios
de lengua castellana.
Calle Felipe IV 3, 3? izquierda. Madrid 28014
www.trespuntosediciones.es
holaQtrespuntoediciones.es
Depósito Legal: M-35297-2017
ISBN: 978-84-17348-02-1

Diseño de colección, portada y diagramación: Catalina Marchant V.


Impreso en España/Printed in Spain
Primera edición: marzo de 2018

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,


almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio,
ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin
autorización previa del editor.
«Los cónyuges se pueden perder fácilmente
en esa naturaleza laberíntica, algunas
veces de manera nada agradable, ya que
su única ocupación consiste entonces
en escrutar al otro a través de todos los
pliegues y torsiones de su personalidad».

Carl Jung
Digitized by the Internet Archive
in 2022 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https /larchive.org/details/laberintosemmasu0000clay
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Mine liebe Cousine und Helferin
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Una visita a Viena

El sábado 2 de marzo de 1907 Carl y Emma Jung viajaron


a Viena por cinco días. Se hospedaron en el Gran Hotel, el
más elegante de la ciudad, a pocos minutos de la Ópera y de
la famosa Ringstrasse. Les acompañaba Ludwig Binswanger,
asistente en el asilo de lunáticos Burghólzli de Zúrich, donde
Carl Jung trabajaba como médico y primer asistente de Eugen
Bleuler, el director. A la mañana siguiente, a las diez, los tres
esperaban que les recogiera Sigmund Freud, que les había
invitado a comer a su casa, a unos pasos, en el número 19 de la
Berggasse. Ninguno conocía a Herr Professor, si bien Jung y
Freud hacía más de un año que se escribían.
Emma Jung, de veinticuatro años, era atractiva —llevaba
sujeto el pelo castaño ondulado bajo un gran sombrero— y muy
rica. Si bien la ropa que vestía era cara, con una larga falda y
pieles contra el frío de marzo, no era ostentosa; tampoco lo era
ella misma. Carl resultaba notoriamente bien parecido al modo
teutónico: pelo castaño claro, ligero bigote, ojos oscuros tras
gafas de marco dorado, más de un metro noventa de estatura
y porte poderoso: una presencia imponente. Era un hombre
joven, brillante, ambicioso, que empezaba a dejar huellas en el
campo nuevo y no muy científico del «psicoanálisis», del cual
Professor Freud, veinte años mayor, ya era el maestro indudable.
Cualquiera que hubiera observado a Emma y Carl Jung sentados
en el mullido sofá de terciopelo del elegante vestíbulo del Gran
Hotel —con sus candelabros, adornadas galerías, ascensores a
vapor y camareros y porteros de librea— habría visto una pareja
perfectamente integrada en su medio: rica, guapa, joven y, según
todas las apariencias, feliz.
Pero las apariencias pueden ser engañosas. Poco antes
de que los Jung marcharan de Zúrich a Viena, Emma había
pensado dar un ultimátum a su marido: o cambiaba de modo
de vida o se divorciaría de él, una decisión sorprendente y
escasa a comienzos del siglo veinte y por completo ajena a la
tranquila personalidad de Emma Jung. Pero se sentía perdida
en el laberinto de su matrimonio, asediada por problemas. La
vida no podía seguir así.
En 1907 los Jung llevaban cuatro años de casados y tenían
dos hijas —Agathe, de tres años, y Gretli, de casi dos— que en
Zúrich cuidaba una criada a quien ayudaban la madre de Carl
y Trudi, su hermana soltera. Puede que cuatro años no sean
mucho tiempo, pero bastaron a Emma para descubrir la amplitud
y complejidad de su situación, aunque no le alcanzaban para
saber qué hacer. El problema tenía dos aspectos: la conducta
de Carl, tan seguro de sí que podía parecer arrogante, ocultaba
un interior muy diferente e infinitamente más complicado,
que constantemente eludía a Emma por más que trataba de
comprenderlo. El segundo problema no tenía una solución
menos difícil: Carl coqueteaba continuamente con otras mujeres,
y ellas con él, lo que a Emma le provocaba unas emociones que
nunca había sabido que poseía: tormentas de celos y de furia
seguidas por sentimientos terribles de duda y recriminación.
Para colmo, Carl era extremadamente ambicioso, trabajaba día y
noche en el asilo como un poseído, impulsado por la convicción

12]
de que disponía de una comprensión especial de los enfermos
mentales porque en muchos sentidos se parecía mucho a ellos.
De una u otra manera, entonces, no se dejaba tiempo para la
vida familiar. Emma pasaba hora tras hora en el apartamento
de los Jung, en el segundo piso del asilo Burghólzli, esperando
que regresara su marido.
Otros factores complicaban aún más las cosas. Emma pro-
venía de una conocida familia de acaudalados industriales, los
Rauschenbach de Schaffhausen, era una de las herederas más
ricas de Suiza. Carl, por su parte, era hijo de un pobre pastor
de la Iglesia protestante reformada. De hecho, cuando conoció
a Emma debía del orden de los tres mil francos, lo que, en esa
época, cuando un trabajador podía ganar treinta francos sema-
nales, constituía en realidad una suma importante. Esta pobreza
resultaba humillante para Carl, pues la familia Jung era muy
respetada en su ciudad, Basilea, y la mayoría de sus miembros no
era en absoluto menesterosa. Pero su padre, por razones que se
guardó para sí, había decidido trabajar en parroquias remotas que
apenas daban para vivir. Estos Jung eran entonces los parientes
pobres y Carl no lo soportaba. Al contraer matrimonio con
Emma había heredado toda la fortuna y posesiones de su mujer
y no solo se había convertido en hombre libre de deudas, sino
en persona independiente y capaz de sostener a su hermana
y a su empobrecida madre. Sin saber si el joven y ambicioso
Herr Doktor Jung era solamente un anticuado cazafortunas, la
familia de Emma había concedido a la joven una mensualidad
adicional para ella sola. Y en el caso de un divorcio, todo lo que
cada cónyuge había aportado al matrimonio volvía a cada uno,
una herramienta muy útil cuando se planteaba un ultimátum.
Así estaban las cosas en la pareja que esperaba a Herr Pro-
fessor Freud en el vestíbulo del Gran Hotel en marzo de 1907.
Algo parecía claro, sin embargo: Emma amaba apasionadamente
a Carl y estaba dispuesta a luchar hasta el final para retenerlo.

[13]
Carl, por su parte, puede que se hubiera casado con su mujer por
el dinero, o puede que no. Pero es evidente, en cualquier caso,
que no había sido la única razón. Las más profundas, propias
de su personalidad, eran infinitamente más complejas.

Las vacaciones de primavera de los Jung serían una útil distracción.


Incluían viajar a tres países en un lapso de tres semanas, solo
ellos dos,yestancias en los mejores hoteles. La gira los llevaría a
Budapest, después a Fiume y Abbazia, al norte de Italia. Pero la
primera parada sería Viena, para la cual Carl hizo preparativos.
«Estaré en Viena el próximo sábado por la tarde y espero poder
llamarle el domingo por la mañana a las diez», había escrito al
Hochwerehrter —estimadísimo— Professor Freud el 27 de febrero.
«Mi mujer me ha liberado de toda obligación mientras esté en
Viena», agregaba, y «buscaré el modo de hacerle saber antes de
partir en qué hotel me hospedaré para que pueda usted, si es
necesario, dejarme recado allí. Con el mayor afecto, Dr. Jung».
Quién sabe qué pensó Freud del repetido uso que hace
Jung de la primera persona singular, como si viajara solo, pero
debió de comprender, porque cuando aquella mañana de marzo
llegó al Gran Hotel llevaba unas flores para Frau Doktor Jung.
Mientras se las presentaba, con una inclinación muy formal,
Emma contempló a un hombre pequeño y pulcro, de barba y
bigotes perfectamente recortados, que vestía su mejor atuendo
invernal: un gabán de lana de estilo inglés, traje con chaleco,
corbatín, sombrero tipo homburg, polainas sobre las botas y un
bastón. Llevaba el pelo, propenso al desorden, peinado con la
pomada que le proveía el barbero que visitaba todas las mañanas.
Originalmente habían esperado a los Jung para Pascua,
cuando Professor Freud disponía de tiempo libre, pero esto
no fue posible, pues Carl y Emma siempre pasaban la Pascua
con sus hijos. Esto planteó un problema a Freud, que trabajaba

[14]
desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde con un
solo descanso y comida a mediodía, a la que seguía una breve
caminata por el barrio para tomar aire y pasar a comprar cigarros.
A diferencia de Jung, Freud no se había casado con una mujer
adinerada y debía ganarse la vida para sostener a su numerosa
familia. «Pero tengo libre los domingos, así que le pido que
arregle su visita a Viena de manera de contar con un domingo
para reunirse conmigo», había escrito a Jung el 21 de febrero.
«Si es posible, un miércoles por la tarde me gustaría presentarle
un pequeño grupo de seguidores. Supongo, además, que estará
dispuesto a no asistir al teatro las pocas tardes que pasará en
Viena y que en cambio cenará usted conmigo y mi familia y
se quedará aquí el resto de la jornada. Quedo a la espera de su
aceptación y del anuncio de su llegada». ¿No asistir al teatro? Jung
no tenía la menor intención de asistir. No soportaba el teatro.
Para eso contaba con Ludwig Binswanger, que entretendría a
Emma y sería su chaperón. Él, por su parte, solo deseaba ocupar
cada minuto con Herr Professor.
Mientras los cuatro caminaban, Freud fumando su tercer o
cuarto cigarro del día, la conversación se mantenía en un nivel
formal: el viaje, el tiempo, las comodidades del hotel. Charla
amable, para llenar el silencio. Los hombres que se convertirían
en los dos gigantes del psicoanálisis, caminando uno junto al
otro, debían de constituir un espectáculo algo cómico: Jung,
de casi dos metros, Freud de poco más de un metro sesenta,
y Jung hablando ya con voz tonante y la cabeza en alto, como
siempre lo haría.
Puede que Berggasse solo estuviera a pocos pasos de la
Ringstrasse, pero eso bastaba para dejar atrás la grandeza del
distrito Ring e ingresar a las calles adoquinadas, más modestas,
que rodean la Universidad de Viena. En este caso bastó también
para que sucediera un pequeño incidente, al parecer insignificante
entonces, pero muy significativo visto en retrospectiva. Freud,

[15]
que trataba que sus visitantes se sintieran cómodos, comentó
que estaría feliz de recibirles en su casa, pero les advirtió que
se trataba de un lugar muy modesto con muy poco que ofrecer,
solo su alte (su vieja) y nada más. Emma quedó choqueada. Y
también Carl. Qué manera de referirse a su mujer, a la madre
de sus hijos. Pertenecían a la alta burguesía suiza y el humor
judío de Freud les resultaba completamente incomprensi-
ble. Emma, que contaba con un saludable sentido del humor,
quedó desconcertada.
Allí estaba Frau Professor Freud recibiendo a los invitados de
Zúrich, que subieron los escalones de piedra del 19 Berggasse y
después la escalera hasta el apartamento. Emma estrechó formal-
mente la mano de Martha Freud —guten Tag, guten Tag— y
contempló a una mujer mayor que vestía un traje de domingo
de larga falda y cuello alto, elegante a su manera, con un sencillo
broche, y llevaba el pelo oscuro sujeto con horquillas. Detrás de
ella había una mujer más joven, Minna, la hermana menor de
Martha, soltera, que vivía con ellos, un acuerdo interesante que
con el tiempo causó toda suerte de comentarios y especulaciones.
Herr Professor Freud y sus dos mujeres. Parece que Minna
contestaba a veces el teléfono diciendo «¡Frau Professor!».
A Freud no le gustaba el novísimo aparato y siempre dejaba
que contestara una de las mujeres de la casa. Sigmund Freud
tenía cincuenta y un años en 1907 y Martha cuarenta y seis.
Llevaban casados veintiún años y tenían seis hijos: Mathilde,
de veinte, Martin, de dieciocho, Ernst, de dieciséis, Oliver, de
quince, Sophie, de catorce y Anna, de doce. Freud los llamaba su
«muchedumbre», o sus «tunantes», con afecto y algo de orgullo.
Martha, al saludar a Emma Jung, observó a una joven
formal, reticente, vestida discretamente y solo unos pocos años
mayor que su hija Mathilde. Ya sabía, como todo el mundo, de
la riqueza de Frau Doktor. Pero no pudo menos que advertir
que Frau Doktor no actuaba como una mujer rica. Mientras las

[16]
dos mujeres intercambiaban saludos, Jung estrechaba manos a
la manera suiza más formal. Nada de besamanos vieneses a las
mujeres en el caso de Carl.
En ocasiones especiales, como esa, Martha cocinaba una
gallina para la comida del mediodía, aunque a su marido no le
gustara mucho. «Dejad que vivan», decía siempre. «Dejad que
pongan huevos». Pero su mujer tomaba todas las decisiones en
el hogar y así había sido desde un comienzo: él ganaba el dinero
y ella se ocupaba de la casa. Les convenía a los dos, y Freud
jamás interfirió ni se quejó. Allí estaban sentados entonces, los
doce, alrededor de la mesa del comedor, comiendo lo que traía
la criada desde la cocina, los hombres a un extremo y las mujeres
y los niños al otro. A Emma le sorprendió la conversación: los
chicos se expresaban con facilidad y gracia. «Nuestra educación
se podría llamar liberal», escribió Martin Freud más tarde,
recordando a su «generoso y alegre» padre. «Nunca se nos
ordenó hacer esto o no hacer aquello; jamás se nos prohibió
hacer preguntas». Martha y Minna, las dos hermanas, por su
parte, no pudieron menos que notar que ambos Jung tenían un
acento notoriamente suizo, lo que los hacía parecer más provin-
cianos de lo que eran. Frau Doktor Jung, aparentemente, había
querido ingresar a la Universidad de Zúrich a estudiar ciencias
naturales, pero su padre no la había autorizado. Comprensible:
las únicas mujeres que asistían a la universidad eran extranjeras
ricas, rusas, por ejemplo.
Rememorando, Martin Freud, un observador joven de
dieciocho años, recuerda que Herr Doktor Jung tenía una
«presencia intimidante»: «Era muy alto y de hombros anchos,
con aspecto más de militar que de hombre de ciencia y medi-
cina. Su cabeza era del más puro estilo teutónico, de mentón
fuerte, bigote pequeño, ojos azules, y pelo fino muy corto».
Jung, en realidad, tenía los ojos marrones, no azules, pero en el
ambiente casi enteramente judío en que vivía la familia Freud

[17]
el aspecto teutónico era poco habitual y más bien interesante.
No obstante, Jung no le gustó a Martin: «Nunca hizo el menor
intento por cambiar palabras con mi madre o con nosotros, sino
que continuó con la conversación que el llamado a comer había
interrumpido. Jung la llevaba adelante en esas ocasiones y mi
padre se limitaba a escuchar con indisimulado contento», escribe,
todavía irritado por el recuerdo. Martin estaba sorprendido por
partida doble, porque su padre solía molestarse visiblemente si
un visitante no hacía caso de su familia, y cambiaba de tema
de conversación para incluirla, dejando en claro que las cosas
no funcionaban de esa manera en el hogar de los Freud. Pero
no fue así en el caso de Doktor Jung, que durante la comida
habló exclusivamente a su padre sin mostrar interés alguno en
nadie más. Es posible que Emma les dijera que eso era típico
de su marido, que por ello se había ganado más de un enemigo
entre sus colegas del asilo Burghólzli, aunque jamás entre sus
pacientes, que lo veneraban.
Hubo café después de la comida, y poco más tarde se mar-
charon Emma y Binswanger, como se había acordado, para que
Carl pudiera pasar más tiempo con Freud. Los dos hombres
se retiraron enseguida a los cuartos de las consultas de Freud,
situados en el entrepiso junto a una galería que daba sobre
un pequeño jardín con un único castaño. Conversaron trece
horas seguidas, sin interrupción. Fue amor a primera vista, un
encantamiento mutuo acompañado de grandes esperanzas.
Freud había leído las comunicaciones de ese brillante médico
joven acerca de la dementia praecox —o «esquizofrenia», como
la había llamado Bleuler en el asilo Burghólzli— y también sus
«experimentos en asociaciones de palabras», y ahora, para su
inmensa satisfacción, advertía que la conversación del hombre
era tan brillante y provocadora como la del escritor en aque-
llas páginas.

[18]
Y estas fueron las primeras impresiones de Carl Jung;
«A mi juicio, hasta este momento, no hay nadie que pueda
compararse con él. Nada trivial había en su actitud. Me pare-
ció extraordinariamente inteligente, perspicaz y, en conjunto,
admirable». Carl regresó al hotel a las dos de la madrugada,
tuvo que llamar al portero nocturno. A esa hora Emma estaba
profundamente dormida.
Durante los cinco días siguientes se estableció una rutina:
un miembro de la familia Freud recogía por la mañana en el
hotel a los visitantes y los llevaba a pasear por la ciudad. Todo
el mundo terminaba agotado al final de una jornada de paseos,
todos excepto Jung, que toda la vida manifestó una incansable
energía, y que se daba prisa por llegar a una de sus sesiones
nocturnas con Freud en el 19 de la Berggasse, donde hablarían
sobre psicoanálisis, el nuevo y sorprendente movimiento que
Herr Professor lideraba con celo de misionero y que, como se
notó muy pronto, con su típica impulsividad y para molestia
de sus colegas de Viena, deseaba confiar a este brillante doctor
joven del asilo Burghólzli, nombrándole su «príncipe heredero».
Pero las razones eran obvias: Carl Jung no solo era brillante,
joven y enérgico, también era carismático, requisito esencial de
un líder. Por otra parte, los demás hombres del grupo vienés
eran judíos y Jung era un gentil, un ario de Suiza. Freud sabía
que esa era la única manera de que el psicoanálisis llegara a un
amplio público internacional y se transformara en un movimiento
mundial. Lo sabía, porque había vivido toda la vida con el
antisemitismo. Y por mucho que había intentado no hacerle
caso, sabía que jamás podría superarlo. En diciembre de 1908
escribió a uno de sus más leales seguidores, Karl Abraham:
«En realidad, nuestros camaradas arios nos son completamente
indispensables. De otro modo el psicoanálisis sucumbirá ante
el antisemitismo».

[19]
La Viena que Emma y Carl Jung visitaron a comienzos del
siglo veinte era una gran ciudad cosmopolita de dos millones
de habitantes, la mitad de los cuales tenían Heimatberechtigung,
es decir eran austriacos vieneses de habla alemana residentes
legalmente. El resto provenía de los cuatro extremos del Imperio
austrohúngaro: bohemios, húngaros, polacos, checos y croatas,
todos de lenguas diferentes y practicantes de distintas religiones.
Y había judíos, muchos judíos. Estos iban desde los habitantes
más pobres, que vivían en los cuchitriles de Leopoldstadt, hasta
las nuevas clases profesionales, abogados, escritores, periodistas,
artistas y médicos como Freud, y los muy prósperos: los comer-
ciantes y banqueros fabulosamente adinerados del distrito Ring,
de nuevos ricos, que vivían en casas tan grandes que se las llamaba
palais, construidas de sólito según el estilo neorenacentista,
llenas de columnas, logias y cariátides. Estos prósperos judíos
habían contribuido a financiar la transformación que realizó el
emperador Francisco José a Viena, que pasó de una amurallada
ciudad medieval a la capital de grandeza imperial que Emma
y Carl Jung veían a su alrededor.
La gran escala de todo resultaba apabullante. El gran bulevar
del Ring ofrecía un dramático escenario para el Rathaus y el
Reichsrat, el municipio y el parlamento, y también estaban
allí la Ópera, el Burgtheater, las iglesias de San Esteban y la
Votivkirche, la bolsa de valores y, camino de la Heldenplatz,
una Piazza enorme rodeada de columnas, enfrente del palacio
Hofburg del Káiser Francisco José, adornado con dos masivas
estatuas ecuestres, una del príncipe Eugenio de Saboya y la
otra del archiduque Carlos de Austria. Enseguida venían los
museos —de particular interés para Emma el de historia natu-
ral— y los diversos parques donde uno podía deambular por
avenidas flanqueadas por estatuas o sentarse junto a una fuente
o escuchar a una de las bandas militares que tocaban marchas
y valses vieneses o melodías de la opereta más reciente. Mirara

[20]
donde se mirara, se veían uniformes de oficiales del ejército
del imperio, rojos o azul pálido, con fajín, charreteras, galones
dorados, cascos con plumas, espadas, sables y botas impecables.
Cada funcionario también parecía poseer un uniforme, hasta
los conductores de tranvías, y a los niños se los solía vestir los
domingos con uniformes militares en miniatura.
La corte húngara desplegaba con frecuencia una pompa y
poder imperiales propios, como el desfile diario del regimiento
de la ciudad. Martin Freud estaba en cierta ocasión con Carl y
Emma en el distrito Ring y pasó cerca la carroza del emperador
Francisco José, resplandeciente de rojo y oro, con sus cocheros
de librea y su postillón. Los Jung jamás había visto algo así y
a Martin lo dejó atónito ver que Herr Doktor, por lo general
tan distante y displicente, empujaba para situarse delante de la
multitud, «como un chico», entusiasmado por alcanzar a ver al
emperador con su compañera, la ex actriz Katharine Schratt,
sentada a su lado. Para los Jung, de la pequeña y republicana
Suiza, todo esto era materia de un cuento de hadas. Visitaran
la famosa tienda por departamentos Schiftmann, iluminada con
las formas más recientes de luz eléctrica, o el Demel, donde los
bizcochos y la Sachertorte eran lo mejor del mundo, o se unieran
al paseo diario en el Corso, a lo largo del Kárntner Ring, donde
la sociedad vienesa exhibía la última moda, todo los maravillaba.
La guía de viajes Baedeker lo dice con cierta gracia: «si el tiempo
es limitado, basta una semana para un vistazo superficial a todo
lo digno de ser visto».
Por las tardes, después de que Carl se marchaba al 19 de
Berggasse, Emma descansaba en el hotel antes de salir a la
ciudad, al Burgtheater o a la Opera o a una de las famosas
operetas vienesas, quizás con Binswanger o quizás con una de
las señoras Freud. O bien se quedaba en el hotel y cenaba en su
Salle a Diner ymás tarde permanecía un tiempo en la intimidad
de uno de sus salons para leer un momento antes de retirarse

[21]
a su dormitorio. Estaba rodeada de opulencia. El Gran Hotel
era el principal de los más elegantes de Viena, construido en
la década de 1870, con trescientas habitaciones, la mitad de las
cuales eran suites con baño, todo un lujo desconocido todavía
en Zúrich. Contaba con calefacción central y luz eléctrica,
oficina propia de telégrafo, desde la cual los huéspedes podían
enviar telegramas y hacer llamadas telefónicas con la ayuda de
telegrafistas muy bien entrenados, y un servicio de coches les
podía llevar donde quisieran. Así que Emma no podía estar
mejor cuidada mientras su marido permanecía con Professor
Freud. Pero se habría sentido mucho más feliz si Carl hubiera
compartido con ella alguna de esas tardes.

Además del psicoanálisis y de la campaña para conquistar el


mundo, Freud y Jung conversaban acerca de sí mismos, un paso
natural, ya que el psicoanálisis se ocupaba de las neurosis, de las
psicosis y de toda clase de conductas obsesivas, la mayoría de
las cuales parecía tener sus raíces en la infancia, incluso en la
propia de ellos dos. El tema que más comentaban era el sexo:
específicamente, la teoría de Freud de que el trauma sexual en la
infancia es la causa radical de las posteriores neurosis e histerias.
Podía tratarse del abuso sexual efectuado por un extraño o por un
amigo de la familia o incluso por un miembro de la familia, en
cuyo caso era incesto. Freud disponía de muchos ejemplos, casos
de sus propios pacientes, que acudían a él por estar paralizados sin
poder explicarse o porque sufrían de ansiedad crónica, depresión,
dolor físico, insomnio, paranoias. Una y otra vez se revelaba
que estaban reprimiendo tempranas experiencias sexuales,
aunque en 1907 Freud había modificado su idea de que todos
los casos de histeria tuvieran un origen sexual. Él y el profesor
Breuer, su colega y maestro, habían publicado Estudios sobre la
histeria en 1895, y en aquel tiempo algunos médicos estaban

[22]
diagnosticando con disfunción sexual a sus pacientes de histeria
y tratándolas con hipnosis o diversas modalidades de masajes,
incluyendo en sus genitales para provocarles orgasmos. Pero no
se hablaba abiertamente de estos temas, excepto en el caso de
Freud, que había convertido la represión sexual en el eje de su
obra, perturbando al gran público y de paso a multitud de sus
colegas médicos. Su «cura» era revolucionaria: la «curación por
la palabra» del psicoanálisis, estaba diseñada más para descubrir
el origen de las neurosis que para solo tratarlas. El inconsciente,
concordaban Jung y Freud, era la clave de todo. Y la clave del
inconsciente era el sueño.
Carl había investigado bastante el inconsciente, sobre todo
por medio de los test de «asociación de palabras», que efectuaba
en su laboratorio del Burghólzli sobre sujetos «normales» y
«anormales», utilizando un galvanómetro para medir las reac-
ciones de los pacientes aplicándoles una débil corriente eléctrica
que les medía las fluctuaciones en la piel con cada asociación; la
reacción se grababa en un gráfico. También había leído la más
famosa obra de Freud, La interpretación de los sueños, publicada
en 1900, que afirmaba, resueltamente: «En las páginas siguientes
voy a demostrar que existe una técnica psicológica por la cual
se puede interpretar los sueños y que con la aplicación de este
método todo sueño mostrará ser una estructura psicológica
significativa que se puede situar en un lugar asignable de la
actividad psíquica de la vigilia». Ambos hombres concordaban
acerca de los poderes del inconsciente. Sin embargo, Carl Jung
no podía estar de acuerdo, incluso antes de conocer a Freud
personalmente, con el papel central que parecía desempeñar
el trauma sexual en la infancia. «Me parece», había escrito a
Freud el 5 de octubre de 1906, seis meses antes de su visita a
Viena, «que, si bien la génesis de la histeria es sexual de manera
predominante, no lo es exclusivamente». Pensaba que esto
podría ser así, porque «primero: mi material es completamente

[23]
diferente del suyo (trabajo sobre todo con pacientes insanos
y sin educación), segundo: mi educación, mi medio social y
mis supuestos científicos son, en cualquier caso, por completo
diferentes de los suyos y, tercero: mi experiencia, comparada con
la suya, es extremadamente pequeña». A Freud, de más edad y
experiencia, no le costó tomarse su tiempo. Tarde o temprano
el príncipe vería la luz. No podía saber que Jung tenía razones
personales y profesionales para creer lo que creía.
Como había mencionado Freud en su carta a Jung, los
miércoles siempre había reuniones con sus colegas de Viena en el
19 de Berggasse, en las que eran habituales Alfred Adler, Rudolf
Reitler, Max Kahane y Wilhelm Stekel, a los que más tarde se
unieron Paul Federn y Edward Hitschmann y ocasionalmente
Sandor Ferenczi y Otto Rank. Aquel miércoles en particular,
de marzo de 1907, Binswanger, que acompañó a Carl Jung,
recuerda que solo había otras cinco o seis personas.
Se reunían en el cuarto de consultas de Freud, una habita-
ción llena de humo de cigarros, pipas y cigarrillos, débilmente
iluminada por lámparas a gas, rodeados por la creciente colección
freudiana de arte antiguo y oriental, y con vino que les traía
Martha Freud. El ambiente era relajado, sin etiqueta y lleno de
humor. A Binswanger lo asombraba que Freud pudiera dominar
tan completamente la velada después de una larga jornada de
trabajo. El tema exclusivo era el psicoanálisis: la interpretación
de los sueños, las neurosis, las paranoias, la sexualidad infantil.
Freud ofrecía ejemplos detallados de sus casos y después escu-
chaba cuidadosamente, respondía las preguntas con ademanes,
a veces sosteniendo en la mano alguna de sus antigúedades más
pequeñas y siempre un cigarro. Sus modales eran muy sencillos
y llenos de encanto, recuerda Binswanger, pero nunca se podía
olvidar que se estaba en presencia de la grandeza.
Jung participó de la conversación, pero con menos volumen
del habitual. La velada lo dejó perplejo. «Me sentí tan extraño
ante esa sociedad intelectual judía. Era algo completamente

[24]
nuevo para mí. Nunca antes había experimentado algo así»,
contó a su amigo Kurt Eissler unos años más tarde. «Me costó
mucho adaptarme, encontrar el tono justo». Conversaban con
«cierto cinismo», comentó, lo que le hizo sentirse «como un
campesino ignorante». Ánte una broma de Freud, «¿No se
me va a volver antisemita ahora?», Jung respondió seriamente
«no, no, el antisemitismo no tiene nada que ver». Lo que debió
divertir bastante a Freud.
Al término de la reunión, Herr Professor se volvió hacia
su invitado suizo y le dijo: «Ya has conocido a toda la Bande,
a toda la pandilla». Esto perturbó a Binswanger, parecía tan
despectivo. Y también lo impresionó algo más. Un poco antes,
en la semana, él, Freud y Carl Jung habían estado analizando
los sueños de cada uno. Muchos años más tarde recordó la
interpretación de Freud del sueño de Jung, aunque no el sueño
mismo: Jung, aparentemente, tenía el deseo oculto de destronar
a Herr Professor Freud y poner la «Corona del Psicoanálisis» en
su propia cabeza. Se trataba, una vez más, de humor judío vienés.
El sueño de Binswanger había sido llegar al 19 de Berggasse y
hallar la entrada vieja, no la nueva, con dos antiguas lámparas de
gas colgando afuera. Eso, proclamó Freud, revelaba el deseo de
Binswanger de casarse con Mathilde, su hija mayor, y enseguida
su decisión de arrepentirse porque el lugar era un tanto sórdido.
Pero lo dijo riendo y hasta Binswanger captó la broma.
Cuando acabó la visita de cinco días, los Jung se despidieron
verdaderamente agradecidos, y viajaron a Budapest en el coche
dormitorio del Continental Express, con todas las comodidades
de un vagón de primera clase. Binswanger se quedó una semana
más con Freud, formando una amistad que duraría toda la vida.
En el tren, contemplando pasar las cabañas y las granjas y los
Alpes al fondo, Emma no tenía la menor idea de cuán profun-
damente había afectado a su marido su encuentro con Freud.
Y si lo sospechó, difícilmente podría haber adivinado por qué.

[25]
La idea de visitar Budapest provino originalmente del deseo
de Emma de conocer la ciudad donde su padre había esta-
blecido una rama del negocio familiar de maquinaria agrícola
de los Rauschenbach. Quería visitar las instalaciones y quizás
conocer a algunos de los empleados que su padre había tratado
cuando estuvo allí en la década de 1880. Pero se equivocó si
esperaba ir de paseo con Carl. Este mostró muy poco interés
en la ciudad y prefirió ocupar el tiempo con un colega, Philip
Stein, discutiendo casos médicos y sus recientes experimentos
con la asociación de palabras. Emma se vio obligada a conocer
la ciudad sin compañía.
Y peor le fue en Abbazia, un balneario de moda en la costa
adriática. Una mujer que se hospedaba en el mismo hotel entabló
conversación con ellos durante la cena de su primer día. Era
una inteligente y atractiva judía, una persona independiente, de
opiniones progresistas y fascinada por la nueva y atrevida ciencia
del psicoanálisis. Pero se mostró aún más fascinada por el guapo
y carismático Herr Doktor, como ocurría a la mayoría de las
mujeres. Y Carl, tan cerca de su infatuación con Freud y todo
lo judío, se mostró un muy bien dispuesto acompañante. Todas
las tardes, él y la mujer se retiraban a un sofá en una esquina
del salón a conversar sobre psicoanálisis. Si Emma se les unía,
la mujer le hablaba como a una mera esposa. Emma, celosa
y humillada, se quejó a Carl, pero este le dijo que no sucedía
nada de particular, que sus conversaciones eran meramente
profesionales. Jung necesitó dos años para aceptar la verdad:
aquella era otra de sus «infatuaciones».
Z
Dos infancias

Emma Rauschenbach conoció verdaderamente a Carl a los die-


cisiete años. Acababa de volver a casa, a Schaffhausen, al oriente
de Suiza, desde París, donde había alojado en casa de amigos
de la familia, preparándose para el matrimonio con un joven
conveniente de la alta burguesía suiza, a la cual ella, por cierto,
pertenecía. Era tímida y tranquila, pero inteligente, siempre la
primera de su clase en la Mádchenrealschule, la escuela local de
niñas de toda clase social, tanto ricas como pobres. No había
querido viajar a París. Deseaba continuar su educación e ir a la
universidad a estudiar ciencias naturales, una materia que la había
fascinado desde la infancia, pero que no se consideraba camino
adecuado para una joven suiza como Emma, y su padre no quiso
saber nada al respecto. Viajó en cambio a París a perfeccionar
su francés y a entrar en contacto con «la Civilisation Frangaise».
Emma era una joven seria, pasó horas y horas en los museos y
empezó a aprender francés antiguo y provenzal para leer en su
lengua original la leyenda del Santo Grial, el poema del siglo
doce acerca de Parsifal, un caballero de las leyendas del rey
Arturo, que la fascinaría el resto de la vida. Cuando Carl Jung
fue a visitarla, estaba comprometida informalmente con el hijo
de uno de los acaudalados colegas de su padre en Schaffhausen
y disponía de un futuro muy predecible.
El hogar de la infancia de Emma, la Haus zum Rosengarten
(la casa del jardín de rosas) era una elegante mansión del siglo
diecisiete situada en la ribera del Rin. La había adquirido el abuelo
de Emma, Johannes Rauschenbach, con la fortuna que había
hecho en su industria de maquinaria agrícola que exportaba a
todo el mundo, y la fundición de hierro vecina, ambas empresas
situadas a corta distancia de la casa. Más tarde había aumentado
su fortuna con la compra de la Internazionale Uhren Fabrik
(la Compañía Internacional de Relojes, IWC), una empresa
norteamericana que producía en serie relojes de bolsillo y de
muñeca. El abuelo de Emma murió joven, en 1881, y su padre,
Jean, de veinticinco años, se encargó de las dos fábricas y se mudó
con su joven esposa, Bertha, a la casa donde seguía viviendo su
madre. Allí nacieron sus hijas Emma y Marguerite: Emma el 30
de marzo de 1882 y Marguerite quince meses después.
Emma recuerda su infancia como una época idílica, que
combinaba una felicidad sin problemas y una vida privilegiada.
La llamaban «luminosa» y su vida en aquellos tiempos justificaba
plenamente que así se sintiera. La casa misma, amplia, cuadrada,
sólida, estaba separada de la ribera del Rin por un jardín, muy
formal, de rosas, que había diseñado su tío Evaristo Mertens,
paisajista, que dio su nombre a la casa. Schaffhausen era una
próspera ciudad de hermosos edificios renacentistas con fachadas
estucadas y con pinturas al fresco, adornados con palabras
solemnes que exhortaban a los buenos burgueses a llevar una
vida virtuosa. En las calles de más atrás, lejos de la grandeza, se
alineaban las fábricas, las pequeñas industrias y los talleres que
constituían el fundamento de su riqueza, tributo a la tradición
suiza de trabajo duro y a los beneficios de la hidroelectricidad
que provenía de la energía de las cercanas y grandes catara-
tas del Rin. «De pie junto a la ventana», recordaba Gertrud

[28]
Henne, prima de Emma y Marguerite, que venía a jugar a la
casa con las hermanas, «me gustaba contemplar los altos postes
de “transmisión” situados en el Rin, con grandes ruedas, que
conducían la energía hídrica por cables a las distintas fábricas
a lo largo del río». Quienquiera que alimentara ambiciones
podría haberse hecho de una fortuna en aquellos tempranos días
industriales en Schaffhausen, y Johannes Rauschenbach, que
empezó con un negocio de reparación de máquinas y continuó
con una fábrica de clavijas para la industria local del algodón,
pudo finalmente construir la fábrica, famosa en todo el mundo,
de maquinaria agrícola, y así se convirtió en el más rico de todos
y en uno de los hombres más acaudalados de Suiza.
Cuando Jean Rauschenbach se hizo cargo de la empresa,
con fábricas en Suiza y en el extranjero, la madre y la abuela de
Emma se encargaron de manejar la casa. La Grossmutter Barbara
vivía en las habitaciones del piso superior y gustaba sentarse en
un sillón junto a la ventana, con vista al Rin; leía su Gazette con
sus lentes, se cubría la cabeza con una gran gorra con cintas y
se rodeaba con su colección de muñecas que mantenía en una
gran cama vieja junto a la pared y con la cual a veces autorizaba
que jugaran las niñas. La Grossmutter Barbara había empezado
la vida modestamente y nunca se acostumbró por entero a la
gran riqueza de que llegó a gozar su familia. «Ojalá hubieras
sido siempre un simple mecánico», solía decir a su marido.
Las dos hermanas eran muy distintas, pero muy cercanas y
así lo fueron toda la vida. Emma podía pasar horas sola, leyendo,
escribiendo, pensando. Marguerite, de temperamento más varia-
ble, era menos reflexiva, más deportiva, más extrovertida. Las dos
tocaban muy bien el piano, pero a Marguerite también le gustaba
cantar, actuar y nadar en el Rin en cualquier época del año, lo
que hizo hasta muy mayor. Compartieron un tutor particular
antes de entrar a la escuela local para niñas. Su educación fue la
convencional de la alta burguesía suiza, que inculcaba los valores

[29]
de la ética protestante del trabajo, de la conformidad social, de
la gracia femenina y los buenos modales, así que sabían cómo
comportarse cuando Herr Direktor Rauschenbach y su mujer
ofrecían las grandes recepciones a que estaba obligada la familia
más distinguida de Schaffhausen.

EMMA EN LA ESCUELA, TERCERA FILA, TERCERA DESDE LA DERECHA.

Las dos niñas adoraban a su madre, Bertha, que otorgaba gran


libertad a sus hijas. Para esto resultaba perfecta la Haus zum
Rosengarten, con su gran patio adoquinado, extensos terrenos
y los establos donde las niñas guardaban sus caballos, Lori y
Ceda, que cuidaba Reeper, el mozo de cuadra, un exoficial de
caballería del ejército austrohúngaro. Si el día estaba lluvioso,
había infinidad de juguetes con que jugar adentro, y afuera
trineo y patines si nevaba. Si en verano ocurría una ola de calor
podían nadar en el Rin, y en todos los climas Reeper las llevaba

[30]
a cabalgar a pueblos y castillos y otros lugares que valieran la
pena en los alrededores.
No está claro cuándo se conocieron Carl y Emma. Pudo ser
en 1896, cuando él todavía era un estudiante, o tres años más
tarde, cuando se aprontaba para aceptar su primer empleo de
médico asistente en el asilo Burghólzli y Emma acababa de volver
de París. Si fue en 1896, ocurrió en la Haus zum Rosengarten y
el suceso apenas fue recordado por Emma. Pero si fue en 1899,
sucedió en Olberg, el Monte de los Olivos, una antigua propie-
dad, casi un pequeño castillo, cuadrado y de gruesas murallas,
con su propia capilla medieval, la Kapelle de San Wolfgang, en
lo alto de los cerros que rodean Schaffhausen, con un sendero
ascendente tan largo y empinado que no se alcanzaba a ver desde
un extremo al otro. La familia había pasado allí cada verano desde
que las niñas eran pequeñas. Pero en 1899 Jean Rauschenbach
decidió vender la Haus zum Rosengartner y convertir Ólberg
en la casa familiar, transformando el pequeño y hermoso castillo
en una mansión Jugendstil, en un vasto amontonamiento de
piedra en el estilo pesadamente ornado de la época, con torretas,
tímpanos y miradores, altísimos vestíbulos y salones y una
escalera que llevaba a una gran sala de distribución para pasar
a los dormitorios, cada uno con baño.
Destinaron un piso completo para Emma y Marguerite,
entonces adolescentes. Toda la casa contaba con luz eléctrica
y calefacción central. La atendía todo un equipo de sirvientes
internos y externos. El arquitecto fue Ernst Jung, de Winterthur,
casualmente uno de los tíos de Carl Jung, que ya había renovado
la residencia contigua, Sonnenburg, que pertenecía a Evaristo
Mertens, el tío paisajista de Emma, que procedió ahora a diseñar
los jardines, mucho mayores, de Olberg. Según su propio relato,
no bien contempló Carl por primera vez a Emma, en la escasa
luminosidad de la tarde, cuando descendía por la gran escalera
hasta el vestíbulo, decidió que ella sería la joven con quien

[81]
contraería matrimonio. Era 1899. Emma tenía diecisiete años,
venía llegando de París, se sentía más segura que antes, pero
seguía siendo tímida y reservada ya en la frontera de la adultez.
Si se trataba de 1896, como lo cuenta Carl en Recuerdos, sueños,
pensamientos, Emma solo habría tenido catorce años.
El que un empobrecido estudiante de medicina llegara a
visitar a esta familia prominente e inimaginablemente rica se
debe en primer lugar a la madre de Emma. Bertha era la hermosa
hija de Schenk, patrón del Gasthof local, un exitoso negocio
familiar, que ofrecía habitaciones y excelente comida, pero no
dejaba de ser solamente un Gas£hof. Así que, cuando Bertha se
casó con Jean, el hijo y heredero de la fortuna Rauschenbach,
contrajo matrimonio muy por encima de sus posibilidades
sociales normales. Sin embargo, y casi tal como su suegra,
nunca olvidó sus humildes orígenes. Bertha conocía a la familia
Jung, porque ella y la madre de Carl, Emilie Preiswerk, habían
asistido a la misma escuela, y el Gasthof de los Schenk estaba en
Uhwiesen, uno de los tres pueblos dependientes de la parroquia
de Laufen, junto a las cataratas del Rin, donde el padre de
Carl era pastor. La vida en Laufen era pobre: solo se contaba
con recursos para tener una criada para todo servicio, lo cual
incluía cuidar del niño Carl cuando su madre no se encontraba
«bien», lo. que ocurría a menudo. Bertha Schenk era una de las
parroquianas del pastor Jung y le ayudaba de vez en cuando,
llevando al niño a pasear a lo largo del Rin en su coche. Años
más tarde Carl la seguía recordando tal como era entonces: «la
chica joven, bellísima y encantadora de ojos azules y pelo rubio
[que] admiraba a mi padre».
Ahora, alentado por su madre, que se había mantenido en
contacto con Bertha, decidió visitar a Frau Rauschenbach y allí
vio a la hija, a Emma, bajando la gran escalera. Aunque Carl
había fijado la vista en Emma cuando la joven tenía catorce
años, ella conoció realmente a Carl en 1899 cuando ya había

[32]
cumplido diecisiete. Y la primera correspondencia entre ellos es
de este año, cuando Emma regresó de París. Fue unidireccional,
es decir, casi toda de Carl, y empezó con postales dirigidas
formalmente a Sebr geebrtes Fráulein! —a mi muy estimada
joven— y terminando siempre con un signo de exclamación.
A Carl le costó muchos meses armarse de valor para pedir
a Emma que se casara con él y, cuando lo hizo, ella le rechazó.
«Mi primera propuesta fue rechazada por diversas razones»,
escribió a Freud en 1906, «pero más tarde me aceptaron y nos
casamos». Diversas razones. Plural. Una era que Emma ya estaba
comprometida, si bien informalmente, con el hijo de uno de los
colegas de su padre. Otra: la personalidad potente y arrasadora
de Carl resultaba abrumadora para una joven como Emma.
Otra: Carl Jung no poseía un centavo ni era previsible que
alguna vez lo tuviera, pues ya entonces había decidido que sería
un Irrenarzf—un médico de enfermos mentales—, la menos
apreciada de las profesiones. Esto presentaba una seria barrera
social y resultaba tan chocante que no se podía mencionar el
caso al padre de Emma. Su compromiso, cuando finalmente
sucedió, fue secreto.
¿Qué hizo cambiar de opinión a Emma? La respuesta más
fácil quizás sea el mismo Carl. Le costó un tiempo, pero estaba
absolutamente decidido y convocó todos sus recursos para obtener
su mano, empezando por algunas ventajas naturales: su buen
aspecto, su presencia imponente, su agresiva conversación, su inte-
ligencia, su humor vivaz y lo que él mismo llamaba su «intuición».
La intuición de Carl le decía que, bajo su reticencia y for-
malidad, Emma en realidad ansiaba algo menos convencional,
más satisfactorio en términos intelectuales, más aventurado,
que le permitiera ejercer su inteligencia, todo lo cual quedaría
fuera de su alcance si contraía matrimonio con su prometido
- de la gran burguesía. Así que se embarcó en una campaña
de bombardeo de cartas llenas de ideas fascinantes y amenos

[83]
comentarios justificativos. Le escribió sobre sus escritores y
filósofos preferidos, sobre su interés por la mitología, sobre su
trabajo, y le confió sus ambiciones, sus esperanzas y sus temores.
Y le enviaba una lista de libros que leer y discutir la próxima
vez que se vieran. Toda una seducción por medio del intelecto.
Pero Emma, a pesar de todo eso, siguió rechazándole.
Todo lo de Carl, su tamaño físico, su tremenda personalidad,
su brillantez, era demasiado potente para ella. ¿Cómo iba a
saber que Carl tenía otro sí mismo, muy oculto, lleno de dudas
y complejos y sentimientos de inferioridad social? Un solo
rechazo bastaba al «otro Carl». «Mi padre nunca se lo habría
vuelto a pedir», confirmó años después su hijo Franz. «Estaba
destrozado. Era pobre, de otro nivel social, creía que no tenía
ninguna posibilidad». Carl agradeció a Emma por su honestidad
y se retiró. Fueron sus primeros meses en el asilo Burghólzli y
le invadió tal inseguridad que se escondió tras los altos muros
de la institución. Él mismo relata que no salió de allí durante
seis meses, lo que llevó a sus colegas a pensar que se estaba
comportando más como un paciente que como un médico.
Y en cuanto a Emma: «Mi madre era entonces muy tímida e
introvertida», dice Franz. «Temía avanzar, decir que sí».
Pero Carl contaba con una aliada decisiva en la familia
Rauschenbach. Inteligente, de mirada moderna y de orígenes
modestos, la madre de Emma, Bertha, no veía nada malo en
Carl Jung, el pobre médico asistente empleado en un asilo de
lunáticos. ¿Dinero? Emma lo tenía a raudales. Bertha recordaba
al niño que había llevado por la ribera del Rin en su coche cuna
y que ahora era un joven muy agradable; y allí estaba su hija
Emma, la inteligente y estudiosa. ¿Qué importaba que estuviera
comprometida con otro joven? Por lo demás no se trataba de
un compromiso definitivo, de nada formal.
Emma adoraba a su madre y quizás nunca se habría atrevido
a casarse con Carl si no hubiera contado con su apoyo. Frau

[34]
Rauschenbach dejó pasar unos meses y contactó a Carl. Se puso
de acuerdo para reunirse con él en un restaurante de Zúrich y lo
presionó para que no se rindiera e intentara pedir matrimonio
una vez más a Emma. Incluso lo volvió a invitar a Olberg y
envió su propio carruaje verde con cochero a que lo recogiera
en la estación de Schaffhausen. Y esta vez, en octubre de 1901,
Emma dio el sí. Y jamás flaqueó una vez que lo había decidido.
No debía preocuparse, le dijo a Carl: sabía exactamente lo que
estaba haciendo.
Pero Emma dio el sí al Carl que conocía: al extrovertido,
inteligente y guapo Carl, al de telúrica energía y risa exuberante,
no al «otro» Carl, el oculto. Si hubiera sabido de lo extraño y
complejo del «otro» Carl —si hubiera visto lo que en realidad
tenía ante sí— es posible que hubiera respondido de otro modo.
O no. Durante las semanas que transcurrieron hasta su compro-
miso secreto entrevió más de algo de ese «otro» Carl. Para su
sorpresa, fue ella la que tuvo que tranquilizarle una y otra vez sobre
la realidad de su amor. Creía que eso sería exactamente al revés.
«Mi situación se refleja en mis sueños», escribió Carl en su
«diario secreto», en diciembre de 1898, cuando todavía era un
estudiante de medicina:

A menudo portentosas y fugaces imágenes de paisajes


floridos, de azules mares infinitos, de costas asoleadas, pero
con frecuencia también imágenes de caminos desconocidos
velados en la noche, de amigos que se despiden de mí para
avanzar hacia un destino más brillante, de yo mismo, solo,
en senderos desolados enfrentando oscuridades imposibles.
«Oh, inclínate hacia una fe positiva», ha escrito mi abuelo
Jung. Sí, me encantaría volar hacia allá si pudiera, si eso
dependiera exclusivamente de mí. Pero algo inexplicable-
mente pesado, una inquietud y un estupor, un cansancio y
cierta debilidad, me impiden siempre dar el último paso.

[85]
Ya he dado muchos pasos, pero aún estoy muy lejos del
definitivo. Mayor es la certeza y más sobrehumanas son
las dudas [...].

Esto era y sería siempre el asunto crucial para Carl: una per-
sonalidad escindida: segura e insegura, optimista y pesimista,
introvertida y extrovertida, sensible e insensible, brillante y sin
embargo obtusa; simpática pero dada a cóleras violentas; fría
y cálida, oscura bajo la luz, siempre escindida y con la escisión
siempre oculta. Secreta.
Más tarde las llamó «personalidad N“1» y «personalidad
No2», pero con el curso de los años casi dejó de apreciar la
diferencia. En la casa parroquial de Klein-Húningen, cerca de
Basilea, donde se mudó la familia Jung cuando Carl tenía cinco
años, había unos viejos muros en el jardín, hechos con grandes
bloques de piedra. En los huecos entre los bloques el niño
encendía pequeños fuegos que poseían una «aura indudable de
santidad» y debían arder «para siempre». Una piedra sobresalía,
inclinada, en el muro. «Mi piedra», la llamaba:

A menudo, cuando estaba solo, me sentaba en esa piedra y


empezaba entonces un juego imaginario que discurría más
o menos así: «Estoy sentado sobre esta piedra y ella está
debajo». Pero la piedra también podía decir «Yo» y pensar:
«Estoy yaciendo aquí en este desnivel y él está sentado
encima de mí». Y se planteaba entonces la pregunta: «¿Soy
yo el que está sentado en la piedra o soy yo la piedra en
que él está sentado?». Esta pregunta siempre me dejaba
perplejo, y me ponía de pie preguntándome quién era
qué. La respuesta permanecía por completo incierta y
mi incertidumbre se acompañaba con una sensación de
oscuridad curiosa y fascinante. Pero no había la menor

[36]
duda de que esa piedra poseía alguna relación secreta
conmigo. Podía sentarme en ella horas y horas, fascinado
por el puzle que instalaba en mí.

Se sentaba por horas en esa piedra tratando de dilucidar si ella


era él o él era ella. Así lo describió Carl Jung a su asistente, la
analista Aniela Jaffé, cuando ya tenía ochenta años y finalmente
había accedido a contar su vida. Pensando en ello, agregó:

Treinta años después volví a situarme en aquel desnivel.


Era un hombre casado, tenía hijos, una casa, un lugar en
el mundo, y una cabeza llena de ideas y proyectos. Pero
de pronto era una vez más el niño que atizaba aquel fuego
lleno de significados secretos y me sentaba en una piedra
sin saber si ella era yo o yo era ella. Pensé de improviso en
mi vida en Zúrich y me pareció ajena, como si se tratara
de noticias de un mundo y un tiempo remotos. Esto
resultaba aterrador, pues el mundo de mi infancia que me
estaba absorbiendo era eterno, y me habían arrancado de
él volcándome a un tiempo que continuaba rodando hacia
adelante, moviéndose más y más lejos. El arrastre de ese
otro mundo era tan fuerte que tuve que apartarme con
violencia del lugar para no perder control de mi futuro.

Extraño niño y extraña infancia. Cuando la joven Bertha Schenk


acudía para llevar de paseo al niño Carl a lo largo del Rin, el
pastor Jung solía estar cuidando a su hijo por su cuenta. La
madre, Emilie, con frecuencia estaba «fuera», en algún lugar
desconocido destinado a personas que padecían males des-
conocidos. «Me rodeaban vagos indicios de problemas entre
mis padres», recordaría Carl más tarde. De niño cayó enfermo,
con fiebre, y sufrió mucho por unos eczemas. «Mi enferme-
dad, en 1878, tiene que estar relacionada con una separación

[37]
temporal de mis padres, Mi madre pasó varios meses en un
hospital de Basilea, y su enfermedad, es de presumir, tenía alguna
relación con las dificultades en el matrimonio». La criada solía
ocuparse de él, pero a menudo lo hacía su padre. «Me pertur-
baba profundamente que mi madre se encontrara fuera. Desde
esos momentos siempre he sentido desconfianza cuando se
pronuncia la palabra “amor”». Mientras Emilie estuvo «fuera»,
Carl durmió en el cuarto de su padre. Recordaba que su padre
le paseaba en brazos tratando de que se durmiera, yendo de
un lado a otro por la habitación, cantando viejas canciones
de fraternidades estudiantiles. La madre regresó finalmente
a casa, pero el matrimonio no volvió a compartir un mismo
dormitorio. Cosas terribles emanaban del cuarto de su madre,
figuras imprecisas que flotaban, descabezadas, luminosas. Carl
sentía «vagos temores» y escuchaba cosas extrañas por la noche,
todo mezclado con el sordo rugido de las cercanas cataratas del
Rin. No podía respirar y creía que iba a sofocarse. «Me parece
que eso es un factor psicogénico», diría más tarde a Aniela
Jafté, «la atmósfera de la casa se estaba tornando insoportable».
Continuó durmiendo en el cuarto de su padre durante toda su
infancia. En realidad, hasta que cumplió dieciocho años y ya se
preparaba para ingresar a la Universidad de Basilea.
«Nunca había conocido a un monstruo asocial como ese»,
recuerda Albert Oeri, uno de los pocos compañeros de juegos
de Carl en aquellos primeros años. Su padre, un viejo amigo
del pastor Jung, llevaba a Albert a la casa parroquial para que
jugara con Carl. «Pero no había nada que hacer. Carl se sentaba
en el centro del cuarto y se concentraba en un pequeño juego
de bolos. No me prestaba la menor atención». No estaba acos-
tumbrado a jugar con otros chicos, ni siquiera con los hijos de
los campesinos que pasaban casi todo el tiempo en los campos
ayudando a sus padres en el acopio del heno o el arreo de las vacas.
Cuando la familia Jung se trasladó a Klein-Húningen, continuó

[88]
visitando a veces la de Albert los domingos por la tarde. Entonces
apareció un Carl diferente: el extrovertido, el ruidoso, el que no
gustaba de los débiles, especialmente de uno de sus primos, de
quien se burlaba sin piedad. «Una vez pidió a ese niño que se
sentara en un banco cerca de la entrada de casa», recuerda Oeri.
«Si el chico accedía, Carl estallaba en carcajadas a lo piel roja, una
“habilidad” que conservó toda la vida. El único motivo de tanta
hilaridad era que un viejo borracho se había sentado poco antes
en ese banco y Carl esperaba que su primo debilucho quedara
oliendo a cerveza». Pero no bien lo había hecho ya lo estaba
lamentando. El Carl introvertido no deseaba dañar a nadie.
Bajo el estruendo asomaba el otro Carl, el de los secretos
escondidos. El primero era un sueño que tuvo a los cuatro años,
tan significativo y terrible que no se lo contó a nadie hasta
después de los sesenta y cinco: «Un sueño que me inquietaría
toda la vida». Paseaba por una pradera y descubría un agujero
oscuro que nunca había visto, flanqueado de piedras, con una
escalera de piedra que llevaba muy abajo. Descendía por él,
lleno de temor. Al fondo había un pórtico con un arco de medio
punto y pesadas cortinas verdes de brocado que conducía a una
cámara rectangular de techo abovedado también de piedra.
Desde la entrada se extendía una alfombra rojo sangre hasta
una plataforma baja sobre la cual había un trono dorado y en
este trono algo que en un principio creyó un tronco de árbol
de unos cuatro o cinco metros de altura y unos setenta centí-
metros de grosor: algo inmenso que casi alcanzaba la bóveda y
constituido, advirtió entonces, de piel y carne desnuda. Arriba
tenía una cabeza redonda sin rostro ni pelo, con solo un ojo
único. Un aura luminosa parecía moverse por lo alto. Carl quedó
paralizado de terror, creyendo que en cualquier momento eso se
podría arrastrar como un gusano desde el trono hacia él. Y en ese
instante escuchó a su madre gritar desde lejos: «¡Sí, míralo, es
el devorador de hombres!». Y despertó sudando y aterrorizado.

[89]
«Este sueño me persiguió años y años». Mucho más tarde cayó
en la cuenta de que se trataba de un falo anatómicamente exacto.
Cuando la familia Jung se movió a la vieja casa parroquial
de Klein-Húningen, el pastor Jung asumió de capellán del asilo
local de lunáticos como trabajo adicional, y Carl empezó a ir
a la escuela. El trabajo académico le resultaba fácil, pero no el
aspecto social: no estaba acostumbrado a otros niños y estos
no lo estabana convivir con uno tan extraño como él. Con el
tiempo aprendería a integrarse un tanto, pero siempre sentiría
que lo alienaban de su verdadera mismidad. En casa jugaba solo,
durante horas, no soportaba que lo observaran, construyendo
altas torres con ladrillos de madera, dibujando batallas y asedios,
encendiendo fuegos en el jardín. A los diez años hizo algo que
incluso entonces le resultó totalmente incomprensible: tenía
una regla de madera amarilla sin barnizar en su caja de lápices
y en ella esculpió «un hombrecillo de unos ocho centímetros,
con un abrigo negro, sombrero de copa y brillantes botas negras.
Lo pinté con tinta negra, lo separé de la regla y lo puse en la
caja de los lápices, donde le hice un pequeño lecho. Incluso lo
cubrí con un poco de lana».
Puso también en la caja de lápices una pulida piedra negruzca
del Rin, que pintó para dividirla en dos mitades, una arriba y
otra abajo. Era su piedra. «Todo esto era un gran secreto. Llevé
la caja, a escondidas, al ático prohibido, en lo más alto de la
casa [prohibido, porque las tablas del suelo estaban carcomidas
y podridas] y la oculté, muy satisfecho, sobre una de las vigas
bajo el techo, porque nunca nadie debía ver esto. Sabía que nadie
la hallaría allí. Nadie podría descubrir mi secreto y destruirlo».
Solía subir a ese lugar a visitar al hombrecillo, siempre subrep-
ticiamente, y a depositar brevísimos textos para él en la caja de
lápices, escritos en un lenguaje secreto. Esto, como sentarse en
aquella piedra, siempre lo hacía sentirse mejor, retrotrayéndolo a
su verdadero yo. El ritual duró cerca de un año. Y lo olvidó hasta

[40]
los treinta y cinco años, cuando escribía el libro Wandlungen und
Symbole der Libido, traducido más tarde como Transformaciones
y símbolos de la libido, que significaría su ruptura definitiva con
Sigmund Freud.
Aparte de las matemáticas, que siempre le resultaron un
misterio aterrador, Carl era inteligente y a los once años obtuvo
fácilmente un puesto en el Gymnasium, situado en los recintos
de la catedral de Basilea. Los estudios, basados en los clásicos,
no eran un problema: ya sabía latín, que su padre le había ense-
ñado desde los seis años, y había leído mucho, especialmente la
Biblia. El único problema podía ser el aburrimiento. Pero la vida
social era otro asunto. Aquí venía Carl, el hijo de la parroquia
pobre, que llegaba caminando desde su aldea, desde lejos en
la comarca, atravesando praderas, bosques y campos, con sus
ropas pueblerinas, con agujeros en los zapatos. En la escuela
tenía que sentarse el resto del día con los calcetines mojados.
Y hablaba en su basto dialecto provinciano, hasta divertido. Y allí
acudían con sus modales elegantes los muy bien vestidos hijos
de las familias más notables de Basilea, en carruajes tirados por
caballos, llenos de dinero de bolsillo, hablando en refinado alto
alemán o en francés sobre sus vacaciones en los Alpes. Y Carl,
que no tenía vacaciones, sintió una envidia que nunca había
experimentado junto a los hijos de los granjeros pobres que
fueron sus compañeros en la escuela del pueblo.
Ahora, por primera vez, caía en la cuentade que su familia
era pobre. Cuando cualquiera de sus compañeros le invitaba a
su residencia, se sentía «tan tímido y cobarde como un perro
perdido». Sus sentimientos de inferioridad, fatalmente acompa-
ñados de igualmente poderosos sentimientos de superioridad,
quedaban expuestos ante el mundo. «Tengo sucios los zapatos y
también las manos, no tengo pañuelo y el cuello no puede estar
más negro de suciedad». Su primer año se le arruinó enteramente,
dice, porque tenía «la sensación desagradable y más bien curiosa»
de que poseía «rasgos repugnantes» que inducían a profesores

[41]
y compañeros a dejarle de lado. Y era cierto: muchos alumnos,
en efecto, se apartaban de él, incluso cuando Albert Oeri le
acompañaba en clase, porque Carl era demasiado raro, demasiado
torpe, demasiado diferente. Los únicos niños con que compartía
su tiempo, a veces, eran los hijos de granjeros, los pobres que
hablaban el mismo dialecto.Ya esto no ayudaba en absoluto que
fuera inteligente, sediento de conocimientos, arrogante. En cierta
ocasión un profesor le acusó de mentir porque no podía creer
que ese niño pudiera escribir un ensayo tan bueno como el que
le había presentado, lo que mortificó mucho a Carl, que había
pasado horas trabajando duro. Por otra parte, ya había crecido
bastante y participó en innumerables peleas y desórdenes. Pero
siempre sentía «algo de timidez física»,lasensación de que en
algún sentido era un poco repulsivo.
Tenía doce años cuando, al parecer, sufrió un colapso. Tal
como lo describe, un día, a comienzos del verano, se encontraba
junto a la catedral de Basilea esperando a un compañero de curso
para irse junto con él a casa, cuando otro chico del Gymnasium
lo abofeteó y lo hizo caer y golpearse la cabeza contra el bordillo
de la acera. Y allí quedó tendido, a medias inconsciente. Pero
solo a medias. Esto le permitió advertir la ventaja: si se quedaba
allí tendido un poco más, quizás no tendría que ir a la escuela.
Desde ese momento experimentó desvanecimientos regulares,
a medias verdaderos y a medias falsos, lo que preocupó tanto
a sus padres que finalmente le permitieron no asistir a clases
durante seis meses. Calificó el hecho de «vacaciones». Pero al
mismo tiempo compadecía a sus pobres padres, que consultaron
en vano a diversos médicos. Nadie pudo discernir qué andaba mal
en el niño. Finalmente se decidió que necesitaba de un cambio
y lo despacharon a Winterthur a vivir con su tío Ernst Jung.
A Carl le encantó el resultado. Pasaba horas en la estación de
trenes de la ciudad observando el ir y venir de las locomotoras.
Pero cuando regresó a Klein-Hiúningen descubrió que sus
padres estaban más inquietos que nunca: escuchó que creían

[42]
que podría tener epilepsia. ¿Y que harían sin dinero y un niño
que no podía cuidar de sí mismo? «Fue un golpe tremendo. Fue
el choque con la realidad». Ese mismo día se sumergió en la
biblioteca de su padre y empezó a atiborrarse de lecturas. Más
adelante tuvo un solo desmayo más, pero no permitió que le
dominara. Y muy pronto regresó a la escuela. «Entonces aprendí
lo que es una neurosis».
Desde ese día se levantaba a estudiar a las cinco de la mañana
antes de partir a la escuela a las siete. Algunas veces lo hizo a las
tres de la madrugada. Por primera vez sentía que era él mismo.
«También había existido antes, pero todo meramente me sucedía.
Ahora yo mismo me sucedía. Ahora sé que soy yo mismo, ahora
existo». En este elevado estado de ánimo fue a pasar unos días
donde un amigo de la escuela que tenía una casa junto al lago
de Lucerna. Qué suerte tiene este chico, pensaba Carl, y qué
suerte tenemos porque nos dejan utilizar el Waidling, el bote
de casco plano, y hundir el único remo en las aguas mientras
nos alejamos de la ribera hacia el azul profundo. Pero bastó que
Carl, para hacerse valer, empezara a efectuar algunas manio-
bras algo fantasiosas para que el padre del chico les obligara a
regresar a tierra y les reprendiera. A Carl lo enfureció que «ese
patán gordo e ignorante se atreviera a insultarme a Mí». Pero
casi de inmediato advirtió que se trataba de otro conflicto con
la realidad: el padre tenía razón, él estaba equivocado. Y se le
ocurrió que debía de ser dos personas distintas, el niño inseguro
y el «otro», el seguro y poderoso. Este otro Carl no solo existía,
sino que era un hombre mayor, usaba zapatos abotonados y
una peluca blanca y viajaba en un coche de altas ruedas y baúl
con ataduras de cuero suspendido sobre resortes: un hombre
del siglo dieciocho. Y uno tan real como el otro.
Por esos días Carl pensaba bastante en la idea de Dios.
No necesariamente en el Dios de la Iglesia protestante reformada
de su padre, sino en «Dios creador», «Dios de todas las cosas».
Un día de verano salió de la escuela y una vez más se encontró

[43]
junto a la catedral —cielo azul, sol radiante— contemplando
con algún asombro la techumbre en punta cuyas tejas no hacía
tanto habían refaccionado y relumbraban en la luz brillante,
pensando «el mundo es bello y la iglesia es bella, y Dios hizo
todo esto y está sentado allá arriba muy lejos en el cielo azul en
un trono dorado [...]. Y aquí se me hace un gran agujero en los
pensamientos y me asalta una sensación de ahogo. Me siento
algo mareado y solo sé esto: ¡No sigas pensando! Algo espan-
toso está ocurriendo, algo que no quiero pensar, algo a que ni
siquiera deseo acercarme. ¿Por qué no? Porque cometería el más
horrible de los pecados [...]». Y en ello anduvo durante todo
el camino de regreso a casa, toda esa noche y toda la siguiente.
A la tercera noche, la sensación ya era insoportable. «Ahora
me viene, ahora va en serio», pensó. «Tengo que pensar». Los
pensamientos le condujeron a la idea de que era Dios, el creador
de este mundo bello, quien quería que pensara, y, más aún, que
pensara algo inconcebiblemente pérfido. En cierto sentido,
tenía muy poca relación con él. No tenía opción. Adán y Eva
habían sido criaturas perfectas antes de pecar. «Por lo tanto, la
intención de Dios era que pecaran».
Ese pensamiento lo liberó y le permitió reunir sus fuerzas
para pensar en la catedral, en el cielo claro, y en Dios sentado
arriba en Su trono dorado, «y desde abajo del trono cayó una
enorme bola de excremento sobre el techo nuevo y resplande-
ciente, lo destrozó e hizo añicos los muros de la catedral». Le
pareció asombroso, pero sintió un alivio indescriptible y, en
lugar de condena, que la gracia había llegado a él «y con ella
una inexpresable beatitud que jamás había conocido».
Nunca contó esto a nadie, como tampoco los otros dos secretos
del sueño del falo y el hombrecillo, hasta que finalmente, muchos
años más tarde, se los contó a Emma. «Toda mi juventud se
puede comprender en términos de aquel secreto. Me provocó una
soledad casi insoportable. Mi único gran logro durante aquellos
años fue que resistí la tentación de hablar de esto con alguien».

[44]
Su madre le recordaba que de niño se había deprimido con
frecuencia, pero a mediados de la adolescencia sus depresiones
desaparecieron poco a poco. Leía vorazmente: a Platón, Hegel,
Schopenhauer, Kant, Goethe, a todos los escritores que más
tarde presentaría a Emma. Sus amigos de la escuela empezaron a
apodarle «Padre Abraham». La personalidad N“1 había tomado
el control y vivía más en el presente, activo dentro y fuera de
la escuela y en Basilea. Pero la personalidad N“2 nunca estaba
muy lejos. Un día, avanzando por la ribera del Rin camino a
casa, vio un velero. Empezaba a soplar una tempestad y la vela
mayor casi se adelantaba al barco. La visión le condujo a una
detallada fantasía que permanecería con él por el resto de su
vida: el río se convertía en un gran lago del cual surgía una roca
muy alta que solo se conectaba con la ribera por una angosta
calzada. Un puente de madera conducía a un pórtico flanqueado
por torres que daba a una pequeña ciudad medieval. Sobre la
roca se erguía un castillo: «Era mi casa». Las habitaciones,
con artesonado de madera, eran sencillas, había una elegante
biblioteca que contenía todo lo digno de ser conocido y había
armas y cañones para la defensa y también una guarnición de
cincuenta hombres. La pequeña ciudad tenía varios cientos de
habitantes y Carl era el alcalde, el juez y el consejero general.
Había un portezuelo a un costado de la ciudad y allí guardaba
su yate de dos mástiles. «La razón de ser de todo este dispo-
sitivo era el secreto de la torre de homenaje, que únicamente
yo conocía. La idea me golpeó con fuerza. Porque, al interior
de la torre, ocupando desde las fortificaciones superiores hasta
la cripta abovedada, había una columna de cobre». Era gruesa
como el brazo de un hombre y se erguía como un árbol, pero
al revés, con las raíces estiradas en el aire. Estas raíces extraían
algo del aire y lo conducían hacia abajo por la columna hasta
la cripta, donde había un laboratorio en el cual Carl fabricaba
oro a partir de la misteriosa sustancia.

[45]
Desde ese momento en adelante, el largo y tedioso camino
de Carl a casa desde la escuela pasó a ser breve y atractivo.
Perdido en la fantasía, realizaba transformaciones estructurales
a los edificios, llamaba a reuniones de consejo, sentenciaba
malhechores, disparaba cañones. Cabía también la posibilidad
de navegar en el yate. Y antes de darse cuenta ya se encontraba
en la puerta de la casa parroquial. La fantasía duró varios meses
hasta que se aburrió de ella. De allí en más empezó a construir
con barro y piedras en el jardín de la casa, estudió fortificaciones,
recolectó fósiles, aprendió sobre plantas y leyó numerosas revistas
científicas. La construcción de castillos y ciudades en miniatura
se convirtió en lo que solía hacer de niño para controlarse.
Seguiría haciéndolo por el resto de su vida.
Carl rindió con facilidad sus exámenes finales e ingresó a
estudiar medicina en la Universidad de Basilea. Originalmente,
como Emma, deseaba estudiar ciencias naturales, pero sabía que
debía ganarse la vida y, en lo más profundo de sí, tenía claro
hacia dónde iba. A fin de cuentas, seis de los parientes de su
madre eran pastores, sanadores del espíritu, y su abuelo Jung,
que había llegado a Basilea desde Alemania, era un doctor en
medicina con ideas progresistas, que creía que los enfermos
mentales merecían tratamiento y no la cárcel. Grossvater Jung
era muy conocido y respetado en Basilea, del tipo de las personas
«mayores que la vida», un demócrata y liberal, algo excéntrico,
que vivía con un cerdo sonrosado de mascota, exactamente el
tipo de hombre que Carl habría deseado imitar. Nunca conoció
a su abuelo, pero compartían el nombre: Carl Gustav, si bien
escribía el suyo con K. La cambió a C no bien dejó la universidad
y se embarcó en una vida propia.
Aunque Grossvater Jung era liberal en público, en casa
era autoritario. Su hijo, Paul Achilles Jung, el padre de Carl,
descubriría que jamás podría vivir cumpliendo las expectativas
de su padre. Paul tuvo un alto rendimiento académico, estudió
lenguas orientales y hebreo en Góttingen y escribió su tesis

[46]
sobre la versión árabe del Cantar de los cantares. Sin embargo,
cuando escogió una profesión se decidió por ser pastor de la
Iglesia protestante reformada y por una vida modesta, apartada,
de escasos medios materiales. Quizás lo alentó a esto Samuel
Preiswerk, su futuro suegro. Paul fue alumno de Preiswerk y
pasaron muchas horas felices en su biblioteca trabajando con
antiguos textos hebreos. Pero algo hacía que Paul continuamente
dudara. La mayoría de los veranos se marchaba, solo, a casa de
un sacerdote católico, en Sachseln, una curiosa conducta en un
pastor de la Iglesia protestante reformada. Nadie sabía por qué
iba allí. Carl, en cierto modo, lo respetaba por ello.
Pero el respeto por su padre se iba disipando. En la época
de su confirmación, Carl ya se había alejado completamente de
la Iglesia, cansado y escéptico. Discutía apasionadamente con
su padre acerca de la hipocresía de todo y, peor aún, acerca de
la hipocresía de su padre. Le observaba moverse día tras día,
sabiendo de las dudas y tormentos que padecía en privado en
las oscuras horas de la noche. «Se apoderó de mí la compasión
más vehemente», recordaría en la vejez. «Se había abierto un
abismo entre él y yo, y no veía posibilidad alguna de tender
un puente porque su extensión era infinita». Seguía siendo su
«querido y generoso padre», pero Carl no podía hacer nada por
él. Buscó respuestas en la Biblia, pero no halló ninguna. ¿No era
también el demonio, con seguridad, una criatura de Dios? Pero
la Biblia no daba indicio alguno. Solo era «tontería fantasiosa».
En una carta del 13 de junio de 1955, Jung confiesa que la tra-
gedia de su juventud había sido ver «quebrarse» progresivamente
a su padre ante sus ojos.
La madre de Carl, Emilie, provenía de una estirpe de
videntes. Su propia madre tenía dos personalidades: un buen
monje y uno malo, y tenía visiones y veía fantasmas. Lo oculto
formaba parte de la vida cotidiana de muchos de los Preiswerk.
Y en una ocasión la madre de Carl regresó a casa después de
haber estado «fuera» y lo oculto también pasó a formar parte

[47]
de su vida cotidiana y más a menudo de su vida nocturna,
cuando «atmósferas» alarmantes emanaban de su dormitorio.
«Estaba seguro de que poseía dos personalidades, una inocua y
humana, y la otra muy extraña», escribió más tarde. Conforme
a su personalidad No1, era una buena madre: cálida, agradable,
con sentido del humor, buena cocinera, e inclinada, a medida
que su hijo iba creciendo, a confiar más en él que en su padre.
Pero su personalidad N22 era otro asunto: «una figura sombría,
imponente, poseída por una autoridad inasible y sin concesiones».
Además, era muy grande y padecía de sobrepeso. Más tarde se dio
cuenta de que eso se debía a su depresión y al mal estado de su
matrimonio. Pero de niño no podía comprenderlo, y sus vínculos
profundos, y complicados, eran con su inteligente y atormentado
padre. «La sensación que asocié durante mucho tiempo con
“mujer” fue la de una innata falta de fiabilidad. “Padre”, por otra
parte, significaba confiabilidad e impotencia. Con este hándicap
empecé la vida. Más adelante revisé estas primeras impresiones:
he confiado en amigos y me han decepcionado y he desconfiado
de mujeres que no me han decepcionado».
Cuando Carl se matriculó en la Universidad de Basilea, a
comienzos de 1895, su padre se había convertido, a sus ojos, en el
Rey Pescador de la leyenda del Grial «cuya herida no mejoraría»
y empezaba mostrar indicios de una insanable herida verdadera.
Había vivido deprimido y atormentado durante años, pero ahora
el médico de la familia detectó serios síntomas físicos, que no
supo diagnosticar pero que sin embargo le estaban matando.
A fin de año ya estaba postrado en cama. Carl le trasladaba
de habitación en habitación como un saco de huesos. Murió
a los pocos meses. «Los días posteriores fueron deprimentes y
dolorosos», escribe Carl. «Muy poco de lo sucedido entonces
ha permanecido en mi memoria».
Antes de morir, el padre de Carl había solicitado al cantón
de Basilea un estipendio para financiar los estudios de su hijo.

[48]
Aceptaron su solicitud, pero en lugar de alegrarse por ello, Carl
se sintió mortificado por tener que recurrir a la caridad. Pero
debió pedir dinero prestado a sus ricos parientes Jung y compró
y vendió antigúedades de sus tías para poder llegar a fin de
mes. Y sobre Emilie, su madre: «Una vez mi madre me habló
o quizás habló al aire que la rodeaba, con su voz “segunda”, y
afirmó: “Se murió justo a tiempo para ti”».
En esos días Carl no podía saber con seguridad qué había
querido decir su madre, pero la muerte de su padre efectiva-
mente le liberó: sus años de estudiante fueron una buena época,
llena de energía, amistades y actividad intelectual, alimentadas,
como reconocería él mismo, por una «enorme ambición». Muy
pronto dominaba las discusiones en su hermandad Zofingia,
desafiaba a los demás con brillantes incursiones en las ideas de
Schopenhauer y Nietzsche y hablada de asuntos desconocidos:
sueños, visiones y lo oculto. Su amigo Albert Oeri, que había
pasado con él desde el Gymnasium a la Universidad de Basilea,
recuerda debates sobre temas como «Los límites de las ciencias
exactas», «Algunas reflexiones sobre la naturaleza y valor de la
investigación especulativa» y «Algunas ideas sobre psicología»,
y que Carl fácilmente conseguía «dominar intelectualmente a
un coro rebelde de cincuenta o sesenta estudiantes de distintos
sectores del aprendizaje a quienes tentaba con sectores de pen-
samiento de mayor envergadura especulativa». No tardaron en
apodarlo «aplanadora». Y si se mira fotografías de Carl en esos
tiempos de la fraternidad se puede apreciar por qué: grande, alto
y robusto, su presencia era casi abrumadora y su expresión nada
simpática y sí entre enigmática y cerrada. Su evidente ambición y
sus modales distantes no lo acercaban a todos. Y a ninguna mujer.
Cuando murió el padre, Carl y su madre y su hermana
Trudi, nueve años menor que él, tuvieron que marcharse de
la casa parroquial. No tenían dinero ni dónde ir. Se mudaron
entonces donde los Preiswerk, a un viejo y destartalado molino,

[49]
el molino Bottminger, situado en un barrio venido a menos de
las afueras de Basilea. El traslado al molino puso en contacto
directo a Carl con el espiritismo y lo oculto, pues esta rama
familiar estaba llena de videntes, tenía visiones, escuchaba voces
y organizaba sesiones. «Le asombraba que la posición científica
oficial acerca de los fenómenos ocultos fuera sencillamente
la negación de su existencia», escribe Oeri, «en lugar de su
investigación y explicación». Carl, en consecuencia, decidió
investigarlos. Asistió regularmente a las sesiones en el molino,
que dirigía su prima Helly. Y posteriormente basó en ellas su
tesis doctoral, titulada «Sobre la psicología y la patología de los
llamados fenómenos ocultos».
Ese fue, entonces, el hombre que conoció Emma, o volvió
a conocer, en 1899 a su regreso de París, a los diecisiete años.
Tenía veinticuatro y empezaba a trabajar en el asilo Burghólzli.
Era un hombre complejo, con muchos secretos. De hecho, había
uno más, del «otro» Carl, que Emma no conocía. Era uno que él
mismo ya no «conocía», habiéndolo reprimido profundamente
en su inconsciente, donde permanecería a salvo hasta que ese
mago del inconsciente, Sigmund Freud, lo pusiera al descubierto
en una de las prolongadas e intensas veladas que compartieron
ambos hombres en marzo de 1907.
Carl perdió entonces su equilibrio, y Emma no pudo menos
que notarlo. Especialmente por la manera cómo trataba a la
mujer judía que conocieron en el hotel de Abbazia. No lo
admitió entonces a Emma, y así se mantuvo durante años.Y en
esa época ni siquiera se lo admitía a sí mismo. Y así fue hasta
que la crisis resultó tan inmanejable que ya no pudo evitarlo:
Carl había sido abusado sexualmente de niño, y el único modo
con que pudo lidiar con ello fue reprimiendo el recuerdo. Pero
en octubre de 1907, unos buenos siete meses después de que
las conversaciones con Freud forzaran a esos recuerdos a salir
a la superficie y su vida entrara en un lapso de confusión aún

[50]
mayor, tuvo que enfrentarlo. Había postergado demasiado sus
respuestas a las cartas de Freud y finalmente este, por lo general
muy tolerante e indulgente con su príncipe heredero, manifestó
sus objeciones, y Carl aclaró el punto. «Sus dos últimas cartas
contienen referencias a mi pereza para escribir. Le debo una
explicación, sin duda», escribió el 28 de octubre, culpando
primero a su exceso de trabajo, pero después aceptando que en
realidad se trataba de lo que Freud llamaba su «complejo de
supervivencia», que solía asaltar su pluma y le impedía escribir:

En realidad —y confieso esto a duras penas— tengo una


admiración sin límites por usted como hombre e inves-
tigador, y nada siento que deba reprocharle. Así que el
complejo de supervivencia no proviene de allí. Es que mi
veneración por usted tiene algo de entusiasmo «religioso».
Y aunque esto en realidad no me molesta, no deja de
parecerme desagradable y ridículo debido a sus innegables
matices eróticos. Esta sensación abominable proviene del
hecho de que siendo niño fui víctima del asalto sexual
de un hombre que en un tiempo había adorado. Incluso
en Viena las insinuaciones de las señoras («enfin seuls»,
etc.) me enfermaban, aunque entonces no tenía claras las
razones. Esta sensación, de la cual aún no me he liberado
por completo, me entorpece de manera considerable.

Y continúa, explicando que esto le torna «francamente desagra-


dable» establecer amistad íntima con colegas varones. Termina
abruptamente la carta, diciendo: «Creo que le debo esta expli-
cación. Quizás no debí decirla».
Todos estos secretos. Y Emma no conocía ninguno.

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Un compromiso secreto

El compromiso matrimonial de Emma y Carl se efectuó el 6 de


octubre de 1901, en secreto, en la residencia familiar de Olberg,
en Schaffhausen. Los únicos otros invitados además de la madre
y la hermana de Emma, fueron la madre y la hermana de Carl,
y el único registro del suceso son unas cuantas fotografías fuera
de foco que probablemente realizó Marguerite en el jardín,
donde la pareja parece acercarse o alejarse de la cámara como
si tratara de evitarla. En los días del desposorio ya llevaban
dieciocho meses de cortejo y Emma tenía diecinueve años.
Se veía menor, casi una escolar. Carl continuaba con su aspecto
de aplanadora y no era todavía el aplomado hombre de mundo
en que se convertiría. Convinieron postergar la boda hasta que
Emma cumpliera veintiún años.
Por entonces Jung llevaba casi un año de asistente en el asilo
Burghólzli, después de trasladarse directamente a Zúrich una vez
que dio sus exámenes de medicina y aceptar un trabajo temporal
donde un médico antes de empezar en el Burghólzli en diciembre
de 1900. La decisión desconcertó a sus colegas y afectó a su
madre. ¿Por qué desearía alguien marcharse de la cosmopolita
Basilea a la aburrida y mercantil Zúrich y cómo podía abandonar
de esa manera a sus empobrecidas madre y hermana? Parte de
la razón: Carl se había enemistado con Herr Professor Wille, el
primero de una larga fila de hombres mayores con los cuales se
molestaría Jung durante su vida profesional. Ludwig Wille era
el nuevo profesor de psiquiatría en la Universidad de Basilea. La
disciplina misma, la psiquiatría, solo databa de la década de 1880.
Al decidir especializarse en ella, Jung se estaba embarcando en la
rama menos de moda y peor remunerada de la profesión médica.
Su decisión se consideró otra de sus rarezas, ya que era uno de
los mejores de su generación y parecía disponer de un futuro
brillante. Sus colegas no podían saber que la psiquiatría apelaba
profundamente al «otro» Carl, que había experimentado, desde
que tenía memoria, la clase de sueños y visiones que algunas
personas calificarían de dementes. Lo reconoció inmediatamente
cuando leyó en 1890, en el Lehrbuch der Psychiatrie, la obra
de Krafft-Ebing sobre «enfermedades de la personalidad».
«El corazón de pronto me empezó a latir con fuerza. Tuve
que ponerme de pie y respirar hondo. Mi excitación era muy
intensa [...]. Allí tenía, enfrente, el dominio empírico común a
los hechos biológicos y espirituales que había buscado en todas
partes y ahora encontrado». Professor Wille, sin embargo, se
mantenía con firmeza en la vieja escuela y creía que todas las
enfermedades mentales resultaban de un deterioro físico del
cerebro. Jung tarde o temprano tendría que encarar el punto. El
resultado inmediato fue que decidió presentar su tesis doctoral
en la facultad de medicina de la Universidad de Zúrich y no
en Basilea. Zúrich tenía la ventaja adicional de estar más cerca
que Basilea de Schaffhausen y Emma.
En el asilo Burghólzli había alrededor de cuatrocientos
pacientes cuando llegó Jung a ocupar su cargo, pero aparte de
Bleuler solo otro médico calificado, Ludwig von Muralt, y el
cuidado rutinario lo efectuaban voluntarios sin preparación
suficiente, tanto hombres como mujeres. Esto implicaba un

[54]
trabajo extremadamente pesado para Carl, que vivía en el recinto.
Su único tiempo libre eran los domingos, cuando visitaba a
Emma. Primero bajaba caminando quince minutos por el cerro
hasta la estación del tranvía, que en esos tiempos no llegaba
hasta el Burghólzli, y allí tomaba el tren, electrificado no mucho
antes, a la estación central de Zúrich, y después el tren a vapor
a Schaffhausen, en dirección al norte, dejando atrás el lago y
los Alpes y atravesando un paisaje de praderas, granjas y aldeas
dispersas, y avanzando más allá de las estruendosas cataratas del
Rin hasta llegar a la estación de trenes de Schaffhausen donde le
esperaba el cochero Braun en el carruaje verde de los Rauschen-
bach para subirlo hasta la residencia Olberg. De este modo pasaba
en el lapso de dos horas desde el niveau más bajo hasta el más
alto de la sociedad suiza, un viaje que nunca dejó de fascinarle.
Y allí estaba, en el gran vestíbulo de la entrada, expectante,
Emma, ansiosa por escuchar, deseosa de aprender, inquieta por
ayudar. Había empezado a tomar lecciones de latín para poder
leer los textos médicos de Carl, y de matemáticas para disciplinar
su mente, y practicaba su escritura a mano para ayudar a Carl
con los informes diarios en que Bleuler insistía particularmente
sin considerar cuántas horas se podría tardar en redactarlos. Lo
cual resultaba tedioso para Carl, pero entusiasmaba a Emma,
a quien apasionaban las ciencias naturales. Por otra parte, le
interesaba mucho la leyenda del Santo Grial, que durante años
importó bastante a Carl. Emma deseaba ayudar a Carl en su
trabajo, aunque fuera en asuntos secundarios, y Carl gozaba
con esa ayuda.
Emma, en muchos sentidos, se estaba preparando para
ser una «buena esposa» tal como recomendaban las revistas
semanales a las jóvenes. «La esposa ideal», escribe Rudolf von
Tavel en la revista mensual Wissen und Leben, «debe vivir y
actuar por completo según su marido. Le debe apoyar en sus
tareas, suavizándole, dándole calor y alabándole del mejor modo,

[55]
convenciendo a sus hijos de lo mismo, de manera que la vida
familiar sea la correcta y promueva las actitudes que fortalecen
a la Vaterland». Coincide Rosa Dahinden-Pfyl, según escribe
en Die Kunst mit Mánnern Glúcklich zu Sein (El arte de ser
feliz con un hombre): «La felicidad y el poder perdurable del
amor matrimonial depende en gran medida de los buenos e
inteligentes recursos de la mujer». Nunca debe quejarse de la
frialdad que manifieste hacia ella su marido, sea ella verdadera
o imaginaria. Debe interesarse amablemente en todo lo que le
concierne, siempre mostrándole su afecto, y hacer de su casa un
lugar cómodo donde jamás le canse con cháchara inútil. Debe
evitar amargarse por sus debilidades y nunca inmiscuirse en
sus negocios. Para mantenerse atractiva para él siempre debe
mantener el buen humor, vestirse bien y con buen gusto; en
suma, siempre cuidar de su apariencia, pero también de su salud,
de su carácter y de su alma. «Si decayeran sus encantos físicos,
debe mantener el interés de su marido gracias a su simpatía,
su saber, su cordialidad y su ingenio, pero sin mostrar jamás
mayores conocimientos que él».
Esto, y nada más, habría constituido toda la vida de Emma
si se hubiera casado con el buen burgués que le tenían desti-
nado. Pero no sería así con Carl. Su propia niñez nada había
tenido de burguesa y su personalidad no podía adecuarse a las
convenciones. Sus exigencias a Emma serían infinitamente más
complejas y retadoras y ningún manual sobre el matrimonio
podría describirlas. Pero todo esto vino después. De momento
a Emma le resultaba sencillamente excitante estar con alguien
que le aportaba libros y artículos científicos que leer y disfrutaba
conversando con ella sobre sus planes y sus ideas.
Carl y Emma se situaron con facilidad en los papeles de
maestro y estudiante. Carl ya había completado cinco años
de estudios de medicina y se estaba embarcando en el tra-
bajo y la profesión que le ocuparía el resto de la vida. Por esos

[56]
días trabajaba en su tesis doctoral «Sobre la psicología y la
patología de los llamados fenómenos ocultos», investigando
el casi desconocido mundo del inconsciente según las pruebas
que había reunido durante las sesiones de Helly en el molino
Bottminger. Herr Professor Freud acababa de publicar en Viena
un libro titulado La interpretación de los sueños, que investigaba
el inconsciente desde un ángulo diferente, el significado oculto
de los sueños, que con frecuencia habían llenado páginas de
literatura, pero nunca se habían investigado científicamente.
Bleuler encargó a Carl que lo leyera y presentara sus hallazgos
al personal del Burghólzli en una de sus reuniones vespertinas.
Como si ya no tuviera que revisar bastantes papeles. Pero esto
era diferente. Era el nuevo mundo y solo estaba a la espera de
que lo descubrieran.
Carl parecía a Emma un hombre de mundo, sofisticado, y,
como cuenta su amigo Albert Oeri, era un conversador hipnótico.
Así que la habría sorprendido descubrir que su prometido carecía
de toda experiencia con las mujeres. «No pensaba mucho en fiestas
ni en los bailes de las hermandades, ni en enamorar a criadas ni
en nada semejante», recuerda Oeri, que describe a Carl casi como
mojigato. Alguna vez llevó a bailar a Luggi, la hermana mayor de
Helly, pero Oeri solo recuerda una ocasión en que Carl pareció
quedar impresionado, en otra fiesta de la hermandad estudiantil,
en este caso por una joven suiza de habla francesa. Y poco después
se comportó, en realidad, de una manera muy extraña. De hecho,
si Oeri no fuera un testigo tan confiable, cabría preguntarse por
la veracidad de la historia. «Una mañana», escribe Oeri, «entró a
una tienda, pidió, y recibió, dos anillos de compromiso, depositó
veinte centavos en el mesón y se dirigió a la puerta». Seguramente
estaba dejando esos centavos como un depósito. Pero el dueño
objetó el punto, y Carl devolvió los anillos, tomó su dinero y salió
de la tienda «maldiciendo al propietario, que se había atrevido a
interferir en sus proyectos de compromiso por el mero hecho de
que poseyera nada más que veinte centavos».

[57]
Si se tratara de cualquier otro se podría pensar en una
broma de estudiantes, pero no en el caso de Carl, que oscilaba
precariamente entre dos personalidades y no tenía la menor
idea de cómo manejar una situación así. Posteriormente «se
deprimió mucho», dice Oeri. «Nunca volvió a encarar el asunto;
la aplanadora continuó sin compromisos de ese tipo durante
varios años». De hecho, hasta que conoció a Emma y la convenció
de casarse con él.

Emma tenía su propio secreto. Su padre había empezado a perder


la vista cuando ella tenía doce años. Muy pronto ya no pudo
leer y Emma, la estudiosa, fue encargada de sentarse y leerle en
voz alta periódicos, revistas, libros, papeles de negocios que le
traían de la fábrica y de la fundición: terminó sabiendo mucho
de asuntos financieros y manejo de cuentas. Más tarde, a medida
que empeoraba su enfermedad, hicieron a su padre, en Braille,
los planes para el rediseño de la propiedad de Olberg. Todo
esto no dejaba de ser duro para Emma, especialmente porque
el hombre era difícil, sarcástico, un rasgo que se le agudizó con
la edad y el progreso de la ceguera. Aún más duro era que la
causa se debía mantener en secreto, tal era la vergúenza y el
estigma que acarreaba: Herr Rauschenbach tenía sífilis. Según
la familia, se había contagiado durante un viaje de negocios
a Budapest, seguramente por culpa de una prostituta. Bertha
había decidido no viajar con él en esa ocasión, pues le parecía
que las dos niñas aún eran muy pequeñas para dejarlas solas
con la niñera. Quizás todo habría sido diferente si lo hubiera
acompañado. Fue una tragedia para la familia, y las fotografías
de Emma durante su adolescencia muestran una chica tímida,
de cara redonda, gordita, que seguramente sentía la tensión del
secreto familiar. Hacía todo lo posible por ayudar a su madre a
soportar el peso de un marido y un padre que se tornaba más
y más amargo y desesperado, apartado del mundo en su cuarto

[s8]
de los pisos superiores. Y esto la privó de su natural alegre,
volviéndola demasiado seria para su edad.
Albert Oeri recuerda haber visitado la casa familiar poco
antes de que muriera el pastor Jung y relata que Carl, de veinte
años, llevaba a su padre «que había sido tan fuerte», en brazos
de cuarto en cuarto «como un montón de huesos en una clase
anatomía». Emma, por su parte, se sentaba a leer a su padre
ciego, amargado y medio loco.
A finales del siglo diecinueve los médicos estaban a punto
de hallar una cura para la sífilis. Pero no llegaron a tiempo para
Herr Rauschenbach. En 1905, en Berlín, Fritz Schaudinn y
Erich Hoffmann habían identificado el organismo causante,
el microbio Treponema pallidum, y en 1910 Paul Ehrlich,
director del Real Instituto Prusiano de Terapia Experimental,
de Fráncfort, desarrolló el primer tratamiento modestamente
eficaz, el Salvarsan. Pero la curación solo fue segura después
del descubrimiento de la penicilina en la década de 1940. En
los años noventa del siglo diecinueve el tratamiento dependía
del uso de mercurio, que aliviaba los síntomas si se utilizaba
en sus inicios, aunque los efectos colaterales eran en extremo
desagradables. Y no se trataba de una cura. La sífilis, altamente
contagiosa y transmitida primordialmente a través del contacto
sexual, había asediado Europa durante siglos, provocando miedo
y recelo y dando pábulo a gran cantidad de moralina acerca de
las virtudes del matrimonio. Los síntomas eran horribles. Las
primeras señales eran enrojecimientos y pústulas en el cuerpo
y la cara y después lesiones abiertas en la piel, que supuraban,
tumores que desfiguraban y terribles dolores que solo se aliviaban
con dosis regulares de morfina. Algunos de los casos más trágicos
eran los de mujeres que nada recelaban y eran infectadas por sus
maridos y, a su vez, infectaban a los hijos por nacer. Las nodrizas
podían contagiarse con el niño, o, si ya estaban contagiadas, pasar
la enfermedad al bebé. Para empeorar las cosas, en el caso de
familias como los Rauschenbach, la sociedad era muy hipócrita.

[59]
Todo el mundo sabía de la enfermedad, pero nadie hablaba de
ella, excepto en los folletos médicos que se leían en la priva-
cidad de una consulta médica: «La mujer debe estar sometida
a su marido. En consecuencia, si bien él se contagia cuando
quiere, ella también lo hace cuando él quiere [...]. La mujer es
ignorante [...] especialmente en asuntos de esta índole. Así que
por lo general no advierte dónde y cómo podría contagiarse,
y, cuando se contagia, durante mucho tiempo no nota lo que
le ha sucedido». Otro folleto se concentra en mujeres de clase
baja y sin quererlo pone de manifiesto otra hipocresía de esos
tiempos: si bien se considera víctima a la mujer burguesa, se
debía culpar a la mujer de clase trabajadora y no a su seductor (ni
a su cliente, si se trataba de una prostituta): «Debe avisarse a la
mujer [...]. Toda chica trabajadora, campesina o criada debe ser
advertida de que si se entrega al seductor no solo corre el riesgo
de tener que criar el hijo que puede resultar de su transgresión,
sino el de contagiarse con una enfermedad cuyas consecuencias
la pueden hacer sufrir el resto de la vida».
Sigmund Freud estaba investigando en Viena los efectos psi-
cológicos de la sífilis en la siguiente generación. Había descubierto
que muchos de sus casos de histeria y de neurosis obsesiva, como
los de sus pacientes «Dora [y] Rat Man, tenían padres a los que
se había tratado por sífilis en su juventud. Es posible que Bertha
Rauscherbach prefiriera a Carl Jung como pareja de Emma no
solo porque notara lo bien que armonizaban, sino porque Carl
acababa de completar sus estudios de medicina y podía ayudar
con el tratamiento de la enfermedad de su marido,yen secreto, en
la privacidad de su propio hogar. Y sin duda la alivió comprobar
la escasa experiencia de su futuro yerno con mujeres.

Entretanto, Carl trabajaba en el Burghólzli y dejaba atrás a su


padre, que había muerto «en el momento justo», como decía
su madre. Pero no dejaba atrás su personalidad N“2. Años más

[60]
tarde su amigo y colega Ludwig von Muralt, el otro médico del
Burghólzli cuando llegó Carl, le dijo que durante esos primeros
meses se comportó de manera tan extraña que la gente creyó que
podía ser «psicológicamente anormal». El mismo Jung relata
haber experimentado tales sentimientos de inferioridad y tanta
tensión en esa época que solamente la «máxima concentración
en lo esencial» le permitió no «explotar». El problema era, por
una parte, que Bleuler y Von Muralt parecían muy seguros en sus
funciones, y él, en cambio, se sentía completamente confundido
en el extraño nuevo mundo de esa institución y, por otra parte,
profundamente humillado por su pobreza. Solo poseía un par de
pantalones y dos camisas, tenía que enviar su escasa remuneración
a su madre y hermana, que seguían viviendo de la caridad en
el molino Bottminger. A la humillación se unía una sensación
general de inferioridad social, potenciada porque Von Muralt
provenía de una de las familias más antiguas y ricas de Zúrich.
Eran los mismos sentimientos que a menudo habían abru-
mado a Carl en el pasado y su solución fue igual: retirarse
y convertirse en lo que llamaba un «eremita», cerrándose y
apartándose del mundo. Cuando no estaba trabajando, leía
los cincuenta volúmenes de la revista Allgemeine Zeitschrift fur
Psychatrie de la primera a la última página. Decía que quería
averiguar «cómo reaccionaba la mente humana ante la vista
de su propia destrucción». Su propio padre le podría haber
servido de ejemplo. O él mismo durante los primeros meses de
1901, después que Emma rechazó su oferta de matrimonio, lo
que quizás haya sido la verdadera razón por la cual estuvo tan
deprimido, su segura personalidad N*1 se desvaneció en el aire
junto con todas sus esperanzas y sueños y estuvo a punto de un
colapso mental y emocional como los que le habían sucedido
en el pasado y volverían a ocurrirle en el futuro.
La crisis fue extrema. Pero de pronto, al cabo de seis meses, se
recuperó. De hecho, terminó al extremo contrario, el guiñapo fue
reemplazado en un abrir y cerrar de ojos por la vieja aplanadora

[61]
ruidosa, obstinada, llena de energías. No bien se comprometió
y estuvo seguro del amor de Emma, Carl pudo entregarse por
entero a su vida en el Burghólzli, con aquella energía que dejaba
sin aliento a los demás. Nadie dejó de advertirlo, pero nadie
supo la razón, porque nadie sabía dónde iba todos los domingos.
Sin saber de la aguda crisis de confianza de Carl, Emma
seguía encandilada por su amor y le costaba creer que fuera
cierto. La inquietaba resultar una compañera aburrida cada
vez que pasaba revista a los detalles de su semana mundana:
las cabalgatas, los paseos junto al Rin, las visitas familiares, el
deterioro de la salud de su padre, las veladas musicales que su
madre gustaba realizar en Olberg. Los mejores momentos eran
cuando conversaban sobre los libros que había leído, lo que daba
forma y propósito a su semana, permitiéndole ser «ella misma»
de una manera que no lograría de otro modo. La alegraba notar
que Carl gozaba con sus progresos, que siempre la alentaba para
que hiciera todavía más. Y la alivió descubrir que Carl no estaba
interesado de ningún modo en tener una esposa burguesa que
no pensara en otra cosa que en su casa, sus hijos y la vida dentro
de los estrechos límites de la sociedad suiza. Todos los días
esperaba al cartero, que debía esforzarse para subir en bicicleta
hasta Olberg y llevarle una carta más de Carl, dirigida a Mein
hebster Schatz! —mi querido tesoro— largas cartas, llenas de
noticias de Burgholzli, de ideas y sugerencias de nuevas lecturas,
y de encendidos recordatorios de su amor por ella. Y todos los
domingos, a medida que iba conociendo mejor a Emma, Carl
descubría que tras su timidez y seriedad se ocultaba otra, una
Emma con chispeante sentido del humor, que podía reír y reír.
¿Y quién mejor que Carl podía hacerla reír?

A comienzos del siglo veinte, bajo la dirección de Bleuler, el


Burghólzli era una institución notable que estaba consiguiendo
fama internacional rápidamente. En una época en que la mayoría

[62]
de los asilos se limitaba a apartar de la sociedad a los enfermos
mentales, encerrándoles a menudo por el resto de la vida, en
el Burghólzli ofrecían diversos tratamientos e intentaban, en
lo posible, ser considerados y respetuosos . describe así
Jung
la situación:

En esos días el mundo médico en general despreciaba


completamente la psiquiatría. En realidad, nadie sabía nada
sobre ella, y no existía una psicología que considerara al
hombre como un todo e incluyera sus variantes patológicas
en el cuadro total. El director estaba encerrado en la misma
institución con sus pacientes, y la institución estaba aislada,
en las afueras de la ciudad, como un antiguo lazareto con
sus leprosos. A nadie le gustaba mirar en esa dirección.
Los médicos sabían casi tan poco como los legos y por
lo tanto compartían sus prejuicios. La enfermedad de la
mente era un asunto fatal, sin esperanza, que extendía su
sombra también sobre la psiquiatría [...].

Poco después de que Carl ingresara, el equipo aumentó a cinco


médicos, lo que a Bleuler parecía un verdadero lujo: antes de
aceptar en 1898 la dirección del Burghólzli, había pasado trece
años como director del asilo de lunáticos de la isla de Reichenau,
donde llegó a haber más de quinientos pacientes a cargo de un
solo asistente médico.
Eugen Bleuler era un hombre notable. Provenía de un
linaje campesino y fue el primero de su familia que asistió a la
universidad. Tal como Jung, se sintió atraído por esa nueva rama
de la medicina porque había conocido la enfermedad mental en
su propia familia: su hermana Pauline era una esquizofrénica
catatónica. Después de que Bleuler contrajo matrimonio en 1901,
vivió con él, con su esposa y finalmente también con sus cinco
hijos en un amplio apartamento del segundo piso del Burghólli.

[63]
Bleuler se había preparado con algunos de los médicos más
progresistas de la época, incluso con Jean-Martin Charcot en
el hospital de la Salpétriére de París, donde Sigmund Freud
también pasó un tiempo. Charcot era en primer lugar y sobre
todo un neurólogo interesado en las funciones y malfunciones
del cerebro, lo que explicaba con la soltura y elegancia de un
showman a los cientos de estudiantes que acudían a sus con-
ferencias desde Inglaterra, Alemania, Austria y Norteamérica.
Monitoreaba el progreso de sus pacientes durante toda su vida
y cuando morían les examinaba el cerebro con su microscopio.
De este modo diagnosticó tempranamente el Párkinson, la
esclerosis múltiple, la enfermedad de las neuronas motoras y la
de Tourette. Pero le interesaban más los pacientes que sufrían
de histeria; le acarrearon su mayor fama.
Los «tratamientos» de moda para la histeria eran en la época
el «magnetismo animal» y la hipnosis, cada uno de los cuales
requería de un médico capaz de «intuición» muy especial. En el
magnetismo animal, el médico pasaba las manos sobre el paciente
para liberar el fluido vital o energía que se suponía bloqueado.
En el hipnotismo, el médico tomaba el control de la mente y
ofrecía las demostraciones más dramáticas cuando los pacientes
caían en trance y hablaban con voz extraña. Eugen Bleuler
continuósu entrenamiento con Auguste Forel a comienzos de
la década de 1880 en el Burghólzli y el hipnotismo era uno de
los principales tratamientos. Forel tenía su propio «Hypnoses-
tab», una cinta con una punta de plata que utilizaba con algún
éxito en obsesivos y neuróticos y también en casos de histeria.
Pero su mayor éxito ocurría con alcohólicos. El Burghólzli era
entonces, y continuó así cuando Bleuler reemplazó a Forel,
una institución que respetaba estrictamente las virtudes de la
abstinencia. La bebida era una de las peores afecciones de la
época y los asilos estaban colmados de casos crónicos a los que
se conseguía contener mientras permanecían internados, pero

[64]
que, no habiendo un voto de abstinencia, volvían muy pronto
a los viejos hábitos no bien salían del asilo.
Carl explicaba todo esto a Emma en sus cartas o los domin-
gos en el salón de Ólberg o en sus caminatas vespertinas por el
campo de más arriba de la casa, que llegaban hasta «su» banco en
los lindes del bosque. Emma confesaría más tarde que entonces
solo comprendía la mitad de todo aquello. Bleuler, al parecer,
continuaba con los métodos avanzados que había empezado a
desarrollar en Reichenau: sus asistentes vivían entre los internos,
comían con ellos en las mismas mesas y socializaban con ellos
en su tiempo libre. Su teoría del affektiver Rapport, escuchar con
empatía, era el principio guía. Había también un gran énfasis en
la limpieza. Se ayudaba a los internos a lavarse escrupulosamente,
aunque faltaban baños y salas de baño, y a mantener su ropa en
buenas condiciones. Lo mismo ocurría con sus camas, unas doce
a cada lado de un pasillo, que se mantenían limpias, se colgaban
por las ventanas los pesados plumones todas las mañanas y
los colchones se daban vuelta regularmente. A los pacientes
se los mantenía ocupados: Herr Direktor Bleuler creía que la
actividad física convenía a la mente dislocada. Las huertas de
la cocina quedaban fuera de los muros del asilo, se extendían
por las laderas y proveían de vegetales y frutos, que se llevaban
frescos todos los días a la cocina. La lechería entregaba leche y
queso. Las gallinas proveían de huevos. La lavandería ocupaba
a los internos lavando, secando y planchando. El Aausordnung
mantenía impecables las instalaciones, oliendo a suelos limpios
y jabón. Había talleres: trabajos en madera y acopio de leña para
las estufas en el invierno, fabricación de sacos, recogida de seda,
costura, zurcido y tejido. El lugar era autosuficiente en todos los
sentidos y la comida, para una institución, era buena: siempre
una sopa al mediodía, seguida de carne y vegetales, sopa y pan
otra vez por la noche, junto con un trozo de queso o salchichas.
Los pacientes estaban divididos en tres categorías. Si bien los de

[65]
tercera clase no comían tan bien como los de primera (privados),
el estándar seguía siendo superior al de la mayoría de los asilos.
Al atardecer había juego de cartas, lectura, conciertos. Á veces
los pacientes producían algún entretenimiento, otras veces se
dictaba conferencias,ylos fines de semana, ocasionalmente, había
fiestas y bailes para los que quisieran y estuvieran en condiciones.
A Jung le encargaron, no bien llegó, los acontecimientos sociales.
No soportaba el asunto.
Para que las cosas funcionaran día a día, había setenta War-
ters, hombres y mujeres ayudantes, de largos delantales blancos
y blancos cuellos almidonados, los hombres de pantalones,
camisa y corbata, y las mujeres en faldas oscuras y almidonados
sombreros blancos. Vivían en el establecimiento, como los
médicos, pero carecían de habitaciones privadas. Dormían en los
pabellones o en los pasillos, en camas de campaña, de madera,
preparadas cada noche, las mujeres en su sector y los hombres
en el suyo. La única excepción eran los Warfers a cargo de los
pacientes de «primera clase», que dormían en la habitación
privada del paciente. Esto constituía un gran privilegio, porque
allí no solo había algo de paz y de quietud, sino que al paciente
privado le permitían tener velas durante la noche o incluso una
lámpara de aceite si su conducta era lo bastante buena y no había
peligro para él ni para los demás. Era una semana de ochenta
horas de trabajo y la remuneración era baja: seiscientos francos
suizos anuales para los Warters varones y unos cien menos para
las mujeres. Pero contaban con alojamiento y comida gratuitos
y podían ahorrar.
La jornada de Carl empezaba a las seis de la mañana y
en escasas ocasiones terminaba antes de las ocho de la noche.
Después subía a su cuarto a escribir su informe diario, trabajaba
en su tesis, y redactaba su carta cotidiana para Emma. Todas las
mañanas había una reunión del personal, después de un desayuno
de pan con un tazón de café, recorridos por los pabellones por la

[66]
mañana y por la tarde, una reunión general adicional tres veces
por semana para revisar cada aspecto del manejo de la institución,
y por lo menos una vez a la semana una tarde de discusión, la
cual, en los días que Carl se unió a ella, ya se ocupaba, y muy
bien informada, de los escritos de Freud.
Una vez que se integró, no hubo manera de detener a Herr
Doktor Jung, y su brillantez le destacó muy pronto. El affektiver
Rapport de Bleuler era exactamente la clase de tratamiento en
que creía: escuchar atentamente y con empatía los aparentes
balbuceos de los internos con dementia praecox o los estallidos
de los histéricos y las repeticiones circulares de los neuróticos
obsesivos. A Carl le fascinaban los catatónicos crónicos, que
estaban en el Burghólzli desde tiempos que nadie recordaba,
incluso las ancianas encarceladas desde muy jóvenes por haber
tenido hijos ilegítimos, que ya no sabían quiénes habían sido
alguna vez.
Carl podía escuchar a sus pacientes durante horas, tomando
notas, distinguiendo claves, observando los trabajos de la mente.
El Burghólzli era conocido por sus investigaciones de avanzada,
y los internos que mostraban síntomas interesantes eran los
voluntarios o involuntarios conejillos de Indias a los que se
introducía en las habitaciones o en el salón de conferencias
para que los médicos los examinaran, interrogaran y después
propusieran diagnósticos. Fue un buen aprendizaje para Carl,
como admitiría él mismo. Le interesaban muy poco los pacientes
que estaban allí por tuberculosis o tifus, y no soportaba el trabajo
rutinario, las reuniones y la administración, a la cual rara vez
prestaba la atención adecuada. Pero la señora mayor que pasaba
todo el día junto a la ventana esperando al amante perdido
hacía años, o el esquizofrénico que hablaba demencialmente
sobre Dios [...]. Eso era decididamente otro asunto. En estos
casos irrumpía su personalidad N“2, que trabajaba entonces
de acuerdo con la N*1. «Como si dos ríos se hubieran unido

[67]
y un gran torrente me arrastrara inexorablemente hacia metas
distantes», escribiría más tarde. Bleuler notó muy pronto que
Herr Doktor Jung, con su fina intuición por una parte y su
mente brillante por otra, comprendía como nadie a los internos.
La atenta escucha de Carl resultaba más eficaz gracias a la
insistencia de Bleuler en que todo se hiciera en el dialecto suizo,
no en alto alemán, que los médicos usaban normalmente y en la
práctica significaba que no había comunicación: la mayoría de
los internos no comprendía el alto alemán, e incluso si podían
entenderlo se producía una distancia social grande entre el
médico y un paciente que se sentía intimidado. Carl, cuando
hablaba alto alemán, conservaba su basto acento de Basilea,
algo que le había humillado en la escuela, pero ya no. Y ahora
aprendía los demás dialectos suizos regionales, porque en el
Burgholzli se esperaba que los médicos se adaptaran al paciente
y no a la inversa, una idea que la vasta mayoría de la profesión
médica consideraba extraña e incluso peligrosa. Por lo demás,
sin esto, Jung no podía efectuar investigaciones útiles.
Los domingos contaba la historia de los pacientes a Emma,
la impresionaba, la entretenía, la mantenía asombrada. Las
historias sobre mujeres del asilo la fascinaban especialmente,
como la de aquella mujer de la sección de Carl a la que habían
diagnosticado con esquizofrenia. Jung no estaba de acuerdo
con el diagnóstico. Le parecía que se trataba, más bien, de una
depresión ordinaria, así que empezó, a la Freud, a preguntar a
la mujer por sus sueños, explorando su inconsciente. Resultó
que siendo muy joven se había enamorado del «señor X», hijo
de un acaudalado industrial. Esperaba casarse, pero al pare-
cer él no se interesaba particularmente en ella, así que con el
tiempo terminó contrayendo matrimonio con otro y tuvo dos
hijos. Cinco años más tarde un amigo la visitó y le dijo que su
matrimonio había sido todo un desastre para el señor X. «¡Ese
fue el momento!», escribiría Jung al relatar esta historia. La

[68]
mujer se deprimió profundamente y un día, mientras bañaba a
sus dos niños pequeños, les dejó beber del agua contaminada
del río. Para beber solo se usaba el agua de las vertientes, no para
bañarse, en esos días. Poco después su hija pequeña enfermó
de tifus y murió. La depresión de la mujer se tornó aguda y
finalmente la enviaron al asilo Burghólzli. Jung supo que los
narcóticos que le daban para su dementia praecox no le hacían
ningún bien. ¿Debía decirle la verdad? ¿O no? Pensó el punto
varios días, preocupado porque quizás la podía hundir más en
la locura. Pero decidió enfrentarla sin decirlo a nadie. «Acusar
directamente a una persona de asesinato no es pequeño asunto»,
escribiría más tarde. «Y tener que escucharlo y aceptarlo fue
trágico para la paciente. Pero a las dos semanas fue posible darle
el alta, y nunca ha vuelto a ser internada».
Amor, asesinato, culpa, locura. Emma jamás había escuchado
historias como esa. Ni nunca había pensado en los poderosos
trabajos del «inconsciente». Pero era inteligente y había leído
mucho. Conocía el pacto de Fausto con Mefistófeles, los culpa-
bles paseos sonámbulos de Lady Macbeth y a Sigfrido, el héroe
mítico. Ahora empezaba a comprender que este «inconsciente»
era la clave de los trabajos ocultos de la mente, que se podía
acceder a él de diversos modos y utilizarse entonces para curar
al paciente. Cuando se comprometieron en secreto, Emma
estaba ayudando a Carl a escribir sus informes diarios, lo que
le permitía aprender algo todos los días. Si estos eran los años
iniciales de la carrera de Carl Jung, también eran el comienzo
de algo para Emma.
Entretanto, Jung intentaba terminar, entre su semana de
trabajo de ochenta horas y sus deberes sociales, su tesis sobre
los «llamados fenómenos ocultos». A fines del siglo diecinueve
había revivido el interés por lo oculto. Había gente que utilizaba
tableros Ouija y horóscopos, que participaba en sesiones de
espiritismo, que se sumergía en la magia y en antiguas artes o

[69]
que informaba de extraños sucesos paranormales. Carl estaba
acostumbrado a estas cosas por el costado «vidente» materno
de la familia, como la ocasión en que un cuchillo del armario
de la cocina se partió inexplicablemente en dos, o las veces que
su madre hablaba en un tono extraño, profético. Pero al médico
Jung le interesaba averiguar cómo lo oculto ofrecía otro camino
hacia el mundo escondido de lo inconsciente, un camino más
psicológico que espiritual. La prima Helly era probablemente
una histérica, pensaba ahora, una joven que caía en trances para
llamar la atención. Y la madre de Helly finalmente se inquietó
tanto porque esos trances y esas voces parecían dominar su vida
que la había enviado sin más a Marsella a estudiar costura. Los
trances de Helly terminaron entonces y se convirtió en una
buena modista.
Jung presentó su tesis a la facultad de medicina de la Uni-
versidad de Zúrich en 1901 y un año después fue publicada. La
familia Preiswerk, que la leyó a poco de publicarse, quedó muy
mal. Después de una introducción general sobre la literatura
acerca del tema, Jung se concentraba en una sola historia clínica:
en Helly Preiswerk y sus sesiones de espiritismo en el molino
Bottminger. Se refiere a ella, para ocultar su identidad, como
la señorita S.W., una médium, de poco más de quince años,
protestante: reconocible de inmediato por cualquiera que cono-
ciera a la familia. Se la describía como una «niña relativamente
pobre» de «inteligencia mediocre, sin talentos especiales, carente
de gusto por la música o por los libros». Tenía una segunda
personalidad llamada Ivenes. Una hermana era histérica y la
otra tenía «ataques cardiacos de origen nervioso». Se hablaba de
la familia como de «gente con intereses muy limitados». Y Carl
decía esto de una familia que había rescatado de la pobreza a su
madre y a su hermana. Lo cual ponía de manifiesto un aspecto
de Carl con el que Emma tendría que lidiar a menudo en el
futuro: una dura insensibilidad impulsada quizás por lo que él

[70]
mismo aceptaba que era su «exagerada ambición». Pero para
la facultad de medicina de la Universidad de Zúrich era una
investigación muy buena, que cumplía los objetivos que Jung
exponía en la inteligente conclusión: contribuiría a «la diluci-
dación progresiva y asimilación de la todavía extremadamente
controversial psicología del inconsciente».
Lo más llamativo de la tesis es su dedicatoria en la página
de título. Dice: «a su esposa, Emma Jung-Rauschenbach». Pero
la tesis se completó en 1901 y se publicó en 1902. La dedicatoria
antecede entonces al matrimonio por un año. ¿Qué estaba pen-
sando Carl? Hay una diferencia entre «mi esposa», que Emma
no era, y «mi prometida», que sí lo era. Esto sugiere que Carl
desesperaba por contar con Emma, completa y legalmente, una
situación que el mero desposorio no autorizaba. Emma era la
repuesta a todos los problemas de Carl: los financieros, por cierto,
pero igualmente los emocionales y psicológicos. Necesitaba a
Emma para su estabilidad en todos los sentidos, y lo sabía.
La boda de Emma se fijó para el 14 de febrero de 1903,
día de San Valentín. Entusiasmado, eufórico, Carl se volvía más
impaciente e intolerante cada día en el «interminable desierto
de la rutina» del Burghólzli. Ahora lo consideraba como un
caso de «sometimiento a la creencia solo en lo probable, pro-
medio, ordinario, vacío de significado, que renunciaba a todo
lo extraño y significativo y reducía todo lo extraordinario a lo
trivial». Si se piensa en los logros de Bleuler en el asilo, este es
un caso de los peores de la prepotencia de Carl. El hecho es que
estaba saturado. Necesitaba un sabático, viajar, hacer cosas que
nunca había podido. Y quería hacerlo antes del matrimonio con
Emma. No tenía dinero propio, pero su futura suegra le ofreció
el financiamiento. Y Jung presentó su renuncia a Bleuler y a las
autoridades de Zúrich en julio de 1902, y a comienzos de octubre
ya se había marchado, primero a París y después a Londres, un
viaje breve de cuatro meses, previo a la boda. Bleuler, que nada

[71]
sabía del compromiso secreto con Fráulein Rauschenbach, debió
quedar molesto y desconcertado. ¿Cómo podría costearse eso
Herr Doktor Jung? ¿Cómo podría arreglárselas sin un salario?
¿Y qué pasaría a su madre y a su hermana?
Emma y su madre empezaron entretanto el largo proceso
de preparación de la boda: el vestido, el velo, los zapatos, el
ramo de flores, el ajuar, la ceremonia religiosa, las flores, la lista
de invitados,elmenú del banquete, y los arreglos para el viaje
de luna de miel. La salud del padre de Emma debe de haber
causado más de un dolor de cabeza: ya crítica, había avanzado
a lo peor. Ahora conocía el compromiso de su hija con Carl,
pero ¿qué hacer con la boda? Era un problema terrible para
Emma, que en el curso de los años había observado, con horror
y vergiienza, la decadencia de su padre, que ahora no podría
asistir a la ceremonia ni llevarla al altar ni entregarla al novio.
Antes de dejar el país, Carl tuvo que completar su servicio
militar en el ejército suizo, un deber anual de todos los suizos
de veinte a cincuenta años, en su caso como teniente del cuerpo
médico. Pero inmediatamente después se marchó, no sin antes
visitar a su madre y hermana en Basilea, camino de Francia.
Escribió cartas diariamente a Emma desde París y también a
su madre, dándoles las noticias: vivía en un hotel barato, por un
franco aldía, trabajaba en el laboratorio de Pierre Janet en la
Salpétriére y asistía a las conferencias del famoso psicólogo. Se
inscribió en la Berlitz School para mejorar su inglés y empezó a
leer periódicos ingleses, una costumbre que mantuvo toda la vida.
Visitaba el Louvre casi todos los días, se enamoró de Holbein,
de los maestros holandeses y de la Gioconda, y pasaba horas
observando a los copistas que se ganaban la vida vendiendo obras
alos turistas como él. Caminaba por todas partes, atravesaba Les
Halles, los Jardines de Luxemburgo y el Bosque de Boulogne, se
sentaba en los cafés y bistrós contemplando el mundo, el paso
de los ricos y los pobres, y por las tardes leía novelas francesas e

[72]
inglesas, las clásicas, nunca las modernas. Se encontró también
con Helly y su hermana Vally, ambas trabajando entonces de
modistas en una casa de alta costura de París, y les agradeció la
compañía no solo porque no conocía a nadie en París, sino porque
Helly fue generosa y le perdonó sus pecados pasados. Cuando
el clima se tornó frío, Bertha Rauschenbach le envió por correo
un abrigo de invierno. No fue lo único: cuando manifestó su
anhelo de encargar una copia de una pintura de Franz Hals de
una madre y sus hijos, le despacharon inmediatamente el dinero.
Carl ya estaba en Londres en enero, visitando los lugares
de interés y los museos y tomando más lecciones del idioma.
Debió de ser su tutor de inglés, recientemente retirado de
Oxford, quien fascinó a Carl al invitarle a comer a la gran
mesa de su college con los decanos y sus capas académicas,
una comida muy agradable, como escribió a Emma, seguida de
cigarros, licores y rapé. La conversación transcurrió «al estilo
del siglo dieciocho», solo entre hombres, «porque queríamos
hablar solamente a un nivel intelectual». En 1903 todavía era
habitual que se considerara a los hombres más intelectuales que
las mujeres y no había mujeres que pudieran contradecirlos en
aquella mesa. Fue el primer contacto de Jung con el «gentleman»
inglés y nunca lo olvidó: esa palabra suele aparecer en sus cartas
y siempre implica la mayor de las alabanzas.
Emma recibió un regalo en Schaffhausen. Una pintura.
En medio de todas sus actividades, Carl se dio tiempo en París
para viajar al campo con su atril y sus pinceles. Siempre le había
gustado pintar, incluso de niño, y esto le ocuparía en el futuro
casi tanto tiempo como sus escritos, agregando dimensiones
poéticas y espirituales a sus palabras. Halló un lugar en una
distante ribera del Sena, que daba hacia un conjunto de chozas y
casas de techo en punta, a una iglesia de alta aguja y a numerosos
árboles. Pero el verdadero tema de la pintura son las nubes, que
ocupan tres cuartas partes del lienzo: luminoso y brillante abajo,

[73]
oscuro y dramático arriba. La inscripción dice: «Paisaje del Sena
con nubes, para mi queridísima prometida, en la Navidad, 1902.
París, diciembre de 1902. Pintado por C.G. Jung».
Podría haber sido una premonición de su matrimonio.

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LA PINTURA QUE CARL ENVIÓ A EMMA EN LA NAVIDAD DE 1902.


4.
Un matrimonio de ricos

Emma y Carl se casaron dos veces. Primero fue la ceremonia


civil el 14 de febrero, con la asistencia de unos pocos miembros
de la familia —la madre y la hermana de Carl, y la hermana
de Emma, Marguerite, pero ni su madre ni su padre— a la que
siguió un baile por la noche en el hotel Bellevue Neuhausen,
con vista a las cataratas del Rin. Dos días después fue la boda
eclesiástica en la Steigkirche, la iglesia protestante reformada
de Schaffhausen, en la cual estuvieron presentes ambas madres,
pero no el padre de Emma. La pareja de novios llegó a la iglesia
en el alto carruaje de los Rauschenbach que solo se utilizaba
en las bodas, decorado con flores y conducido por el cochero
Braun: Carl con su nuevo sombrero de copa de seda y elegante
sobretodo, y Emma con su vestido blanco, velo y capa de piel
contra el frío —felizmente no había nieve ese febrero— salu-
dando y sonriendo a derecha e izquierda. A la ceremonia siguió
un banquete de boda en Olberg. Más tarde, el 1 de marzo, hubo
una nueva fiesta en el hotel Schiff, para los empleados de la
fábrica y la fundición de los Rauschenbach.
El banquete de boda fue fastuoso, como era de esperarse en
el caso de la hija mayor de una familia de tanta riqueza y tan
alta posición social: doce platos, que empezaron con langosta,
siguieron con trucha del río, tostadas y fois gras, un sorbete
entre lo anterior y el plato principal, de faisán con corazones
de alcachofas, todo acompañado por diversas ensaladas. Los
postres incluían flanes, pasteles, budines, helados y frutas. A todos
los platos acompañó una selección de vinos. Al final: diversos
licores, sherry, oporto o champán, y por último café, cigarros
y cigarrillos. La pareja de novios estuvo sentada en una larga
mesa cubierta de damasco blanco, decorada con flores, con la
platería, porcelana y cristalería familiar. La servidumbre de la
casa, con sus uniformes almidonados, corrían de un lado a otro
y les ayudaban camareros traídos de la ciudad. Cada invitado
tenía un lugar asignado previamente. La pareja estaba flanqueada
por sus parientes, de cara a los invitados: Emma, ahora sin el
velo que le cubría el rostro, con el pelo estirado hacia arriba
según el estilo de la época, Carl de frac, tieso cuello blanco y
elegante chaleco. Ambos escucharon una larga lista de brindis
y discursos. Todo como debía ser, por lo menos en apariencia.
Excepto que el padre de la novia no estaba presente, lo que
no escapó a los invitados. Tampoco estaba, por supuesto, el padre
del novio, el pastor Jung, que había muerto varios años antes.
A lo cual se agregaba el hecho de que la madre del novio era
extremadamente gorda. Y lo curioso de que Frau Rauschenbach
al parecer no había estado en la boda civil y solo en la religiosa,
dos días después. Pero por sobre todo lo demás destacaba que
el novio era un médico sin un centavo, ni siquiera un médico
normal, sino que un Irrenarzt, un médico de enfermos mentales,
que trabajaba en un asilo de lunáticos en Zúrich, y contraía
matrimonio con Emma Rauschenbach, una de las jóvenes más
ricas y deseables de Suiza.
El regalo de boda de Emma a Carl fue un reloj de oro
de bolsillo de la fábrica Rauschenbach, una magnífica pieza
de artesanía suiza, grabada en la parte superior del reverso de

[76]
la tapa con las palabras «Fráulein Emma Rauschenbach» y
«Dr. C.G. Jung» en la parte inferior, con un dibujo encantador
de azucenas en el centro, rodeando dos manos enlazadas en
matrimonio; la fecha, escrita en una cinta, iba abajo: 16 de
febrero de 1903. No el 14. No el día del matrimonio civil, sino
el del matrimonio por la iglesia. A Carl este último le importaba
muy poco: hacía mucho que había rechazado la religión formal,
durante las batallas con su padre. «Cuanto más lejos estaba de
la iglesia mejor me sentía», escribió acerca de su yo adolescente.
«Todas las religiones me aburren soberanamente». Pero en el
caso de Emma, educada en una familia convencional de la alta
burguesía de Suiza, lo que contaba era la boda por la iglesia.
Pasaron varios días en Olberg y finalmente se marcharon
de luna de miel el 2 de marzo. Esa mañana, muy temprano,
empezaron el viaje en el carruaje verde de diario de los Raus-
chenbach, lleno hasta el tope de maletas selladas y cajas de
sombreros. La madre y la hermana de Emma, y el conjunto
completo de sirvientes, alineados a cada lado de la gran entrada,
les despidieron sin pausa mientras descendían el cerro —«Winsch
Glúck! Wiúnsch Glúck!l»—, pasaban ante la fuente y las viñas y
llegaban a la estación de trenes de Shaffhausen y empezaban
de verdad el viaje. Emma vestía ropa de viaje y pieles y Carl su
nuevo conjunto de ropa cortada a la medida. Llevaba multitud
de libros.
Después de una breve visita a la madre de Carl en el molino
Bottminger de Basilea, viajaron a París por Continental Express.
Los vagones de primera clase estaban arreglados casi como
auténticos salones, con pesados asientos muy bien tapizados,
mesas para escribir, lámparas para leer y cortinas en las ventanas.
El coche comedor era elegante, los menús en francés y la comida
excelente. Pasaban la noche en salons lits suntuosamente deco-
rados, con lavatorio y espejo en una esquina; los dos camarotes
llevaban finísimas sábanas. Bastaba la señal de una campanilla

[77]
para que aparecieran camareros de uniforme a cualquier hora
del día o de la noche. Todo se efectuaba sin aspavientos y con
gran deferencia hacia los pasajeros. Desde París viajaron por tren
y en barco a Londres y de allí a Southampton para embarcar
en el barco de línea que les llevaría a Madeira, Las Palmas y
Tenerife. Siempre alojaron en los mejores hoteles. Regresaron
vía Barcelona, Génova y Milán, llegando finalmente de regreso
a Schaffhausen el 16 de abril.
Para Carl fue el comienzo de una nueva vida de considerable
lujo. Para Emma, el comienzo del conocimiento del hombre con
que se había casado. Se veía muy bien, por cierto: alto, guapo, muy
bien vestido. Pero en algún momento de la luna de miel hubo
una pelea por dinero. La ley suiza concede al marido, como jefe
del hogar, la propiedad de todas las posesiones de la esposa, y el
poder para tomar las decisiones finales en materias familiares,
incluso en la educación de los hijos. En consecuencia, lo primero
que hizo Carl después de casado fue pagar su deuda de tres mil
francos a los tíos Jung. La cantidad de la deuda ya dice algo
acerca del gusto incipiente de Carl por la buena vida, un aspecto
de su personalidad que Emma estaba descubriendo ahora por sí
misma. «Las lunas de miel son asuntos resbaladizos», confiesa
Jung a un amigo años más tarde. «Tuve suerte. Mi mujer era
aprensiva, pero todo resultó bien. Tuvimos una discusión sobre
la distribución del dinero entre marido y mujer. ¡¿Dejar que un
banco suizo se te meta en la luna de miel>!». Se reía recordando
el asunto. Pero Emma ya había visto el temperamento agresivo
de Carl, que podía surgir en cualquier momento. Era así: Carl
había tenido rabietas más de una vez desde niño. Emma aprendió
con el tiempo que esos ataques de rabia pasaban pronto. Pero
de momento el asunto resultó algo perturbador.
Y estaba la cuestión del sexo. ¿Se sorprendió Emma al
descubrir que su marido todavía era virgen? Dos años antes su
madre había comentado, en una de sus visitas al Burghólzli, y

78]
antes del compromiso con Emma, que Carl conocía a muy pocas
mujeres. Casi ninguna, en realidad. El mismo Jung confesó que
no había tenido «una aventura antes de casarse» y que hasta su
matrimonio había sido «más bien tímido con las mujeres». Para
Emma esto pudo ser, en un sentido preciso, un alivio en vista
del terrible destino de su padre. Pero sin duda no fue la única
persona «aprensiva», como decía Carl. Y ahora sabía que Carl no
era tan hombre de mundo como se presentaba a primera vista.
Y existía también la evidente diferencia de personalidades.
Tranquila y estudiosa de niña, como adulta Emma resultaba
tímida y reticente, ocultándose a veces tras la formalidad de su
posición social. Con el matrimonio adoptó muy contenta un
segundo plano, dando la impresión, a quienes no la conocían, de
que era, si no la Hausfrau, solo la esposa. Carl era el extrovertido
con quien todos querían conversar. Pero esto solo era la mitad de
la historia, como estaba descubriendo Emma. El «otro» Carl, el
oculto, era inseguro, introvertido, colmado de una sensación de
inferioridad social y necesitaba del tranquilo apoyo de Emma.
La infancia de Carl había sido extraña y solitaria, y la de Emma
segura, amable y feliz, protegida de los males del mundo en la
Haus zum Rosengarten, quizás sobreprotegida. Este mundo no
se le empezó a quebrar hasta que cumplió doce años, cuando
su padre enfermó de sífilis. Pero ya entonces la confianza afir-
mada en una infancia feliz estaba profundamente arraigada.
Contaba además con la proveniente de su pertenencia al niveau
privilegiado de la sociedad, un sentimiento que Emma llevó
consigo toda la vida y que le permitió comportarse de la manera
tranquila y modesta que notó en ella todo el que la conoció. Una
confianza doble. Su nuevo marido no tenía ninguna de las dos.
El 24 de abril, poco después de volver de la luna de miel,
los Jung se mudaron a un apartamento alquilado en Zúrich, en
la Zollikerstrasse, la calle que llevaba al asilo Burghólzli. Alí,
al sur de la ciudad, las casas eran sólidas antes que suntuosas,

[79]
los departamentos espaciosos, y el campo estaba bastante cerca
para pasear por las tardes. Al revés de las pendientes orientales
de Zúrich, que quedaban a la sombra y tenían aire húmedo y
suelos malos, las laderas del sur quedaban al costado con sol, con
buen suelo y poca niebla. Carl había aceptado el ofrecimiento
de Bleuler de un puesto temporal en el asilo para que actuara
como su reemplazante cuando había gente con licencia. Solo se
trataba de ocupar el tiempo mientras buscaba un trabajo mejor
en otra parte. Fue un gesto típicamente generoso de Bleuler, que
ya había sufrido aquella precipitada renuncia seis meses antes.
Carl lo aceptó con su típica gratitud: reticente.
Con Carl de vuelta al trabajo, Emma asumió su condición
de mujer casada. Empezó a arreglar la casa. Encargó que le
trajeran muebles y antigiiedades de la residencia Ólberg a caballo
y en carretas. Su madre bajó a ayudarla, trajo a una sirvienta de
Schafthausen. El apartamento adquirió forma gradualmente.
No era la clase de vivienda a que Emma estaba acostumbrada,
pero solo era temporal al cabo. Y en muchos sentidos resultaba
revitalizadora. Desde la ventana de su dormitorio observaba
por las mañanas a unos niños campesinos, descalzos, de pan-
talones cortos y tirantes, que bajaban vacas por el cerro camino
al matadero, y a pequeños propietarios del pueblo vecino de
Forch que descendían con sus pequeñas carretas de madera a
vender vegetales al mercado, el marido adelante, conduciendo el
caballo, la mujer y los niños detrás entre los cargados canastos
de mimbre. La cercanía de Zollikon al asilo Burghólzli hacía
que algunos pobladores trabajaran allí como ayudantes: los
bajos sueldos eran sin embargo mejores que lo que podían ganar
como trabajadores en el campo o como sirvientes domésticos.
Carl se marchaba al trabajo temprano por la mañana, subía
caminando, atravesaba tierra cultivada y praderas y las huertas
de la cocina del Burghólzli, donde internos con guardapolvos ya
estaban usando sus azadas y cavando, observado por los Wárters

[80]
con sus largos delantales verdes de jardineros, hasta atravesar
las puertas del asilo, subir los primeros escalones y entrar direc-
tamente a la reunión de la mañana. Por esos días siempre iba
muy bien vestido, de traje y corbata, chaleco y el reloj de oro con
cadena que utilizó hasta el último de sus días. Pero llegado a los
pabellones se endosaba la bata blanca de los médicos, como el
resto del equipo, y empezaba con su rutina diaria. Muy pocas
veces regresaba antes de las ocho, porque Bleuler insistía en que
el personal del Burghólzli debía comer con los enfermos. Los
días resultaban largos para Emma, que pasaba sentada en su
apartamento sin mucho que hacer y casi sin amigas.
Algunos días iba al centro de la ciudad, bajaba por la
Zollikerstrasse, tomaba el tranvía a Stadelhofen y allí se unía a
una ciudad moderna, ocupada, llena de gente. Zúrich era mucho
más grande, ruidosa y comercial que Schaffhausen. Todo parecía
ir mucho más rápido. Los tranvías se movían a quince kilómetros
por hora llevando dependientas, peluqueras, porteros, empleados
de banco y trabajadores de oficinas desde las afueras hacia el
distrito comercial y regresando a todo el mundo después de las
diez horas de trabajo. Los conductores de los tranvías lucían
uniforme de estilo militar y bigotes dalinianos como los capitanes
de los barcos que atravesaban el lago llevando carga y pasajeros.
Zúrich era en 1903 una ciudad en construcción. Había
duplicado su población desde 1890 hasta más de ciento sesenta
y dos mil personas y crecía todos los días. La unificación de los
distritos en una sola «administración ciudadana», en 1893, la había
empujado a una era de agresivo capitalismo y actividad comercial,
a lo que muy pronto siguió un boom inmobiliario que condujo
a una tremenda especulación territorial e inmobiliaria, lo que
a su vez llevó a una crisis financiera. Pero a comienzos de siglo
la recuperación progresaba a toda marcha. Todo dependía de la
posición geográfica de Zúrich, sobre los ríos Limmat y Sihl, que
fluyen desde el lago Zúrich y cuyos puentes unen las dos partes

[81]
de la ciudad, con una cadena de los Alpes no muy lejos que tiene
en cada cumbre un Gaszthofo un hotel. Zúrich tenía una belleza
de tarjeta postal y era buena para los negocios. Todo vibraba
en las riberas del lago: el comercio y las finanzas, los bancos, la
bolsa, importaciones y exportaciones, construcción e ingeniería,
industria pesada y ligera. Más afuera, en el distrito industrial de
Sihl, fábricas y empresas explotadoras de los trabajadores pro-
ducían seda, algodón, cintas y encajes y toda suerte de máquinas
herramientas, todo lo cual se almacenaba en bodegas de la ribera
del Limmat más allá del Bahnhof Brúcke, el puente que conducía
a la Bahnhofstrasse. Ricos extranjeros empezaban a acudir a
Zúrich por los Alpes, el aire, las tiendas y el lago. Elegantes
hoteles aprovechaban esta naciente industria turística, ninguno
más suntuoso que el Baur-au-Lac, con jardines que llegaban hasta
el lago. «Los dueños de hotel que desean recomendar los suyos
a viajeros británicos o norteamericanos deben tener presente lo
deseable de proveer los dormitorios con grandes bañeras, baños
para los pies, mucha agua y una provisión adecuada de toallas»,
aconsejaba la guía Baedeker. Thomas Cook Son tenía oficinas
en la Aauptbabnbof, la estación central, por si se necesitaba de
más información. Recordaban a los viajeros que no se permitía
sirvientes en los andenes: el equipaje tenía que ser trasladado
por los portadores uniformados.
A medida que la primavera daba paso a un caluroso verano
y se acostumbraba a sus nuevos barrios, Emma descubría que
había mucho que hacer en Zúrich, cosas muy distintas a sus
lecturas habituales, su costura y tejido y su ayuda a Carl con
sus informes e investigaciones. Había infinidad de museos: el
Etnográfico, el Municipal de «animales salvajes embalsamados»,
el Landesmuseum, un enorme edificio de estilo neogótico que
se acababa de inaugurar para celebrar la creciente importancia
de Zúrich, que incluía una extensa colección de artefactos suizos
desde la prehistoria a la era moderna: cofres de matrimonio,

[82]
altares tallados, viejos trineos, tapices, una destilería del antiguo
monasterio benedictino de Muri, instrumentos musicales, Trachts
suizos locales (cada cantón tiene sus propios trajes), porcelana
de la antigua fábrica de Schoren, banderas y sombreros ducales
y uniformes militares de toda clase y hasta una completa casa de
Zúrich del siglo catorce. Pero lo que más interesó a Emma fue
la Biblioteca Central de Zúrich, su colección de ciento sesenta
mil libros y su amplia sala de lectura, silenciosa y de altos techos,
que abría todas las mañanas de diez a doce y de nuevo, después
de la comida, de dos a seis. La entrada costaba sesenta rappen.
Resultaba ideal para su investigación de la leyenda del Santo
Grial, a la cual regresó alegremente como quien se reúne con
una vieja amiga.
Emma disfrutaba de un agradable anonimato en Zúrich: los
Rauschenbach eran la familia más distinguida de Schafthausen,
conocida y respetada por todos, pero Emma, aquí, era casi des-
conocida y a pesar de su gran riqueza a casi nadie le importaba.
Las antiguas familias que controlaban Zúrich eran bastante
introvertidas, se reunían en sus residencias de distritos prósperos
y tranquilos como Seefeld o a comer privadamente en elegantes
restaurantes o en uno de varios Vereins: el Club de Yates, el
Club de Armas, el Club de Remo, el Club de Equitación y el
Automóvil Club, de reciente creación. ¿Quién de entre ellas
habría querido pasar el día con la mujer de un Irrenarzt empleado
en el asilo Burghólzli, una institución que después de todo, y
por buenas razones, se había construido en el cerro Zollikon,
fuera de la ciudad? Este esnobismo no molestaba a Emma
ni a Carl. Cada uno se contentaba, por distintas razones, con
estar excluido: Carl, porque así había nacido, y Emma porque
la sociedad nunca le importó mucho y en realidad prefería la
compañía de la familia y de amigos cercanos.
Marguerite solía venir a visitarles en ese primer año y las
hermanas paseaban por la Bahnhofstrasse o la Parade Platz,

[83]
aunque Emma se aburría pronto, pues cada tienda se parecía a
la otra. A excepción de las casas de modas. Ambas hermanas
se interesaban en las últimas y notaban que en Zúrich eran
notoriamente más modernas que en la soñolienta Schaffhausen.
La ropa de diario era casi la misma: faldas largas y cuello alto, con
sombrero y botas abotonadas; pero la ropa de noche eran trajes
muy escotados que incluían siempre un pesado collar de perlas.
Las cinturas parecían más estrechas en Zúrich, las doncellas
apretaban los corsés de barbas de ballena todas las mañanas,
y los sombreros parecían más grandes, decorados con plumas,
lazos, cintas y velos; llevaban el pelo rizado con hierros calientes
y sujeto con horquillas y peines. Boas de piel y borlas estaban
de moda ese año, y ninguna señora salía sin guantes, cortos para
el día y largos para la noche. Durante los meses de verano los
tonos oscuros daban paso al blanco: largas faldas blancas, blusas
blancas de cuello alto, medias blancas y zapatos blancos. Nunca
faltaban los encajes y bordados suizos ni tampoco las sombrillas
y los amplios sombreros de paja decorados con cintas, cerezas
y flores artificiales. Eran sumamente populares los perfumes
de violeta, muguete o agua de colonia. En la Bahnhofstrasse,
en un Salon de Beauté abierto recientemente, había cajas de
polvo de arroz, potes de cremas blancas y rosadas, pequeños
botellines de pintura para las uñas y bolas de vidrio de sales de
baño exhibidas discretamente en escaparates algo velados que
ofrecían manicura y pedicura y otros tratamientos de belleza en
la privacidad de nichos tras cortinas, que administraban jóvenes
de uniformes blancos y pelo impecable estirado hacia atrás.
Después de sus excursiones de compras, Emma y Marguerite
solían pasar a un café para un Zaffee o un thé citron y pátisserie.
Otros días iban en tranvía al Gran Hotel Dolder y a su gran
terraza con telescopio Zeiss para apreciar mejor el panorama de
los Alpes. Había dos incipientes cinematógrafos que exhibían
noticias y películas nuevas como El gran robo del tren, a saltos
y mudas y en silencio salvo por el acompañamiento de piano,

[84]
aunque los buenos burgueses los visitaban en escasas ocasiones
y siempre de incógnito e ingresando por una puerta lateral.
Emma y Marguerite preferían pasear por los diversos quais que
bordeaban el lago o sentarse en los jardines del Tonhalle —la
gran sala de conciertos construida en 1895 imitando el Trocadero
de París—, escuchar una de las bandas militares y hablar sobre
el prometido de Marguerite, Ernst Homberger, hijo de otro
de los antiguos socios de su padre en Schaffhausen. Lo que no
hicieron fue visitar el Panoptikum, situado en el costado no
recomendable del puente Bahnhof, siempre con las cortinas
bajas y apenas iluminado a gas, donde los hombres podían ver,
si miraban a través de pequeños vidrios, una cacería de tigres
en Sudán o el «Rapto de las Sabinas» o una Sarah Bernhardt
de cera en enaguas o la exhibición «médica», con modelos de
tamaño natural, de mujeres desnudas.

El domingo era el día libre de Carl. Por la mañana tañían las


campanas protestantes y católicas de Zúrich y las familias
vestían sus mejores trajes para asistir a los servicios, libro de
oraciones en mano, las niñas con el pelo arreglado a lo Heidi y
los niños con traje de marinero. No los Jung. Carl había jurado
no volver a poner un pie en una iglesia a menos que la ocasión
fuera inevitable, como en su propia boda, y estaba decidido
a que no se confirmara ninguno de sus hijos. Recordaba el
tedio debilitante y la depresión que se apoderó de él durante
la instrucción que recibió de su padre, que durante todo ese
tiempo negó sus dudas religiosas y combatió con sus tormentos
sin nombre. Emma aceptó el rechazo de Carl de la religión
formal sin muchas dificultades y en no menor medida porque
los domingos tomaban el tren a Schaffhausen, se reunían en la
estación como de costumbre con el cochero Braun, subían el
cerro hasta Olberg, donde les esperaban su madre, Marguerite
y la servidumbre, y regresaba al mundo que conocía y amaba.

[85]
Sus primeros años de vida matrimonial fueron felices
para los dos. Un retrato de estudio que se les hizo en la época
muestra a la pareja muy junta y mirando al lente de la cámara
con confianza y soltura. El rizado cabello castaño de Emma
está peinado con sencillo estilo moderno y suavemente sepa-
rado de la cara. Su expresión es tímida pero calmada, directa y
muy decidida. Lleva una blusa de estilo griego, de cuello alto,
moderna también. La falda es larga, sencilla y elegante, muy
distinta a los complicados atuendos que mostraba la mayoría
de las revistas de modas. Puede que esté de pie sobre una caja,
una costumbre en los estudios de fotografía si era excesiva la
diferencia de estatura. Pero aun así parece de la mitad de las
dimensiones de Carl. A él se lo ve de pie, sólido, con la mano
displicentemente en el bolsillo, traje oscuro, chaleco liviano,
camisa blanca de cuello duro y pequeña pajarita: un hombre de
mundo muy seguro, sin la menor huella del estudiante pomposo
y más bien triste de fotografías anteriores. Sus gafas de montura
dorada resplandecen a la luz del estudio y hasta es posible ver la
cadena de oro del regalo de boda de Emma. Su breve bigote ya
está recortado del modo que lo será por el resto de su vida. En
otra toma, Emma sonríe un poco más, probablemente alentada
por el fotógrafo, pero Carl sigue igual. Parece —y no hay otro
modo de decirlo— el gato que ha conseguido su pastel.

«Estoy sentado aquí en el Burghólzli y durante un mes he


desempeñado el papel de director, médico principal y primer
asistente», escribe Carl el 22 de agosto de 1904 a Andreas
Vischer, un viejo amigo de los tiempos universitarios. Era verano
y todos los demás ya estaban de vacaciones. «Así que escribo
casi veinte cartas cada día, doy veinte entrevistas, recorro todo
el lugar y termino muy molesto. Incluso he perdido otros seis
kilos este último año como resultado de este cambio de vida,

[86]
lo que no es mala cosa por lo demás. Por el contrario, todo eso
estaría muy bien (porque, ¿qué más queremos en la vida que
verdadero trabajo?) si la incertidumbre pública de la existencia
no fuera tan grande». Es posible que le molestara, pero su tono
era entusiasta, optimista. Nada gustaba más a Carl, y así lo
admite, que el trabajo, por lo menos el que tenía sentido para
él: investigar los rincones oscuros de la mente. Emma se estaba
acostumbrando a la idea de que siempre lo vería muy poco.
Hacia fin de año estaba quedando claro que Jung no iba a
encontrar otro trabajo fácilmente, desde luego no en su ciudad
de Basilea, tal como habían sido sus planes. Su altercado con el
profesor Wille había arruinado al parecer sus posibilidades: el
cargo de director del asilo de Basilea, al que se había presentado
Carl, fue concedido a uno de los colegas alemanes de Wille, un
hombre llamado Wolff. El ánimo de Carl osciló a la baja y llamó
a esto la «calamidad de Basilea» que habría hundido para siempre
su carrera académica en Suiza. Tuvo que considerar entonces la
permanencia en Zúrich y en el Burghólzli. «Quedar bajo Wolff
sería lo mismo que quedar bajo una piedra de molino», escribió
a Vischer, «pues permanecerá allí, inamovible, durante treinta
años hasta que sea tan viejo como Wille. Porque nadie es tan
estúpido en Alemania para tomar en serio a Wolff que ni siquiera
es psiquiatra, como ha dicho correctamente Kraepelin. Me han
robado cualquier posibilidad de progreso académico en Basilea».
Carl no quería permanecer en Zúrich ni asumir un puesto
permanente en el Burghólzli. No deseaba realizar interminables
controles en los pabellones ni escribir interminables informes
diarios. Quería continuar su investigación de los mecanismos del
inconsciente. Deseaba acopiar pruebas científicas en este campo
y comunicar sus hallazgos para que se publicaran en revistas
médicas como el Journal fúr Psychologie und Neurologie. Deseaba
hacerse un nombre. Pero le habían negado el puesto en Basilea y
ahora no sabía qué hacer. Su crisis enfrentó nuevamente a Emma

[87]
con el otro Carl, con el Carl arrogante que desdeñaba a sus
colegas firmemente convencido de su inteligencia superior, pero
que decaía y se colmaba de dudas cuando las cosas resultaban
mal. Descubrió que era muy dudosa la estabilidad de Carl. Y, no
obstante, ante el mundo exterior, seguía mostrando su aspecto
ruidoso, seguro y carismático. Parecía dos personas diferentes.
Lo que nunca le abandonaba era su enorme ambición.
«Como de costumbre, ha dado usted en el clavo acusándome
de que mi ambición es el agente provocador de mis ataques de
desesperación», escribe Jung a Freud unos años después. Podía
aceptarlo, pero podía hacer muy poco al respecto. Porque no
solo ambicionaba lograr la aclamación del mundo. Quería
comprender los complejos mecanismos del inconsciente, porque
él mismo sufría por ello.
Una vez más acudió Bleuler al rescate. No por casualidad
era un habilidoso campesino suizo y deseaba mantener en el
Burghólzli a su excepcional colega. Así que hizo una oferta a
Jung que este no podía rechazar: podía continuar la investigación
sobre asociación de palabras que había iniciado con Franz Riklin,
colega del Burghólzli, pero de manera más sistemática, en un
laboratorio con equipamiento adecuado y, bajo la supervisión del
mismo Bleuler, escribir informes que se publicarían en revistas
médicas y que más tarde se podrían reunir en un libro sobre
este importante campo nuevo de investigación científica. Carl
aceptó. Bleuler y Jung se interesaban en lo paranormal como un
medio de acceso al inconsciente, y el Burghólzli ya gozaba de una
reputación internacional tan grande y a su modo controversial
como la que había logrado Freud después de la publicación
de La interpretación de los sueños en 1900. Parecía que todo el
mundo quería investigar el inconsciente, por intermedio de los
sueños, la hipnosis, lo paranormal o los test de asociación de
palabras. Jung necesitaba de una base desde donde presentarse
en grande. Bleuler requería de los mejores médicos que se

[88]
estuvieran especializando en las enfermedades de la mente, y
tanto para el cuidado de sus pacientes como por la reputación del
Burghólzli. ¿En qué otro lugar, por lo demás, Carl podría hallar
tantos conejillos de india para sus experimentos? Conversó el
punto con Emma y se convenció de que no había mejor solución.
Carl se vio obligado ahora a realizar también todo el trabajo
rutinario —doce horas diarias por lo menos—, a mantenerse
completamente abstemio y a mudarse y vivir en el asilo mismo.
Así y todo, hacia octubre de 1904, Jung pasó de una posición
de medio tiempo completo a una de tiempo completo, y se
trasladó con Emma a un apartamento en el edificio principal del
Burgholzli, al piso de arriba del de Bleuler, su mujer Hedwig y
sus hijos, llevando consigo a la criada de Emma y sus muebles
más hermosos. Una sola concesión se hizo a Herr y Frau Doktor
Jung: se permitió que Carl no compartiera la comida del medio-
día con los pacientes y el personal y regresara al apartamento
a comer con su mujer. Así comenzó la nueva vida de Emma,
esposa de un Irrenarzf que vivía entre histéricos, esquizofré-
nicos, catatónicos, alcohólicos, adictos, neuróticos crónicos y
depresivos con tendencias suicidas, gente que había perdido la
razón por una causa u otra, que escupía, gritaba, deambulaba
por los pabellones profiriendo obscenidades, tirándose del pelo,
destrozando muebles: un completo contraste con su vida anterior.
Y ahora tenía que hallar un modo de relacionarse con la
clase de gente que jamás había esperado conocer: el personal
del asilo y los internos.
Y resulta muy decidor que Emma consiguiera hacer aquello
con rapidez y naturalidad, como atestigua todo el que la conoció
entonces. Sabían, por supuesto, que Herr Doktor Jung se había
casado con una mujer rica, pero muy pronto se notó que Frau
Doktor no «actuaba como rica», que vestía con sencillez y
era amistosa con todos por igual sin reparar en la posición de
nadie. Era muy reservada, es cierto, pero a todo el mundo le

[89]
parecía simpática. El problema de Emma era, más bien, cómo
llenar sus días. La criada hacía la comida y la limpieza, y ella,
al revés de Hedwig Bleuler, esposa de Herr Direktor, carecía de
una función formal en la institución. Seguía ayudando a Carl,
en privado, en sus investigaciones e informes, y continuaba
asistiendo a la biblioteca de Zúrich e indagando en la leyenda
del santo Grial. Pero todo esto la seguía dejando con muchas
horas libres. Solo contaba con dos personas cercanas que podía
visitar regularmente, lo cual constituía un deber o un placer
según se mire: la madre de Carl y su hermana Trudi, porque
no bien estuvo claro que permanecería en Zúrich, Jung las sacó
del molino Bottminger y las llevó a un apartamento cercano, en
Zollikon. No tenía mucho tiempo para visitarlas, así que esto
recayó naturalmente en Emma, la esposa y nuera. No fue fácil:
la mayor parte del tiempo su suegra se comportaba de manera
normal y resultaba una compañía agradable, pero aún escuchaba
voces, tenía visiones y de pronto hacía anuncios proféticos.
Su segunda personalidad estaba siempre al acecho y nunca se
podía saber cuándo podría resurgir.
Pero finalmente halló Emma un papel que desempeñar en
el Burghoólzli. Eugen Bleuler creía que las mujeres y las esposas
debían incluirse cuánto se pudiera en la vida diaria de la ins-
titución, otra de sus ideas progresistas por completo ajenas a
otros asilos de lunáticos donde, con la excepción de las Warters,
se mantenía lejos a todas las mujeres. Estimularon a Emma
para que participara en las reuniones sociales y se sentara en la
mesa con los pacientes mientras no hubiera peligros a la vista.
También había, regularmente, «círculos» de discusión vespertinos
a los cuales se invitaba a todos los médicos y sus esposas. Y si
un paciente se encontraba en la fase de rehabilitación y se le
permitía salir del asilo, era probable que Frau Jung o Frau Direktor
Bleuler, tal como si fueran una de las Wárters, le acompañaran a
caminar o incluso a breves paseos de compras. «Los años en el

[90]
Burghólzli fueron mis años de aprendizaje», reconoció Jung más
tarde. Y también, de un modo menor, los de Emma. «Dominaba
mis intereses e investigaciones una pregunta quemante», escribe
Jung: «¿Qué sucede realmente adentro del enfermo mental?».
Y esto, casi por osmosis, empezó a interesar también a Emma.
El otro plus para Emma en el Burghólzli era Hedwig,
una mujer admirable y feminista de la primera hora. Eugen
Bleuler ya había cumplido cuarenta y cuatro años cuando se casó
con ella, en 1901. Hedwig era entonces profesora de historia,
tenía veinticuatro años, era inteligente, elegante, encantadora.
Se conocieron en una de las conferencias de Bleuler en la Uni-
versidad de Zúrich, y contrajeron matrimonio antes de un año.
Hedwig ambicionaba ser también catedrática, pero eso no
era posible en la Suiza de la época: las cátedras universitarias
eran territorio de los hombres. Y, en cualquier caso, no pudo
continuar con sus estudios una vez que quedó embarazada. Su
vida se centró entonces en torno de su papel de Frau Direktor
Bleuler, y lo utilizó muy bien, apoyando a su marido en cuanto
pudo. Su apartamento era bastante amplio, contaba con dos
criadas, tenía suficientes dormitorios para la creciente familia
y una habitación amplia y asoleada para Pauline, la hermana
esquizofrénica de Bleuler. Había una biblioteca y una escalera
que conducía abajo, directamente a los pabellones, así que
Bleuler podía llegar allí en cualquier momento del día o de
la noche si había alguna crisis. Los intereses específicos de
Hedwig eran el movimiento de abstinencia y la posición de las
mujeres en una sociedad moderna. Años más tarde viajó por
Suiza dictando conferencias sobre ambos temas, pero mientras
crecían sus hijos se limitó a ayudar a su marido en el Burgholzli
y a editar sus conferencias y documentos. Eran un matrimonio
feliz, pero siempre lamentó haber tenido que dejar de lado su
propia carrera. «La mujer es siempre la que tiene que hacer los
sacrificios», decía. Otra mujer inteligente entonces, que debió
hallar su satisfacción intelectual a través del trabajo de su marido.

[91]
Una vez a tiempo completo en el Burghólzli, Jung pasó muy
pronto a dominar el lugar con su energía y risas estruendosas.
Gozaba pasando horas con un paciente, escuchando sus extrañas
expresiones, buscando significado en su locura. Si bien agradaba
a muchos de sus colegas, a algunos su presencia les resultaba
irritante. Le acusaban de prepotencia, de hacer solo lo que quería
y no ocuparse en absoluto de las tediosas tareas administrativas.
Los Warters, que efectuaban todos los cuidados cotidianos y a
quienes solo se permitía una tarde libre por semana, protes-
taban porque según ellos los médicos ocupaban más tiempo
en sus investigaciones que en los recorridos de rutina por los
pabellones, especialmente Herr Doktor Jung. Pero Bleuler lo
dejaba hacer. Auguste Forel, el director anterior, que aún solía
visitar la institución, muy pronto empezó a preguntar: «¿Quién
dirige este lugar, Bleuler o Jung?».
La razón era muy sencilla: Bleuler no quería perder a Jung.
Por lo tanto, permitía que Jung y su «estimado colega Herr
Doktor Riklin» pasaran horas realizando sus test de asociación de
palabras en un laboratorio en la parte trasera del edificio principal,
cerca de la lavandería y de la lechería, de las ráfagas de vapor que
emanaban de una y los mugidos que surgían en la otra. Riklin
era el más joven de los dos en este emprendimiento, pero había
trabajado antes en test de asociación de palabras en Alemania,
con Gustav Aschaffenburg, seguidor del Dr. Wundt, el cual, a su
vez, partía de los primeros test realizados por Galton en Inglaterra
en la década de 1880 (todos ellos habían contribuido al creciente
corpus de pruebas acerca del inconsciente). Por toda Europa los
médicos de los asilos estaban experimentando con sus pacientes,
y los informes de Jung sobre los test de asociación de palabras
están llenos de referencias a otros que ya se habían embarcado
siguiendo las mismas pistas. La diferencia: la metodología de Jung

[92]
y Riklin era mucho más sistemática, más científica. Publicaron
sus hallazgos en el Journal fúr Psychologie und Neurologie, y Bleuler
escribió la introducción cuando en 1905 se publicó el libro con
el título de Estudios sobre la asociación de palabras.
El método se describía como «la formulación de la primera
palabra que “se le ocurre” al sujeto después de escuchar la palabra/
estímulo», y se sugería que podría ayudar en el diagnóstico y
clasificación de la dementia praecox, epilepsia, diversas formas de
imbecilidad, algunas formas de paranoia, y de las enfermedades
agrupadas bajo las denominaciones de histeria, neurastenia y
psicastenia, «sin olvidar la depresión maniaca con sus conocidas
ideas delirantes». Jung y Riklin se movían sistemática y cien-
tíficamente, recurriendo a un conjunto mayor de conejillos de
indias y aumentando la cantidad de palabras/estímulo desde cien
a cuatrocientos, sustantivos, adjetivos, verbos, adverbios y nume-
rales, recurriendo al dialecto suizo cuando les parecía necesario,
y midiendo temporalmente las reacciones con la mayor exactitud
posible mediante el «reloj suizo capaz de detenerse cada quinto
de segundo», el último modelo de la fábrica Rauschenbach de
Schaffhausen. El tiempo de reacción variaba considerablemente,
llegando a veces a seis segundos. Galton había anotado que
el tiempo promedio era 1,3 segundos. Jung, con su moderno
reloj, comprobó que era 1,8 segundos y ligeramente superior
en las mujeres. Para distraer la mente consciente se usaba un
metrónomo. Otros investigadores recurrían a silbatos, trompetas
o cuartos oscuros. Los test se efectuaron a veces con el sujeto
«en un estado de evidente cansancio» y una vez «en un estado de
somnolencia matutina» (Jung mismo). Una importante decisión
innovadora de Jung fue hacer test a personas «normales» tanto
como a «anormales», y dividir los grupos en hombres y mujeres,
«educados» y «no educados». Había que escribirlo todo, a mano,
noche tras noche. Mantenían ocupada a Emma y ella gozaba
haciendo esto.

[93]
Durante esos primeros tiempos del psicoanálisis era habitual
y se consideraba perfectamente aceptable la utilización, como
sujetos para investigación científica, de amigos y parientes, tanto
como de pacientes. Los primeros test de Jung y Riklin fueron
a «sujetos normales», treinta y ocho personas en total, nueve
hombres y catorce mujeres, que se clasificó como «educados».
La mayoría de los demás eran hombres y mujeres Warters del
Burghólzli, a quienes Jung clasificó más como «educados a
medias» y no como «no educados». Solían repetir los test, así que
finalmente dispusieron de doce mil cuatrocientos asociaciones
y mediciones temporales para fundar sus conclusiones. Había
estadísticas, tablas y gráficos, yuna complicada lista de diferentes
tipos de reacción, incluyendo aquellas que mostraban indicios
de «represión», un término que se había vuelto habitual en los
escritos de Sigmund Freud. Tal como en Freud, a menudo había
suficiente descripción de la persona y se producía una historia
apasionante. Por ejemplo, la de la «mujer sin educación, sujeto
No1: es de origen campesino y se convirtió en enfermera del asilo
a los diecisiete años, después de haber rumiado durante un año
sobre el triste término de una aventura amorosa». Este sujeto
no quería o no podía comprender las palabras/estímulo «odio,
amor, remordimiento, tintineo de vidrios, martillos [...], porque
tocaban íntimamente el complejo que trataba de reprimir».
Jung y Riklin acuñaron el término «complejo» para denotar
«un asunto personal [...] con tonalidades emocionales». Se lo
podía identificar por el tiempo de reacción significativamente
más largo y la naturaleza peculiarmente forzada de la reacción.
Y había las reacciones «clang» —es decir, basadas más en
sonidos que en conceptos: en semejanzas de sonidos, simples,
impensadas— y las interesantes de «preservación», que primero
advirtió Aschaffenburg, en las que «la asociación actual nada
revela, pero la siguiente posee un carácter anormal». Había
también la reacción egocéntrica: abuela/yo; bailar/no quiero;

[94]
error/yo no fui; etcétera. «Si preguntamos directamente a los
pacientes por la causa de su enfermedad, siempre recibimos
información incorrecta o por lo menos imperfecta», explica Jung.
«Si efectivamente hubiéramos recibido información correcta,
como en otras enfermedades (físicas), hace tiempo que habría-
mos conocido la naturaleza psicogénica de la histeria. Pero el
punto exacto de la histeria es que reprime la causa verdadera,
el trauma psíquico, lo olvida y lo reemplaza por “causas de
cobertura” superficiales. Por esto las personas histéricas nos
dicen continuamente que su enfermedad proviene de un resfrío,
de exceso de trabajo, de desórdenes orgánicos». Comparaba su
método con la «asociación libre» de Freud y recordaba al lector
que una «delicada intuición psicológica de parte del médico es
un requisito tal como [lo es] la técnica para un psicoanálisis».
Puede que todo esto suene conocido en la actualidad, pero no
era así en 1904.
Emma aparece como «Sujeto N'l, de veintidós años, muy
inteligente», en la categoría «educados». Y Jung escribió, a modo
de introducción: «N*Í es una mujer casada que se puso a mi
disposición del mejor modo para el experimento y me entregó
toda la información posible. Informo del experimento del modo
más detallado posible para que el lector reciba el cuadro más
completo posible. El promedio probable del experimento es
de un segundo».
Las primeras cinco asociaciones de palabras fueron: cabeza/
ropa, un segundo; verde/césped, 0,8 segundos; agua/caída, un
segundo; pinchazo/corte, 0,8 segundos; ángel/corazón, 0,8
segundos. Hasta allí, todo bien, pero la reacción 5 se calificó de
sorprendente, porque «el sujeto no puede explicarse cómo llegó a
corazón [...]». Emma negó que resultara de alguna perturbación
externa, pero tampoco pudo hallar una interior. Jung concluyó
que entonces debía de ser algún estímulo inconsciente, con
mucha probabilidad una de las reacciones de «preservación» de

[95]
Aschaffenburg, arrastrada desde la previa pinchazo/corte, que
causó «cierto sesgo menor de ansiedad, una imagen de sangre».
«La sujeto está embarazada», anota Jung con distancia-
miento científico, «y de vez en cuando tiene sensaciones de
expectativa ansiosa».
Sigue una secuencia de palabras/estímulo no especialmente
memorable, excepto que «cocina» provocó simpáticamente
«aprender», tal como «nadar»: su hermana Marguerite era la
nadadora y Emma, aparentemente, todavía estaba aprendiendo.
Solo Carl sabría por qué la 28 —lámpara/verde— ocupó 1,4
segundos. La sigue amenazar/puño, y observa que se trata
claramente de otro caso de «preservación» y que lámpara/verde
denota su vida hogareña (el color de las pantallas). No dice a
qué casa se refiere, a la de Zúrich o a la de Schaffhausen, pero es
más probable que se tratara de esta última y que el puño fuera
el de su padre más y más enfermo y desesperado.
Otras asociaciones ofrecen poco de significativo para el test,
pero algo nos dicen de cómo miraba Emma la vida: malV/bien,
compasión/tener, gente/fiel, ley/seguir, rico/pobre, tranquilo/
pacífico, moderado/bebida, confianza/yo, amante/fiel, cambio/
falso, deber/fiel, serpiente/falso. Y entonces vienen, en ningún
orden especial: familia/padre, madre/hablar y querido/marido.
El padre sigue siendo el cabeza de familia. Su madre es aquella
persona a quien cuenta casi todo. Y su marido: lo ama.
Recurriendo a su intuición, e inevitablemente a su cono-
cimiento personal de la Sujeto NI, Jung se enfoca en una
secuencia de asociaciones, las 70-73: florecer/rojo, golpe/pin-
chazo, caja/cama, brillante/más brillante. El primer par solo
ocupa 0,6 segundos. «Ella explica este breve tiempo de reacción
diciendo que la primera sílaba de la palabra/estímulo, florecer
(bl0-ssom), le suscitó la presentación de sangre (blood). Tenemos
aquí una especie de asimilación de la palabra/estímulo al muy
acentuado complejo de embarazo [...]. Se recordará que en la

[96]
asociación pinchazo/corte (N*4) encontramos por primera vez
el complejo de embarazo». Sin embargo:

Caja/cama, que sigue a golpe/pinchazo sucedieron suave-


mente, sin el menor matiz de emoción. Pero la reacción
es curiosa. Este sujeto de vez en cuando visitaba nuestro
asilo y estaba aludiendo a las camas profundas que aquí
se usan, las llamadas «camas-cajas». Pero la explicación
casi la sorprendió, porque la expresión «cama-caja» no le
era muy familiar. Esta asociación más bien peculiar fue
seguida de una de tipo «clang» (brillante/más brillante),
con un tiempo relativamente largo [...]. Suponer que
la reacción clang está conectada con la previa reacción
curiosa no parece, entonces, carecer de fundamento [...]. Si
suponemos una alteración clang en el suprimido complejo
de embarazo, el complejo se torna muy sensato.

En la asociación 83 llegamos a daño/evitar. El alemán para


«daño» es schaden. Como explica Jung, la palabra se parece y se
confunde fácilmente con scheiden—divorcio. Por suerte, aparte
de estas, también había muchas asociaciones felices.
Así pues, el principal complejo que surge del test es el
miedo de Emma al dolor del parto. La asociación 43, despreciar/
mépriser, nos recuerda lo bien que Emma hablaba francés. Pero
resulta que ese no era el punto. La reacción ocupó 1,8 segundos.
¿Por qué?, se preguntó Jung. «Despreciar se acompañó de un
tono emocional desagradable. Inmediatamente después de la
reacción se le presentó a Emma la idea de que había temido
fugazmente que su embarazo disminuyera de algún modo su
atractivo ante su marido. Y enseguida pensó en una pareja que
al comienzo fue feliz y después se separó, la pareja de casados
de la novela Vérité, de Zola. Por ello la forma francesa de la
reacción». Pobre Emma.

[97]
Y en el resumen del «Sujeto N* L», comentó Jung;

En realidad, nuestro experimento muestra bellamente


que el self consciente es una mera marioneta que baila
en el escenario según un oculto impulso automático [...].
Encontramos en nuestro sujeto una serie de secretos
íntimos que las asociaciones pusieron al descubierto lps.].
Descubrimos que su más fuerte complejo actual está ligado
a pensamientos acerca de su embarazo, sobre su espera más
bien ansiosa, y, con temores celosos, sobre su amor por su
marido. Se trata de un complejo de tipo erótico que acaba
de tornarse agudo y por ello resulta ahora tan evidente.
No menos del dieciocho por ciento de las asociaciones
se pueden relacionar ciertamente con él. Además, hay
unos pocos complejos de intensidad considerablemente
menor: pérdida de su posición social anterior, unas cuantas
deficiencias que considera desagradables (cantar, nadar,
cocinar) y finalmente un complejo erótico que ocurrió
mucho antes, en su juventud, y que se muestra solamente
en una asociación (por respeto al sujeto del experimento
debo omitir, desgraciadamente, un informe sobre esto).

Jung termina el texto alemán de Estudios sobre la asociación de pala-


bras dando «gracias muy especiales a Frau Emma Jung por su activa
asistencia y las reiteradas revisiones del voluminoso material».

[98]
>
Tiempos confusos

Agathe Regina nació en la casa familiar de Emma, en


Schaffhausen, el 26 de diciembre de 1904, una niña de Navidad.
Emma tenía veintidós años, llevaba un año y diez meses de casada,
y ahora era una madre. Su vida volvía a cambiar, al parecer de
un día para otro, esta vez para siempre.
Era habitual que las mujeres de la clase social de Emma
contrataran un ama de cría para alimentar a sus hijos. Pero
Emma dio el pecho a su hija. No quería entregar su bebé a una
extraña y privarla, y privarse ella misma, de este placer, como
Carl diría más tarde a Freud. No obstante, un primer hijo es una
experiencia extraña, desconocida. Emma recibió mucha ayuda
con Agathli, la pequeña Agathe, mientras estuvo en Olberg
con su madre y su hermana Marguerite, pero cuando regresó a
Zúrich y al Burghólzli, algo ansiosa porque llevaba tiempo lejos
de su marido, debió ocuparse de su hija casi exclusivamente por
sí misma. La lactancia ocupa muchas horas. Despertarse por la
noche perturba el sueño. Cambiar los gruesos pañales de toalla
era pesado, aunque la criada los remojaba en un cubo antes de
lavarlos a mano, pasarlos por los rodillos que los estrujaban y
finalmente colgarlos en un caballo de madera junto a la estufa
para que se secaran. Era un invierno con nieve abundante y
blancos techos en punta con carámbanos colgando abajo en
los umbrales. No había posibilidad de utilizar los cordeles para
tender ropa en el jardín. Había resfríos y toses y súbitas fiebres
por la tarde y la responsabilidad terrible de una vida nueva.
Emma, una joven madre que había mostrado tanta ansiedad
ante la perspectiva del dolor del parto y temor de que tener un
bebé afectara los sentimientos de su marido, en realidad se veía
obligada a crecer muy rápido.
Emma, por otra parte, acababa de empezar lo que había
anhelado hacer desde que salió del colegio: mejorar su educación.
Aunque lo estaba haciendo indirectamente, ayudando a su marido
en su trabajo, se trataba sin duda de educación. Y continuaba
acudiendo a la Biblioteca Central de Zúrich para proseguir su
propia investigación sobre la leyenda del Grial. Pero ahora Carl
y Emma estaban retrocediendo a roles más convencionales: ella
como esposa y madre, y él como marido, proveedor y cabeza
autoritaria de la casa. Carl no suscribía «Das Weib sei dem Mann
untertan», «la mujer debe servir al hombre», como recordaba
un libro popular, El camino al altar, citando la Biblia, pero las
cosas cambiaron en casa de los Jung después del nacimiento de
Agathe, pues Carl era convencional respecto de la paternidad:
creía que los niños eran fundamentalmente una responsabilidad
de la madre. Su hermana Trudi vino a ayudarle como secretaria
y Emma se encontró más y más dejada de lado. Si esperaba que
esto fuera temporal y que cesaría una vez que se repusiera, no
resultó así: al cabo de seis meses volvió a quedar embarazada.
Anna Margaretha, conocida como Gretli y más tarde como
Gret, nació el 8 de febrero de 1906.
La historia de Emma estaba siendo la típica de aquellos
tiempos. Muchas mujeres temían quedar embarazadas porque
ya tenían una familia numerosa o porque no estaban casadas, lo
que era peor. No existía ningún método seguro de control de la
natalidad y fiarse del coitus interruptus solo tenía limitado éxito.

[100]
En 1909, Richard Richter, un médico alemán, desarrollaría una
forma incipiente de dispositivo intrauterino utilizando la tripa
del gusano de seda, pero solo se comercializó en la década de
1920, y en esos años Marie Stopes había abierto la primera
clínica de control de la natalidad en Inglaterra y había iniciativas
semejantes en Norteamérica, Francia y Alemania. Sin embargo,
la Iglesia católica prohibió toda forma de anticoncepción y la
Iglesia protestante tampoco miró esto con buenos ojos, en la
creencia de que era deber del matrimonio cristiano «procrear
y multiplicarse y llenar la tierra». En cualquier caso, todo esto
llegó muy tarde para Emma y Carl.
Sigmund Freud les podría haber dicho más de algo. Sus
cartas a Wilhelm Fliess, su médico amigo, están colmadas de
ruegos para que consiga una forma confiable de anticoncepción.
Todos los meses él y Martha se preocupaban de que ella no
volviera a quedar embarazada. Fliess lo intentó con el «método
del ritmo», haciendo cálculos y tratando de hallar un lapso
seguro durante el ciclo mensual de Martha. Hasta intentó
determinar un ciclo análogo en el mismo Freud. Está claro que
no tuvo éxito: Martha quedó embarazada seis veces en diez
años. Durante los tres primeros meses de su sexto embarazo
insistió en que se trataba del comienzo de la menopausia y no
de un nuevo embarazo. No podía enfrentarlo. Nunca había
deseado más de cuatro hijos. Una vez que nació Anna, Martha
se marchó donde su madre, a Wandsbek, por varias semanas, a
recuperarse. Desarrolló una «parálisis de escritura»: descubrió que
era incapaz, literalmente, de formar palabras para escribir una
carta a Sigmund. Tenía la cara hinchada y le dolían los dientes.
A los treinta y cuatro años ya estaba exhausta. Después dejaron
de tener relaciones sexuales. Este aspecto de su matrimonio
ya estaba «amortizado», confesaría más tarde Freud a Emma.

El padre de Emma Jung, Jean Rauschenbach, murió en marzo


de 1905. Marguerite y Ernst Homberger, que se habían casado

[101]
un año antes, se mudaron donde Bertha mientras construían una
casa propia. Ernst se hizo cargo del negocio de los Rauschenbach,
que hasta ese momento manejaban Bertha y la hermana de Jean.
Las dos mujeres lo habían hecho de manera espléndida durante
los últimos años de la decadencia de Jean Rauschenbach. Pero
la costumbre indicaba que si había un hombre en la familia no
era necesario que las mujeres siguieran trabajando. Ernst, un
hombre tranquilo, ambicioso y duro, veinte años mayor que su
mujer, manejó la empresa el resto de su vida activa.
La reacción inmediata ante la muerte de Herr Rauschenbach
fue de alivio y de pena. Sus últimos años habían sido terribles,
aislado del mundo. «Un pobre hombre rico cerró finalmente
los ojos anoche, pero su luz se había marchado hace mucho
tiempo», afirma el obituario en el Schaffhausen Tagesblatt el 3
de marzo de 1905, escrito por un viejo amigo. «Herr Johan-
nes Rauschenbach, industrial, murió en su casa de campo de
Olberg, a los cuarenta y ocho años. No vio nada de su hermosa
residencia nueva, pues ya estaba ciego cuando empezaron los
trabajos de construcción [...]. Tampoco le fue posible ver crecer
a sus dos hijas y convertirse en jóvenes encantadoras, ni pudo
llevarlas al altar hacia su vida de casadas, porque entonces hacía
varios años que llevaba la vida de un ermitaño encerrado en
los pisos altos de su casa». Se lo describía como el hijo de un
sencillo cerrajero que después de la temprana muerte de su
padre se convirtió en el fundador y propietario de una fábrica
y fundición de fama mundial. Después de escoger «una bella
novia en Uhwiesen |...] tuvo el mundo, gloriosamente, a su
disposición. Se entregó al trabajo en la empresa que su padre
había construido. Le subestimaron como a todos los hijos de
los hombres que se han hecho a sí mismos.Y resintió el punto,
de lo cual resultó en él cierto sarcasmo desdeñoso». Pero lo
hizo bien, superando de paso una crisis financiera en la rama
de Budapest de la empresa familiar. Pero entonces «le golpeó

[102]
la mala suerte más terrible». En un comienzo, cuando empezó
a perder la vista, «se deprimió casi por completo. ¡Vano era el
amoroso cuidado de su esposa! Su desesperación destrozaba el
corazón». Se fue calmando con el paso de los años y finalmente
logró estar en paz en medio de sus dolores. «Su vida fue como
una mañana gloriosa, un soleado mediodía, pero un atardecer
pesado, lluvioso. Recordémosle como era en la mañana y el
mediodía. Descansa en paz».
Herr Rauschenbach dejó todos sus bienes mundanos y su
vasta fortuna a su mujer y a sus dos hijas (en la práctica, a sus
dos yernos). Desde entonces Ernst envió anualmente a Carl
una suma de dinero proveniente de las ganancias de la empresa,
que Carl agradeció por escrito puntualmente todos los años.
Esto hizo aún más ricos a Emma y Carl, tan ricos que Carl
podría haber cesado de trabajar. Podía marcharse del Burghólzli
cuando quisiera.
Pero no lo deseaba. Su «trabajo verdaderamente creativo»,
como decía, se encontraba en el Burghólzli, investigando y
efectuando asociación de palabras en el laboratorio. Ahora
también había una clínica ambulatoria, así que sus sujetos,
«normales» y «anormales», podían provenir de allí tanto como
de los pacientes y del personal del asilo. ¿En qué otro lugar podía
hallar Carl un conjunto tal de «voluntarios»? Bleuler también
le autorizó pacientes privados, otra concesión que disgustó a
algunos de sus colegas. Jung fue nombrado médico titular en
1905, cuando Karl Abraham llegó desde Alemania para unirse
al equipo junto con los asistentes Hans Maier y Emma Furst.
Y también aceptó ser profesor invitado de psiquiatría en la
Universidad de Zúrich, siguiendo los pasos de Bleuler.
Desde un comienzo supo atraer a la audiencia evitando
el seco estilo académico de la mayoría de los profesores, incluso el
de Bleuler, y salpicando en cambio sus presentaciones con relatos
dramáticos, instructivos detalles de casos y agudas intuiciones.

[103]
«Mi objetivo era mostrar que los delirios y alucinaciones no
eran meros síntomas específicos de una enfermedad mental,
sino que también tenían un significado humano», dijo. «Tengo
para mí que la terapia solo empieza verdaderamente después de
la investigación de la totalidad de esa historia personal. Se trata
del secreto del paciente, la roca contra la que se despedaza. Si
conozco su historia secreta, tengo una clave para su tratamiento.
La tarea del médico es descubrir cómo obtener ese conocimiento.
En la mayoría de los casos no basta con la exploración de la
mente consciente. Algunas veces un test de asociación puede
abrir el camino; lo mismo puede conseguir la interpretación
de los sueños o el prolongado y paciente contacto humano con
el individuo». Secretos y rocas. Rocas y secretos. Jung conocía
todo eso por experiencia personal. Pero constituía una excitante
novedad para los que asistían a sus conferencias.
Y no le faltaban historias: la mujer de setenta años internada
en el Burghólzli, que había pasado allí cincuenta años, confinada
en cama durante los últimos cuarenta. No podía hablar. Comía
con los dedos. Efectuaba curiosos movimientos rítmicos con sus
manos. En las demostraciones en el Burghólzli se la presentaba
como un caso perdido de dementia praecox catatónica. Pero un
día una Waárter, que había trabajado en el Burghólzli durante
décadas, contó a Jung que en los primeros años Bleuler había
puesto a trabajar a la mujer fabricando zapatos, lo que había
mantenido ocupadas a ella y su mente. La mujer murió poco
después de que Jung llegara al asilo. Un hermano asistió al
funeral. Le dijo a Jung que su hermana se había enamorado
antaño de un fabricante de zapatos, pero que la cosa no había
prosperado. Jung comprendió entonces los movimientos rítmicos
de sus manos. Escribe: «Este caso me permitió intuir por primera
vez los orígenes psíquicos de la dementia praecox».
Otro caso: una mujer médica, paciente privada de Jung,
había asesinado a su mejor amiga, por celos, porque deseaba

[104]
casarse con el marido. Nunca la descubrieron. Se casó con el
viudo, pero él murió muy joven. Tenía escaso contacto con su
única hija. La gente e incluso los animales parecían darle la
espalda. Vivía «sumergida en la más insoportable soledad».
Finalmente fue a ver a Jung. Para «confesar». Él no reveló su
secreto y ella se alejó y continuó con su vida. Pero Jung temía
lo que el destino pudiera ofrecerle.
«Mantenía a sus estudiantes con la boca abierta debido a
su temperamento y a la riqueza de sus ideas», recuerda Ludwig
Binswanger, que llegó al Burghólzli en 1906 como voluntario y
para escribir su tesis bajo la supervisión de Jung. Pero no solo los
alumnos de Jung quedaban con la boca abierta: las charlas eran
abiertas para el público y muy pronto tuvo un gran grupo de
seguidoras, ricas mujeres de Zúrich que disponían de demasiado
ocio. Aquí hallaban una salida para su capacidad intelectual sub-
utilizada y también, a menudo, para sus emociones subutilizadas,
que ahora podían interesarse en charlas sobre complejos eróticos,
represiones y aquel nuevo mundo del inconsciente, ilustradas
con fascinantes referencias a la literatura, la mitología y el arte,
y llenas de historias de la vida real. Las conferencias de Carl
muy pronto fueron lo mejor de la ciudad, y los estudiantes de
medicina se quejaban porque con frecuencia no encontraban
asientos disponibles en la sala del caso: tan llena estaba por la
llamada brigada Pelzmántel, de abrigos de piel.
Para Carl fue toda una revelación. Nunca había sido un
«hombre de mujeres». Se había mantenido, de hecho, bastante
alejado de ese tipo de asuntos, sobre todo defensivamente, pues
le faltaba la confianza y el saber hacer para agradar a las jóvenes.
Nunca se consideró muy guapo, y en realidad la «aplanadora»
no era muy guapo, ni muy seguro, ni seductor; era, en cambio,
bastante estruendoso y rudo, con la crudeza del campesino a
veces, y padecía una aguda sensación de inferioridad social. Pero
ahora, después de tres años de matrimonio con Emma y cerca

[105]
de los treinta años, todo estaba cambiando. Su nueva riqueza
le confería seguridad, había perdido algo de peso y se veía
bastante bien con sus ropas elegantes, que usaba con soltura, a
Panglaise, como los gentlemen que había conocido en Oxford.
Gozaba de una buena posición en el Burghólzli, le apasionaban
sus investigaciones, sus conferencias tenían tremendo éxito y
también estaba trabajando para los tribunales —aportando prue-
bas psiquiátricas en casos legales—, lo que le permitía hacerse
tiempo libre, ir a Zúrich, comer en un restaurante o pasear por
uno de los guais antes de regresar en tranvía. Sustentaba todo
esto su vida doméstica, una vida feliz, por lo menos en cuanto
a él se refería, con Emma y sus dos niñas.
Las cosas no iban tan bien para Emma. Si la vida de Carl
estaba llena de variedad, la suya era limitada. Si él se afirmaba
cada vez más en su carrera, ella, la sujeto «muy inteligente» de
los test de asociación de palabras, se sentía atascada. Si él era
libre de ir y venir, ella se sentía atrapada. No porque Emma fuera
infeliz siendo madre, pero sentía que se quedaba atrás. Pero
en la práctica siempre había momentos felices. Conversaban.
Reían juntos. Gozaban con sus hijos. Una serie de simpáticas y
desenfocadas fotografías hechas en el apartamento de los Jung
en el Burghólzli muestran a Carl sentado en el sofá con Agathli
y Gretli, feliz en el papel de papá, con la ropa desordenada.
Otra es de Emma, en el mismo sofá, sosteniendo a Gretli,
sonriendo, tímida y coqueta. Jung la fotografió a ella y ella a
él. Son imágenes informales y domésticas, raramente vistas en
fotografías de esa época, y muestran un aspecto muy diferente de
Carl. Emma amaba a sus hijas. Era solamente eso, como decía
Hedwig Bleuler, siempre era la mujer la que debía sacrificarse.
Nunca el hombre.
En todo esto subyacía la ansiedad de Emma porque su
marido empezaba a atraer mucha atención de parte de las
mujeres. Rumores sobre las admiradoras Pelzmántel de las

[106]
conferencias en la universidad no tardaron en llegar al Burghólzli.
Y el mismo Carl le contó a Emma sobre algunas de sus pacientes
que se veían atrapadas en un «complejo erótico», enamorándose
de sus médicos, un azar habitual de la profesión.
Había estado tratando a dos pacientes, las dos de veinticuatro
años, las dos diagnosticadas de «histéricas». La primera había
sido internada, porque era presa de un agotamiento que la
debilitaba peligrosamente, en casa se quedaba en cama todo el día
o bajaba al sótano si hacía mucho calor en verano. Sus síntomas
habían empezado cuando aún era una escolar, con ataques de
temblores en el brazo derecho que enseguida se le extendían a
todo el cuerpo, acompañados de tics y gritos. Cuando llegó al
Burghólzli creía estar a punto de enloquecer. Jung le aplicó su test
de asociación de palabras, analizó sus sueños según los métodos
de Freud y descubrió un complejo sexual y un probable abuso
sexual, quizás un incesto. Sus síntomas mejoraron gradualmente.
Gozaba con la atención personal que obtenía de Herr Doktor
Jung y con el paso del tiempo se tornó más y más exigente. Carl
finalmente concluyó que tenía que «perturbar sin piedad sus
ilusiones» acerca de él. «No tiene objeto que trate de calmar su
anhelo de amor enamorándose de su médico», escribe, «porque
él ya es un hombre casado».
Su amiga, la «señorita L», de la habitación 7, se había enfer-
mado durante un enamoramiento desafortunado y era otra que
«persigue al que esto escribe. Como la paciente anterior, se ha
enfermado con un complejo erótico». La transferencia no se
comprendía muy bien en los primeros años del psicoanálisis ni
tampoco la posición de las mujeres en una sociedad donde el
matrimonio era virtualmente su única salida, y los médicos como
Jung y Freud se topaban a menudo con esas fijaciones. Carl las
había conocido por primera vez con su prima Helly. «La chica,
por supuesto, se había enamorado sin esperanzas de mí», escribe

[107]
Carl más tarde. «Pero presté muy poca atención a esto y ninguna
al papel que yo estaba desempeñando en su psicología».
Jung, antes tan torpe con las mujeres, empezaba a gozar
de sus atenciones. Abundaban los chismes y los rumores, tan
propios de la vida de las instituciones, y Emma no podía evitar
oírlos, aunque quizás supiera que la mayor parte de eso era mera
cháchara que no había que tomar en serio. Sin embargo, la noche
del 17 de agosto de 1904 había ingresado en el Burghólzli, como
un caso urgente, una mujer joven. Y esto sí que sería serio.

Eran las diez y media de la noche y Jung estaba de turno, así


que fue quien escribió las anotaciones de la admisión. Un oficial
médico de la policía y un tío habían traído a la joven, por la
fuerza, desde el hotel Baur-en-Ville, donde estaba alojando
con su madre. Anteriormente la habían expulsado por mala
conducta del Sanatorio Heller de Interlaken. Jung anotó que
reía y lloraba alternativamente «de una manera extrañamente
mezclada, compulsiva» y que tenía numerosos tics, giraba la
cabeza a saltos, sacaba la lengua y la dejaba fuera, se le retorcían
las piernas. Insistía sin pausa en que no estaba loca, que solo
tenía un terrible dolor de cabeza y se había «alterado» en el hotel.
Jung calificó las afirmaciones del tío de «deficientes y evasivas»,
en parte porque su dominio del alemán no era bueno al ser «un
viejo judío ruso». Fráulein Spielrein, al parecer, siempre había sido
«más bien histérica» y estado «enferma» los tres últimos años.
Cuando la expulsaron del sanatorio Heller pensaron llevarla a
la clínica Monakow, pero decidieron otra cosa «porque estaba
demasiado trastornada».
El informe de Jung era detallado, conforme a los altos
estándares exigidos por Bleuler, y no regresó al apartamento
hasta después de medianoche.
Al día siguiente Jung realizó una completa anamnesis.
La joven era Sabina Spielrein, la hija de diecinueve años de

[108]
acaudalados judíos rusos de Rostov del Don. La Warter que
había pasado la noche en su habitación informó que la nueva
paciente parecía ansiosa en la oscuridad y quería una luz, decía
tener dos cabezas y que el cuerpo le parecía ajeno. Pero en total
había sido una noche tranquila. El examen fue difícil —«como
caminar sobre huevos»— y se convirtió en una «tensa batalla»
entre médico y paciente. Cuando Jung señaló que tendría que
divulgar «todo» si ella deseaba mejorar, Fráulein Spielrein replicó
«que nunca hablaría ni podría hablar de ello y que, en todo caso,
no deseaba curarse». Jung anotó: «dolores de estómago, reiterada
angina, precoz, sensible».
Sabina Spielrein era la mayor de seis niños. Su única her-
mana, a quien «quería más que a nada en el mundo», había
muerto a los seis años de una afección estomacal. Su padre
era un exitoso hombre de negocios. A los cinco años habían
enviado a Sabina, inexplicablemente, a una escuela a más de
mil kilómetros, en Varsovia. El informe de Jung no decía si su
madre fue con ella. A los seis años hablaba alemán y francés.
Más tarde se educó en casa hasta que entró al Gymnasium, donde
la consideraron intelectualmente «muy avanzada». Se quejaba
de que los profesores eran «muy estúpidos». Tocaba el piano
y cantaba. Se interesaba por las ciencias naturales y deseaba
estudiar medicina en la Universidad de Zúrich, que ya contaba
con algunas ricas estudiantes rusas, parte de una colonia rusa de
Zúrich que incluía judíos que habían huido de los pogromos.
Jung acomodó a Fráulein Spielrein en la sección de mujeres
con una Wárter en un cuarto privado que costaba mil doscientos
cincuenta francos suizos por trimestre, una suma aproximada-
mente igual al salario anual de Jung. Escribió a la madre de
Fráulein Spielrein al hotel Baur-en Ville, solicitando que enviaran
las pertenencias de Sabina. Firmó «Doktor Jung, médico jefe».
La madre, de momento, permaneció en el hotel, y el padre
regresó a Rostov.

[109]
Durante varios días Emma notó que su marido parecía aún
más ocupado y absorto que habitualmente. Pasó varias sesiones
largas con Fráulein Spielrein, luchando por obtener lo que
llamaba una «confesión» de parte de ella. Spielrein admitió que
su padre la había golpeado varias veces en las nalgas desnudas,
en algunas ocasiones delante de sus hermanos. Después que
la azotaba debía besarle la mano. Cuando mencionaba esto, le
«ocurrían innumerables tics y gestos de repugnancia [...] que
tenían cierta conexión con sus complejos». Jung observó que
su padre siempre amenazaba con suicidarse y al mismo tiempo
tiranizaba a su familia. Un hermano tenía ataques histéricos de
llanto, otro sufría de tics y otro fue calificado de «melancólico».
Fráulein Spielrein decía amar a su padre «dolorosamente», pero
no podía recurrir a él. «El punto culminante de su experiencia»,
escribe Carl, «era que su padre era un hombre». Su madre también
la azotaba, enfrente de sus hermanos e incluso de sus amigos.
La reacción de Sabina Spielrein a todo esto fue victimizarse,
y enamorarse de su tío y después de un médico asistente del
sanatorio Heller. A los quince años intentó morir de hambre
«porque había enfadado a su madre». A los siete era muy piadosa
y había empezado a conversar «con un espíritu». Dios le hablaba
en alemán. Sentía que era «una persona extraordinaria». Todo esto
se acercaba un tanto excesivamente al «otro» Carl, aquel que había
escuchado voces, tenía visiones y sabía que era «extraordinario».

Si bien su marido trabajaba a toda hora, la vida de Emma se


estabilizó gradualmente en una pauta precisa. Durante la semana
pasaba un tiempo con Hedwig Bleuler y sus niños, y la ayudaba
en actividades sociales destinadas a los internos. Al atardecer,
una vez que la bebé dormía, trabajaba en las investigaciones de
Carl y en los informes diarios. Solía pasar los fines de semana en
Schaffhausen con su madre, Marguerite y Ernest, donde Agathli

[110]
recibía las gozosas atenciones de que Emma había disfrutado
durante su propia niñez. Pero no le gustaba separarse demasiado
tiempo de Carl. Aumentaban los rumores acerca de Fráulein
Spielrein, y Emma no podía dejar de advertir que esta paciente
particular era mucho más exigente que todos los demás. Sin
embargo, esa primavera Carl y Emma pudieron tomarse unas
breves vacaciones en Berlín, dejando a la bebé al cuidado de la
niñera ayudada por la abuela Jung y Trudi. Emma por fin pudo
tener, en la gran ciudad, a Carl junto a ella: en los palacios, las
colecciones de arte, la avenida Unter den Linden, la Brandenburg
Tor, los cafés y los restaurantes, los teatros, la ópera, aunque Carl
pasaba mucho tiempo en librerías y visitando laboratorios de
hospitales. Pero, quizás a instancias de Emma, empezó entonces
un rito que les duró el resto de la vida: vacaciones anuales de
primavera para ellos dos solos.
Habría sido fácil sentirse separado del resto del mundo,
viviendo tras los altos muros de una institución como el Bur-
ghólzli, pero Carl y Emma nunca dejaron de estar al tanto de
la actualidad. Recibían tres periódicos: el Neue Zúrcher Zeitung,
suizo, Le Monde, francés, y el Daily Telegraph, inglés, para estar
bien informados internacional y localmente y para practicar los
idiomas. También recibían la revista Schweizer Illustrierte y la
Nebelspalter, una publicación satírica suiza; y Punch, la Hlustrated
London News y L'lustration, que les pasaba Bertha gracias al
Lesezirkel Hottingen, un círculo de lectura de moda en Zúrich.
Al Neue Zúrcher Zeitung le parecía que había un apetito
demasiado grande de cambio y que todo andaba demasiado
rápido. Todas las semanas había un informe acerca de un acci-
dente de tranvía o de tren. ¿Y acaso los teléfonos y el telégrafo
mejoraban en realidad la vida burguesa de Zúrich? Los ricos se
limitaban a volverse cada vez más ricos. «Un automovilista es
tan solo un capitalista que ha enloquecido», declaraba el editor
de Der Bund. «¿Quién va sentado al volante de este asombroso

[111]
vehículo? ¡Un fanático de la velocidad, un adicto de sí mismo,
un exhibicionista!». En el mundo la conversación giraba exclu-
sivamente sobre la revolución y Rusia: los campesinos morían
de hambre, los trabajadores estaban en huelga, los anarquistas
y los socialistas agitaban el pueblo contra un zar dictatorial. Y
ahora las huelgas se extendían por Europa y llegaban incluso
a Zúrich, donde los trabajadores, por lo general tan dóciles,
exigían una jornada diaria de nueve horas y mejores condiciones
laborales. En la fábrica de automóviles Arbenz había una huelga
tras otra después de la expulsión de uno de los trabajadores por
«sabotaje». Los empleadores se libraban de los «agitadores» y
advertían a los posibles reemplazantes: «solo conseguirán un
buen contrato los que trabajan duro, son tranquilos y no hacen
otra cosa que trabajar». Cuando los desórdenes callejeros se
salieron de madre, llamaron a los militares para que ayudaran
a la policía y hubo muchos detenidos. Los buenos burgueses
de Zúrich jamás habían visto algo así. Pero faltaba lo peor:
el terremoto de San Francisco, en la primavera de 1906, casi
arruinó a las compañías de seguros de Suiza, y la crisis de la
bolsa de Nueva York hizo lo mismo a los bancos.

Carl recibió otro paciente particular en el Burghólzli: la nortea-


mericana Elizabeth Shepley Sergeant. Llegó al asilo después de
sufrir un colapso mientras viajaba por Europa con una tía. Fue
la primera de una larga serie de acaudaladas estadounidenses
que atravesaron el océano para que las tratara Herr Doktor
Jung. El Burghólzli, sobre el cerro de Zollikon, podía parecer
aislado del resto del mundo tras sus altos muros, pero se lo
estaba conociendo cada vez mejor. Al mismo tiempo que Jung
empezaba a llamar la atención, causaba gran conmoción un libro
escrito por Auguste Forel, el anterior director del Burghólzli.
La cuestión sexual eran seiscientas páginas de ideas chocantes y

[112]
«progresistas» que sostenían la igualdad de los sexos y defendían
que no se castigara la «homosexualidad consensuada libremente»;
por otra parte, promovían abstenerse completamente de alcohol.
Las iglesias, tanto las protestantes como la católica, se pusieron
en pie de guerra y se prohibió el libro en varias partes de Suiza.
Sin embargo, fue un gran éxito internacional.
Entretanto, Fráulein Spielrein había sido diagnosticada
formalmente con «histeria», y su tratamiento ocupaba a Jung
hasta tres horas por sesión. Observó que Fráulein Spielrein
«sentía que alguien la apretaba por encima, como si [alguien],
algo reptara alrededor de su cama, algo humano. Al mismo
tiempo, sentía que alguien le gritaba al oído». Lo que la hacía
sentirse repugnante, «como un perro o un demonio». Jung,
curiosamente, no comenta esto, se limita a establecer los hechos,
una decisión extraña que puede tener relación con que él mismo
sabía lo que era sentirse repugnante y plagado por el demonio.
Un día Fráulein Spielrein hizo un dibujo relacionado con sus
días en Interlaken, que mostraba al doctor Heller tratando a una
paciente con electricidad. «La posición es notoriamente sexual»,
comenta Jung, y no dice más. Fráulein Spielrein, entretanto, se
estaba obsesionando más y más con su Herr Doktor.
Puede que Emma pensara en un comienzo que Fráulein
Spielrein, no especialmente atractiva ni elegante, solo era una
más de esas trágicas jóvenes caídas en la histeria debido a
circunstancias familiares. Y normalmente se habría apiadado de
una joven abrumada por una infancia traumática y cuya «cura»
completa no parecía probable. Pero esta Fráulein se estaba
convirtiendo en un problema.
Emma ya sabía algo de Sabina Spielrein. Incluso había
pasado bastante tiempo con ella en el laboratorio de Carl, donde
la joven, como parte de su terapia ocupacional, la ayudaba a
ordenar los test de asociación de palabras. «Paciencia, calma
y buena voluntad con los pacientes» era el método de Bleuler

[113]
«para suprimir la base de los ataques histéricos y otros síntomas
que solo pretendían atraer la atención, y poder así no hacerles
caso». Más adelante, a medida que recuperaba la salud y la
conducta aceptable, el paciente necesitaba que se le ofreciera un
propósito en la vida. En el caso de Fráulein Spielrein esto había
empezado por dejarla acompañar a los médicos en los recorridos
por los pabellones, porque sabían que deseaba estudiar medicina.
Más tarde le permitieron comer con los médicos asistentes y
ayudar a Herr Doktor Jung a ordenar los resultados de los test
de asociación de palabras. Emma veía a Carl cada vez menos y
Fráulein Spielrein cada día más. Todo empezaba a trastornarse
del modo menos conveniente.
Fráulein Spielrein se fue calmando y mejoró su conducta
con todos menos con la pobre Warfer que se encargaba de ella
cuando no estaba con su Herr Doktor. Anota Jung: «Intentos
de suicidio para asustar a las enfermeras, escapadas a la carrera,
arañazos a la gente, transgresión de prohibiciones». Y si se
marchaba por varios días, quizás a Schaffhausen con su familia,
ella «utilizaba» su regreso «para producir unas cuantas escenas»:
subirse a la reja de la ventana del pasillo, obligándole a visitarla
por la tarde, o sentarse en el umbral de la puerta de su cuarto
vistiendo solo su camisón y envuelta en una sábana, y, cuando ya
nadie parecía hacerle caso, ser presa de un ataque de convulsiones.
El director Bleuler continuó con las anotaciones del caso
Spielrein cuando Carl debió ausentarse tres semanas para cum-
plir con su servicio militar: «Debido a la ausencia del médico
a cargo, la paciente ha quedado sola la última semana. Mucho
peor». Una noche, a la una de la madrugada, después de hacer
una «escena», pateó a la enfermera que trataba de llevarla de
nuevo a la cama. Al otro día la hallaron colgada del muro y allí
estuvo hasta que Bleuler se acercó a hablarle. Escondía cuchillos,
dejaba «cartas de despedida», amenazaba con dejarse morir de
hambre, robó la escalera del encargado del gas de uno de los

[114]
pabellones y puso bancas en el pasillo para que él «saltara por
encima». Demostró cómo se pensaba ahorcar con las cuerdas
de las cortinas, y compuso «canciones» sobre los médicos, que
le parecían tan graciosas que de pronto unos ataques de risa
histérica le impedían continuar cantando. Cuando regresó Herr
Doktor Jung hubo «toda clase de travesuras»: «atormenta tan
horriblemente a la enfermera que la pobre ha tenido que ser
retirada»; «arrastra a patadas la escalera por el pasillo» y «rompe
y raya el suelo». Se niega a ir a la ciudad, aunque eso sea parte
de su programa de rehabilitación que la prepara para dejar
el asilo. Una vez más amenazó con dejarse morir de hambre.
«Insiste en que todas las tardes viaja a Marte», escribe Jung,
«en lo cual proyecta todas sus fantasías contra sexuales». Y Jung
anotó cuando se quejó de dolores en los pies: «Teme salir fuera
y teme el futuro, así que intenta posponer la salida con esto del
dolor de los pies».
No cuesta demasiado imaginar cómo reaccionaba Emma
a todas estas «travesuras» y «escenas». Carl conversaba siempre
con ella su trabajo y sus casos, y ella sabía lo que ocurría, podía
ver por sí misma que Fráulein Spielrein manipulaba las cosas
para pasar todo el tiempo con Carl. Debió de ser un alivio para
Emma, entonces, que decidieran que la Fráulein ya estaba en
condiciones de dejar el Burghólzli y tratarse solo de manera
ambulatoria. Pero, como adivinaba Jung, Fráulein Spielrein
no deseaba marcharse. Las prolongadas sesiones continuaron
y empezó a contar a Herr Doktor Jung nuevas y lamentables
historias sobre su padre: que «la llevaba a una habitación espe-
cial y le ordenaba que se acostara, que ella le rogaba que no la
golpeara (él trataba de levantarle la falda por detrás). Finalmente
se entregaba, pero él la obligaba a arrodillarse y a besar un
retrato de su abuelo y a jurar que sería siempre una buena chica.
Después de esta escena humillante, los chicos (sus hermanos)
la esperaban afuera y la felicitaban». Confesó a Jung que «había

[115]
experimentado excitación sexual desde los cuatro años». Tenía
«descargas orgásmicas» y finalmente solo le bastaba ver u oír
que azotaban a uno de sus hermanos para «querer masturbarse».
Incluso una mera amenaza era suficiente para que se recostara
y se masturbara. Si alguien se reía de ella y le provocaba una
sensación humillante, «le inducía también un orgasmo». Las
anotaciones de Jung agregan: «durante el acto, se manifiestan
deseos patológicos de todo tipo de tormentos; los describe del
modo más vivo posible, en particular el de ser azotada en las
nalgas, y para aumentar su excitación se imagina que esto ocurre
ante una gran audiencia».
Escribe Bleuler al padre de esta mujer, a Rostov: «Como
los recuerdos de usted la agitan mucho, opinamos que Fráulein
Spielrein no le debe escribir en los próximos meses». Y termina
así esta carta: «Fráulein Spielrein se ocupa hoy, casi diariamente,
de lecturas científicas y también ha comenzado estudios científi-
cos prácticos en el laboratorio de anatomía. Le envía afectuosos
saludos. Atentamente, el director, Bleuler».
Sabina Spielrein finalmente fue dada de alta del Burgholzli
el 1 de junio de 1905 para que asistiera a clases y se preparara
para ingresar en la Universidad de Zúrich a estudiar medicina.
«Ha mejorado notoriamente en las últimas semanas», escribe
Jung, «y está mucho más calmada. Ahora escucha con interés
y atentamente las conferencias». El tratamiento podía consi-
derarse exitoso.
Pero Emma estaba muy equivocada si esperaba que Fráu-
lein Spielrein desapareciera ahora de su vida. Muy pronto la
joven reapareció en el Burghólzli para sus sesiones de paciente
externa con Jung, ahora vestida con elegancia y moviéndose con
independencia, embarcada precisamente en la clase de estudios
que Emma habría querido proseguir. Peor aún: le dio por decir
a todo el mundo que estaba enamorada de Herr Doktor Jung.
Y que él también la amaba. Y en lugar de tratar de desligarse

[116]
de una relación tan cargada, Jung escribió a Herr Spielrein
sugiriéndole que canalizara por su intermedio el dinero que
enviaba regularmente a su hija. Emma se sentía molesta, celosa
y afligida. ¿Pero qué podía hacer?
La madre de Fráulein Spielrein descubrió durante el otoño
lo que estaba sucediendo. Pidió que Jung escribiera un informe
sobre el tratamiento de su hija para Herr Professor Freud, de
Viena, por si había que retirar de Zúrich a su hija para que
continuara con su tratamiento. Su hija ya se había enamorado
de un tío y de uno de los médicos del sanatorio Heller y ella no
quería que eso volviera a repetirse. Deseaba tener ese informe
en su poder «por si se planteaba una situación así».
El informe de Jung, de fecha 25 de septiembre de 1905,
escrito en papel oficial del Burghólzli, empieza con un breve
resumen de la historia de Fráulein Spielrein y continúa de
este modo:

La masturbación siempre ocurría después que su padre la


castigaba. Al cabo de un tiempo los azotes ya no fueron
necesarios para iniciar la excitación sexual: se disparaba
con meras amenazas y otras situaciones que implicaran
violencia, como abuso verbal, ademanes amenazadores,
etc. No mucho después ya ni siquiera podía mirar las
manos de su padre sin sentirse excitada sexualmente ni
verle comer sin imaginar cómo se expulsaba la comida y
ser azotada en las nalgas desnudas, etc. Estas asociaciones
se extendían hasta el hermano menor, que también se
masturbaba con frecuencia desde una edad temprana. Las
amenazas al chico la excitaban y tenía que masturbarse
cada vez que veía que lo castigaban.

Y continúa, describiendo que, en el Burghólzli, Fráulein Spielrein


«en un comienzo atacaba a todo el mundo, atormentando a

[117]
las enfermeras hasta los límites de lo soportable. Su condición
mejoró notoriamente a medida que avanzaba el análisis y final-
mente se mostró como una persona sumamente inteligente y
talentosa, de gran sensibilidad. En su personalidad hay cierta
terquedad e irracionalidad y carece de cualquier tipo de sensi-
bilidad para el contexto y respecto de las formas externas, pero
mucho de esto se puede deber a peculiaridades rusas». Su madre,
agregaba Jung, aunque conocía la «parte más importante» del
complejo de su hija, no lograba «comprender por completo»
por qué Fráulein Spielrein sufría enormemente cada vez que
se encontraba con algún familiar.
Hasta este punto el informe daba cuenta de un caso que
Jung había manejado de manera profesional y con bastante éxito.
Pero el último párrafo dice esto: «La paciente tuvo la desgracia
de enamorarse de mí durante el tratamiento. Se jacta ante su
madre de su amor de un modo ostentoso, y un goce secreto
y perverso ante la confusión de su madre parece desempeñar
parte no desdeñable en esto. Su madre, si lo peor llega a lo peor,
desea colocarla en cualquier otro lugar para su tratamiento, con
lo cual estoy, naturalmente, de acuerdo».

[118]
EMMA Y CARL EN LOS DÍAS DE SU
VISITA A VIENA. CARL, UN MÉDICO SIN
UN CENTAVO, SE CASÓ CON EMMA,
UNA DE LAS MÁS RICAS HEREDERAS DE
SUIZA, EN 1905. FUE EL COMIENZO DE
UN LARGO Y COMPLEJO MATRIMONIO.
SIGMUND FREUD.
FOTOGRAFÍA HECHA POR
SUS HIJOS Y ENVIADA DE
REGALO A CARL DESPUÉS
DE LA VISITA A VIENA.
EMMA LA HIZO AMPLIAR Y
ENMARCAR COMO REGALO
DE NAVIDAD PARA CARL

EAS
¡ta

VIENA ERA UNA DE LAS GRANDES CIUDADES COSMOPOLITAS DE EUROPA.


SOLO LA MITAD DE SUS HABITANTES ERAN AUSTRIACOS DE LENGUA
ALEMANA; EL RESTO PROVENÍA DE LOS CUATRO RINCONES DEL IMPERIO
AUSTROHÚNGARO, INCLUYENDO MUCHOS JUDÍOS, RICOS Y POBRES.
AIR

LAS DOS HERMANAS, EMMA (A LA IZQUIERDA) Y


MARGUERITE RAUSCHENBACH, ENMARCADAS
DE ACUERDO A SU POSICIÓN SOCIAL. ERAN
CERCANAS, PERO MUY DIFERENTES. EMMA,
INTELIGENTE Y ESTUDIOSA, MARGUERITE
EXTROVERTIDA Y DEPORTIVA.
LA HAUS ZUM ROSENGARTEN EN LA
RIBERA MÁS DISTANTE DEL RIN FUE EL
«IDÍLICO» HOGAR DE LA INFANCIA DE
EMMA. AMPLIA Y CUADRADA, ERA LA
CASA MÁS ELEGANTE DE SCHAFFHAUSEN,
CON UN JARDÍN DE ROSAS JUNTO AL RÍO,
CERCA DEL LAVADERO DE LA CIUDAD.

LAS CATARATAS DEL RIN EN SCHAFFHAUSEN


QUEDABAN CERCA DE LA CASA DE EMMA.
LOS VALIENTES PODÍAN ALQUILAR UN
HOMBRE QUE LOS LLEVABA, REMANDO
POR LAS RUGIENTES AGUAS, HASTA
UNA ROCA EN EL MEDIO, DONDE
FLAMEABA LA BANDERA DE SUIZA.
CARL NIÑO. «NUNCA HE
CONOCIDO UN MONSTRUO
TAN ASOCIAL», RECUERDA
UN AMIGO. LA MADRE DE
CARL TENÍA UNA SEGUNDA
PERSONALIDAD Y OÍA VOCES.
TORMENTOS SIN NOMBRE
ASEDIABAN A SU PADRE.

CARL ADVIRTIÓ MUY PRONTO


QUE HABÍA PROBLEMAS EN
EL MATRIMONIO DE SUS
PADRES. SU MADRE A VECES
TUVO QUE MARCHARSE
FUERA, Y SU PADRE CUIDÓ
ENTONCES DE CARL, QUE
DURMIÓ EN LA MISMA
HABITACIÓN DE SU PADRE
HASTA QUE CUMPLIÓ
DIECIOCHO AÑOS Y FUE
A LA UNIVERSIDAD,
JEAN RAUSCHENBACH, EL PADRE DE EMMA EMMA A LOS DIECISÉIS AÑOS. TÍMIDA
DIRIGIÓ LA INTERNACIONALMENTE REPUTADA Y REGORDETA, LA «IDÍLICA: INFANCIA
EMPRESA FAMILIAR DE MAQUINARIA DE EMMA HABÍA CONCLUIDO. HABÍA UN
AGRÍCOLA HASTA QUE QUEDÓ CIEGO EN TERRIBLE SECRETO FAMILIAR: LA SÍFILIS
1894, CUANDO EMMA TENÍA DOCE AÑOS. HABÍA CAUSADO LA CEGUERA DE SU PADRE.
CARL (FILA CENTRAL, TERCERO POR LA IZQUIERDA)
DOMINABA LOS DEBATES EN LA FRATERNIDAD ZOFINGIA
CON SU PODEROSA PERSONALIDAD, INTELIGENCIA
SUPERIOR Y AGRESIVO SENTIDO DEL HUMOR. LE
APODABAN WALZE, «APLANADORA>» O «CAÑÓN».

EMMA (IZQUIERDA) Y MARGUERITE (CENTRO) CON


VESTIDOS DEL CANTÓN DE SCHAFFHAUSEN. DE
REGRESO DE PARÍS, EMMA YA ERA UNA JOVEN
ESBELTA Y ATRACTIVA, LLENA DE ADMIRADORES.
EL BURGHÓLZLI ERA EL
VASTO ASILO DE LUNÁTICOS
DE ZÚRICH DONDE CARL
TRABAJÓ DESDE 1900.
MIEMBROS DEL
BAJO LA DIRECCIÓN DEL
PERSONAL CREÍAN
DR. BLEULER ESTABA
QUE CARL PODÍA
CONSIGUIENDO FAMA
TENER ALGÚN
INTERNACIONAL POR SUS
TRASTORNO PSÍQUICO,
AVANZADOS MÉTODOS
PORQUE PARECÍA
DE TRATAMIENTO.
MUY ENAJENADO.
NO ABANDONÓ
UNO DE LOS GUARDIAS DEL EL RECINTO DEL
BURGHÓLZLI. SE ALENTABA ASILO DURANTE LOS
A LOS PACIENTES, SI NO PRIMEROS SEIS MESES.
ESTABAN POSTRADOS,
A PARTICIPAR EN LAS
DIVERSAS ACTIVIDADES
QUE OFRECÍA EL
RÉGIMEN DE BLEULER.
6
Los sueños y los test

Un día, en el verano de 1905, Emma se sentó en su escritorio


de su apartamento del piso superior del Burghólzli, y, con Carl
a su lado, hundió la punta de su pluma en el tintero y empezó a
escribir. Jung le estaba dictando un sueño y su interpretación del
mismo. Emma estaba embarazada de su segunda hija. El sueño
era largo y detallado:

Veía caballos alzados por gruesos cables a una gran altura.


Me impresionó especialmente uno de ellos, un poderoso
caballo marrón atado con cuerdas y que alzaban como un
bulto. El cable se rompió de pronto y el caballo se estrelló
contra la calle. Creí que tenía que haber muerto. Pero
se puso de pie de un salto y se alejó al galope. Noté que
arrastraba un pesado tronco y me pregunté cómo podía
avanzar con tanta rapidez. Era obvio que estaba asustado
y fácilmente podía provocar un accidente. Entonces se
presentó un jinete en un caballo pequeño que se movió
con cierta lentitud enfrente del caballo asustado, que
moderó un tanto su andar. Yo seguía temiendo que el
caballo pudiera atropellar al jinete, pero apareció un coche
que avanzó al mismo paso del jinete, enfrente, y entonces
el caballo disminuyó todavía más la marcha. Me pareció
que todo estaba bien y había pasado el peligro.
Carl continuó dictándole una detallada interpretación del sueño,
que iba a incluir en su libro siguiente, Uber die Psychologie der
Dementia Praecox, (Sobre la psicología de la demencia precoz)
en el cual había trabajado desde 1903 y completaría en julio
de 1906. El libro se basaba, como explica en la introducción,
en sus investigaciones y experimentos clínicos, y por lo tanto
combinaba «todas las desventajas del eclecticismo, las cuales
pueden parecer tan sorprendentes a cierto tipo de lector que
es posible que califique mi obra de confesión de fe más que
de tratado científico. Peu importe! Lo importante es que podré
mostrar al lector que gracias a la investigación psicológica he
llegado a determinadas posiciones que creo que provocarán
nuevas y fructíferas preguntas concernientes a los fundamentos
psicológicos individuales de la dementia praecox». Continúa,
y reconoce su deuda con Herr Professor Bleuler y con «mi
amigo el Doktor Riklin» y, significativamente, con Sigmund
Freud, de Viena, un hombre que aún no ha conocido: «Basta
una mirada superficial a mi obra para mostrar cuánto debo a
los brillantes descubrimientos de Freud». En la primera parte
ofrece un resumen del trabajo que se está haciendo entonces
en ese campo: lo hacen Pierre Janet, Kraepelin, Aschaftenburg,
Ziehen, Tschisch, Freusberg, Sommer, Clemens Neisser y Otto
Gross —un médico brillante que muy pronto sería paciente de
Jung en el Burgholzli.
El sueño viene en la segunda parte. Carl no admite que se
trate de un sueño propio, sino que lo atribuye a un «amigo»,
y agrega que «conozco bien las circunstancias personales y
familiares del sujeto». El análisis adopta la forma de preguntas
de Jung al amigo por lo que piensa de cada parte del sueño y
después ofrece su propia interpretación basada en su teoría de
las asociaciones. «A él le parecía que habían alzado los caballos

[128]
hacia un rascacielos», escribió Emma, al dictado de Carl. «X había
visto recientemente, en un periódico, la imagen de un rascacielos
en plena construcción». Su «amigo» recordó que en las minas
ataban a los caballos con ese mismo tipo de cuerdas antes de
bajarlos. Esas «alturas mareadoras» recordaron montañas y el
amigo confesó que era un apasionado alpinista, y que:

En la misma época del sueño había tenido el imperioso


deseo de efectuar un gran ascenso y también de viajar.
Pero a su mujer la inquietaba el asunto y no le permitiría
ir solo. Y no podía acompañarlo, porque estaba encinta.
Por esta razón tuvieron que abandonar la idea de viajar
a Norteamérica [rascacielos], donde habían proyectado
viajar juntos. Comprendieron que, tan pronto hay niños
en la familia, moverse se torna mucho más difícil y no se
puede ir a cualquier parte. [Ambos eran muy amigos de
viajar y lo habían hecho bastante]. La renuncia al viaje a
los Estados Unidos fue especialmente desagradable para
él, pues tenía negocios con ese país y siempre esperó
que una visita personal le permitiría establecer nuevas e
importantes conexiones. Basado en estas esperanzas había
construido vagos planes para el futuro, que halagaban y
exaltaban sus ambiciones.

Y continúa, señalando algunas otras asociaciones: «trabajar como


caballo» y «ponerse el arnés» condujeron a «con el trabajo se
llega a la cumbre». Por otra parte, «ser alzado como un bulto»
recordaba a X los turistas a los que siempre había despreciado
por dejarse alzar a las más alta cumbres de los Alpes «como
sacos de harina», algo que él mismo nunca requirió, y en esto
había efectivamente un poco de desprecio. ¿Y dónde estaba
en todo esto el que soñaba? Porque, como recordaba Jung al
lector, Freud decía que el que sueña suele ser el protagonista.

[129]
Seguramente su «amigo» era el «poderoso caballo marrón». ¿Y ese
tronco que estaba arrastrando? Ahora el «amigo» recuerda que
«tronco» (o aplanadora) había sido su apodo de joven, debido
a su figura poderosa, robusta. Sin embargo, a pesar de la carga
arrastrada, el caballo continuaba avanzando. Por otra parte,
el caballo al galope estaba asustado y eso con facilidad podía
causar un accidente.
Jung había llegado a un atolladero y necesitaba enfocar
el sueño desde otro ángulo. ¿Por qué se había roto el cable y
provocado la caída del caballo a la calle? Parecía asociarse con
una ambición más temprana, frustrada en beneficio de otras.
«Su decepción por ese fracaso era tan grande, dijo, que por un
momento casi perdió la esperanza en el futuro de su carrera.
En el sueño creía que el caballo había muerto, pero muy pronto
vio, satisfecho, que volvía a ponerse de pie y se marchaba al
galope». Jung creía que aquí empezaba otra sección del sueño
de su «amigo», correspondiente con un nuevo periodo de su
vida. El amigo recordó entonces algo más sobre el sueño: había
otro caballo, muy difuso, al fondo: «X arrastraba el tronco con
alguien más, y esa persona debía de ser su esposa, con la cual
comparte el mismo arnés “en el yugo del matrimonio”», afirma
Jung de X, notando que, si bien el estorbo podía perjudicar su
avance, de todos modos conseguía alejarse galopando, lo que
mostraba que no se le podía atar. El caballo al galope recordó a
X una pintura de Welti, Mond Nacht (Noche con luz de luna), en
la cual se muestran unos caballos al galope en la cornisa más alta
de un edificio. Uno de ellos es un lujurioso potro encabritado.
En el mismo cuadro hay una pareja casada, acostada en la cama.
La imagen de los caballos al galope ha conducido, entonces,
a una pintura muy sugerente de Welti. «Y aquí vistumbramos
inesperadamente el sesgo sexual del sueño donde hasta ahora
solo podíamos ver el complejo de ambición y carrera», concluye
Jung, que agrega que esto se podía interpretar fácilmente como

[130]
el «impetuoso temperamento de X, que él temía que pudiera
comprometerlo en actos impetuosos».
Si Emma aún no lo sabía, ahora sí que lo sabía: Carl sentía
que el matrimonio lo sofrenaba. Pero, avisaba, nada lo detendría
ni dejaría de hacer lo que quería hacer. Que hubiera un elemento
sexual en todo ello no podía ser una sorpresa. ¿Pero estaba de
acuerdo Emma con la interpretación que Carl hacía del sueño?
«Entonces se presentó un jinete en un caballo pequeño
que se movió con cierta lentitud enfrente del caballo asustado,
que moderó un tanto su andar»: Jung interpretó primero el
«caballo pequeño» como «su superior», como Bleuler. Pero tuvo
que reconocer que el caballo era «pequeño y elegante como un
caballo de balancín», lo que, por cierto, no calzaba en el conjunto.
El «amigo» recordó entonces un incidente de su niñez, cuando
vio a una mujer embarazada, y esto, una vez más, le condujo
hacia su esposa encinta. Otro atasco. Fijó entonces la atención
en el coche que se unió al caballo pequeño para menguar la
velocidad del potro, y ahora el «amigo» lo notó colmado por
«un verdadero cargamento de niños», un hecho reprimido en
el primer relato del sueño y solo recordado al volver a relatarse.
«El significado del sueño ahora está perfectamente claro»,
concluye Jung. «El embarazo de la esposa y el problema de
demasiados niños impone restricciones al marido. Este sueño
cumple un deseo, ya que representa ya cumplida la restricción.
A primera vista, como muchos otros, parece carecer de signifi-
cado, pero hasta en sus primeros estratos muestra con claridad
suficiente las esperanzas y decepciones de una lucha en una
carrera ascendente». Termina de manera enigmática: «En su
interior oculta una materia en extremo personal a la cual muy
bien pueden acompañar sentimientos dolorosos». Esto es cuanto
el intérprete está dispuesto a revelar acerca del «miedo» del
potro. No se ocupa de investigar esa palabra. Ni la asociación
con el «caballo pequeño» que llega al rescate del potro, lo que

[131]
conduce al último pensamiento del sueño: «Me pareció que
todo estaba bien y había pasado el peligro».
Quizás Emma cayó en la cuenta de que era el caballo
pequeño que se presentó al rescate del potro asustado. Pero
nada dice, o, si lo dijo, Carl no lo dejó registrado. Mientras
ella escribía y Carl dictaba, ninguno pensó que no estuviera
bien que el analista fuera a un tiempo el sujeto y el intérprete.
En años posteriores se vio con claridad que, para efectuar la
interpretación, el análisis requería de un practicante separado
por completo del sujeto; pero no en 1905.
El sueño revela algo: Carl no siempre conseguía que las
cosas se hicieran a su manera en la vida real. Se vio forzado a
acceder cuando Emma insistió que no podría viajar a América o
subir montañas porque estaba embarazada. Después de casi tres
años de matrimonio, Emma empezaba a dejar atrás a la ingenua
que había conocido Carl. Seguía siendo silenciosa y reservada
en público, pero en privado estaban cambiando algunas cosas.
Y otro asunto: durante todos esos años había estado escribiendo
los dictados de Jung, redactando informes, ayudando en las
investigaciones, aprendiendo de primera mano que los sueños
y las asociaciones revelaban los deseos ocultos del inconsciente
y los secretos de la represión. Fue un aprendizaje por defecto.
Cuando terminó el libro sobre la Dementia Praecox, Carl, una
vez más, lo dedicó a Emma, su mujer.
Carl envió un ejemplar al Hochverehrter Herr Professor!
Freud a Viena. Previamente le había enviado un ejemplar de sus
Estudios de asociación diagnóstica, empezando de este modo la
hoy famosa correspondencia de trescientos cincuenta y nueves
cartas (además de las perdidas). Se ha perdido la carta de Freud
donde agradece a Carl por el ejemplar de Dementia Praecox,
pero la respuesta de Jung deja en claro que Freud le propuso una
interpretación algo diferente del sueño de los caballos, insinuando
que se relacionaba con «el fracaso de un matrimonio de ricos».

[132]
Freud había intuido que el sujeto del sueño de Jung no era un
«amigo», sino el mismo Jung.
«Ha puesto usted el dedo en los puntos débiles de mi aná-
lisis del sueño», escribe Jung, respondiendo a Freud el 29 de
diciembre de 1906:

En realidad, conozco el material y los pensamientos


del sueño mucho mejor de lo que he dicho. Conozco
íntimamente al sujeto: soy yo mismo. El «fracaso de un
matrimonio de ricos» se refiere a algo esencial que sin
duda está contenido en el sueño, aunque no en el sentido
que usted cree. Mi mujer es rica. Por diversas razones me
rechazó la primera vez que le propuse matrimonio. Más
tarde me aceptó y me casé. Estoy feliz con mi mujer en
todos los sentidos (no por mero optimismo), aunque eso,
por supuesto, nada hace para impedir tales sueños. Así
que no ha habido un fracaso sexual; más bien, quizás, uno
social. La explicación racionalista, «contención sexual», es,
lo he dicho, solo una pantalla conveniente que se muestra
en primer plano y esconde un deseo sexual ilegítimo que
mejor que no vea la luz del día.

Jung propuso entonces otra interpretación del «pequeño jinete»


como el deseo por un hijo,yagregó «tenemos dos niñitas», pues
Gretli había nacido el 8 de febrero de 1906.
Sería muy sorprendente que esta explicación convenciera
a Freud. Jung insistió también, quizás refiriéndose a otra de las
insinuaciones de Freud en la carta perdida: «No he podido dar
con ninguna raíz infantil en ninguna parte». El perspicaz Freud
había puesto el dedo en toda suerte de asociaciones reprimidas,
pero ni Jung ni Freud parecen haber considerado la posibilidad
de que el «caballo pequeño» representara a Emma yendo al
rescate. «El análisis y la utilización de los sueños propios es un
asunto delicado en el mejor de los casos», confiesa Jung a Freud,

[133]
«se sucumbe una y otra vez a las inhibiciones que emanan del
sueño sin que importe lo objetivo que se crea ser».
Freud escribió el 30 de diciembre a su «estimado colega» y
de manera nada inocente le ofrece el ejemplo de un caso de una
paciente suya que había padecido depresión. «Está muy enamo-
rada de su marido (él es un actor), pero ha sido completamente
insensible en las relaciones sexuales y está convencida de que las
cosas son así por culpa suya. La paciente dice que nunca se le ha
ocurrido culpar a su marido por su falta de satisfacción». La carta
está escrita como si estuviera pidiendo la opinión profesional
de Jung, y termina así: «Perdóneme por ocuparle su tiempo».
Parece que Freud no creía ese «no ha habido un fracaso sexual,
más bien, quizás, uno social» de Jung. Pero entonces Freud nada
sabía de la compleja personalidad N“2 de Jung.
Professor Freud volvió a escribir el primer día de enero de
1907. Habría querido que su primera carta fuera más larga,
pero «la interrumpí en parte por razones incidentales y en parte
porque mi intuición, confirmada por usted, de la identidad del
sujeto que sueña me obligó a contenerme. Pero solo pensé que
habría ido usted demasiado lejos si destacaba la interpreta-
ción tronco=pene y el galope “alternativo”, caballo/carrera, sin
delatarse». Se contentó con señalar que la versión de Jung del
cumplimiento del deseo, tener un hijo, era difícilmente creíble.
Y después se concentró en su posible sociedad futura. «Las “luces
principales” de la psiquiatría en realidad no valen mucho», le
dice. «El futuro nos pertenece y pertenece a nuestras ideas, y
los más jóvenes —con suma probabilidad en todas partes— se
alinean activamente con nosotros. Veo esto en Viena, donde,
como usted sabe, mis colegas me ignoran sistemáticamente y no
pasa demasiado tiempo sin que algún escritorzuelo intente ani-
quilarme. Pero a mis conferencias acuden más de cuarenta atentos
auditores que provienen de todas las facultades». Espera que
Jung vaya pronto a Viena «antes de marchar a Norteamérica».
Sin embargo, no puede terminar la carta sin otra referencia

[134]
a su tópico habitual: «Me gustaría notar que usted omite un
factor al cual soy consciente que atribuyo actualmente mucha
más importancia que usted: como sabe, me estoy refiriendo a la
sexualidad xxx». Tres equis significaban peligro. Solían escribirse
con tiza en la parte interior de las puertas de las casas de los
campesinos para protegerlas.
Jung tardó una semana en responder y cuando lo hizo se
disculpó por no escribir antes. Es posible que la carta de Freud
le diera mucho que pensar y se tomara su tiempo. «Más tarde
anduve más bien molesto por haber jugado a las escondidas con mi
sueño», confiesa, y agrega: «Hay razones especiales por las cuales
no ofrecí la interpretación tronco=pene, la principal de las cuales
era que no estaba en una situación como para presentar mi sueño
de manera impersonal: mi mujer escribió toda la descripción (!!)».
Es posible que Emma estuviera haciendo más que meramente
anotar el dictado de Carl: quizás proponía interpretaciones pro-
pias. Después de esta confesión, su carta vuelve rápidamente a
la conversación profesional y a la esperanza de que pueda visitar
a Freud en Viena durante sus próximas vacaciones de primavera.
Emma, entretanto, empezaba a desempeñar un papel más
activo en el asilo Burghólzli. En 1907 llegó de Estados Unidos el
médico Abraham Brill (conocido como A.A. Brill) para unirse al
equipo y reemplazar a Karl Abraham, que regresaba a Alemania.
El relato que hace Brill de cómo la «activa comunidad» de Bleuler
comprometía a todo el mundo, a cada uno según su capacidad,
está colmado de la atmósfera de esos días vertiginosos. Señala
que la comunidad incluía a las esposas:

El espíritu de Freud flotaba sobre el hospital. En nuestras


conversaciones durante las comidas aparecía con fre-
cuencia la palabra «complejo», cuyo especial significado
se creó en ese entonces. Nadie podía cometer un error
o un lapsus de ningún tipo sin que de inmediato se le
llevara a evocar asociaciones libres para explicarlo. No

[135]
importaba que las mujeres estuvieran presentes —esposas
y voluntarias internas—, que podrían haber moderado la
franqueza que suele producirse con las asociaciones libres.
Las mujeres manifestaban el mismo interés y mostraban la
misma perspicacia que sus maridos en el descubrimiento
de los mecanismos ocultos. Había también un Círculo
Psicoanalítico que se reunía todos los meses. Algunos
estaban muy lejos de compartir nuestros puntos de vista;
pero a pesar de la ocasional intolerancia impulsiva de Jung,
las reuniones eran fructíferas y conseguían diseminar las
teorías de Freud.

Fuere lo que fuere que la vida de Emma en Schaffhausen pudiera


ofrecerle, no podía competir con la atmósfera febril del asilo
Burghólzli en aquellos días iniciales. «Jung no aceptaba ningún
desacuerdo con las ideas de Freud», agrega Brill. «Impulsivo y
brillante, se negaba a ver otros aspectos. Quienquiera se atreviera
a dudar de lo que sin duda era nuevo y revolucionario incurría
inmediatamente en su iracundia».
Auguste Forel, el antiguo Herr Direktor que aún deam-
bulaba por los pasillos del Burghólzli, ya no soportaba aquello.
«Me molesta este culto a Freud», escribe a su amigo Ludwig
Frank. «Dejo abierta la cuestión de si el famoso descubrimiento
de Freud es verdaderamente suyo y no pertenece en realidad a
Bleuler, pero no cabe duda de que en Viena, donde la gente no
es muy escrupulosa, Freud tiene una reputación muy mala, lo
que no carece de fundamento [...]. Me parece que en la práctica
Bleuler ya no es el director del Burghólzli, que lo es Jung. Y lo
siento mucho».
Jung, por cierto, estaba cogiendo ritmo. «Resulta gracioso ver
que las pacientes externas andan por ahí diagnosticándose unas a
otras sus complejos eróticos, aunque carecen de alguna intuición
en los propios», escribe en junio al Professor Freud, olvidando

[136]
por completo el problema que tiene con los suyos. Diez días más
tarde viaja a París y Londres, potenciando su carrera y dejando a
Emma en el Burghólzli con las dos niñitas.Yade regreso en casa,
escribe a Freud sobre «una mujer germano-norteamericana que
le causó una impresión muy agradable, una señora St., de unos
treinta y cinco años», que ha conocido en París. Estaban en una
fiesta, charlando sobre paisajes, cuando la «señora St.» rechazó
el café que le ofrecían, diciendo que no toleraba ni siquiera un
sorbo. El impetuoso Carl se precipitó a dar una interpretación
que nadie le pedía: se trataba de un síntoma nervioso, propuso,
que solo actuaría cuando ella estuviera en casa; en cualquier otro
lugar toleraría mucho mejor el café. «Me sentí enormemente
confundido no bien esa frase desafortunada salió de mi boca»,
confiesa a Freud, «pero descubrí enseguida que felizmente ella
no la había advertido».
Y escribe en la misma carta: «Mi mujer, que sabe un par de
cosas, me ha dicho no hace mucho que *va a escribir un manual
psicoterapéutico para caballeros”». Habiendo participado en
todas las reuniones y en sus conversaciones sobre complejos
eróticos, represiones y lapsus de la lengua, y colaborado en
investigaciones y en test de asociación de palabras, Emma,
poco después de su primera visita a Freud en Viena, estaba
aprendiendo con rapidez.

En Berggasse N*19, aquel marzo de 1907, Freud había observado


a Emma Jung y sus modales reservados y amistosos en esa
comida de mediodía de domingo. La había notado inteligente
e interesada, hablando con Martha, Minna y los niños a un
extremo de la mesa mientras su marido no paraba de hablar al
otro extremo. Así que en julio, cuando recibió la carta de Jung,
es probable que no le sorprendiera oír que Emma Jung «sabe
un par de cosas» sobre psicoanálisis.

[137]
La visita a Viena y sus conversaciones con Freud hasta tarde
por la noche habían sido apasionantes para Jung. Pero sus efectos
posteriores fueron traumáticos. Demasiadas cosas se habían
movilizado con todas esas conversaciones y la admiración y sobre
todo la implacable insistencia de Freud en que la sexualidad era
la causa radical de toda neurosis, asunto que a Jung le costaba
aceptar. «¿Pero no cree usted que una cantidad de fenómenos
borderline se pueden considerar más apropiadamente en términos
de otro impulso básico, el hambre? ¿Comer, por ejemplo, chupar
(sobre todo hambre) y besar (sobre todo sexualidad)?». Jung
había escrito esto en octubre de 1906, incluso antes de conocer
a Freud personalmente.
Había nacido en un pueblo suizo aislado y pobre, y sabía
todo lo que se puede saber sobre el hambre. Y no solo sobre
el hambre. «Crecí en el campo, entre campesinos, y lo que no
aprendí en los establos lo descubrí en el ingenio rabelesiano y
en las fantasías sin freno del folclor campesino», escribió Jung
años después. «El incesto y las perversiones no eran notables
novedades para mí y no exigían ninguna explicación especial.
Las coles prosperan en la mierda: eso siempre lo había dado por
descontado». El problema era que él mismo había sido abusado
sexualmente cuando niño, así que, irónicamente, era un ejemplo
de la teoría de Freud. Y con tanta conversación sobre sexo ya
no podía seguir reprimiendo el punto. Pero pasaron otros dos
años antes de que pudiera confesar a Freud que la visita a Viena
había culminado con una obsesión por la señora de Abbazia.
«Como ya he indicado, mi primera visita a Viena tuvo una
prolongada continuación inconsciente, primero en la infatuación
compulsiva en Abbazia y después con la aparición de la judía
bajo otra forma, como mi paciente. Ahora, por supuesto, tengo
todo el atado de peculiaridades con claridad total ante la vista».
Freud acababa de modificar su concepción de la sexualidad
infantil y decidido que algunos pacientes que afirmaban haber

[138]
sido abusados sexualmente estaban fantaseando en realidad. Karl
Abraham coincidía con Freud: una de las razones por las que
parecía haber tantos casos de abuso sexual era que «el trauma
[era] deseado en el inconsciente, así que en esto vislumbramos
una forma de sexualidad infantil». El niño fantasea, o, si se trata
de un acto real, hasta cierto punto está consintiéndolo. ¿Por qué,
de otro modo, no pide auxilio? ¿O escapa? De allí el sentimiento
de culpa en el niño, propone Abraham. Pero Jung sabía que no
estaba fantaseando. Y sabía que en los pueblos aislados, donde
las familias eran demasiado extensas, había numerosos casos
de incesto. Y sabía, por experiencia personal, que los niños
abusados no siempre huyen ni cuentan a alguien lo sucedido. Lo
reprimen. «Sin duda habrá sacado usted sus propias conclusiones
de la larga duración de mi tiempo de reacción», le dice a Freud.
«Hasta ahora mismo he experimentado una gran resistencia a
escribir, porque los complejos que emergieron en Viena seguían
rugiendo hasta hace poco. Solo ahora se han aposado un tanto
las cosas y puedo escribirle una carta más o menos razonable».
En agosto Jung volvió a dar explicaciones a Freud por su
«largo silencio». Había estado fuera durante las tres semanas
anuales de servicio militar en el ejército: «en eso desde las cinco
de la mañana hasta las ocho de la noche», y entonces, cansado
como un perro, otra vez en el Burghólzli, donde enfrentaba un
exceso de trabajo y no disponía de tiempo para sus propias inves-
tigaciones. «Más de una vez he estado a punto de abandonarlo
todo, desesperado», escribe. En septiembre asistió a un congreso
en Ámsterdam, y defendió la reputación de Freud. No habló
con su claridad y seguridad habituales. Tuvieron que pedirle
que abandonara el podio ya que había terminado su tiempo y
«se negó a obedecer las reiteradas señales del moderador para
que terminara. Finalmente le obligaron a ello y se marchó de
la sala a grandes pasos, rojo de cólera», como describió más
adelante Ernest Jones, un joven galés y devoto discípulo de Freud.

[139]
Jones había conocido a Jung durante una visita al Burghólzli
para observar los métodos de Herr Doktor y no dejó de notar
su «presencia formidable»; pero ahora, al ver ese lamentable
desempeño, ya no estaba tan seguro. Jung lo supo. Más tarde
escribe a Freud, todavía enrabiado por la humillación, y le dice
que el público era «insoportable, transpiraba vanidad» y las
discusiones «un pantano de insensateces y tonterías».
A fines de septiembre, Carl debió guardar cama aquejado
de enteritis yEmma tuvo que cuidarlo y tranquilizarlo. Por
esos días un nuevo asistente voluntario en el Burghólzli, Max
Eitingon, le estaba incomodando, pero a Jung le costó bastante
tiempo confesarlo. «Creo que Eitingon es un charlatán total-
mente impotente», escribe a Freud. «Pero bien este juicio nada
caritativo ha salido de mis labios se me ha ocurrido que envidio
su desinhibida abreacción al instinto de poligamia». Eitingon
tenía numerosas aventuras, abiertamente, y Jung le envidiaba.
Emma y Carl pasaron la Navidad y el Año Nuevo de 1908
con la madre de Emma, en Olberg, desde donde Emma envió a
Freud y familia un saludo por las fiestas. Aunque no había pasado
mucho tiempo con Freud en Viena, había bastado para que Freud
estimara su amabilidad y la inteligencia con que manejaba a su
exuberante marido. Esa Navidad Emma hizo un regalo especial
a Carl: una fotografía ampliada y bellamente enmarcada de
Herr Professor. Jung había pedido a Freud más de una vez que
«satisficiera su deseo, largamente acariciado y reprimido» de
una fotografía, y Freud le había enviado finalmente una, hecha
de manera informal por «sus niños» utilizando una cortina
mal colgada como fondo. El 25 de enero, Jung le escribió para
agradecérsela y en términos que debieron de sorprender a Herr
Professor: «Tengo que confesarle un pecado: he hecho ampliar
su fotografía. Se ve maravillosa». ¿Un pecado? No hay registro de
lo que pensó Emma de que Carl se atribuyera el procedimiento
fotográfico. Freud olvidó comentar la fotografía en su respuesta.
Le contó, en cambio, de su salud: había logrado recuperarse de

[140]
un episodio de influenza que duró bastante: «Seis largas semanas
estuvo enfermo el sapo, pero ahora vuelve a fumar muy decidido»,
escribe citando a Wilhelm Busch, uno de sus escritores favoritos,
y sin hacer caso de las advertencias de los médicos sobre lo que
podía ocurrirle si no dejaba de fumar esos cigarros.
Carl también había vuelto a enfermar, pero a comienzos de
enero ya estaba de regreso en el Burghólzli, dejando a Emma y
a las niñas en Schafthausen. «En este momento estoy tratando
otro caso grave de histeria con estados de confusión crepus-
culares. Va bien», escribe a Freud con alivio y goce evidentes.
Hans Maier, el primer asistente, estaba encargado inicialmente
de conducir el análisis con la paciente, pero la mujer se resistía
y parecía haberse decidido por Herr Doktor Jung. Médicos
y enfermeras se arremolinaban junto a la paciente cuando
pasaba por alguno de esos estados crepusculares, maravillados
por la belleza dramática de sus expresiones. «Actualmente está
esperando una visita de su amante, pero la afligen eructos.
Pasa de pie junto a la ventana, esperando verle llegar». Dos
semanas después, Jung hipnotizaba al público en el auditorio
del municipio de Zúrich. Un momento arriba y al siguiente
abajo. Esa era la pauta. En febrero volvió a enfermar, ahora con
«un ataque bestial de influenza». Se sentía exhausto e inquieto y
Emma tuvo que estabilizarlo una vez más. Su trabajo científico
se interrumpió por completo. Necesitaba unas vacaciones.
«Toda suerte de complicaciones psicogénicas se manifestaron
en mi influenza, y esto tuvo malos efectos en mi convalecencia»,
se quejaba Jung. «En primer lugar, un complejo relacionado
con mi familia me trató endiabladamente, y después me des-
ilusionaron mucho las negociaciones acerca de la revista». «La
revista» era el Jahrbuch fur psychoanalytische und psychopathologische
Forschungen, que Freud estimaba mucho, el medio por el cual el
psicoanálisis freudiano podía llegar a un público internacional,
y había decidido que Jung fuera su editor. Y solo podemos con-
jeturar acerca del «complejo relacionado con mi familia»: quizás

[141]
se trataba de sus antiguos sentimientos de inferioridad social,
y su «exagerada ambición» le llevaba una y otra vez al exceso
de trabajo y al agotamiento. Pero las razones más probables
eran peleas con Emma sobre su permanente compromiso con
Fráulein Spielrein. Es posible que Emma supiera que no se
trataba de una relación plenamente sexual, pero implicaba una
gran carga emocional, mucho más que en las acostumbradas
«infatuaciones», y Carl parecía completamente incapaz de
terminarla o muy poco dispuesto a hacerlo.
Emma no daba más, mortificada y celosa. En algún momento
amenazó a Carl con el divorcio, antes o después de su visita a
Viena, pero sin duda después de comprobar que Fráulein Spiel-
rein seguía provocando problemas y rumores. Emma conocía a
Carl. Sabía que lo último que deseaba era el divorcio. Reunió
todas sus fuerzas para plantearlo. Su infancia no la había pre-
parado para un marido con «instintos polígamos». Su padre
había sido un buen marido de Bertha y solo le había faltado
con una transgresión en un viaje de negocios a Budapest. No
se sabe cómo manejó Emma la disputa con Carl. No estaba
acostumbrada a armar escenas. No correspondía a su naturaleza
y era humillante. Pero las hizo. «Parece haber pasado mucho
tiempo desde la última vez que le escribí», escribe Jung a Freud
desde el Gran Hotel Bellevue, Buvento, el 11 de abril de 1908.
«Toda clase de cosas me han complicado, por ejemplo, un muy
desagradable ataque de influenza que me dejó tan debilitado
que he debido ir a los baños termales de Baden. Ahora estoy
dedicado a recuperarme lo mejor que puedo en el lago Maggiore».
Le promete escribir no bien regrese a casa. «En estos momentos
estoy excesivamente disociado».

«Divorcio/fuerza» fue una de las asociaciones de palabras en la


larga serie de test a que se sometió Jung con Ludwig Binswan-
ger, que se desarrollaron durante varias semanas. La familia de

[142]
Binswanger dirigía el sanatorio Bellevue de Kreuzlingen y él
acudió al asilo Burghólzli atraído, como tantos otros, por su
reputación internacional y la de Herr Doktor Jung. Este, que
siempre fue generoso con su tiempo con sus alumnos, accedió a
ser supervisor de Binswanger y se ofreció como uno de los sujetos
«educados» para los test. Esto sucedió un mes o dos antes de la
segunda visita de los Jung a Viena. De otro modo es muy posible
que Carl se rehusara, pues las asociaciones de palabras resultaron
mucho más reveladoras e inquietantes que lo que había previsto.
La tesis de Binswanger se tituló «Sobre el fenómeno psico-
galvánico en los experimentos de asociación». Recurrió en total a
veintitrés sujetos, que buscó en las fuentes habituales: educados
y no educados, algunos pacientes, algunos médicos, algunos
Warter, hombres y mujeres. Volvió a utilizar el galvanómetro.
«Empezaré con un experimento con un sujeto notable por su
penetrante y confiable análisis de sí mismo, un médico casado
que conoce bien los experimentos de asociación», escribe.

EL GALVANÓMETRO — UNA TÉCNICA CIENTÍFICA.

[143]
Gracias al reloj Rauschenbach pudo anotar que el tiempo pro-
medio de reacción del sujeto era de 1,8 segundos. «Cabeza/cinta»
fue la primera asociación, seguida de «azul/mar». Pero después
vino «pared/estrella», una asociación curiosa, que Binswanger
pidió al sujeto que explicara. Parece que había querido decir
«piedra», pero le salió otra cosa. Sigue una larga explicación de
la desviación, que nunca menciona que una piedra en el muro
del jardín de la casa parroquial donde vivía Jung de niño había
desempeñado una parte tan vital en su joven vida cuando trataba
de decidir si él era la piedra o la piedra era él.
Entonces Binswanger, viendo que Jung estaba muy bien
preparado, cambió la palabra estímulo de «ángel» a «diablo».
Esto tomó por sorpresa a Carl. El diablo desempeñaba una parte
decisiva en la vida secreta del «otro Carl», como la religión en
general, aunque de una manera no convencional.
«Mi veneración por usted tiene algo de entusiasmo “reli-
gioso”», había confesado Jung a Freud en la carta donde también
revela que alguien a quien había «adorado» de niño le había
asaltado sexualmente. Cinco días más tarde, a la espera de la
respuesta de Freud, que tardó más de lo acostumbrado, vuelve a
escribir: «Padezco todas las agonías de un paciente en análisis,
confundiéndome con todo miedo concebible acerca de las
posibles consecuencias de mi confesión». La respuesta de Freud
nos falta, pero es evidente que se las arregló para calmar a Jung
respecto de su «confesión». Obró maravillas en él, dice, y como
que es posible escuchar el alivio: «Tiene usted absolutamente la
razón cuando propicia el humor como la única reacción decente
ante lo inevitable. Este ha sido también mi principio, hasta
que el material reprimido me vacía de lo mejor de mí mismo,
felizmente solo en pocos momentos. Mi vieja religiosidad había
hallado secretamente en usted un factor compensatorio con el

[144]
cual debía enfrentarme finalmente, y solo podía hacerlo si le
hablaba de esto. De este modo esperaba impedir que interfiriera
en general en mi comportamiento». Freud respondió esta carta
combinando, típicamente, los buenos consejos con el humor:
«Una transferencia sobre una base religiosa me parecería suma-
mente desastrosa. Solo podría acabar en apostasía, gracias a la
tendencia humana universal a reiterar los clichés que guardamos
en nuestro interior. Haré todo lo posible por demostrarle que
no soy adecuado para convertirme en objeto de adoración.
Es probable que crea usted que ya he comenzado».
Cuando Binswanger llegó a «voluntad/lucha» hubo una
prolongada digresión, porque «el sujeto luchaba con pronunciado
afán por conocimiento, trabajo y reconocimiento. Un com-
plejo fuerte». Á esto siguió «amistoso/odioso», que Binswanger
comenta así: «Quería decir odio. Constelado por un sueño de la
noche anterior que se refería a un antiguo complejo sin revisión
reciente y del que nos ocuparemos más adelante. Hasta el
momento ha habido un alza veloz de toda la curva». Á «espina»
Jung respondió «carne». «A un mismo tiempo se le ocurrió
que espina significa un símbolo sexual y que ha reemplazado
al semejante fallo. Durante la reacción ha pensado que [San]
Pablo dice de sí mismo que tiene una espina en la carne».
«Baile/gozoso» se acompañó de un gran incremento en la
curva del gráfico, porque, dijo Jung, estaba molesto por tener que
acompañar a su mujer a un baile el día siguiente. «Mar/lago»
vino enseguida: había planeado un viaje a Inglaterra. «Orgulloso/
eminente» provocó este comentario: «¡A menudo su familia le
reprocha por ser demasiado orgulloso! Tiene, en general, una
conciencia fuertemente desarrollada». A esto siguió un alza en
la curva por «aceite»: «ól/berg», el nombre de la residencia de la
familia de Emma en Schaffhausen. «Amenaza/blanco» provoca
el mismo complejo que una asociación anterior «a propósito de
la cual se sintió un tiempo amenazado». «Rico/pobre» causó la

[145]
mayor digresión hasta ese momento: «El complejo de dinero
desempeña una parte muy amplia en este sujeto y se conecta
íntimamente con su gusto por viajar, su salario en el asilo y su
futuro modo de vida». Lo mismo valía para «dinero/tener». Con
«juego/cartas» el sujeto pensó en su mujer y sus niñas. Entonces
vino «arrepentirse/agotado» y una nueva alza en la curva que
denotaba «un creciente tono emocional» y una referencia al
mismo antiguo complejo de «no entrar en». Un comentario,
en nota a pie de página, dice: «Por razones personales no se
analizó más completamente este complejo».
Desde la asociación 51 en adelante «el sujeto confiesa que ha
experimentado una excitación precisa». Á esto siguió «vientre/
yacer» y «equivocado/correcto», así que vuelve una vez más
al antiguo complejo. En este punto se introduce «divorcio/
fuerza», seguida de «niño/tener», donde Binswanger, alerta
a las digresiones de Jung, comenta: «Cree que su hija menor
está ligeramente enferma. Pero parece haber un complejo más
fuerte tras esta reacción de apariencia “inocente”». Continúa y
cita La interpretación de los sueños de Freud, pues las reacciones
superficiales suelen ocultar «un vínculo real y más profundo», un
complejo y la resistencia a él. «Como si la barricada, por ejemplo,
una inundación en las montañas, haya tornado impasable el
camino mayor y más amplio», escribe Freud. «El transporte
queda entonces restringido a los empinados e inconvenientes
senderos que solo utiliza el cazador».
En el caso de Jung estos senderos empinados conducen
con frecuencia a su padre, el pastor, y a su propia «religiosidad»,
observa Binswanger, y agrega: «el sujeto fue sumamente religioso
en su niñez».
El clímax sucedió en una serie de test realizados cerca de
un mes más tarde, durante los cuales Binswanger recurrió a
otros métodos de distracción para penetrar las resistencias de
Jung: un metrónomo dispuesto a mucha velocidad, a noventa

[146]
y cuatro golpes por minuto, electrodos en la planta de los pies,
y un rayo de luz apuntado de pronto a los ojos. Otra vez se
dice que el sujeto es un médico casado, pero se nos informa,
desde el punto de vista de Binswanger, que «es reservado en las
conversaciones ordinarias. Esta reserva es una medida defensiva
contra su extremosa sensibilidad, pero no es tanto heredada como
adquirida en varios acontecimientos que actuaron en él de niño
y de joven y que todavía están activos hasta cierto punto [...].
El niño brillante y descuidado se tornó muy pronto un hombre
muy serio que ha desarrollado, como compensación, un celo
sumamente desacostumbrado por el deber y gran ansiedad
acerca del trabajo». Al parecer el sujeto se encontraba ahora
«en un estado de activa oposición al análisis».
Había comenzado bastante contento con «cabeza/hermosa»,
al parecer una asociación con la esposa del sujeto. A «amistosa/
amada» el sujeto comentó que «amada» siempre había sido una
palabra que valía por su esposa y volvió a pensar en su mujer
con «baile/mucho» y con «cuidar la casa/esposa», seguida de
«engañosa/buena», ambas asociaciones «teñidas emocionalmente
con fuerza». Parecido fue el caso de «niño/madre». Comentó a
«gente/estado»: «el Estado le exige tanto que tiene poco tiempo
que dedicar a su mujer». En su caso el Estado es el cantón de
Zúrich. Otras percepciones de las preocupaciones del sujeto
se incluyen en «montar/bien»: «Durante su servicio militar le
habría gustado aprender a montar bien, pero una enfermedad
se lo impidió». Como Emma era una excelente jinete, quizás no
sorprenda tanto que a este comentario siga este otro: «Confiesa
que eso le ha inquietado después. Observamos que cualquier
cosa que obstaculiza sus ambiciones provoca vivas expresiones
sentimentales». Vidrio/bebida «le recuerda del movimiento de
abstemios, del cual es fervoroso partidario».
Pero hay una corriente subterránea que Jung se esforzaba
por evitar. Binswanger observó que la parte superior del cuerpo

[147]
del sujeto, y sus piernas, no cesaban de moverse. Ciertos soni-
dos parecían agitarle, observa, especialmente: «Poco antes de
comenzar el experimento habían informado al sujeto que una
expaciente, cuyo nombre comienza con este sonido, le había
difamado». El sonido era una «S»: Sabina Spielrein. Al terminar
el test, Binswanger tranquilizó y dejó descansar a Jung, que se
durmió casi de inmediato.

[148]
7
Un hogar propio

Además de amenazar con el divorcio, Emma insistió entonces


en mudarse del Burghólzli y tener una casa propia. Los rumores
que corrían por el lugar no podían ser más dolorosos. Daban
la impresión de que Herr Doktor Jung estaba por dejarla para
casarse con Sabina Spielrein. Emma sabía que eran falsos y que
la mayoría surgía de la misma Fráulein. Pero no hay humo sin
fuego. Es mortificante que haya gente conocida que hable mal
de ti, que te compadezca, que se pregunte cómo vas a superar
esto o aquello. La gente murmuraba también sobre su fortuna
y el hecho de que Carl no tuviera un centavo cuando contrajo
matrimonio; la inferencia era obvia. Era suficiente. Quería
tener una casa propia donde pudieran llevar una vida familiar
privada y convencional,
Emma no tuvo que insistir mucho. Jung había anhelado
toda la vida tener una casa familiar así, soñaba con ello, tenía
visiones al respecto. El dinero no era un obstáculo. Decidieron
construir su propia casa. Adquirieron un terreno en Kusnacht,
un pueblo en la ribera derecha del lago de Zúrich, a unos quince
kilómetros de la ciudad, al cual se podía llegar por barco o por
ferrocarril. Alrededor del lago había un sendero campestre, que
más tarde se convertiría en la bullente Seestrasse, pero en 1908
el pueblo solo era una pequeña comunidad de granjeros con
huertos, praderas para las vacas, viñas que subían por las colinas
y espesos juncales al borde de las aguas. Había un orfanato, una
casa de pobres, una iglesia, una escuela y unas cuantas casas de
campo dispersas, construidas en la década de 1890 cuando el
ferrocarril había llegado a Kusnacht y trajo a los adinerados
de Zúrich que buscaban un lugar agradable donde construirse
una casa lejos del ruido y el vértigo crecientes de la vida en la
ciudad. El terreno que compraron Carl y Emma estaba junto al
lago, cerca de la casa de pobres: cinco mil metros cuadrados a
once francos el metro, una gran cantidad de dinero en unos días
en que el empleado promedio de oficina tenía suerte si ganaba
ochocientos francos al año. El vecino era un granjero llamado
Hermann Stahli, que vivía en una típica casa campesina de
vinicultor, sólida y rectangular, construida en el siglo diecisiete,
con un techo en punta de dos aguas, una planta baja situada a
cierta altura sobre el suelo, un sótano para el vino, bodegas y
establos. Más allá, en el lago, habían quitado juncos y conseguido
crear una pequeña playa comunal donde bañarse.
Emma sabía cuánto significaría esta casa para Carl y no cabe
duda que esperaba que operaría en él un efecto estabilizador.
Pero quizás no advirtiera la profunda significación que podría
tener en su personalidad N%2, con la que convivía diariamente,
pero sin comprenderla ni reconocerla plenamente.
La personalidad N*2 de Carl ya había visto su «casa» cuando
era un colegial de doce años en Basilea, sufría de depresión y
«No1 deseaba liberarse de la presión o melancolía de N92. No
era N2 quien se deprimía, sino N*1 cuando recordaba a No2».
Aquel día, un viento furioso azotaba el Rin, y durante la larga
caminata a casa desde la escuela había visto un barco de gran
velamen subiendo por el río antes de la tormenta. La visión
estremeció entonces a Carl y disparó su viva imaginación.

[150]
Vio agua por todas partes, como la de un lago o de un mar, y
una roca emergiendo. «Y en la roca se alzaba un castillo muy
bien fortificado con una gran torre de homenaje, una torre de
vigilancia», escribe. «Esa era mi casa. En ella no había elegantes
salones ni ninguna señal de magnificencia. Las habitaciones
eran sencillas, con artesonado de madera, y más bien pequeñas.
Había una biblioteca sumamente atractiva donde se podía
encontrar todo lo digno de ser conocido. Había también una
colección de armas, y en los bastiones se desplegaban pesados
cañones». La visión fue tan vívida que se dejó capturar por ella
durante varios meses, lo que le abreviaba tanto su camino a casa
que siempre le sorprendía descubrirse de pronto en su pueblo.
En la bahía del castillo flotaba un yate de dos mástiles, porque
Carl, desde que podía recordar, había anhelado tener un barco
propio. Pero el «centro nervioso» y el significado principal de
todo esto era «el secreto de la torre de homenaje, que solo yo
conocía». Estaba oculto dentro de la torre: una columna de
cobre tan gruesa como el brazo de un hombre «con cierto algo
inconcebible» abajo en el sótano, con un laboratorio donde Carl
fabricaba oro. El castillo provenía de otra época y de otro mundo
donde no habría «ningún Gymnasium, ni larga caminata hasta la
escuela, donde podría crecer y arreglar mi vida como quisiera».
Desde ese momento había empezado a construir castillos y
fortificaciones en miniatura en el jardín de la casa parroquial,
utilizando piedras y barro, cosa que hizo el resto de su vida cada
vez que necesitó calmarse la mente. Pero era el secreto de la
torre de homenaje lo que guardaba la clave y reflejaba el sueño
fálico que había tenido a los cuatro años.
Al mes de la compra del terreno, Carl ya había dibujado un
bosquejo de la propiedad y resolvía algunos detalles de la casa.
El bosquejo está hecho con lápiz en un pedazo de papel marrón.
Muestra la forma de la propiedad, el camino campestre que pasa
por detrás y el lago enfrente. Ya está allí el cobertizo para los

[151]
futuros botes, y la palabra «bote» escrita con gruesos trazos azules,
tal como la palabra «lago» y la frase «banco de arena natural
con juncos en la orilla». La casa misma está a la izquierda, es
rectangular, con una torre en la entrada principal y una terraza
o galería al costado, rodeadas por un jardín. Junto al lago hay
un pabellón del estilo de las cabañas de los vinicultores locales.
Se incluye huerto, enredaderas, muros del jardín y un pequeño
pórtico, tal como bastante pronto se los verá en la realidad. Hay
tres planos para los tres pisos, todos con habitaciones pequeñas
como en la fantasía escolar, pero no en la planta baja cuyo cuarto
principal es amplio como un gran salón medieval. Incluyó los
dibujos en una carta que envió a Ernst Fiechter, un primo
arquitecto. Es posible que incluyera también algunos dibujos
de casas que había hecho antes, todas con aspecto de castillitos,
siempre con torres, para ser construidas con piedras Bollenstein
de la zona, con almenas, altos techos de dos aguas, pisos rústicos,
ventanillas con barrotes para mantener las casas a salvo del
mundo exterior, y jardines amurallados, como construcciones
de otra época, medieval o renacentista, muy diferentes de las
grandes villas edificadas en la ribera del lago por acaudalados
burgueses de Zúrich a comienzos del siglo veinte.
«Puedes hacerte una idea aproximada del carácter exterior
con este bosquejo imperfecto», escribe en la carta a Fiechter
que acompaña lo anterior. «Sillería rústica abajo; yesería más
arriba. Debe tener un tejado de dos aguas que se angoste paso
a paso en forma de escalera hasta la punta [...]. Todas las ven-
tanas de la planta baja deben tener rejilla (sic volo, sic jubeo, esto
quiero, esto mando)». Y así continúa por más de dos páginas.
El pronombre siempre es «yo», nunca «nosotros». El gran salón
debe tener sencillos paneles marrones de madera para limitar
la altura y una gran chimenea de ladrillo rojo. El cielo raso,
artesonado de madera; el piso, de baldosas rojas. Era la S£ube, el
principal cuarto familiar, estucado de blanco más arriba, donde

[152]
se colgarían los tapices que Emma traería de Schaffhausen,
cuyo techo y puertas se decorarían en estilo rococó y cuyo
piso se alzaría un tanto sobre el nivel de la planta baja. Habría
otra gran habitación en el primer piso: la biblioteca, separada
del escritorio de Carl por una puerta doble. Todos los cuartos
pequeños debían empapelarse con sencillez, los pisos serían de
parqué; las ventanas, con vidrios pequeños enmarcados en plomo.
Abajo, las ventanas serían altas y estrechas, las del salón de tipo
renacentista, también enmarcadas en plomo, algunas heráldicas.
Cocina y baño: todo sencillo y funcional. Un baño adicional
para la servidumbre, en el sótano. La terraza y galería: blanca y
rococó. Y además un cobertizo para botes, de cuatro metros de
largo, de madera. El patiecillo junto al lago debía estar rodeado
por un muro y adornado simétricamente por flores del campo.
El resto del jardín: un prado con manzanos y perales. Habría un
solo balcón, sencillo, con rejas de hierro, para la biblioteca, en
el segundo piso. Las instrucciones iban hasta el último detalle.
Termina la carta con la esperanza de saber pronto de Fiechter,
llegando a indicar una fecha aproximada y recordándole que
el amueblamiento de la casa «tiene que ser lo más sencillo
que se pueda (con la excepción del vestíbulo de la entrada y el
salón.)» Las palabras «pequeño» y «sencillo» salpican la carta
sin la menor consideración de la realidad.
Emma se ocupaba de la realidad. «Mucho nos pareció
sobrecargado y extraño, nada hermoso», escribe a su madre sobre
una exhibición de modernas residencias campestres que visitaron
en Darmstadt en una de sus vacaciones sin las niñas. «Además,
las casas parecían de construcción muy liviana y en algunos casos
su aspecto era más bien passé. Los jardines, en cambio, eran
encantadores. Sería bueno que el tío Mertens pudiera echarles
un vistazo en algún momento». El tío Evariste Mertens era el
vecino de la casa contigua, en Olberg, que había diseñado los
jardines de sus padres e incluso, ya tantos años antes, los jardines

[153]
junto al Rin de la Haus zum Rosengarten. Al revés de la carta
de Carl, la de Emma está llena de «nosotros» y resuena como
si los dos, Emma y Carl, hubieran paseado del brazo por la
exhibición completamente de acuerdo sobre lo que consideraban
«bello»: nada demasiado moderno o incómodo que muy pronto
parecería passé, algo sólido y bien construido. Más tarde, en las
siguientes vacaciones de primavera en el lago Maggiore, Emma
volvió a escribir a su madre: «Durante nuestra caminata matutina
vimos varias residencias muy elegantes con espléndidos jardines
orientados al sur y observamos con satisfacción que hay mucha
gente que despilfarra más que nosotros». Emma, modesta por
temperamento, empezaba a inquietarse porque el presupuesto
de la casa crecía sin pausa.
Bertha Rauschenbach se estaba interesando intensamente
en el proyecto. «Recibido el plano, gracias», escribe Jung a
Fiechter el 14 de marzo de 1908, poco antes que él y Emma
empezaran sus vacaciones. «Mi suegra se alegrará mucho si
recibe una copia. Siempre le han gustado tus planos». Ernst no
se alarmó por los excesivos detalles que exigía Carl en los planos.
Se limitó a seguir adelante y produjo un encantador conjunto
de bosquejos y dibujos de casas decididamente en el estilo local
del lago de Zúrich. Es probable que Emma colaborara en ellos,
pues no hay rastro de nada medieval. Ni siquiera incluyen una
torre. Y en este punto Carl se puso firme. ¿Cómo podía vivir
en una casa sin una torre? Tenía el cobertizo para botes, el lago,
el gran salón, tenía la terraza y galería y el jardín de invierno.
¿Pero dónde estaba la torre?
Apareció en los próximos dibujos, un mes después, en la
entrada principal: una gran torre doble. Dos semanas más tarde
llegó el diseño final: con una sola torre, cuya oquedad permitía
situar una escalera. Llegó con una actualización del presupuesto.
El «salón junto al jardín»: cuatro mil seiscientos francos; «patio,
sendero, cierre hacia la calle»: dos mil quinientos francos; «jardín

[154]
junto al lago»: cuatro mil francos; «cobertizo para botes, con
muelle»: mil seiscientos francos.
Jung respondió que «nosotros» desearíamos «descartar
por el momento el salón junto al jardín», pero «nos» gustaría,
en cambio, agrandar el jardín de invierno «para que adentro
se pudiera instalar convenientemente una mesa pequeña y
unas pocas sillas». El «nosotros» provenía de la insistencia
de Emma en algunos ahorros: cuatro mil seiscientos francos
por un vestíbulo era demasiado. Más adelante volvió Carl a la
primera persona, más habitual en él. «Después de eso, deseo
tener postigos de hierro en la ventana triple de mi estudio». Y a
esto seguían detalladas instrucciones sobre todos los postigos
de las demás ventanas. «La pequeña puerta del jardín puede
quedar donde está, junto a la casa, pero lo mejor es que el
muro del jardín vaya directamente desde la esquina de la casa
hasta la propiedad vecina. Del mismo modo, me gustaría un
muro desde la casa hacia el lago, que discurriera a lo largo de
la propiedad vecina hacia el norte y se creara allí una adecuada
terminación. Un sendero de acceso bastante ancho para que
pueda recorrerlo cómodamente un carruaje. Y en cuanto al resto,
nada ha cambiado». Carl, tan progresista en el tratamiento de
sus pacientes, era en muchos sentidos un típico marido de la
época: como jefe de la casa esperaba tomar todas las decisiones.
Y Emma actuaba como aconsejaban los libros sobre cómo ser
una buena esposa: se sometía a su marido. Pero aprendía a eludir
sus exigencias cuando él no estaba mirando.
Se puede imaginar las horas y horas que Emma y Carl
pasaron escrutando planos, las discusiones, la excitación. Carl se
las arregló para coordinar todo: sus labores en el Burghoólzli, la
redacción de comunicaciones académicas al atardecer, la continua
correspondencia con Herr Professor Freud, y el trabajo que
suponía el financiamiento de la revista. Y, además: La psicología
de la dementia praecox, «Sobre trastornos de reproducción en

[155]
experimentos de asociación», «Asociación, sueños y síntoma
histéricos», «Nuevas investigaciones en los fenómenos galvá-
nicos y la respiración de individuos normales e insanos», «El
contenido de las psicosis», «La teoría freudiana de la histeria»,
y «El análisis de sueños». Todo escrito en este periodo en que
el psicoanálisis daba sus primeros pasos temblorosos. A lo que
había que agregar sus conferencias. La que dio el 16 de enero
de 1908 sobre «El contenido de las psicosis» atrajo a tanta
gente que tuvieron que trasladarla desde el principal salón de
conferencias de la universidad al auditorio del municipio.
Los planes para la casa continuaban a buen ritmo. El 1 de
mayo Carl pudo escribir a Fiechter: «Estamos completamente
de acuerdo con el diseño y no deseamos complicar más las cosas.
La solución es, como he dicho, muy satisfactoria [...]. Hasta la
galería promete quedar muy bien». La «solución» dice bastante:
menos castillo medieval, más edificación al estilo de Zúrich, el
Heimatstil, agradablemente adecuado al vecindario de Kusnacht,
pero con una torre en la entrada principal: un buen compromiso.
Emma se las había arreglado para contener las cosas. Solo restaba
el detalle del impresionante presupuesto del constructor: ciento
cincuenta y seis mil francos suizos. «Me parece que habrá que
hacer algunos recortes todavía», escribió Carl a Fiechter pocos
días después. Pero finalmente no se efectuó ninguno.
El 4 de julio de 1908 escribió Fiechter que las obras empe-
zarían el lunes siguiente.
Entonces la atención de Carl se volcó a las palabras que
adornarían la edificación. La entrada era de estilo neo-barroco
con un frontón dividido en dos, decorado arriba con guirnaldas y
frutas y abajo con coronas de laurel que rodeaban una inscripción.
«¿Cómo será la inscripción y decoración sobre la entrada?», se
pregunta en una carta a Fiechter del 18 de septiembre, antes
de dar una respuesta: «Me gustaría proponer lo siguiente, que
te indico: Carol Gust. Jung et uxor ejus Emma Rauschenbach hanc

[156]
villam ridenti in loco otioso erigere iusserunt anno domini MCMVIIZ.
(Carl Gustav Jung y su esposa Emma Rauschenbach construyeron
esta casa en un lugar tranquilo y amable, en 1908) [...]. Así la
inscripción es muy larga, pero conviene al estilo. La casa ya se
ve muy bien». Bajo ella, en el dintel, con grandes letras romanas:
«Vocatus Atque Non Vocatus Deus Aderit» (Invocado o no invocado,
Dios estará presente). Era el oráculo de Delfos, que Jung conocía
por un volumen de dichos y proverbios clásicos publicado por
Erasmo de Rotterdam, que había comprado a los diecinueve
años, aumentando quizás aquella deuda de tres mil francos.
La construcción de la casa terminó en marzo de 1909.
Se agregó un último mensaje a la posteridad, en la bola bajo la
veleta que corona la torre de la escalera. Contiene una caja de
plomo con una página de un periódico del 12 de marzo de 1909
y una tarjeta manuscrita por Jung a ambos lados con tinta azul,
el color que reservaba para los asuntos más importantes. Á un
lado, en inglés: «1908-1909. Carl Gustav Jung, Dr. en med., y
su mujer Emma hicieron construir esta casa en 1908», a lo que
sigue una cita, en inglés, de Shakespeare: «Destino, muestra
tu fuerza, nosotros no debemos. Lo que se ha decretado debe
ser, y ser así». Y al otro lado de la tarjeta, en alemán: «Tú, que
leerás esto en una época posterior, quizás no sepas mi nombre
y desconozcas mi destino. Cuando escribí esto me encontraba
en el medio de mi vida, quizás tal como tú, y no conocía el
futuro ni mi destino. Tú y yo sucumbiremos a lo transitorio.
Yo, simplemente, iré delante de ti».
El plomero, August Keller, de Kusnacht, que instaló la
caja de plomo, no se impresionó mucho. «Abrir esto no valdrá
la pena. El plomero, Aug. Keller, Anno 1909» fue inscrito al
exterior. Al interior agregó más, fechado el 23 de marzo de 1909:
«¡A quien lo abra! El plomero a quien han confiado la ejecución
de esta obra en metal se ha tomado la libertad de dejar aquí de
prisa unas cuantas líneas. Mi deseo habría sido que el constructor,

[157]
el Dr. Jung-Rauschenbach, médico del Burghólzli de Zúrich,
hubiera situado documentos importantes y monedas adentro de
esta bola, pero me parece que prefiere utilizar las monedas para
otra cosa [...]». Y termina: «Envío mis mejores saludos a los que
abran esta caja de plomo, hará entonces mucho tiempo que no
estaré entre los mortales. Saludos para cualquier descendiente
que haya tenido. Aug. Keller hijo, plomero, nacido en 1881.
Ciudadano de Kusnacht». Ambos mensajes se descubrieron en
octubre de 2005, cuando la torre fue sometida a reparaciones.
El toque final fue la veleta situada en lo alto, coronando la
torre, que giraba a un lado y otro según el viento soplaba desde
los Alpes o a través del lago de Zúrich con los rocíos primeros
de la mañana, que resplandecía dorada en los veranos, cubierta
de carámbanos y nieve en los inviernos. «C] ER— AEDIFIC — Ao
1908» anunciaba al mundo, como si el mundo ya no lo supiera.

Antes de que CJ] y ER se mudaran a la casa, los Jung viajaron


nuevamente a Viena a visitar a Freud y su familia. Una vez más
dejaron a las niñas a cargo de la criada y de la madre y la hermana
de Carl, que ya se habían marchado de Zúrich a un apartamento
en una de las casas de Kusnacht en la ribera del lago. En esta
oportunidad Jung escribió a Freud que preferían alojarse en
el hotel Regina, ya que el Gran Hotel les parecía demasiado
grande. En realidad, no era así, ya que estaban acostumbrados
a hospedarse en ese tipo de hoteles, pero hacerlo entonces les
pareció un poco extravagante: Carl y Emma sabían que Freud
tenía que ganarse cada centavo para mantener a su numerosa
familia. Por otra parte, como indicó Jung, el Regina quedaba
mucho más cerca, a la vuelta de la esquina de Berggasse.
En esta segunda visita había cierto trasfondo. Freud seguía
decidido a que Jung fuera su príncipe heredero, y ahora reem-
plazaba el habitual Lieber Herr Kollege por Lieber Freund, un

[158]
enunciado muy informal en tiempos tan formales. En otras
ocasiones fue incluso «Querido amigo y heredero» Jung
. pasó
del Hochverehrter Herr Professor —estimadísimo profesor— al
sencillo Lieber Herr Professor. Pero todavía dudaba. Ernest
Jones, recordando que Freud fue incapaz de advertir esto en su
momento, decidió que fue así porque estaba tan obsesionado
con que Jung fuera su «heredero» y además el editor de su
revista y presidente de la proyectada Asociación Internacional,
que no podía advertir sus dudas. Cosa muy natural, propone
Jones, porque:

Para empezar, Jung, con su presencia imponente y de aires


militares parecía mostrar los atributos del líder. Y con su
entrenamiento psiquiátrico y posición social, su excelente
intelecto y su notoria dedicación al trabajo, parecía mucho
mejor calificado que cualquier otro para el puesto. Pero
había dos serios inconvenientes. La posición no coinci-
día con sus sentimientos, que eran los de un rebelde, un
hereje, los de un «hijo» en suma, más que los de un líder,
y esto ya se había manifestado en su falta de interés por el
cumplimiento de sus obligaciones. Y además su mentalidad
tenía el serio punto en contra de la falta de lucidez.

Jones —que se convertiría en un ferviente seguidor de Freud en


nada opuesto a orquestar ataques indirectos contra Jung— era
en esas primeras etapas un astuto observador. «Freud, natu-
ralmente, valoraba en mucho a sus nuevos partidarios suizos,
los primeros extranjeros y, casualmente, los primeros gentiles»,
escribe. «Después de tantos años de ninguneo, de ser ridiculizado
y atacado, se habría requerido de una disposición filosófica
excepcional para no sentirse entusiasmado cuando aparecieron en
escena unos conocidos profesores universitarios de una famosa
clínica extranjera y apoyaron apasionadamente su labor». Freud

[159]
fue muy franco al respecto: «Mi egoísta objetivo, que confieso
abiertamente, es convencerle de que continúe y complete mi
trabajo, aplicando en las psicosis lo que yo he empezado en
las neurosis. Con su carácter fuerte e independiente, y con su
sangre alemana que le permite atraer la simpatía del público con
más facilidad que yo, parece usted el más dotado entre los que
conozco para llevar a cabo esta misión». Pero Jung no deseaba
completar la obra de Freud. Quería completar la suya propia.
Las señales ya eran notorias seis meses antes, en septiembre
de 1908, cuando Freud visitó a Jung cuatro días en el Burgholzli.
Emma no estuvo durante la mayor parte de la visita: estaba
embarazada de su tercer hijo, pasó el verano en Schaffhausen
y no regresó a Zúrich hasta octubre.
Freud llegó al Burghólzli de muy buen humor. Había ido a
Manchester a visitar a Emmanuel, su medio hermano, y después
a Londres, donde compró una nueva pipa y algunos cigarros
excelentes, y visitó la National Gallery y el Museo Británico
y su incomparable colección de antigúedades. Navegó desde
Harwich hacia Holanda y se detuvo en La Haya para ver los
Rembrandt. Ya en Zúrich, él y Jung caminaron y conversaron
como de costumbre durante horas, observaron a algunos de los
pacientes de Jung, y escalaron en los Alpes —el monte Pilatus
y el Rigi— cada uno con botas alpinas y pantalones de golf con
bastones y sombreros alpinos. Casi no quedaban rastros de los
achaques que habían afligido a Jung aquel año, ni de las tensiones
entre Carl y Emma que seguramente eran su causa. Freud dijo
que esperaba visitarles en su nueva casa, y Jung que nada les
gustaría más. Es probable que Emma estuviera presente un día
o dos, porque, junto con una nota de agradecimiento, Freud le
envió a ella «un paquete sorpresa con libros», lo que implicaría
una charla anterior. «Diga por favor a su mujer que un pasaje
de su carta me gustó particularmente», escribe a Jung después
de recibir una carta de Emma. Más adelante, durante una breve

[160]
estancia en Venecia, esta le envió una postal. Es el comienzo de
una relación entre el sabio profesor viejo de Viena y la joven
Frau Doktor Jung, que estaba empezando a afirmarse ante un
marido intimidante. E implicaba un mensaje a Jung; valórela.
Pero durante la mayor parte de la visita de Professor Freud
permaneció Emma con su madre en Olberg. El tiempo estuvo
excepcionalmente cálido ese verano, con temperaturas de hasta
treinta y cinco grados. Los almuerzos se servían a menudo a la
sombra de uno de los árboles y el té de la tarde en la terraza. Las
niñas pasaban horas jugando en el jardín, vigiladas por Emma
y su madre, que tejían o bordaban. Al atardecer solían caminar
por el prado y subir el cerro detrás de la casa hasta los bosques.
Marguerite subía a veces con ellos. También estaba encinta y
no vivía muy lejos en su propia casa —que ella y Ernst habían
hecho construir en el estilo moderno más reciente, en total
contraste con la casa tradicional de Emma y Carl en Kusnacht.
Hacia el anochecer el calor podía tornarse pesado en Olberg.
Solo lo interrumpían violentas tormentas eléctricas. Entonces
la servidumbre recorría la casa cerrando ventanas y afirmando
todos los postigos.
Antes de vestirse para la cena había que acostar a las niñas,
cosa que Emma gustaba hacer por sí misma, aunque con la
ayuda de la niñera. Si Bertha celebraba una de sus recepciones
e invitaba a toda suerte de gente interesante de la ciudad y de
más lejos —escritores, astrólogos, artistas y con frecuencia los
músicos de la orquesta de la ciudad que les entretenían ejecu-
tando música ligera después de la cena—, Emma se ponía sus
joyas —perlas, rubíes, diamantes—, las mismas que mostraría
a sus asombrados nietos años más tarde. A Emma le encantaba
acompañar a su madre. Y, como revelaban los test de asociación
de palabras, podía contarle cualquier cosa, incluso algunos de
sus problemas matrimoniales. Después de todo, había sido
Bertha quien la había alentado a casarse con Carl. Su madre,

[161]
moderna y de mente abierta, conocía los rumores sobre los
entusiasmos de Carl y sus flirteos y sabía cuán complicado era
el hombre, pero aconsejaba fortaleza. Su propio matrimonio no
había sido fácil y tampoco el de Marguerite. Ernst Homberger
tenía fama de persona ambiciosa y dura y criaba a sus hijos con
disciplina militar.
Carl solo llegaba los fines de semana, algunas veces úni-
camente los domingos, y continuaba trabajando largas horas.
Pero él y Emma se escribían casi todos los días, una costumbre
que mantuvieron el resto de la vida cada vez que estuvieron
separados. Aquel verano estaba preparando la primera edición
del Jabrbuch y su propio artículo para la revista, «La significación
del padre en el destino del individuo», reemplazaba a Bleuler
durante las vacaciones del director, asistía a los tribunales una
vez por semana a aportar pruebas psiquiátricas, y recibía la
visita de médicos del extranjero, incluso del presidente de la
Lunacy Commission of New York State. También tuvo que
completar su servicio militar, que ese año duró cinco semanas.
Sus propias vacaciones empezaron el 21 de agosto y decidió
pasar la primera parte por su cuenta «huyendo a la soledad
inaccesible de una cabañita alpina en el monte Santis», como
dice a Freud. Justamente entonces el tiempo empeoró, hubo
mañanas densas de neblina, no había Alpes que ver y llovió la
mayor parte de los días. Pero Carl no había subido por el tiempo.
Había ido para escalar y por la soledad. A estas alturas Emma
conocía bastante bien al «otro Carl» y sabía que la soledad le
resultaba indispensable. Cuando regresó a Schaffhausen solo
le quedaban seis días de vacaciones.
Uno de los pacientes que Freud y Jung observaron en el
Burghólzli fue «Babette S.». Como Emma pudo haber contado
al Professor Freud, Babette S. —por más vieja y demente que
fuera— tuvo enorme importancia para Carl. Pasaba horas con ella
tratando de hallar un significado en sus confusos parlamentos.

[162]
Fue el sujeto de su famosa conferencia en el municipio y aparece
en su Psicología de la dementia praecox. «Salió de la ciudad vieja
de Zúrich, de calles estrechas y sucias, donde había nacido en la
pobreza y crecido en un entorno degradado», escribe. «Tenía una
hermana prostituta, su padre pasaba ebrio. A los treinta y nueve
años sucumbió a una forma paranoide de dementia praecox con
característica megalomanía. Llevaba veinte años en la institución
cuando la vi». Babette balbuceaba y murmuraba las cosas más
extraordinarias. «Soy Lorelei»; «me acusan injustamente como
a Sócrates»; «soy la doble e irremplazable politécnica»; «soy un
budín al fondo de los cereales»; «soy Germania y Helvetia de
exclusiva mantequilla muy dulce»; «Nápoles y yo tenemos que
abastecer de fideos al mundo».
Era muy clara la razón por la cual se interesaba tanto en
ella y tan evidentemente la compadecía: «Mi preocupación por
Babette y por otros casos parecidos me ha convencido de que
mucho de lo que hasta ahora hemos considerado sin sentido no
es tan loco como parece. Más de una vez he visto que incluso
en estos pacientes permanece en el fondo una personalidad que
se puede llamar normal. Sigue mirando, podríamos decir. Y de
vez en cuando esta personalidad —por lo general por medio de
voces o de sueños— puede efectuar muy sensatas observaciones
y objeciones». Sabía, por experiencia propia, cuán delgada puede
ser la línea entre la normalidad y la locura. Pero Freud solo pudo
decirle después de la observación: «Sabe usted, Jung, lo que ha
hallado en este paciente no deja de ser interesante. ¿Pero cómo
diablos ha podido aguantar horas y días con una mujer tan
fenomenalmente fea?». Fue un doble malentendido. Freud no veía
la razón por la cual Jung pasaba tantas horas con sus pacientes
esquizofrénicos; Jung no captó el humor judío de su amigo.
Durante la segunda visita de los Jung a Viena se produjo
otro doble malentendido. Emma había regresado al hotel Regina,
sola como de costumbre, mientras los dos hombres seguían

[163]
hablando por la noche en el pequeño estudio de Freud colmado
de los libros y las antigúedades que había coleccionado en sus
viajes. En aquella ocasión la charla recayó en el espiritismo, en
las precogniciones y en la parasicología. El espiritismo todavía
era un asunto vigente en Suiza y Bleuler no lo excluía como
área válida de investigación científica en el Burghólzli, e incluso
enviaba a Jung a observar sesiones. Sin embargo, Freud, judío,
urbano y decididamente racional, lo rechazó de pleno. Ante
lo cual Jung sintió una presión en el diafragma como de un
hierro al rojo que generó un tonante «informe» bibliográfico
que impresionó a Freud y al propio Jung. Este dijo a Freud que
se trataba de «un fenómeno de exteriorización catalítica». «Eso
es pura mierda», replicó Freud, por lo cual un ofendido Jung
predijo que pronto habría otro informe. Y lo hubo. Más tarde
Freud lo respondió racionalmente, pero en aquel momento
estaba visiblemente alterado.

Cuando Emma y Carl regresaron de Viena, la casa de Kusnacht


estaba casi lista, pero no completamente. Reunieron a las niñas
y la criada y se fueron otra vez a Schaffhausen mientras duraran
las terminaciones. Carl aprovechó la oportunidad para marcharse
otra vez fuera y recorrer el norte de Italia en bicicleta junto
con un viejo amigo. Acababa de hacer algo que estaba men-
cionando hacía tiempo: presentar su renuncia a las autoridades
del Burgholzli, la que fue aceptada. Y ahora se sentía tan libre
como el viento.
Sin embargo, las cosas no eran tan así. En realidad, en el
mes de octubre, Bleuler había destituido a Carl de su puesto,
harto finalmente de su conducta arrogante y de su actitud cada
vez más crítica, sobre todo del mismo Bleuler. Jung podía pasar
horas con sus pacientes, pero no se le podía molestar con los
aspectos administrativos cotidianos de su trabajo. A Jung le

[164]
impactó su destitución. Así no debían ser las cosas ni esperaba
terminar de esa manera. Deseaba asociarse al Burghólzli para
seguir viendo allí a sus pacientes particulares y continuar con
sus conferencias en la universidad. Bleuler, siempre generoso,
accedió a un compromiso: Jung podría permanecer en su puesto
hasta que estuviera lista la casa de Kusnacht, pero entonces
debería marcharse. Harían una declaración formal diciendo
que Herr Doktor Jung se marchaba de mutuo acuerdo para
proseguir con su práctica privada.
Los meses siguientes no constituyeron un problema para
Carl, pero resultaron difíciles para Emma. Ella y Hedwig Bleuler
eran amigas desde que Emma había llegado al Burghólzli en
1904. Habían pasado juntas muchas horas vigilando a los niños
y conversando, y tenían mucho en común: las dos estaban
casadas con hombres que habían elegido convertir la psiquiatría
en su vida, ambas eran madres de una familia en aumento,
eran inteligentes y les importaba mucho mejorar su educación.
Habían asistido juntas a las reuniones del Burghólzli y, como
describe A.A. Brill, eran tan perspicaces como sus hombres
para interpretar sueños, analizar complejos y describir fantasías.
La mujer mayor se había convertido en una especie de modelo
para Emma, presentándole la idea de que las mujeres podían ser
ambiciosas sin dejar por ello de apoyar a sus maridos tal como
exigía la sociedad. Emma ayudaba a Hedwig en las actividades
sociales del asilo, y los niños de Hedwig solían subir corriendo al
apartamento de los Jung a jugar con Agathli y Gretli. Existe una
encantadora fotografía desenfocada de Emma en la nieve, junto a
la entrada del Burghólzli, con niños, quizás los de Hedwig, quizás
los propios. Lleva una falda larga y oscura y un gran sombrero,
aunque se trata de un día común y corriente. Cuando los Jung
se marcharon del Burghólzli, el niño, Manfred, no se separó de
la ventana del apartamento de los Bleuler, con lágrimas que le
corrían por la cara: amaba a Frau Doktor Jung. Pero Hedwig

[165]
se mostró fría. No aprobaba el trato de Carl a su marido y no
parecía inclinarse a perdonar a Emma. Los chismes sobre los
flirteos de Carl no ayudaban mucho ni el hecho de que los Jung
fueran tan ricos y él no necesitara trabajar un día más si no
quería. Por más que lo intentó, nada había que Emma pudiera
hacer. Había perdido su amistad con Hedwig.
Carl y Emma finalmente pudieron trasladarse a su nueva
casa a fines de mayo de 1909.«A esta última semana miserable
debieran seguir ahora días festivos, porque en verdad fue una
semana muy mala. Solo mi mujer ha mantenido la cabeza sobre
el agua», escribe Jung a Freud el 2 de junio desde Kusnacht.
«Recién ahora empiezo a volver mis pensamientos al modo
rectilíneo. Hasta hoy no he podido concentrarme en una sola
cosa. Aunque la mudanza empezó el martes pasado, solamente
hay cuatro habitaciones realmente terminadas En el comedor,
por ejemplo, ni siquiera está listo el piso». Pero esto no impidió
que continuara trabajando. «Mi práctica está tomando impulso
otra vez, algo que no esperaba tan pronto». El 12 de junio pudo
escribir: «Hoy los niños se han mudado a la casa nueva. Todo está
yendo muy bien, incluso mi práctica, lo que me tiene muy feliz».
Uno de sus nuevos pacientes particulares era Joseph Medill
McCormick, vástago de los ricos y poderosos propietarios del
Chicago Tribune. Medill era alcohólico. Había entrado en crisis
mientras viajaba por Europa. Jung consideró que su aparición a
su puerta era un acto providencial del destino, justo cuando más
lo necesitaba para consolidar su práctica particular. Pero, como
tan a menudo con Jung, las cosas no eran lo que parecían: se
trataba, en realidad, de otra de las razones por las cuales Bleuler
estaba harto de él. Medill había terminado en el Burghoólzli
porque este era una institución de prestigio internacional, no
específicamente por Herr Doktor Jung. Pero Carl se apoderó
de él antes de que nadie se diera cuenta. El problema de Medill,
adivinó enseguida, era una madre poderosa y dominante. Medill

[166]
regresó después a Chicago, aparentemente «curado» y corrió la
voz de que había un notable médico suizo. Y Medill se unió a
la larga lista de ricos estadounidenses que cruzaban el Atlántico
para que Jung los tratara.
Emma, entretanto, junto con su nuevo personal —una
cocinera, una asistente de cocina, dos criadas para toda la casa,
la niñera y un jardinero que ayudaba en todo— trabajó sin
descanso, trayendo todos los muebles del apartamento del
Burghólzli, incluso el hermoso escritorio de nogal, los tapices
y las pinturas, y sumando algunas piezas extras desde Olberg.
Todo, por cierto, había que trasladarlo a caballo o en carretas, y
el caos era enorme. El tiempo fue insólitamente cálido para esa
época al comenzar los diez días de mudanza, con los cielos más
azules y los Alpes tan claros que casi se los podía tocar. Pero de
pronto hubo lluvia y tormentas. El traslado había terminado
cuando volvió el buen tiempo y solo quedaban pendientes el
desorden y la confusión en los cuartos sin terminar.
En la planta baja, el gran vestíbulo embaldosado de la
entrada, con azulejos, estaba listo, con el guardarropa a la
izquierda, para abrigos y sombreros, zapatos y botas de calle
y una amplia colección de paraguas y bastones; al lado había
un baño moderno, con agua corriente, no como la mayoría de
los baños de esa época en Suiza, que consistían en nada más
que un agujero en una plancha de madera y un pozo profundo
debajo. Un pequeño salón se abría hacia la izquierda, un cuarto
coqueto con empapelado oscuro y una estufa, alta, embaldosada
de azul intenso, más allá de la cual una pesada puerta tachonada
daba paso hacia el jardín de invierno y su salita que por un
momento habían parecido tan caros. Las escaleras de madera que
conducían arriba, al piso siguiente, eran anchas y bien hechas,
adecuadas a la torre que las contenía. La cocina, a la derecha
de la entrada, estaba lista, con un buen espacio para preparar la
comida y una gran despensa, pero el cuarto de juegos para las

[167]
niñas, contiguo, no estaba listo ni tampoco, notó Jung, la sala
principal, la Stube, el gran salón familiar, con elegante chimenea
de mármol marrón flanqueada por dos sillones tapizados y el
cuadro de Franz Hals encima, el que había encargado Jung
gracias a un préstamo de su futura suegra cuando vivía en
París. Junto a la chimenea había un espacio que terminaba en
dos vitrales, que imitaban unos medievales del Landesmuseum
de Zúrich: en uno se conmemoraba el matrimonio de Carl y
Emma y en el otro los nacimientos de Agathe y Gretli. Uno de
los grandes tapices de Emma colgaba al otro extremo, sobre un
sofá y un antiguo aparador. Cerca estaba su hermoso escritorio.
Al poco tiempo trajeron el piano de Emma desde Olberg. Tres
largas ventanas, profundamente incrustadas en la pared, daban
sobre el lago; entre ellas había armarios vidriados y decorativas
pinturas de paisajes encima. No era tan simpático el cuadro de
la sanguinolenta cabeza de Juan Bautista sostenida por una
mano desconocida, que provenía de la antigua casa parroquial
de Jung. Una mesa de comedor y seis sillas ocupaban el centro
de la habitación sobre una alfombra persa. Desde ese momento
en adelante todo sucedió en torno de esa mesa: las comidas,
las tareas cotidianas, dibujos y modelaje, tejido y costuras, e
interminables juegos de cartas y dominó chino.
Arriba había una espaciosa antesala, desde la cual se pasaba a
la biblioteca, con el Cabinet (estudio) de Carl y, a la derecha, una
pequeña sala de espera para los pacientes, todo ya listo para que
Herr Doktor pudiera seguir trabajando sin que le molestara el
caos que le rodeaba abajo y más allá. La biblioteca se encuentra
hoy casi igual a como estaba entonces, con los libros de Jung
en su lugar original en las estanterías. Basta una mirada para
confirmar la mano de Emma: no hay maderas oscuras ni nada
medieval o dieciochesco en la decoración, pero una habitación
amplia, luminosa, que da al lago. La madera está pintada de verde
pálido y hay una estufa de azulejos blancos y verdes junto a la

[168]
puerta. El piso es de parqué como en el cuarto familiar. Una de
las paredes está empapelada de color naranja y marrón, hay un
sofá y una mesa bajo una gran pintura de un niño desnudo que
monta un potro blanco. El niño nos da la espalda y alza un brazo
saludando a una persona que no alcanza a verse, una imagen
poética pintada probablemente por Rudolf Koller, un artista
local. Hay una sala entre el Cabinet de Jung y la biblioteca, con
pesadas puertas dobles que impiden el paso de cualquier ruido y
toda conexión con el mundo exterior. El interior del Cabinet da
la sensación de una capilla, pequeño y tenuemente iluminado por
tres ventanas estrechas cada una con vitrales que representaban
la más cristiana de las iconografías, «la Flagelación de Cristo»,
«la Crucifixión de Cristo» y «el Entierro». Nadie podía entrar a
este sanctus sanctorum sin golpear la puerta, ni siquiera Emma.
La atmósfera de las habitaciones de recepción podía ser
tradicional, pero el resto de la casa era sumamente funcional
y moderno, iluminado por electricidad y con un sistema de
calefacción central alimentado desde la enorme caldera a leña y
carbón del sótano instalada por Gebrúder Sulzer, de Winterthur.
A la izquierda de la antesala del segundo piso, más allá de una
puerta de vidrio, había tres dormitorios; el de Emma y Carl tenía
un baño propio. Desde el pequeño pasillo entre el dormitorio de
los padres y los de las niñas se podía salir al techo de la galería,
donde las criadas colgaban la ropa los días de lavado. Un piso
más arriba, en el ático, estaban las habitaciones de las criadas
y de los invitados.
No bien estuvo terminada la casa y todo en su lugar, Carl
y Emma encargaron a un fotógrafo local que fotografiara las
habitaciones principales y el jardín. Si se contempla atentamente
una pequeña fotografía, también de 1909, tomada en la terraza
detrás de la casa, de cara al lago, se puede descubrir dos figuras
femeninas. Están en la esquina sur de la terraza, una mirando
hacia lo lejos, la otra hacia la terraza, juntas pero solas, posando

[169]
para la cámara. Emma y Trudi, la hermana de Carl. Trudi lleva
un largo vestido blanco y el pelo peinado hacia arriba. Emma
lleva su pelo oscuro en un moño suelto que le cubre la nuca,
encantador sin estridencia, tal como ella misma.

LA TERRAZA DE 228 SEESTRASSE, 1909.

[170]
3
Un escándalo vil

Antes de que se trasladaran a la casa nueva hubo dos sucesos


que ocuparon gran parte del tiempo y las inquietudes de Emma,
uno feliz y el otro todo lo contrario.
Empecemos por lo feliz: Franz Karl Jung nació el 28 de
noviembre de 1908. El tercer hijo. Aunque Emma había pasado
en Ólberg los cuatro meses anteriores al nacimiento, estaba
decidida a tener su bebé en casa y que Carl estuviera presente.
Faltaban seis meses para que se pudieran trasladar a la casa de
Kusnacht, así que regresó al Burghólzli junto con las dos niñas
y la criada. Y esta vez, para alegría de Emma, fue un niño. «He
dejado de lado todas mis tareas por el día, porque mi mujer está
cerca del parto, y por fin tengo un momento para escribirle»,
escribió Jung a Freud el 27 de noviembre, a lo cual el perspicaz
Freud contestó enseguida: «El destino lo vuelve a hacer padre, y
quizás se alza en el cielo la estrella de que me habló en nuestra
larga caminata. La transferencia de nuestras esperanzas a nues-
tros hijos es sin duda un medio excelente de apaciguar nuestros
complejos no resueltos, aunque para usted esto sea demasiado
pronto. Cuénteme las noticias. Hasta ese momento supondré
que la valiente madre está bien. Para su marido ella debiera ser
más preciosa que todos sus hijos, tal como el método se debe
valorar más alto que los resultados que se obtengan con él».
Bertha, evidentemente, no había sido la única que había oído
rumores sobre los flirteos de Carl.
«Mil gracias por su telegrama de felicitaciones», respondió
Jung. «Puede imaginar nuestra alegría. El parto fue normal,
la madre y el niño están muy bien. Lástima que ya no somos
campesinos, de otro modo podría decir que ahora que tengo un
hijo puedo morir en paz». Y en una carta posterior: «lodo va
bien aquí. Mi mujer, por supuesto, está dando el pecho al niño,
un placer para los dos».
Un mes después estaba escribiendo sobre la reacción de
Agathli, de cuatro años, al nacimiento de su hermanito. Cuando
Jung le preguntó qué diría si la cigúeña le traía un hermanito,
contestó: «Lo mataré». Franzli había nacido en medio de la
noche. La mañana siguiente Jung llevó a Agathli hasta la cama
de su madre. Emma, naturalmente, parecía cansada y pálida, lo
que alarmó a la niña, que nada dijo y no mostró alegría alguna.
Más tarde, esa misma mañana, se arrojó a los brazos de Emma:
«Pero, mamá, ¿no tienes que morir, verdad?». Un día después
dos niñas pequeñas regresaron a Schaffhausen para quedarse
varias semanas con su abuela. Cuando volvieron, Agathli en
un comienzo se mostró tímida y recelosa de Emma, pero no
bien recuperó confianza se volvió muy quisquillosa y no cesaba
de hacer preguntas: «¿Voy a ser una mujer como tú? ¿Hablaré
todavía contigo? ¿Me sigues queriendo o solo quieres a Franzli?
¿Es verdad eso? ¿Estás segura de que es verdad? ¿No me mien-
tes? No te creo». Emma trataba de distraerla. «Vamos, vamos
al jardín». Pero Agathli se había obsesionado con las noticias
de un terremoto en Messina, Italia, y los «setenta y cinco mil
muertos»» y exigía que le hablaran de eso una y otra vez. Emma
tenía que asegurarle «a toda hora» que no había terremotos en
Zúrich. Su padre hacía lo mismo.

[172]
Afuera cae la nieve. Emma se levanta y pasea, busca libros
con dibujos de terremotos y volcanes para Agathli, que los
escudriña y examina cada detalle. Pero no olvida lo que más le
interesa. Carl, finalmente, propone que Emma diga a Agathli
cómo se hacen los niños. Los niños crecen en la madre como
las flores en las plantas, le explica, pues los días de la educación
sexual todavía están muy lejos. Parece resultar. «¿Tú también
tienes una planta en la panza?», pregunta a Carl y se escapa muy
contenta cuando él le dice que no. Y anuncia, al día siguiente:
«Mi hermano también está en Italia y tiene una casa de vidrio
y ropa que no se viene abajo». Cuando visitan la casa amigas
de su madre, las sorprende preguntándoles si tienen un hijo o
si han ido a Messina. Poco después inventó un nuevo juego
con su muñeca, sujetándola entre las piernas, bajo la falda, para
que solo se vea la cabeza: «¡Miren, está llegando un bebé!»,
gritaba, sacando lentamente la muñeca. «¡Y ya está fuera!». Una
mañana suplicó entrar al dormitorio de sus padres y provocó
una escena porque no se lo permitieron. Pero no bien Emma y
Carl se levantaron se encaramó en la cama, se puso de bruces
y empezó a patalear golpeándose las piernas: «¿Esto es lo que
hace papá? ¿Lo hace papá, verdad».
Entretanto, Gretli, de tres años, no se molestó en absoluto
con el nacimiento y ridiculizaba la historia de la cigúeña porque
solo había traído a Franzli y no también a la niñera.
De todo esto se podría suponer que Carl estaba tan feliz
como Emma por tener un hijo. No era así. Seis días después del
parto escribió una carta que contrasta completamente con la
que había escrito a Freud y lo revela en plena crisis. «Lo siento
tanto, lamento mi debilidad y maldigo el destino que me está
amenazando. Temo por mi trabajo, por la tarea de mi vida,
por todas las grandes perspectivas que se me revelan gracias a
esta nueva Weltanschauung [visión del mundo] a medida que
evoluciona», escribe el 4 de diciembre. «Te vas a reír si te digo

[173]
que recientemente han estado resurgiendo recuerdos más y más
tempranos de la infancia, de una época (los tres y cuatro años)
en que solía hacerme daño y, por ejemplo, una criada me rescató
de la muerte justo a tiempo. Tengo la mente profundamente
rota, yo que tengo que ser una torre de fortaleza para mucha
gente débil soy el más débil de todos. ¿Me perdonarás por ser
como soy? ¿Por ofenderte siendo así y olvidar mis deberes de
médico contigo? ¿Podrás comprender que soy uno de los seres
humanos más frágiles e inestables?»
La receptora de esta carta era Sabina Spielrein, que se había
vuelto a poner en contacto con Carl en junio de aquel año. Esto
fue el preludio del segundo suceso, el triste, que finalmente obligó
a Emma a hacer algo que normalmente la habría horrorizado.
Fráulein Spielrein había escrito a su Herr Doktor aparentemente
para acompañarle, porque supo de su dramático fracaso en el
tratamiento de Otto Gross, el paciente que había sido psiquiatra
y ayudado a Jung en su artículo sobre la «Significación del
padre», que sufría de un complejo de padre, como Jung. No costó
mucho advertir que Fráulein Spielrein, que estaba completando
sus exámenes de medicina en la Universidad de Zúrich, seguía
obsesionada con su antiguo médico.
Freud había derivado a Otto Gross a Jung con la esperanza
de que este pudiera curarle de su adicción al opio y la cocaína
antes de continuar él con su tratamiento; de paso confió a Jung
que él mismo, de joven, peligrosamente, había sido adicto a
la cocaína, lo cual «como sé muy bien, produce una paranoia
tóxica». Freud creía que Gross era el único miembro de la
fraternidad psicoanalítica cuya brillantez se podía comparar con
la de Jung. Pero Jung descubrió muy pronto que el problema
de Gross iba más allá de sus adicciones: también padecía una
forma de esquizofrenia. Era anárquico y carismático. Antes de
caer en la cuenta, Jung se vio completamente absorbido por el
caso y pasaba horas y horas analizándolo. Como esto no daba

[174]
resultados, decidió invertir los papeles y permitir que el paciente
analizara al médico. Era un territorio riesgoso para Jung —por
su personalidad escindida y su inestabilidad— y lo tornaba
vulnerable a toda suerte de dudas y confusiones.
La esquizofrenia de Gross brotaba de su infancia y de una
fijación homosexual en su padre, lo que le había llevado a obse-
sivas masturbaciones desde una edad muy temprana. Un asunto
demasiado cercano a Jung para que pudiera sentirse cómodo.
«Experimenté en Gross demasiados aspectos de mi propia
naturaleza, muy a menudo me parecía un hermano mellizo»,
confesó más tarde a Freud, agregando casi como por si acaso: «en
todo menos en la dementia praecox». Gross era infiel a su mujer,
en serie, y se proclamaba revolucionario, argumentando que la
libertad política y sexual iban de la mano, predicando la poli-
gamia como la única solución del matrimonio. Jung, que menos
de un año antes había insistido a Freud que la represión sexual
era «un factor civilizatorio muy importante e indispensable», se
entregó completamente, casi enseguida, a esta Weltanschauung.
Excitado por la intensidad de sus maratónicas conversaciones,
y convencido del aparente éxito del tratamiento, redujo poco a
poco la medicación de Gross. Bastaron unas cuantas semanas
para notar que esto había sido un error desastroso. Pero ya era
muy tarde. Un día de junio Jung tuvo que confesar a Freud
que Gross se había fugado saltando los muros del Burghólzli
y desaparecido después de declararse «sanado». Jung terminó
sintiéndose culpable y confundido, con todos los demonios
otra vez despiertos. Y, con Emma fuera por el verano y después
completamente ocupada con el nacimiento de Franz, estaba
disponible para toda suerte de tentaciones.
Entonces Sabina Spielrein escribió su carta a Carl y volvió
a conectarse con él.
«Mi querida Fráulein Spielrein», contestó, «has conseguido
captar muy bien y acertadamente mi inconsciente en esta carta

[175]
tuya, tan aguda» y se refiere amargamente a la debacle Gross.
«Esas cosas solo me pueden suceder a mí». Propone que se
encuentren en el muelle del barco del lago, en la Bahnhofstrasse,
a las once de la mañana el martes siguiente: «Así estaremos
solos y podremos hablar sin que nos molesten. Iremos al lago
en bote. A la luz del sol y sobre las aguas será más fácil hallar
una dirección clara en este torbellino de sentimientos. Con
afectuosos saludos de tu amigo».
¿Qué pensaba Carl? Sabía mejor que nadie lo vulnerable que
era Fráulein Spielrein y lo peligroso que podía resultar relacionarse
otra vez con ella. Pero el «otro» Carl necesitaba alguien con quien
hablar, y Emma no estaba en condiciones. El nacimiento de Franz,
un hijo y heredero, solo empeoró las cosas. Ahora «La significación
del padre en el destino del individuo», basada en sus experiencias
como hijo, se referían también a él como padre. Carl, el «otro»
Carl, no sentía alegría, solo pena y miedo a la inestabilidad, tenía
la mente «escindida hasta lo más profundo».
Setenta y cinco años más tarde se encontró en un ático, en
Ginebra, una maleta perteneciente a Sabina Spielrein. Contenía
veintiuna páginas dobles, amarillentas, escritas a mano con letra
pequeña: un diario, sin fechas, a veces coherente, con frecuencia
digresivo y opaco, desahogos de una joven desesperada en tierra
extraña, aún traumatizada por los abusos sexuales de su padre y
aún obsesionada con su médico, Jung. Además, hay cartas, sin
fecha y no siempre completas, que Spielrein envió más tarde
a Freud, en las cuales describía y a veces citaba las cartas que
Jung le había escrito. Y algunas cartas fechadas, de Jung y de
Freud. Hay también un diario de 1909 a 1912. El problema que
presenta este material es que, aparte de las cartas de Freud y de
Jung, toda la evidencia proviene de la misma Spielrein sin que
haya nadie que la pueda corroborar. El diario es tan digresivo
y oblicuo que resulta imposible deslindar qué es un hecho, qué
expresión de deseos o qué fantasía y deja a nuestra discreción
interpretar qué puede ser.

[176]
La carta de Jung a Fráulein Spielrein seis días después del
nacimiento de Franz era confusa y desesperada. Además de
recuerdos de la niñez, que no dejaban de llegarle sin control,
estaba paranoide, temía que la joven se vengara no bien descu-
briera lo inestable que era él. Estaba buscando alguien «todavía
no realizada» que lo amara sin amarras sociales ni de otra índole.
Y sin castigarlo. «Mi desgracia es que no puedo vivir sin la alegría
del amor, del amor tempestuoso y cambiante. Este demonio
emerge como execrable contradicción con mi compasión y mi
sensibilidad. Cuando despierta en mí el amor por una mujer
lo primero que siento es pena, compasión por la pobre mujer
que sueña con fidelidad eterna y otras imposibilidades y está
destinada a un doloroso despertar de todos esos sueños».
Pasaban los meses y Spielrein se obsesionaba todavía más
con Jung. Sabía que nunca dejaría a Emma, pero se aferraba a la
idea de que la amaba a ella y no a su mujer. Y decidió que quería
un hijo de Jung. Esto devolvió violentamente a Carl a la realidad.
Lo último que deseaba era un hijo de Spielrein. Deseaba una
infatuación. Y contar con alguien a quien relatar sus tormentos.
En algún momento, a comienzos de 1909, Emma se dio
cuenta de que Carl estaba viendo otra vez a Fráulein Spielrein.
Esto la enfrentó con el mayor dilema hasta entonces de su
vida. Llevaba seis años casada, era madre de tres hijos y estaba
enamorada de un marido que no cesaba de flirtear con otras
mujeres. Todavía era demasiado joven e inexperta para apreciar
la situación tal cual era, todavía soñaba con «fidelidades eternas
y otras imposibilidades». Estaba tan desesperada que decidió
hacer algo por completo ajeno a ella y que incluso le resultaba
repugnante: escribió una carta anónima a la madre de Fráulein
Spielrein, advirtiéndole que debía «rescatar» a su hija antes de
que Doktor Jung la «arruinara». Sabemos de esto por una carta
que Fráulein Spielrein escribió a Freud en junio de 1909: «Hace
cuatro años y medio Doktor Jung fue mi médico, después mi
amigo y finalmente mi “poeta”, es decir mi amado», escribió.

[177]
«Finalmente acudió a mí y las cosas sucedieron como suceden
habitualmente con la “poesía”. Él predicaba la poligamia. Su
mujer se suponía que no objetaba nada, etc. etc. Y ahora mi madre
recibe una carta anónima que no calla nada y le dice que debe
rescatar a su hija pues de otro modo el Doktor la va a arruinar.
Ninguno de mis amigos pudo haber escrito esa carta, pues he
sido completamente muda sobre esto y lo he mantenido lejos
de todos los estudiantes. Hay razones para sospechar que la ha
escrito su esposa (¿?)».
Los rumores de la relación de Jung con una joven ya habían
llegado a Freud. Envió a Jung un telegrama que le dejó «atur-
dido». Jung respondió que había tardado tanto en escribir porque
había estado «día y noche sometido-a una terrible presión», por
la ingente cantidad de correspondencia que recibía todas las
tardes, aparte de las invitaciones, conciertos, tres conferencias
y la terminación de la nueva casa. «Lo último y peor», escribe:

es que un complejo se está burlando de mí: una paciente, a


quien hace algunos años, con penosos esfuerzos, saqué de
una neurosis muy complicada, ha violado mi confianza y
amistad del modo más mortificante. Ha organizado un vil
escándalo únicamente porque me negué el placer de darle
un hijo. Siempre he actuado con ella como un caballero. Sin
embargo, ante la vara de mi más que sensible conciencia
no me siento limpio y esto es lo que más me hace sufrir
porque mis intenciones siempre fueron honorables. Pero
usted sabe cómo son las cosas: el diablo puede utilizar
hasta lo mejor para construir inmundicia.

Esto es de seguro el peor Jung, que escupe disculpas, que se


compadece de sí, que incluso se indigna. Si se lee entrelíneas
da la impresión de que Jung llegó más lejos de lo que llamaría
una relación «conveniente», pero no tan lejos como para que se

[178]
convirtiera en lo que Fráulein Spielrein llama, enigmáticamente,
«poesía». Lo que ocurre en el espíritu no es lo mismo que la
letra de la ley. «Siempre he dicho a su hija que una relación
sexual está absolutamente excluida», escribió Jung a la madre
de la joven después que ella recibiera la carta anónima, dejando
en el aire el asunto de la «poesía».
Y hubo una pelea con Emma. «Entretanto he aprendido
una cantidad indecible de sabiduría marital», continúa su carta
a Freud, «porque hasta ahora, a pesar del análisis de mí mismo,
tenía una idea totalmente inadecuada de mis componentes
polígamos. Ahora sé cómo y dónde el diablo puede ser cogido por
los cuernos. Estas percepciones dolorosas, pero extremadamente
saludables, me han agitado internamente de manera terrible,
pero por esto mismo, espero, han afirmado mis cualidades
morales, lo cual posteriormente me servirá mucho en la vida. La
relación con mi mujer ha ganado enormemente en confianza y
profundidad». Pero, muy propio de él, no elogia a Emma por su
participación en esto, aunque sabía muy bien cuánto valor tuvo
que haber juntado para encararle y rescatarle de sí mismo. En
lugar de ello, habla de su propia participación: todavía no posee
la seguridad y compostura de Freud, explica. «Son incontables
las cosas que para usted son de común ocurrencia, pero que para
mí son experiencias completamente nuevas que debo incorporar
en mí mismo hasta que me hagan trizas. Esta urgencia de
identificación (a los once años atravesé lo que se llamaba una
neurosis traumática) ha disminuido considerablemente en el
último tiempo, aunque todavía me molesta de vez en cuando».
Pasa rápidamente a otras materias, la revista, Ernest Jones, que se
ha liado sexualmente con la mujer de Otto Gross, y finalmente:
«Mi hijo menor florece, mi esposa está en buena forma».
Jung no necesitaba preocuparse por Freud, que le contestó
feliz por una invitación que había recibido de Norteamérica
para dar una serie de conferencias en la Clark University, en

[179]
Worcester, Massachusetts, y diciendo a Jung que ya había oído
hablar de la joven que andaba por ahí diciendo ser su amante, lo
que no creía y atribuía a la neurosis de la mujer. «Ser calumniado
e insultado por el amor con que trabajamos son los peligros de
nuestro oficio, el cual, por cierto, no vamos a abandonar por tales
motivos». No había posibilidad alguna de que Freud, todavía
decidido a que Jung fuera su príncipe heredero, se pusiera del
lado de la desconocida mujer, una expaciente que había que sacar
de en medio. Le molestó más que Jung hablara del diablo y de
inmundicias. «Definitivamente cae usted en el estilo teológico en
relación con esta experiencia», escribe, aludiendo indirectamente
al padre de Jung, el pastor de la Iglesia protestante reformada.
Jung, por lo general tan dilatorio, respondió de inmediato:
«tengo que responderle enseguida. Sus amables palabras me
han aliviado y confortado». Tranquilizó a Freud acerca de su
estilo «teológico», sin notar la advertencia de Freud: que Jung
aún estaba trabajando bajo un complejo de padre, una opinión
que Freud no alteró nunca, en la creencia de que yacía en el
corazón de las neurosis de Jung. «De vez en cuando, lo acepto,
el diablo estremece mi corazón por lo demás tan inocente en
general», escribe Jung de manera sospechosa. Pero niega el rumor
terminantemente: «Nunca he tenido en realidad una amante
y soy el más inocente de los maridos». Sencillamente no podía
imaginar quién podría ser esa mujer. Y eso, esperaba, era bastante.

En junio los Jung se establecieron en su casa de Kusnacht —228


Seestrasse— y empezó una nueva era. Fue parte del acuerdo
que consiguió Emma con Carl después del enfrentamiento: casa
nueva, vida nueva. En cierto nivel funcionó bellamente: era un
lugar que habían creado juntos y que ambos amaban. Emma
sabía que eso era algo que Carl nunca querría abandonar: esta
casa, esta estabilidad.

[180]
«¡Hurra por la casa nueva!». Esto escribió Freud el 3 de
junio de 1909. Pero en la misma carta incluía otra, de Fráulein
Spielrein. «¡Muy raro! ¿Qué es ella? ¿Una entrometida, una
charlatana, una paranoica? Si sabe usted algo sobre la que
escribe esto o tiene una opinión formada en la materia, envíeme
por favor unas cuantas palabras. Pero de ningún modo debe
usted complicarse la vida». Jung le despachó inmediatamente
un telegrama, seguido de una carta. «Spielrein es la persona de
la que ya le escribí», confesó finalmente, explicando que había
prolongado la relación porque se sentía en deuda con ella, pues
había sido la más importante en sus primeros «casos de test»
y porque le preocupaba que no estuviera plenamente curada y
pudiera sufrir una recaída. «Estaba, por supuesto, procurando
sistemáticamente seducirme, lo que me parecía muy inoportuno.
Y ahora intenta vengarse. Últimamente ha estado difundiendo
el rumor de que muy pronto me divorciaré de mi esposa y me
casaré con una chica estudiante, lo que ha impresionado a no
pocos de mis colegas. Desconozco, exactamente, qué planea
ahora. Sospecho que nada bueno». El suyo era un caso de «lucha
con el padre», tal como el de Gross que, explica, ha intentado
curar con «indecibles toneladas de paciencia, incluso abusando de
nuestra amistad con ese propósito», y todo el asunto ha disparado
en él un complejo semejante a su «infatuación compulsiva» por
la judía de Abbazia después de su primera visita a Viena.
Freud escribió a Fráulein Spielrein y dejó claro de qué lado
estaba. Y escribió a Jung: «Estas experiencias, aunque dolorosas,
son necesarias y difíciles de evitar. Sin ellas en realidad no
podemos conocer la vida ni con qué estamos lidiando. Yo mismo
nunca me he visto tan afectado, pero he estado cerca varias
veces y escapado por poco». Le ayudó ser mayor que Jung y no
provocó ningún daño permanente. «Nos ayudan a desarrollar la
piel dura que necesitamos y a dominar la “contratransferencia”,
la cual, al cabo, es un constante problema para nosotros; nos

[181]
enseñan a desplazar para mejor nuestros propios afectos». Son
una «bendición enmascarada». Tanto la expresión «escapado por
poco» como «bendición enmascarada» están en inglés. El hecho
es que para Freud y Jung nada importaba tanto como su trabajo
de pioneros que aseguraría el lugar del psicoanálisis en el futuro.
Y si para eso hacía falta una piel dura, bueno, que así fuera.
Pero Fráulein Spielrein no había tirado la toalla. Era
demasiado inteligente e imaginativa, a pesar de sus dificultades
emocionales, para dejar que los dos hombres se confabularan
en su contra así nomás. El 19 de junio se presentó en casa
de los Jung, en Kusnacht, para hablarlo todo. Emma no tuvo
más opción que dejarla entrar y Carl no tuvo más opción que
encararla. Insistía en que Jung escribiera a Freud. «Sin sucumbir
a remordimientos ni a desamparo, deploro sin embargo los
pecados que he cometido, porque se me puede culpar en gran
medida por las desaforadas esperanzas de mi antigua paciente»,
escribió, y señaló que Fráulein Spielrein se había liberado de
la transferencia «del mejor modo». Admitió haber escrito a la
madre, a Frau Spielrein, a la que llamó «ejemplar de bellaquería»,
todo lo cual «confesó» a Freud «como a mi padre». Freud no
puede haber disfrutado del papel de «padre confesor» ni de lo
que eso le decía de los complejos de Carl, que continuaban.
Pero hizo el «gran favor» que Jung le pedía. Escribió a
Fráulein Spierein, confirmó que Jung le había escrito sobre todo
el asunto «con perfecta honestidad» (esto, otra vez en inglés).
Y en cuanto a Jung, después de pedir «perdón» a Freud una vez
más, pasó airosamente a otro asunto: a él también le habían
invitado a Estados Unidos a hablar en la Clark University, y
podía confirmarle que felizmente se las había arreglado para
conseguir un camarote en el mismo trasatlántico que Freud y
su colega el psicoanalista húngaro Sandor Ferenczi, pero «un
camarote muy caro», pues no había nada más disponible faltando
tan poco para el viaje.

[182]
La vida en el 228 de Seestrasse volvió a la normalidad. Los
veranos de los Jung asumieron un patrón que duraría muchos
años: basados en la casa, con Carl trabajando a toda hora y
solo tomándose algunos descansos para un paseo en bicicleta
o un ascenso a los Alpes con un amigo; y navegando, ahora que
tenía su anhelado bote amarrado en el cobertizo, cumpliendo
así todos sus sueños y visiones de la niñez. Emma, entretanto,
se ocupaba de la casa, supervisando a las criadas, a la niñera,
la cocinera y el jardinero. A menudo se veía con la madre de
Carl y con su hermana, que vivían cerca, y llevaban a los niños
a Schaffhausen cada vez que podían.
El 13 de julio de 1909 Jung escribió a Freud con una lista
de todo lo que tenía que hacer antes de partir a Norteamérica:
el Jahrbuch, seis pacientes particulares, las conferencias para
Estados Unidos, y dos informes para los tribunales. Todo aquello
no podía dejarle mucho tiempo para Emma y la familia. Freud
respondió desde Ammerwald, en los Alpes austriacos, donde la
familia Freud gustaba pasar los veranos, y no olvidó despedirse
con saludos especiales para la «encantadora» señora de Jung.
El 18 de agosto Carl salió hacia Bremen para reunirse con
Freud y Ferenczi y embarcarse en el George Washington. Se detuvo
brevemente en Basilea para visitar viejos amigos y familiares. Es
probable que Emma sintiera alivio al verle marchar después de
los dramas con Fráulein Spielrein. Pero las largas cartas de Carl
la mantuvieron completamente al día durante sus siete semanas
de ausencia. Apasionados psicoanalistas como eran, los hombres
aprovecharon la oportunidad para analizar los sueños de cada
uno durante los nueve días de viaje por mar, pasando el tiempo
en el lujo del camarote de primera clase de Jung o sentados en
un apartado de la elegante biblioteca o en uno de los cómodos
salones. Cuando Jung pidió a Freud más detalles de sus sueños
más intratables, Freud se los negó, aduciendo que no quería
«arriesgar su autoridad [...]». Eso bastó para el Carl en blanco

[183]
y negro: «Freud está situando su autoridad personal por sobre
la verdad». Más tarde consideró que ese rechazo había sido un
punto de inflexión que anunciaba el quiebre de su relación. «Mi
padre se decepcionó mucho de su propio padre. Y después de
aquel sueño en el barco se tornó muy crítico de cuanto decía
Freud», opinaría años más tarde Franz, el hijo de Jung, con el
beneficio de la distancia. «Tenía un negativo complejo de padre
y lo llevó a su relación con Freud».
Durante el viaje Jung volvió a relatar uno de sus sueños de
«casa», que había tenido reiteradamente desde niño. Empezaba
en el piso superior, de estilo rococó, descendía y los pisos se
tornaban más y más antiguos hasta que llegaba a una pesada
puerta y a un sótano abovedado, con piso de piedra, donde
descubría un viejo anillo al que tiraba y le revelaba unos angostos
escalones de piedra que llevaban aún más abajo hasta una
caverna cavada en las rocas, con polvo espeso, huesos dispersos
y alfarería rota en el suelo, los restos, suponía, de una cultura
primitiva. Y dos cráneos. Jung se refirió más tarde a este como
uno de sus sueños más importantes, un presagio de su teoría del
«inconsciente colectivo», pero Freud se concentró exclusivamente
en los dos cráneos, sospechando que Jung abrigaba deseos de
muerte contra él —el padre— y deseaba reemplazarle. «Sabía
perfectamente bien, por supuesto, lo que le impulsaba: que
había deseos secretos de muerte ocultos en el sueño», escribió
más tarde Jung, admitiendo que había preferido recurrir a la
solución fácil: mentir. Dijo que eran los cráneos de su mujer y
de su cuñada. «¡Después de todo tengo que nombrar a alguien
cuya muerte valga la pena desear! Me había casado muy poco
tiempo antes y sabía muy bien que no había nada dentro de mí
que apuntara a esos deseos [...]. Así que le dije una mentira.
¡Era muy consciente de que mi conducta no dejaba de ser
reprochable, pero “a la guerre, comme a la guerre!”».

[184]
Liebste Frau!, —querida esposa—, escribió Carl a Emma
desde Nueva York el 31 de agosto de 1909. «¿Cuándo te escribí
por última vez? Me parece que fue ayer. El tiempo está aquí tan
espantosamente lleno. Ayer Freud y yo pasamos varias horas
caminando por el Central Park y hablamos largamente sobre los
problemas sociológicos del psicoanálisis. Está tan perspicaz como
siempre y extremadamente quisquilloso. No le gusta que otra
clase de ideas se presente y, debo agregar, casi siempre tiene la
razón». Su relación, evidentemente, había superado las tormentas
de los dos sueños. Después del paseo estaban invitados a cenar
a casa del Dr. Abraham Brill. «La comida fue admirable por
los platos increíblemente imaginativos», escribió Carl, atónito:

Imagina una ensalada hecha con manzanas, lechuga,


raíces de apio, nueces, coco, etc. etc. Pero, en todo caso, la
comida era buena. Más tarde, entre las diez y las doce de
la noche, bajamos hacia Chinatown, la parte más peligrosa
de Nueva York, acompañados por tres robustos personajes.
Todos los chinos usan ropa azul oscuro y llevan el pelo
en largas trenzas. Entramos a un templo chino, situado
en un antro espantoso llamado casa de humo. Alrededor
de cada esquina podía estar ocurriendo un asesinato.
Después fuimos a una casa de té, donde hay en realidad
un té excelente, pero junto con él nos sirvieron arroz y un
plato increíble con carne picada aparentemente cubierta
de gusanos y cebolla. Su aspecto era repugnante. Pero los
gusanos resultaron ser patatas chinas, por lo cual probé
algunas y no eran malas.

Había rufianes dando vueltas, unos nueve mil chinos por solo
veintiocho mujeres, y gran cantidad de prostitutas blancas que
la policía acababa de dispersar. Después fueron a un «music
hall verdaderamente Apache [...] un lugar más bien tenebroso»

[185]
donde el público arrojaba monedas a los pies de la cantante para
mostrarle su aprobación. «Todo muy curioso y terriblemente
incómodo, pero interesante», confía a Emma. «Debiera mencio-
nar que la mujer del Dr. Brill estuvo con nosotros durante toda
la expedición, como buena norteamericana que es. Finalmente
nos fuimos a la cama a medianoche».
A la mañana siguiente, con su habitual energía sin límites,
Jung se levantó a las siete y salió enseguida a visitar la isla
Ward, hogar del Instituto Psiquiátrico de Nueva York, después
el Museo Metropolitano, donde contempló las colecciones de
antigúedades egipcias, chipriotas y cretenses. Fue solo, porque
Freud y Ferenczi se estaban recuperando todavía de la jornada y
los ejercicios de la noche anterior. A medida que avanzaba el día
empezó a sentirse solo y perdido en esa tierra extraña. Escribió
a Emma: «Hoy existe cierta nostalgia flotando en la superficie, a
veces no poca cantidad. Te echo de menos y paso pensando en
si te gustaría estar aquí». Pero al atardecer se había recuperado.
Fueron a Coney Island, el mayor parque de diversiones de la costa
atlántica, y después pensó trabajar un poco en sus conferencias
de Worcester, aunque le resultó casi imposible concentrarse en
ese lugar y con tanto calor. A Freud le sucede lo mismo, decía.
Después de Worcester pensaba visitar las cataratas del Niágara y
viajar quizás en dirección a Canadá, pero había decidido saltarse
Chicago por falta de tiempo, «porque quiero estar de regreso el
21 de septiembre a más tardar. Esto no da para más. Muchos
saludos para todos y besos para ti de tu Carl».
Su anfitrión en la Clark University fue su presidente, el
distinguido académico G. Stanley Hall. Una vez instalados en
la casa del profesor Hall, Jung escribió a Emma describiéndole
el viaje desde Nueva York. Los tres visitantes sufrían de colitis y
dolores estomacales, sin duda por los «gusanos» chinos. Habían
tomado el «elevado» desde la calle 42 a los muelles, junto con
Ernest Jones que acababa de llegar de Europa, y abordaron

[186]
«la estructura fantásticamente enorme de un vapor que tenía
unas cinco cubiertas blancas», navegaron desde el West River,
rodeando el extremo de Manhattan con sus «tremendos rasca-
cielos», remontaron el East River, pasaron bajo los puentes de
Brooklyn y Manhattan y por el brazo de mar detrás de Long
Island. A la mañana siguiente llegaron a Fall River City y
tomaron el tren a Boston y de allí a Worcester. La comarca era
«encantadora, colinas bajas, grandes bosques, pantanos, peque-
ños lagos, innumerables rocas inmensas y erráticas, diminutos
pueblos de casas de madera pintadas de rojo, verde o gris, con
ventanas de marco blanco (¡Holanda!)». La alegre referencia
era a una de sus vacaciones anuales de primavera.
La cena de la primera noche donde los Hall fue muy intere-
sante. El profesor Hall era un «caballero refinado, distinguido»,
de cierta edad, y su mujer «regordeta, jocosa, de buen natural y
extremadamente fea». Casi se puede oír la risa de Emma al leer
esto. Había libros por todas partes y muchas cajas de cigarros,
que seguramente aligeraron el corazón de Freud, que padecía
fobia a los viajes, alegaba por esto y aquello e incluso una vez
se indispuso por tanta agitación. Así que la llegada a la cómoda
casa de Nueva Inglaterra de los Hall debió de constituir un
alivio para él. «Dos negros negrísimos, con chaquetas formales,
un verdadero extremo de solemnidad grotesca, actuaban de
sirvientes. Había alfombras por todas partes, todas las puertas
estaban abiertas, incluso la del baño y la de la entrada. Había
gente que entraba y salía por todas partes, todas las ventanas
llegaban hasta el suelo», escribe Carl, que sabía cuánto intere-
saban a Emma esos detalles domésticos, especialmente ahora
que tenían casa propia.
Volvió a escribir dos días después. Freud había empezado
sus conferencias con gran éxito. «Estamos ganando terreno aquí
y nuestros seguidores aumentan con lentitud, pero sin pausa».
Carl, el sólido suizo, se había sorprendido al descubrir que las

[187]
señoras norteamericanas eran cultas, estaban bien informadas y
pensaban por su cuenta. Confesó a Emma, muy contento, que
en una fiesta le habían rodeado cinco féminas. «¡Hasta pude
hacer bromas en inglés, y qué inglés!». Es posible imaginarlo:
este hombre grandote, escandaloso, carismático, rubicundo, de
salud alpina, riendo a carcajadas de sus propios chistes en un
inglés horrible, y con Freud por ahí cerca, pequeño, vestido de
manera impecable, que empezaba poco a poco a hallar forma
propia en el nuevo mundo, rodeado por otras admiradoras,
seduciéndolas con su humor judío vienés, más sutil y tranquilo.
Estaban causando toda una conmoción, y el Boston Evening
Transcript los entrevistó a los dos. Las cosas marchaban bien.
«Somos, de hecho, los hombres del momento», declara Carl. «Es
muy bueno poder expandirse de este modo de vez en cuando.
Y siento que mi libido engulle todo esto con sumo placer [...]».
Emma por supuesto que sabía qué significaba eso. Pero si
no se lo ve no se lo piensa. Carl había estado muy difícil antes
de marchar de Zúrich: deprimido, enfermo, con ataques de
furia que parecía incapaz de controlar. Aparte de todo lo demás,
por segunda vez había perdido un concurso para una cátedra
en la Universidad de Zúrich. Culpaba a Bleuler, sin advertir, al
parecer, que la facultad tenía sus propias razones: le precedía la
reputación de Herr Doktor Jung con las mujeres. Pero ahora
escribe: «Gracias a Dios he recuperado completamente mi
capacidad de goce, así que puedo mirar hacia adelante con
entusiasmo. Ahora voy a tomar agresivamente por asalto todo
lo que se presente y después me estabilizaré otra vez, saciado».
Lo principal que tanto Jung como Freud proyectaban asaltar
era Estados Unidos. En el caso de Carl, ya había tratado a
algunos pacientes norteamericanos en Zúrich, y un puñado de
iniciales practicantes del psicoanálisis, como Abraham Brill,
había llegado al Burghólzli para observarle trabajando y trabajar
allí ellos mismos por un tiempo. Ahora pretendía apoyarse en su

[188]
fama creciente y dar conferencias y entrevistas, escribir artículos,
conocer a norteamericanos distinguidos y adquirir pacientes
influyentes. Uno de estos era Joseph Medill McCormick, a quien
Jung había tratado por primera vez en Zúrich ese mismo año.
«El destino, que evidentemente ama los juegos locos, acababa de
depositar en mi umbral a un conocido norteamericano (amigo
de Roosevelt y Taft, propietario de varios grandes periódicos,
etc.)», como había escrito a Freud el 7 de marzo de 1909 en
medio del drama Spielrein.
Medilll, como sobre todo se le conoció, era nieto de Joseph
Medill, dueño del Chicago Tribune, sobrino nieto de Cyrus
Hall McCormick, fundador de la International Harvester
Company y primo de Harold Fowler McCormick, casado con
Edith Rockefeller. Cuando Medill contrajo matrimonio con
Ruth Hanna, hija de Mark Hanna, uno de los prohombres del
partido Republicano, el presidente Theodore Roosevelt viajó a
Cleveland para la boda y regaló a los novios un juego de café
de oro. Medill fue gerente y editor asistente en el Tribune, pero
se le conocía especialmente como activista político y alcohólico.
Cuando viajó a Zúrich a ver a Jung era la segunda vez que se
ausentaba con licencia del Tribune. El tratamiento de Jung
resultó por un tiempo, sobre todo porque insistió que Medill
dejara su trabajo y de este modo se apartara de las garras de
su «endemoniada» madre, que era un personaje poderoso en
el directorio del Tribune y la fuerza dominante en la vida de
Medill. Durante este viaje a Estados Unidos, Jung vio una vez
a Medill, en Nueva York. «Parece que he agradado a Jung»,
escribió Medill a Ruth, su mujer. «Le alegró notar que el salvaje
que hay en mí se mostraba en mis ojos [...] y me advirtió que no
fuera demasiado bueno [...]. Me dijo que permitía los flirteos
y que en este país él mismo había tenido uno».
Medill también le dijo a Ruth que «el doctor» había tenido
los mismos «conflictos» que él mismo con su mujer: parece que

[189]
Emma Jung solía pensar que «no podía comprender su ciencia
y no prestaba atención al punto. Pero ahora es su compañera
de trabajo».
1909 es el año cuando Emma comenzó a dejar de ser
poco más que una asistente ocasional de Carl para convertirse
francamente en una colaboradora en su trabajo. Y no es que
compartieran la labor en términos equivalentes, sino en el
sentido de que Emma ahora sabía bastante de psicoanálisis
como para proponer y criticar, lo suficiente para ocuparse de sus
propios intereses en este campo. El día que Fráulein Spielrein
se presentó en su casa fue un punto de inflexión. Emma por fin
halló el valor suficiente para establecer con claridad su terreno
propio: nunca más sería una mera esposa y madre. Volverían a
trabajar juntos como lo habían hecho en los primeros días de
su matrimonio. Otro marido podría haber objetado algo, pero
no Carl. Siempre estuvo alentando a Emma para que hiciera
más por sí misma, para que desarrollara su propia obra y su
propia vida.
Las cartas de Carl a Emma desde Norteamérica muestran
su cercanía y hasta qué punto había llegado su colaboración.
Él quería contarle absolutamente todo. Mein liebster Schatz, —mi
querido tesoro—, le escribe el 16 de septiembre a las ocho y
media de la mañana desde un campamento en los Adiron-
dacks, donde le había invitado James Jackson Putnam, uno de
los invitados de la Clark University. «Estarías absolutamente
asombrada si pudieras ver dónde he terminado esta vez en esta
tierra de oportunidades verdaderamente sin límites»:

Estoy sentado en una gran cabaña de madera de una


sola habitación, contemplando una imponente chimenea
de ladrillos rústicos donde arden poderosos leños. Las
paredes están cubiertas de porcelanas, libros y otras cosas.
Alrededor de la cabaña hay una galería cubierta. Cuando

[190]
sales fuera lo primero que te golpea la vista es un mar de
árboles, de hayas, abetos, pinos, cedros, y todo movién-
dose ligeramente en la niebla y suave lluvia. A través de
los árboles es posible vislumbrar un paisaje montañoso,
todo cubierto de bosques. La cabaña está en una ladera
y algo más abajo se ven unas diez o pocas más cabañas
de madera. En algunas viven las mujeres, en otras los
hombres, aquella es la cocina y esa otra el salón. Vacas y
caballos pastan entre las construcciones. Debo aclarar que
aquí viven dos familias Putnam y una familia Bowdrich,
además de la servidumbre.

Describe bosques primitivos, rocas glaciales, musgos y helechos,


moras y frambuesas silvestres «y un cruce curioso entre ambas».
Escala un montículo de más de mil metros y describe lo que ve:

Un paisaje glacial salvaje de lagos y campos cubiertos desde


tiempos de los glaciares por bosques vírgenes [...]. En la
zona todavía hay osos, lobos, ciervos, alces, puercoespines.
Abundan también las serpientes. Ayer, cuando llegamos,
nos esperaba un guía que nos dio la bienvenida. Te escribí
la última carta en la estación ferroviaria de Lake Placid,
al final de la línea. Desde allí continuamos hasta aquí.
Viajamos más de cinco horas en un curioso carricoche
de dos caballos por caminos que eran verdaderos surcos
profundos en la tierra. Todos mis recuerdos infantiles de
Gerstacker [un escritor alemán de relatos del Oeste] se
me acumularon en la mente. En lo que parecía un área
por completo desolada vimos cajas de metal clavadas a
los árboles para que el cartero pudiera dejar allí las cartas
para los granjeros. Y entonces divisamos junto al camino
la pequeña cabaña de madera que abrigaba la «tienda»,
que contenía toda mercadería imaginable, y enseguida el
«hotel», donde como refrigerio nos sirvieron «pan integral»

[191]
y «mazorcas de maíz» con mantequilla salada y jamón cru-
jiente. Había un fuego encendido. Los Putnam tenían un
armonio. ¡Cantamos canciones alemanas con él! Son gente
terriblemente amable. La hospitalidad es decididamente
indígena. Casi nunca necesité dinero, excepto para los
boletos del tren. De verdad tenemos que venir aquí los dos
alguna vez. Es demasiado bueno para no conocerlo |[...].

Volvió a escribir un par de días después:

¡Faltan dos días para la partida! Todo sucede vertiginosa-


mente. Ayer estaba sobre una cumbre rocosa de casi dos
mil metros, en medio de tremendos bosques vírgenes,
contemplando los infinitos azules de Norteamérica y
tiritando hasta los huesos en el viento gélido, y hoy estoy
en medio del bullicio metropolitano de Albany, la capital
del estado de Nueva York [...]. Los cientos de miles de
impresiones enormemente hondas que llevaré conmigo
desde esta maravillosa tierra no se pueden describir
con la pluma. Todo es demasiado grande, demasiado
inconmensurable. Algo que ha estado alumbrando en mí
gradualmente en los últimos días es el reconocimiento
de que aquí se ha hecho realidad una potencialidad ideal
de vida. Los hombres están aquí tan bien como permite
la cultura; las mujeres no tanto. Aquí hemos visto cosas
que inspiran admiración entusiasta y cosas que te hacen
ponderar profundamente la evolución social. En cuanto
concierne a cultura tecnológica estamos a kilómetros
de distancia detrás de Estados Unidos. Pero todo eso es
aterradoramente costoso y ya parece llevar el germen de su
propio fin. Tengo mucho, muchísimo, que contarte. Nunca
olvidaré las experiencias de este viaje. Pero ahora estamos
cansados de Norteamérica. ¡Mañana por la mañana nos
vamos a Nueva York y zarpamos el 21 de septiembre!

[192]
9
Emma pasa alfrente

Carl regresó de Estados Unidos de muy buen ánimo. Hubo una


tormenta que duró un día y la mitad de una noche durante la
navegación de Nueva York a Bremen y pasó buena parte en un
rincón protegido bajo el puente del Kaiser Wilhelm der Grosse,
admirando las montañas de oleaje que barrían la cubierta hasta
que terminó completamente empapado. Se sintió enfermo no
bien llegó abajo en busca de una taza de té y se retiró sin más a su
camarote, donde descubrió que todos los objetos habían cobrado
vida, como describe en una carta a Emma el día siguiente:

En la semioscuridad los cojines del sofá reptaron por el


suelo, un zapato caído de costado se irguió, miró alrededor,
asombrado, y se escondió silenciosamente bajo el sofá,
otro zapato, de pie, se dejó caer de lado, aprensivamente, y
siguió a su compañero. Y cambió el escenario. Comprobé
que los zapatos se habían metido bajo el sofá a buscar mi
maleta y el maletín. Todos se reunieron con el gran baúl
bajo la cama. Una manga de una de mis camisas se agitaba
alargándose tras ellos y de los muebles y cajones surgían
murmullos y crujidos. De pronto hubo un terrible estrépito
bajo el piso. Una de las cocinas estaba bajo mi camarote.
Allí, de una vez, quinientos platos habían despertado de
su mortecino torpor y con un solo salto atrevido habían
puesto fin a su medrosa existencia de esclavos. En todos
los camarotes a mi alrededor unos gruñidos inconfesables
traicionaban los secretos del menú. Me dormí como un [...].

Emma, que le esperaba en casa cual Penélope, no compartía


ese buen ánimo. Se tratara de la habitual discrepancia entre la
excitación del viajero y la tediosa rutina doméstica o de las diversas
señales de advertencia que se podían discernir entre líneas en
las cartas de Carl, el hecho es que se sentía algo deprimida y
que esto empeoraba con su charla estrepitosa y sus risotadas que
en conjunto ponían todo de cabeza. Él quería contarle todo y
abundó especialmente en que había abandonado para siempre
las costumbres abstemias del Burghólzli y descubierto las alegrías
del champán. «En cuanto se refiere a la abstinencia, he llegado
a un punto muy vacilante en realidad», había confesado en una
carta, hablando de la bebida, pero dando a entender mucho más.
«Confieso que soy un pecador honrado y solo espero que pueda
soportar la visión de un vaso de vino sin emocionarme, la visión de
un vaso lleno, por supuesto. Siempre es así: solo atrae lo prohibido.
Creo que no tengo que prohibirme demasiadas cosas [...».
Ante la actitud insatisfecha de Emma, Carl decidió que
la mejor solución era analizarla. O quizás fue Emma la que
insistió en ello. «Me siento muy en forma y me he vuelto mucho
más razonable de lo que usted puede suponer», escribe Jung
a Freud el 1 de octubre de 1909. «Mi mujer se está portando
espléndidamente con el psicoanálisis y todo marcha a merveille».
Termina su briosa carta contando a Freud acerca del hombre
que inventó el muesli: «Un doctor Bircher (anotar el nombre
por favor), de Zúrich, se las da ahora de psicoanalista. Antes
creía en el ácido úrico, el puré de manzana y la papilla de avena.

[194]
No tiene la clave, por supuesto». Dos semanas después Jung
seguía de muy buen ánimo. «Todo va bien en mi familia gracias
a un montón de análisis de sueños y de buen humor. Al parecer
estamos derrotando al diablo en su propio juego». Él y Emma
se marcharon por seis días a Unterwasser, un pueblito alpino
oculto en el cantón de St. Gallen. Estuvo perfecto: mucha nieve
y brillante sol de invierno.
Hasta entonces todo bien. Pero Emma y Carl muy pronto
descubrieron que no era fácil que un marido analizara los sue-
ños de su mujer, así que, en su momento, un colega, el doctor
Leonard Seif, no bien llegó de Múnich para trabajar en Zúrich,
recibió el encargo de ocuparse del análisis. Era evidente que
Emma estaba decidida a encarar los dilemas de su vida y de
su matrimonio. Tenía una idea bastante objetiva de los puntos
débiles de su marido, dijo más tarde Seif a Ernest Jones, un
hombre con multitud de falencias maritales propias. El problema
de Emma era que hablar de ello y analizar sus sueños no hacía
que desaparecieran los puntos débiles de Carl. No pasó mucho
antes de que el antiguo demonio alzara otra vez su fea cabeza.
Como explica Carl a Freud el 30 de enero de 1910:

Durante el tiempo en que no le he escrito [diecisiete días]


he vivido plagado de complejos, y no soporto las cartas
quejumbrosas. Esta vez no fui yo el engañado por el diablo
sino mi esposa, que ha prestado oídos al espíritu maligno
y armado varias escenas de celos, sin fundamento. En un
comienzo mi objetividad perdió pie (regla número uno
del psicoanálisis: los principios de la psicología freudiana
se aplican a todos excepto al analista), pero volvió poco
después y mi mujer también se recuperó de forma brillante.
El análisis de un cónyuge por el otro es una de las cosas
más difíciles, a menos que se cuente con una gran libertad
mutua. El prerrequisito de un buen matrimonio, me parece,

[195]
es el permiso para ser infiel. Yo, a mi vez, he aprendido
mucho. El punto principal siempre se presenta al final:
mi mujer está embarazada de nuevo, voluntariamente y
después de una madura reflexión.

Jung parece haber salido indemne de las peleas con Emma,


aferrado a su nueva convicción de que debía contar con el «per-
miso para ser infiel». Freud, al responder la carta, no comenta el
prerrequisito de Jung para el buen matrimonio y se contenta con
decirle: «Debiera haber pensado que es por completo imposible
analizar a la esposa propia».
No faltaban mujeres para disparar las «numerosas escenas
de celos» de Emma: Fráulein Aptekmann, Maria Moltzer,
Martha Boeddinghaus, mujeres independientes y relacionadas
con el Burghólzli, todas anhelosas de la atención de Carl si no
de su amor. Y no faltaban las acaudaladas señoras de la brigada
Pelzmántel de Zúrich, que seguían acudiendo en masa a sus
conferencias. Y Fráulein Spielrein. Es probable que Emma
creyera que había dejado atrás lo peor, pero todavía se preocupaba
del asunto cuando, en el curso del verano, Sabina Spielrein
se presentó en su casa, aparentemente para pedir que Carl la
ayudara con su tesis, pero en realidad intentando reencender las
llamas de su relación. ¿Cuánto debe de haber sufrido Emma al
observar que Fráulein Spielrein subía la escalera hasta el Cabinet
de Carl y no volvía a salir durante una hora? Quién sabe qué
estaba ocurriendo tras esas puertas cerradas.
Pero Emma conocía a Carl y sus «infatuaciones». También
Fráulein Spielrein: «Mi amigo dice que siempre debemos cuidar-
nos de no volver a enamorarnos, que siempre seremos peligrosos
el uno para el otro», escribe Spielrein, en éxtasis, en su diario un
buen día cuando su Herr Doktor «se llevó mis manos al corazón
varias veces y dijo que esto debiera señalar el comienzo de una
nueva era». Pero a esto siguió muy pronto la desesperación.

[196]
«Mi corazón se contrae dolorosamente, porque lo principal está
faltando, y lo principal es el amor. Oh, y otra vez “qué hacer”.
No puedo creer que pueda amar a nadie como amo a mi amigo.
Temo que mi vida esté arruinada». Y pocos días después: «Ser
una entre las muchas que languidecen por él, y recibir de vuelta
su mirada amable, unas cuantas palabras amistosas [...] colmar
todos sus deseos [...] su vanidad. Adopta un tono frío, oficial, ¿y
quién sufre por ello? Él no, por supuesto». Un día que caminaba
por ahí se encontró de pronto con Fráulein Aptekmann, otra de
las estudiantes de Herr Doktor Jung, también encandilada por
él. «Lo ama y cree que él la ama», escribe Sabina esa tarde en
su diario. «Estaba tan contenta por eso, le brillaban los ojos, se
le encendían las mejillas». Emma solo podía observar mientras
todas esas jóvenes competían por la atención y el amor de Carl,
e interpretar sus flirteos como algo más.
Y recurriendo de nuevo a «poesía» para describir de manera
típicamente enigmática el «más» de su relación, escribió Fráulein
Spielrein: «Sí, la poesía más potente ocurrió probablemente
hace una semana. Me dijo entonces que me amaba debido al
admirable paralelismo que había en nuestros pensamientos |...].
Me dijo que me ama más por mi personalidad magníficamente
orgullosa, pero también me dijo que nunca se casaría conmigo
porque hay dentro de él un gran filisteo que anhela los límites
estrechos y el típico estilo suizo». Un día Carl le mostró partes del
diario secreto que había escrito continuamente antes de casarse
con Emma, después de lo cual lo había guardado en un cajón:

Cuando me pasó el diario para que lo leyera me dijo en voz


baja y muy ronca, «solo lo ha leído mi mujer [...] y ahora
tú». Y sin embargo su mujer, la cual, como deja en claro el
diario, vaciló largo tiempo antes de casarse con él, porque a
pesar de su amor también pensaba en su propia comodidad
y no deseaba vivir con ningún «esclavo de una ideología»

[197]
con mirada salvaje. Su mujer está protegida por la ley,
todos la respetan, y yo, que quiero darle todo lo que poseo
sin pensar lo más mínimo en mí misma, soy calificada de
inmoral por el lenguaje de la sociedad, de amante, quizás
de concubina [...]. Él puede mostrarse dondequiera que
vaya con su mujer y yo tengo que esconderme en rincones
oscuros [...]. Es cierto que él deseaba presentarme en su
casa, que fuera una de las amigas de su mujer, pero ella,
comprensiblemente, nada quiso saber de este asunto.

Cuando el 20 de septiembre de 1910 Fráulein Spielrein se volvió


a presentar en la casa, a la hora de la cita que tenía, la despidió
en la puerta una criada sin darle explicación alguna. Arriba, en
el dormitorio que daba al jardín, esa mañana Emma había dado
a luz una niña, Marianne, su cuarto hijo.
Esto constituyó para Carl una repetición de su experiencia
tras el nacimiento de Franz: gozo seguido de cerca por ansiedad.
Carl, el escindido. Cuando dos días después vino la joven, para
cumplir con la cita tan abruptamente pospuesta, le encontró
del talante que le daba esperanzas: «Sí, mi querido amigo, te
amo y tú me amas. Lo que anhelaba solo recientemente se ha
cumplido: me mostró su amor casi con excesiva claridad [...]. Se
suponía que debíamos sentarnos a trabajar [...]. Así que no soy
una más del montón |...]. Se resistía, no quería amarme. Ahora
tiene que hacerlo, porque nuestras almas son profundamente
semejantes». ¿Cómo podía saber que no se trataba de ella, sino
de la compleja psicología de Jung? Como dice Carl, recordando
cómo había transportado una vez de cuarto en cuarto a su
poderoso padre, entonces moribundo: «Ser fructífero significa,
en realidad, destruirse, porque con el auge de la generación
siguiente la anterior pasa de su punto culminante. Así pues ,
nuestros descendientes son nuestros enemigos más poderosos,
que no podemos superar, porque nos sobrevivirán, y por lo

[198]
tanto, sin posibilidad alguna en contrario, arrebatarán el poder
de nuestras debilitadas manos».
Carl necesitaba tomar distancia. No pasó una semana desde
que Emma diera a luz a su hija y ya se había marchado por dos
semanas en bicicleta por el norte de Italia con su amigo Wolf
Stockmayer, un médico de Múnich. Pero las cosas no resultaron
según los planes. Camino a casa pasaron una noche en Arona,
en el lago Maggiore, con la intención de bordear la ribera la
mañana siguiente, pasar de allí a Tesino y llegar a Faido, donde
pensaban tomar el tren para regresar a Zúrich. Pero esa noche
Jung tuvo un sueño que lo apartó completamente del camino
previsto. Se encontró en una «reunión de distinguidos personajes
de siglos anteriores» que conversaban en latín. Entre ellos había
un personaje de larga y rizada peluca que se dirigió a él y le hizo
una pregunta difícil. Carl entendía la pregunta, pero carecía de
un dominio suficiente del latín para poder responderla en ese
idioma. Despertó sobresaltado, sintiendo «tales y tan intensos
sentimientos de inferioridad sobre esa pregunta no contestada
que de inmediato tomé el tren a casa para volver al trabajo.
Me habría sido imposible continuar con el paseo en bicicleta
y perder otros tres días. Tenía que trabajar, hallar la respuesta».
Era lo mismo de siempre: un sueño que le retrotraía a la niñez
y a esas terribles sensaciones. El trabajo era la única solución.
El trabajo y el hogar. Emma debió sorprenderse al verle llegar
tres días antes. O quizás no. En esa época ya sabía cuánto la
necesitaba Carl para su estabilidad emocional. Probablemente
mejor que él mismo.

Ese mismo año, en marzo, Emma ya había asumido un papel más


directo en el trabajo de Carl. El Segundo Congreso Psicoanalítico
Internacional se iba a realizar el 30 y 31 de marzo en Núrem-
berg, pero el 8 de marzo Jung se marchó inesperadamente a

[199]
Norteamérica: su antiguo paciente Medill McCormick había
tenido una recaída, con episodios maniacos y todos los signos
de un nuevo colapso nervioso. La desesperada esposa de Medill
rogó a Jung que viajara a atenderlo. A Carl no le hacía falta
mucha persuasión, aunque la larga travesía marítima significaba
que tendría serias dificultades para llegar a Chicago y regresar
a tiempo para el congreso.
«Sebr Geehrter Herr Professor!», escribió Emma a Freud ese
mismo día desde Kusnacht, «le estoy escribiendo en nombre de mi
marido, que hoy se ha marchado urgentemente a Chicago, donde
su paciente McCormick está gravemente enfermo». Aseguró a
Freud que Jung llegaría a Núremberg el 29 de marzo, o el 30 a
las cinco de la mañana a más tardar, y, mientras, ¿podía preguntar
si a Freud le importaría ser el primer orador y qué título tendría
su conferencia? Todo esto en nombre de su marido, ejerciendo
el aspecto de sí que siempre había ejercido, ayudando a Carl tal
como había ayudado a su padre con sus cuentas y corresponden-
cia de negocios. Pero la carta continúa y menciona un artículo
sobre teoría de la neurosis y después aporta algunos elementos y
chismes acerca de alguien a quien Jung se había negado a invitar
al congreso. Emma estaba yendo más allá de su papel normal
y se comprometía activamente. Emergía. Con cautela. Volvió a
escribir el 16 de marzo, agradeciendo al Herr Professor su amable
carta y ofrecimiento de ayuda, diciendo que el asistente de su
marido, el doctor Honegger, estaba «ocupándose de los pacientes
y cuidando conmigo los asuntos de Núremberg; de otro modo
yo estaría un tanto nerviosa tratando de que todo resulte bien».
«¡Y no se me vaya a molestar ahora por mis bromas!», escribe
Jung a Freud al día siguiente desde el Gran Hotel Terminus
de París. «Ya habrá sabido por mi mujer que voy de camino
a Norteamérica. He arreglado todo para poder estar de regreso a
tiempo en Núremberg. Yodo lo demás está organizado para que
funcione automáticamente, es decir, con solo la ayuda de mi

[200]
mujer y la asistencia de Honegger, a quien he confiado mis
pacientes». Honegger era el mejor alumno y el asistente de Jung,
así que suponía que los pacientes quedaban en buenas manos.
Pero Freud estaba muy inquieto debido a tanta incertidumbre.
«Bleuler tampoco viene, y Jung está en Norteamérica, así que
tiemblo con solo pensar que no llega», escribe a Oscar Pfister,
otro del grupo de Zúrich que no podría asistir. «¿Qué sucederá
si me abandonan mis amigos de Zúrich?». Pero Jung llegó
a tiempo, habiendo rescatado una vez más a Medill de sus
urgencias autodestructivas, y después de haberlo perseguido
hasta Chattanooga, en Tennessee, y de vuelta. Y el congreso
también fue todo un éxito, se fundó la Asociación Psicoanalítica
Internacional, un paso clave para establecer la supremacía de la
escuela freudiana de psicoanálisis. Freud pudo anunciar entonces
durante el congreso, en un encuentro privado del grupo vienés
de analistas: «la mayoría de ustedes son judíos, y por lo tanto
incompetentes para aportar amigos a la nueva escuela. Los judíos
se deben contentar con el modesto papel de los que preparan
el terreno [...]. Los suizos nos van a salvar, me salvarán a mí y
también a todos ustedes».

Emma ya había estado con Freud dos veces en Viena y una vez
en Kusnacht. El hombre le gustaba y lo admiraba y le parecía
un aliado que entendía los dilemas que enfrentaba en su matri-
monio. Deseaba mantenerse en contacto por su cuenta con Herr
Professor. Así que cuando le contestó su carta sobre Núremberg,
le volvió a escribir, esta vez confiándole los temores que tenía
acerca del entusiasmo de su marido por Estados Unidos. Por un
tiempo la había preocupado que Carl quisiera emigrar, y, buena
suiza como era, la horrorizaba la mera idea. Pero ahora advertía
que «Norteamérica ya no le atrae tanto como antes, y esto me ha
quitado una piedra del corazón. Solo alcanza para satisfacer sus
deseos de viajes y aventuras, para nada más». Y en efecto, Jung

[201]
escribió a Freud que cuando llegó a casa le agradó encontrar
«muy bien a su mujer, a los niños y la casa, y gran cantidad de
trabajo por hacer».
Y en cuanto a Emma, no estaba dispuesta a renunciar al
placer, que ya había probado, de conectarse con el mundo nuevo
y excitante del psicoanálisis. Cuando empezaron los preparativos
del próximo congreso, el otoño siguiente, en Weimar, ya estaba
decidida a participar.
Desde este momento reemplazó a su marido cada vez que
este debía viajar y Jung, al parecer, se ausentaba más y más.
En abril estuvo en Berlín, después dos días en casa antes de
ir a Stuttgart al encuentro anual de la Sociedad Alemana de
Psiquiatría. Al regresar de allí «trabajó como loco» hasta julio,
momento en que se tomó dos semanas de vacaciones navegando
en el lago Constanza, el Bodensee, con su propio bote, que hizo
enviar antes, enseguida tuvo las tres semanas de servicio militar y
más tarde un viaje breve a Londres para una reunión de consulta
a comienzos de septiembre, y así llegó a 1911 «moviéndose de un
lado a otro como un poseído», según confesó a Freud. En esos
días Honegger se fue a trabajar a otro asilo y provocó uno de
los estallidos de furia de Carl: «¿Cómo me puede hacer esto a
mí?». Emma tuvo que intervenir una vez más.

Un descanso llegó con las vacaciones anuales de primavera. Esta


vez pagaron una gira de dieciséis días en automóvil con chófer
por el sur de Francia, alojando en los hoteles más elegantes.
Estas vacaciones fueron siempre el mejor de los tiempos para
Emma y Carl, que compartían entonces su gusto por los viajes,
por la historia y los libros.
A comienzos de julio una ola de calor golpeó el continente
y duró todo el verano y hasta septiembre. La gente caminaba
en Zúrich a la sombra de los nogales, las mujeres con vestidos

[202]
blancos de algodón que dejaban ver los tobillos, los zapatos y las
medias, con amplios sombreros de paja y sombrillas, los hombres
solo con camisa de cuello abierto y chaleco, vestimenta que solía
usarse únicamente en los juegos de bolos. El calor alteró toda
la atmósfera de la ciudad: los jardines de Wirtschaften estaban
siempre colmados, había camareras de larga falda y delantal
blanco almidonado llevando jarras de cerveza Hiúrlimann de
mesa en mesa, las riberas y playas del lago bullían de gente.
Parece que en Winterthur se acabó la provisión de limonada
durante la Cantonal Gymnastics Fest. Al atardecer la gente se
paseaba a lo largo de los quais hasta que disminuía notoriamente
la luz, escuchando las bandas militares en los kioscos.
Sin embargo, el calor no detuvo a los antimilitaristas ni a
sus manifestaciones ante la embajada de Italia contra la guerra
con Turquía, y unos cuantos comunistas y anarquistas decían al
gentío que se trataba de una guerra imperialista de los italianos
ayudados por los piratas colonialistas ingleses y los poderes
financieros de Francia. «Italia tiene derecho a un lugar al sol
como cualquier otra nación», respondía Benito Mussolini, el
agresivo y joven editor de Avanti!, presente en la muchedumbre.
Y la policía de la ciudad debía acudir a calmar las cosas,
En la mañana del 16 de septiembre Jung tomó el barco
de Kusnacht al muelle de Bellvue y allí el tranvía a la Estación
Central para reunirse con Freud que llegaba de Bolzano, donde
había pasado sus vacaciones anuales de verano junto con Martha
y la familia. Jung le había invitado un día antes, pero Freud
respondió que eso era «imposible, tal como lo había sido los
últimos veinticinco años»: era la fecha del aniversario de su
matrimonio con Martha. Finalmente, Freud se quedó cuatro
días con los Jung y después partieron todos juntos al congreso
de Weimar. Emma, feliz con la visita de Freud, se aseguró de que
el cuarto del segundo piso con vista al lago estuviera bellamente

[203]
preparado para su famoso invitado: fina ropa de cama, una mesa
de trabajo, decoración con flores, muchos libros.
Los días en Zúrich estuvieron colmados de actividad, como
recuerda Ernest Jones, que venía llegando de Toronto: «Hubo,
por supuesto, seminarios, visitantes y recepciones, así que de
ningún modo fueron unas meras vacaciones. Putnam, que alojaba
en Zúrich, no en Kusnacht, participó en todas las actividades».
Parece que Freud se hizo tiempo en esa abigarrada agenda para
dar a Putnam, su nuevo amigo de Norteamérica, seis horas de
análisis. También se dio tiempo para pasar una mañana solo con
Emma mientras Carl se ocupaba de otros asuntos. Hablaron
especialmente sobre la familia. Está claro, según cartas poste-
riores, que Emma confió a Freud algunos de los dilemas de su
vida, viendo en Herr Professor algo de figura paternal, quizás un
sustituto de su propio padre, que la había decepcionado tanto.
Freud, por su parte, confió a Emma más sobre su vida privada
que a casi nadie más, confesando que su relación con Martha
estaba, como dijo, «amortizada», seguramente respondiendo a
las revelaciones de Emma sobre las dificultades de su propio
matrimonio. Pero esto revela también lo relajado que se sentía
Freud en presencia de esta joven «encantadora, inteligente y
ambiciosa», según la describió más tarde a Jung. ¿Encantadora?
¿Inteligente? ¿Ambiciosa? Emma, modesta, no se veía reflejada
en esas palabras.
La conversación continuó mientras viajaban juntos a
Weimar, con Emma por primera vez incluida en el entusiasta
grupo de Freud, Ernest Jones y James Putnam, aunque se situaba
enseguida en un segundo plano no bien Carl marcaba presencia.
Les estaba contando, con su habitual energía y regocijo, acerca
de un congreso pedagógico al que había asistido en Bruselas y
donde habló sobre psicoanálisis de niños, un tema provocador,
en cualquier caso. Y cuando había enunciado sus bombásticas
teorías, unas cuantas personas abandonaron la sala murmurando:

[204]
«Oh, cest un homme odieux!» —es un hombre odioso— y «Vous
avez déchainé un orage» —habéis desencadenado una tormenta—.
No pudo ser mejor. Después del congreso de Bruselas, y con
ánimo triunfante, había recogido a Emma en Kusnacht y paseado
con ella por las montañas de las tierras altas de Berna. Y ahora
atravesaban la campiña alemana a casi cuarenta kilómetros por
hora con el tren arrojando vapor camino de Weimar. La vida,
al parecer, estaba cobrando mejor aspecto para Emma.
La muy formal fotografía que se hizo a los asistentes al
Tercer Congreso Psicoanalítico Internacional en septiem-
bre de 1911, en los escalones del Erbprinz Hotel de Weimar,
marca un momento importante en la historia del movimiento
psicoanalítico temprano y un momento clave en la vida de
Emma. Allí está, sentada en la primera fila, elegante con su traje
oscuro de dos piezas, de cuello alto y falda larga, notablemente
esbelta a pesar de sus cuatro hijos, con las manos en el regazo,
compuesta, peinada con elegancia sin nada extravagante, una
ligera sonrisa en los labios, mirando directamente a la cámara,
atractiva y alerta, complacida por ser parte del grupo. A su
lado, en la primera fila, están sentadas otras mujeres, las inde-
pendientes que Emma había envidiado hasta poco antes. Casi
todas son del grupo de Zúrich, pues Viena tardó bastante en
aceptar mujeres en estas actividades. Al extremo izquierdo de
la fila está sentada Maria Moltzer, enfermera del Burghólzli y
otra de las admiradoras de Carl; dos escalones más abajo, Lou
Andreas-Salomé, de Alemania, que despliega una flameante
estola de piel a pesar del clima cálido; junto a ella, con Emma al
otro lado, está Beatrice Hinkle, de Nueva York, con un elegante
traje de dos piezas, cuello abierto y puños de piel; al otro lado
de Emma hay una señora de Berlín, junto a la cual está Antonia
Wolff, una joven que hasta poco antes era paciente de Carl, que
parece asustada e insegura con un traje más bien infantil y el
pelo rizado. La última es Martha Boeddinghaus, una más de las

[205]
admiradoras de Carl. Falta notoriamente Fráulein Spielrein, que
había dado sus exámenes finales en enero y los había aprobado
con máxima distinción. No pudo decidir si asistir o no, sintiendo
que Herr Doktor verdaderamente no la había alentado para que
lo hiciera. Sin duda un alivio para Emma.
«Está vez habrá una conspicua representación del elemento
femenino de Zúrich», había escrito Jung a Freud el 29 de agosto
de 1911: «la enfermera Moltzer, la doctora Hinkle-Eastwick
(un encanto norteamericano), Frl. Spielrein (¡!) y un nuevo des-
cubrimiento, Frl. Antonia Wolff, un notable intelecto con una
percepción excelente para la religión y la filosofía, y finalmente pero
no menos importante, mi mujer». El «finalmente pero no menos
importante» estaba escrito en inglés, todo lo demás en alemán.
«Querido amigo», respondió Freud, «nosotros los vieneses
nada tenemos que se pueda comparar con las encantadoras
señoras que usted trae desde Zúrich». Y agrega: «Me alegro de
poder recibirle y también a su querida esposa, a quien conozco
muy bien por su capacidad para resolver enigmas desde la
oscuridad; aprovecho para informarle que mi trabajo de estas
últimas semanas ha sido sobre el mismo tema que el de usted,
indagar en el origen de la religión». La referencia a Emma
como capaz de resolver enigmas es en realidad un elogio del
viejo brujo del psicoanálisis y se refiere a un comentario que
Jung hizo sobre la manera enigmática de expresarse de Freud:
«junto con mi mujer he tratado de despejar el sentido de sus
palabras». Pero Freud, inteligente, de seguro estaba aludiendo
también de un modo más general a ese talento de Emma, sabedor
como era de cuánta capacidad de resolver acertijos implicaba
la vida con Jung.
Detrás de las mujeres, en la primera fila de la fotografía, y
alrededor de ellas, está la mayor parte de los miembros masculinos
de la escuela freudiana de psicoanálisis tal como se encon-
traba en 1911: el profesor Eugen Bleuler, Ludwig Binswanger

[206]
y Franz Riklin, Alphonse Maeder, Adolf Keller, Oscar Pfister,
todos de Zúrich; y Otto Rank, Wilhelm Stekel, Paul Federn e
Isidor Sadger, de Viena; Sandor Ferenczi, de Budapest; Ernest
Jones, de Toronto, originalmente de Gales; Max Eitingon, Karl
Abraham, Leonard Seif y uno o dos alemanes más, y finalmente
los norteamericanos: Abraham Brill yJames J. Putnam. Todos
vestían traje oscuro de tres piezas, camisa de cuello tieso, corbata
o corbatín y mostraban la cadena de oro de los relojes de bol-
sillo. Eran más de cuarenta en total y todos rodeaban a los dos
principales partícipes: Herr Professor Freud y Herr Doktor Jung.
Las personas están muy bien distribuidas en la fotografía, que
es un buen ejemplo temprano de manejo comunicacional: Jung,
el único que exhibe una estilizada corbata de seda, de pie detrás
de Emma, inclinado hacia adelante, con los brazos apoyados en
el respaldo del asiento de ella y por lo tanto minimizando su
gran volumen y estatura; Freud, junto a él, muy formal de frac,
viéndose bastante más alto gracias a un oculto taburete, impone
su presencia al grupo y hace que Ferenczi, que está junto a él y
era de su mismo tamaño, se vea minúsculo a su lado.
Emma pasó los dos días del congreso escuchando con gran
interés al profesor Putnam de Boston («Sobre la significación
de la filosofía para el desarrollo del psicoanálisis»), al profesor
Bleuler de Zúrich («Sobre la teoría del autismo»), al Dr. Abra-
ham de Berlín («El fundamento psicosexual de los estados de
depresión y exaltación»), a Sandor Ferenczi de Budapest («Sobre
la homosexualidad»), al profesor Freud de Viena («PostScript
al análisis de Schreiber») y a su propio marido («Contribución
al simbolismo») y a varios más. Conocía a la mayoría de los
intervinientes por el Burghólzli o por las visitas que habían
hecho a Seestrasse. Por ejemplo, cuando el profesor Putnam
vino de Boston a visitarles, Jung le fue a buscar a su hotel en
Zúrich y lo trajo a cenar a casa para que conociera a Emma y a
los niños. Y pensar que pudo haberse casado con un hombre de

[207]
negocios de Schaffhausen y comer kaffee kuchen con sus mujeres
y atender y conversar por las tardes con aburridos empresarios.
Emma, además, conoció a Beatrice Hinkle, la «encantadora
norteamericana». Era exactamente la clase de mujer que le
gustaba. Sentadas como estaban una junto a la otra en la primera
fila de aquella fotografía resulta fácil apreciar por qué: cada una
exhibe una elegancia serena y sobria, son dos mujeres inteli-
gentes en compañía de algunos de los pensadores más audaces
de la época. Emma descubrió que tenía mucho que aprender
de Hinkle, una feminista de las primeras. Tal como Emma,
provenía de una familia acaudalada, pero, al revés de Emma,
le habían permitido completar su educación y había estudiado
medicina en el Cooper Medical College de San Francisco. En
1892 se había casado con el abogado Walter S. Hinkle y en
1899 había obtenido el doctorado con una tesis titulada «La
enuresis en los niños». En 1905 la nombraron médico de la
ciudad de San Francisco, la primera mujer que fue titular de un
cargo público en los Estados Unidos. Más tarde, ya en Nueva
York, creó la primera clínica terapéutica del país. En 1909 viajó
a Viena a estudiar con Freud, pero al poco tiempo se pasó a
Jung, porque las rígidas teorías sexuales de Freud —machistas
en su opinión— le parecieron difíciles de aceptar. Y ahora estaba
en Weimar, participando activamente en todas las discusiones
y, durante los recesos, difundiendo avanzadas ideas acerca del
lugar de la mujer en la sociedad. Así que, con el congreso y las
ideas feministas, Emma regresó a casa algo mareada pero con
una nueva confianza y seguridad.
Después de Weimar, Jung de inmediato salió para St. Gallen
a tres semanas de servicio militar, y Emma llevó a los niños
donde su madre, a Schaffhausen. El 30 de octubre, con su nueva
confianza, hizo algo extraordinario. Escribió a Herr Professor
Freud mientras Carl estaba lejos y sin decirlo a él. Durante los
cuatro días de la visita de Freud a Kusnacht, y por bajo la amistosa

[208]
colaboración en Weimar, había detectado cierta incomodidad
entre los dos hombres. Carl había enviado antes a Freud la
primera parte de lo que estaba escribiendo, que se publicaría
más tarde con el título de Transformaciones y símbolos de la libido,
y esperaba ansiosamente la reacción de Freud, a sabiendas de
que las ideas que allí expresaba no serían de su agrado.
«Querido profesor Freud», comienza Emma,

de verdad no sé cómo, finalmente, tengo valor para escribirle


esta carta, pero estoy segura de que no es por presunción.
Estoy siguiendo, más bien, la voz de mi inconsciente, el cual
muy a menudo me ha parecido que tiene razón y espero
que no me extravíe en esta ocasión. Desde su visita me ha
atormentado la idea de que su relación con mi marido no es
la que debiera ser y como creo que, definitivamente, no debe
ser así, haré todo lo que esté en mi mano para mejorarla.
No sé si me estoy engañando cuando pienso que usted no
está completamente de acuerdo con Las transformaciones
de la libido. Usted no ha dicho absolutamente nada y sin
embargo me parece que a los dos les haría mucho bien
sentarse y discutir a fondo el asunto.

Es una carta extraordinaria, valiente y quizás un poco tajante.


¿Qué habría dicho Carl si la hubiera conocido? La carta muestra
cuánto había absorbido Emma del lenguaje y métodos del
psicoanálisis. Habla de «la voz de mi inconsciente» porque ha
advertido un quiebre incipiente entre los dos hombres. Emma
la apaciguadora, Emma la defensora de su marido.
«¿O se trata de algo distinto?», arriesga, y quizás se refiere a
la admisión de Freud de que su matrimonio está «amortizado»
y también a su preocupación por sus hijos:

Si es así, por favor dígame qué, querido Herr Professor,


porque no soporto verle tan resignado e incluso creo que

[209]
su resignación no solo se relaciona con sus hijos verdaderos
(me impresionó mucho oírle hablar de ellos), sino también
de sus hijos espirituales; de otro modo tendría usted muy
pocas razones para estar resignado. Por favor no considere
- mis acciones como las de una entrometida y obsecuente y
no me vaya a contar entre las mujeres que, como me dijo
una vez, siempre echan a perder la amistad. Mi marido,
por cierto, nada sabe de esta carta, y le ruego que no lo
responsabilice por ella ni le atribuya ningún asunto des-
agradable que pueda deducir en él debido a mis palabras.
Espero, sin embargo, que no se enfade con su admiradora,
Emma Jung

El mismo día, Carl envió a Freud una postal desde las barracas
militares de St. Gallen. Los últimos diez días le habían agotado
por completo, decía, ya que de pronto lo habían elegido para un
ejercicio de montaña que lo desconectó enteramente del resto
de la humanidad. Regresaría a casa desde esas brutalidades al
día siguiente. «Me alegro que vuelva usted a casa y deje de jugar
a los soldados, lo que, al cabo, es una ocupación muy tonta»,
contestó Freud, que nunca mencionó la carta de Emma. Ni que
la había contestado.
«Mi querido profesor Freud», contesta Emma, es posible
que escondida en su cuarto para que Carl no supiera lo que
estaba haciendo. La carta de Freud se ha perdido, pero no resulta
difícil deducir lo que contenía. «Su amable y bonita carta ha
tranquilizado mis dudas y mi ansiedad, porque temía haber
hecho algo estúpido. Ahora estoy muy contenta y le agradezco
de todo corazón la amistosa recepción de mi carta y en especial
la buena voluntad que muestra con todos nosotros». Freud puede
que haya protestado que verdaderamente no estaba resignado,
como ella decía, ni a la defensiva, pero Emma no estaba dis-
puesta a aceptarlo: él ni siquiera les habría dejado compadecerle

[210]
por un dolor de muelas, le señala, versada como estaba ahora
en represiones, proyecciones, resistencias, el inconsciente y
tantas otras cosas. Le explicó, también, por qué mencionaba
«símbolos»: porque sabía con cuánta ansiedad esperaba Carl la
opinión de Herr Professor, ya le había oído decir varias veces
que estaba seguro «que usted no aprobaría su escrito» y, por lo
tanto «esperaba con cierta inquietud». Emma reconocía que se
trataba de un residuo del complejo de padre (o madre) de Carl,
lo cual quizás se resolvía en el libro, «porque Carl, en realidad,
si cree que algo es correcto no tendría ninguna necesidad de
inquietarse por la opinión de nadie». Y no contenta con dejar
cosas pendientes, recordó a Freud la conversación de aquella
primera mañana cuando él le habló de su familia: «Usted me dijo
que hacía tiempo que su matrimonio estaba “amortizado”yque
ahora no había más que hacer, excepto morir. Y que los niños
crecían y entonces se convertían en una verdadera molestia, y que
sin embargo eso era la única alegría verdadera». Ese comentario
le había parecido tan significativo que lo pensaba una y otra vez.
Prefería imaginar que era para ella sola y no para Carl, porque
era probable que los comentarios de Herr Professor se refirieran
«simbólicamente» al mismo tiempo a su marido.
Y continuó, atrevidamente, sin pensar en la probable reacción
del venerable viejo que era, al cabo, el fundador de la escuela
vienesa de psicoanálisis. Esto resulta tan distinto, tan ajeno a
lo que hacía Emma, normalmente tan reservada, que indicaría
que la excitante experiencia de Weimar la había desenfocado
temporalmente: «Le quería preguntar si está seguro de que
a sus hijos no los ayudaría el análisis. Es evidente que no se
puede ser hijo de un gran hombre impunemente, sobre todo si
se considera los problemas que se tienen para liberarse de un
padre ordinario. ¡Y cuando este distinguido padre posee una
veta de paternalismo como usted mismo dice!»
Y siguió adelante, tomando vuelo: «Dice usted que no tiene
tiempo para analizar los sueños de sus hijos porque debe ganar

[211]
dinero para que puedan seguir soñando. ¿Le parece correcta
esta actitud? Preferiría pensar que uno no debiera soñar nada,
que uno debiera vivir». Toda una afirmación extraordinaria
hecha al padre del psicoanálisis. Y vuelve al tema de su propia
vida: «También he descubierto con Carl que el imperativo
“ganar dinero” solo es una evasión de algo distinto a lo que
tiene resistencias». Cómo se esfuerza por tratar de entender, de
explicárselo todo a sí misma. «Por favor perdóneme el candor,
puede que le parezca atrevida; pero esto perturba la imagen
que tengo de usted, porque no consigo armonizarla con el otro
costado de su naturaleza y esto me importa tanto». Puede que la
joven suiza protestante malentendiera los peculiares comentarios
del profesor judío vienés sobre sus hijos, pero sí que empezaba
a comprender a su marido suizo.
«Puede imaginar cuán feliz y honrada me siento por la
confianza que usted tiene en Carl, pero casi me parece que a
veces estuviera usted dando demasiado. ¿Acaso no ve en él al
seguidor y al discípulo que cumple más allá de lo que usted
necesita?». Y continúa, sin reparar que está yendo demasiado
lejos: «¿Acaso uno no suele dar mucho porque quiere retener
mucho? ¿Por qué está pensando en renunciar en vez de disfrutar
de su bien ganada fama y éxito? ¿Será por miedo a dejar escapar
el momento adecuado? Esto, con seguridad, jamás le sucederá a
usted. Después de todo, no es usted tan viejo como para hablar
hoy del “camino de la regresión”. ¡Y qué decir de todas esas ideas
espléndidas y fructíferas que tiene en mente! Por lo demás, el
hombre que ha descubierto la fuente viva del ps.A. [psicoanálisis]
—¿0 no cree serlo?— no envejecerá tan velozmente».
Y termina con una floritura final: «Y no piense en Carl con
sentimientos de padre — “él crecerá, pero yo debo menguar”—,
pero más bien como un ser humano piensa de otro, que tal como
usted, también tiene su propia ley que cumplir. No se enfade
conmigo. Con amor y veneración, Emma Jung».

[212]
Cuando Freud escribió a Jung el 12 de noviembre no dejó
de elogiar las Transformaciones y símbolos de la libido, pero agregó:
«A veces tengo la sensación de que el cristianismo le ha angos-
tado demasiado el horizonte». Tampoco mencionó esta vez la
carta de Emma, se limitó a enviar un «saludo cordial a su mujer
e hijos». Pero ya había tenido suficiente.
«Mi carta verdaderamente le ha disgustado, ¿verdad>»,
escribió Emma a Freud el 14 de noviembre:

A mí también. Y ahora ya estoy curada de mi megaloma-


nía y me pregunto por qué diablos el inconsciente tenía
que convertir en víctima de esta locura precisamente a
usted. Y aquí debo confesar, con cierta reticencia, que
usted tiene razón: mi última carta, especialmente su tono,
estaba dirigida en realidad a la imago de padre, la cual, por
supuesto, se debe enfrentar sin temor. Esa idea jamás se me
ocurrió. Creí que, conociendo el aspecto de transferencia
de mi actitud filial hacia usted, todo estaría muy claro y
no me haría ningún daño. Después de pensar tanto antes
de escribirle y haber comprendido enteramente, eso creo,
mis propios motivos, el inconsciente me ha vuelto a hacer
una mala jugada y con especial delicadeza: porque puede
imaginar usted lo encantada que estoy por haber hecho
la tonta ante usted. Solo puedo rezar y esperar que no me
juzgue con demasiada severidad.

Otra vez se ha perdido la respuesta de Freud, pero la de Emma


deja muy en claro lo aguda que fue. Sin embargo, deseaba
defenderse vigorosamente de una sola cosa: de la reacción de
Herr Professor, como dice, a sus «amables quejas». Ella no
había insinuado, protestaba, que Carl no debiera considerar
la opinión de Freud, no hacía falta aclarar que respetaban la
autoridad. Sucedía que su marido estaba tan ansioso e inseguro,
que le había parecido superfluo precisarlo. Pero ahora veía que

[213]
lo había interpretado mal: Carl no estaba inquieto por lo que
Freud pudiera decirle, estaba analizando su actitud ante la obra
del maestro y descubriendo que había en él algunas resistencias
a esa obra. La inquietud acerca de Freud solo era, en realidad,
un pretexto para no continuar con el análisis de sí mismo. Y ella
advertía ahora que había proyectado algo «de mi vecindario
inmediato hacia la distante Viena y la horrorizaba que siempre
fuera lo más cercano lo que peor se ve».
«Usted también ha interpretado completamente mal mi
intromisión (que confesé que nadie había autorizado) en sus
asuntos familiares», continúa, mostrando que está muy dispuesta
a defenderse:

Es verdad que no quise arrojar una sombra sobre sus hijos.


Sé que están creciendo muy bien y nunca lo he dudado en lo
más mínimo. Espero que no crea seriamente que quise decir
que «estaban condenados a ser unos degenerados». Nada
he escrito que ni remotamente pueda significar algo así. Sé
que se trata de enfermedades de tipo físico y solo deseaba
plantear la pregunta de si esos síntomas físicos no estarían
de alguna manera psíquicamente condicionados y hubie-
ran, por ejemplo, disminuido su capacidad de resistencia.
Como en este sentido he hecho algunos descubrimientos
asombrosos en mí misma y no me considero excesivamente
degenerada ni notoriamente histérica, creo que fenómenos
semejantes son posibles también en otras personas. Le
quedaré muy agradecida si me ilustra al respecto.

Esta es la mejor Emma: lúcida, honesta, abierta y asertiva.


Continúa:

Le agradezco de todo corazón que crea usted que vale la


pena conversar conmigo sus asuntos más personales. Lo que
me dice parece tan convincente que solo me cabe creerlo,

[214]
aunque haya mucho en mi interior que se rebele contra
ello. Pero tengo que admitir que usted tiene la experiencia
y yo no, y en consecuencia soy incapaz de replicarle de
manera convincente. Y tiene usted toda la razón en una
cosa, sin embargo: a pesar de todo y de todos, todo este
asunto solo es una bendición bajo un disfraz torpe que le
ruego perdonarme. Por favor no escriba nada sobre todo
esto a Carl; las cosas ya están bastante mal conmigo.
Emma Jung

Nadie habría imaginado que las cosas le iban «bastante mal» a


Emma. Era tan generosa con su marido que no había señales de
la lucha en su interior. Hasta que tuvo que explicarse a Freud.
Freud le contestó pronto y simpáticamente. «Gracias de
corazón por su carta», le respondió ella el 24 de noviembre
de 1911:

Por favor no se preocupe. No siempre estoy tan abatida como


en mi última carta. Temía que se hubiera enfadado conmigo
o formado una mala opinión de mí. Eso me desalentó tanto,
especialmente porque tocaba mi complejo principal. Por
lo general estoy muy de acuerdo con mi destino y veo con
claridad la suerte que tengo, pero de vez en cuando me
atormenta el conflicto sobre cómo voy a sostener el mío
ante el de Carl. Encuentro que no tengo amigos, que todas
las personas que se relacionan con nosotros en realidad solo
quieren ver a Carl, a excepción de unas cuantas aburridas
y nada interesantes. Y, naturalmente, todas las mujeres se
enamoran de él, y yo, con los hombres, de inmediato quedo
fuera de circulación como la esposa del padre o el amigo.

Y allí está el dilema de Emma en pocas palabras, expresado con


valerosa honestidad, o, más exactamente, sus diversos dilemas
conectados, todos, con el dilema central: Carl.

[215]
Sí, necesito mucho a la gente y Carl también dice que
debo cesar de concentrarme exclusivamente en él y los
niños. ¿Pero qué diablos voy a hacer? Ya es muy difícil,
por mi fuerte tendencia al autoerotismo, pero también,
objetivamente, es difícil porque nunca voy a poder com-
petir verdaderamente con Carl. Y para destacar esto suelo
hablar aún más estúpidamente cuando estoy en un grupo.
Hago todo lo posible para lograr transferencias y termino
siempre deprimida si no me resultan como deseo. Ahora
podrá comprender mejor por qué me sentía tan mal con la
mera idea de que hubiera perdido su afecto y que también
temiera que Carl notara algo. En todo caso, ahora ya
sabe de las cartas. Se quedó asombrado al ver una de sus
cartas dirigidas a mí. Pero le he revelado poquísimo de su
contenido. ¿Me aconsejará usted, querido Herr Professor?
¿Y me dará una buena reprimenda, no muy grande, si hace
falta? Siempre le agradezco tanto su amistad.
Con mucho afecto para usted y los suyos,
Emma Jung

Es de imaginar la sorpresa de Carl cuando halló una carta


manuscrita de Freud en la mesa del salón una mañana, una
carta dirigida a su mujer y no a él. La correspondencia privada
de Emma con Herr Professor Freud cesó de inmediato.

[216]
10
Un año difícil

1912 fue un año difícil en la casa de los Jung. Acechaba una


crisis, provocada por la ruptura de Carl con Freud. Emma la
había presentido, pero no tenía idea de que pudiera ser tan grave
ni la menor idea de que pudiera llevar a su marido al borde de
un completo colapso emocional.
También fue un año difícil para Zúrich, plagado de una serie
de huelgas que interrumpieron el habitual modo de vida, pacífico
y ordenado, de sus gentes. El Veue Zuúrcher Zeitung informó
que a la huelga de la fábrica de automóviles de Schlieren siguió
rápidamente otra en la empresa Gauger, en la Unterstrasse. La
policía intervino para proteger a los rompehuelgas. El periódico
decía que eran buenos padres de familia y que les golpeaban
cuando se dirigían al trabajo. Terminaron recurriendo a los
militares. Hirieron de muerte a un huelguista durante los dis-
turbios, y su funeral, el 24 de abril, fue una ocasión de ruidosas
manifestaciones. Los líderes de la huelga acusaron a los militares
de ser «lacayos del capitalismo». Activistas y revolucionarios,
algunos de Rusia y Alemania, exhortaban a los manifestantes
a que cesaran de trabajar, «pues es la única manera de que los
capitalistas reconozcan que el trabajo os pertenece». La gente
marchaba por las calles, ondeaban las banderas, se distribuían
carteles: «¡Abajo los militares! ¡Soldados suizos no disparéis
contra vuestros hermanos! ¡Viva la revolución internacional!».
En Zúrich había sesenta mil trabajadores extranjeros, alemanes,
austriacos, checos, italianos, la mayoría antimilitaristas. La
generación joven de la comunidad judía de lengua yiddish se
unió a las protestas mientras sus mayores seguían trabajando
día y noche en pequeños talleres haciendo botones, cintas y
accesorios para la industria vestimentaria. Hubo caos, sabotajes,
y en Ausser Sihl, el distrito «rojo», de trabajadores, hallaron un
taller donde fabricaban bombas y había una buena cantidad de
latas, nitroglicerina y mechas.
Ni a Emma ni a Carl les interesaba especialmente la política,
pero esto era chocante. La guerra de clases parecía ingresar a
un nuevo territorio: no solo los anarquistas y revolucionarios
provocaban intranquilidad, sino también los socialdemócratas
más normales. Y esto resultaba todavía más extraño, ya que las
páginas financieras de los periódicos mostraban que todo lo
demás parecía andar muy bien: millones se invertían en bonos y
acciones, crecía exponencialmente el tráfico de cartas, telegramas
y llamadas telefónicas. Un vistazo a la propaganda en la prensa
indicaba que se podía comprar cualquier cosa en Zúrich: la nueva
estilográfica norteamericana Waterman, cerveza de Baviera,
tés de la India directamente de la tienda de departamentos
Fortnum $ Mason de Londres. Más de tres mil suizos poseían
un automóvil (la mayoría en Zúrich). El comercio prosperaba
gracias a la eficiencia del nuevo sistema de ferrocarriles, llegaba
trigo de Rusia y toda suerte de maquinarias desde Norteamérica.
Y en casa la industria relojera, las fábricas de chocolate, los
negocios de bordado y encajes, el turismo y los hoteles [...] todo
bullía y prosperaba. Agregaba a esto el hecho, reconocido, que
Suiza contaba con los mejores sanatorios y ofrecía refugio a los
que huían de la represión política y la intolerancia religiosa, y

[218]
resultaba Helvecia, orgullosa e independiente. Los burgueses
tenían sus derechos, podían leer y escribir, no se los golpeaba ni
ahorcaba, elegían sus administradores, y se podían casar cuando
quisieran. A Carl le divertía notar que una palabra nueva había
ingresado al vocabulario, psicoanálisis, aunque no todo el mundo
conocía su significado y ni siquiera cómo deletrearla.
En enero de 1912, un mes desacostumbradamente templado,
con claros cielos azules, los ciudadanos de Zúrich descubrieron
el psicoanálisis. Carl se vio obligado a enfrentar al público y
defenderlo en las páginas del Neue Zúrcher Zeitung. Escribió a
Freud que en Zúrich había «poderosos rumores sobre el Psi-
co-Análisis. El Keplerbund está patrocinando una conferencia
pública contra esta abominación. ¡Y surgen manifestaciones de
protesta!». En la edición vespertina del 5 de enero, entre artículos
sobre la invención de la plancha eléctrica, la calefacción central,
la máquina de escribir y la última locura por los deportes de
invierno —que eran «solo para ingleses e inglesas y para nuestros
ricos que desearan imitarlos»—, venía un virulento ataque contra
este «Psico-Análisis», que pretendía ser científico, pero solo
consistía en dudosas hipótesis. Se difundían rumores acerca de
extrañas iniciativas y una moral muy laxa. «Zúrich hierve y se
agita», escribe Jung. «El psicoanálisis es el tema de la ciudad.
Se puede observar lo enervante que puede resultar la gente [...].
Estas personas son alimañas que tapan la luz». Necesitaba un
descanso. A fines de marzo se fue a Lugano por una semana.
Emma se reunió con él y viajaron juntos por el norte de Italia.
Emma llegó a una ciudad boyante cuando aquel verano fue
en barco a la ciudad a verse con Marguerite: la moda femenina
era más moderna, los corsés menos apretados, las faldas, más
cortas, dejaban ver los tobillos. Algunas señoras hasta andaban
ahora en bicicleta, desafiando el tránsito y el peligro de que las
ruedas tropezaran con los rieles de los tranvías. Las herma-
nas, como siempre, visitaron la casa de modas Grieder, en la

[219]
Bahnhofstrasse, con su maravillosa variedad de sedas y finos
algodones, bordados, encajes y cintas que les mostraban sobre
mesones de madera unas muy amables asistentes. Un poco
más allá en la misma calle estaban las nuevas agencias de viaje,
que ofrecían exóticos destinos. Marguerite y Ernest eran muy
aficionados a viajar y a veces Emma les acompañaba en los
más breves cuando Carl estaba demasiado ocupado o distraído
para moverse. Después de las compras, las hermanas podían
sentarse en la terraza del hotel Baur-au-Lac o, si el tiempo era
inclemente, en alguno de los elegantes cafés —el Springli o el
Wiener— a tomar café con un trozo de Schwartzwalder Torte
o milhojas, como dos mujeres jóvenes de aspecto elegante, con
sombrero y guantes, que hablaban de sus hijos y sus maridos.
También podían hojear los periódicos y conversar sobre
el deterioro de la situación internacional: había problemas
en los Balcanes, Francia quería recuperar Alsacia y Lorena,
los alemanes deseaban una flota mayor que compitiera con la
británica, los socialistas querían liberarse de las monarquías.
Uno de cada cinco trabajadores de Zúrich era alemán, y no
faltaba quien advirtiera que el descontento social no estaba
todavía muy lejos de la superficie. El 12 de julio hubo una
huelga general. Los padres de la ciudad culparon a esos «otros
alemanes»: a los activistas, socialistas y anarquistas de Berlín
que venían a molestar a Zúrich porque no podían hacerlo en
el Reich. Las tiendas volvieron a bajar las persianas cuando los
huelguistas recorrieron las calles agitando banderas y gritando
consignas por megáfonos camino de la Volkshaus, donde se
organizó una gran manifestación. Los pequeños propietarios
de Forch, que bajaban del cerro en sus carretas de madera para
la feria semanal, recibieron la orden de regresar por donde
habían venido. Hubo que reforzar nuevamente la policía de la
ciudad con los militares del cantón. Los batallones 62, 64 y 67
montaron guardia frente al municipio con los rifles preparados.

[220]
Pero se podía notar que no tenían el corazón puesto en ello: la
mayoría eran hijos de granjeros locales o de trabajadores de las
fábricas. Hubo varios detenidos, entre ellos Fritz Brupbacher,
el médico proto-comunista y conocido socio de los «agentes
provocadores» rusos. La huelga terminó oficialmente el 13
de julio, pero el 15, después de otra manifestación fuera de la
Tonhalle, se despidió o privó del sueldo a más de setecientos
trabajadores. Invocando una legislación de emergencia, que
se aprobó el 18 de julio con efectos inmediatos, deportaron a
algunos miembros alemanes de los sindicatos.
Entonces todo volvió a la normalidad. El Veue Zircher
Zeitung informó que un domingo soleado una gran multitud
se había reunido en Sihl Tal para observar la presentación del
glamoroso piloto Maffei, a quien le gustaba llevar la gorra con
la visera hacia atrás. Los rostros miraban hacia el cielo mientras
el hombre describía círculos en la altura, antes de aterrizar a
los saltos en el césped. Los organizadores tuvieron que cerrar
una zona con cuerdas para evitar que los espectadores se fueran
encima de Maffei, que posó junto a su máquina sonriendo a las
cámaras. Otras fotografías mostraban a padres e hijos pequeños
contemplando asombrados el aeroplano mientras madres e hijas
permanecían sentadas en mantas no muy lejos. Los puestos que
vendían bratwurst hacían su agosto y había cerveza para los
hombres, jugo de manzana y limonada para las mujeres y los
niños. Más tarde Maffei volvió a subir a su máquina voladora,
volvió a ponerse la gorra de esa manera peculiar, su asistente
puso en marcha la hélice y la máquina tropezó y saltó unos
metros por el pasto antes de alzarse no muy segura por el aire
y girar en dirección a Leimbach con la bandera rojo y blanco
de Suiza flameando alegremente.
En septiembre hubo un suceso de mucho mayor impor-
tancia: la visita de estado del Káiser Wilhelm 11. Además de la
población alemana de Zúrich, para muchísimos burgueses esa

[221]
visita fue un honor y un hecho histórico. Entre ellos posible-
mente estuvo Carl, que tanto se había excitado cuando divisó
al emperador Francisco José en Viena. Otros ciudadanos eran
indiferentes y algunos se opusieron activamente. Las grandes
damas encargaron trajes de día y de noche a sus casas de moda
favoritas y practicaron sus modales y su mejor alto alemán. Otros
disentían y murmuraban. Los trabajadores silbaban en las calles
la vieja canción suiza «Wir Brauchen Keine Schwaben in Der
Schweiz» («No necesitamos a ningún alemán en Suiza»). Los
anarquistas, más crueles, cantaban: «Alle Raeder stehen still,
wenn mein starker Arm es will» («Todas las ruedas cesarán
de girar si así lo quiere mi fuerte brazo»), aludiendo al brazo
izquierdo, dañado, del Káiser. Los días del Káiser estuvieron
colmados de recepciones, presentaciones y entretenimientos,
todo lo cual cubrieron con amplitud los periódicos. Pero todo
el mundo sabía que su verdadero interés eran las maniobras
militares y poder inspeccionar el ejército suizo. Lo que nadie
sabía sin embargo, ni siquiera el presidente de Suiza, Herr
Doktor Ludwig Forrer, era que ese mismo mes, septiembre de
1912, el Káiser había efectuado su primer Kriegsraf, consejo
de guerra, preparando un conflicto que él y sus consejeros ya
consideraban inevitable. Tampoco sabían que en Londres los
consejeros del rey Jorge V estaban haciendo lo mismo.
Había fotografías del presidente Forrer y selectos miem-
bros del gobierno suizo, de sombrero de copa y frac, de pie
en la plataforma alfombrada de rojo de la estación central
de Zúrich a la espera del tren imperial, con una guardia de
honor en uniforme de gala y una banda militar lista para tocar.
Mientras el carruaje oficial avanzaba por la Bahnhofstrasse y
la gente aplaudía, parece que el Káiser dijo al presidente Forrer
que le resultaba tan agradable estar en Zúrich, una ciudad que
quería tanto, y le felicitó por el control con mano de hierro
de los huelguistas. A lo cual Forrer respondió recordando al

[222]
Káiser que desafortunadamente había muchos alemanes entre
los agitadores rojos. «¡Así es! ¡Así es!», replicó el Káiser, que al
parecer no captó la idea.
En noviembre hubo más manifestaciones. De los desemplea-
dos de Zúrich en la Volkshaus, y más tarde ese mismo mes, de
ordinarias Hausfraus, dueñas de casa, sin sombrero y arropadas
con chales de lana negra. Emma sufría por ellas, pues el precio
de todo había subido, pero no el salario de sus maridos: los
huevos costaban ahora once rappen cada uno, la leche había
subido dos rappen, el queso diez, la carne para asado estaba a dos
francos y diez rappen el kilo, lo que superaba lo que ganaban sus
maridos en un día. Subían el pan, la harina, la avena, el carbón
para la estufa, el azúcar y también los alquileres. El informe del
tiempo de aquel día anunciaba lluvia. Se abrieron los paraguas
y la muchedumbre se dispersó.

En la Seestrasse número 228, Kusnacht, a media hora por el lago


de Zúrich en barco, las huelgas, la visita de estado del Káiser,
el hundimiento del Titanic en abril, la revolución en China
y la inquietud en Persia no eran más que un difuso telón de
fondo para los dramas que ocurrían en la vida de Carl y Emma,
dramas privados, ocultos de la vista del público. Durante 1912
esa casa fue una isla, rodeada por el jardín con su largo sendero
flanqueado de tejos, prados, terrazas, rosales, cobertizo de los
botes y pabellón de verano de cara al lago, escindida del resto
del mundo, introvertida, en lucha consigo misma, olvidado ya
todo el optimismo del año anterior y del congreso de Weimar.
El problema era Carl. Carl el escindido. Otra vez estaba
en ascenso la personalidad N*2, que le acercaba a un colapso
emocional. Día tras día se encerraba en su Cabinet, escribiendo,
ahondando en su inconsciente, coqueteando con la locura.
A esto llamaba su experimento. «Por supuesto que es irónico
que yo, psiquiatra, tuviera que tropezar casi en cada fase de mi

[223]
experimento con el mismo material psíquico, el tejido de la psi-
cosis que se encuentra en los dementes», escribió mucho después.
La crisis había surgido, como adivinó Emma, por su inmi-
nente quiebre con Freud después de la publicación de Las
transformaciones y símbolos de la libido, el libro escrito en dos partes
durante 1911 y 1912, que presenta la teoría de Jung, sumamente
personal, sobre la libido. «Cuando trabajaba en mi libro sobre
la libido y estaba llegando al final del capítulo “El Sacrificio”,
supe anticipadamente que su publicación me costaría la amistad
con Freud», recuerda Jung en la tranquilidad de la vejez, años
después de que el drama del conflicto ya se hubiera convertido
en historia psicoanalítica. «Porque pensaba establecer en él mi
propia concepción del incesto, una transformación decisiva del
concepto de libido, y varias otras ideas que diferían de las de
Freud». Estaba poniendo patas arriba la teoría de la libido de
Freud y el complejo de Edipo del deseo incestuoso reprimido del
niño hacia su padre. «El incesto, según yo, solo en escasísimos
casos implica una complicación personal», escribe Jung;

El incesto tiene por lo general un aspecto altamente reli-


gioso, y por esta razón el tema del incesto desempeña una
parte decisiva en casi todas las cosmogonías y en numerosos
mitos. Pero Freud se apega a su interpretación literal y no
ha podido captar su significación espiritual como símbolo.
Sé que nunca será capaz de aceptar ninguna de mis ideas en
esta materia. He hablado con mi mujer sobre esto y le he
mencionado mis temores. Ella ha intentado tranquilizarme,
porque cree que Freud, magnánimamente, no planteará
objeciones aunque no acepte mis puntos de vista.

Emma se equivocaba. Carl tenía razón. Freud estaba profun-


damente molesto y se sentía traicionado. Se había engañado en
un punto, solo en un punto, como escribió a Sandor Ferenczi

[224]
el 26 de noviembre de 1912: en que Jung era «un líder nato»
cuando en realidad era «inmaduro y necesitado de supervisión».
Emma lo había visto venir. Ya la «atormentaba la idea» de
que la relación de Carl y Freud pasara por problemas cuando
había escrito en secreto a Freud el 30 de octubre del año anterior.
Intuía que Freud no estaba de acuerdo con las Transformaciones
de la libido: «No habéis hablado nada y sin embargo creo que a
vosotros dos os haría mucho bien una buena conversación sobre
todo ello». No se estaba engañando, pero avanzaba por una pista
equivocada si creía que Freud estaba dispuesto a conversar el
asunto. Carl sabía que Freud no transaría. Sabía esto, pero no
que la ruptura casi le llevaría a la demencia.
Ahora asaltaban a Carl todos los antiguos horrores de su
inconsciente. Si Emma no hubiera mantenido el ritmo habitual
de la vida familiar quizás se habría quebrado. «Los contenidos
del inconsciente me podrían haber desequilibrado», escribió.
«Si no hubiera sido por la familia y por lo que sabía: que tengo
un diploma médico de una universidad suiza, que debo ayudar
a mis pacientes, que tengo una esposa y [cinco] hijos, que
vivo en el 228 de la Seestrasse de Kusnacht, todo lo cual eran
realidades que me exigían y demostraban una y otra vez que
verdaderamente existía, que no era una página en blanco girando
en el viento del espíritu, como Nietzsche». Y así se hallaba otra
vez, como había estado en el jardín de la casa parroquial de su
padre, clavando la vista en la piedra que sobresalía del muro,
preguntándose: ¿soy la piedra o la piedra es yo? «El conflicto
cesaba cada vez que me creía la piedra».
Hubo señales incipientes de fricción con Freud cuando
empezó a dar los primeros pasos en el camino hacia su propia
teoría de la libido. En junio de 1910 escribió a Freud acerca
de una charla que había dado sobre el Simbolismo a un grupo
de psiquiatras en Appenzell, el más tradicional de los cantones
suizos, todavía profundamente imbricado en las supersticiones y
espiritismos de las gentes de los Alpes, distante de la modernidad

[225]
mayor de las ciudades. Habían recibido su conferencia con gran
entusiasmo, le dijo a Freud y prometió enviarle una copia. Afir-
maba en ella que además del lenguaje lógico había otro fundado
en símbolos e imágenes. El lenguaje lógico era pensamiento en
palabras. El pensamiento analógico o imaginativo poseía, en
cambio, un sesgo emocional, pictórico y exento de palabras, era
una reflexión sobre materiales pertenecientes al pasado arcaico
e inconsciente. Jung pasaba todas las tardes sumergido en «los
invasores encantos de la mitología».
«Leí gustosamente su ensayo el mismo día que me llegó»,
respondió Freud, tomándose su tiempo y prometiendo responder
más extensamente muy pronto. La respuesta, cuando llegó, causó
desaliento en el hogar de los Jung.-Solo existe una copia de esta
carta, habiéndose perdido o destruido el original. Freud señala
que el uso que hace Jung de la palabra «simbólico» es vago y
de verdad incorrecto cuando se la formula en términos tan
generales, y advierte que Jung ha «pasado por alto enteramente»
el simbolismo habitual de la ceremonia matrimonial, las coronas
de flores, los anillos, etcétera. Pero lo que le disgustó realmente
fue la frase «la sexualidad se destruye a sí misma», la cual, dice,
le ha provocado «un vigoroso sacudimiento de cabeza». Por otra
parte, no le gustó la idea de que los sueños actuales fueran un
residuo de los antiguos: «Esto sería más adecuado si los antiguos,
que vivían inmersos en mitologías, no hubieran soñado también».
Y en cuanto a los mitos: originalmente eran de índole psicológica,
después se recargaron adaptándose al calendario y desde allí se
proyectaron al dominio de los fenómenos naturales. En otras
palabras, en el ensayo no había mucho con lo que Freud pudiera
estar de acuerdo. «Como siempre, me he limitado a mencionar
objeciones y no he comentado muchas cosas que me gustaron
mucho», agrega como para dar un poco de aliento, pero termina
con este comentario: «A pesar de toda su belleza, creo que el
ensayo carece de claridad suficiente».

[226]
Era el comienzo de la divergencia, aunque ninguno de los dos
podía aceptarlo todavía. Freud se inclinaba por lo inteligible, lo
basado en «pruebas» científicaJung s; cada vez más por lo no cog-
noscible, para lo cual no podía existir ninguna «prueba» definitiva.
Jung admitió, en su respuesta a Freud, que el ensayo solo era un
«esquema basto», pero se atuvo con firmeza a los puntos básicos
y tanto que creyó necesario exponerlos en letra cursiva: «Lo que
resume todo es un conflicto en el corazón de la sexualidad misma.
La única razón posible de este conflicto parece la prohibición del
incesto, que golpea la raíz de la sexualidad primitiva». Freud, que
aún esperaba que su brillante colega fuera su heredero, contestó
conciliador, con cuidado: ahora reconocía que su crítica había
sido prematura, pero advertía que las pruebas seguían siendo
necesarias. Y, a modo de apología, le agregó otra de las coplas
humorísticas de Wilhelm Busch: «El asno es estúpido, de allí
su nombre / y no hay que culpar por ello al elefante».
Jung se las había arreglado para escribir la primera parte de
Las transformaciones y símbolos de la libido sin muchas dificultades.
Pero la segunda le enfrentaba a problemas abrumadores, le
sumergía en la pesadilla de sus propias fantasías, en páginas y
páginas de divagaciones e incoherencias que abarcaban parapsi-
cología, espiritismo, espiritualismo y sus nuevas investigaciones
en los símbolos arcaicos, los rituales y los mitos. «Me parece estar
viviendo en un asilo de enfermos mentales que me he construido
yo mismo. Doy vueltas con todas estas figuras fantásticas: centau-
ros, ninfas, sátiros, dioses y diosas como si se tratara de pacientes
y les estuviera analizando». ¿Y qué hay de la astrología, ya que
sin astrología cómo se podría comprender la mitología? «Hago
cálculos horoscópicos para hallar una clave hacia el núcleo de
la verdad psicológica», escribe a Freud. Parecía un detective en
busca de pistas. Recordó a Emile Schweizer, paciente del Bur-
ghólzli, esquizofrénico que creía ser Dios y que el sol tenía pene.
¿Acaso no era también esto mito y simbolismo arcaico? Recordó

[227]
a Honegger, su asistente, que había trabajado las fantasías de
Schweizer. Honegger se suicidó con una sobredosis de morfina
después de marcharse del Burghólzli. Jung había observado
muy tarde que Honegger también padecía de una esquizofrenia
incipiente. Volvió a examinar la teoría del deseo de muerte, que
había descubierto por primera vez con Fráulein Spielrein. Y no
cesaba de dar vueltas, perdido en su propio laberinto tras las
puertas de su Cabinet. «He intentado dotar de un fundamento
psicogénico a lo “simbólico”, es decir, mostrar que en la fantasía
individual el primum movens, el conflicto individual, material o
formal (el que usted prefiera) es mítico, o típicamente mitológico»,
escribe a Freud, todavía tratando de explicarse.
Pero esto ya había pasado. Ahora se estaba hundiendo en
sus propias fantasías inconscientes, volviendo a las exaltadas y
terribles imágenes de su infancia y a los sueños y visiones de su
adolescencia. Confesó a su primera biógrafa, Barbara Hannah,
haber estado profundamente deprimido cuando escribía Las
transformaciones y símbolos de la libido: «Mientras trabajaba en
ese libro me asediaban malos sueños [...]. Me costó mucho
tiempo advertir que un pintor puede pintar un cuadro y consi-
derar terminado el asunto sin que ello tenga la menor relación
con él. Y en el mismo sentido me tomó varios años advertir
que eso, la Psicología del inconsciente [id est, Transformaciones
y símbolos], se puede considerar yo mismo y que su análisis
conduce inevitablemente a un análisis de mis propios procesos
inconscientes». Esto se oponía a todo lo que había aprendido
durante su entrenamiento médico acerca de la necesidad de
objetividad científica, pero no podía detenerse. Oía voces que
le dictaban, y tenía que obedecer. «Me habrían destrozado o
me podría haber escindido definitivamente», confesó años más
tarde. «Supe que todo estaba en juego y que debía sostener mis
convicciones. Advertí que el capítulo “El sacrificio” significaba
mi propio sacrificio».

[228]
¿Por qué fue tan mala la ruptura con Freud? Emma creía saberlo:
había tocado el punto en su carta a Freud del 6 de noviembre
de 1911. Carl estaba tan ansioso esperando la opinión de Herr
Professor sobre los «símbolos», porque se trataba de un residuo
del complejo de padre (o de madre) que posiblemente se estaba
resolviendo en el libro. «Así que quizás sea mejor que usted no
haya reaccionado de inmediato para no reforzar esta relación
padre hijo», agrega, mostrando cuánto había aprendido en
el curso de los años sobre psicoanálisis en general y sobre su
marido en particular. Y Carl estuvo de acuerdo, por lo menos
en los primeros días. En 1909 había quedado tan agradecido
por el apoyo de Freud en la crisis con Fráulein Spielrein que
no cesaba de decirse que habría hecho lo mismo por un amigo:
«Me tengo que decir esto porque mi complejo de padre no
cesa de insinuarme que usted no se ocuparía de esto tal como
lo ha hecho, sino que me reprocharía de manera más o menos
disimulada so capa de amor fraternal». Todavía un año más tarde
era capaz de admitir por qué le costaba escribir a Freud: «La
razón de mi resistencia es mi complejo de padre, mi incapacidad
para estar a la altura de las expectativas (el trabajo que hago es
basura, dice el diablo) [...)».
Y ahora recordó también su primer año en la escuela secun-
daria, cuando tuvo la visión de Dios sentado en lo alto, sobre la
catedral de Basilea, y el mal pensamiento, «y el enorme montón de
excrementos que cae sobre la nueva y resplandeciente techumbre,
la hace trizas, y destroza los muros de la catedral», dejándole con
«un alivio enorme, indescifrable» que le hizo llorar de felicidad
y gratitud. Fue entonces cuando alumbró en él la idea de que
Dios también podía ser algo terrible, no solo bueno. Y el Carl
escindido había abrazado esa idea: «Soy un demonio o un cerdo»,
pensaba. «Soy infinitamente depravado». Nunca habló sobre
esto, ni del sueño del falo ni del maniquí tallado, pero mantuvo

[229]
todo muy oculto. «Toda mi juventud se puede comprender en
términos de este secreto». Era su gran logro, sentía, no revelar a
nadie el secreto, pero esto le inducía «una soledad casi insoporta-
ble». Con el tiempo se lo diría a Emma. Finalmente, a los sesenta
y cinco años, lo escribió en los «Protocolos», que se convirtieron
en la base de Recuerdos, sueños, pensamientos.
Jung mantuvo tan clausurado su secreto que muy pocas
personas notaron alguna diferencia en él, viendo solo la perso-
nalidad No1. Estaba siempre ocupado, siempre en movimiento.
En agosto volvió una vez más a su servicio militar y muy poco
después realizó otro viaje a Norteamérica, dejando que Emma
tranquilizara a sus pacientes y se ocupara como de costumbre de
su correspondencia. Regresó a comienzosdenoviembre. Lejos de
casa se liberaba de sus demonios. Sus cartas a Emma están llenas
de vitalidad, sin el menor indicio de la personalidad N“2. Primero
dictó una serie de conferencias en Nueva York sobre «La teoría
del psicoanálisis». Esto abarcaba muchas de las ideas que había
en Transformaciones y símbolos, pero el estilo era completamente
distinto, claro y lúcido, sin divagaciones ni confusiones. Hablando
en inglés con impresionante fluidez, aunque con fuerte acento
suizo, señaló equilibradamente las diferencias entre su posición
y la de Freud, describiendo el concepto freudiano de la libido
como «una necesidad exclusivamente sexual» que él, en cambio,
consideraba «más en el sentido general de un deseo apasionado».
Solamente en su conferencia sobre el complejo de Edipo calificó
la definición de Freud de «demasiado estrechamente restrictiva».
Dirigió además dos seminarios de dos horas diarias, hablando a
numerosos psiquiatras y neurólogos, dictó conferencias clínicas
en el Bellevue Hospital y en el New York Psychiatric Institute
de Ward Island, y habló en la Academia de Medicina de Nueva
York. Después viajó a Chicago a verificar cómo estaba su antiguo
paciente Medill McCormick y a tratar a algunos nuevos, varios
de los cuales pasaron más tarde por Kusnacht. De allí viajó a
Baltimore y después a Washington, donde conoció al primo

[230]
de Medill, Theodore Roosevelt. Pero también visitó el otro
distrito de Washington, la ciudad negra, en el cual la pobreza
contrastaba violentamente con el rico Washington blanco. Se
interesó en tratar y analizar a los pacientes «negros» de un asilo
local, a quienes utilizó como material de investigación tal como
había hecho con los internos del asilo Burghólzli.
Durante toda su gira por Norteamérica predominó su per-
sonalidad N*1. Emanaba energía, simpatía y carisma. Para poder
vislumbrar la personalidad N“2 hay que mirar en otra dirección,
por ejemplo, a la fotografía en blanco y negro, un retrato de
estudio, que acompaña un artículo y una larga entrevista en el
New York Times del domingo 29 de septiembre. Aquí Jung se ve
muy diferente: mirada dura y oscura tras gafas de montura dorada,
boca cerrada con fuerza bajo el escaso bigote; no hay sonrisa,
ninguna simpatía, nada de su contundente humor acostumbrado.

CARL JUNG, NUEVA YORK, 1912.

[231]
«Norteamérica enfrenta su momento más trágico», dice el alar-
mante titular, seguido de una serie de pensamientos del mismo
tenor acerca del estado de Estados Unidos, un país que Jung
había visitado tres veces, ninguna por más de tres semanas. El
entrevistador presenta la teoría del inconsciente del Dr. Jung de
Suiza: «Cree que un hombre obtiene un poder nuevo si consigue
comprender sus motivaciones y pulsiones ocultas». La palabra
«inconsciente» significaba «todos los hechos que nos negamos a
enfrentar». Las salas de clase y las clínicas donde iba Jung estaban
siempre abarrotadas, escribe el periodista, desconcertando a
otros médicos.
Jung estaba en camino de convertirse en un succés fou, y
esto aumentaba por la índole combativa de sus comentarios.
«Cuando veo tanto refinamiento y sentimiento como veo en
Norteamérica, busco siempre una cantidad equivalente de
brutalidad. El par de opuestos lo encontráis en todas partes»,
empieza, disparando en forma. Encuentra que en Estados Unidos
hay mucha pudibundez, lo cual siempre es la cobertura de la
brutalidad. Esto es lo que Estados Unidos necesita enfrentar.
«Me parece que estáis a punto de descubriros». Revisando los
logros pasados del país, observa que en la era actual los Estados
Unidos no parecen advertir que están en peligro. Había que
elegir. Los norteamericanos habían construido sus grandes
ciudades, con sus teatros, clubes y catedrales, todo listo y a la
espera de que se lo pueda utilizar para un gran fin una vez que
ellos descubran quiénes son en realidad. Deben cesar de ocultarse
a sí mismos. Entonces su éxito en los grandes logros del arte y
la literatura asombrarán a Europa tal como lo hacen ahora sus
grandes empresas y su filantropía. Afirma que los conquistadores
descienden al nivel de los que han conquistado. «He notado que
vuestros sureños hablan con acento negro», continúa, al parecer
sin inquietarse por estar sobrepasando los límites. Y entonces

[232]
agrega, propasándose definitivamente: «vuestras mujeres empie-
zan a caminar más y más como los negros».
Aunque se conceda que hay en aquello algo de exageración
deliberada para producir efecto, igual resulta material provocativo
y algo loco. Carl estaba dando rienda suelta a la personalidad
No2 y una vez que tomaba forma no había manera de detenerlo.
Las cosas podrían haber sido diferentes si Emma le hubiera
acompañado. Pero no estaba. «En Estados Unidos», predicaba,

las mujeres mandan en la casa porque los hombres todavía


no aprenden a amarlas. Requiere mucha energía vital
enamorarse [...]. El marido norteamericano está indignado
cuando acude a mí por tratamiento [...] y le digo que eso
se debe a que es brutal por una parte y pudibundo por la
otra [...]. Creéis que vuestras hijas se casan con europeos
porque ambicionan títulos [...]. Yo digo que les gusta
la manera como hacen el amor los europeos y les gusta
sentir que somos un tanto peligrosos. No son felices con
sus maridos norteamericanos porque no les temen.

El mismo Jung dijo más tarde de esta época de su vida: «El


viaje de regreso a la realidad desde la nebulosa tierra del cucú
duró mucho tiempo [...]. Pilgrims Progress».

En casa, en Kusnacht, Emma esperaba el regreso de Carl.


«Querido Professor Freud», escribía el 10 de septiembre de 1912,
sin saber de la gravedad que cobraría dentro de poco la situación
entre su marido y Freud. «Las pruebas de la Segunda Parte de
Transformaciones y símbolos acaban de salir de imprenta y usted
será el primero que recibirá una». Y continúa expresándole su
«cordial simpatía» y participando de la inquietud y esperanza
sobre la seria enfermedad de su hija Mathilde, que debiera
mejorar pronto. «También hemos tenido un verano fatal. Los

[233]
niños se han contagiado con tos ferina y ahora tienen sarampión.
Carl ha estado fuera casi todo el tiempo. Desde el sábado está
en Norteamérica después de pasar aquí solamente un día entre
el servicio militar y la partida. Ahora tengo tanto que hacer
que no dejé que mucha libido viajara tras él a Norteamérica, se
puede perder fácilmente en el camino. Por favor salude de mi
parte a todos los suyos y especialmente a su hija. Cordialmente,
Emma Jung». La carta es muy cálida. Cuenta a Freud sobre su
«libido», que dice tener que proteger. Libido era entonces una
palabra en transición y todo el mundo la usaba a su modo. En
el caso de Emma parece significar «fuera de alcance, fuera de la
mente»: es decir, no pienses demasiado sobre lo que Carl puede
hacer en Norteamérica. Reserva tus energías para tu propia vida.
Pero no bien regresó Carl de Estados Unidos toda la diplo-
macia de Emma acabó en nada. Carl se lanzó furiosamente
contra Freud, incapaz de encajar su rechazo a Las transformaciones
y símbolos de la libido, es decir el rechazo, por parte de Freud,
del se/f mismo de Carl. Podía desarmar sus trucos pequeños,
le escribe en una carta furibunda del 18 de diciembre, usando
la palabra francesa truc: «Usted anda por ahí husmeando en
todas las acciones sintomáticas de su vecindario y reduciendo
así a todos al nivel de hijos e hijas que se sonrojan admitiendo
la existencia de sus faltas. Mientras, usted permanece en la
cumbre, como el padre, cómodamente sentado.Y la más absoluta
obsecuencia hace que nadie se atreva a tirar al profeta por la
barba y preguntarle una vez por todas qué diría al paciente que
tiende a analizar al analista en lugar de a sí mismo. Seguro que
usted le preguntaría: “¿Quién es el que tiene neurosis?”».
Freud conocía la respuesta. «En cuanto se refiere a Jung»,
escribe a Ernest Jones, «parece haber perdido el juicio, se está
comportando como un loco. Después de unas cartas sumamente
amables me ha escrito una de la más extrema insolencia [...]».

[234]
Y escribe a Ferenczi que Jung se está «comportando como un
redomado imbécil y un tipo brutal, lo que, por cierto, es». La histo-
ria de amor entre Freud y Jung había terminado definitivamente.

Cerca de la Navidad Carl tuvo otro sueño significativo. Se


encontraba en una magnífica logia italiana, en lo alto de la torre
de un castillo, con columnas, suelo de mármol y una balaustrada,
sentado en una silla renacentista de oro ante una mesa de rara
belleza hecha con una piedra verde semejante a esmeraldas.
Sus hijos también estaban sentados ante la mesa. De pronto
descendió un pájaro blanco como una paloma y se posó en la
mesa. Indicó a los niños que estuvieran quietos para no asustar
al pájaro, que entonces se transformó en una niñita de unos
ocho años, de cabello rubio dorado. Corrió fuera con los niños
a jugar entre las columnas del castillo. Cuando volvió, le rodeó
con ternura el cuello con los brazos y volvió a transformarse
en paloma, que entonces le habló con voz humana: «Solo en
las primeras horas de la noche me puedo transformar en un
ser humano mientras la paloma macho se ocupa de los doce
muertos». Voló al aire azul y Carl despertó.
¿Qué podía significar este sueño? Pensó en los doce após-
toles, en los doce meses del año, en los signos del zodíaco, pero
no hallaba la solución. Y siguieron más sueños, todos análogos
a los que tenía de niño, que le hacían retroceder por estratos
de tiempo, a antiguos castillos y tumbas y bóvedas funerarias,
abajo, abajo, más hondo, más hondo en su inconsciente. Pero
eran incapaces de aliviarle la mente consciente, que continuaba
desorientada «como bajo una constante presión interna. Á veces
esto se volvía tan fuerte que sospechaba que en mí tenía que
haber alguna perturbación psíquica». Finalmente decidió que
la única solución era someterse conscientemente a su pro-
pio inconsciente.

[235]
En primer lugar, emergió un recuerdo de sus once años,
cuando había pasado por una crisis aguda y empezado a construir
casas y castillos con grandes pórticos y bóvedas, al comienzo
«apasionadamente» con ladrillos pequeños y después afuera en
el jardín con piedras y barro. «Me asombró que este recuerdo
estuviera acompañado por una buena dosis de emoción». Advirtió
que debía restablecer contacto con el periodo de ese self. "Tuvo
que superar interminables resistencias, pero finalmente se resignó:
salió al jardín y comenzó a buscar piedras adecuadas en la ribera
del lago y en el agua baja, construyendo luego con ellas «casitas,
un castillo, aldeas completas, una iglesia. Pero faltaba el altar». No
supo qué hacer con ello hasta que un día, caminando por la ribera,
descubrió una piedra roja, una pirámide de cuatro lados de unos
seis centímetros de altura. «La puse en el centro, bajo la cúpula,
y, al hacerlo, recordé el falo subterráneo de mis sueños infantiles.
Esta conexión me provocó una sensación de complacencia».
Entonces todos los días, después de la comida de mediodía
con Emma y los niños en la Stube y su gran ventanal de cara al
lago, Carl salía al jardín si el tiempo lo permitía para construir y
jugar como el niño que había sido hasta que llegaba el primero
de los pacientes de la tarde. Y allí regresaba al atardecer, día tras
día.Y se preguntaba: «¿Y de qué se trata esto en realidad? ¡Estás
construyendo una pequeña ciudad y lo estás haciendo como si
fuera un rito!». No había respuesta a la pregunta, solo la certeza
interior de que estaba descubriendo su propio mito. La actividad
liberaba una corriente de fantasías que más tarde puso por escrito
e ilustró casi como si se tratara de un manuscrito medieval. De
allí en adelante, cada vez que llegaba a un punto ciego en su
vida, pintaba un cuadro o tallaba una piedra. «Mi padre solía
estar allá abajo juntando piedras», recuerda Franz. «Era un genio
en eso. Construía torres y casas e iglesias hasta que completaba
pueblos enteros. Yo le cortaba juncos para los techos y llenaba
de arena las casitas para que no se fueran a caer».

[236]
«Mi padre decía que lo hacía porque quería. No creo que
tuviera otra opción», dice Franz. «¿Podéis imaginar lo que debía
de ser pensar que te estabas volviendo loco? ¿Qué caerías para
siempre en el vacío?». Era una crisis que su padre ya no podía
evitar. «Durante años, después que él y Freud dejaron de verse,
mi padre no pudo trabajar», dice Franz. «Dejó un arma en el
velador y dijo que cuando ya no lo pudiera soportar se dispararía
un tiro. Otras personas se derrumban, y él estaba solo [...]. Pensad
en mi madre. Pensad en ella. ¿Podéis imaginar lo que es vivir
con un hombre que duerme con un arma junto a su cama y se
pasa el día pintando círculos?».
¿Qué podía hacer Emma, en realidad? En 1912 tenía treinta
años, llevaba nueve años de matrimonio, era la madre de cuatro
niños y la mujer de un hombre que se encerraba por horas en
su Cabinet o jugaba en el jardín construyendo aldeas, castillos
e iglesias de piedra y barro. ¿Cómo podía contar eso a alguien?
¿Quién lo habría entendido? En otro tiempo lo podría haber
confiado a Freud, pero ya no.
Todo era aún más desconcertante porque exteriormente
había tanto que seguía un curso normal. Los pacientes iban
y venían, los niños jugaban en el jardín junto a su padre, las
criadas hacían su trabajo limpiando y quitando el polvo, la
cocinera cocinaba, el jardinero jardineaba. Emma vigilaba todo,
indicaba su tarea a cada uno, ayudaba a los niños con sus deberes
y mantenía la disciplina, porque Carl no tenía el menor deseo
de hacerlo, en realidad no parecía tener el menor deseo de
actuar como padre. Pero también se hacía tiempo para sí misma,
leyendo y escribiendo en su escritorio junto a la ventana con
vista al lago, continuando sus propias investigaciones. Porque,
como Freud había notado, Emma no solo era encantadora sino
también inteligente y ambiciosa.
Durante todo este tiempo la personalidad No1 y la per-
sonalidad N*2 de Carl funcionaban sin que hubiera señales

[237]
exteriores de conflicto. «Era absolutamente esencial para mí que
tuviera una vida normal en el mundo real como contrapeso a la
del mundo interior. Mi familia y mi profesión siguieron siendo
la base donde podía acudir siempre, me aseguraban de que era
verdaderamente una persona existente, ordinaria», escribe una y
otra vez. Años más tarde reconoció que solo Emma y los niños
le habían ayudado a atravesar el periodo de semilocura después
del quiebre con Freud: «Mi familia y mi profesión fueron siempre
una gozosa realidad y una garantía de que también tenía una
existencia normal». Y, según sus propias palabras, solamente
después del final de la Primera Guerra Mundial pudo salir de
la oscuridad y la confusión.

[238]
4h)
Ménage á Trois

Además del frágil estado mental de su marido, Emma tenía


otro problema recurrente. Tan pronto como en enero de 1910,
solo a los siete años de matrimonio, Carl había escrito a Freud,
con ligereza, declarando que había decidido que el prerrequisito
de un buen matrimonio era el permiso para ser infiel. Debió
de haber toda una discusión con Emma al respecto, pues «ella
armó numerosas escenas de celos, sin fundamento», como dice
Carl. «En un comienzo mi objetividad se dislocó (primera
regla del psicoanálisis: los principios de la psicología freudiana
se aplican a todos excepto al analizador), pero posteriormente
se recuperó, después de lo cual también mi mujer se recuperó
de manera brillante». Las dos frases siguen una a la otra, pero
al parecer no hay conexión entre las dos en la mente de Carl.
Emma, por lo general tan comedida, enajenada por los celos,
humillada, haciendo «escenas»; Carl negando todo, declarándose
inocente. Las cosas se estaban reiterando.
La poligamia había estado un tiempo en la mente de Jung.
Al comienzo solo podía envidiar a los alegres polígamos como
Max Eitingon, el médico del Burghólzli, o a Otto Gross, que
fuera un tiempo su paciente, con su esposa que le dejaba hacer
casi todo lo que quisiera. «Nunca he tenido una amante en
realidad y soy el más inocente de los maridos», escribe a Freud
en marzo de 1909. Pero Emma ya tenía sus sospechas, porque
en otra carta a Freud, el mismo mes, Jung confiesa: «el diablo
puede utilizar incluso las mejores cosas para la fabricación de
inmundicias. Entretanto he aprendido una cantidad indecible
de sabiduría marital, porque hasta ahora tenía una idea comple-
tamente inadecuada de mis componentes polígamos a pesar de
todo el análisis de mí mismo». Ahora ya sabía cómo controlar a
ese demonio, escribe, pero había sido «revuelto infernalmente por
dentro». Y, después de atravesar drama y dolor, su relación con
su mujer había «ganado enormemente en seguridad y hondura».
Pero, como sabía muy bien Emma, el problema no era
solamente Carl. Las mujeres parecían encontrar irresistible a
Herr Doktor Jung. «Verdaderamente no puedo recordar si ya
le he contado que la enfermera Moltzer se reprocha por haber
pintado un cuadro demasiado negro de Fráulein Boeddinghaus»,
escribe un despabilado Jung a Freud en septiembre de 1910.
«Entre las dos señoras hay, naturalmente, unos amables celos
acerca de mí». Naturalmente. Las dos mujeres eran enfermeras
voluntarias en el Burghólzli, donde Jung todavía trataba algunos
pacientes. La enfermera Moltzer ayudaba a Jung y se preparaba
al mismo tiempo para ser psicoanalista.
Carl sabía que muchos hombres de su círculo tenían amantes,
la mayoría en secreto. Además de Eitingon y Gross: Ernest
Jones, que terminó chantajeado, Ferenczi, que hasta tuvo una
aventura con la hija de la mujer que era su amante, y, poste-
riormente, Oscar Pfister, uno de los pastores protestantes de
Zúrich relacionados con el Burghólzli. En esos primeros días
del movimiento psicoanalítico las amantes solían ser pacientes
o expacientes. Al parecer, únicamente Freud se mantuvo más
o menos limpio, a pesar de los rumores acerca de su cuñada
soltera, Minna. En 1915 señala a James Putnam, su amigo

[240]
norteamericano: «Soy partidario de una vida sexual infinitamente
más libre, aunque yo mismo he usado muy poco de esa liber-
tad». Y a Jung: «Mi veranito de San Juan de erotismo, del que
hablamos en nuestro viaje, se ha marchitado lamentablemente
bajo la presión del trabajo. Estoy resignado a ser viejo y a no
pensar continuamente en el envejecimiento».
Un problema subyacente era el temor al embarazo. «Todo
está bien entre nosotros, salvo por la inquietud (otra falsa alarma,
afortunadamente) acerca de la bendición de demasiados hijos»,
había escrito Jung a Freud en mayo de 1911.«Uno intenta todo
truco imaginable para controlar la marea de estas diminutas ben-
diciones, pero sin mucha confianza. Uno se arrastra, podríamos
decir, de una menstruación a la siguiente. La vida del hombre
civilizado tiene sin duda sus lados pintorescos». No necesitaba
decirlo a Freud, el cual, después de engendrar seis hijos con
Martha, había decidido que la única solución era la abstinencia.
Un tema que casi no se conversaba era la prostitución.
La vieja ciudad de Zúrich estaba colmada de prostitutas, el
bajo vientre sórdido de una sociedad limpia, próspera y altiva.
¿Y el castigo de Dios? El azote de la sífilis. Si Carl contempló
a su padre quebrarse y morir antes de tiempo debido a un
tormento sin nombre, Emma contempló morir al suyo con
terribles dolores, de sífilis, ciego, rechazado y avergonzado.
Esto los ligaba profundamente. Emma y Carl, el horror de la
muerte de sus padres.

En 1912 arreciaban los rumores de que Jung estaba teniendo una


aventura con la enfermera voluntaria Maria Moltzer, llegada al
Burghólzli para alejarse de su familia holandesa, en plena rebelión
contra su padre, el poderoso propietario de la empresa de ginebra
Bols. Hasta Freud, en Viena, había oído los rumores. Varios
miembros de la familia de Emma y algunos amigos cercanos

[241]
han dicho que en el curso de su largo matrimonio Emma ame-
nazó divorciarse en tres ocasiones. La «infatuación» con Maria
Moltzer puede haber sido una, y no porque quisiera terminar
su matrimonio, sino por dar un susto a Carl —y llamarlo al
orden—, porque en lo más profundo sabía que lo amaba. Por
su parte, lo último que quería Carl era el divorcio. Cada vez que
Emma amenazaba con abandonarlo, caía enfermo con dolores
de estómago, influenza, ataques de depresión. Y cada vez que
alguna de las mujeres empezaba a exigir cosas, amenazando
así seriamente su matrimonio, sufría verdaderos ataques de
pánico. El problema de Carl era la infatuación, no un presunto
descontento con su matrimonio. «Excepto en momentos de
infatuación, mi afecto es perdurable y confiable», explica a Freud.
Pero ahora Emma no estaba enfrentando solamente la
aventura con Maria Moltzer. Había otra relación, completamente
distinta al resto. Y Emma, con el instinto certero de una esposa
inquieta, sentía que eso era mucho más que una infatuación
habitual. Jung, que todavía coqueteaba con la locura, parecía
estar perdiendo el juicio.
La mujer en cuestión era Antonia Wolff, la misma Fráulein
Wolff que no hacía tanto había asistido al congreso de Weimar
sin que aparentemente constituyera amenaza alguna para Emma.
Allí estaba, sentada en la primera fila de la famosa fotografía,
una joven delgada, intensa, con el ceño fruncido, insegura, a
dos asientos de distancia de Emma, que se muestra elegante,
sonriente y más segura ahora que había pasado la amenaza de
Sabina Spielrein, con Maria Moltzer a cuatro asientos a su
derecha y Martha Boeddinghaus —otra admiradora de Carl—a
tres a su izquierda. Y detrás de ellas está Carl de pie, inclinado
solícitamente sobre Emma como diciendo «eres mía y soy tuyo».
«Un nuevo descubrimiento mío», fueron las palabras que
utilizó Carl para describir a Wolff'a Freud en la carta donde fina-
lizaba los preparativos de la conferencia de Weimar: «un intelecto

[242]
notable, con excelente sensibilidad para la religión y la filosofía».
Freud sin duda reconoció los peligros, conociendo como conocía
la debilidad de Jung por esas mujeres y la significación de su
deriva desde la ciencia «demostrable» del psicoanálisis hacia los
dominios indemostrables y trascendentales del mito y la religión.
Pero no Emma. No todavía. Insegura, tan seria que «nunca reía»,
y no muy atractiva por lo menos de un modo evidente, Fráulein
Wolff era probablemente la última de las mujeres de la primera
fila por la que Emma se habría inquietado.
Antonia —Toni— Wolff había empezado siendo paciente de
Carl. Su madre la había traído a ver a Jung en el verano de 1910,
por recomendación de amigos y después de haber consultado a
otros médicos por la profunda depresión de su hija. El problema
había empezado unos seis meses antes, después de la muerte del
padre de Toni, la víspera de Navidad de 1909, probablemente de
cáncer. Toni tenía veintiún años, era la mayor de tres hermanas,
y nadie sabía por qué había caído en un estado de tan profundo
desconsuelo. La familia vivía en el Zúrich Berg, el enclave
exclusivo donde vivían varias de las señoras Pelzmaántel, tan
admiradoras de Jung. Los Wolff eran miembros importantes
del antiguo Zúrich más rico. Herr Wolff había ganado grandes
sumas de dinero importando sedas del lejano Oriente, donde
había vivido muchos años. Regresó a Suiza cuando tenía poco
más de cuarenta años y se casó pronto con la madre de Toni, la
joven Anna Elizabeth Sutz, de veinte años. Su residencia de la
Freiestrasse estaba llena de antigúedades japonesas y hermosas
pinturas y contaba con una elegante biblioteca.
Toni y sus hermanas, Erna y Susi, tuvieron una infancia
en Zúrich tan privilegiada como Emma Rauschenbach en
Schaffhausen. Toni era estudiosa y sumamente inteligente, se
interesaba por la filosofía, la mitología y la religión, pero era
emocionalmente frágil e incluso lo había sido de niña. Erna no
deseaba más que un buen matrimonio, una buena casa e hijos;

[243]
Susi era poco convencional, temperamental y artística. Toni
era la favorita de su padre, se le permitía pasar tardes con él
en su Herrenzimmer, la habitación que en las residencias ele-
gantes se reservaba exclusivamente para los hombres. Como a
Emma, habían impedido a Toni que continuara sus estudios
en la universidad; preferían el camino tradicional de un buen
matrimonio. Con este propósito su padre la envió a una de las
numerosas escuelas suizas de vida doméstica para jóvenes, y
algunos meses a Inglaterra. Pero esto no debía interferir la tarea
principal. «Una mujer que no tiene completamente controlado
su hogar es una criatura fracasada; sin embargo, su vida entera
no tiene que girar en torno de eso», escribió Herr Wolff a su
querida hija a modo de explicación. «Es evidente que además
eres libre para encarar estudios intelectuales y estéticos más
serios, pero sin excluir los prácticos».
La depresión de Toni Wolff se encontraba muy enraizada
cuando su madre la llevó donde Herr Doktor Jung a la Seestrasse.
El abismo provocado por la muerte de su padre no se podía llenar
y sus estudios universitarios no oficiales de filosofía y teología,
que su padre había permitido finalmente, no habían conducido
a nada sustancial. Se sentía perdida, estaba trastornada. Aun
así, no era fácil comprender el alcance del problema. ¿Acaso la
relación privilegiada con su padre la había desorientado hasta
ese punto? En un comienzo, Jung no conseguía avanzar. Pero
una vez que conversaron de mitología y simbolismo, las materias
que obsesionaban a Carl, sumido entonces en la escritura de Las
transformaciones y símbolos de la libido, hallaron un terreno común
y la depresión comenzó a declinar. Jung disfrutaba notando que
Fráulein Wolff también se interesaba por la astrología. Pasaron
muchas horas dibujando cartas astrales. Carl Meier, un joven
médico que después dejó el Burghólzli para convertirse en
asistente de Jung, afirma que el mismo Carl estaba entonces
«muy cerca de la psicosis» y que su crisis parecía «un episodio

[244]
esquizofrénico». Jung solía decir que Toni Wolff era el único
caso de esquizofrenia que había podido curar.
Al revés de Sabina Spielrein, que había sido paciente oficial
del asilo Burghólzli, Toni WolfF era paciente particular de Jung
y no hay notas precisas que den cuenta de su tratamiento, solo
la afirmación general de que en septiembre de 1911 estaba
fundamentalmente «curada» —y lo bastante bien para asistir al
congreso de Weimar. En esos días el tratamiento había pasado
a la etapa siguiente, como siempre aconsejaba Eugen Bleuler
en el Burghólzli, y se hacía trabajar a la paciente: en este caso,
yendo a la Biblioteca Central de Zúrich a ayudar a Jung en
sus investigaciones.
No mucho después del congreso, Jung había escrito a Freud
acerca de su malhumor: «Estaba furioso porque había sucedido
algo en mis arreglos de trabajo. Pero no le voy a molestar con
eso [...]». Y después, en otra carta: «Todo está en paz y sose-
gado entre nosotros y mi esposa trabaja concienzudamente en
etimologías». En Las transformaciones y símbolos de la libido hay
muchas referencias a la etimología. Vislumbrando peligros, es
probable que Emma haya insistido en ayudar ella misma a Carl.
Toni Wolff era un ser extraño, como de otro mundo.
«Intensa» es la palabra que se ha usado con mayor frecuencia
para describirla. Reía en escasas ocasiones, casi nunca sonreía,
aunque se le encendía el rostro al hacerlo. Su hermana Susi,
la joven alegre y animosa que se había casado con Hans Trúb,
otro de los psicoanalistas del grupo de Zúrich, afirma que Toni
«nunca parecía estar completamente viva» y solo lo lograba
gracias a Jung. «Toda Toni era espíritu. Casi parecía no tener
cuerpo», recuerda Franz Jung. Otro contemporáneo la describe
así: «Una figura fantasmal, altiva y distante». «Tenía un aspecto
muy variable, a veces muy hermosa y a veces completamente fea»,
dice otro, que agrega: «sus ojos, extraordinariamente brillantes
—místicos— eran siempre expresivos».

[245]
En esos días Toni se vestía de manera elegante, al estilo de
una burguesa rica, con sombrero y guantes, zapatos caros y una
larga cigarrera negra en la mano: era una fumadora empedernida.
Vivió con su madre en la residencia familiar de Freiestrasse hasta
la muerte de ella en 1940, y entonces se mudó a un apartamento
en la casa de su hermana Erna llevando consigo a su criada. Tenía
pocas amigas verdaderas, y era, en todo caso, la clase de mujer
que prefiere a los hombres. «Si eras mujer tenías que aceptar que
te dominara. Si eras hombre, todo era miel y rosas». Muchos la
creían inaccesible, pero tenía un gran don: «En su presencia, la
presión interior se convertía en imágenes», decía Tina Keller,
otra del grupo de Zúrich que giraba en torno de Carl y Emma;
«ayudó a Jung a visualizar sus imágenes y a hablar con ellas».
La relación con Fráulein Wolff empezó para Jung en una
época de crisis, mientras batallaba con la pérdida de Sigmund
Freud, la figura paterna que le movilizaba todos los viejos sen-
timientos acerca de su propio padre: «Después del quiebre con
Freud, me empezó un lapso de incertidumbre interior. No sería
exagerar si lo llamo un estado de desorientación. Me sentía
completamente en el aire, todavía no encontraba mi propio
equilibrio». Comenzó a desarrollar un método nuevo con sus
pacientes. Ya no les guiaba con la teoría psicoanalítica, sino que
esperaba lo que podían decirle por propia iniciativa, provocaba
una conversación entre iguales, sentados uno enfrente del otro,
justamente el planteo que Freud habría desaprobado (se sentaba
formalmente en una silla detrás del diván del analizando para
conservar la objetividad). Y exactamente en este momento
desastrado de su vida apareció Toni con su don para ver imágenes
y hablarles. «Por favor no diga nada de esto a Carl», había dicho
Emma a Freud, sin mencionar a Fráulein Wolff y pensando
probablemente en Maria Moltzer.
La curiosa conducta de Carl continuaba en casa. Con fre-
cuencia se encontraba tan agitado que debía hacer ejercicios de

[246]
yoga para poder controlar sus emociones. A mediodía, durante
la comida con Emma y los niños, solía permanecer en completo
silencio y distraído, perdido en sus propios pensamientos; los
niños tenían que estar en silencio y dejar de moverse. Pero
también podía ocurrir que hablara por los codos y los encantara
con sus historias, y riera a carcajadas, proyectando hacia atrás la
cabeza «hasta sus zapatos», como dice Franz. Y después volvía a
su Cabinet. O salía al jardín, paseaba de un lado a otro y hablaba
a Filemón, una de las figuras mitológicas de su inconsciente
que se le había aparecido por primera en un sueño y parecía
representar una percepción superior. «Él [Filemón] me parecía
una figura misteriosa. Á veces lo creía muy real, como si se
tratara de una personalidad viviente. Paseaba por el jardín con él
y me resultaba lo que los indios llaman un gurú», escribió Carl
más tarde. Pero el gurú es otra persona, distinta al buscador de
sabiduría y, en cambio, Filemón era el mismo Carl.
En el otoño de 1913 Jung temía estar afectado por un
trastorno psíquico. Sabía que había habido algunas enferme-
dades mentales en generaciones anteriores de su familia y que
su madre oía voces y tuvo que «marcharse» cuando era niño.
«Y entonces llegué a esto: “Quizás mi inconsciente está formando
una personalidad que no soy yo, pero que insiste en abrirse paso
y expresarse”. No sé exactamente por qué, pero sé, con certeza,
que la voz que ha dicho que mi escritura es arte proviene de una
mujer [...]. Bueno, he dicho enfáticamente a esta voz que lo que
estoy haciendo no es arte, y he sentido crecer en mí una gran
resistencia [...]». Si era mero arte, entonces no era simbólico.
Escribió años más tarde: «Sé, con certeza, que la voz vino de
una mujer, una talentosa psicópata que experimentó una fuerte
transferencia conmigo». Era de Maria Moltzer.
En septiembre hubo otro congreso psicoanalítico, esta vez en
Múnich. Jung habló de «Tipos psicológicos», de la idea de que
las personas podían dividirse entre extrovertidos e introvertidos,

[247]
términos completamente nuevos en esos tiempos. Se trataba de
una intuición imaginativa e importante, propia del mejor Carl.
Pero su estado emocional no era nada bueno. «Hace un par de
años, en la risa estentórea de Carl había una alegría vigorosa y
una exuberante vitalidad», observó uno de los asistentes, «pero
su seriedad actual está hecha de pura agresión, ambición y
brutalidad intelectual». Freud y Jung conversaron amablemente,
pero todo había terminado entre ellos.
Un mes después viajaba Jung en tren para reunirse con
Emma y los niños para un fin de semana en Schaffhausen y
celebrar los cincuenta y siete años de Bertha. Tuvo en esos
momentos lo que llamó una visión abrumadora: un monstruoso
torrente cubría toda la tierra entre el Mar del Norte y los Alpes.
Advertía que representaba una catástrofe espantosa: el mar se
convertía en sangre y había miles de cuerpos ahogados. Los Alpes
de Suiza crecían y crecían para evitar la inundación. ¿Qué podía
significar? En octubre escribió a Freud, rompiendo relaciones
definitivamente y renunciando a su cargo en el Jahrbuch.Y, ade-
más, volvió a escribir su diario secreto, que había abandonado
cuando se comprometió con Emma. La última entrada de
entonces había sido: «Ya no estoy solo conmigo y solo puedo
recordar artificialmente los bellos y alarmantes sentimientos de
soledad. Este es el lado sombrío de la fortuna de amar».
En noviembre de 1913 Ernest Jones informó a Freud desde
Estados Unidos que un conocido de ambos «considera que Jung
sufre de un trastorno mental». Jung pensaba otra cosa:

Cuando tuve la fantasía de la inundación, en octubre de ese


año 1913, pasaba por un tiempo muy significativo para mí
como hombre. En esa época, en los cuarenta años de mi
vida, ya había logrado cuanto había deseado: poder, riqueza,
conocimiento y todos los gozos humanos. Entonces cesó
mi deseo de aumentar esos arreos y ornamentos, menguó

[248]
el deseo y me invadió el horror. Se apoderó de mí la visión
del aluvión y sentí el espíritu de las profundidades. Pero
no lo pude comprender. Sin embargo, me impulsaba, con
un anhelo interior insoportable, y me dije: ¿Dónde estás,
alma mía? ¿Me escuchas? Hablo, te llamo. ¿Estás ahí?
He regresado. Estoy aquí una vez más.

Este es el comienzo del capítulo primero del visionario Liber


Novus de Jung —El libro rojo, como se lo conoce hoy—, una obra
de extraordinaria imaginación creativa que empezó en esta época
de crisis, en la cual continuó trabajando los siguientes dieciséis
años y que dejó inconclusa. El tema del libro es cómo puede
recuperar el alma, que cree haber perdido durante los años en
que dejó de lado su diario secreto y ha estado casado con Emma.
Tiene la forma de conversaciones con varias figuras bíblicas,
mitológicas y simbólicas que Jung encuentra en el camino.
Primero escribió los encuentros en una serie de anotadores
encuadernados en cuero negro, los «Libros Negros». Más tarde
los transcribió en un gran volumen también encuadernado en
cuero, ahora rojo, ciento ochenta y nueve páginas de antigua letra
cursiva, a veces en latín, sobre todo en alemán, acompañados
por iluminaciones de brillantes colores, una traducción de sus
emociones en imágenes simbólicas según el estilo de una Biblia
medieval. La primera inicial de la primera página, la «D» de
Der Weg des Kommenden (El camino de lo que está por venir), es
bellísima, y permite recordar que el paisaje que pintó Jung de
joven en París ya poseía cierto aire de otro mundo. La «D» es
roja, una serpiente coronada que emerge de una negra caldera
de fuego. Está situada contra un paisaje suizo, un lago con un
velero, un pez verde y vegetación en primer plano, una aldea con
la aguja de una iglesia en el plano medio y los Alpes al fondo,
todo dominado por un luminoso azul. El texto está en latín, es

[249]
de una Biblia de Lutero: «Dijo Isaías: ¿Quién ha creído nuestras
palabras? ¿A quién se ha revelado el brazo del Señor?».
Jung finalmente dejó de lado el Liber Novus, y allí quedó
sin tocar en su Cabinet durante los siguientes veinte años. Solo
se publicaría en 2009. Proviene del periodo que Jung califica
de «el tiempo más importante de mi vida. Todo lo demás tiene
que derivarse de esto». Las únicas personas con que compartió
estas experiencias interiores fueron unos cuantos «colaboradores
cercanos». Y Emma. Y Toni Wolff.

El 12 de diciembre de 1913 Jung estaba sentado, solo, en su escri-


torio de su Cabinet a la luz difusa de los vitrales de sus ventanas
que representaban la crucifixión y pasión de Cristo. «Pensaba en
sus miedos» y resolvió dejarse caer nuevamente a lo profundo de
su inconsciente. «Fue como si la tierra, literalmente, cediera bajo
mis pies y me precipitara en oscuras profundidades. No pude
evitar una sensación de pánico». Aterrizó en una masa blanda,
viscosa, en completa oscuridad, pero con una sensación de alivio
por haber aterrizado. Una vez que la vista se le acostumbró a la
penumbra, un hondo crepúsculo, vio la entrada de una caverna
oscura custodiada por un enano de piel correosa, momificada:

Me deslicé por su lado por la angosta entrada y avancé


con agua helada hasta las rodillas hacia el otro lado de
la caverna, donde, sobre una roca sobresaliente, vi un
resplandeciente cristal rojo. Me sujeté de la piedra, la
levanté y descubrí debajo un gran hueco. Al comienzo
no pude distinguir nada más, pero de pronto vi que allí
bajo corría agua. En ella flotaba un cadáver de un joven
de cabellera rubia y una herida en la frente. Lo seguía un
gigantesco escarabajo negro y después un sol rojo recién
nacido que se alzaba de las profundidades de las aguas.

[250]
Intentó reponer la piedra en su lugar, pero saltó un fluido. Era
sangre. «Saltó un grueso chorro y sentí náuseas. Me parecía
que la sangre continuaría brotando por un tiempo insoportable.
Pero cesó finalmente, y terminó la visión». Cavernas oscuras,
rocas sobresalientes y piedras preciosas: tal como los sueños y
visiones de su niñez.
Cayó en la cuenta de que era un mito heroico, un drama
de muerte y renovación. Seis días más tarde tuvo un sueño: se
encontraba con un hombre de piel marrón, un salvaje, en un
solitario paisaje rocoso, poco antes del amanecer; brillaba el cielo
del oriente y las estrellas se atenuaban. «Entonces sentí resonar
el cuerno de Sigfrido por las montañas y supe que teníamos
que matarlo». Sigfrido apareció en lo alto de la cresta de una
montaña. Los primeros rayos del sol le daban por la espalda.
Se precipitó a furiosa velocidad por las laderas inclinadas con-
duciendo un carro construido con los huesos de los muertos.
«Le disparamos no bien giró por una esquina y cayó hacia abajo,
muerto». Y entonces Carl, el que soñaba, huyó disgustado y
lleno de remordimientos por haber matado algo tan grandioso
y bello, y aterrorizado porque pudiera descubrirse el asesinado.
Pero hubo en esos momentos una lluvia tremenda y supo que
borraría todas las huellas. «Había escapado del peligro del
descubrimiento. La vida podía continuar, pero permanecía una
perdurable sensación de culpa». Trató de volver a dormir, pero
la voz volvió a hablarle: «Si no entiendes el sueño tienes que
pegarte un tiro». Pensó en su revólver del servicio militar en el
velador, cargado, y se asustó mucho.

Emma, que ahora comprendía mejor la compleja personalidad


de Carl y temía por su estabilidad emocional, se ocupó de que la
vida cotidiana en Seestrasse continuara normalmente. Los niños,
Aggi, de diez años, Gret, de ocho, Franz, de seis, y Marianne

[251]
(conocida por Nannerl), de tres, no advertían nada inusual: su
padre veía pacientes, tanto como siete al día cinco días a la semana,
daba conferencias, mantenía una rica correspondencia, se iba de
excursión o a escalar en los Alpes, llevaba amigos a navegar por
el lago de Zúrich, y todos los días, si el tiempo parecía bueno,
tomaba café con su madre en la terraza después de la comida de
mediodía, a menudo con visitantes, porque siempre había visitas.
La única diferencia era que Fráulein Wolff parecía andar cada día
más cerca. Dijeron a los niños que debían llamarla Tante Toni y
ser amables con ella e incluirla en la vida familiar. No les gustó
nada la orden ni la pudieron entender. No sabían que un año
antes su padre había tenido el sueño que lo llevó a embarcarse en
una relación con una mujer que hacía tres años que conocía —el
de la paloma que se convierte en una niña de cabello dorado— y
que un día casi se había dejado ahogar, desesperado, mientras
nadaba en el lago tratando de resolver todo esto.
A los niños no les gustaba Tante Toni, que no era buena
con ellos, no sabía cómo hablarles y no se interesaba en jugar
a las cartas. Empezaron a burlarse de ella cuando su padre
estaba ausente. O su madre. Porque, si bien era muy doloroso
para Emma tener que soportar lo que se estaba convirtiendo
velozmente en un ménage 4 trois, nunca toleró que los niños
fueran descorteses con Tante Toni. Sabía que Carl se encontraba
desesperado, a pesar de las apariencias, y decidió que de un
modo u otro tendría que encarar esto.
El 18 de marzo de 1914 nació el quinto hijo de Emma y
Carl, Emma Helene, conocida por Helene o Lil. La bebé fue
otra de las que Carl llamó «pequeñas bendiciones», pero sería
la última. La familia decía que Emma estaba molesta por haber
quedado embarazada una vez más, molesta por su destino de
mujer y molesta con Carl, que no tenía que soportar los dolo-
res del trabajo de parto ni las restricciones de la maternidad.
Apenas dos semanas después del parto, en casa, en la Seestrasse,
Carl se marchó a Ravena de paseo en bicicleta con su amigo

[252]
Hans Schmid. Emma se marchó con el bebé donde su madre,
a Schaffhausen, donde recibieron, sin ningún contento, alegres
postales que les hablaban de las bellezas de los mosaicos de
Ravena. La madre de Carl y Trudi vinieron a la casa para ayudar
a la niñera a cuidar de los otros cuatro hijos. Cuando regresó
Carl, él y Emma se instalaron en dormitorios separados. Ya no
habría más hijos. Emma tenía treinta y dos años.
Jung se embarcó esa primavera en un frenesí de renuncias.
El 20 de abril de 1914 renunció a la presidencia de la Asociación
Psicoanalítica Internacional, junto con otros quince miembros
suizos, todos los cuales rechazaban «las políticas papales de los
vieneses». Á esto reaccionó Freud, escribiendo a Karl Abraham:
«Así que por fin nos hemos librado de ellos, del brutal y sagrado
Jung y sus piadosos papagayos». Diez días más tarde renunció
Jung a sus clases en la facultad de medicina de la Universidad
de Zúrich, que no hizo grandes esfuerzos por retenerlo. El 24
de julio estaba en Londres, en la Psycho-Medical Society, dando
una charla, «Sobre el entendimiento psicológico», que calificaba
la metodología de Freud de reduccionista y la comparaba con
alguien que tratara de comprender una catedral gótica por medio
de sus aspectos mineralógicos. El 28 ya estaba en Aberdeen
hablando a la British Medical Association sobre «La importancia
del inconsciente en la psicopatología». Exteriormente seguro y
combativo e interiormente frágil, Jung no podía dejar de trabajar.
«Como psiquiatra comencé a inquietarme, preguntándome si no
estaba en camino de “hacer una esquizofrenia”, como decíamos en
aquellos días», confesó años después a un amigo. «Me encontraba
preparando una conferencia que debía pronunciar en Aberdeen
y no cesaba de repetirme: “¡Estoy hablando de mí mismo! Voy
a enloquecer después de leer esta charla”».
Entretanto, el mundo sí que estaba enloqueciendo. El 28 de
julio Austria declaró la guerra a Serbia. Al día siguiente el Zar
de Rusia, aliado de Serbia, movilizó su ejército a lo largo de la
frontera austriaca. El 1 de agosto, Alemania declaró la guerra

[253]
a Rusia. El día 2 el Zar firmó una declaración de guerra. Tres
días después Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania.
La secuencia de los sucesos fue tan rápida que mucha gente
se encontró en el lugar y en el país equivocados. El príncipe
Heinrich de Alemania, el hermano menor del Káiser, estaba
visitando a su primo Georgie, George V, en el palacio de
Buckingham. La Zarina viuda de Rusia también estaba en
Inglaterra, camino de Sandringham con su hermana Alexandra,
la Reina viuda de Inglaterra. Por toda Europa corrían a casa
niñeras e institutrices, tutores, valets y damas de compañía,
empresarios y diplomáticos, maridos y mujeres. En Zúrich una
compañía francesa de teatro tuvo que interrumpir abruptamente
su estancia. Albañiles italianos guardaron las herramientas y se
encaminaron a la estación central de Zúrich junto con cuarenta y
dos mil trabajadores industriales alemanes, porteros y empleados
de hotel, algunos marchando y cantando la patriótica «Wacht
am Rhein» por la Bahnhofstrasse con eslavos y rusos, polacos y
bohemios, todos con pequeñas maletas y cajas de cartón sujetas
con cuerdas, hasta acomodarse en los vagones de tercera clase.
Carl escribió una carta apresurada a Emma el 1 de agosto:
había oído que Suiza se estaba movilizando y de inmediato se
había marchado de Escocia para alcanzar un barco que zarpaba
hacia Holanda, ya que era más probable que pudiera tomar un
tren que atravesara por Holanda y Alemania y no por Francia.
Había una enorme flota en el estuario de Forth. Si Maria
Moltzer estaba en Holanda la llevaría con él. «Saluda a los
niños», terminaba la carta. «Y un beso para ti, querida, tu Carl».
Decidió que todos los sueños y las visiones apocalípticas
que había estado experimentando no eran indicios de una
esquizofrenia incipiente, sino premoniciones de guerra de su
inconsciente. «Por fin había comprendido. Y cuando desembar-
camos en Holanda, al día siguiente, nadie era más feliz que yo».

[254]
1d
La Gran Guerra

La vida en Suiza durante la Primera Guerra Mundial fue insular,


con el país separado del resto del mundo, con sus fronteras
cerradas y a salvo del horror que lo rodeaba. Después de los
primeros temores porque Alemania quisiera anexar el pequeño
territorio, se hizo evidente que su neutralidad convenía a todos,
especialmente a los mismos suizos.
Nadie pensó que la guerra duraría más de seis meses: con
excesiva frecuencia había habido problemas en los Balcanes.
Entretanto, Zúrich florecía como centro cultural, recibiendo
refugiados de todos lados. Artistas, escritores, músicos, revolu-
cionarios, exiliados políticos, espías y agitadores se congregaban
allí, se reunían en los cafés y en los parques, conversaban, dis-
cutían, bebían, conspiraban. A Hans Arp, artista Dadá llegado
a Suiza desde Alsacia, estos le parecían tiempos muy atractivos.
«Recordándolos, me parecen casi idílicos. En aquellos días Zúrich
estaba ocupado por un ejército de revolucionarios, reformadores,
poetas, pintores, filósofos, políticos y pacifistas internacionales».
Idílico y libre, el Café Odeón en la Bellevue Platz, junto al lago de
Zúrich, era un lugar favorito de reunión; grupos de expatriados,
cada uno de los cuales hablaba su propio idioma, se disputaban
las mesas. Se sentaban durante horas bebiendo poco más que un
haffee créeme o un thé citron. No abundaba el dinero en ese lugar
colmado de humo e intrigas. Stephan Zweig, que se alojaba en
un hotel de Zúrich, aprendió a cuidar lo que decía o escribía: «La
criada que vaciaba la papelera, la telefonista, o el portero que se
mantenía sospechosamente cerca y tardaba demasiado en hacer
lo que hacía, todos, trabajaban para alguna potencia extranjera».
Los dadaístas se apoderaron de una mesa redonda junto
a la ventana. Enfrente se sentaban los escritores Wedekind,
Leonhard Frank, Franz Werfel y sus amigos. En otra mesa se
reunía un grupo de bailarines rusos en torno del coreógrafo y
solista Sajaroff y un poco más allá conversaban con su propio
círculo de amistades las baronesas Werefkin y Jawlensky, pintoras
de vanguardia. El comerciante de arte Paul Cassirer, astuto
promotor de los impresionistas y postimpresionistas franceses,
acudía con sus íntimos. Y en un rincón, en una mesa que siempre
le reservaban, completamente solo y aparentemente intocado
por el ruido, se sentaba el general Wille, el hombre que había
reformado el ejército suizo en 1912 justo a tiempo para la
movilización general de agosto de 1914, fumando sus cigarros
y leyendo el Neue Zúrcher Zeitung.
James Joyce, el escritor irlandés, prefería el Kronenhalle,
_ más elegante, con exquisito enmaderado, al lado opuesto de la
calle, donde se sentaba con Ferruccio Busoni, el compositor y
pianista italiano, pacifista que se negaba a actuar en los países en
conflicto, y con René Schickele, el escritor y ensayista francés,
conversando acompañados de vino y champán. Los actores y
escritores anarquistas Hugo Ball y Emmy Hemmings, su mujer,
acusados de traidores cuando huyeron de Berlín, también prefe-
rían esas bebidas en el Kronenhalle, aunque no tenían dinero, así
que Ball se había empleado de pianista en un teatro de variété
de la ciudad vieja de Zúrich. Ball y Hemmings protestaban
en voz alta contra la guerra y gritaban a favor del socialismo
internacional y la revolución. Fundaron finalmente el Cabaret

[256]
Voltaire en la Niederdorfstrasse, un «cabaret internacional», como
lo llamaba Ball. Abrieron sus puertas a un público pintoresco con
una velada de «música negra». Tristán Tzara, el poeta rumano,
cantó «Boum, boum, boum, drabafia mo gere drabafía mo bonoooo»,
vistiendo una armadura de cartón piedra, con la cabeza tapada
por una caja, como un robot. Emmy Hemmings aparecía por
detrás de una improvisada cortina verde, con labios de un rojo
brillante y ojos negrísimos, un pulóver violentamente verde,
de pie bajo la luz, junto al piano, cantando: «Así vivimos, así
vivimos, así morimos, así asesinamos a nuestros camaradas
en la Danza de la Muerte. Seguid durmiendo». Al término
de la velada vendía al público la letra de las canciones, escrita
en postales, juntaba dinero, agradecía a sus amigos de Rusia
y Francia, anunciaba que Dadá proclamaba «el rechazo de la
fiebre de guerra y el desprecio a los pedestres valores burgueses,
un nuevo comienzo y una vuelta a lo primitivo». La prensa se
enfurecía. «Rechazamos a estos bolcheviques del arte tanto
como al bolchevismo propiamente tal», notificaba el Winterthur
Tageblatt. El público, en su mayoría entusiastas clientes del Café
Odeón, pateaba el suelo, gritaba, arrojaba pieles de naranjas y
monedas. Unos pocos estudiantes y peatones vespertinos bien
vestidos se unían al alboroto, pero los ordenados burgueses de
Zúrich no participaban. Tenían mejores cosas que hacer y no
veían la necesidad de contemplar so en Schmarre, esa basura.
Vladimir Illich Ulianov —Lenin— pudo entrar a Suiza vía
Berna sin siquiera un pasaporte en esos primeros días de 1914,
antes de que cundiera la sospecha sobre los extranjeros. Todo
lo que tuvo que hacer fue mencionar al muy respetado político
socialista Hermann Greulich, que había trabajado con Marx y
Engels en la Primera Internacional. No fue el único que entró.
Muy pronto Suiza estuvo colmada de anarquistas e izquierdistas
de todos los países vecinos, recibidos con entusiasmo por los
socialistas suizos, pero observados cada vez con mayor alarma

[257]
por el resto. En septiembre de 1915 Robert Grimm, importante
miembro del partido socialdemócrata, organizó una conferencia
en Zimmerwald, a la que asistirían Lenin y un contingente de
comunistas y pacifistas y también de socialistas. Llamaron a una
nueva Internacional y a una reanudación de la lucha de clases.
No dudaban de que la guerra, que ya se arrastraba más de un
año, era capitalista y enfrentaba unos con otros a los trabajadores
cuando lo que estos necesitaban era unidad para luchar en la
verdadera guerra: la lucha de clases.
Lenin y su mujer, Nadia, permanecieron en Berna hasta
febrero de 1916, momento en que se trasladaron a Zúrich. Una
de las razones principales era la Biblioteca Central de Zúrich,
muy superior a la de Berna, la misma biblioteca donde iba Emma
a continuar sus estudios cuando el tiempo y la familia lo permi-
tían. Lenin trabajaba sobre todo en su tesis «El imperialismo,
la etapa superior del capitalismo», en la cual sostenía que el
imperialismo era producto del capitalismo y que los capitalistas
estaban condenados a extender su búsqueda de ganancias a
territorios donde el trabajo y las materias primas fueran más
baratos; la guerra era el resultado inevitable. Los domingos,
cuando la biblioteca estaba cerrada, Lenin y su mujer gustaban
de caminar por el Zúrich Berg, buscando un lugar con buena
vista de los Alpes y el lago. Se recostaban en el césped y leían.
Vivieron primero en la Geigerstrasse, pero esa calle quedaba
cerca de la fábrica de salchichas Ruff y el olor era horrible. Así
que se mudaron a Spiegel Gasse, no lejos del Cabaret Voltaire,
donde permanecieron el resto de su estancia en Zúrich a la espera
de que les llamaran de regreso a Rusia. Preferían el restaurant
Sussihof antes que el café Odeón o en Kronenhalle, y a Lenin
le encantaba la pista de bolos, juego en que llegó a ser buen
miembro del club. Los socialistas suizos fueron generosos en
el financiamiento de la pareja, pero a Lenin no le parecían muy
revolucionarios. Lenin y su mujer desaparecieron de súbito en
abril de 1917, de regreso a Rusia y a una verdadera revolución.

[258]
Durante los primeros días de la guerra la vida cotidiana en
Zúrich transcurrió casi como siempre. Solo los faroles de gas
disminuyeron la intensidad de la luz lo que tornó más azaroso
caminar por la calle cuando caía la noche. Los tranvías seguían
funcionando, tocando la campanilla a ciclistas y automóviles,
los cocheros de los Droschken continuaban junto a sus nerviosos
caballos fuera de la Estación Central a la espera de clientes,
los granjeros del mercado no dejaban de bajar en sus carretas
de las tierras altas de Forch todos los martes y jueves. El mer-
cado de aves de la Augustine Platz bullía como de costumbre.
Los corredores de bolsa se adaptaron rápidamente a la guerra,
vendieron sus acciones de Schneider-Creusot y Standard Oil
y prefirieron las de General Motors, Baltimore y Ohio y Royal
Dutch, acciones norteamericanas, no europeas. La neutral Zúrich
prosperaba como centro comercial y financiero. El pequeño
kiosco de la oficina del telégrafo en la estación central no cesaba
de trabajar ni de día ni de noche.
Pero no bien se advirtió que la guerra duraría más de seis
meses, los agentes se cambiaron a materias primas y alimentos,
sacando mercadería de las bodegas cuan rápido podían antes
de que las fronteras se cerraran por completo —la de Basilea
ya se había clausurado, pero Ginebra permaneció abierta por
un tiempo—, comprando azúcar y café, algodón y carbón,
harina, arroz, pasas, avena, pastas, latas de sardinas, cacao, leche
condensada. Las Hausfraus que podían hacerlo, comenzaron a
acaparar, llevando a casa alimentos con ayuda de sus criadas y
almacenándolos en los sótanos. Los escaparates de las tiendas
empezaron a vaciarse. La gran tienda Jelmoli agotó las existencias
de medias de rayón, pantallas y perfumes. Había filas por todas
partes. Creció el mercado negro. El oro era la respuesta, no el
papel moneda, que se tornaba inútil.
En el municipio se tomaron medidas de emergencia: se
fortalecieron los poderes de la policía y se limitó la libertad

[259]
personal. Se prohibieron las manifestaciones callejeras. Cada
uno tenía que cuidarse solo, se decía. Los Gasthofs y los restau-
rantes de los hoteles tenían que cerrar a las once de la noche.
Los batallones Landsturm 54,57 y 58 estaban preparados para
una movilización general. Nuevos reclutas se congregaban
desordenadamente en patios de escuelas por todo Zúrich a la
sombra de los castaños. Muchachos que bajo la camisa llevaban
camisetas de lana tejidas por sus madres, jóvenes campesinos,
empleados de oficina, ayudantes de tiendas, comerciantes y
aprendices tocados todos de gorras y exhibiendo uniformes de
cuello rojo, pesados cinturones de cuero y sables de no menor
peso, todavía no formaban unidades militares, pero a ello se
encaminaban no dispuestos de momento a combatir en una
guerra sino solo a patrullar las fronteras y mantener a Suiza a
salvo. Pero divisiones completas salían de los patios a las calles,
con sus oficiales montados a caballo, marcando el paso, con las
banderas flameando, al son de las bandas militares. Las dueñas
de casa, con los delantales puestos, les saludaban desde los
umbrales mientras se dirigían a los cuarteles de Winterthur.
Carl no había acabado de regresar de sus viajes y ya le estaban
llamando al cuerpo médico del ejército, sacaba su rifle del armario
del salón principal en la Seestrasse, se ponía su viejo uniforme
y se aprestaba a vacunar a centenares de nuevos reclutas. Más
adelante atendería a los enfermos y a algunos heridos e incluso le
enviarían a los hospitales de campaña establecidos en la neutral
Suiza, instituciones que atendían a gente de todos los bandos en
guerra, pero sobre todo a oficiales. Fue todo un impacto para las
buenas señoras de Zúrich que en la Estación Central, con sus
almidonados uniformes de la Cruz Roja, al son de una banda
militar, esperaban, con ramos de rosas de los Alpes en la mano
a modo de bienvenida, al primer tren de heridos franceses en
la batalla del Marne, y contemplaron después a los soldados
medio muertos que extraían del tren en camillas o cojeando por

[260]
el andén, apoyados en muletas o en algún compañero, con los
ojos vendados, ciegos. Y no eran mayores que sus propios hijos
y hermanos y maridos que patrullaban las fronteras de Suiza.
El servicio militar de Jung nunca duró más de algunas
semanas seguidas. Escribía a Emma desde uno u otro destino,
describiendo su trabajo, pidiéndole que le visitara, que le enviara
ropa limpia y más libros, pues su nueva obra, Los tipos psicológi-
cos, empezaba a tomar forma, y despidiéndose siempre con su
acostumbrado Kússt Dich Dein Carl —con besos de tu Carl—.
Pero Emma casi nunca pudo visitarle, ocupada como estaba con
las exigencias de un nuevo bebé y de sus otros cuatro hijos, y
con la casa, que tenía que seguir funcionando. Al revés de Toni
Wolft o Maria Moltzer, que podían moverse como quisieran.
Carl amaba a Emma. Pero al mismo tiempo no cedía en
sus ideas sobre la poligamia, asegurándole a ella que eso no
implicaba ninguna diferencia en cómo la quería. En cuanto
concernía a Carl, las mujeres y los hombres eran diferentes: «Esta
relación no es excluyente en un hombre. El hombre promedio
se dice, cuando se permite comparar a su mujer con otras: “ella
es mi esposa entre todas las mujeres”. Para la mujer, en cambio,
el objeto que le personifica el mundo es mi marido, mis hijos,
en medio de un mundo que carece, relativamente, de mucho
interés». El hombre era libre para tener una familia, seguir una
carrera, tener aventuras; la mujer permanecía confinada en casa,
con pocas oportunidades de vida afuera: unos puntos de vista
nada desacostumbrado en aquellos tiempos. Menos habitual
era que Carl manejaba sus aventuras abiertamente, nada en
secreto. Emma, entretanto, permanecía monógama y fidelísima.
«Creo que tenía muchos admiradores», recordaría más tarde un
amigo de los Jung. «Era muy bella». Pero nunca había tenido
una aventura, pensaba ese amigo, por sus antecedentes familiares
y el tipo de persona que era.
Inveteradamente justa, Emma trataba de serlo con Toni
Wolff, incluso con Maria Moltzer, pero parecía incapaz de serlo

[261]
consigo misma. Le costaba reconocerse. Dolida, recurrió entonces
a Carl, como siempre lo hacía, describiéndole sus esfuerzos y
sus sensaciones de disociación. Él le dijo que esos sentimientos
eran un resultado necesario del desarrollo de la personalidad.
Le habían ocurrido a él mismo, así que comprendía el asunto.
Pero ni todas las promesas y comprensiones del mundo podían
equilibrar el hecho que ella, todavía joven, vivía ahora la vida
de una célibe, viendo de cerca cómo otras mujeres disfrutaban
de las atenciones de su marido. Una fotografía tomada a Carl,
Emma y los niños en una de las escasas ocasiones en que la
familia pudo visitar a Jung durante la guerra, cuando estaba
en Cháteau d'Oex, en Vaud, cuidando de soldados británicos,
captura dolorosamente bien este momento de la vida de Emma.
Allí está Jung, grande, vigoroso, inequívoco páter familias, vestido
a la inglesa, con chaqueta de tweed, rodeando con los brazos a
su hijo Franz, ya de nueve años, con tres de sus hijas a su lado,
cada una más interesante y personal que la otra y mirando
directamente y sin sonreír a la cámara. Falta Lil, posiblemente al
cuidado de la niñera ya que solo tenía dos años.Y allí está sentada
Emma, sobria, elegante, de larga falda oscura, blusa blanca con
bordados blancos, y chaqueta oscura con un broche al cuello,
los pies cuidadosamente cruzados, la cabeza inclinada, con la
cara en la sombra, oculta por el ala de su gran sombrero de paja,
casi invisible, molesta porque la fotografíen, un cuadro de dolor.
«Querida Gretli», escribió alegremente Carl a su segunda
hija, en el dialecto de Basilea:

Muchas gracias por tu carta tan dulce. Tengo mucho que


hacer. Hoy tuve que volver a las tierras altas de Berna,
hasta arriba, al glaciar. Allí hay un montón de ingleses. Di
a Agathli que solo nos quedan dos oficiales gurkas. Son
muy marrones y tienen la cabeza envuelta con un turbante.
Ayer estaba casi en la cima de una montaña y nos llegó

[262]
una lluvia horrible. Iba con un inglés que estuvo preso
en Alemania casi tres años. Mientras subíamos vimos
cientos de salamandras negras. Estaban allí sentadas en
el sendero y nos miraban como a quienes han perdido el
juicio saliendo fuera con un tiempo que solo aguantan
las salamandras.
Muchos besos de Papá

Carl parecía estar muy bien en Cháteau d'Oex, viviendo en un


cómodo hotel, a cargo de la clase de ingleses que le gustaban
—oficiales y gentlemen—, lejos de los horrores de la guerra. La
comida no estaba mal, el grupo era agradable, conversaban en
inglés, y hasta había tiempo libre para leer, salir en bicicleta y
escalar en los Alpes. Pero la personalidad N“2 nunca estaba
demasiado lejos.
«Mientras estuve allí, cada mañana tracé en un cuadernillo
un pequeño dibujo circular, un mandala, que parecía corres-
ponder a mi situación interior del momento. Con ayuda de
esos dibujos pude observarme día a día las transformaciones
psíquicas», escribiría más tarde, recordando su lucha interior
para comprender qué le ocurría. Día tras día dibujó mandalas,
docenas. «Mis mandalas eran criptogramas relativos al estado del
self; que se me presentaban de una manera nueva cada día. Veía
en ellos al se/f—es decir a todo mi ser— activamente, en pleno
trabajo. A decir verdad, en un comienzo solo los comprendía
vagamente, pero me parecían sumamente significativos y los
guardé como piedras preciosas».
Toni Wolff era una visitante frecuente en Cháteau d'Oex.
Entre toda la gente que rodeaba entonces a Jung, solamente
Toni era capaz de seguirle a su inconsciente cargado de símbo-
los. Emma lo intentó, pero le resultaba imposible. Era menos
«espiritual» que Toni, quizás menos intelectual. «Toni, muy

[263]
importante para él, era capaz de comprender aquello», diría una
vez Susi, la hermana de Toni. «Quizás fue capaz de alentarle y
darle confianza en sí mismo. Frau Jung no era capaz de hacerlo».
Carl necesitó de Toni cuando, luchando con su inconsciente,
vacilando en los límites, trabajaba en Transformaciones de la
libido y en el Liber Novus. «Fenomenológicamente se lo podía
clasificar de un episodio esquizofrénico», pensaba Carl Meier.
«Pero era voluntario. Sencillamente tenía la energía y el valor
para lidiar con unos contenidos que nadie ha experimentado
excepto los esquizofrénicos». Según Meier, se trataba de un
verdadero trabajo de pionero. Y prueba viviente de la teoría
de Jung de que las crisis no son necesariamente negativas, que
pueden ser precisamente lo que conduzca al desarrollo y la
curación: «dolencias creativas», como se las describiría más tarde.
Y entonces era Toni Wolff su confidente, no Emma. «Ir a las
profundidades, no, no era esa clase de pez», diría Meier.
Aunque todavía vivía donde su madre, Toni parecía estar
ahora todo el tiempo en la Seestrasse, ayudando a Carl en sus
investigaciones, tomando té y cenando con la familia, paseando
largamente y conversando con Carl en el jardín durante los meses
de verano, encerrándose largas horas con Carl en su Cabinet
durante el invierno. Carl, Emma y Toni. Toni, Emma y Carl.
Los niños ya no lo soportaban. Tante Toni se presentaba en su
casa como por derecho propio, interfería con su vida privada
familiar, se llevaba a su padre y lo alejaba de ellos, su madre
se entristecía. Y su madre no hacía nada al respecto. Era de
no creérselo.
La única comida que Emma consiguió mantener sacrosanta
fue la del mediodía, cuando Carl reaparecía después de ver a
sus pacientes en su Cabinet y ocupaba su lugar a la cabecera
de la mesa en la S£ube, de cara al lago. Como de costumbre,
se mantenía a veces en completo silencio, perdido en sus pen-
samientos, y los niños debían sentarse callados y no molestar.

[264]
En otras ocasiones se mostraba hablador y exuberante, lleno
de historias y bromas y trucos, hacía reír a todos, provocaba un
verdadero caos. Se burlaba de la criada, arrojaba guisantes y
carne a través de la mesa con su tenedor, o gritaba a la cocinera
si le parecía que la comida estaba un poco fría, la carne no muy
tierna o los vegetales recocidos, y la dejaba llorando. Era como
tener un sexto niño en la mesa. «Also, hor uf Carl!». Emma le
reprendía: «¡Basta, Carl!». Y los niños no podían más de risa.
Muy pronto supieron cuándo tenían permiso para portarse mal
y cuándo no: si había invitados y se estaban aburriendo podían
hacer algo de ruido o contar chistes tontos o empezar a cantar.
Si aparecía su postre favorito, budín de chocolate, realizaban
el «truco de la fiesta» que les había enseñado su padre: tomar
el bol en las manos, mantenerlo cerca de los labios y soplar el
chocolate por encima de la mesa e inevitablemente manchar
el inmaculado mantel blanco. Carl o Emma podían regañarlos
por estas travesuras, pero rara vez les castigaban. Ninguno de
los dos solía hacerlo. Lo más que hacían era amenazarles con
encerrarlos un tiempo en el cuarto estrecho que había bajo la
escalera del sótano. Pero casi nunca cumplían la amenaza.
Pero nada de risible había en las ocasiones en que Carl
se enfurecía. La furia surgía no se sabía de dónde, como una
tormenta alpina, y aterrorizaba a los niños. Solo su madre parecía
imperturbable. «No tiene importancia. No puede evitarlo». Así
se lo explicó a Agathe cuando la niña tuvo edad bastante para
entenderlo. Era verdad: las tormentas pasaban, pero a los niños
les resultaba muy difícil entender qué ocurría. Dependía de qué
papá se tenía en cada caso. Lo mismo sucedía al atardecer. Si su
padre andaba con talante introvertido, se marchaba directamente
a su Cabinet o podía quedarse en la Stube, allí pero no allí, leyendo
uno de sus libros, fumando su pipa, distraído, mientras ellos se
sentaban a la mesa a hacer sus deberes o a jugar en silencio a
uno de sus juegos de salón. Pero si andaba de ánimo exuberante

[265]
todo el mundo se llenaba de energías, se disponía a divertirse,
mientras su madre, la única adulta en la habitación, cosía o
remendaba vigilando el caos hasta la hora de irse a la cama.
Emma estaba siempre muy ocupada. Lo primero, todas las
mañanas, una vez que los niños se marchaban al colegio después
de un rápido desayuno —a las seis quince en el verano y a las
siete quince en invierno, estilo suizo—, era la conversación
acostumbrada y formal con los sirvientes: con la cocinera, las
tres criadas y con el jardinero y hombre para todo servicio que
traía diariamente los vegetales y flores y se iba de compras en
su carreta de madera hasta el pueblo de Kusnacht en busca
de comestibles, pescado fresco y el tabaco de Herr Doktor,
pero nunca de carne, que les llegaba directamente de parte
del carnicero de la familia, desde Schaffhausen. Venía después
una larga mañana de correspondencia, especialmente asuntos
de Carl, a menudo interrumpida por alguno de sus pacientes,
al que debía tranquilizar si él llegaba tarde y con el cual debía
establecer la fecha y hora de la cita siguiente. A esto seguía el
control de la comida del mediodía antes de que los niños llegaran
corriendo del colegio y todos quisieran contar a su madre acerca
de su mañana. Y venía la comida misma, que podía transcurrir
de un modo o de otro según el humor de Carl. Durante los
cálidos meses de verano solían comer afuera, en el jardín, bajo
la enramada de rosas, pero siempre algo de prisa, con las criadas
entrando y saliendo velozmente con los platos, pues los niños
solo disponían de una hora y después volvían a marcharse por
los caminos del campo, con sus bolsones de cuero a la espalda,
pasando por la granja, por los pastizales de las vacas, a lo largo
de la ribera del lago hasta la escuela del pueblo, las niñas con sus
delantales y sus trenzas, Franz de pantalones cortos y suspensores
de cuero, descalzos todos en el verano.
Una vez por semana venía a casa una costurera a coser la
ropa interior, y dos veces al año llegaba un sastre de Londres para

[266]
mantener a Carl a la moda de Inglaterra, aunque, naturalmente,
no lo hizo durante la guerra. Carl o bien vestía sus ropas de
campesino suizo —pantalones de grueso algodón o shorts o
viejos pantalones con bolsas en las rodillas, y delantal verde
cuando trabajaba en el jardín— o los de un gentleman inglés:
chaquetas de tweed o de lino, camisa y corbata, pantalones
de pana y cardigan de lana, todo traído directamente de St.
James's. «Qué suerte tenéis los ingleses porque contáis con esos
aristócratas y en cambio nosotros en Suiza no sabemos si usar
botas amarillas con sombrero de copa», escribió una vez Jung
a su amigo inglés Maurice Nicoll.
Las tardes de Emma eran más de lo mismo. Giraban sobre
todo en torno de Carl: agendar citas, agendar visitas, recepciones,
almuerzos, relaciones, amigos de la familia, visitantes inesperados
del extranjero. Todo pasaba por sus manos sin que tuviera que
moverse demasiado de su escritorio junto a la ventana en la
Stube. Y siempre el mismo Carl, saliendo explosivamente de
su Cabinef entre las citas, queriendo saber lo que pensaba del
borrador de un artículo, de un capítulo, de su última idea. «Papá
estaba siempre lleno de ideas y ellos hablaban y hablaban y no
nos permitían estar con ellos en el jardín ni en la biblioteca. Per-
manecíamos abajo», recuerda Agathe. «Ella no nos descuidaba,
pero su interés principal era papá. Estaba allí para papá». Su
madre era muy inteligente, pensaba Agathe, y debía haber ido
a la universidad. «Creo que era muy buena para papá, porque le
ayudaba y siempre parecía terriblemente interesada en sus cosas».
Franz coincidía: «Mi padre siempre la tenía en danza». Puede
que el mundo no lo supiera, pero la familia lo sabía: su padre
no podía manejarse sin Emma. Siempre estaba solicitando su
atención: dónde estaba su pipa favorita, la había dejado por ahí,
y dónde estaba el diario de ayer, ¿y todavía no respondía esto o
aquello? Y di a Toni que suba inmediatamente no bien llegue.
En la Seestrasse el ménage á trois pasó a ser un elemento
permanente. Susi Trúb notaba lo duro que resultaba para Emma:

[267]
«Se esforzaba por aceptarlo y por tratar de comprenderlo. Pero
era imposible». Invitaban a los Jung a alguna parte, y Carl se
presentaba con Emma y Toni. No beneficiaba mucho a su repu-
tación local, pero le importaban poco esos suizos de mentalidad
estrecha. La familia Jung tampoco iba a la iglesia, aunque asistir
a la iglesia formara parte del tejido mismo de la vida suiza con
todos luciendo sus mejores galas domingueras y las campanas
resonando en el lago y en los Alpes. Carl se afirmaba con fuerza
en su privada religión simbólica, pero evitaba la Iglesia protes-
tante reformada que había provocado tanta angustia a su padre.
Tampoco había acción de gracias antes de las comidas. Emma
decía las únicas oraciones a la hora de dormir, cuando iba a dar
las buenas noches y los niños juntaban las manos y cerraban los
ojos pidiendo que el ángel de la guarda les protegiera durante la
noche. Todo esto se sumaba a los rumores sobre cosas extrañas
que ocurrían en la Seestrasse, y los niños notaron que a algunos
de sus amigos de la escuela no se les permitía visitar su casa. La
caminata hacia y desde la escuela podía resultar a veces azarosa,
especialmente para Franz, porque los dos niños Morell de la
granja vecina solían esperarle con palos y piedras. Aggi y Gret
se salvaban porque eran niñas. Y a Gret no le importaba. Era
la rebelde de la familia y cada vez que había discordia entre los
niños se podía apostar que Gret estaba tras ella.
Camino a casa desde la escuela se dejaban caer donde la
abuela Jung. La abuela Jung siempre estaba allí, lista con un
vaso de leche y algún bollo. En realidad, nunca iba a ninguna
parte, excepto cuando visitaba la Seestrasse. Eso era una de las
mejores cosas acerca de ella, especialmente porque los padres
estaban siempre tan ocupados. Tante Trudi también estaba allí,
pero uno casi nunca la notaba porque era tan silenciosa, casi
invisible en realidad. Si llovía o hacía frío la abuela Jung estaba
adentro, junto a la estufa y sus azulejos, tejiendo o zurciendo
algo. Si el tiempo era bueno la encontraban afuera, en el jardín,

[268]
cuidando de sus flores y vegetales. Siempre parecía colmada de
palabras, contaba historias de la Biblia, o cuentos de fantasmas
en las oscuras noches de invierno, que parecían tan reales que
daban miedo. La visitaba mucha gente, sobre todo sus parientes
Preiswerk de Basilea. Pero solo dejaba su casa cuando acudía a
cuidar los niños durante alguna de las vacaciones de Emma y Carl,
ocasiones en que ella y Trudi se mudaban a uno de los cuartos de
invitados del piso superior. Además de todo eso había los baños
nocturnos de los sábados en la Seestrasse, cuando el jardinero
encendía la gran caldera del sótano, o los baños en el lago durante
el verano, y los ocasionales almuerzos de los domingos. Si nada
de eso ocurría, la abuela Jung prefería no moverse.

No cesaba el dilema central de Emma: cómo llevar adelante


la vida con su marido y cómo hallar su propio camino en ella.
Cada vez que lo hablaba con Carl, él le decía lo mismo: tenía
que configurar su propia vida, desarrollar su propio camino,
dejar de depender tanto de él y de los niños, analizar sus sueños
y sus sentimientos, y continuar sus estudios. Lo resumía todo
en un «individúate». Carl propuso a Emma que empezara un
análisis con el cuñado de Toni, con Hans Trúb, el marido de
Susi, que ya era uno de los alumnos de Carl después de pasar
por su entrenamiento médico. Y eso hizo Emma. El análisis
cubría muchas cosas: por supuesto que los problemas en la
vida y el matrimonio de Emma, pero también sus intereses
mutuos en literatura, mitología, religión e historia. Emma y
Hans descubrieron que tenían mucho en común, y no lo menor
que los dos se había casado con personas errantes. Susi Trúb
era audaz y libre en términos sexuales, iba mucho más allá de
las normas de los tiempos, contrastaba completamente con
su hermana Toni. Vivía entonces una aventura en Zúrich con

[269]
un acaudalado emigrante ruso llamado Emilii Medtner, que
pertenecía al círculo de Jung. Pero había muchas más.
Carl solía ser huésped a comer o a cenar en casa de los
Wolff en Zúrich, por lo general después de un seminario o
una conferencia. Al término de la comida se retiraba al cuarto
de Toni, con ella. No consta que hubiera una relación sexual
completa entre ellos, pero el costado espiritual de la misma
era lo que más importaba a Carl. Susi dice que su madre sabía
de esta relación, que la inquietaba mucho: «Pero creo que se
complicaba más por Emma. Quizás pensara que era bueno que
Toni tuviera un “amigo”. Pero Emma... Lo sentía por Emma.
¡Tantas dificultades!». Todo el mundo lo sabía en su círculo.
«Era una relación excepcional por la calidad de las tres personas
comprometidas», pensaba Tina Keller, la mujer de Adolf Keller,
pastor de la iglesia de San Pedro de Zúrich. «Como espectadora
que los veía por ahí, me parecía que se trataba de algo muy
diferente de una aventura. Había responsabilidad y una tarea
común que trascendía, pero incluía, la relación amorosa». Los
“Keller nunca invitaron a los Jung sin invitar también a Toni. Una
vez que llegó Toni a una sesión de análisis en la Seestrasse Jung
le dijo: «Así luchamos los tres con este problema». Estaba en el
escritorio de su Cabinet, pintando una imagen en el manuscrito
de su Liber Novus: tres serpientes entrelazadas.
Había otros en su círculo de amigos que reparaban en el
sufrimiento de Emma. «No tengo la menor duda de que esta
relación constituía una tortura, algo muy doloroso para Frau
Jung», recuerda un amigo. «Él era tan poderoso». Cuando Carl
y Emma entraban a una habitación todo el mundo se volvía
hacia Jung, atraídos como por un imán, en tanto que Emma se
mantenía en segundo plano, tranquila, hablando poco. Un amigo
llamaba «Mona Lisa» a Emma por su belleza serena y su sonrisa
lenta y sabia. Todo el mundo la estimaba y admiraba por su
manera digna, inteligente y valerosa de comportarse. Las únicas

[270]
personas que podrían haber dicho otra cosa eran sus criadas.
Emma estallaba muy rara vez y cuando lo hacía el estallido era
una furiosa llamarada fuera de control que superaba con mucho
aquello que la había provocado.
Los Jung tenían un grupo muy unido de amigos, que se
había ido formando durante sus años de matrimonio. Muchos
tenían hijos de la misma edad y todos se interesaban por el
psicoanálisis. Durante los primeros años de la guerra, aislados
como estaban en la neutral Suiza, pasaban muchas tardes juntos
en sus respectivas casas: los Trúb, los Keller, los Pfister, los
Riklin, los Sigg (Martha Boeddinghaus, la vieja admiradora
de Carl, se había casado con un exitoso empresario local de
apellido Sigg), los Maeder, Maria Moltzer, Emilii Medtner, y, por
supuesto, Toni Wolff. Y la casa de la Seestrasse estaba siempre
en el corazón de todas las cosas. Era un grupo interesante:
liberal, educado, combativo. En él se incluía a las mujeres en
la conversación como a iguales y no se las dejaba en el salón
mientras los hombres se retiraban a su Herrenzimmer a beber
su vino y fumar sus cigarros. Tina Keller recuerda que en los
primeros días Frau Jung se sentaba silenciosamente a un lado,
pero que con el paso del tiempo fue comprobando lo asertivas
que podían ser las mujeres, a veces tanto o más que los hombres,
y se incorporó más y más, ganando confianza y descubriendo
que tenía opiniones propias tan firmes como las de los demás.
Tina Keller oyó hablar del psicoanálisis por primera vez
a través de Adolf, su marido, que ya había formado parte de
las tardes de estudio de Bleuler en el Burghólzli, donde se
discutían las nuevas ideas que provenían del profesor Freud
de Viena. Los padres de Tina la habían aleccionado contra
las «peligrosas» amistades de Adolf. En 1912 se consideraba
que el Psico-Análisis era un asunto muy discutible. Pero esto
solo interesó todavía más a Tina y los dos se casaron en 1912.
Su educación había sido semejante a la de Emma, con la misma

[271]
rutina limitada que se proponía a las niñas, salvo por un periodo
muy estimulante en el Cheltenham College para señoritas, en
Inglaterra, donde la directora estimulaba a las jóvenes a apuntar
alto. Las sufragistas acaparaban en ese entonces los titulares,
marchaban con banderas por los derechos de las mujeres, un
movimiento que el Neue Zúrcher Zeitung calificaba de «ridículo».
Tina regresó a casa entusiasmada, pero muy pronto descubrió
que en Suiza las mujeres no tenían nada que hacer, aparte de
ser, quizás, enfermeras y después casarse. E hizo eso. Pero tal
como Emma, se casó a la espera de otra cosa, decidida a no
llevar una vida de agotadora ociosidad. Adolf, que le llevaba
unos veinte años, provenía de una familia modesta, campesina:
era un buen hombre, sin dobleces, abierto, en contraste con el
self mucho más complicado de Tina, que, como Emma, quedó
embarazada muy pronto y tuvo otros cuatro hijos en rápida
secuencia. Pero después del tercero, súbitamente y sin explicación
aparente, cayó en una profunda depresión colmada de temores
y ansiedades irracionales. Adolf, preocupado porque su mujer
enloqueciera, la llevó, en 1915, a ver a Jung. La visita se convirtió
en un prolongado trabajo de análisis.
Jung dijo a Frau Keller lo que decía a tantas mujeres frustra-
das e inteligentes que acudían a verle: que no estaba enferma, que
solo debía liberarse de sus restricciones y tener el valor de vivir
su vida más plena y creativamente, que tenía que individuarse.
«Anote todos sus sueños», le dijo, «y escriba sus pensamientos en
cartas dirigidas a mí, no para enviármelas, solo para expresarse
por entero». Jung era bueno en esto: consejos prácticos de ese
tipo. En esto y en otros sentidos, se adelantaba mucho a su
tiempo. También debía que apropiarse de su costado oscuro:
«Dios tiene un lado oscuro», le aseguró. Era algo bueno, no era
malo. Cuando Tina advirtió que los efectos del análisis estaban
causando problemas en su matrimonio, Carl le dijo que eso tenía

[272]
poca relación con el análisis, que su depresión demostraba que
ya se había embarcado en un cambio.
Emma y Tina intimaron durante las visitas de Frau Keller
al 228 de la Seestrasse para sus sesiones con Jung. Las dos
mujeres descubrieron, conversando, que a ambas les interesaba
su educación y hacer algo más consigo mismas. Muy pronto
decidieron emplear, con el activo estímulo de Carl, los servicios
de un profesor para que les enseñara matemáticas, física y, en
el caso de Emma, más latín y griego. Emma estaba cambiando.
Forzada por circunstancias difíciles, intentando encarar del mejor
modo las realidades de su matrimonio, finalmente empezó a
tomar su vida en sus propias manos.

[273]
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EL COMPROMISO. UNAS CUANTAS FOTOGRAFÍAS
FUERA DE FOCO, HECHAS EN ÓLBERG, SON EL
ÚNICO REGISTRO DEL COMPROMISO SECRETO
DE EMMA Y CARL EN OCTUBRE DE 1901.
VERLOBUNG, «COMPROMISO» ESTÁ
ESCRITO DÉBILMENTE
EN EL REVERSO.
EMMA EL DÍA DE SU BODA, 14 DE
FEBRERO DE 1903, DÍA DE SAN
VALENTÍN. HUBO UN BAILE Y UN
GRAN BANQUETE, PERO EL PADRE DE
EMMA ESTABA DEMASIADO ENFERMO
PARA ASISTIR Y NI SIQUIERA FUE
A LA CEREMONIA RELIGIOSA.

ZÚRICH C. 1905. YA CASADA, EMMA SE


UNIÓ A CARL EN ZÚRICH. MIENTRAS
ÉL TRABAJABA DOCE HORAS DIARIAS,
EMMA SE AVENTURABA EN LA CIUDAD,
MUCHO MÁS MODERNA Y BULLENTE
QUE LA SOÑOLIENTA SCHAFFHAUSEN.
CARL Y EMMA CON AGGIE Y GRETLI.
EMMA FOTOGRAFÍO A CARL Y ESTE
A EMMA. ESTOS PRIMEROS AÑOS
FUERON FELICES PARA AMBOS. CASADA
DURANTE CUATRO AÑOS, EMMA YA
ERA MADRE DE DOS HIJOS. Y DENTRO
DE UN AÑO VOLVERÍA A ESTAR
EMBARAZADA, ESTA VEZ DE FRANZ.
EMMA CON AGGIE Y
GRETLI FUERA DEL
BURGHÓLZLI. YA
ESTABA PARTICIPANDO
ACTIVAMENTE EN LA
VIDA DEL ASILO. BLEULER
CONSIDERABA UNA
BUENA IDEA INCLUIR
A LAS ESPOSAS.

RETRATO DE ESTUDIO DE
EMMA, QUE NO SOPORTABA
QUE LA FOTOGRAFIARAN
Y PREFERÍA MANTENERSE
EN SEGUNDO PLANO.
CARL SÍ QUE DISFRUTABA
CON LAS LUCES.
EL CONGRESO DE WEIMAR, 1911. ESTABAN PRESENTES TODAS
LAS LUMINARIAS DEL PRIMER MOVIMIENTO PSICOANALÍTICO, CON
FREUD DE PIE EN UN TABURETE EN LA FILA CENTRAL, DOMINANTE.
EN LA PRIMERA FILA ESTÁN MARIA MOLTZER (TERCERA DESDE
LA IZQUIERDA) Y TONI WOLFF (TERCERA DESDE LA DERECHA).

EMMA (PRIMERA FILA, AL CENTRO) FUE IMPULSADA A


ASISTIR POR CARL, QUE SE INCLINA, SOLÍCITO, SOBRE
ELLA. YA MÁS SEGURA, EMPEZABA A INTEGRARSE EN EL
APASIONANTE MUNDO NUEVO DEL PSICOANÁLISIS.
SEESTRASSE 228, KUSNACHT.
EMMA Y CARL FINALMENTE
CONSTRUYERON SU PROPIA CASA,
EN EL LAGO DE ZÚRICH, EN 1909,
CUANDO SE HICIERON ESTAS
FOTOGRAFÍAS. CARL CONTROLÓ
TODOS LOS DETALLES DE LA
EDIFICACIÓN, PERO EMMA SE
LAS ARREGLÓ SILENCIOSAMENTE
PARA PONER SU PARTE, Y
EL RESULTADO FINAL ES UN
AGRADABLE COMPROMISO
ENTRE MARIDO Y MUJER.
TONI WOLFF. EN UN COMIENZO
UNA PACIENTE DE CARL, PRONTO
SE LE VOLVIÓ INDISPENSABLE.
TENÍA OJOS DE «VIDENTE»
Y COMPRENDÍA LA «OTRA»
PERSONALIDAD DE CARL,
LA OCULTA Y COMPLEJA.

CARL Y TONI EN INGLATERRA, 1922. FORMARON EMMA (IZQUIERDA) Y TONI (DERECHA) EN


MUY PRONTO UN MÉNAGE Á TROIS, PERO CARL EL CLUB PSICOLÓGICO DE ZÚRICH. EN LOS
LO HIZO ABIERTAMENTE, DESAFIANDO LAS AÑOS TREINTA EMMA ERA UNA ANALISTA
CONVENCIONES BURGUESAS. EMMA TUVO POR DERECHO PROPIO. Y TONI WOLFF YA
QUE ENFRENTAR EL CASO POR SÍ MISMA. NO LE PROVOCABA LA MISMA ANSIEDAD.
LA FAMILIA JUNG EN 1917. SOLO FALTA LA BEBÉ
HÉLENE. EN ESTA ETAPA DE SU MATRIMONIO
EMMA TODAVÍA PASABA POR TIEMPOS DIFÍCILES.

EMMA Y CARL EN LOS AÑOS TREINTA. YA HABÍA ATRAVESADO


LOS TIEMPOS TURBULENTOS Y DE ELLOS SURGÍAN TRIUNFANTES.
SIEMPRE PODÍAN REÍR JUNTOS, DICEN SUS NIETOS, «Y LOS
DOS APRENDIERON DE CADA UNO TODA LA VIDA».
13
Los norteamericanos

Norteamérica y los norteamericanos habían desempeñado una


parte importante en la vida profesional de Jung desde su primera
visita a Worcester con Freud y Ferenczi en 1909. Se había ena-
morado del lugar, de la energía, de la absoluta novedad y de la
inmensidad de todo. Estados Unidos, a su vez, se había entregado
al Dr. Jung de Suiza, el aparecido, el provisto de su propia clase
de vitalidad y de un equipaje lleno de ideas desafiantes y algunas
nada simpáticas. El resultado había sido toda una corriente de
médicos y pacientes norteamericanos que cruzaban el océano en
los grandes trasatlánticos y llegaban a la puerta de Jung, primero
al Burghólzli y después a la Seestrasse. Ninguno hablaba alemán
suizo, pero Emma y Carl hablaban bastante bien inglés, así que
la conversación podía fluir en la mesa durante los almuerzos
y cenas o tés en la terraza con cada uno aportando su valiosa
opinión, pero siempre bajo el dominio de Jung.
Una pareja que se convirtió en clave en el círculo de amigos
de Carl y Emma fue la de Edith y Harold McCormick. Edith
era la hija de John D. Rockefeller, el barón de la Standard
Oil, con fama de ser el hombre más rico de Estados Uni-
dos. Edith era voluntariosa y franca, lectora entusiasta con
aspiraciones intelectuales. Contrajo matrimonio en 1895 con
Harold McCormick, heredero de la familia propietaria de
International Harvester, con lo cual unió a las dos más acauda-
ladas dinastías de los Estados Unidos. Harold era un hombre
de Princeton, más deportivo que intelectual, un tipo simpático
y sociable, bien parecido y un tanto dandi. La pareja vivía en
Chicago en una gran mansión junto al lago, donde recibían
suntuosamente, al modo norteamericano, a sus invitados. En
las noches de gala, en la ópera, Edith se presentaba ataviada
con las perlas Rockefeller, que según los periódicos valían dos
millones. La cena que seguía a la ópera provocaba titulares aún
más destacados que los de las perlas. Eran la pareja dorada, pero
los golpeó la tragedia después de tres años de matrimonio: su
hija menor murió al año de nacer. Y no mucho después su hijo
John, de tres años, murió de escarlatina. Esa enfermedad aún no
tenía cura y ni todo el dinero del mundo pudo salvarlo. Edith se
hundió en una depresión con ataques de agorafobia. Siguieron
años de viajes por el mundo para ver a los mejores especialistas,
pero nada la ayudaba. Hasta que conocieron al Dr. Jung de
Suiza durante el viaje a Estados Unidos que realizó en 1912.
Se los presentó el primo de Harold, Medill McCormick,
del Chicago Tribune, que había sido paciente de Jung desde
1908 y sufría de alcoholismo, provocado, según había sugerido
Jung, por una madre dominante. Jung pensaba que eso le había
llevado a «una vida salvaje e inmoral», como escribió Medill a
Ruth, su mujer. Sin embargo, le había advertido, además, que no
fuera «demasiado bueno», recomendándole una dosis prudente
de flirteos. En eso estaba justamente él mismo. Pero también
le señaló que en un matrimonio «el amor puede suprimir las
tendencias inmorales anteriores». Así que Medill recomendó
a Jung a su primo.
Edith acababa de terminar otro tratamiento, una «cura» de
aire fresco en las montañas Catskill. A Jung le pareció vivaz,

[284]
mentalmente alerta, pero emocionalmente frágil. Edith, por
su parte, se convenció enseguida de que Jung era el hombre
que la salvaría, y, acostumbrada como estaba a comprar todo
lo que deseaba, le ofreció instalarlo en Estados Unidos junto
con su familia para que vivieran cerca. La debe de haber sor-
prendido mucho que Jung rechazara su propuesta, y que no
solo la rechazara, sino que insistiera en que si quería que él la
tratara tendría que ser ella, y no él, quien levara anclas. Jung
volvió a verla en su viaje siguiente a Norteamérica en 1913, y
esta vez ella le acompañó de vuelta a Europa junto con los tres
hijos que le quedaban, Muriel, Matilda y Fowler, una montaña
de maletas de viaje y multitud de cajas de sombreros. Harold
se quedó en Chicago, trabajando en la empresa de la familia.
Edith se instaló en una gran suite del Baur-au-Lac, el hotel
más lujoso de Zúrich, aparentemente por algunos meses. Se
quedó ocho años.
En octubre de 1913 Harold tuvo claro que Edith no iba
a regresar, así que se embarcó hacia Zúrich para verificar su
progreso. «Edith se está volviendo muy real y verdadera consigo
misma», escribió a su suegro Rockefeller en diciembre, «y sigue
buscando y estoy seguro de que hallará su camino [...]. En
cualquier caso, está en manos absolutamente seguras y dignas
de confianza, porque no ha nacido un hombre más delicado
que el Dr. Jung. Admira intensamente a Edith y sin embargo
reconoce que es el problema más difícil con que ha tenido que
lidiar». Uno de los planteamientos de Jung era alentar a Edith
a llevar una vida más «normal». Edith tenía fobia a los viajes
y por lo general se trasladaba a todas partes protegida por los
seguros límites de su automóvil con chófer. Ahora accedía a
tomar el tren de Zúrich para viajar a sus sesiones de análisis en
Kusnacht —incluso se compraba personalmente los pasajes—,
pero solamente si su chófer conducía el coche por el camino
paralelo al ferrocarril y ella podía entonces abandonar el vagón si

[285]
el pánico la invadía demasiado. Jung le daba consejos prácticos:
camine más, le decía, ojalá sin sombrero, deje de lado las for-
malidades, aprenda a tejer (ella nunca lo consiguió) y ordene su
habitación, lo que la señora McCormick hizo obedientemente,
llegando a ayudar a la camarera del hotel a limpiar el piso, lo
que debe de haber provocado una fuerte impresión en la criada.
A Edith le resultaba difícil la vida familiar «normal». Para
simplificar las cosas, a Muriel y Matilda les dieron doce trajes
iguales, unos rosados y otros azules. En 1914 las matricularon en
colegios locales. Fowler iba y volvía de Estados Unidos, donde
cursaba la educación primaria en Groton, Massachusetts. Años
más tarde, Fowler todavía recordaba a Herr y Frau Doktor Jung
yendo a cenar con sus padres al hotel Baur-au-Lac, y a Jung
tomando el pelo a su mujer cuando ella, reciente liberada, fumaba
un cigarrillo después de comer. Sonriendo de oreja a oreja, Jung
exhortaba a los presentes: «Y ahora, por favor, miren a la señora
Jung, vean cómo se las arregla con el nuevo juguetito que tiene».
Harold regresó a Chicago y al negocio familiar, pero volvió
-a Zúrich en septiembre de 1914, cuando ya había estallado la
guerra. Mantenía al día a su familia en Estados Unidos, con-
tándole los progresos de Edith en unas cartas llenas de detalles:
«Camina ágilmente y con los brazos sueltos y balanceándose.
Se fija en todas las cosas de la naturaleza y se viste con sencillez
con muy buen gusto muy artístico», escribe a su madre. «Por las
mañanas solemos caminar un poco antes de comer, y también lo
hacemos al atardecer. Por la noche nos sentamos por ahí en el
hotel o vamos a un espectáculo de imágenes en movimiento». En
octubre se declaró a Edith curada y capaz de interesarse en otras
cosas: astrología, biología, historia y música, y también capaz
de entrenarse para ser analista. Harold, entretanto, empezó un
análisis con Jung, y lo mismo hizo Muriel, que había pasado un
tiempo en los sanatorios locales. Los McCormick se unieron al
círculo de amigos personales de Carl y Emma. Tenían mucho

[286]
en común, especialmente con Emma, cuya familia había hecho
fortuna con maquinarias agrícolas como la de Harold. En agosto
de 1915 Harold acompañó a Carl en una caminata por los Alpes
suizos, pero solo por unos pocos días, porque Carl le dijo que
necesitaba de soledad y tiempo para meditar.
Hasta los niños de Jung podían notar que la señora McCor-
mick era excéntrica. Pero sus sombreros eran maravillosos.
No bien ella desaparecía arriba para ver a su padre o en la S£ube
para asistir a una de las recepciones de sus padres, se precipitaban
al guardarropa del vestíbulo y se probaban los enormes sombreros
adornados de toda clase de plumas y velos. Allí estaban también
los sombreros de papá: su chato sombrero de paja ya un tanto
arruinado, su viejo Filtz gris, el redondeado bombín, uno del
Oeste norteamericano, un sombrero negro de copa, de seda, y,
más tarde, cuando regresó de África, un topi que gustaba de usar
en sus caminatas vespertinas de los domingos. Mamá también
tenía muchos sombreros, ya que las mujeres no iban a ningún
sitio sin llevar uno, pero ninguno tan espectacular como los de
la señora McCormick. Y, al parecer, ella no era la única persona
excéntrica de la familia. Cuando papá volvió de América, les
contó que su padre tenía un guardaespaldas que lo seguía a
todas partes, porque el millonario había causado daño a tantas
personas en sus negocios que tenía que ser cuidadoso. Ni todo
el oro del mundo podía impedir que el señor Rockefeller fuera
un anciano solitario y receloso, decía papá.
Los McCormick notaron muy pronto que Jung necesitaba
un lugar adecuado para dar sus charlas y seminarios, que solían
efectuarse, a veces de manera improvisada, en los reservados del
restaurante Seidenhof de Zúrich. Propusieron crear un club,
que Edith estaba más que dispuesta a financiar. Hallaron una
propiedad de cierta importancia en el centro de la ciudad, en
el No1 de la Lówenstrasse, y todo estuvo listo a comienzos de
1916. «Te incluyo una fotografía del Club Psicológico que he

[287]
fundado el 26 de enero de este año», escribe Edith a su suegra.
«He alquilado la casa por dos años y medio. Será un centro
para personas analizadas donde podrán estar pensionadas, O
venir a comer o por la tarde a conferencias, conversaciones y
estudio, todo lo cual enseña colectivamente. Cualquier iniciativa
nueva crece con lentitud, pero eso le asegura la duración». Para
financiarlo mejor pidió a su padre que le aumentara la dieta, que
ya estaba en dos mil quinientos dólares mensuales. Pero diera
lo que le diera parecía no bastar, ya que poco después pidió un
préstamo bancario de ochenta mil dólares. «Pfister escribe que
la hija de Rockefeller ha regalado a Jung trescientos sesenta mil
dólares para la construcción de un casino, un instituto analítico,
etc.», escribe melancólicamente Freud a Sandor Ferenczi el 29
de abril de 1916: «Así que la ética suiza ha conseguido ponerse
en contacto finalmente con el dinero norteamericano. Pienso,
no sin amargura, en la lamentable situación de los miembros
de nuestra asociación». Nada raro que sintiera amargura. Los
tiempos eran duros, no solo para los psicoanalistas de Viena.
- Austria estaba en guerra. Los tres hijos de Freud se habían
alistado y combatían por su país.
A pesar de la generosa financiación, hubo problemas en el
Club Psicológico desde su misma fundación. El primero fue
Alphonse Maeder, colega de Jung desde los primeros días en
el Burghólzli, que había sido el primer presidente de la Swiss
Gesellschaft fir Psychoanalyse cuando el grupo de Zúrich se
separó de los vieneses en 1913, pero que ahora se negó actuar
de presidente del nuevo club, alegando que solo terminaría
siendo un portavoz de Jung. «Él era tan fuerte y dominante»,
diría Maeder más adelante. «Era un hombre de gran estatura,
sin duda una personalidad genial, pero muy fuerte y con algo de
enorme suizo alemán». Maeder sabía que no podría hacerle el
peso. Observa Meier: «Jung era sumamente crítico con los hom-
bres. Casi asustaba. Había algo extraño en eso». Maeder estaba

[288]
de acuerdo. «No era capaz de mantener una verdadera amistad
con hombres. Tenía algunos amigos, más bien débiles, hombres
que le admiraban y le seguían. A su alrededor había mujeres
inteligentes, una multitud; pero en realidad no conseguía llevarse
bien con los hombres».
Era cierto: en el grupo de Jung había pocos hombres de
verdadera estatura y no dejaba de maltratarles si le venía en
gana. Tina Keller llegó a odiar los modales de Jung cuando se
movía en un grupo: atractivo y carismático un minuto, «vulgar
y repelente» un minuto más tarde, burlándose de alguien de
manera sarcástica e insensible, concentrándose en los más débiles,
maldiciendo con la crudeza de un campesino suizo. Con ese
talante escindido Carl podía espantar a las personas, y Emma
debía intervenir con frecuencia para consolar y conciliar. Maria
Schmid, la mujer de Hans, el amigo y colega de Jung, con quien
solía salir a pasear en bicicleta, recuerda que Emma Jung decía
sentir que su marido no tuviera verdaderos amigos. Hans era
una de las pocas personas a quien Jung trataba de Du y no con
el habitual y formal Sie. Alphonse Maeder decidió protegerse
y rechazó el cargo. ¿Quién podría ocuparse entonces de ese
trabajo? La respuesta fue Emma.
El momento no podía ser mejor: Lil tenía casi tres años,
los otros cuatro niños pasaban en el colegio la mayor parte del
día. Emma comenzaba a desarrollar una vida propia y esta era
una oportunidad perfecta. Carl la apoyó y decidió aceptar. Fue
un punto de inflexión, aunque la mayoría de los miembros
pensaba, como Maeder, que solo sería una portavoz de su marido.
La primera reunión se efectuó el 26 de febrero de 1916, hubo
cuarenta personas, veinticuatro de las cuales eran mujeres.
Aprobaron a Emma como presidenta. Su amigo Hermann
Sigg, con experiencia empresarial, fue nombrado tesorero y
secretaria Irma Oczeret, una húngara que formaba parte del
círculo analítico. La segunda reunión tuvo lugar el 15 de marzo

[289]
y se sumaron quince miembros. Sin embargo, casi enseguida,
hubo más problemas.
No se sabía realmente qué era el club. Los McCormick
lo veían como uno norteamericano, como un club social tanto
como un lugar de estudio, con habitaciones para pensión en
los pisos superiores, y en la planta baja y pisos inferiores un
comedor, sala de billar, sala de juegos que incluyera tenis de
mesa, biblioteca, sala de lectura, un gran salón para recepciones
y numerosos cuartos pequeños donde los analistas pudieran
tratar a sus pacientes. El suizo, por su parte, lo veía como un
lugar de reuniones, esencialmente serio, para charlas, confe-
rencias, sesiones de análisis y funciones sociales relevantes,
como un lugar para un intercambio informal de puntos de
vista, por supuesto, pero no como uno donde jugar ping-pong.
En el club trabajaba un personal compuesto por una cocinera,
hombres para el mantenimiento y un conserje, supervigilados
por Fráulein Teuscher.
Toni Wolft fue una de las primeras personas que señaló que
el club resultaba demasiado lujoso para sus miembros locales,
que el restaurante era muy caro y que también lo eran otros
aspectos. El resultado: se lo usaba en escasas ocasiones durante
la semana, a menos que hubiera una charla de un miembro del
club o una de las conferencias o seminarios imperdibles de
Jung. En julio de 1916 el club ya tenía dificultades financieras
que solo se resolvieron con la petición de más recursos que hizo
Edith McCormick a su padre. Había también el problema del
rango: quién era miembro pleno y quién solo un asociado. Los
analistas formaban un grupo y otro los analizandos. Harold
McCormick, el hombre sociable amigo de los clubes, que en
cierta ocasión entretuvo a los socios con una serenata de silbidos,
notó que «inconscientemente existe una excesiva atmósfera de
rangos en el Club [...] el manto de “casta” debiera dejarse de lado
en el umbral del Club y asumirse con verdadero respeto unas

[290]
Relaciones Humanas Naturales y Sencillas». Pensaba que los
suizos no sabían divertirse. Pero algunos momentos de franca y
simple diversión —la alegre fiesta de Navidad y los imaginativos
bailes de disfraces, algunas tardes de juegos y las excursiones de
verano a los Alpes y a los lagos suizos— estaban abiertos solo
para miembros plenos y dejaban fuera a los simples asociados.

HAROLD McCORMICK CON SUS HIJAS EN ZÚRICH


DURANTE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL.

Jung mismo era muy claro acerca del propósito esencial del Club
Psicológico: superar las limitaciones que impone el análisis uno
a uno, lo que entonces constituía otra anticipación de desarrollos
posteriores en la terapia de grupo. Pensaba que ambos aspectos
de la vida del club, el intelectual y el social, podían contribuir
a esto. Estos alimentaban nítidamente en la práctica su nuevo
concepto del introvertido y el extrovertido, que gustaba de
poner a prueba en sus miembros, aprovechando de continuar
su investigación sobre los tipos psicológicos.

[291]
Pero las dificultades y los desacuerdos no terminaban,
sustentados como estaban por celos y rivalidades. Cada uno
competía por la atención de Jung. Fue la primera prueba del
liderazgo de Emma, que en octubre de 1916 envió a todos los
miembros una circular sobre el «problema del Club». Mostrán-
dose conciliadora, pidió a todos «los que tienen un verdadero
interés en el desarrollo de nuestro Club» que le comunicaran
sus «impresiones, entusiasmos y críticas tanto en asuntos de
principio como en las cosas prácticas».
A quien pudiera creer que Jung le había dictado esa carta,
le habría bastado reparar en su lenguaje para advertir que solo
podía ser de Emma. «Si el Club todavía no ha llegado a ser tan
importante como esperamos, esto no significa que no pueda
llegar a serlo en el futuro. Tengo para mí que toma tiempo
estabilizar algo que [...]». Todo el mundo quería y respetaba a
Emma. La mayoría de los miembros respondieron a su llamado,
aunque no todos con el mismo optimismo. «Mi propuesta
sería una reorganización absoluta del Club», escribió Maria
Moltzer, ya una analista, pero desconsolada porque no se le
hubiera dado ningún papel que jugar, «pues me parece que en la
actualidad el club está incurablemente enfermo». Consideraba
parasitaria la organización que Edith McCormick sostenía
financieramente. Fanny Bowditch, una norteamericana que
había llegado a Zúrich para que Jung la analizara después de
haberse sumido en una profunda depresión debido a la muerte
de su padre, escribió a «Mi querida señora Jung» diciendo que le
interesaba el bien del club, pero le resultaba imposible participar
activamente en ello porque necesitaba más la soledad que la
vida colectiva. Acostumbrada a tener a Jung solo para sí en las
sesiones privadas, y algo enamorada de él, confesó más tarde a
Herr Doktor que no le gustaba verle en un grupo: «mis ojos se
han abierto a la realidad de las cosas y le veo a usted a una nueva
luz, por primera vez presa de sus propios complejos». No era

[292]
la única. Nada extraño que Jung deseara que el club «superara las
limitaciones del análisis uno a uno». Nada extraño que Emma
quisiera lo mismo. Jung muy pronto derivó a Fanny Bowditch
a Maria Moltzer. Y los esfuerzos de Emma resultaron: antes de
tres años el Club Psicológico se mudó a una casa más modesta
en la Gemeindestrasse, donde funciona hasta el día de hoy.
Y llegó a Emma el turno de dar una charla en el club. Nece-
sitó de valor para superar su timidez natural. Escogió de tema la
«culpa». Se trata de una palabra provocadora incluso en la lengua
inglesa, pero en alemán «Schuld» tiene varios significados: culpa,
desliz, falta, deuda. Todo el mundo sabía del ménage a trois. En
cierta ocasión que Alphonse Maeder trató frívolamente a Toni
Wolff en el club, Jung se retiró furibundo de la habitación, con
el rostro rojo y vociferando: «Me la voy a sentar en las rodillas
y la tendré ahí en cada reunión hasta que dejen de molestarla».
Y ahora estaba Emma de pie en la tribuna, ante los miembros,
hablando de la culpa, con Carl y Toni en la primera fila, sentados
en los sillones que siempre tenían reservados.
Empezó con etimologías, algo que le había interesado desde
los primeros años cuando ayudaba a Carl: en francés hay «devoir»
y «conscience», en inglés «should», en alemán «Pjticht», deber. Ya en
la mitología, dijo, la palabra «culpa» está ligada a sufrimiento. Pero
sin dolor no podría haber desarrollo, crecimiento. «Yo misma he
debido encarar esto», agregó, sorprendiendo a todos los presentes
por su franqueza y atrevimiento. La sensación asociada con la
culpa a menudo es el miedo, continuó, más y más audaz. Pero el
interés principal de la palabra «culpa» era psicológico, lo que a
su vez dependía del contexto, el tiempo y el lugar. Propuso algo
de historia, comenzando con las ceremonias de limpieza en las
culturas primitivas para protegerse del mal. La sensación de
culpa advendría cuando la persona no es «una consigo misma».
¿Miraba a su marido cuando decía esto? Jung ha confesado que
padecía «una sensación constante de culpa». Y Emma continuó,

[293]
haciéndose cargo de la noción cristiana de «pecado», una palabra
que surge una y otra vez en los escritos de Jung; el fruto prohibido
de Adán y Eva, Pandora abriendo la temida caja. Terminó con el
mensaje central de la charla: tenemos que responsabilizarnos por
los sufrimientos de nuestra propia vida y resolver nuestros dilemas
nosotros mismos. Casi se pueden escuchar todavía los aplausos.
La amistad de Emma y Tina Keller se vio puesta a prueba
en estos días cuando, en un caso clásico de transferencia, Tina
se enamoró apasionadamente de Carl durante el análisis. Pero
Emma se mantuvo firme y Carl manejó la situación con «respeto,
tacto y sinceridad», diciendo a Tina: «Tienes que tener muy
claro que en esta experiencia estás sola». Jung creyó siempre
que el análisis era un dar y recibir entre analista y analizando y
confesó a Tina que a veces se sentía muy cerca de la demencia.
Y Tina pudo comprobar por sí misma cuán profundamente le
afectaba la ruptura con Freud: nunca podía referirse a Freud
sin que el rostro se le alterara por la emoción. «Mi padre no lo
habría confesado», reflexionaría más tarde su hijo Franz, «pero
es probable que jamás en aquellos años se liberara por entero de
Freud». Alphonse Maeder creía que la cosa se remontaba hasta
el propio padre de Carl. «Jung se interesaba por la religión. Pero
de la religión en un sentido diferente que el cristianismo o la
_religión eclesiástica [...]. Hasta su último día tuvo un complejo
contra la Iglesia y su misión. Nunca utilizaba la palabra “iglesia”
—sin maldecir: seguía siendo un verdadero complejo de padre».
Emma sabía que su marido a veces vacilaba al borde de la
locura y que necesitaba a Toni Wolff para que lo ayudara en
sus luchas interiores. Ella era lo que el círculo de analistas de
Jung llamaría un «ánima», una suerte de musa del inconsciente.
«Poseía un genio extraordinario para acompañar a los hombres
—y a veces también a las mujeres, de otro modo— cuyo destino
era penetrar en lo inconsciente», recordaba la inglesa Barbara
Hannah, miembro del círculo de Jung, que más tarde escribiría
una biografía de Carl. «Toni Wolff quizás era, entre todas

[294]
las del tipo “ánima” que he conocido, la más adecuada para
conllevar la proyección de esta figura». Hannah notó lo duro
que resultaba esto para Emma. «Lo que salvaba la situación era
que en ninguno de los tres había la menor falta de amor. Jung
era capaz de dar a ambas, a su mujer y a Toni, una dosis muy
satisfactoria, y ambas mujeres le amaban verdaderamente. Por lo
tanto, aunque por largo tiempo sintieron dolorosísimos celos
una de la otra, el amor siempre triunfó al final y evitó cualquier
acción destructiva de cualquiera de ellas dos». Emma, incluso,
llegó a decir años después: «Ya ve usted, él nunca me quitó nada
para darlo a Toni, pero mientras más le daba a ella más parecía
capaz de darme a mí». Hannah dudaba de que Carl pudiera
haber sobrevivido en solitario aquel tiempo de crisis interior.
Jung lo expresa de modo un tanto despreocupado: «Desafor-
tunadamente es verdad que si eres esposa y madre difícilmente
podrás ser también una hetaira, tal como el secreto dolor de la
hetaira es no poder ser madre». Las hetairai eran las cortesanas
de la antigua Grecia, respetadas por su saber y belleza, a quienes
se concedía más libertad que a las mujeres casadas. «Hay mujeres
que no están hechas para tener hijos», continúa Jung, «pero son
las que dan nacimiento a un hombre en un sentido espiritual, lo
cual es una función de la mayor importancia». Susi Trúb coincidía:
«No era práctica en ningún sentido», dice de su hermana Toni.
«Nunca habría sido capaz de vivir una vida de casada».

La personalidad N“2 de Jung con cierta frecuencia causaba un


caos en el 228 de la Seestrasse. Un día de 1916 culminó todo.
«Comenzó con inquietud, pero no sabía lo que significaba o qué
querían “ellos” de mí. Había una atmósfera ominosa alrededor
de mí. Tuve la extraña sensación de que el aire estaba lleno de
entidades fantasmales. Y entonces me pareció que acechaban mi
casa». Aggi vio una figura blanca que atravesaba el cuarto. Gret
dijo que por la noche tiraban del edredón de plumas de su cama.

[295]
Franz tuvo una pesadilla. Por la mañana, cuando Emma le pasó
sus lápices, dibujó su sueño: un pescador en la ribera de un río
con una chimenea en la cabeza arrojando llamas y humo, tratando
de traer un pez a tierra. Desde la otra ribera el diablo llegaba
volando por los aires, maldiciendo porque habían robado el pez.
Por encima del pescador aleteaba un ángel, diciendo: «No puedes
hacerle nada, solo captura el pez malo». Franz lo llamó «el cuadro
del pescador». Quizás conocía la historia del Rey Pescador que
su padre había ilustrado en el Liber Novus.
Al día siguiente la campanilla del 228 de la Seestrasse resonó
frenéticamente a las cinco de la tarde. Era un día brillante de
verano y las dos criadas estaban en la cocina; desde allí se veía la
entrada principal. No había nadie. Todo el mundo corrió a mirar,
pero no había nada. «¡El ambiente era pesado, pueden creerme!
Entonces supe que tenía que suceder algo. Bullía la casa entera
como si hubiera allí una multitud, parecía colmada de espíritus»,
escribe Jung. «Estaban amontonados profundamente hasta la
puerta, y el aire era tan espeso que casi no se podía respirar.
Me agitaba una pregunta: “¿Qué diablos es esto, por Dios?”.
Entonces ellos gritaron a coro: “Hemos regresado de Jerusalén,
donde no encontramos lo que buscábamos”».
Jung se encerró en su Cabinet y empezó a escribir Septem
Sermones ad Mortuos (Siete sermones para los muertos). «Comen-
zaron a brotar de mí, y terminé de escribirlos al cabo de tres
tardes». Pero no bien empezó a escribir, se evaporó la totalidad
de la asamblea fantasmal, volvió el silencio al cuarto y se aclaró
la atmósfera. «A medida que se apaga el día se activa el incons-
ciente y a medianoche el censor es pura llamarada que ilumina
el pasado», dijo Jung en una de sus charlas de 1925 en el Club
Psicológico. «A medida que aumenta el poder del principio
dinámico y seguimos retrocediendo, se apodera de nosotros
todavía más el inconsciente. Los lunáticos retroceden más, hasta
un extraño estado psicológico donde no pueden comprender
sus ideas ni son capaces de hacerlas comprender a otros».

[296]
Septem Sermones es, en cierto sentido, un destilado de cuánto
ha estado combatiendo Jung durante años: los espíritus no han
encontrado lo que buscaban. Ahora había que encontrarlo:
la integración de la personalidad, tanto el bien como el mal,
incluyendo el «demonio de la sexualidad». No más escisiones.
En el séptimo y último sermón hay una estrella que arroja
luz. Concede Jung más tarde: «Sin duda se conectaba con el
estado emocional en que me hallaba entonces, favorable para
los fenómenos parapsicológicos. Se trataba de una constelación
inconsciente cuya peculiar atmósfera reconocí como el numen
de un arquetipo». Era el mismo territorio de su tesis de 1902
«Sobre la psicología y la patología de los llamados fenómenos
ocultos». «El intelecto, por cierto, gustaría atribuirse algún
conocimiento científico, físico, del asunto, o, preferiblemente,
proscribir toda la cosa como una violación de las normas», escribe,
otra vez situado en su self más seguro. «¡Pero qué inhóspito y
aburrido sería el mundo si a veces no se violaran las normas!».
¿Estás escuchando, Freud, podría haber escrito. Mostró el texto
a muy pocas personas, entre ellas a Emma, Toni Wolff y Edith
McCormick, y no lo publicó hasta un año antes de morir.

La familia Jung pasó la mayor parte de su tiempo libre durante


esos años de guerra en Olberg, con Bertha, la madre de Emma.
Muchos fines de semana, la Pascua y las largas semanas del
verano se vivieron allí, y aunque no hubiera habido guerra y
hubieran contado con libertad para viajar a cualquier parte,
Olberg habría seguido siendo su lugar favorito. «Durante todo el
verano jugamos con mis primos a los indios contra los ingleses.
Papá era el líder», recuerda Franz. «Usaba un sombrero cana-
diense de la policía montada y un par de botas de vaquero que
trajo de su visita a Norteamérica con Freud. Parecía un sheriff.
Construimos tiendas y cabañas bastante grandes para poder
dormir en ellas, y cada bando tenía un caballo. Encendíamos

[297]
hogueras y nos quemábamos las tiendas unos a otros y nos
robábamos los caballos. Fue idea de papá. Jugaba todo el tiempo
con nosotros, aunque a su cuñado le parecía mal». A Ernst
Homberger, casado con Marguerite, la hermana de Emma,
el hombre duro y ambicioso que manejaba la empresa de la
familia, Carl le resultaba completamente anatema, en realidad
difícilmente un hombre: jugaba como un niño y pasaba hablando
siempre de algo que llamaba «el inconsciente».
Los Homberger tenían cinco hijos, y los primos, tanto los
Homberger como los Henne, se sumaban a aquellos juegos
salvajes. Casi siempre Emma los dejaba seguir adelante «heb die
Daumen», cruzando los dedos para que nadie se hiciera mucho
daño. Bertha Rauschenbach no se preocupaba: le gustaban
las aventuras y las creía buenas para los niños. Todos los años
contrataba al maquinista del ferrocarril para que llevara a los
primos, gritando de entusiasmo y susto, a la peña que había en
medio de las riesgosas cataratas del Rin, o por los empinados
rieles de montaña de una sola dirección a lo alto de los Alpes,
u organizaba paseos más tranquilos en coche con el fiel Braun,
el cochero, a lugares de interés local. Con ellos iba siempre
Marie. Su padre había sido el cuidador de Jean Rauschenbach
durante sus últimos años, y Marie había empezado a trabajar de
criada a los diecisiete años. Ahora, treinta años más tarde, era la
fiel compañera de Bertha Rauschenbach. Nunca se peleaban y
estaban de acuerdo en todo. Pero hasta ellas se alarmaron cuando
Carl convenció a los primos para que cavaran túneles en el suelo
arenoso y se arrastraran por ellos para escapar del enemigo.
Los fines de semana del verano se solían pasar en la Sees-
trasse junto al lago. Todo se centraba en él: nadando, navegando
en el Pelican, el yate de Carl de velas rojas; remando, cavando
represas y canales hacia el lago desde las acequias que bordeaban
los sembrados de vegetales, o haciendo fuego en la ribera para los
asados de Cervelat. Y allí estaba Carl, que jugaba con los niños.

[298]
Nunca Emma. Ella prefería sentarse en la terraza a leer o a
coser y bordar, siempre controlando todo de soslayo. Podía
reír a carcajadas si estaba leyendo su Nebelspalter, el semanario
satírico. De vez en cuando nadaba un poco, aunque en escasas
ocasiones más allá de los muros de su pequeña bahía. Marguerite
nadaba lejos. Un suceso maravilloso ocurría los sábados cuando
la abuela Jung y Tante Trudi venían a bañarse al lago envueltas
en voluminosos bañadores y llevando barras de jabón y toallas,
porque durante los cálidos veranos preferían lavarse allí y no en
la bañera. Y una vez por verano aparecía de visita una vieja Tante,
una de las muchas parientes lejanas de Emma, de Shaffhausen.
Carl solía llevarla de regreso a Kusnacht en el velero para que
tomaran el tren local a Zúrich y de allí a Schaffhausen. Un
año, mientras la tía se equilibraba entre el muelle y el bote,
Carl le ofreció una mano, pero ella se tropezó y cayó al agua
con sombrero y todo. A juzgar por sus carcajadas, se trataba de
una de las «gracias» de Carl. Los niños aullaban de risa, felices.
Incluso a Emma le costó contenerse. Por fortuna la vieja tía
disfrutó compartiendo la broma.
Por las tardes, la familia, como muchos suizos, jugaba a las
cartas o bien dominó chino. Se sentaban alrededor de la mesa
grande y jugaban apasionada y ruidosamente hasta la noche. Los
niños sabían por experiencia que papá solía hacer trampa si estaba
perdiendo. Lo mismo ocurría en el bádminton, donde actuaba,
incluso desvergonzadamente, perjudicando al adversario cada vez
que le parecía indispensable. Siempre tenía que ganar. Y cuando
los niños ya se habían acostado y Carl no tenía trabajo pendiente,
él yEmma solían instalarse y jugar de manera interminable unos
juegos que muchas veces tardaban en resolverse varias noches y
los enfrentaban furiosamente. Las partidas de billar en la galería
también podían prolongarse varios días. Y, de algún modo, Carl
siempre terminaba ganando. Porque, hiciera trampa o no hiciera
ninguna, Emma siempre le dejaba ganar.

[299]
La Navidad la pasaban en Olberg o en casa. En todos los
casos sucedía cubierta de nieve, con el jardín, los árboles, el lago,
las praderas y los Alpes completamente blancos. En la casa de la
Seestrasse el árbol de Navidad se situaba en una esquina, junto a la
gran chimenea, llegaba al techo de la Sube, iluminado solamente
con velas y adornado con estrellas y corazones horneados por la
cocinera. El belén con el niño Jesús, María y José, los tres reyes y
los pastores, se disponía en una mesa entre la chimenea y los dos
vitrales que conmemoraban el matrimonio de Carl y Emma y el
nacimiento de Aggi y Gret. La víspera de Navidad todo el mundo
se vestía para la cena, Carl elegantemente de negro y Emma con
traje de noche y joyas. junto con los niños, con Emilie Jung y Trudi
y a veces con Bertha Rauschenbach, todos agrupados alrededor
del árbol, cantaban «Stille Nacht, Heilige Nacht».

LA ABUELA RAUSCHENBACH, SENTADA EN SU MESA DE SIEMPRE, EN ÓLBERG.

[300]
Entonces la servidumbre, que permanecía de pie, atrás, en una
fila, recibía sus regalos y regresaba a sus labores. A la fiesta de
Navidad seguían ruidosos juegos que como siempre dirigía
Carl. Al día siguiente los niños de Herr Miller, el jardinero, se
presentaban en el vestíbulo principal y permanecían en fila de
mayor a menor a la espera de que Frau Doktor Jung bajara por
la escalera y les entregara formalmente sus regalos. Los niños,
entonces, agradecían con una inclinación de cabeza, «Danke
Frau Doktor, Danke Frau Doktor», antes de regresar caminando
a casa por el camino de campo hasta el pueblo de Kusnacht.

La guerra entraba en su cuarto año y hasta la segura y pequeña


Suiza padecía privaciones. El carbón era tan escaso que la casa
Jung ya no se podía calefaccionar con la caldera del sótano. Carl,
con su entusiasmo habitual por acampar y la vida al aire libre,
construyó una especie de tienda alrededor de la gran chimenea
de mármol y todo el mundo se amontonaba adentro para entrar
en calor. Como tantas otras cosas de Carl, se convirtió en algo
simpático que hacer. Los combustibles se habían agotado hacía
tiempo en todas partes menos en casa de los McCormick, que
lo habían negociado con las fuerzas armadas norteamericanas en
Europa. Pero los Jung no lo pasaban tan mal: las gallinas seguían
poniendo huevos, el lago aún tenía peces, Bertha Rauschenbach
continuaba enviando de vez en cuando porciones de carne de su
carnicero de Schaffhausen, y nunca faltaron los vegetales porque
el césped a la izquierda del camino, donde estaban los columpios
y los cajones de arena para los juegos de los niños, se había arado
para aumentar el suministro de verduras frescas que requiriera la
cocinera. Carl se encargaba de las patatas. Vistiendo sus viejos
overoles de jardinero, las plantaba, las extraía, les quitaba la tierra
y las lavaba antes de llevarlas a la mesa de la cocina como el buen
campesino suizo que seguía siendo en su corazón.

[301]
La historia tenía otros efectos en los pobres de Zúrich.
En 1917 les faltaba poco para morir de hambre. En noviembre
hubo las primeras señales de intranquilidad social: las Haus-
fraus, en zapatillas y delantal, hacían fila fuera de las tiendas
protestando por la exorbitante alza de los precios: el pan costaba
diecinueve rappen más, la leche seis más, la harina veinte más, el
azúcar había duplicado su precio y hasta el kilo de patatas costaba
quince rappen más que en 1915. Y no hace falta mencionar el
carbón, la carne y la madera (que no existían). Y entretanto sus
maridos e hijos permanecían de guardia en las fronteras de Suiza
cobrando dos francos diarios y sin contar con la seguridad de
que mantendrían sus trabajos al regresar. Pero en la parte alta
de la Bahnhofstrasse no dejaban de llenarse los cafés y restau-
rantes de ricos ociosos y señoras rebosantes de joyas. La vida
seguía como de costumbre en Kronenhalle y en el Odeón con
aquellos expatriados locos. Los ricos de Europa y Norteamérica
continuaban viviendo en el Baur-au-Lac. También se veía por
ahí a los que especulaban con la guerra. No estaba bien. Los
activistas políticos no cesaban de recordar que Suiza seguía
produciendo armamentos que vendía a cualquiera que quisiera
pagarlos. ¡Abajo la guerra! ¡Abajo el capitalismo! ¡Trabajadores
del mundo, uníos! ¡Mirad a Rusia, haced lo que está haciendo!
El 17 de noviembre de 1917 hubo una manifestación en
la Helvetia Platz. Se alzaron barricadas en la Badenerstrasse.
Intervino la policía de la ciudad y más tarde los militares. Hubo
disparos, cuatro muertos y diecisiete heridos. Se dispersó la
protesta. Y nada cambió. El año siguiente, en septiembre, con
el final de la guerra a la vista, hubo más huelgas. En noviembre,
una huelga general. El país fue golpeado por la gripe española,
contagiado por los soldados de las trincheras, decían. Se cerraron
todas las escuelas, teatros, iglesias y se prohibieron las reuniones
públicas. Pero después de cuatro años de guerra la población

[302]
tenía menos resistencia: hubo doscientos mil contagios en Suiza
y novecientos muertos. Los padres de la ciudad, aterrados por
el espectro de la revolución en Rusia y ahora en Alemania,
aceptaron que eran necesarias algunas reformas. Antes de fin
de año se acordó que la semana de trabajo sería de cuarenta y
ocho horas. Pero durante la siguiente primavera, pasada ya la
amenaza inmediata, arrestaron a los líderes de las huelgas.
La mayoría de la gente, en Zúrich, solo esperaba volver
a la normalidad. Y la moda no perdía su interés. «Mientras
más larga la guerra, más cortas las faldas», informaba el Neue
Zurcher Zeitung. Vino Gerhart Hauptmann a leer su Versunkene
Glocke en el Tonhalle; Herr Professor Einstein se incorporó a la
Universidad de Zúrich; los derechos y el voto de las mujeres se
discutían en la cámara. «Sabemos que las bayonetas no son la
solución» decía la revista Wissen und Leben. «Zúrich, la mayor
ciudad de Suiza, soporta una crisis de origen europeo. Estamos
al borde de una era de justicia social, al borde de una nueva
Suiza. Zúrich sufre, pero tiene fe. Y triunfará la fe».
En la Seestrasse habían renovado su propia fe, pasando de
los tiempos de guerra a los tiempos de paz. Carl había pasado
ciento diecisiete días en servicio militar activo durante 1917,
pero ya todo eso había terminado. También, más o menos, su
crisis interior. Y una de sus infatuaciones de más larga data.
«Solamente a fines de la Primera Guerra Mundial empecé gra-
dualmente a emerger de la oscuridad», escribió. «Dos elementos
contribuyeron a esto. El primero fue que rompí con la mujer
que había decidido convencerme de que mis fantasías tenían
valor artístico. El segundo y principal suceso fue que comencé a
comprender los dibujos mandala». Vio su verdadero significado
al emerger de su oscuridad: que expresaban la «plenitud». Y en
cuanto a «la mujer» con que rompió: era Maria Moltzer. Los
dos sucesos fueron de la mano. Porque Maria Moltzer no fue
capaz de comprender que sus pinturas no eran estéticas sino

[303]
simbólicas, que eran un camino hacia el inconsciente. Es decir, no
fue capaz de comprender el núcleo de su ser. Y con eso terminó
todo entre ellos. Maria no tardó en renunciar al Club Psicológico
y desapareció enteramente de la vida de Carl y Emma.

[304]
14
Hacia los años veinte

«Londres, 1 de julio, 1919. Querida Marianne, ha sido muy


dulce de tu parte que me hayas escrito una carta. Me ha hecho
tan feliz que yo también te estoy escribiendo una carta. Si no la
puedes leer, mamá te la va a leer. Aquí he comprado una muñeca.
Está tallada en madera y viene de la India. Pero es para mamá»,
escribe Carl a su hija de ocho años. Los niños suizos no entran
al colegio hasta que cumplen siete, y por eso es posible que
Marianne no leyera muy bien todavía. Pero la dificultad más
probable era, casi con seguridad, la caligrafía de Carl.
No bien le fue posible, una vez que acabó la guerra, Jung
escapó del mundo clausurado de Zúrich y se encaminó a
Londres, donde le habían invitado a dar conferencias en la
Royal Society of Medicine y en la Society for Psychical Research.
Le dice a Marianne que se hospedaba cerca del «castillo» del
Rey donde había una torre en la que guardaban las joyas de la
corona. «Londres está junto a un gran río al cual entran grandes
barcos oceánicos», continúa. «El río fluye todos los días hacia
abajo durante seis horas y después hacia arriba otras seis horas.
Y piénsalo: en Londres viven tantas personas como en toda
Suiza. Y aquí también hay chinos. Saludos cariñosos para ti y
Lilli, de vuestro papá».
Marianne era la musical de la familia: como su madre, tocaba
el piano y también la guitarra y tenía una voz muy bella. Cuando
terminó el colegio hizo un curso de encuadernación de libros
en París y se matriculó en algunos cursos de lengua y música en
Londres. Más adelante fue la única que se interesó en el trabajo
de su padre y durante algunos años actuó como su secretaria.
Aggi no soportaba el colegio y solo ansiaba dejar de estudiar. Le
molestó profundamente que su madre la enviara al «horrible»
Maádchenschule, el colegio privado para señoritas de Zúrich, y
no al Gymnasium, que era coeducacional; pero Emma estaba
inquieta porque su hija se interesaba más por los muchachos
que por el estudio. Si se considera el modo nada convencional
con que sus padres decidieron vivir su vida, resulta sorprendente
la manera tan convencional que tuvieron de educar a sus hijas.
Cuando terminaron el colegio enviaron a las cuatro un año a
la Suiza de habla francesa para que perfeccionaran su francés
y aprendieran algo del «arte del manejo de la casa»: sus padres
creían que el futuro de sus hijas dependía de que fueran buenas
esposas y madres. Más educación vendría más tarde, si es que
llegaba, como había sucedido a Emma.
En 1919, a los quince años de edad, Aggi ya había conocido
al hombre con que se casaría, Kurt Niehus, un amigo de los
_ primos Preiswerk y estudiante de ingeniería en el famoso ETH
de Zúrich, el Instituto Federal de Tecnología. Se casaron cuando
Aggi cumplió diecinueve años. Ella se dedicó entretanto a la
vida hogareña, porque las mujeres de su condición muy rara vez
salían a trabajar. Se ocupaba de los niños más chicos, asistía a
algunos cursos en la universidad y pasaba buena parte de su
tiempo con sus abuelas en Kusnacht y Schaffhausen a la espera
de poder casarse con Kurt y vivir su propia vida. Marianne y Lil
lo pasaban estupendo. Aggi era de muy buen natural y gozaba
jugando con ellas, paseándolas en bicicleta, nadando con ellas
en el lago, llevándolas a caminar o, si llovía, sentándose con ellas

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en la gran mesa de la Stube y arreglando flores o dibujando o
jugando con su conjunto de animales de madera mientras Franz
corría alrededor con sus trenes de juguete. Al atardecer, si sus
padres estaban absortos en sus interminables juegos de cartas,
Aggi solía ayudar a la niñera a preparar a los menores para
acostarse, les cepillaba el pelo y les leía cuentos junto a la cama.
El recuerdo que tenía Gret de sus padres era diferente del de
Aggi, porque fue más apegada a su madre y en realidad nunca se
llevó bien con su padre. La molestaba que su madre lo defendiera
siempre, incluso cuando le daban esos ataques de furia, diciendo
que en realidad no estaba enfadado, que no podía evitarlos, que
pasarían pronto. Cuando las niñas ya se habían casado y tenían
casa propia, Carl siempre parecía querer ver a Aggi, rara vez
a Gret. Ella le irritaba demasiado. Desde pequeña se habían
relacionado mal, porque Gretli era fuerte, voluntariosa y voluble,
muy parecida al mismo Carl. Le interesaba la astrología y decía
que quería ir a la universidad a estudiar psicología, pero no se
lo permitieron. Quizás ella debió haber sido el varón. Franz
era el «blando», el que se ponía de parte de su madre, como
Carl solía señalar. Era el único hijo hombre y se encontraba en
una posición difícil: por una parte, su padre pasaba mucho más
tiempo con él que con sus hermanas, le llevaba a sus paseos a
los Alpes, o a navegar, e incluso le permitía sentarse a su lado y
dibujar mientras él trabajaba en su Liber Novus. Por otra parte,
se sentía abrumado y dominado por Carl y tenía que buscar
medios para afirmarse por su cuenta. En 1920 Carl ya había
adquirido una colección de embarcaciones: el Pelican, dos veleros
más pequeños y también una regata y una canoa. Franz se negó
siempre a tripular el yate con su padre. Prefería tomar el timón
de unos de los dos botes pequeños. «No era divertido navegar
con papá, que gritaba órdenes a todo el mundo y se enfurecía
si alguien se equivocaba [...] hasta que estaban en medio del
lago, donde se relajaba, encendía la pipa y empezaba a contar
sus historias mágicas». Pero esto no alcanzaba a valer la pena

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para Franz. Dejaba que fueran tripulantes de su padre los primos
Preiswerk y los chicos Niehus, Kurt y su hermano Walter, que
más tarde se casaría con Marianne.
Quizás Lil tuvo suerte. La menor de los cinco, tuvo lo que
recuerda como una infancia feliz en la seguridad de su casa de
la Seestrasse rodeada por el gran jardín, jugando con los perros
—porque papá siempre tuvo perros—, nadando en el lago y
yendo a visitar a la abuela Jung o a la abuela Rauschenbach en
Schaffhausen. Lil pasaba mucho tiempo con Múller, ayudándole
en el jardín, recogiendo huevos del gallinero o acompañándole
a hacer compras en Kusnacht tirando de la carretilla de madera.
Muller estuvo siempre con los Jung. Había empezado como
«el joven Miller» y terminó siendo «el viejo Muúller» cuarenta
años más tarde.
Haciendo memoria, Lil recordaba que, si bien su madre
nunca los besaba, salvo en los cumpleaños o en Navidad o Pascua
(pocas mujeres lo hacían en esos días), Emma era una madre
cariñosa y responsable. Pero ocupada, siempre muy ocupada
con los trabajos de la gran casa e incontables visitantes que
atender, incluso los que llegaban de Inglaterra y Norteamérica.
Llegaban también algunos famosos, como Albert Einstein,
Hermann Hesse y James Joyce, que vino a ver a Jung por los
problemas de su hija Lucia. Pero, aun así, Emma se hacía tiempo
para escuchar los problemas y preguntas de sus hijos, sentada
en su escritorio en una esquina de la S£ube, que era su base, el
corazón de la casa. Podían hablarle de cualquier cosa. «Tenía
una autoridad natural», recuerda Lil. Y también gran sentido del
humor, reía con facilidad, especialmente cuando papá contaba
algunas de sus historias extravagantes. Pero cuando discutía de
trabajo con su padre podía ser sumamente crítica, observa Lil,
a lo que los demás nunca se atrevían. Así que la ocasional falta
de seguridad de su madre resultaba una sorpresa. Era la misma
antigua inseguridad con que Emma tuvo que lidiar toda la vida.
Era tranquila, callada y reservada con los extraños, parecía algo

[308]
distante, «siempre una gran señora», y prefería mantenerse en
un segundo plano. Así que mucha gente tuvo una impresión
errónea de Frau Doktor Jung, viéndola como poco más que
esposa y madre. No así quienes la conocían bien.
Aggi y Lil recuerdan comidas muy animadas, alegres festi-
vidades familiares y muchas partidas de cartas al atardecer. Si su
padre andaba de buen talante, lleno de una vitalidad que todo lo
transformaba, entonces empezaba la diversión. «Padre solía ser
terriblemente gracioso. Con frecuencia solo hablábamos tonterías
y nos reíamos sin parar, a veces de tonterías terribles», cuenta
Aggi de las comidas de mediodía. A su madre no le gustaba
esto, pero los niños repetían las tonterías una y otra vez «hasta
que finalmente casi terminábamos en el suelo muertos de risa.
A mi padre le encantaban esas cosas. Todavía recuerdo a mi
madre diciendo “en realidad es demasiado estúpido”». Tampoco
le gustaba que Carl diera comida a los perros por debajo de la
mesa, jugueteara con ellos y los llevara a extremos de excitación.
Aun peor eran sus costumbres en la mesa, porque a Carl no le
habían educado con los mismos modales que a Emma. Y él no
pensaba cambiarlos, claro que no. El estilo de campesino suizo era
su estilo. «La manera cómo sorbía la sopa o los huevos a la copa
era sencillamente desagradable, una de las cosas más desagradables
que te pueden tocar en la vida», recordaba mucho después uno
de los nietos de Jung. «Hacía ruidos horribles al comer. Muchas
veces me quitaron el apetito. Nadie se atrevía a criticarlo, por
supuesto. Constituía un contraste verdaderamente grotesco verle
a él y a mi madre comiendo, ya que ella era una mujer elegante y
refinada. Él era consciente de esto y se limitaba a decir que “cada
uno tiene que comer la comida del modo que mejor le guste”»,

Jung no se quedó mucho tiempo en casa después de su viaje de


1919 a Inglaterra. Durante los cinco años siguientes fue tres veces
a Inglaterra, dos a Norteamérica, a Alemania, Francia y Holanda.

[309]
Y en la primavera de 1920 viajó al norte de África invitado por
su amigo Hermann Sigg, que tuvo que ir allí por asuntos de
negocios petroleros. Jung llamaba a esto su «síndrome ambulato-
rio» y explicaba que «en tales casos se apodera de las gentes algo
parecido a una urgencia de viajar, de padecer amnesia respecto
del pasado, y viajan o se escapan». En realidad se trataba, en
parte, de deseos de huir de las presiones del trabajo. Ya tenía
tantos pacientes llegados de Norteamérica y Europa que debía
agregar a los locales que muchas veces debía empezar a atender
desde las siete de la mañana. Los pacientes se albergaban en
el hotel Sonne de Kusnacht. Se sentaban en la terraza que
daba al lago y escribían sus sueños de la noche anterior. «Jung,
desafortunadamente, tuvo un éxito enorme en su conferencia
en Londres», había escrito Ernest Jones a Freud en el verano
de 1914, y el precio de ese éxito, ahora que la guerra había
terminado, era una interminable sucesión de pacientes y con ellos
de más y más médicos deseosos de ser analizados y entrenados
por Jung para poder practicar el nuevo psicoanálisis.
Así que Jung no perdió tiempo cuando Hermann Sigg le
propuso viajar al norte de Africa. Como cuenta en sus cartas a
Emma, él y Sigg se embarcaron en Marsella, llegaron a Argel
y desde allí fueron en tren a Túnez, un viaje de treinta horas
seguido de otras veinticuatro hasta Susa, en el centro de Túnez.
Era la primera vez que entraba en contacto con una civilización
por completo diferente de la suya. «Esta África es increíble»,
escribió a Mein liebster Schatz, —mi querido tesoro—, desde el
Gran Hotel el 15 de marzo de 1920. «Por desgracia no te puedo
escribir de manera muy coherente, porque esto es demasiado».
Argel era casas y calles brillantes, grupos de árboles verde oscuro,
altas palmeras que se destacaban sobre ellos. Albornoces blancos,
gorros rojos, y entre todo ello los uniformes amarillos de los
Tirailleurs d'Afrique, los rojos de los spahis, los jardines botánicos
y un bosque tropical encantado [...]». Carl, el artista, sigue

[310]
describiendo: «Un fragmento de cielo azul profundo, la cúpula
blanca como la nieve de una mezquita, un zapatero atareado
claveteando zapatos en un pequeño nicho abovedado que tiene
adelante un cálido rayo de sol que enciende a una alfombra». De
vuelta en el tren, mira por la ventanilla horas y horas, hipnotizado.
«Entre Argelia y Túnez hay novecientos kilómetros de suelo
africano [...] ciudades romanas enteras, y a su alrededor pequeños
rebaños de cabras negras pastando; por ahí se alcanzan a ver las
tiendas negras, los camellos y los asnos de algunos beduinos».
El tren atropella de pronto un camello y siempre está cerca el
resplandor del mar azul profundo y las plantaciones de olivos
y las palmeras: «Entonces aparece Susa, con sus torres y muros
blancos y más abajo la bahía; más allá del muro de la bahía el
profundo mar azul, ¡¡¡y en el puerto flota el velero de dos velas
latinas que una vez pinté!!!». Así que allí está su sueño de hace
tantos años, de cuando había pintado su anhelada visión de una
ciudad con una torre junto al mar y una bahía con un velero. Y
ahora tenía la torre, y el velero, y todo.
Dos días después volvió a escribir desde el Gran Hotel
Sousse, después de «quitar la arena del desierto de la mesa que
hay en el patio rodeado de columnas de una casa árabe». En
la mañana le había despertado una gran conmoción. «Casi no
amanecía todavía cuando los gruñidos de los camellos, el ruido
de gente corriendo, de ovejas balando, de hombres gritando y
después de timbales apagados [...] y el cielo que se enrojece al
oriente». Se levantó y miró por la ventana la escena fabulosa
que abajo se desplegaba:

La plaza enfrente del hotel está llena de camellos sentados


y gran cantidad de rostros de barba negra tocados por
blancos albornoces gritan sin pausa |...].“Tres personajes no
cesan de golpear unos tremendos timbales y cerca resuena
una especie de clarinete o flauta u oboe que también parece

[311]
gaita, un ritmo veloz, y algunos hombres bailan con los
brazos estirados. Ha llegado una caravana del Sáhara,
son unos ciento cincuenta hombres con sus camellos
que harán un día de trabajo sagrado para el marabú, el
hombre santo que vive aquí y alimenta a los pobres desde
su jardín. Ahora el sol se alza majestuoso desde la bruma
roja y púrpura del vasto desierto, se despliegan tres grandes
banderas de seda verde con medias lunas doradas [...].

Termina, sin aliento: «Lo estoy pasando vergonzosamente bien.


Espero que todo vaya bien casa. Con cariñosos saludos, tu Carl».
Y agrega, a modo de post scriptum: «He recogido y guardado
algo de flora del desierto para Aggi».
«Por fin estaba donde ansiaba estar: en un país no europeo,
donde no se hablara ninguna lengua europea y no predominara
ninguna concepción cristiana», escribe en Recuerdos, sueños,
pensamientos. «Donde vivía una raza diferente y una diferente
filosofía y tradición histórica había dejado su sello en el rostro
de la multitud». Se sentaba horas y horas en un café árabe
escuchando las conversaciones, sin entender una palabra, pero
estudiando los gestos y expresiones y emociones de los hombres.
Recordaba que esta franja de tierra ya había recibido el peso y
el sello de tres civilizaciones: cartagineses, romanos y cristianos.
Olía la sangre. Se preguntaba por el efecto que la tecnología
occidental podía tener en el Islam.
Después, él y Sigg viajaron más al sur hacia el oasis y la
ciudad de Tozeur. «Altísimas palmas datileras forman una
techumbre sombría y verde bajo la cual florecen durazneros,
damascos e higueras, y bajo ellos alfalfa de un verde increíble.
Varios martin pescadores, brillantes como joyas, aleteaban entre
el follaje. Por esta sombra verde, comparativamente fresca, cami-
naban figuras de blanco, entre ellas gran número de afectuosas
parejas estrechamente abrazadas, evidentemente amistades

[312]
homosexuales». Las mujeres llevaban espesos velos. Si no era
así, se trataba de prostitutas, le explicó el guía a Jung. Todo lo
cual relató más tarde a Emma, ya de regreso en Kusnacht.

Pronto, durante los años siguientes, hubo un vuelco en la vida de


Emma: sus tres hijas mayores fueron creciendo y se marcharon
de casa. En septiembre de 1923 contrajeron matrimonio Agathe
y Kurt en la Seestrasse, con sencillez; Agathe con un vestido de
novia de seda color crema y velo, acompañada de Lil y Marianne,
ahora de nueve y trece años. Pero no fue una boda aparatosa,
solo la ofició el pastor Adolf Keller, el marido de Tina. Dos años
más tarde Gret se casó con Fritz Baumann, otro estudiante del
ETH, furiosa porque el día de la boda tuviera que posponerse
desde una auspiciosa fecha de marzo, muy adecuada según sus
cartas astrológicas, a un día cualquiera de abril, solo porque su
padre estaba fuera en uno de sus viajes.
Agathe tuvo que partir casi de inmediato a Ausburgo, Ale-
mania, donde Kurt tenía un trabajo de ingeniero. Cuando Gret
se casó Carl y Emma ya eran abuelos. Agathe y Kurt tuvieron,
en total, tres hijos, dos niñas y un niño. Gret y Fritz tuvieron
cinco, todos varones. Franz seguía en casa, pero con problemas,
sin saber muy bien qué hacer con su vida. Su padre no le ayudaba,
no quería darle orientaciones, esperaba que él mismo hallara su
propio camino. Confundido, empezó estudiando medicina, pero
no terminaba de interesarle y fracasó en los exámenes. Su padre,
impaciente como era, le dio algún dinero y le dijo que viajara
hasta que encontrara algo que hacer. La abuela Rauschenbach,
típicamente, intervino al rescate y propuso arquitectura. Franz
terminó en Stuttgart con Ernest Fichter, el pariente que había
diseñado la casa de la Seestrasse, y se convirtió en arquitecto.
Cuando Fowler McCormick regresó a Zúrich después de estudiar
en Estados Unidos, vio por sí mismo lo que ocurría en la familia

[313]
de Carl: «Recuerdo que hace tiempo [Carl] me había dicho que,
en realidad, si una familia es saludable, los niños se desarrollan
por sí mismos y no hace falta hacer mucho por ellos. Por supuesto
que siempre me pareció muy bien decir eso, pero la señora Jung
hizo un gran trabajo con los niños, muy valioso, no hay ninguna
duda. No crecieron por su cuenta. La mayor parte del crédito
por la calidad de esos niños debe atribuirse a la señora Jung».
Con Carl tan frecuentemente fuera y solo Lil y Marianne
en casa, Emma contaba con más tiempo para ocuparse de sus
propios intereses. Durante los años veinte empezó a dar forma
de libro a la investigación de toda su vida en la leyenda del
Grial. El relato novelesco del siglo doce de Chrétien de Troyes
acerca de Perceval, un caballero de las leyendas del rey Arturo,
que la había fascinado desde sus días en París, recorría como
un hilo continuo su propia vida: Perceval nace en un bosque,
en la penumbra y a medias consciente, protegido de todos los
peligros por su madre. Su padre está ausente, ha muerto en una
batalla. Un día ve a cinco caballeros en el bosque y abandona
a su madre y a su infancia para seguirles. Es su odisea, y cada
aventura le adentra más en el mundo de la conciencia. Buscando
el castillo del Grial conoce al Rey Pescador y se embarca en
la búsqueda del Santo Grial, que se describe como una copa
-0 Un vaso que posee poderes simbólicos y mágicos. Los textos
cristianos posteriores lo transformaron en el santo cáliz que se
dice que José de Arimatea llevó a Gran Bretaña después de la
última cena conteniendo la sangre de Jesús crucificado.
El libro, Die Graalslegende in psychologischer Sicht (La leyenda
del Grial desde un punto de vista psicológico), fae un trabajo aca-
démico apoyado en una extensa bibliografía que iba desde las
derivas clásicas y los paralelos orientales hasta la etimología.
«La leyenda del Grial es un tema especialmente estimulante
para la consideración psicológica, porque contiene muchas
características que también se encuentran en mitos y cuentos

[314]
de hadas», escribe Emma en su introducción. Todo el mundo
conoce el relato, explica: un vaso misterioso guardado por un rey
que está enfermo en su castillo —un lugar difícil de hallar—.
El rey solo puede recuperar la salud si un caballero «de conspicua
excelencia» encuentra el castillo y entonces hace cierta pregunta.
Esta es la búsqueda y su significado simbólico: la búsqueda
de cada individuo de la salud psíquica y la plenitud que se
consigue haciendo las preguntas correctas y liberándose de las
fuerzas oscuras del inconsciente simbolizadas por el bosque
donde Perceval nació y pasó su infancia. «Además ha perdido
mucho menos capacidad de fascinar a los hombres y mujeres
contemporáneos que los más recientes [cuentos de hadas], lo
que puede indicar que todavía encarna un mito vivo».
Carl respetó el interés anterior de Emma en el Grial y le dejó
el tema, aunque a él mismo le había interesado profundamente
desde muy joven. Fue una de las primeras cosas que habían
compartido él y Emma durante el noviazgo, conversando muy
de acuerdo mientras subían por las colinas sobre Olberg hacia
«su» banco al borde del bosque. Y Carl, de hecho, nunca está muy
lejos en el texto de Emma. Sus ideas sobre el simbolismo lo atra-
viesan entero, sobre todo la odisea de Perceval y su individuación
desde el inconsciente a la conciencia. Y muchas veces interpreta
Emma un pasaje refiriéndose específicamente a Carl, aunque sin
nombrarlo: «un hombre tiende naturalmente a identificarse con
su masculinidad y, como es sabido, la aceptación de su costado
femenino le resulta un serio problema. Se inclina, por lo tanto,
a actuar injustamente con lo femenino. Históricamente se ha
estigmatizado a la mujer como el demonio».Y,poco más adelante:
«A menudo sucede que las personas que se comportan de un
modo marcadamente egocéntrico están, básicamente, en constante
peligro de ser absorbidas por otras personas o situaciones, así que
en estos casos el egocentrismo se puede considerar como una
especie de baluarte contra esa tendencia». Parece que Emma,
enfrentando el laberinto de su propia vida con Carl, tratando de

[315]
comprenderle, utiliza el libro como su propia búsqueda. Continuó
trabajando en el libro el resto de su vida y lo dejó inconcluso al
morir. Fue Carl quien se aseguró de que se completara después
de su muerte y que lo hiciera una de sus colegas, Marie-Louise
von Franz, y fue Carl quien se encargó de publicarlo.
Por estos días Emma también contaba con más tiempo para
su círculo de amistades femeninas: Martha Sigg, Johanna Meier,
Tina Keller, Susi Trúb. Y Toni Wolff, siempre Toni. Pasaban
muchas tardes juntas, a menudo discutiendo asuntos de mujeres:
sus problemas, su lugar en la sociedad, los cambios sociales en
Suiza como resultado de la guerra, su trabajo, sus esperanzas,
sus ambiciones. Y Emma continuaba siendo la presidenta del
Club Psicológico, que se había consolidado bastante después de
sus maniobras diplomáticas, aunque sin dejar los problemas que
causaban las rivalidades y las envidias. Pero ahora, finalmente ya
más segura, y alentada por Carl, decidió entrenarse ella misma
como analista con Hans Trúb. Se trataba de una solución perfecta
desde el punto de vista de Carl. Cada vez que viajaba podía
derivar sus pacientes a Emma. O a Toni Wolff, que también se
estaba entrenando para analista. Un ménage a trois de otra especie.
El otro ménage a trois continuaba como antes. Las dos mujeres
compartían a Carl de una manera más o menos equitativa en
esos días, cada una con su papel propio. Emma representaba en
la Seestrasse la vida estable, cotidiana. «Su influencia retrotraía
[a Carl] cada instante a la normalidad de un suizo normal. Cada
vez que estaba con ella, era solo un normal señor Jung que vivía
en Kusnacht y no corría el riesgo de fugarse con sus fantasías»,
recuerda Heinrich Fierz, el hijo de un buen amigo de Emma
y Carl. «Esta es una función muy importante de una esposa, y
Toni Wolff tenía, por supuesto, la función de ánima. Siempre es
una falta [un error] que la esposa intente desempeñar el papel
de ánima. Esto produce un cóctel terrible». La mujer de Carl
Meier, Johanna, lo recuerda de modo muy semejante: «No se
trataba sencillamente de una situación triangular como sucede a

[316]
la mayoría de la gente». Hubo un tiempo en que Emma y Toni
compartieron un análisis con Meier, pero nada cambió. Porque
no había manera de salir de ello: Carl las necesitaba a las dos
para mantenerse cuerdo: Emma, esposa de la personalidad No1,
y Toni, esposa de la personalidad N22. «La señora Jung era más
extrovertida que Toni Wolfb», dice Johanna. «Se podía sentar
después de almuerzo con su revista cómica [...] y permanecer
allí sentada y reírse y reírse. Tenía un gran sentido del humor.
Ambas eran mujeres fuertes, pero la cosa resultaba más fácil para
Emma. “Era la socia de Carl”, decía Tina. “Eran iguales. Ella
podía estar a su altura”». Y podían reír juntos, y siempre lo hacían.
En septiembre de 1920 Jung estaba en Cornualles dando
una serie de charlas organizadas por Constance Long. La habían
presentado a Jung sus amigos el Dr. David Eder y su mujer,
Edith, que habían ido a Zúrich antes de la guerra para que Carl
les analizara. Long era una del puñado de estupendas médicas,
inglesas y norteamericanas, entre las cuales estaba Beatrice
Hinkle, que se reunieron en torno de Jung. En Cornualles
asistieron alrededor de doce personas a la jornada de dos semanas.
Todos se hospedaron en el mismo hostal: los Eder, Maurice
Nicoll, Peter Baynes, un médico inglés que había servido en
el servicio médico del ejército durante la guerra y ahora se
acercaba a Jung y al psicoanálisis, y Esther Harding, que se
había titulado en la London School of Medicine para mujeres,
en 1914, y era amiga de Constance Long. En esta ocasión Carl
llevó consigo a Emma y a Toni, Pero al término de los quince
días Toni se marchó sola a Londres y de allí regresó a Zúrich.
Carl y Emma, en cambio, viajaron a Glastonbury, donde Emma
deseaba continuar sus investigaciones en el Santo Grial.

Un día de Pascua, en 1922, un niño paseaba por la ribera del


lago de Zúrich, por el extremo norte, aislado, cerca de una aldea
llamada Bollingen. Hans Kuhn tenía doce años y vivía en la aldea,

[317]
no más que un conjunto de chozas, con sus padres y hermanos.
Mientras andaba por allí tirando palos y piedras al agua vio
una embarcación, un elegante yate de velas rojas tripulado por
un hombre, una mujer y dos niños, que se acercaba a la ribera.
El hombre llamó al niño para que le ayudara a amarrarlo. Era
Herr Doktor Jung, que deseaba saber si por ahí había tierras que
comprar. Ya había tratado de comprar una de las islitas de la parte
superior del lago, donde solía llevar a sus hijos a acampar, pero
el propietario no quería vender. Puede que Hans dijera a Herr
Doktor que una compra en Bollingen no resultaría una iniciativa
muy popular, pues ese era el lugar donde iban a bañarse. Pero
fue a buscar a su padre para intentarlo. Herr Doktor, un hombre
que parecía estar acostumbrado a lograr lo que deseaba, volvió a
WHhitsun y consiguió llegar a un acuerdo con el propietario. Y en
el otoño ya había contratado a un albañil de Schmerikon, dueño
de la cantera de la ribera opuesta del lago, para que transportara
piedras y empezara a construir lo que llegaría a ser la famosa
Torre de Bollingen.

LA TORRE DE BOLLINGEN, HOGAR ESPIRITUAL DE CARL.

[318]
La propiedad consistía en una franja de tierra en la ribera, con
una extensa pradera a un costado. Carl quiso, en un comienzo,
construir él mismo la torre con ayuda de los niños Niehus y
Preiswerk y de Franz, llegando en bote y acampando en las tiendas
que había traído de Cháteau d'Oex al término de la guerra. Pero
las piedras eran enormes y el trabajo demasiado pesado incluso
para él, y pronto se vio obligado a pedir al albañil de Schmerikon
que contratara algunos hombres. Pero Carl continuó ayudando
con las piedras y controló cada detalle, tal como había hecho
durante la construcción de la casa del 228 de la Seestrasse.
El diseño fue de una torre redonda, sencilla, de un solo piso,
de estilo medieval, con una chimenea al centro, bancas para
dormir junto a las paredes, y ventanas pequeñas que penetraban la
oscuridad a través de los gruesos sillares y creaban una atmósfera
poderosa, espiritual, tal como en las torres de sus sueños. Emma
y las niñas no iban hasta que el tiempo era más cálido y entonces
llevaban provisiones para cocinar en el fuego al aire libre. No había
agua corriente y solo lámparas de aceite. Hans Kuhn les traía
leche de la granja todas las semanas y agua del pozo de la aldea,
y pan. Era una vida primitiva, exactamente como quería Carl, y
una aventura. Muy pronto construyó un jardín algo lejos de la
torre y allí plantó patatas y maíz, un cereal que prefería en los
desayunos. Cocinaba personalmente, porque le gustaba hacerlo
así: si alguien le ayudaba y se equivocaba terminaba a los gritos,
así que en general le dejaban divertirse solo, vestido con su viejo
delantal de jardinero, shorts y su ya destartalado sombrero de paja.
Después de un gran desayuno, a mediodía tocaba pan con
salchicha o queso y una gran comida al atardecer, sentados
alrededor de la chimenea, dentro de la torre, si el tiempo estaba
malo, o afuera alrededor de una fogata si hacía buen tiempo. Carl
fumaba su pipa y contaba historias hasta muy tarde. Algunas
veces iba al pueblo a buscar tarta de queso y cebolla. Una vez que
la tarta no le gustó, maldijo al panadero y la arrojó al aire hasta

[319]
tocar el techo. «Es raro este Herr Doktor», decía la gente del
pueblo. Pero con frecuencia cambiaban de opinión si hablaban
con él. Poseía tanta información e historias asombrosas, se
interesaba tanto en sus vidas, se alegraba de poder pasar un
tiempo con ellos tanto como con los «grandes» de Kusnacht
[...]. Sus modales eran sencillos, solía llegar al pueblo en bici-
cleta con una mochila a la espalda y disfrutaba largas tardes
jugando con Hans a las cartas, al Zweterli: en el fondo era un
campesino como todos ellos. Y cuando estaba en el extranjero
escribía largas cartas a Hans, que el muchacho leía en voz alta a
su familia y después a todo el pueblo, cartas maravillosas, llenas
de cosas inimaginables.
La torre fue creciendo, la vida se tornó allí más rutinaria y
Carl gustaba entonces de navegar hasta Schmerikon y visitar
al vendedor de vinos y sentarse en los escalones de su bodega
a probar el buen Riesling local o un delicado Chianti de Italia.
A menudo iba a Bollingen por su cuenta por varios días. Nave-
gaba hasta allí o tomaba el tren local y caminaba el resto del
camino con su mochila a la espalda. Podía haber súbitas tormen-
tas en el lago y había que amarrar bien las embarcaciones y cerrar
bien las pesadas puertas de la torre. Y él se quedaba adentro,
leyendo y escribiendo. Pero en el verano vivía y trabajaba sobre
todo afuera, sentado por horas en la ribera, cavando sus canales
y represas, pensando y dando rienda suelta a su inconsciente.
A menudo se le unía una de sus dos «esposas». Emma, cuando
venía, se sentaba en una mesa cerca de la torre a leer o a coser.
Toni Wolff no sabía cocinar y tampoco le gustaba ningún tipo
de cámping ni ninguna clase de incomodidad física, así que
no vino a la torre hasta que no contó con un piso superior con
suficientes comodidades para dormir tranquila. Pero una vez
que contó con ello, también venía, algunas veces con Emma
como un trío, pero la mayor parte de las veces sola con Carl.
En febrero de 1923, poco después de que los Jung compraran
el terreno en Bollingen, la madre de Carl falleció inesperadamente

[320]
después de una breve enfermedad. Carl había heredado de Emilie
su sexto sentido, sus visiones y sus voces y un gran respeto por
lo oculto, que nunca lo abandonó. Su muerte le provocó toda
suerte de habladurías en el inconsciente, pero se recuperó más
rápido que en sus años de crisis. Desde el término de la guerra
la vida interior de Carl se había estabilizado. Bollingen, el hogar
verdadero de la personalidad N“2 de Jung, le parecía un destino,
una de sus palabras favoritas. «Gradualmente, mediante mi
trabajo científico, pude situar en terreno sólido mis fantasías y
los contenidos del inconsciente», escribe. «Palabras y papeles,
sin embargo, no me parecían bastante reales; era necesario
algo más. Tenía que lograr una representación en piedra de
mis pensamientos más íntimos y del conocimiento que había
adquirido. O, dicho de otro modo, tenía que hacer una confesión
de fe en piedra. Eso fue el comienzo de la «Torre», la casa que
construí para mí en Bollingen». La piedra había tenido siempre
un poder casi mágico para Jung, el niño que se sentaba en la
piedra de su jardín preguntándose si él era la piedra o la piedra
era él. Bollingen era «para mí» y para nadie más.

Continuaban los viajes de Carl. Fowler McCormick fue quien


primero le propuso un viaje a África oriental en el verano de
1925, una «Expedición al interior de África», como la llamaría el
Milwaukee Journal, para investigar «la psicología de los pueblos
salvajes». A Carl le encantaba dejar la casa de la Seestrasse y los
pacientes en manos de Emma y Toni Wolff. El otoño anterior
había ido a Estados Unidos a petición urgente de los padres
de Fowler, Harold y Edith McCormick. Se habían divorciado
no mucho después de su regreso a Norteamérica finalizada
la guerra, y Harold se había vuelto a casar. Pero ahora unían
fuerzas y rogaban a Carl que viniera y diera una buena charla
a Fowler. Este, su único hijo, amenazaba con casarse con Anne

[321]
Stillman, conocida por Fifi, la madre de su compañero de
cuarto en Princeton. Carl hizo lo que pudo, pero sin resultado.
Efectuó en cambio un largo viaje con Fowler por Norteamé-
rica y Nuevo México, que incluyó el Gran Cañón, Arizona,
Nueva Orleans y Washington. Estudió «pacientes negros» en
el hospital St. Elizabeth, y Tao durante dos semanas, conoció
nativos norteamericanos, en particular a Ochwiay Biano, o Lago
de Montaña, un anciano de la tribu Hopi que le habló de sus
rituales y de la mitología del sol. Pasó la Navidad con George
Porter, heredero de una vasta fortuna en ferrocarriles y viejo
amigo de los McCormick. Librada a sus propios recursos, Emma
se llevó a sus hijos menores a Schaffhausen a pasar la Navidad
con su madre en la comodidad de Olberg, un verdadero placer
para ella y los niños. Toni Wolff pasó la Navidad sola, con su
madre en la Freiestrasse.
Finalmente, Fowler no acompañó a Jung a África oriental,
pero lo hizo el nuevo amigo de Jung, el inglés Peter Baynes, y
George Beckwith, otro rico estadounidense dispuesto a pagar
la cuenta. Desgraciadamente Baynes y Beckwith no se llevaban
muy bien, aunque el primero, que se había trasladado a Zúrich
para ser asistente de Jung, había sido el analista de Beckwith
de manera intermitente durante algunos años. Las cosas se
volvieron infinitamente peores porque la esposa de Baynes,
Hilda, se suicidó en Londres en vísperas de la partida. Baynes
no se liberó de la culpa ni de la melancolía durante el viaje.
Beckwith resultó ser un campeón del malhumor.
Zarparon de Southampton a Mombasa, Kenia, en octubre
de 1925. A bordo del barco había un grupo de mujeres jóvenes
que viajaban a casarse con funcionarios del Colonial Service.
Entre ellas iba Miss Ruth Bailey, la hermana de una novia. Tenía
treinta y tres años y se había comprometido dos veces, pero los
dos hombres habían muerto en la guerra. Miss Bailey provenía
de Cheshire, era una de esas inglesas de buena familia, directas,

[322]
aventureras, cordiales y joviales que no permiten que la vida las
doblegue. No conoció a Jung a bordo, porque él se mantuvo
en segundo plano, pasó las seis semanas evitando cuanto le fue
posible a sus dos compañeros de viaje y aprendiendo el swahili
que le enseñaba un viejo funcionario colonial. Pero terminaron
en el mismo New Stanley Hotel de Nairobi. Y durante una de
las fiestas que el hotel organizaba para sus huéspedes Ruth se
retiró a un pequeño salón para alejarse del ruido y las diversiones
y allí encontró a Jung estudiando un mapa de Kenia. No alzó
la vista, así que ella se quedó sentada dejando que pasara el
tiempo. Al cabo de casi una hora él le preguntó si le interesaban
los mapas. Le interesaban. Al día siguiente la invitó a tomar
desayuno y después a ir de compras al bazar. Nada había de sexual
en ello, observó ella, él solo deseaba que hubiera algo o alguien
entre él y sus torpes compañeros. Miss Bailey se subestimaba.
A Jung le encantaron enseguida sus modales directos y graciosos,
especialmente que no tuviera absolutamente ningún interés
en el psicoanálisis. Cuando los tres hombres se aprontaban a
continuar su expedición, Ruth ya estaba camino de Turbo, en la
provincia del valle del Rift, con su hermana y su futuro cuñado,
temiendo los meses de aburrimiento y vida de expatriada que
tenía por delante. Es probable que Jung ya hubiera decidido
pedirle que se uniera a ellos.
Dos meses más tarde corrió un rumor en el bungaló de Turbo:
invitaban a Ruth a ir a Mount Elgon, en la región fronteriza entre
Kenia y Uganda. Los tres hombres se habían embarcado en lo
que llamaron su «Expedición psicológica Bugishu», con un gran
contingente de cargadores y abundantes abastecimientos. Pero
tendrían serias dificultades para llegar a destino, como advertiría
Daniel Hislop, un joven funcionario colonial de una remota
delegación en las tierras altas, cuando vio un gran coche de safari
cargado a tope y empujado hasta quedar cerca del sendero que
llevaba a su bungaló en el distrito Nandi. «Buenas tardes», dijo.

[323]
«¿Les puedo ayudar en algo?». Y para gran sorpresa de Hislop
uno de los hombres resultó ser el doctor Jung de Zúrich. A Jung
le fascinó que el joven Hislop hubiera oído hablar de él. Querían
llegar a Mount Elgon, le explicó a Hislop mientras tomaban
té en su bungaló. Hislop tuvo que informarles que iban por el
camino equivocado. Y se preguntó cómo podrían comunicarse
con los karamojong y los sabei, que no hablaban swahili.
Cuando Ruth llegó desde Turbo, después de resistir todos
los intentos de impedir que se embarcara en esa expedición
loca y peligrosa de cuatrocientos kilómetros, los tres hombres
ya habían hallado Mount Elgon y Jung a un hombre entre los
portadores que podía comunicarse con los ancianos de la tribu
y que incluso hablaba un inglés elemental. Fascinada por los
tres hombres blancos, la gente de la tribu gozó hablando de
sus ritos y creencias y especialmente de sus sueños, a los cuales
atribuía profundos significados tal como hacía el doctor blanco.
El servicio de correos era un verdadero azar en esas regiones,
pero Carl se las arregló para escribir a Emma sus habituales y
vivos relatos e incluso envió una larga carta al joven Hans Kuhn.
Una serpiente había atacado a Herr Beckwith, escribe, y una
noche él mismo se había contagiado de la fiebre de la mosca
de la arena y soñado que se estaba «volviendo negro». Avisaba
que llegarían a casa a comienzos de abril. Franz recuerda que
esa fue la única vez que fue testigo de una escena de celos entre
su madre y Toni Wolff: peleaban por quién iría a recibir a Carl
a Marsella. Su madre lo decidió: ninguna de ellas. Iría Franz,
que ya tenía dieciocho años.
Es posible que Emma se angustiara cuando oyó hablar de
la intrépida inglesa que actuaba como amortiguador entre los
tres hombres y hacía reír a Carl a carcajadas. No necesitaba
inquietarse. Poco después del regreso de Carl, Emma escribió
a Miss Bailey y la invitó a venir a la Seestrasse. Cuando llegó
Ruth, se encontró con Emma sentada en el descanso de la

[324]
escalera posando para un retrato. Parece que George Beckwith,
que adoraba a Emma, había encargado la pintura como un
regalo para Carl, pero el artista no conseguía que la retratada
sonriera. «Recuerdo que ese hombre me decía “venga, Miss
Bailey, y diviértala. Cuéntele historias raras. Es demasiado seria.
Excesivamente seria”». Así que Ruth se instaló muy pronto
en su papel habitual y al cabo de poco tiempo tenía riendo a
Emma como una escolar con sus historias de Kenia. Emma
era hermosa, observó Ruth, pero no era feliz. «Tenía unos ojos
muy tristes», recuerda, «y me senté más abajo en la escalera a
contarle tonterías sobre África».
Ruth apenas veía a Carl, excepto durante las comidas, y
pasaba todo el tiempo con Emma y los niños. Salían a caminar,
se quedaban con la madre de Emma en Schaffhausen o con su
hermana Marguerite, que vivía cerca, visitaban las galerías y
teatros de Zúrich, incluso una casa de cuadros en movimiento
donde vieron una comedia inglesa que hizo reír a Emma hasta
las lágrimas. En otra ocasión fueron a una fiesta de disfraces en el
Club Psicológico, en la cual Toni Wolff se presentó como Nefertiti,
pero fumando sin pausa con su larga boquilla. Pero, aunque Ruth
y Emma hablaron de muchas cosas, nunca conversaron sobre el
matrimonio de Emma. Después de esa primera visita Ruth vino
a Kusnacht todos los veranos, y las niñas fueron donde Ruth a
Cheshire, y también Emma. Y después de la muerte de Emma,
Ruth viajó a cuidar a Carl. Permaneció con él hasta el final, como
amiga y encargada de su cuidado, querida por toda la familia.
¿Por qué estaba Emma tan triste en 1925? Una clave subyace
en algo que Jung escribió sobre sus viajes obsesivos de entonces:
cayó en la cuenta, asombrado, de que en parte los hacía para
evitar «problemas personales», y empezó a sospechar que había
emprendido su aventura africana «con el secreto propósito de
huir de Europa y su complejo de problemas». Se confesó que
esto no fue tanto «un proyecto objetivamente científico como

[325]
uno intensamente personal, y que los intentos de profundizar en
él tocaban todo lugar dolido y herido de mi propia psicología».
La atmósfera se había vuelto demasiado «cargada» en su hogar.
En Recuerdos, sueños, pensamientos utiliza la palabra «Europa»,
no «hogar», que solo aparece en los «Protocolos». Pero el sentido
es claro: equilibrar la vida entre dos mujeres era difícil. Había,
también, rumores sobre otra «infatuación». Y la muerte de su
madre le había devuelto todo tipo de recuerdos sepultados.
Concluye Carl, el escindido: «Mi personalidad europea tiene que
conservarse intacta bajo cualquier circunstancia». ¿Escindido, o
deseando todo en ambas direcciones? El mismo Jung confesaba
que era un maestro del autoengaño: «Puedo dejarme engañar
de aquí a Tipperary cuando no quiero reconocer algo, y, sin
embargo, en el fondo sé muy bien cómo son las cosas». Como
lo dijo Fowler McCormick: «Fue un tiempo muy duro para la
señora Jung, porque era una mujer encantadora, amable, una
buena madre y amaba al Dr. Jung».

Emma había traspasado a Hans Trúb la función de presidente


del Club Psicológico, y las cosas ocurrieron tal como había
vaticinado Alphonse Maeder: Hans discutía las teorías de Jung
y se enemistaron muy pronto. Jung renunció al club y se llevó
consigo a Emma y a Toni. Era lo último que Emma deseaba,
pero sentía que debía estar del lado de Carl. Trató una y otra
vez de reconciliar a los dos hombres, pero el quiebre no se pudo
subsanar. Quizás sospechaba que no se trataba solo de un des-
acuerdo profesional y que de parte de Jung había algunos celos:
Emma se había hecho muy amiga de Hans y Susi Trúb. Cuando
la vida se le tornaba difícil en la Seestrasse se marchaba a veces
a la casa de campo que ellos tenían en Ticino, al sur de Suiza. A
los Trib les dolía el distanciamiento, pero Susi comprendía que
Emma «tenía que ponerse del lado de su marido. Esto solo lo vi

[326]
más tarde. Y nunca la culpé a ella, porque yo también tenía que
soportar a mi marido». La situación era doblemente molesta,
porque las dos mujeres ya eran muy amigas: «Con mi hermana
[Toni] solo me relacionaba como hermana. La relación personal
era con Emma», dice Susi. «Era una mujer de verdad, completa».
Susi sabía que Emma tres veces había querido divorciarse de
Carl. Sentía que había algo innatamente brutal en Carl, desde
luego en su relación con Hans. «La gente sencillamente entra
en conflicto con él». Muy pronto el que renunció al Club fue
Hans Trib, y regresó la sagrada trinidad, Emma, Carl y Toni,
como decían en broma algunos miembros.
Desde marzo hasta julio de 1925, antes de su largo viaje a
África oriental, Jung dirigió una serie de seminarios en el Club
Psicológico de Zúrich en los que dibujó un mapa del desarrollo
de sus ideas desde los primeros días de las sesiones espiritistas
con su prima Helly, pasando por su trabajo en el Burghólzli,
hasta Freud y más adelante, hasta el sinólogo Richard Wilhelm,
a quien Jung había conocido en 1923 y a la sazón tenía una
profunda influencia en su pensamiento. Jung hablaba en inglés
en estos seminarios, ya que muchas de las veintisiete personas
que asistían a ellos eran inglesas o norteamericanas, entre ellas
Esther Harding, a quien conocía desde Inglaterra, y dos emi-
nentes médicas norteamericanas que se estaban entrenando
como analistas jungianas, Kristine Mann y Eleanor Bertine.
Su amiga Cary Fink, otra médica, anotaba todo. Había venido
a Zúrich con su hija Ximena en 1925 después de divorciarse
y muy pronto formaría parte del círculo de amistades de Jung.
Después de las sesiones a Jung le gustaba pasar a un café del
barrio. Todo el mundo trataba de caminar a su lado, sentarse
cerca, hablar con él, capturar un fragmento de su magnético
self. Emma prefería marcharse a casa, sola.
Durante varios de los años siguientes Emma dio diversas
charlas en el Club Psicológico, algunas sobre la leyenda del

[327]
Santo Grial y otras sobre el tema jungiano del ánimus/ánima,
que más tarde se publicaron en un delgado volumen. Resultaron
muy personales y reveladoras, parecidas en este sentido a su
conferencia sobre la «culpa». Emma admite, con su acostumbrada
modestia, que no puede afirmar que posee una comprensión
completa de estos términos y que por lo tanto se limitaría a
examinar el ánimus y el ánima en relación con el individuo y
con la conciencia. Empieza con una breve definición: el ánimus
es el principio masculino y el ánima el femenino; un hombre
tiene algunas características femeninas y una mujer algunas
masculinas. Normalmente ambas están presentes en cierta
medida, pero a menudo ocultas, condicionadas por características
sexuales latentes y experiencias personales en la vida con el sexo
opuesto. Siendo como son, inconscientes, pueden interferir en
la vida de un individuo, algunas veces de un modo perturbador
y destructivo. Por eso hay que comprenderlas.
Plantea que un hombre físicamente poderoso puede resultar
con facilidad una figura ánimus para una mujer joven: los héroes
de leyenda, etcétera. Para una mujer mayor y más exigente, un
hombre que ha conseguido cosas u ofrecido guía espiritual puede
constituir un foco de atención más probable. Cada una puede
resultar problemática por el peligro de proyectar la imagen en
el hombre. Algunas mujeres, las activas, enérgicas, valientes y
voluntariosas, ya tienen armoniosamente integrado el aspecto
masculino, pero si no lo han integrado adecuadamente este
aspecto puede superar al femenino y resultar en comportamientos
brutales, agresivos, incluso en el campo sexual. Entonces el
ánimus puede ser destructivo para las mujeres y sus relaciones, y
conducir a depresiones o a una insatisfacción general con la vida.
Tenía cierta relación con los tiempos modernos: el movimiento
feminista, progresos en el control de los nacimientos, progresos
tecnológicos, el descubrimiento psicológico del inconsciente, las
leyes que todavía entregan mayores privilegios a los hombres.

[328]
El resultado en las mujeres ha sido una falta de confianza en sí
mismas y una resistencia a ser conscientes. En muchos sentidos
esto se parece a un presupuesto doméstico, declara Emma, la
mujer práctica, la madre: las mujeres cuentan con una cantidad
limitada de energía psíquica y la tienen que gastar bien.
En aquellos primeros tiempos del psicoanálisis no eran
muy nítidas las fronteras entre lo profesional y lo personal.
Aun sabiéndolo, Emma navegaba obedeciendo al viento y casi
no se molestaba en disimular las referencias a su propia vida
y matrimonio. Las mujeres suelen afirmarse en la proyección
de sus esperanzas y ambiciones, decía, pero eso puede tener
éxito duradero en escasas ocasiones, especialmente si la mujer
tiene una relación íntima con el hombre del caso. Entonces la
incongruencia entre la imagen idealizada y el portador de la
imagen suele resultar demasiado obvia. «Nos damos cuenta, para
nuestra confusión y desengaño, de que el hombre que parecía
encarnar nuestra imagen no concuerda en lo más mínimo con
ella, pero se comporta continuamente de un modo muy distinto
al que creíamos que debiera. En un comienzo, quizás, tratamos
de engañarnos al respecto y con frecuencia lo conseguimos con
relativa facilidad gracias a una aptitud para borrar las diferencias
que debemos a nuestra difuminada capacidad de discriminación.
Y a menudo intentamos con verdadera astucia hacer del hombre
lo que creemos que debe representar». Esto tampoco es fácil para
el hombre, que ya tiene sus propios problemas descubriendo
su «ánima». «Cuando un hombre descubre la figura del ánima,
imagen o humana, le atrae, le fascina, y por ello le parece valiosa».
Todo el público presente en el Club Psicológico tiene que haber
sabido de qué ánima y ánimus estaba hablando Emma.
Jung metió baza también en esto, escribiendo un artí-
culo titulado «El matrimonio como relación psicológica».
Empieza atrevidamente: «No hay tal cosa como una relación
psicológica entre dos personas que se encuentran en un estado de

[329]
inconsciencia». El vínculo con los padres influye, en primer lugar,
inconscientemente la elección del marido o la esposa, positiva
o negativamente, compensando por todo lo que ha quedado
incompleto en la vida de los padres. En un matrimonio típico,
uno de los cónyuges es por lo general el «contenido» y el otro el
«contenedor». El cónyuge «contenido» es el caso más sencillo,
«arraigado en una relación positiva con los padres», mientras
que el cónyuge más complejo se encuentra obstaculizado por un
vínculo inconsciente, profundamente instalado, con los padres y
«oprimido por rasgos hereditarios que a veces son muy difíciles
de reconciliar». Estas personas, «que tienen generalmente una
tendencia a la disociación, suelen tener la capacidad de separar
por largos periodos rasgos irreconciliables de carácter y de este
modo pasar por ser mucho más simples de lo que efectivamente
son. Sus cónyuges se pueden perder fácilmente en esa naturaleza
laberíntica, algunas veces de manera nada agradable, ya que su
única ocupación consiste entonces en escrutar al otro a través
de todos los pliegues y torsiones de su personalidad».
Era muy raro tener un matrimonio plano, sin crisis, decía.
No era posible llegar a ser consciente sin pasar por el dolor, y
habitualmente esa transformación empezaba en la segunda mitad
de la vida, cuando la pasión de los primeros años da paso al deber
y ala sensación de un peso que, como un vampiro, crea desunión
con el se/f. «Esta desunión con uno mismo engendra descontento,
y como uno no es consciente del verdadero estado de las cosas,
por lo general proyecta la razón de ello en el otro cónyuge. Se
desarrolla entonces una atmósfera crítica, el necesario preludio
de la realización consciente». Y todo puede empezar en este
mismo momento de crisis. Esta ha sido una de las intuiciones
más importantes y prácticas de Jung: las crisis pueden parecer
intolerables mientras suceden, pero solo a través de las crisis
puede ocurrir el desarrollo de la personalidad. Y en cuanto a la
cónyuge: tiene que renunciar a que él le pertenece a ella, y dejar

[330]
de buscar su seguridad en él, pero buscarla en sí misma; y en ese
momento vuelve a valer.
¿Manejó todo esto Emma? Parece que sí. En 1927 pidieron
a Jung que diera una conferencia en el Kulturbund, en Viena.
Viajó con Emma y en la estación les recibió la vicepresidenta
de la asociación, Jolande Jacobi. «Fui al tren a recogerles a él y
a su esposa y conocí a dos personas maravillosas, que se veían
estupendas, alertas, de buen humor, de ningún modo [como
esperábamos]». Es evidente que habían aleccionado a Jacobi.
«Quedé absolutamente impresionada cuando un hombre alto,
hermoso, bien parecido, con bellos dientes blancos, sonriente,
llegó con una mujer encantadora de pelo oscuro y ojos azul
claro. La señora Jung parecía una santa».
Jacobi era una judía húngara de treinta y ocho años, de
buen aspecto, extrovertida, seductora. Vivía en un departamento
elegante con sus dos hijos. Su marido había vuelto a Budapest
por alguna razón, posiblemente porque su mujer hacía tiempo
que tenía un amante. Quizás Jung había vacilado en aceptar la
invitación a Viena por culpa de Freud: no había habido ningún
acercamiento entre ellos desde la ruptura de sus relaciones en
1914. Era evidente que Freud no había encontrado ningún
príncipe heredero que lo reemplazara, y seguía sosteniendo que
Jung se había alejado de él, que lo había traicionado. No aceptaba
que Jung pudiera haber estado desde un comienzo en un camino
diferente. Dijo a Ernest Jones que no asistiría a la conferencia y
que le complacía «perder una excelente oportunidad de escuchar
acerca de la Estructura del Alma de parte de una fuente de
primera mano». No obstante, se presentaron a la conferencia
más de mil personas, algo inaudito en la asociación. Pero todo
resultó un poco decepcionante, quizás porque la sombra de
Freud opacó un tanto el estilo de Jung.
Sin embargo, allí estaban, en Viena una vez más, Emma y
Carl después de tanto tiempo. Pasaron los siguientes cinco días

[331]
con Jolande Jacobi, que estaba tan encantada con Emma como ella
con Carl. Una tarde fueron al teatro a ver la comedia musical No,
No, Nanette!, y durante la función Carl se reía «con tanta fuerza
y alos gritos que se detuvo la obra y las actrices le saludaron con
la mano y le enviaron besos que él correspondió, y hubo toda una
conmoción en el teatro». Jacobi nunca había visto una cosa así,
pero Emma estaba acostumbrada. «Era la esposa más generosa
imaginable», recuerda Jacobi. «La señora Jung se conducía siempre
con sumo tacto y dejaba solo a su marido con la persona que le
interesaba. Decía que le gustaría ver más de la ciudad y lo dejaba
solo conmigo». Los tres se hicieron muy amigos. Emma no tenía
que preocuparse en este caso: la sofisticada Jolande Jacobi jamás
se enamoraría de Jung. Para empezar, él tenía «los dedos sucios»
y era schlampig, un poco desordenado, y Jacobi, en cambio, era el
colmo de los buenos modales. «Era un poco pesado», concluye,
«un suizo del tipo campesino que no sabía cómo tratar a las
damas de la buena sociedad que flirteaban con él». Emma y Carl
volvieron a casa a finales de febrero.
En el invierno de 1928 el lago de Zúrich se congeló. La
gente caminaba y patinaba, atravesándolo para visitar a sus
amigos, abrigada con pieles y sombreros y manguitos, fascinada
por la blancura y el mágico ambiente. Para sorpresa de sus hijos,
Emma se afirmó sus patines en las botas, algo que ellos nunca
habían visto, y se lanzó impetuosamente al hielo azul.

[332]
15
Saliendo adelante

Éramos Jung [jóvenes]


Se nos llamaba Jung
A la eterna juventud
Pertenecemos
Frases grabadas en la pared de la
terraza de la casa en la Seestrasse

En 1929 Emma cumplió cuarenta y ocho años, tenía dos hijas,


Agathe y Gret, casadas, y ya era abuela. Franz, de veintiún años,
se había marchado a Stuttgart a estudiar arquitectura. Sus dos
hijas menores, Marianne y Lil, tenían diecinueve y quince años
respectivamente. En estos días se sentía más segura, aunque
aún había muchas dificultades por delante. Pero su dilema
central —cómo manejar la vida con Carl, su marido, y hacerse
un camino propio—, el dilema que había enfrentado desde su
matrimonio en 1903, había quedado atrás. Y si no exactamente
atrás, entonces a su lado, fluyendo más como arroyuelo que
como torrente, abriéndose camino hacia mar abierto. Y quizás
lo más importante: había pasado la edad de la menopausia, ya
no existía el peligro de un exceso de «pequeñas bendiciones».
Y había dado el paso decisivo: trabajaría como analista,
por su cuenta. En cierto sentido, se había preparado para eso
desde los primeros años en el Burghólzli, en un principio sin
quererlo. Pero a medida que pasaban los años y se sumergía en
el trabajo de Carl, fue descubriendo que sabía más de lo que
creía y no poco por estar conviviendo con Carl, el escindido. Ya
en los días del congreso de Weimar de 1911 conocía a muchas
de las luminarias del psicoanálisis, incluso al profesor Freud de
Viena,ytambién a algunas mujeres de pensamiento progresista
—Hedwig Bleuler y Beatrice Hinkle entre ellas— que le habían
presentado ideas nuevas y provocadoras sobre las mujeres en
la sociedad. Alentada por Carl, Emma había sido la primera
presidenta del Club Psicológico de Zúrich, donde descubrió
que podía apañarse sola y situarse por encima de los celos y
rivalidades que de algún modo rodeaban siempre a su marido.
Sus propios celos eran más difíciles de resolver, pero ahora,
con la ayuda de su compromiso con su nueva vida de trabajo,
descubrió que los podía sofrenar y hasta hacerlos desaparecer.
Como para celebrar todo aquello, aprendió a conducir un
automóvil en 1929. Le enseñó el fiel Múller, que en esa época
hacía de chófer y persona para todo servicio y también de
jardinero. Se compró un sedán Dodge. Carl aprendió a manejar
en esos mismos días, se compró un Chrysler convertible al que
llamaba «querido rojo» y estacionaba todos los miércoles frente
a la casa de Toni Wolff en la Freiestrasse para que lo viera todo
el mundo, como un trapo rojo a un toro.
El primer analizando de Emma fue la joven inglesa Barbara
Hannah, que más tarde escribiría la primera biografía de Jung. El
padre de Hannah era el deán de la catedral de Chichester y hasta
ese momento ella había llevado la vida típica de las personas de
su clase: Iglesia de Inglaterra, clase media convencional. Pero de
un modo u otro había llegado a un momento de crisis. Vino a
Zúrich con la esperanza de que la analizara Herr Doktor Jung.
Pero justamente entonces Carl pasaba por una etapa en que
intentaba liberarse de las exigencias de un exceso de pacientes
que requerían ansiosamente de su atención. «¡Oh, Dios mío,
usted me aburre!», proclamó, y la derivó enseguida a Emma. Más
adelante la derivaron a Toni Wolff. Así trabajaba entonces el trío,

[334]
pasándose pacientes. Cuando volvió donde Jung, este cambió
el disco: «Ah, veo que ha tirado por la alcantarilla a esas dos,
y ahora, bruja, me quieres arrastrar a mí por la mugre», le dijo,
rugiendo. A Jung le encantaba el lenguaje vulgar norteamericano.
Decirle bruja sonaba bien. «Desde un comienzo supe que eras
una bruja. Por eso te derivé. Pero te diré lo que voy a hacer. Me
volveré a ocupar de ti en el entendido de que si me arrojas por
las alcantarillas serás tú la que me saques de allí».
Pero Hannah inició el análisis con Emma. «Ella acababa
de empezar. La cosa se parecía mucho a ir a tomar té con una
señora amable y divertida, y solo más adelante se daba cuenta
una de que era una excelente analista», recuerda. «Solía darte
dos horas en lugar de una. Me hizo un bien enorme». Otro
analizando describe el método de Emma de este modo: «Se
acercaba con tranquilidad al problema que le planteabas, como
probando, pero no había nada de más. Estar “bien” parecía no
interesarle. Se acercaba a ti allí donde tú estabas».
En el Club Psicológico conocían a Emma como «la autori-
dad oficiosa del Club» y no porque fuera la mujer de Jung, sino
por su «aplomo y serenidad». Cuando Carl ofendía a alguien con
su rudeza o súbitos enfados o sarcasmos, Emma se encargaba
de apaciguar las aguas. Y controlaba a Carl cuando se tornaba
demasiado escandaloso jugando juegos como el Aleluya, en
que las personas se arrojaban una pelota unas a otras gritando
al mismo tiempo «¡Aleluya!» como una manera de acceder a
su inconsciente, lo cual podía derivar rápidamente en un caos.
Prefería marcharse sola a casa después de los almuerzos de los
miércoles, donde rodeaban a Carl «esas serviles y obsequiosas
mujeres pendientes de todas sus palabras que pugnaban por
caerle en gracia», como dice con franqueza la norteamericana
Jane Wheelwright.
Una tarde de marzo de 1931 llegó a la Seestrasse Peter
Baynes, sumamente tenso y sin anunciarse. Carl estaba fuera

[335]
con sus conferencias, yEmma le invitó a pasar y se instalaron a
tomar té y conversar. «Emma estaba sencillamente encantadora»,
escribió Baynes a Londres, a su futura esposa, Anne Leay. «Parece
que llegamos a una serenidad como la de un ancho río donde
hallamos la mayor comprensión humana. Me contó un montón
de cosas sobre ella misma, y sus conclusiones, profundamente
sentidas, me parecieron enormemente verdaderas. Así que,
verás, pude hablarle de nosotros». Baynes se encontraba en
una situación difícil: desde su regreso del viaje a África, y no
mucho después del suicidio de su mujer, estaba casado —contra
el consejo de Jung— con Cary Fink, recientemente divorciada,
que vivía en Zúrich con su hija. Pero este matrimonio no fun-
cionaba y ahora se había enamorado de Anne, en Londres, y
estaba amarrado a las dos mujeres, incapaz de avanzar en uno
u otro sentido.
Emma le tranquilizó. «Me parece que recurrió a su sen-
sibilidad de mujer y me dijo “ya ves, Peter, yo nunca diría que
las cosas que ocurren en nuestra vida [en referencia a Toni y
C.G.] son una solución en algún sentido [...]”». Emma le estaba
advirtiendo contra un triángulo amoroso. «Me dejó saber cómo
había sufrido y cómo seguía sufriendo todavía». Su consejo debió
de servir: Baynes y Anne se casaron ese mismo año, resultó un
matrimonio feliz y exitoso que duró el resto de sus vidas.

En marzo de 1932 murió la madre de Emma, Bertha Raus-


chenbach, lo que afectó profundamente a Emma. Adoraba a su
madre y gozaba acompañándola. Confiaba en ella cada vez que
se sentía perdida en los laberínticos problemas de su matrimonio.
Después de todo había sido Bertha la que había acercado a
Carl y Emma después de que Emma rechazara a Carl aquella
primera vez que le propuso matrimonio. En las vacaciones de
verano, por Navidad y los fines de semana gran parte de la

[336]
vida familiar de los Jung había transcurrido en Olberg. Ahora
Marguerite y Ernst se habían mudado allí y se hicieron cargo
de la casa. Pero ya no era lo mismo.
A los pocos meses llegó la noticia de otra muerte. «Querido
señor McCormick», escribió Emma a Harold McCormick el
1 de septiembre de 1932, no bien supo de la muerte de Edith,
«la noticia de la muerte de la señora McCormick me ha impre-
sionado mucho, pienso en ella y me vienen tantos recuerdos,
reciba usted toda mi simpatía».
Edith se había retirado después del divorcio a su gran
mansión junto al lago Michigan y ya nunca participó en la
vida social ni, en realidad, en nada. «Un destino trágico», como
decía Emma. Harold les había visitado con frecuencia cuando
Edith estaba enferma, y Emma creía que eso era un gran alivio
para Edith y quizás también para Harold. «Siempre la tendré
vinculada en mi memoria, como también a usted, a una fase
muy intensa e importante de mi vida, y siempre agradeceré
el privilegio de haberles conocido y el estímulo y la preciosa
contribución a mi propio desarrollo que obtuve de esta relación.
Y, por supuesto, el Club será siempre una expresión viva y
perdurable de su magnífica y generosa personalidad, a la cual
debemos su existencia».
La vida continuaba en la Seestrasse como de costumbre,
escribe Emma. Jung estaba en Bollingen, donde pasaba la mayor
parte de las vacaciones de verano. «También estoy haciendo un
poco de trabajo analítico y en realidad me gusta mucho. Me llena
de satisfacción y me parece que hace bien a los analizandos y a
mí misma». Termina manifestando la esperanza de que todo le
vaya bien a Harold y con los más cariñosos saludos. «De usted,
sinceramente, Emma Jung».
La muerte de Edith llevó a Emma directamente atrás en el
tiempo, a veinte años antes, cuando su dolor y crisis en torno de
las «infatuaciones» de su marido la habían obligado a enfrentar

[337]
sus propios demonios. Pocos de los más cercanos a Emma y
Carl en 1912 pensaron que ella podría superar algún día aquellas
dificultades. Pero fueron cambiado gradualmente de opinión.
«Creo que experimentó una transformación espectacular durante
su vida matrimonial. Más que ninguna otra mujer que haya
conocido. Era una persona verdaderamente excepcional», observa
Carl Meier. Su mujer, Johanna, que pudo observar muy de cerca
a Carl y Emma en el curso de los años, señala que Emma no
solo halló un modo de manejar su propia vida, sino que, cada día
más, apuntaló la de Carl. «Creo que esta relación, la verdadera
relación matrimonial, estaba realizando su trabajo de vida; se lo
podía advertir sin ninguna duda al verles y observarles», dice.
«Cuando se la mira, se ve una pareja muy armoniosa. Pertenecen
el uno al otro. Es así, sin duda. Siempre he tenido la sensación
de que la fuerza de Carl, tanto física como espiritual, proviene
de este matrimonio. Él estaba en el centro y sostenía todo.
Pero estoy convencida de que el matrimonio llevaba el peso, en
realidad, del desarrollo jungiano. Este matrimonio no habría
podido perdurar si no hubiera sido verdadero como era. Estoy
segura de que solo la señora Jung pudo lograr esto». Y ahora
podían ver que se trataba de una «carrera conjunta» en todos
los sentidos, hasta el punto de que el mundo no habría contado
con el Carl Jung que ha conocido si Emma Jung no hubiera
estado continuamente tras él y a su lado.
Johanna había ido una vez a hablar con Emma sobre algunas
dificultades de su propio matrimonio. «Bueno, ¿deseas continuar
o vas a tirarlo todo?», la había desafiado Emma. Ella, es evidente,
no era de las que abandonan. «Estoy segura de que cada uno
de ellos dos sabía que valía la pena continuar», dice Johanna.
«Se pertenecían».
En septiembre de 1932 invitaron a Emma, como huésped de
honor, al Club de Psicología Analítica de Londres para discutir
su artículo sobre el «ánimus». Se hospedó donde Peter y Anna

[338]
Baynes y llevó consigo a Franz y Lil. Durante su estancia se
hizo amiga de Anne, una amistad que más tarde se consolidó
cuando Anne viajó un mes a Zúrich, se alojó en la Seestrasse y
fue analizada por Emma. El análisis aclaró extraordinariamente
todo, dice Anne, que sintió en Emma una calidez y una sabiduría
que no había sentido en su propia madre. «Amo a Emma.
Simboliza la clase de mujer que quiero ser». Esta era la fortaleza
de Emma: hacer un planteamiento sencillo y honesto, empático
pero no dominante, ayudar a las personas a encontrar su propio
camino tal como a ella le había ocurrido. O, recurriendo a un
término jungiano: individuar.
Y sin embargo Toni Wolff seguía estando cerca, aún era parte
del ménage a trois, con su inteligencia y espiritualidad todavía
reclamaba su porción de Carl, presentándose en la Seestrasse
con sus trajes elegantes y sus grandes sombreros, fumando sus
cigarrillos, paseando por el jardín, conversando profundamente
con Carl, irritando a los niños y afligiendo a Emma. «Toni era
una manipuladora de un tipo muy sofisticado y femenino. Se
libraba de sus enemigos, pero nunca lo advertías. Emma era más
directa, nada manipuladora». Así las recuerda Jane Wheelwright.
En enero de 1930 Carl fue a Berlín a dar una charla. Se llevó
consigo a Toni. Como de costumbre, dejó en manos de su acom-
pañante todos los arreglos del viaje. En una carta a un colega,
Toni le solicita que le consiga dos habitaciones individuales, pero
interconectadas y con baño común. En octubre de 1935 Carl llevó
a Toni, no a Emma, a Londres a una serie de conferencias que
le habían invitado a dictar en el Instituto de Psicología Médica
de la Tavistock Clinic. La presentó a todos como su «colega»,
aunque todos los presentes debían conocer su verdadero estatus,
tan poco convencional, tan poco suizo, pero qué impresionante
era la colección de estilizados sombreros de Miss Wolff.
El inglés Joseph Henderson, que fue a Zúrich en 1929 para
que Jung lo analizara y más tarde se convirtió en un importante

[339]
analista, veía el asunto de esta manera: «Jung me dijo una vez,
personalmente, que lo más valioso de su vida era su matrimonio.
Que renunciaría a cualquier cosa antes que renunciar a su
. Wolff lo sabía. «La cosa duró toda una vida,
matrimonio»Toni
porque Toni no era casada, estaba muy sola y había entregado
toda su vida a Jung», pensaba Jane Wheelwright. «Ella vivía
para él. Y él no podía hundirla. Así que no era fácil». Barbara
Hannah pensaba que Toni Wolff, con el transcurso del tiempo,
había aprendido a aceptar la situación: «Toni consiguió superar
el pecado que perturba constantemente a tantas mujeres sol-
teras, el deseo de destruir el matrimonio y casarse ellas con el
hombre». En realidad, tenía pocas opciones. «Jung era fiel a la
ley de su instinto creativo. Habría abandonado casi cualquier
cosa por eso», dice Carl Meier. Y Toni era decisiva en todo
esto. «Desempeñaba un papel enorme en sus conversaciones.
A veces, incluso, se volvía francamente dramática y otras veces
muy ruda, verdaderamente dura». Y Emma tampoco era una
debilucha. «Era tremendamente voluntariosa. Podía plantarse
y atacarte cara a cara y exigirte que fueras honesta. De verdad
era una persona de mucho carácter, de ningún modo alguien
que se pudiera dejar de lado».
El consejo de Toni a una paciente cuyo marido estaba
teniendo una aventura: invite a comer a la otra mujer.

Entonces la podrá conocer un poco, y es posible, incluso,


que le agrade [...]. En ocasiones, si la mujer del marido
tiene la grandeza suficiente para superar el laberinto de
la autocompasión, puede descubrir que la supuesta rival
está ayudando su matrimonio [...]. Esa «otra mujer» puede
ayudar a veces a un hombre a vivir ciertos aspectos de sí
mismo que su esposa o bien no puede abarcar o bien no
desea especialmente abarcar. El resultado es que algunas de
las energías de la esposa quedan libres ahora y disponibles

[340]
para sus propios intereses creativos y su desarrollo, a
menudo con el resultado de que el matrimonio no solo
sobrevive, sino que emerge más fuerte todavía [...].

Lo hace parecer fácil, pero no era nada fácil para ella, que seguía
viviendo con su madre y veía poco a Carl. Pero contaba con su
trabajo, y sus analizandos, que apreciaban su inteligencia. «No
se entregaba fácilmente a una relación humana, pero una vez
que se rompía el hielo era leal y constante», dice un analizando,
Gerhard Adler. Otro siente algo muy parecido: «Mi imagen
original de ella es la de una mujer más bien alta, muy seria,
erguida, de espalda recta: así se sentaba siempre en su silla.
Más tarde la vi como una persona cálida, estimulante, amable,
cercana». Además de su práctica privada, Toni Wolff dirigía el
comité de conferencias del Club Psicológico, y durante cuarenta
años fue asistente de Jung en su experimento de «psicología de
grupo», otra de sus ideas avanzadas, cuya intención era superar
las dificultades de transferencia del análisis uno a uno. El trabajo
fue la salvación de Toni, y su vínculo constante con Carl.

Cada año, desde 1933 en adelante, Carl y Emma asistían al


encuentro anual Eranos, que duraba una semana, en Ascona,
en el lago Maggiore, organizado por una acaudalada mujer
angloholandesa llamada Olga Froebe-Kapteyn, que pretendía
reunir pensadores de muchas disciplinas, incluyendo los de formas
de indagación espiritual como el espiritismo y la teosofía. La
gente se arremolinaba en torno de Jung, como de costumbre, pero
Emma también tenía su público. Una fotografía que le hicieron
a los Jung en una de las conferencias muestra a una pareja casada
por más de treinta años, relajada y cómoda: Emma con vestido de
verano y sombrero blancos, riendo, feliz, mirando directamente a
la cámara, y Carl a su lado, inclinado hacia ella, con la pipa en la

[341]
mano, sonriendo, satisfecho. Cuando invitaron a Jung a Estados
Unidos en 1936 para el tricentenario de Harvard a recibir un
doctorado honorario y dar una conferencia sobre «factores que
determinan la conducta humana», también viajó Emma. Asistió
a todas las conferencias y seminarios que finalmente dictó Carl,
y mientras él atendía a pacientes privados que acudieron a verle
desde lugares tan distantes como California, salía a pasear y
conocer, probablemente con Fowler McCormick, que parece
haberles acompañado la mayor parte del viaje.
Después de Boston viajaron a Bailey Island, Maine, donde
les invitaron sus nuevas amigas Eleanor Bertine, Esther Harding
y Kristine Mann; Jung dictó otra serie de conferencias y Emma
pudo pasar un tiempo con Beatrice Hinkle, su vieja amiga
del congreso de Weimar. Se hospedaron en la gran residencia
familiar de Kristine Mann, junto al mar. Carl aprovechó para
navegar cada vez que tuvo un tiempo libre. Bailey Island estaba
conectada con tierra firme por una serie de puentes maravi-
llosamente construidos, pero su ribera seguía intacta, lo que
atrajo sobremanera a los Jung. Regresaron a casa en octubre,
deteniéndose en Londres para reunirse con otros viejos amigos
y para que Jung dictara una serie de conferencias en el hospital
St. Bartholomew. Barbara Hannah les esperó en la estación
Waterlooy les llevó a un pequeño hotel en Regent's Park, donde
Jung aprovechó de recibir algunos pacientes. Los dos estaban
agotados cuando llegaron de vuelta a Kusnacht. Jung canceló sus
seminarios en el Club Psicológico y las conferencias en el ETH
para poder concentrarse en su nuevo entusiasmo: la alquimia.
Emma retornó a sus afanes habituales: la casa y la familia, su
investigación, su libro, su trabajo analítico [...] y Carl.
Pero en la primavera de 1937 Carl y Emma ya estaban
viajando nuevamente, primero a los encuentros Eranos, después
nuevamente a Norteamérica, esta vez a Yale para que Carl
dictara las conferencias Terry sobre «Psicología y Religión».

[342]
El numeroso público incluía a Mary y Paul Mellon, que muy
pronto ingresarían a la vida de los Jung de una manera muy
parecida a la de Edith y Harold McCormick veinte años antes.
Tal como los McCormick, los Mellon eran fabulosamente
ricos, de la familia de los banqueros Mellon. Con el tiempo se
convirtieron en los fundadores y financistas de la Bollingen Press,
que publicaría las obras de Jung en inglés. Mary Mellon era muy
alegre y divertida, vestía con mucha elegancia y sencillez, pero
toda la vida había padecido ataques agudos de asma y, como
Edith McCormick, buscaba una cura. «Estaba sentada direc-
tamente debajo de la plataforma, tapada por un gran sombrero
negro», recuerda, «y aunque no entendía una sola palabra pensé
que si bien no sabía qué decía, eso tenía mucho que ver conmigo».
Cuando Carl y Emma partieron a Nueva York, los Mellon les
siguieron, y asistieron a los seminarios de Jung a la espera de
tener una sesión privada, de análisis, con él. Pero Carl estaba
demasiado ocupado con sus conferencias y seminarios y una
nueva colección de frenéticos compromisos sociales que Esther
Harding se encargaba de organizarles. Y además Emma y él
deseaban contar con algún tiempo libre para visitar los museos.
A la conferencia de Carl en el hotel Plaza siguió un banquete en
su honor. En su discurso, improvisado, aparentemente pensando
todavía en la religión, dijo que lo único que podíamos hacer
era seguir el ejemplo de Cristo y vivir la vida tan plenamente
como nos fuera posible, aunque se basara en un error. Debíamos
avanzar y cometer nuestras faltas, porque no hay vida plena sin
error. Este era el mejor Jung, práctico nuevamente, que toleraba
los errores, incluso los propios. En otra cena, los invitados, los
Mellon entre ellos, no pudieron evitar algún desconcierto cuando
Jung extrajo su navaja suiza del ejército para abrir una botella
de Chianti y después un trozo de madera de un bolsillo de su
chaqueta que empezó a tallar al modo de los campesinos suizos.

[343]
MARY Y PAUL MELLON EN ERANOS, 1938, CON JUNG MÁS ATRÁS.

No todo el mundo aceptó muy bien los modos provocativos de


Jung, sospechando que actuaba deliberadamente así, rechazando
el decoro que los norteamericanos esperaban de sus famosos
invitados. Era demasiado estridente y hasta vulgar, decían,
dominaba las conversaciones, no hacía caso de aquellos con los
que no quería hablar y coqueteaba con sus esposas. Y peor: había
rumores de que Jung era proalemán y quizás activo partidario de
los nazis y antisemita. Se basaban generalmente en los escritos
donde se refería a diferencias en la psicología racial y nacional,
hablaba de «negros» y de indios norteamericanos, como también
de cristianos y de judíos, y en el hecho que continuaba afiliado a
la Sociedad Internacional de Analistas de Alemania y aceptaba
actuar de editor en el Zentralblatt después de que su presidente,
Ernst Kretschmer, un judío, fue obligado a renunciar cuando los
nazis llegaron al poder. Después de la guerra se retomaron estas
acusaciones, sobre todo en Estados Unidos, citando el artículo
que había escrito para el Zentralblatt sobre las diferencias raciales;
pero en lugar de la palabra «diferencias», utilizada por Jung, se
usaba la expresión «más alta», lo que insinuaba superioridad

[344]
racial. Algunos de los más fervientes seguidores de Sigmund
Freud, Ernest Jones entre ellos, contribuyeron a difundir los
rumores, dificultando distinguir entre realidad y ficción. Freud,
que en Viena había sufrido toda la vida el antisemitismo y muy
pronto huiría de la ciudad y de los nazis rumbo a Londres, sin
duda conocía la diferencia. Pero los rumores circulaban, «como
cuentos chinos», como decía Jung: «Tocara lo que tocara y fuera
donde fuera me encontraba con ese prejuicio de que soy un
nazi». No se trataba de delirios de persecución, decía. Implicaban
dificultades muy concretas.
Incluso con el beneficio del paso del tiempo, Jung no resulta
muy bien parado en esto. Pero las teorías raciales eran comunes
en ese entonces, y nadie sabía aún de qué eran capaces los nazis.
El papel de Emma durante estas visitas a Estados Unidos fue el
habitual: la que suavizaba y pacificaba, la que mantenía equili-
brado a Carl. ¿Y los Mellon? Viajaron a Zúrich y al encuentro
Eranos de Ascona para tener sesiones privadas con Jung, lo
que lograron en 1938 y 1939, momento en el cual otra guerra
europea era ya inminente.
Los Jung regresaron a la Seestrasse a finales de octubre de
1938. Y en diciembre Carl ya se había vuelto a marchar, esta vez
a la India con Fowler McCormick, negándose porfiadamente a
que le vacunaran antes de partir y confiando en la suerte. Emma
y Toni volvieron con sus analizandos. Toni continuó con la
organización del comité de conferencias del Club Psicológico,
Emma con sus charlas sobre el ánimus y sobre la leyenda del
Santo Grial y escribiendo su libro, la obra de su vida, tratando
de acercarse cuanto podía al complejo mundo interior de Carl.
Cuando no estaba trabajando gustaba de permanecer en Baden
junto a Agathe y su creciente familia o con Franz en Stuttgart
o con Hans y Susi Trib en Ticino.
Carl volvió de la India encantado por haber hallado que
en el pensamiento oriental el concepto de mal iba de la mano

[345]
con el concepto de bien, algo que había descubierto por sí
mismo cuando niño en su visión del montón de excremento que
caía sobre la catedral de Basilea. También regresó aquejado de
disentería. Pero esto no le impidió viajar la Pascua siguiente a
Inglaterra con Emma, en 1939. De nuevo se hospedaron donde
los Baynes. El propósito principal del viaje era que Emma
visitara, o volviera a visitar, los lugares vinculados con el santo
Grial: Glastonbury, Stonehenge, Avebury, Cerne Abbas. «Fue
un tiempo extremadamente feliz para todos nosotros, me parece,
porque Emma pudo hacer lo que más quería. Todos estábamos
muy relajados», recuerda Anne Baynes. Jung pasaba por uno de
sus lapsos de exaltación, hizo reír a todo el mundo, divirtió a los
huéspedes del hotel de Glastonbury. «La gente que había en el
hotel sencillamente no podía entender por qué cuatro personas
podían reír a carcajadas todas las mañanas durante el desayuno,
porque ese no es habitualmente el mejor momento de los ingleses
para la risa. Prefieren sus tranquilos y silenciosos desayunos».
Que sin duda Jung arruinó con su estruendo. Mientras iban
en coche hacia Salisbury pudieron ver en las pizarras de los
periódicos que Alemania había invadido Checoeslovaquia.

A finales de los años treinta la «carrera conjunta» de Carl y


Emma se había consolidado. Él discutía todas sus ideas con
ella. Ella leía todo lo que él escribía. Ella se preocupaba de sus
pacientes cuando él estaba de viaje, y ordenaba los fragmentos
que dejaba a su regreso. Le mantenía equilibrado durante sus
lapsos de duda o de locura incipiente. Y Carl, finalmente, le contó
de sus primeros traumas y de su sueño fálico, el gran secreto.
«Toda mi juventud se puede comprender en términos de este
secreto», escribe. «Me indujo una soledad casi insoportable. Mi
gran logro de aquellos años fue haberme resistido a compartirlo.
Y así se configuró el patrón de mi relación con el mundo».

[346]
Cuando escuchaba a sus tíos religiosos conversar de teología,
pensaba: «Sí, sí, todo eso está muy bien. ¿Pero qué hay con mi
secreto?». Su único consuelo era la piedra, el leitmotiv de su
vida secreta. «De algún modo me liberaba de todas mis dudas.
El conflicto cesaba cada vez que pensaba que yo era la piedra». *
Quizás la piedra estaba destinada a llevar tarde o temprano
a Jung hasta la alquimia. El sinólogo Richard Wilhelm le había
enviado un texto de alquimia taoísta, El secreto de la flor de oro,
que Jung describe como «el primer suceso que atravesó mi
aislamiento. Fui consciente de una afinidad, pude establecer lazos
con algo y alguien». Y muy pronto se hundió en los símbolos y
secretos de la alquimia, otro camino para descifrar el inconsciente.
Pero la alquimia fue ir demasiado lejos para Toni Wolff.
Su relación estaba decayendo desde mediados de los años treinta
hasta casi cesar. Casi todos los observadores creían que la ruptura
provenía de Carl. Veían cuán duro resultaba esto para Toni. Había
conocido a Carl a los veinte años. Como decía su hermana Susi,
durante toda la vida no tuvo más compañero que Jung. «Estaba
asustada. Era una persona muy solitaria, y seguramente encontró
en Jung al hombre, el socio o el compañero, alguien que podía
corresponder a su naturaleza intelectual [espiritual]. Así que
me parece que ese era su camino. Esto era todo para ella. Tenía
algunas conexiones con otras personas; era muy buena analista.
Pero, en cierto sentido, nunca estuvo completamente viva».
Seguía yendo los domingos a la Seestrasse, pero ya no era lo
mismo. Ruth Bailey, de visita, notaba que Carl tomaba un libro
y empezaba a leer cuando todos estaban sentados en la terraza
tomando té. «Era una situación terrible y yo pensaba entonces:
“¿Por qué has venido? Yo no habría venido si fuera tú”». Franz,
reflexionando el punto años más tarde, dice: «Cuando ya era
un hombre grande sentí pena por Toni. Nunca supo lo que era
ser una esposa y una madre». Al revés de su propia madre, la

[347]
cual, dice, «era una persona segura, segura de su feminidad, así
que sabía tratar a Toni».
Fowler McCormick, que iba y venía entre Norteamérica y
Zúrich, observaba que se fortalecía la relación de Carl y Emma
y que con Toni se volvía más distante, hasta que Carl ya fue
muy hiriente con ella. Entonces solía dejar juntas a las dos
mujeres, Emma y Toni, y encerrarse en su Cabinet hasta que
llegaba la hora en que Toni debía marcharse. La misma Emma,
después de tantos años de tolerancia, empezaba a perder la
paciencia. En cierta ocasión, estando de visita Jolande Jacobi,
llegó Toni Wolff y Jacobi hizo ademán de marcharse. «No»,
protestó Emma. «Esta mujer siempre trata de mezclarse en
mi casa. Todos los domingos tiene que estar con mi marido.
No, eres nuestra invitada y te quedas». Una reacción sorpresiva
de Emma, y que, por cierto, habría sido insólita en la Emma
joven. Pero en esos días era menos acomodaticia. «Bueno, era
una mujer maravillosa», concluye Jacobi refiriéndose a Emma.
«Se las arregló con entereza y enorme generosidad mientras
duró esa amistad de su marido. Hasta que ganó».
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Franz y los
tres yernos de Emma —Marianne ya se había casado— fueron
llamados a servir en las fronteras. Jung era muy mayor, pero
_ igualmente le reclutaron de médico y psiquiatra para el distrito
de la ribera occidental del lago de Zúrich. Una vez más el jardín
fue trabajado por Múller, que sembró patatas y vegetales. Mary
Mellon y otros amigos estadounidenses escribieron pregun-
tando cómo podían ayudar, pero no había nada que hacer, salvo
enviar paquetes de comida. Mary envió café, azúcar e incluso
mantequilla por intermedio de Macy's y la Cruz Roja. «Creo
que la noche ha descendido en Europa», escribió Jung. Gret
llegó desde París, donde su marido trabajaba en una empresa
suiza, y trajo consigo a sus cinco hijos, todos a vivir en el piso
superior de la casa del 228 de la Seestrasse. Después de la caída

[348]
de Francia, Jung trasladó a toda la familia, por seguridad, a las
tierras altas de Berna, incluso a Franz y a Lilly, su mujer, que
esperaba su primer hijo. Emma quería irse de Kusnacht por un
tiempo, pero Carl no deseaba dejar su puesto de médico. Hubo
entonces una llamada telefónica de un funcionario de Berna
que advertía a Jung que estaba en una «lista negra» de los nazis,
sin duda por sus escritos «degenerados», y que le arrestarían si
Alemania invadía Suiza. Lilly dio a luz mientras estaba en lo
alto de los Alpes. Pero finalmente se supo que Alemania no
invadiría y la familia regresó a la Seestrasse.
Emma notó que Carl parecía exhausto, en absoluto como
en sus tiempos efervescentes. En realidad no había estado muy
bien desde su regreso de la India en 1939. Y su trabajo de médico
también le cansaba. Parecía más delgado y más viejo. En febrero
de 1944 tuvo un infarto. Cuando le ocurrió estaba hospitalizado
en una clínica privada cerca del Burghólzli, donde le trataban
un hueso roto en una caída mientras caminaba en la nieve.
Le entablillaron la pierna y le ordenaron que permaneciera en
cama, lo que le provocó embolias en los pulmones y el corazón
y finalmente un paro cardiaco. Permaneció hospitalizado hasta
fines de junio y Emma estuvo a su lado todo el tiempo. Tomó
una habitación en el mismo pasillo y raramente salía de la clínica.
Encargaba a sus hijas y a su nuera que le llevaran todo lo que
necesitara. Los visitantes hacían fila para ver al paciente, pero
muchas veces se les negaba la entrada, incluso a Toni Wolff. Por
lo general esto era a petición de Carl, y Emma hacía cumplir
sus deseos. Susi Trúb recordaba cuánto impresionaba a Emma
la hostilidad de las personas a quienes se negaba la entrada.
Parecían creer que Carl les pertenecía. Susi también observó
lo cercanos que eran Emma y Carl, o quizás cómo se aclaraba
todavía más en esos momentos la cercanía que siempre había
existido entre ellos.

[349]
Cuando Carl regresó finalmente a casa estaba tan débil
que no podía subir las escaleras y hubo que disponer una cama
en la Stube. Empezó poco a poco a caminar por la habitación y
después por el jardín. A finales del verano ya estaba casi bien, pero
Emma era incapaz de dejar de lado su nuevo papel, le vigilaba,
verificaba constantemente si había en él alguna señal peligrosa.
No siempre resultaba bien. Ruth Bailey vio cómo eran las cosas:
«Creo que en un momento estuvo a punto de ponerlo en una
silla de ruedas como a un inválido para poder cuidarlo mejor y
estar segura. No era exactamente posesiva. Quería mantenerlo,
verle bien, y, por supuesto, él era mayor que ella».
Los nietos regresaron en pleno no bien Jung estuvo mejor.
Los Baumann se habían trasladado a una casa en Kusnacht,
pero los cinco niños pasaban andando en bicicleta o corrían por
la Seestrasse siguiendo la calle flanqueada por líneas amarillas
hasta llegar a la casa. Era una casa abierta la de la Seestrasse,
la abuela siempre los acogía contenta, lista con su bol de cho-
colates Sprúngli, y allí se topaban con frecuencia con otros
primos. Nadaban, navegaban en los botes, se perseguían por
el jardín, o dibujaban o jugaban a las cartas en la mesa de la
Stube sí estaba lloviendo. Casi podían hacer todo lo que querían
en realidad, tal como habían vivido los niños Jung. Su abuelo
no solía andar por ahí cerca. O bien estaba trabajando en su
Cabinet o bien en Bollingen o más lejos, dando conferencias en
algún lugar. Pero era toda una maravilla cuando andaba cerca.
Les contaba historias, los llevaba a navegar, perdía la paciencia,
juraba como un campesino suizo: Hoore Verdammt! Du Loeli!
¡Condenado idiota! Reía a carcajadas. Y hacía trampas en los
juegos. Pero llegaba el momento y regresaba a su trabajo. Era
la abuela la que siempre estaba presente y se hacía tiempo para
ellos, tanto como deseaban. Nunca olvidaba un cumpleaños y
tenía el talento —todos están de acuerdo en esto— de hallar
siempre el regalo apropiado. La Navidad seguía más o menos

[850]
el mismo patrón que cuando sus padres eran jóvenes: galletas
saladas y juegos alrededor del piano, y el árbol encendido con
velas y corazones de Navidad y estrellas. Adrian Baumann, hijo
de Gret, a los diez años, pidió ver las joyas de la abuela. Ella le
llevó a su habitación y se las mostró una por una, cada una con
su propia historia. Nunca lo olvidó. «Ella era el corazón de la
familia», dice. «La adorábamos».
Emma y Carl tenían diecinueve nietos que fueron compren-
diendo, a medida que crecían, cómo eran sus abuelos. Pudieron
apreciar lo fuerte que era la abuela bajo una apariencia tan
tranquila: nunca temía, como otros, criticar al abuelo si conside-
raba que había dicho o hecho algo incorrecto. «Era fuerte», dice
Adrian, «pero muy femenina». Siempre modesta, nunca ostentosa,
recuerda su hermano Dieter, el mayor de los nietos, pero tenía
gran influencia en el abuelo, lo moderaba: «Es admirable cómo
lograba equilibrarlo». Emma era inteligente, pensaba la nieta
Brigitte, hija de Agathe. Y siempre «la gran señora». En Emma
era muy profunda esta grandeza modesta. «Oh, era la Grande
Dame», recuerda uno de los miembros más jóvenes del Club
Psicológico. «Era muy sencilla, absolutamente suiza, era la gran
burguesa suiza, sabe usted. Pero poseía algo más. Tenía algo
absolutamente superior, une grandeuse mére. Era la única persona
allí [en el Club] verdaderamente individuada». Dieter coincide:
«Había algo aristocrático en ella, pero de un modo positivo».
Con sus hijos y nietos Emma conseguía ser ella misma mejor
que con nadie. «Nos trataba a todos igual, como si fuéramos
sus propios hijos. Mi madre la adoraba», dice Adrian. Tenía
una mente que sorprendía por lo abierta. Se podía hablar con
ella sobre cualquier cosa. Pero al revés del abuelo, le costaba
mucho expresar sus sentimientos. Era su talón de Aquiles. Tenía
profundos sentimientos, pero no los podía mostrar. El abuelo,
por el contrario, mostraba todo, lo bueno y lo malo. En la Suiza
de aquellos años, los abuelos saludaban a sus familiares con un

[351]
apretón de manos. Hans, hijo de Lil, recuerda la calidez del
saludo de su abuelo. Y «la totalidad de su risa». Brigitte recuerda
su sarcasmo tan propio de Basilea y que se asustaba un poco con
él. «Algunas veces gritaba mucho y era muy sarcástico, pero ella
era muy callada y tranquila», dice Jost Hoerni, otro de los hijos
de Lil. «La queríamos de verdad, era muy agradable con nosotros
y nos malcrió un poco, como suelen hacer las abuelas. Tenía un
temperamento muy diferente del de nuestro abuelo». Andreas
Jung, hijo de Franz, que se hizo cargo de la casa Jung con Vreni,
su mujer, cuando sus hijos aún eran pequeños, recuerda la enorme
personalidad de su abuelo. «Era tan potente», coincide Dieter.
Las caminatas de los domingos al atardecer mostraban con
claridad que no había tensiones éntre los abuelos. «Los niños
pueden sentir estas cosas», dice Adrian. «No sentí la menor
tensión incluso en Bollingen. Por supuesto que él tenía sus
rabietas, pero no duraban». De niño no entendía eso de los
flirteos de su abuelo, pero está seguro de que no pasaba nada
serio, por lo menos a Carl. «Eso no quiere decir que no tuvieran
un buen matrimonio. Estoy absolutamente convencido de que
él la amaba verdaderamente. Incluso con esas escapadas. Pero
debe haber sido un poco difícil para ella. Toni Wolff. No he
conocido a ninguna mujer que pudiera soportar eso. Pero tengo
la sensación de que ella lo amó siempre. Estoy seguro de que
fue así». Su hermano Klaus está de acuerdo. «Él dependía de
ella más que ella de él». Recuerda a su abuelo un poco como
un jugador y un tramposo. «Había algo en sus complicaciones
que lo tornaba atractivo para ella». Todos recuerdan cuánto se
reían los dos juntos. «¡Oh, sí! ¡Por supuesto! Él tenía un gran
sentido del humor. Y ella también». Dieter, hoy acercándose a
los noventa años y también un psicoanalista, dice que su abuela
era consciente de cuánto debía al abuelo, que siempre la alentó
para que hiciera sus propios trabajos, hallara su propio camino,

[352]
se individuara. «Los dos aprendieron el uno del otro durante
toda la vida», dice. «Son un gran ejemplo de esto».
Toni continuaba visitándoles los domingos. Los nietos
solo veían a una anciana como un pájaro que fumaba como
una chimenea. Klaus recuerda a su madre, Gret, diciendo: «Una
persona normal nunca podría amar a una mujer como Toni
Wolft». En esos días hasta el abuelo hacía comentarios nada
amables sobre ella algunas veces. Pero ella seguía ejerciendo
una función clave en el Club Psicológico, y la invitaron a dictar
conferencias cuando fundaron en 1948 el Instituto Jung. También
Emma. El mismo Jung hacía todo lo posible por mantenerse en
segundo plano. «Recuerdo que cuando empezaban a organizar
el Instituto y había mucha tensión y críticas, la única persona
que no era blanco de críticas era la señora Jung», rememora un
estudiante. «Me encontré preguntándome qué podría estar mal
en la señora Jung hasta que, en el transcurso de varios meses
en el Instituto, me quedó clarísimo que todo estaba tan bien
en la señora Jung que nadie sentía la necesidad de buscarle
un defecto. La admiraban, la respetaban, la amaban». Otro
estudiante recuerda la diferencia de estilo de las dos mujeres:
«Emma Jung seguía enseñando en el Instituto y el contacto
con ella en clase o en su casa siempre era cálido, cordial. Era
una mujer amplia, con una actitud abierta y disponible, muy
dueña de sí, que parecía dar por descontadas las complejidades
y dificultades de la vida. Siempre estaba dispuesta a un consejo
y me hacía sentir genuinamente bienvenido». Toni Wolff, en
cambio, parecía tensa, altanera, distante. «Nunca sonreía en
clase, de hecho, no manifestaba ninguna emoción. Respondía
las preguntas en un tono cortante que hacía sentirse pequeño
y hasta estúpido al que preguntaba [...]. La impresión de hielo
nos hacía discutir cómo era posible que alguna vez hubiera sido
una “femme fatale” o “femme inspiratrice” para alguien y menos
todavía para alguien como C.G. Jung».

[353]
Las personas respetaban la inteligencia de Toni Wolff, pero
tenían que conocerla muy bien para descubrir su calor interior.
Y ahora hasta Carl, el compañero y socio de su vida, se estaba
apartando de ella. Murió en marzo de 1953, inesperadamente.
Tenía sesenta y cinco años. Había padecido durante muchos
años una artritis inhabilitadora, pero la semana anterior había
atendido a sus pacientes y asistido al Club Psicológico. También
la semana anterior había ido a la Seestrasse y, cosa insólita,
se había quedado hasta la tarde y comido con Emma y Carl.
Cuando se supo la noticia de su muerte llegó gente a casa de los
Jung, pues no sabían a qué otro lugar dirigirse. Emma recibió a
todos amablemente y les ofreció té. Una semana después asistió
a la ceremonia funeral en la Peterskirche de Zúrich. Carl no
asistió. Algunos le creyeron despiadado. Otros pensaron que
no estaba seguro de no derrumbarse si asistía.
Más tarde talló una lápida en su memoria, con letras chinas,
y la instaló en el jardín de la Seestrasse. Dice: «Loto. Monja.
Misteriosa». Pero la piedra controló la cosa. Cada vez que Carl se
«disociaba» buscaba una piedra, la guardaba, la tallaba, la instalaba.
«Siempre estaré agradecida de Toni», diría más adelante
Emma, con su típica generosidad, «por haber hecho a mi marido
lo que ni yo ni nadie podría haber hecho por él en una época
sumamente crítica».

Sabi Tauber, hija de un miembro del Club Psicológico, preguntó


una vez a Jung por el momento más feliz de su vida. Le contestó
que había sido cuando salió a navegar en el lago después de
terminar Respuesta a Job, y escuchó la voz de su padre diciendo:
«Has hecho lo correcto y te lo agradezco [...]». Al escuchar su
voz sintió que «redimía a su padre». Siempre se trataba de su
padre, como decía Freud.

[354]
El día de san Valentín de 1953 Emma y Carl celebraron
sus bodas de oro: cincuenta años de matrimonio. Rodeados por
sus hijos, sus nietos y unos pocos amigos íntimos, comieron,
escucharon algunos sentidos discursos y brindaron por su logro.
Dos años después Carl cumplió ochenta años. La banda de
Kusnacht vino a tocar al jardín y Emma y Carl bailaron un vals
en la terraza. Pero, como se supo más tarde, Emma ya había
enfermado del cáncer que la mataría pocos meses después.
En la primavera de 1955 habían operado a Emma, pero en
noviembre volvieron las metástasis. Ruth Bailey, que vino a verla
desde Inglaterra, encontró a Emma postrada en cama y a Jung
haciéndose cargo de la casa. El 22 de noviembre el médico de
la familia comunicó por teléfono el resultado de los exámenes.
La familia se había reunido en la Stube, a la espera. Las mujeres
tejían o leían, los hombres fumaban o paseaban. Jung salió al
vestíbulo a atender la llamada: a Emma solo le quedaban algunos
días de vida. Regresó a la habitación profundamente alterado
«tenso y pálido, incapaz de hablar». Todos temían abrir la boca.
Les dijo la noticia y enseguida subió al segundo piso a hablar con
Emma. Ella no perdió la calma. La muerte no parecía asustarla.
Durante esos últimos días Andreas Jung recuerda que su madre
le decía que fuera a ver a su abuela querida por última vez para
decirle adiós. Cuando lo hizo la encontró leyendo un libro sobre
los esquimales. «Estaba en la cama, pero tuvimos una larga y
maravillosa conversación sobre los esquimales y sobre cómo
obtenían vegetales verdes comiendo carne de leones marinos que
habían comido el musgo helado». La historia natural había sido
el primer amor de Emma todos aquellos años ya tan distantes.
Media hora antes de morir estaban con ella sus hijas Gret y
Marianne. Emma les dijo «Voy a morir ahora. Les voy a decir
adiós ahora mismo». Y eso hizo. Y solo estaba a su lado Carl,
su marido durante cincuenta y dos años, cuando murió.

[355]
«No puedo continuar esta carta», escribió Jung a un amigo
el 28 de noviembre. «Ayer he perdido a mi mujer después de
una grave enfermedad que solo duró cinco días. Discúlpame
por favor». Había empezado la carta una semana antes, pero
no podía terminarla debido a su «gran ansiedad». Llegó una
multitud de cartas de condolencias, pero no pudo responderlas.
«Muchas gracias por su amable carta», finalmente escribió al
profesor Boehler, un colega del ETH, el 14 de diciembre. «La
pérdida de mi mujer me ha privado de la vida, y a mi edad es
difícil recuperarse». Y describió a su amigo Erich Neumann el
momento de «iluminación» que experimentó junto a Emma
poco antes de que muriera, que estaba seguro le había llegado
desde ella:

Muchísimas gracias por tu carta tan cordial. Permíteme


que a mi vez te exprese mi profunda condolencia por la
pérdida de tu madre. Siento no poder decirte más que
estas palabras mínimas, pero el shock que he sufrido es
tan grande que no consigo concentrarme ni recuperar el
uso de la palabra. El rápido e indoloro final —solo hubo
cinco días entre el último diagnóstico y la muerte— y
esta experiencia [la iluminación] me han consolado enor-
memente. Pero es difícil soportar la quietud y el audible
silencio que me rodean. El aire vacío y la infinita distancia.

Michael y Frieda Fordham, una pareja inglesa que formaba parte


del círculo de los Jung, visitó a Carl algunos días después de la
muerte de Emma para presentarle sus condolencias. «Fuimos
a verle y en realidad no hacía más que llorar», recuerda Frieda.
No paraba de decir “era una reina, era una reina”. Fuimos al
funeral y a verle a su casa después. Estaba tan destrozado. Se
había vuelto chiquito, como si se hubiera encogido. Era una
sensación muy extraña». Ruth Bailey sentía lo mismo: «Estuvo

[356]
muy triste por mucho tiempo después de que Emma se fue. En
cierto modo no se podía saber si se iba a recuperar alguna vez».
Los nietos no salían de su asombro viendo llorar a su abuelo.
«Estaba terriblemente trastornado, estaba llorando de verdad.
No lo podía creer», dice Jost Hoerni. Adrian coincide: «Sé que
cuando ella murió quedó extremadamente triste. Extremada-
mente. Tenía la sensación de que se había marchado una parte
de él mismo. Se marchó a Bollingen, donde verdaderamente se
entregó a su pena. Creo que estuvo tallando algo en una piedra».
Nadie sabía qué hacer y la familia recurrió por ayuda a Ruth.
«Aggi me llamó y me dijo: “¿Qué haces con él, Ruth, cuando
está así? ¿Qué podemos hacer con él? No sé qué podemos hacer
con él. ¿Qué harías tú con él?”. Le dije: “Oh, quiéranlo un poco.
Eso es lo que quiere que hagan, que le muestren su afecto”. En
realidad, nadie sabía qué hacer». Nadie le había visto nunca así.
«La muerte de mamá me ha dejado un vacío que jamás se
podrá llenar», escribió Carl a su hija Marianne. «La piedra en
que estoy trabajando me concede una estabilidad interior con
su dureza y permanencia y su significado me gobierna el pensa-
miento». La inscripción fue en latín: «Mi amadísima y fiel esposa
[...] vivió, murió, sufrió, se la extraña [...]». Más tarde construyó
una tercera y final torre en Bollingen. Necesitaba algo más grande,
más sólido y permanente que lo mantuviera en equilibrio.
La ceremonia del entierro se realizó en la iglesia protestante
reformada de Kusnacht el 30 de noviembre de 1955. Emma
Jung-Rauschenbach 30 de marzo de 1882-27 de noviembre de
1955. La iglesia estaba completamente llena, había gente de pie
afuera, esperando. Entonces entró Carl por una puerta lateral,
seguido por miembros de la familia Jung, y ocupó un lugar en
la primera fila. La oración fúnebre la realizó el reverendo Hans
Schaer. «Que todo hombre se convenza por completo en su
propia mente», empezó, citando a San Pablo a los Corintios,
una señal segura de que esto y lo que iba a seguir provenía

[357]
directamente de Jung, que toda su vida citó a San Pablo, como
hizo su padre, que llevaba su nombre. Siguió una interpretación
de sus palabras: «Todas la amenazas, peligros y abismos a que
se ve expuesto el hombre no conseguirán derrotarle, pero, por el
contrario, le llevarán más lejos y trabajarán para su bien. Y esto
es así, de seguro, solamente si el hombre se deja guiar por la
más poderosa fuerza espiritual, el amor».
Entonces el reverendo Schaer se refirió a Emma: «nos ha
dejado una mujer que ha tenido una vida plena y cumplido
grandes tareas, una mujer que fue una fuente de sostén y for-
taleza para muchos. Se le confiaron ricos dones intelectuales y
espirituales. La vida le ofreció un rico destino y lo asumió con
gran fortaleza y al hacerlo siempre fue fiel a sí misma». Fue
una pérdida dolorosa incluso para los ocasionales visitantes
de la bella casa de la Seestrasse, donde su presencia viva en el
hogar era como un regalo para todos los que llegaban allí. Pero
mucho mayor fue la pérdida para sus cercanos. Fue una vida
plena y se le permitió realizar tareas importantes. En todo era
capaz de ver algo bueno y podía ofrecer el bien porque estaba
convencida. La suya fue una infancia idílica hasta que la gol-
peó la tragedia. «Cuando solo tenía doce años su padre quedó
ciego y esto le entristeció la niñez. Porque el hombre que hasta
entonces había sido tan activo no se podía reconciliar con su
destino. Su padecimiento causó amargas dificultades y dolores
a la familia. Ella ayudó a su madre a soportar un peso que en
realidad era muy superior a la fortaleza de sus años», dijo el
reverendo Schaer. Todo lo irresponsable o artificial y teórico le
era ajeno. Era muy bondadosa y modesta. Y siempre fue capaz de
mantenerse independiente junto a su marido. «Con un sentido
del humor que relativizaba todo lo inflado o parcial resolvía las
dificultades y las tensiones y ayudaba a superar los obstáculos. Era
la tierra nutriente en que arraigaba la creatividad [de Jung] y de
la cual extraía fuerzas esenciales. De ella emanaba una luz [...].

[358]
Era capaz de soportar las pesadumbres de la vida y, sobre todo,
sabía reconocer y guardar los secretos de los demás». Y se refería,
con seguridad, a los secretos de Carl.
Ya no cabía duda de que el texto había sido escrito por
Jung. A nadie, en esa iglesia, le cupo duda alguna de que Carl
Jung estaba haciendo pública su profunda deuda con su mujer.
Esa tarde la familia Jung abrió la casa de la Seestrasse a
los dolientes. Carl no bajó. Se quedó en la biblioteca, rodeado
por sus pensamientos.
«La vi en sueños, como en una visión», escribió.

Estaba de pie, a cierta distancia de mí. Me miraba a los


ojos. Estaba en su mejor momento, quizás de treinta años
y con el vestido que mi prima la médium le había hecho
muchos años antes. Su expresión no era ni alegre ni triste,
pero más bien de sabiduría y comprensión, sin la menor
demostración emocional, como si estuviera más allá de
la niebla de los afectos.
Sabía que no era ella, sino un retrato que se había
hecho o encargado para mí. Contenía el comienzo de
nuestra relación, los sucesos de cincuenta y tres años de
matrimonio, y también el final de su vida.

Emma y Carl. Carl y Emma. «Cara a cara con tal plenitud que
uno queda sin palabras, casi no se los puede abarcar».

[359]
dejad sat rre ne entdoura APP
A
taleza prev enebro. Se > eomáaroh ico
Notas

ABREVIATURAS UTILIZADAS EN LAS NOTAS

CW: C.G Jung, The Collected Works of C.G. Jung, 20 vols., Bollingen
Series, Princeton, NJ: Princeton University Press, 1960-90 (ver
Bibliografía para los volúmenes individuales).
Freud/Jung Letters: Sigmund Freud and C.G. Jung, 7h»e Freud/Jung
Letters: The Correspondence Between Sigmund Freud and C.G Jung,
William McGuire, ed. y Ralph Manheim y R.F.C. Hull, trads.,
Princeton, NJ: Princeton University Press, 1974.
Entrevista con G.F. Nameche: las entrevistas realizadas en 1960-70
por G.F. Nameche se conservan en el C.G. Jung Biographical
Archive, Countway Library of Medicine, Harvard Medical School.
MDR C.G. Jung y Aniela Jafté, Memories, Dreams, Reflections, Nueva
York: Pantheon, 1962.

CAPÍTULO 1: UNA VISITA A VIENA

12 «Psicoanálisis»: durante los primeros años hubo muchas variantes


de este término.
13 tres mil francos: MDR, p. 101.
13 una suma importante: el valor de la moneda suiza, en Rolf Mósli,
Eugen Bleuler: Pioner der Psychiatrie, Zúrich: Rómerhof Verlag,
2012, p. 116.
13 Enel caso de un divorcio: agradezco a la Dra. Elizabeth Schlumpf,
de Zúrich, por los detalles legales tomados de Peter Tuor ef al,
Das Schweizererische Zivil-Gesetzbuch, p. 139: «Término del Matri-
monio y Divorcio, 1905: en caso de divorcio, cada cónyuge toma
del matrimonio lo que ha aportado originalmente. Todo ingreso
subsiguiente se dividirá así: dos tercios para el marido y un tercio
para la esposa».
14 «Estaré en Viena»: Freud/Jung Letters, p. 24.
14 aquella mañana de marzo: para el primer encuentro, ver Ludwig
Binswanger, Sigmund Freud. Reminiscences of a Friendship, trad. de
Norbert Guterman, Nueva York: Grune X Stratton, 1957, p. 10:
ver también Eva Weissweiler, Die Freuds: Biographie einer Familie,
Colonia: Kiepenhauer £%Witsch, 2006, p. 139, y C.G. Jung, Letters of
C.G. Jung, Gerhard Adler y Aniela Jaffé, eds. y trad. de R.F.C. Hull,
Princeton, NJ: Princeton University Press, 1973-75, Vol. 2, p. 36.
15 «Pero tengo libre los domingos»: Freud/Jung Letters, p. 23.
16 el humor judío de Freud: Deirdre Bair, Jung:ABiography, Boston,
MA: Little, Brown, 2003, p. 119.
LA En'ocasiones especiales: para la comida de los domingos, ver
A Freud, Glory Reflected: Sigmund Freud — Man and Father,
jondres: Angus $ Robertson, 1957, p. 108.
19 «A mi juicio»: Introduction to Jungian Psychology: Notes of the
Seminar on Analytical Psychology Given in 1925, ed. e Introducción
de William McGuire, trad. de R.F.C. Hull, nueva Introducción
y actualizaciones de Sonu Shamdasani, Princeton NJ: Princeton
University Press, 1989, p. 20, y MDR, p. 146.
19 «nuestros camaradas arios»: John Kerr,4Most Dangerous Method:
The Story ofJung, Freud, and Sabina Spielrein, Nueva York: Knopf,
1993, p. 384.
21 «como un chico»: Martin Freud, G/ory Reflected, p. 109.
22 el Gran Hotel: ver Karl Baedeker, Switzerland:
And the Adjacent
Portions ofItaly, Savoy, and Tyrol, Leipzig, Karl Baedeker, 1905.
22 con disfunción sexual a sus histéricas: Maines, Rachel P., The
Technology of Orgasm: «Hysteria», the Vibrator, and Women's Sexual
Satisfaction, Baltimore, MD: John Hopkins University Press, 1999.
23 «En las páginas siguientes»: Sigmund Freud, 7»e Interpretation
ofDreams.

[362]
23 «Me parece»: Freud/Jung Letters, pp. 4, 14, y, como se expone en
George Makari, Revolution in Mind: The Creation ofPsychoanalysis,
Londres, Duckworth, 2008, p. 203.
24 Aquel miércoles en particular: para la reunión del miércoles, ver
Binswanger, Sigmund Freud, p.11.
24 «Me sentí tan extraño»: entrevista de Kurt Eissler, 1953, Sigmund
Freud Collection, Manuscript Division, Biblioteca del Congreso,
Washington DC, en Bair, Jung, p. 118.
25 «ya has conocido»: Binswanger, Sigmund Freud, p. 11.
25 Ante una broma de Freud: para el chiste judío, ver Bair, Jung,
p.119.
26 Y peor le fue: para los flirteos de Carl, ver Freud/Jung Letters, pp.
229, 24 y 25.

CAPÍTULO 2: DOS INFANCIAS

28 Emma recuerda su infancia: la descripción de la infancia de Emma


se basa en entrevistas con los nietos de Jung (ver Capítulo 15) y
con Beatrice Homberger; Jugend-Erinnerungen einer Grossmutter,
por Gertrud Henne, impresión privada, 1960, citada por Andreas
Jung, Regula Michel, Arthur Ruegg, Judith Rohrer y Daniel
Ganz, The House of C.G. Jung: The History and Restoration of the
Residence ofEmma and Carl Gustav Jung-Rauschenbach, Wilmette,
IL: Chiron Publications, 2008; y las memorias de familia de
Helene Hoerni-Jung, con un agradecimiento especial a Adrian
Baumann, nieto de Carl y Emma Jung.
29 «Ojalá hubieras sido siempre»: Schaffhauser Biographen, p. 21, con
el agradecimiento debido al Stadtarchiv Shaffhausen.
32 «la chica joven, bellísima»: MDR, p. 23.
32 Carl había fijado la vista: para su primer encuentro ver Alan C.
Elms, Uncovering Lives: The Uneasy Alliance of Biography and
Psychology, Oxford: Oxford University Press, 1994, p. 61.
33 la primera correspondencia entre ellos: agradecemos a Andreas
Jung, que verificó esto en el archivo familiar.

[363]
34 confirmó años después su hijo Franz: la entrevista con Franz está
en Linda Donn, Freud and Jung: Years ofFriendship, Years ofLoss,
Nueva York: Charles Scribner's Sons, 1988, pp. 61 y 62.
35 «Mi situación se refleja»: Aniela Jafté, C.G. Jung: Word and Image,
Bollingen Series XCVII, Vol. 2, Princeton, NJ: Princeton University
Pressid 97%: p924.
36 «Mi piedra», la llamaba: MDR, p. 33.
37 «vagos indicios de problemas»: MDR, p. 22.
38 «Nunca había conocido»: William McGuire y R.F.C. Hull, eds.,
C.G. Jung Speaking: Interviews and Encounters, Londres: Picador,
17D
39 El primero era un sueño: MDR, p. 25.
40 «un hombrecillo»: MDR, p. 34.
41 «tan tímido y cobarde»: MDR, p. 39.
41 «sensación desagradable y más bien curiosa»: Bair, Jung, p. 30.
42 Tal como lo describe: MDR, p. 42.
44 «el mundo es bello»: MDR, p. 47.
44 «Toda mi juventud»: MDR, p. 52.
45 Sobre la roca se erguía un castillo: MDR, p. 86.
47 «Se apoderó de mí»: MDR, p. 64.
47 la tragedia de su juventud: Jaffé, C.G. Jung, p. 20.
48 «Estaba seguro»: MDR, p. 58.
48 «La sensación que asocié»: MDR, p.23.
48 «Los días posteriores», MDR, p. 100.
48 un estipendio para financiar: MDR, p. 92.
49 «dominar intelectualmente»: McGuire y Hull (eds.), C.G. Jung
Speaking, p. 29.
49 apodarlo «aplanadora»: Walze se ha traducido a menudo por
«tonel» o «tronco», pero «aplanadora» es más exacto y describe
la personalidad y la apariencia de Carl.
50 «Le asombraba»: McGuire y Hull (eds.), C.G. Jung Speaking, 30.
51 «Sus dos últimas cartas»: Freud/Jung Letters, p.94.

[364]
CAPÍTULO 3: UN COMPROMISO SECRETO

54 «El corazón de pronto me empezó a latir con fuerza»: MDR, 111.


55 «La esposa ideal»: Albert Tanner, Arbeitsame Patrioten — wohlans-
tandige Damen: Búrgertum und Búrgerlichkeit in der Schweiz,
1830-1914, Zúrich: Orell Fússli Verlag, 1995, p. 209, traducción
de la autora.
56 «La felicidad y el poder perdurable»: Rosa Dahinden-Pfyl, Die
Kunst mit Mánnern Glúcklich zu Sein, p.219, traducción de la autora.
57 «No pensaba mucho en»: McGuire y Hull (eds.), C.G. Jung
Speaking, p. 28.
58 el hombre era difícil, sarcástico: ver el obituario de Jean Rauschen-
bach en Tagesblatf, mi agradecimiento al Stadtarchiv Schaffhausen.
58 Herr Rauschenbach tenía sífilis: Esta triste historia está basada en
entrevistas de la autora con la familia Jung. Un ejemplo dramático
es el retrato de Rembrandt del artista Gerard de Lairesse con su
rostro deformado, el cual, como el padre de Emma, terminó ciego.
60 en los folletos médicos: ver Claude Quétel, History ofSyphilis, trad.
de Judith Braddock y Brian Pike, Cambridge: Polity Press, 1990.
61 «psicológicamente anormal»: Bair, Jung, p. 59.
61 «la máxima concentración»:
Jung, Introduction to Jungian Psychology,
y Bair, Jung, p. 59.
61 «cómo reacciona la mente humana»: MDR, p. 114.
62 La inquietaba: entrevista de la autora con la familia Jung.
62 «Mein liebster Schatz!»: agradezco a Andreas Jung la confirmación
de esta manera de Jung de encabezar esas cartas.
62 A comienzos del siglo veinte [...] el Burghólzli: mi agradecimiento
al señor Rolf Mósli, primer archivista del Burghólzli y autor de
un libro excelente sobre Bleuler (Eugen Bleuler: Pionier der Psy-
chiatrie, Zúrich: Rómerhof Verlag, 2012), que fue muy generoso
con su tiempo.
63 «En esos días el mundo médico»: MDR, p. 111.
66 había setenta Warters: Mósli, Eugen Bleuler, p. 138.

[365]
67 «Como si dos ríos»: MDR, p. 112.
68 aquella mujer de la sección de Carl: para la mujer depresiva ver
MDR, p. 116.
70 «niña relativamente pobre»: C.G. Jung, CW1: Psychiatric Studies,
Herbert Read, Michael Fordham y Gerard Adler eds., trad. de
R.F.C. Hull, Princeton, NJ.: Princeton University Press, 1970, p. 7.
71 «exagerada ambición»: Freud/Jung Letters, p. 78.
di «la dilucidación progresiva»: Jung, CW1 (traducción de la autora,
ya que solo existe la versión en alemán).
71 «sometimiento a la creencia»: MDR, p. 114. Jung describe así sus
sentimientos al comienzo de su estancia en el Burghólzli, pero en
realidad esto describe más exactamente lo que sentía posteriormente
una vez que conoció el trabajo y las rutinas de la institución. En
un comienzo, según relata, se sentía completamente abrumado.
Le servicio militar en el ejército suizo: mis agradecimientos a Othmar
Zeltner, que empezó su servicio militar en St. Gallen en 1952.
7S «al estilo del siglo dieciocho»: Bair, Jung, p. 80. Andreas Jung
confirma que Carl tuvo un profesor de inglés en Londres. Por
eso, quizás, llegó a estar en Oxford.
74 «Paisaje del Sena con nubes»: Jaffé, C.G. Jung, p. 42.

CAPÍTULO 4: UN MATRIMONIO DE RICOS

75 la boda eclesiástica en la Steigkirche: los detalles de la boda se


basan en entrevistas de la autora con nietos de Jung (ver Capí-
tulo 15). Con mis agradecimientos a David Syffer del archivo
IWC, Shaffhausen.
75 felizmente no había nieve: sabemos el clima del día de la boda
por Nicola Behrens, del Stadtarchiv de Zúrich.
da El banquete de boda: Gerhard Wehr, An Illustrated Biography of
C.G. Jung, trad. De Michael Kohn, Boston: Shambhala Publica-
tions, 1989, 25.
DN «Cuanto más lejos estaba de la iglesia»: MDR, p. 81.

[366]
77 a París por Continental Express: agradezco a los SSB Historical
Archives de Berna por contestar mis preguntas acerca de las
comodidades del viaje en primera clase y por enviarme horarios
e ilustraciones.
78 una pelea por dinero: Vincent Brome: Jung: Man and Mytb,
Londres: Macmillan, 1978, p. 83.
78 La ley suiza concede al marido: agradezco a la doctora Elizabeth
Schlumpf, de Zúrich, por detalles legales desde Dr. P. Tuor, Das
Schweizerische Zivil Gesetzbuch.
78 Emma ya había visto el temperamento agresivo de Carl: para las
violentas furias de Carl, ver MDR, p. 54, y Jafté, C.G. Jung, p. 132.
79 «una aventura antes de casarse» Bair, Jung, p. 70, y Carl fue «un
marido absolutamente confiable» durante los primeros siete años
de matrimonio.
79 un apartamento alquilado en Zúrich: para Zúrich en 1903, ver
Kurt Guggenheim, Alles in Allem, Ziúrich: Artemis Verlag, 1954;
Walter Baumann, Zúrich: La Belle Epoque, Zúrich: Orell Fússli
Verlag, 1981; Hanspeter Danuser, Das Trambuch: 100 Jahre Zúri-
Tram, Zúrich: Verlag Neue Zúrcher Zeitung, 1982.
83 La entrada costaba sesenta rappen: un franco suizo equivalía a
cien rappen.
85 el prometido de Marguerite, Ernst Homberger: entrevista de la
autora con Beatrice Homberger, nieta de Ernst y Marguerite.
86 «Estoy sentado aquí en el Burghólzli»: carta de C.G. Jung a
Andreas Vischer, en Angela Graf-Nold, «The Zúrich School of
Psychiatry in Theory and Practice: Sabina Spielrein Treatment at
the Burghólzli Clinic in Zúrich», Journal ofAnalytical Psychology,
Vol, 46, N“1, enero 2001, 83.
88 «Como de costumbre ha dado usted en el clavo: Freud/Jung Letters,
p.78.
91 «Los años en el Burghólzli fueron mis años de aprendizaje»: MDR,
p. 116.
91 Hedwig, una mujer admirable: para Hedwig Bleuler, ver «Erin-
nerungen an Hedwig Bleuler-Waser», Zentralblatt 20, abril 1940:

[367]
Mósli, Eugen Bleuler, Hewig Bleuler-Waser, «Aus meinem Leben»,
Schweizer Frauen der Tat 3, 1929.
93 Otros investigadores recurrían a silbatos: C.G. Jung, Studies in
Word Association, en CW2: Experimental Researches, ed. y trad. de
Gerhard Adler y R.F.C. Hull, Princeton, NJ: Princeton University
Press. 19/50) PDD 220
93 diagnóstico y clasificación de: Jung, Studies in Word Association, p. 6.
93 «reloj suizo capaz de detenerse cada quinto de segundo»: mi
gratitud a David Syfter del IWC Shaffhausen
95 «Si preguntamos directamente a los pacientes»: Jung, Studies in
Word Association, p. 298.
95 Emma aparece como «Sujeto N*L»: Jung, Studies in Word Asso-
ciation, p. 240.
96 «La sujeto está embarazada»: para-el complejo de embarazo, ver
Jung, Studies in Word Association, p. 243.

CAPÍTULO 5: TIEMPOS CONFUSOS

99 Emma dio el pecho a su hija: ver Freud/Jung Letters, p. 188,


«Mi mujer, por supuesto, está amamantando a su hija, un placer
para ambas».
100 roles más convencionales: para el lugar de una mujer en la
sociedad de esos tiempos, ver Tanner, Arbeitsame Patrioten, pp.
226 y 227.
101 Martha quedó embarazada seis veces en diez años: Katja Behling,
Martha Freud:A Biography, Cambridge: Polity Press, 2005,
p. 113.
101 su matrimonio ya estaba «amortizado»: Freud/Jung Letters, 456.
102 Ernst Homberger, que se había casado: mi gratitud a Bea-
trice Homberger.
102 afirma el obituario: en el Schaffhausen Tagesblatt, 3 de marzo,
1905. Agradezco al Stadtarchiv Schaffhausen.
104 «Mi objetivo era mostrar»: MDR, pp. 112 y 118.
104 Y no le faltaban historias: MDR, pp. 123, 124.

[368]
105 «Mantenía a los estudiantes con la boca abierta»: Binswanger,
Sigmund Freud, p. 1.
105 brigada Pelzmántel, de abrigos de piel: Bair, Jung, 98 y 109.
106 simpáticas y desenfocadas fotografías: las fotografías están en
el archivo familiar de los Jung. Agradezco a Andreas Jung.
106 Emma amaba a sus hijas: entrevistas con la familia Jung.
107 dos pacientes: Jung, Studies in Word Association, 381 y 382.
108 su prima Helly: Jung, Introduction to Jungian Psychology, 6.
108 la noche del 17 de Agosto de 1904: Graf-Nold, «The Zúrich
School of Psychiatry in Theory and Practice», p. 73.
108 Baur-en-Ville: había dos hoteles: Baur-au-Lac y Baur-en-Ville.
109 La joven era Sabina Spielrein: los detalles sobre Sabina Spielrein
y su historia están basados en Bernard Minder, «Sabina Spielrein:
Jung's Patient at the Burghólzli», Journal ofAnalytical Psychology,
Vol. 46, número 1, enero de 2001, y Graf-Nold, «The Zúrich
School of Psychatry».
111 Punch, la Illustrated London News: de recuerdos de la familia.
Agradezco a Adrian Baumann.
111 Al Neue Zúrcher Zeitung le parecía: los reportajes son de Bau-
mann, Zúrcher Schlagzeilen, p. 17.
113 y no dice más: Graf-Nold, «The Zirich School of Psychiatry»,
p. 93. Graf-Nold señaló en una entrevista con la autora lo
extraño que era que Jung no hiciera más comentarios acerca
de los claros indicios de abuso sexual.
117 El informe de Jung, de fecha 25 de septiembre de 1905: Minder,
«Sabina Spielrein», p. 68.

CAPÍTULO 6: LOS SUEÑOS Y LOS TESTS

127 «Veía caballos»: Jung CW3, p. 57.


133 «Ha puesto usted el dedo»: Freua/Jung Letters, p. 14.
134 «la interrumpí»: Freud/Jung Letters, p. 17.
135 Tres equis significaban peligro: FreuW/Jung Letters, p. 19.

[369]
185 «la activa comunidad» de Bleuler: Graf-Nold, «The Zúrich
School of Psychiatry», p. 90.
135 «El espíritu de Freud flotaba: Abraham Brill, Lectures on
Psychoanalytic Psychiatry, Nueva York: Knopf, 1946, citado
en Kerr, 4 Most Dangerous Method, p. 172.
136 «este culto a Freud»: Mikkel Borch-Jacobsen y Sonu Shamdasani,
The Freud Files: An Inquiry into the History of Psychoanalysis,
Cambridge: Cambridge University Press, 2012, p. 69.
137 «una mujer germano-norteamericana»: Freud/Jung Letters, p. 71.
157 «Mi mujer, que sabe un par de cosas»: Freud/Jung Letters, p. 72.
138 «¿Pero no cree usted [...]?»: Freud/Jung Letters, p. 4.
138 «Crecí en el campo»: MDR, p. 161.
138 «Como ya he indicado»: Freud/Jung Letters, p. 229.
159 «el trauma [era] deseado»: Angela Graf-Nold, «100 Jahre
Peinlichkeit- und (k)ein Ende: Karl Abraham frúhe psy-
choanalytische Veróffentlichungen und die “sexuelle Frage”»,
Jabrbuch der Psychoanalyse 52 (2006): 93-138, pp. 52, 127.
189 «Sin duda habrá sacado usted»: McGuire, pp. 25 y 144.
139 «Más de una vez he estado a punto de abandonarlo todo»:
Freud/ Jung Letters, pp. 75 y 89.
Les «se negó a obedecer las reiteradas señales»: Borch-Jacobsen y
Shamdasani, T7he Freud Files, p. 74.
140 «Tengo que confesarle un pecado»: Freud/Jung Letters, p. 115.
141 «En este momento estoy tratando»: Freud/Jung Letters, p. 108.
142 amenazó a Carl con el divorcio: Susi Trib, entrevista con G.F.
Nameche, y entrevista de la autora con la familia Jung.
142 le había faltado con una transgresión: entrevista de la autora
con la familia Jung.
142 «Toda clase de cosas»: Freud/Jung Letters, p. 117.
143 «Empezaré con un experimento»: Ludwig Binswanger, «On the
Psychogalvanic Phenomenon in Association Experiments», en
Jung, Studies in Word Association, p. 457.
144 «Mi veneración por usted»: Freud/Jung Letters, p. 95.
147 «es reservado»: una traducción mejor sería «defensivo» en lugar
de «reservado».

[370]
CAPÍTULO 7. UN HOGAR PROPIO

149 Los rumores que corrían por el lugar: Freud/Jung Letters, p.


207, y ver Capítulo 8.
149 Adquirieron un terreno: Barbara Hannah, Jung: His Life and
Work, Londres: Michael Joseph, 1976, p. 93: Lo encontraron
«casi por casualidad» un domingo que salieron a pasear. Vieron
un cartel que anunciaba que el lugar estaba en venta. «Todavía
le brillaban los ojos cuando describía el entusiasmo y la alegría
que les produjo a los dos».
150 «No1 deseaba liberarse»: MDR, p. 86.
151 Al mes de la compra del terreno: La información acerca de la casa
proviene de Andreas Jung ef al., The House of'C.G. Jung. Agradezco
a Andreas Jung, que vive en la casa Jung y me la mostró en más
de una ocasión. También me mostró los bosquejos originales.
153 «Mucho nos pareció sobrecargado»: Jung et al., The House of
C.G. Jung, p. 20.
156 «Estamos completamente de acuerdo»: Jung et al., The House
of C.G. Jung, p. 40.
158 preferían alojarse en el hotel Regina: Freua/Jung Letters, 213.
159 «Para empezar, Jung»: Jones, The Life and Work of Sigmund Freud,
Vol. 2, pp. 254 y 258.
160 «Mi egoísta objetivo»: Freud/Jung Letters, p. 168.
160 Cuando Freud visitó a Jung: Jones, The Life and Works ofSigmund
Freud, Vol. 2, p. 264.
160 «un paquete sorpresa con libros»: Freua/Jung Letters, p. 173.
161 permaneció Emma con su madre en Olberg: los detalles de la
vida en Olberg están basados en entrevistas de la autora con
Brigitte Merk, nieta de Carl yEmma, y con Beatrice Homberger,
y en recuerdos familiares. Agradezco a Adrian Baumann.
161 el calor podía tornarse pesado: agradezco a Nicola Behrens, del
Stadtarchiv de Zúrich.

[371]
161 Emma se ponía sus joyas: entrevista de la autora con Adrian
Baumann.
162 Carl solo llegaba los fines de semana: para el trabajo de Carl y
las vacaciones, ver Graf-Nold, «The Zúrich School of Psychiatry
in Theory and Practice», p. 175: de carta a Sabina Spielrein:
«Primero iré por una semana a Toggenburg y pasearé con Riklin,
y después unos seis días más a Schaffhausen donde mi mujer y
los niños».
162 «huyendo a la soledad inaccesible»: Freud/Jung Letters, 171.
162 «Babette S»: MDR, p. 126.
165 el niño, Manfred: Susi Trúb, entrevista con G.F. Nameche, y
entrevista de la autora con Rolf Mósli.
166 «A esta última semana miserable»: Freud/Jung Letters, p. 224.
167 la mayoría de los baños de esa época en Suiza: muchos eran
así de básicos en los años cincuenta, incluso en la casa de los
abuelos de la autora.
168 desde la cual se pasaba a la biblioteca: para la colección de libros
de Jung, ver Sonu Shamdasani, C.G. Jung:ABiography in Books,
Nueva York: W.W. Norton % Company, 2012.

CAPÍTULO 8: UN ESCÁNDALO VIL

171 Franz Karl Jung nació: Freud/Jung Letters, pp. 183, 184, 188.
172 la reacción de Agathli, de cuatro años: Freud/Jung Letters, pp.
199, 208 y 212.
LES «Lo siento tanto»: Graf-Nold, «The Zúrich School of Psychiatry
in Theory and Practice», p. 177.
174 el tratamiento de Otto Gros: Makari, Revolution in Mind, p.
231, Otto Gros «un revolucionario sexual». Las sesiones de
análisis duraron hasta doce horas cuando a veces se invertían
los papeles y el paciente pasaba a ser el médico; y Freud/ Jung
Detrnppior iso 1531155:

[372]
175 la represión sexual era [...] «muy importante»: Freud/Jung Letters,
p. 90.
175 «Mi querida Fráulein Spielrein»: Graf-Nold, «The Zúrich
School of Psychiatry in Theory and Practice», p. 173.
176 una maleta perteneciente a Sabina Spielrein: Graf-Nold, «The
Zúrich School of Psychiatry in Theory and Practice», p. 155.
177 «Mi desgracia es»: Graf-Nold, «The Zúrich...», p. 177.
177 escribió una carta anónima: Aldo Carotenuto,4 Secret Sym-
metry: Sabina Spielrein Between Jung and Freud, Nueva York,
Pantheon Books, 1982, p. 93. Discrepo de Bair, Jung, p. 191, que
escribe que Carl aceptó desde ese momento cualquier pedido
de Emma: desde su renuncia al Burgholzli hasta la compra de
la casa de Kusnacht. Carl deseaba ambas cosas. Ni se trató de
«procedimientos de divorcio». Sí, sin duda, de amenazas. Y no
hay prueba alguna de que el embarazo haya sido «deliberado».
Mis entrevistas con la familia Jung apoyan todo esto.
178 «sometido a una terrible presión»: Freud/Jung Letters, p. 207.
179 «Siempre he dicho a su hija»: para saber si esa relación fue
sexual, ver Carotenuto,A Secret Symmetry, p. 95.
180 «Ser calumniado e insultado»: FreudW/Jung Letters, p. 210.
180 «Nunca he tenido en realidad una amante»: Freud/Jung Letters,
p. 212.
181 «¡Hurra por la casa nueva!»: Freud/Jung Letters, p. 226.
181 «Estaba, por supuesto, procurando sistemáticamente seducirme»:
Preud/ Jung Letters, p. 228.
181 «Estas experiencias, aunque dolorosas»: Freud/Jung Letters,
p. 230.
182 «Sin sucumbir»: Freud/Jung Letters, p. 236.
183 «arriesgar su autoridad [...]»: MDR, p. 154.
184 «Mi padre se decepcionó mucho»: Donn, Freud and Jung, p. 98.
185 «Liebste Frau!»: Jaffé, C.G. Jung, p. 47.
186 Habían tomado el «elevado»: para el viaje a Worcester, ver MDR,
p. 336.

[373]
189 Joseph Medill McCormick: William McGuire, «Firm Afhnities:
Jung's Relations with Britain and the United States», Journal
ofAnalytical Psychology, 40.3, julio de 1995, pp. 307, 305.
190 «Mein liebster Schatz»: Jafté, C.G. Jung, p. 49.
192 «¡Faltan dos días para la partida!»: MDR, p. 338.

CAPÍTULO 9: EMMA PASA AL FRENTE

123 «los cojines del sofá reptaron»: MDR, p. 339.


195 «Todo va bien en mi familia»: FreudW/Jung Letters, p. 252.
195 Unterwasser, un pueblito alpino, oculto: FreudW/Jung Letters, p. 284.
193 Tenía una idea bastante objetiva: Sigmund Freud y Ernest
Jones, The Complete CorrespondenceofSigmund Freud y Ernest
Jones, 1908-1939, ed. De R. Andrew Paskauskas, Cambridge,
MA: Harvard University Press, 1993, Jones a Freud, 18 de
septiembre de 1912, p. 155.
196 No faltaban mujeres: para las mujeres de Carl, ver Carotenuto,4
Secret Symmetry, p. 17, y Kerr, AMost Dangerous Method, p.299.
196 un buen día: para los cambios de ánimo de Spielrein, ver Caro-
tenuto,A Secret Symmetry, pp. 12-17.
177 partes del diario secreto que había escrito: Carotenuto,4 Secret
Symmetry, p. 12.
198 «Ser fructífero»: C.G. Jung, CWS5: Symbols and Transformation, ed.
y trad. de Gerhard Adler y R.F.C. Hull, Princeton: NJ.: Princeton
University Press, 1977, y Kerr, 4Most Dangerous Method, p. 327.
199 esa noche Jung tuvo un sueño: MDR, p. 284, y Freud/Jung
Letters;p"359,n1,
200 «Sehr Geehrter Herr Professor!»: para las cartas de Emma, ver
Freud/Jung Letters, pp. 301 y 303.
200 «¡Y no se me vaya a molestar!»: Freud/Jung Letters, p. 302.
201 «Bleuler tampoco viene»: Freud/Jung Letters, p. 304. Las notas
agregan que la Asociación Psicoanalítica Internacional se creó
en el Congreso y Jung fue elegido su presidente.

[374]
201 la supremacía de la escuela freudiana: ver Borch-Jacobsen y
Shamdasani, 7he Freud Files, para un análisis excelente.
201 «la mayoría de ustedes son judíos»: Kerr, 4 Most Dangerous
Method, p. 287.
202 «moviéndose de un lado a otro como un poseído»: Freud/Jung
Letters, p 341.
202 una ola de calor golpeó el continente: Guggenheim, Alles in
Allem, Vol. 1, p. 229.
204 «Hubo, por supuesto, seminarios»: Ernest Jones, citado por
McGuire en nota a Freud/Jung Letters, p.443.
204 «encantadora, inteligente y ambiciosa»: Freud/Jung Letters, p. 436.
204 un congreso pedagógico [...] en Bruselas [...] paseado con ella
por las montañas: Freud/Jung Letters, p. 439.
206 «Esta vez había una conspicua representación del elemento
femenino»: Freud/Jung Letters, p. 440.
206 «Querido amigo», respondió Freud: Freud/Jung Letters, p. 441.
209 «Querido profesor Freud»: para las cartas de Emma a Freud,
ver Freud/Jung Letters, pp. 452-67.
212 «él crecerá, pero yo debo menguar»: «Yo debo menguar» sugiere
que Emma también había escuchado lo que pensaba Carl al
respecto, no solo Fráulein Spielrein.
216 «tendencia al autoerotismo»: parece que el término «autoerotismo»
se utilizaba en diversos sentidos en esa época, y es imposible
saber qué quiso decir Emma con ello; pero lo más probable es
que se refiriera a una preocupación general consigo misma.

CAPÍTULO 10: UN AÑO DIFÍCIL

214 un año difícil para Zúrich: para Zúrich en 1912, ver Guggen-
heim, Alles in Allem, Vol. 1, p. 259.
21% la fábrica de automóviles de Schlieren: para las estadísticas
sobre automóviles, ver Tanner, Arbeitsame Patrioten, p. 399.
219 «poderosos rumores sobre el Psico-Análisis»: Freud/Jung Letters,
p. 484.

[375]
221 la visita de estado del Káiser Wilhelm II: Guggenheim, 4/les
in Allem, Vol. 1, p. 265.
222 su primer Kriegsraf: Clay, p. 297.
PS «Por supuesto que es irónico»: MDR, p.181.
224 «Cuando trabajaba en mi libro»: MDR, p. 162.
225 Jung era «un líder nato»: The Correspondence of Sigmund Freud
and Sándor Ferenczi, Volumen 1, 1908-1914, ed. de Eva Brabant,
Ernst Falzeder y Patrizia Giampieri-Deutsch, trad. de PeterT.
Hoffer, Cambridge, MA: Harvard University Press, 1993, p. 434.
Nota: No está claro si Freud está citando su conversación con
Jung en Múnich. Pero, en cualquier caso, esta era su opinión.
225 «Los contenidos del inconsciente»: MDR, p. 181.
225 «tengo una esposa y [cinco] hijos»: Cuatro, de hecho. Helene
nació en 1914.
NO) «Leí gustosamente su ensayo»: Freua/ Jung Letters, p. 131, y n3.
Zed «Me parece»: Jung, Introduction to Jungian Psychology, y C.G.
Jung, The Red Book: Liber Novus, ed. de Sonu Shamdasani, trad.
de M. Kyburz,J.Peck y S. Shamdasani, Nueva York: W.W.
Norton 8 Company, 2009, p. 12.
22% «Hago cálculos horoscópicos»: FreudW/Jung Letters, p. 427.
228 la teoría del deseo de muerte: Kerr,4Most Dangerous Method, p. 403.
228 «He intentado»: Freud/Jung Letters, p. 288.
228 profundamente deprimido: Hannah, Jung, p. 99.
228 «me costó mucho tiempo»: Jung, Introduction to Jungian Psy-
chology, p. 28.
228 «Mientras trabajaba en ese libro»: MDR, p. 162.
229 «Así que quizás sea mejor»: Freud/Jung Letters, p. 456.
22 «Me tengo que decir esto»: Freua/Jung Letters, p. 232.
229 el «enorme montón de excrementos»: MDR, p. 50.
230 se lo diría a Emma: ver la oración fúnebre en el Epílogo.
230 otro viaje a Norteamérica: para el viaje de Jung a Norteamé-
rica en 1912, ver McGuire y Hull (eds.), C.G. Jung Speaking,
Introducción y pp. 29 y 39.

[376]
«el viaje [...] desde la nebulosa tierra del cucú»: ver la Intro-
ducción de McGuire a Freud/ Jung Letters.
sus trucos pequeños: Freud/Jung Letters, p. 535.
«En cuanto se refiere a Jung»: Freud y Jones, 7he Complete
Correspondence, p. 186.
«Comportando como un redomado imbécil»: 7he Correspondence
of Sigmund Freud and Sándor Fereczi, p. 353.
otro sueño significativo: MDR, p. 166.
un recuerdo de sus once años: MDR, p. 168.
«Mi padre solía estar allá abajo»: para las citas de Franz, ver
Donn, Freud and Jung, pp. 160, 172 y 174.
«mi padre no pudo trabajar»: es evidente que Franz se equivocaba
en esto.
238 «Era absolutamente esencial»: MDR, pp. 181, 182.

CAPÍTULO 11: MÉNAGE Á TROIS

239 «armó numerosas escenas de celos»: Freud/Jung Letters, p. 289.


240 «el diablo puede utilizar»: Freud/Jung Letters, p. 207.
240 «Verdaderamente no puedo recordar»: Freud/Jung Letters, 351.
240 muchos hombres de su círculo tenían amantes: Kerr, p. 379.
240 su cuñada soltera, Minna: la teoría se expone en Kerr,4Most
Dangerous Method, p. 135.
241 «Soy partidario de una vida sexual infinitamente más libre»:
Lisa Appignanesi y John Forrester, Freud's Women, Londres,
Weidenfeld and Nicolson, 1992, p. 31.
241 «Mi veranito de San Juan de erotismo»: Freud/Jung Letters, 292.
241 Maria Moltzer: The Correspondence ofSigmund Freud and Sándor
Ferenczi, p. 446; agradezco a Soni Shamdasani por la confirma-
ción. Esta es la cita completa de Freud a Ferenczi: «El maestro
que le analizó solo puede haber sido Fráulein Moltzer, y es tan
tonto como para enorgullecerse del trabajo de una mujer con
la cual está teniendo una aventura».

[377]
242 Emma amenazó divorciarse en tres ocasiones: Susi Trúb, entre-
vista con G.F. Nameche, y Ronald Hayman,A Life ofJung,
Londres: Bloomsbury, 1999, p. 126, y entrevistas de la autora
con la familia Jung.
242 «Excepto en momentos de infatuación»: Freud/Jung Letters, 212.
242 «Un nuevo descubrimiento mío»: Freud/Jung Letters, p. 440.
244 «Una mujer que no tiene»: Bair, Jung, p. 197.
244 «muy cerca de la psicosis»: Carl Meier, entrevista con G.F.
Nameche.
245 Jung solía decir: Donn, Freud and Jung, p. 179.
245 «Estaba furioso»: Kerr, 4Most Dangerous Method, p.373, Freua/
Jung Letters, p. 465.
245 «Todo está en paz y sosegado entre nosotros»: Freua/Jung Letters,
p. 484.
245 «nunca parecía estar completamente viva»: Susi Trúb, entrevista
con G.F. Nameche.
245 «Toda Toni era espíritu»: Donn, Freud and Jung, p. 178; para
una mayor descripción de Toni Wolff, ver Maggy Anthony, The
Valkyries: The Women Around Jung, Longmead: Element Books,
II
246 «En su presencia»: Tina Keller, entrevista con G.F. Nameche.
246 «Después del quiebre»: MDR, p. 165.
247 «hasta sus zapatos»: Donn, Freud and Jung, p. 90.
247 «hablaba con Filemón»: MDR, p. 176.
247 temía estar afectado por un trastorno psíquico: para la enfer-
medad de Jung, ver Brome, Jung, pp. 162, 301. D.W. Winnicott
revisa el MDR de Jung en el International Journal ofPsychoanaly-
sis, abril-julio, 1964, y describe a Jung como un «caso recuperado
de psicosis infantil» que nos entrega «un cuadro de esquizofrenia
infantil» que se estabiliza en una «escisión de la personalidad».
Agradezco también a Sonu Shamdasani por mostrarme el
concepto de «enfermedad creativa» de Jung en The Discovery
ofthe Unconscious.

[378]
247 «Y entonces llegué a esto»: Jung, Introduction to Jungian Psy-
chology, p. 45. Agradezco a Sonu Shamdasani por confirmarme
que se trataba de la voz de Moltzer.
247 esta vez en Múnich: Hayman,A Life ofJung, p. 169.
248 «considera que Jung sufre de un trastorno mental»: Freud y Jones,
The Complete Correspondence, p. 237, 11 de noviembre, 1913.
El 17 de noviembre escribe Freud a Jones: «Me ha divertido
mucho lo que dice usted sobre Jung, pero no debemos olvidar
que este es nuestro único caso de éxito en la campaña contra
él, y que dependemos sobre todo de él, que nos ayuda con sus
tonterías y locuras». Lo cual pone de manifiesto que ahora había
una campaña concertada para desacreditar a Jung.
248 «Cuando tuve la fantasía»: MDR, p. 169, y C.G. Jung, Liber
Novus, Capítulo 1.
249 del visionario Liber Novus de Jung: ver la Introducción de
Shamdasani al Liber Novus de C.G. Jung, pp. 48 y 127 (n34)
sobre el comienzo de su escritura y una elegante introducción
al total.
250 quedó sin tocar en su Cabínef: en 1983 lo guardaron en caja de
seguridad y un año más tarde se hicieron cinco copias. Final-
mente, en 2009, se hizo una edición facsimilar a solicitud de la
familia de Jung, una realización magnífica de trabajo y amor de
Sonu Shamdasani, de los traductores y de los editores (W.W.
Norton $ Company), financiada por la Philemon Foundation.
250 Y Emma: Ulrich Hoerni (nieto de Carl y Emma), en el Prefacio
a C.G. Jung, Liber Novus.
250 «Fue como si la tierra»: MDR, p. 172.
250 «me deslicé por su lado»: Libro Negro 2, ver la Introducción
de Shamdasani a C.G. Jung, Liber Novus, p. 17.
252 no advertían nada inusual: Ulrich Hoerni en el Prefacio al Liber
Novus.
292 casi se había dejado ahogar: Tina Keller, entrevista con
G.F. Nameche.

[379]
252 A los niños no les gustaba Tante Toni: entrevista de los autores
con la familia de Jung.
232 Carl se marchó a Ravena: Bair, Jung, sugiere que Jung fue con
Toni Wolff, lo que en realidad habría sido una demostración de
suma insensibilidad; pero el archivo de la familia Jung confirma
que viajó con Schmid.
293 «Así que por fin nos hemos librado de ellos»: Kerr, 4Mosf
Dangerous Method, p. 471.
E «Como psiquiatra comencé a inquietarme»: McGuire y Hull
(eds.), C.G. Jung Speaking, p. 226.
233 el mundo sí que estaba enloqueciendo: para la fiebre bélica en
Zúrich, ver Guggenheim,
Alles in Allem, Vol. 2, p. 77.
254 «Y un beso para ti»: Agradezco a Andreas Jung por la confirmación.
254 «Por fin había comprendido»: McGuire y Hull (eds.), C.G. Jung
Speaking, p. 226.

CAPÍTULO 12: LA GRAN GUERRA

239 durante la Primera Guerra Mundial: para Zúrich durante la


guerra, ver Guggenheim, Alles in Allem, Vol. 2, p. 84.
255 «Recordándolos»: Baumann, Zúrich, p. 57 (trad. de la autora).
257 Vladimir Ilich Ulianov= Lenin: Baumann, Zúrcher Schlagzeilen,
p. 43.:
258 la lucha de clases: Tanner, Arbeitzame Patrioten, p. 699 (trad.
de la autora).
260 al primer tren de heridos franceses: Guggenheim,
Alles in Allem,
Vol. 2, p. 141.
261 sus ideas sobre la poligamia: para Jung y el matrimonio, ver
«Marriage as a Psychological Relationship» (1925), en CW17:
Development ofPersonality, ed. y trad. de Gerhard Adler y R.F.C.
Hull, Princeton, NJ: Princeton University Press, 1981.
261 «Creo que tenía muchos admiradores»: para la belleza de Emma,
ver Ruth Bailey, entrevista con G.F. Nameche.

[380]
262 sus sensaciones de disociación: basado en cartas del archivo de
la familia de Jung.
262 «Querida Gretli»: Jaffé, C. G. Jung, p. 142.
263 «Mientras estuve allí»: para los mandalas, ver MDR, p. 187.
263 solamente Toni era capaz de seguirle: para la importancia de
Wolff, ver Susi Trúb, entrevista con G.F. Nameche.
264 vacilando en los límites: MDR, p. 181, y Kerr,4Most Dangerous
Method, p. 503. Para su deterioro en 1915.
264 «Fenomenológicamente se lo podía clasificar»: Carl Meier,
entrevista con G.F. Nameche.
264 «dolencias creativas»: término acuñado por Henri Ellenberger,
The Discovery of the Unconscious: The History and Evolution of
Dynamic Psychiatry, Nueva York: Basic Books, 1970, p. 673;
ver también Murray Stein, Jungs Treatment of Christianity: The
Psychotherapy of a Religious Tradition, Wilmette, IL: Chiron
Publications, 1985, p. 204, por un patrón presente durante toda
la vida de Jung; «a la crisis seguiría entonces una experiencia de
alivio y restauración, y el último paso sería un intento de integrar
los aspectos buenos y malos del se/f a menudo mediante una
formulación simbólica [...)».
265 Se burlaba de la criada, arrojaba guisantes»: entrevistas de la
autora con la familia de Jung.
265 «No puede evitarlo»: Agathe Jung, entrevista con G.F. Nameche.
266 Lo primero, todas las mañanas: los detalles de la vida familiar
se basan en entrevistas con la familia de Jung. Agradezco a
Adrian Baumann.
266 llegaba un sastre de Londres: entrevista de la autora con la
familia de Jung.
267 «Qué suerte tenéis los ingleses»: Beryl Pogson, Maurice Nicoll:
A Portrait, Londres: Vincent Stuart, 1961.
267 «Papá estaba siempre lleno de ideas»: Agathe Jung, entrevista
con G.F. Nameche.
267 Franz coincidía: entrevista de la autora con Andreas Jung, hijo
de Franz, y Donn, Freud and Jung, p. 132.

[381]
268 «Se esforzaba»: Susi Trúb, entrevista con G.F. Nameche.
268 la abuela Jung siempre estaba allí: Agathe Jung, entrevista con
G.F. Nameche.
270 «Pero creo que se complicaba»: Susi Trúb, entrevista con
G.F. Nameche.
270 «Era una relación excepcional»: Tina Keller, entrevista con
G.F. Nameche.
270 «No tengo la menor duda»: Donn, Freud and Jung, p. 180,
citando a Fowler McCormick.
270 «Mona Lisa»: ver la Introducción de McGuire a Jung, [ntro-
duction to Jungian Psychology, p. x1v.
IN Emma estallaba muy rara vez: entrevistas de la autora con la
familia de Jung.
2/4 «peligrosas» amistades: Tina Keller, entrevista con G.F. Nameche.

CAPÍTULO 13: LOS NORTEAMERICANOS

283 Edith y Harold McCormick: para los McCormick, ver Ron


Chernow, Titan: The Life ofJohn D. Rockefeller, Sr., Nueva York:
Random House, 1998, p. 414.
284 el primo de Harold, Medill McCormick: McGuire, «Firm
Affnities», p. 305.
285 instalarlo en Estados Unidos: Shamdasani, Cult Fictions, p. 21,
y Hannah, Jung, p. 109.
285 «Edith se está volviendo»: Chernow, Titan, p. 599.
285 una vida más «normal»: Richard Noll, 7»e Jung Cult: Origins of
a Charismatic Movement, Princeton, NJ: Princeton University
Press, 1994, p. 212.
286 Muriel y Matilda: Agathe Jung, entrevista con G.F. Nameche.
286 «Y ahora, por favor, miren a la señora Jung»: entrevista de Fowler
McCormick con G.F. Nameche.
286 «Camina ágilmente»: Noll, 7he Jung Cult, p. 211.
287 «Te incluyo»: Chernow, Titan, p. 602.

[382]
288 «Así que la ética suiza»: Shamdasani, Cult Fictions, p.21.
288 «Él era tan fuerte»: Alphonse Maeder, entrevista con G.F.
Nameche, y Donn, Freud and Jung, p. 133.
288 «Jung era sumamente crítico»: Donn, Freud and Jung, p. 126.
289 «vulgar y repelente»: Tina Keller, entrevista con G.F. Nameche.
289 recuerda que Emma Jung decía: Maria Schmid, entrevista con
G.F Nameche.
289 La primera reunión se efectuó: para el Club Psicológico, ver
Friedel Muser, Zur Geschichte des Psychologischen Clubs Zúrich
von den Anfangen bis 1928, Zúrich: Psychologischer Club, 1984,
y Shamdasani, Cult Fictions, p. 43.
290 resultaba demasiado lujoso: Shamdasani, Cult Fictions, p. 43, y
Hannah, Jung, p. 130.
290 «inconscientemente existe una excesiva»: para la concepción de
McCormick del club, ver Shamdasani, Cult Fictions, p. 43.
291 Jung mismo era muy claro: para la concepción de Jung del club,
ver Shamdasani, Cult Fictions, p. 24.
292 «Si el Club todavía no ha llegado»: Imelda Gaudissart, Emma
Jung: Analyste et écrivain, Lausanne: LÁge d'Homme, 2010, p. 92.
292 Maria Moltzer [...] Fanny Bowditch: Shamdasani, Cult Fictions,
p- 66; agregaba Moltzer: «Un club no puede sobrevivir si sus
miembros no lo financian [...]. Y a los actuales miembros les
parecerá desagradable ser unos parásitos».
293 Escogió de tema la «culpa»: Gaudissart, Emma Jung, p. 93, y
archivo del Club Psicológico.
ea «Me la voy a sentar en las rodillas»: Alphonse Maeder, entrevista
con G.F. Nameche.
294 «Tienes que tener muy claro»: Tina Keller, entrevista con
G.F. Nameche.
294 «Mi padre no lo habría confesado»: Donn, Freud and Jung, p.27.
294 «Jung se interesaba por la religión»: Alphonse Maeder, entrevista
con G.F. Nameche.

[383]
294 «de la religión en un sentido diferente»: Para quienes se interesen
en un resumen de la discusión basada en 7he Jung Cult de Noll,
ver Bair, Jung, p. 741, n17, y para una crítica excelente de Noll
ver Shamdasani, Cult Fictions.
294 «Poseía un genio extraordinario»: Hannah, Jung, p. 118.
295 «Desafortunadamente es verdad»: Jung, Letters of C.G. Jung,
Vol. 2, p. 455, y Wehr, An Illustrated Biography, p. 189.
a «No era práctica en ningún sentido»: Susi Trúb, entrevista con
G.F. Nameche.
295 «Comenzó con inquietud»: MDR, p. 182.
296 «A. medida que se apaga el día»: q Introduction to Jungian
Psychology, p. 67.
20) «Sin duda se conectaba» MDR, p. 183.
297 «Durante todo el verano»: Donn, Freud and Jung, p. 173, y entre-
vistas de la autora con las familias Jung y Homberger, recuerdos
de familia. Agradezco especialmente a Adrian Baumann.
294 Muchos fines de semana, la Pascua: los detalles de los fines de
semana y otras vacaciones y Navidades se basan en entrevista
de la autora con la familia de Jung.
298 Berta Rauschenbach no se preocupaba: entrevista de la autora
con Beatrice Homberger.
302 En 1917: para Zúrich en 1917, ver Guggenheim,
4/les in Allem,
Vol. 2, p. 208.
302 una huelga general: Baumann, Zúrcher Schlagzeilen, p. 53.
303 volver a la normalidad: para el final de la guerra, ver Guggenheim,
Alles in Allem, p. 288.
303 Ciento diecisiete días: ver la Introducción de Shamdasani a
Jung, Liber Novus, p. 26.
303 Recuperación de Carl: MDR, p. 186. Agradezco la confirma-
ción de identidad a Sonu Shamdasani. Ver la Introducción de
Shamdasani a Jung, Liber Novus, p. 44: el 21 de noviembre de
1918 «M. Moltzer me había vuelto a inquietar con sus cartas».

[384]
CAPÍTULO 14: HACIA LOS AÑOS VEINTE

305 «Londres, 1 de julio, 1919»: Jung, Letters ofC.G. Jung, Vol. 1, p. 36.
306 Mariana era la musical: Walter Niehaus, entrevista con
G.F. Nameche.
307 El recuerdo que tenía Gret: los recuerdos de los niños se basan
en la entrevista de Agathe Jung con G.F. Nameche, y el uso de
Mamá y Papá en entrevistas de la autora con la familia de Jung.
307 no podía evitarlos: entrevista de la autora con Dieter Baumann,
nieto de Carl y Emma.
307 Franz era el «blando»: entrevista de la autora con Andreas Jung,
hijo de Franz.
308 Quizás Lil tuvo suerte: para los recuerdos de Heléne sobre
Emma, ver Gaudissart, Emma Jung, p. 161. Recuerdos familiares:
mi agradecimiento especial a Adrian Baumann.
309 «siempre una gran señora»: entrevista de la autora con Bea-
trice Merk.
309 «Padre solía ser terriblemente gracioso: entrevista de Agathe
Jung con G.F. Nameche.
309 «La manera cómo sorbía la sopa»: entrevista de Adrian Baumann
con G.F. Nameche y entrevista de la autora con Adrian Baumann.
310 «síndrome ambulatorio»: Bair, Jung, p, 315.
310 Jung, desafortunadamente, tuvo un éxito enorme»: McGuire,
«Firm Afhinities», p. 312.
310 cuenta en sus cartas a Emma: MDR, Apéndice, y Jaffé, C.G.
Jung, p, 150.
312 «Por fin estaba donde»: MDR, 225.
314 la leyenda del Grial: ver la Introducción a Emma Jung y Marie-
Louise von Franz, 7he Grail Legend, segunda edición, trad.
de Andrea Dykes, Princeton, NJ: Princeton University Press,
1998. Es posible que Marie-Louise von Franz escribiera la
Introducción a partir de notas de Emma cuando Carl, después
de la muerte de Emma, le pidió que finalizara el libro.

[385]
316 «Su influencia»: Heinrich Fierz, entrevista con G.F. Nameche.
316 «No se trataba sencillamente de una situación triangular»:
Johanna Meier, entrevista con G.F. Nameche, y Donn, Freud
and Jung, p. 180.
SL «Era la socia de Carl»: entrevista de Tina Keller con
G.F. Nameche.
317 un niño paseaba: entrevista de Hans Kuhn con G.F. Nameche.
Si una aldea llamada Bollingen: la descripción de la construcción
de la casa en Bollingen y de la vida en ella se basan en entre-
vistas de la autora con la familia de Jung y en entrevistas de
G.F. Nameche.
318 la famosa Torre de Bollingen: MDR, p. 212.
321 el Milwaukee Journal: Bair, Jung, p. 341.
322 a Mombasa, Kenia: Ruth Bailey, entrevista con G.F. Nameche.
323 Daniel Hislop: McGuire y Hull (eds.), C.G. Jung Speaking,
p. 50.
324 una larga carta aljoven Hans Kuhn: Jung, Letters of C.G. Jung,
Vol. 1, p. 64.
324 Iría Franz, que ya tenía dieciocho años: entrevista de la autora
con Andreas Jung, hijo de Franz, y Donn, Freud and Jung, p. 181.
329 posando para un retrato: entrevista de Ruth Bailey con G.F.
Nameche.
326 demasiado «cargada»: MDR, p. 255, y Bair, Jung, p. 356.
326 «Puedo dejarme engañar»: MDR, p. 60.
326 «para la señora Jung»: entrevista de Fowler McCormick con
G.F. Nameche.
326 «tenía que ponerse del lado de su marido»: entrevista de Susi
Trúb con G.F. Nameche.
3) Desde marzo hasta julio de 1925: Jung, Introduction to Jun-
gian Psychology.
328 el tema jungiano del ánimus/ánima: Emma Jung, Animus and
Anima, trad. de Cary F. Baynes e Hildegard Nagel, Nueva York:
Spring Publications, 1957, p. 15.
329 «No hay tal cosa»: «Marriage as a Psychological Relationship»
(1925), en Jung, CWZ7.

[386]
331 «Fui al tren»: entrevista de Jolande Jacobi con G.F Nameche.
331 «una excelente oportunidad»: Freud y Jones, The Complete
Correspondence, p. 640.

CAPÍTULO I5: SALIENDO ADELANTE

334 «¡Oh, Dios mío!»: Brome, Jung, p. 225.


335 «Ella acababa de empezar»: entrevista de Barbara Hannah con
G.F. Nameche, y Hannah, Jung, p. 201.
335 «Se acercaba con tranquilidad al problema»: Eleanor Stone
en Bulletin of the Analytical Psichology Club ofNew York, Vol.
17, número 5, 1955, cortesía de la Kristine Mann Library del
Psychological Club de Nueva York.
335 «gritando [...] ¡Aleluya!»: The Valkyries, p. 24.
335 esas serviles y obsequiosas mujeres»: Hayman,A Life ofJung, p.
275, y Ferne Jensen (ed.), C.G. Jung, Emma Jung, and Toni Wolff:
A Collection of Remembrances, San Francisco, CA: Analytical
Psychology Club of San Francisco, 1982, p. 101.
336 «Emma estaba sencillamente encantadora»: Diana Baynes
Jansen, Jungs Apprentice: A Biography ofHelton Godwin Baynes,
Ensiedeln: Daimon Verlag, 2003, p. 151.
337 «Querido señor McCormick»: mi agradecimiento al Wisconsin
Historical Archive.
338 «Creo que experimentó»: Donn, Freud and Jung, p. 180, y
entrevista de Carl Meier con C.G. Nameche.
338 «la verdadera relación matrimonial»: entrevista de Joanna Meier
con G.F. Nameche.
338 «carrera conjunta»: agradezco a Sonu Shamdasani por la útil
expresión «carrera conjunta» que describe muy bien el alcance
de la sociedad de Carl y Emma.
339 «Amo a Emma»: Baynes Jansen, Jungs Apprentice, p. 258.

[387]
339 «Toni era una manipuladora»: Jane Hollister Wheewright,
entrevista con Marion Woodman, Jung Journal, Volumen 5,
número 1, 2011, cortesía de la Biblioteca Kristine Mann del
Club Psicológico de Nueva York.
339 Carl fue a Berlín: Thomas Kirsch, «Toni Wolff-James Kirsch
Correspondence», Journal ofAnalytical Psychology, Vol. 48, p. 501.
340 «Jung me dijo una vez, personalmente»: entrevista de Joseph
Henderson con G.F. Nameche.
340 «La cosa duró toda una vida»: Jane Hollister Wheelwright,
entrevista con Marion Woodman, Jung Journal.
340 «Toni consiguió superar»: entrevista de Barbara Hannah con
G.F. Nameche.
340 «Jung era fiel a la ley de»: Carl Meier, entrevista con G.F. Nameche.
340 «Entonces la podrá conocer un poco»: Jensen (ed.), C.G. Jung,
Emma Jung, and Toni Wolff, p. 48. Cuando se publicó MDR, a
muchos sorprendió no hallar ninguna mención de Toni Wolff,
aunque se la incluyó en los «Protocolos» que forman la base de
MDR. Ver Bair, Jung, Capítulo 38, para un desarrollo del punto.
341 «No se entregaba fácilmente»: Jensen (ed.), C.G. Jung, Emma
Jung, and Toni Wolf, p. 1.
341 «Mi imagen original»: Jensen (ed.), C.G. Jung, Emma Jung, and
Toni Wolff, p. 10.
342 Estados Unidos en 1936: Hannah, Jung, p. 237.
342 nuevamente a Norteamérica, Hannah, Jung, p.238, y McGuire,
Bollingen: An Adventure in Collecting the Past, Princeton, NJ:
Princeton University Press, 1982, p. 12.
343 Mary y Paul Mellon: William McGuire, Bollingen, p. 3, y
William Schoenl, C. G. Jung: His Friendship with Mary Mellon
and J.B. Priestly, Wilmette, IL: Chiron Press, 1998, p. 3.
344 quizás [...] antisemita: para las acusaciones de antisemitismo, ver
Shamdasani, Freud Files, p. 227, y, agradeciendo a Sonu Sham-
dasani por la carta a Henry Murray del 19 de diciembre de 1938:
«El origen de la historia sobre que yo era un asiduo visitante en
Berchtesgaden se ha podido detectar en el Dr. Hadley Cantil

[388]
[...]. Me encantaría saber qué demonios impulsó a ese hombre
a contar una historia tan disparatada [...] tiene que haber algo
tras ello [...]. Toque lo que toque y vaya donde vaya me topo
con este prejuicio de que soy nazi [...] no se trata de un delirio
de persecución [...] es una verdadera dificultad».
346 «Fue un tiempo extremadamente feliz»: Baynes Jansen, Jung5
Apprentice, p. 285.
346 «Toda mi juventud»: MDR, p. 52.
347 hasta la alquimia: McGuire y Hull (eds.), C.G. Jung Speaking,
p. 221, y MDR, p. 189.
347 «Estaba asustada»: entrevista de Susi Trúb con G.F. Nameche.
347 «Era una situación terrible»: entrevista de Ruth Bailey con
G.F. Nameche.
347 «Cuando ya era un hombre grande»: Donn, Freud and Jung, p. 181.
348 Fowler McCormick [...] observaba: entrevista de Fowler McCor-
mick con G.F. Nameche.
348 «Bueno, era una mujer maravillosa»: entrevista de Jolande Jacobi
con G.F. Nameche.
348 «Creo que la noche»: McGuire, Bollingen, pp. 34, 49.
349 y Emma hacía cumplir sus deseos: para los cuidados de Emma a
Carl, ver entrevista de Susi Trúb con G.F. Nameche y entrevista
de Ruth Bailey con G.F. Nameche.
351 diecinueve nietos: entrevista de la autora con Adrian, Klaus y
Dieter Baumann.
351 «Ella era el corazón»: entrevistas de la autora con Adrian
Baumann y Andreas Jung, y entrevista de Hans y Jost Horni
con G.F. Nameche.
ql «Es admirable cómo»: entrevista de la autora con Die-
ter Baumann.
351 Emma era inteligente: entrevista de la autora con Brigitte Merk.
351 «Oh, era la Grande Dame»: entrevista de Ania Teillard con
G.F. Nameche.
353 cuando fundaron en 1948 el Instituto Jung: Jensen (ed.), C.G.
Jung, Emma Jung, and Toni Wolff, pp. 40-41.

[389]
354 «Loto. Monja. Misteriosa»: Bair, Jung, p. 559; es una traducción
libre, pero apunta al punto.
354 «Siempre estaré agradecida»: Hannah, Jung.
354 «Has hecho lo correcto»: Entrevista de Sabi Tauber con G.F.
Nameche. Ver McGuire y Hull (eds.), C.G. Jung Speaking, p.
220, para la respuesta de Jung a la interpretación de Job respecto
de su padre.
355 bailaron un vals: Jost Hoerni, entrevista con G.F. Nameche.
355 «tenso y pálido»: entrevista de Ruth Bailey con G.F. Nameche.
355 Durante esos últimos días: entrevista de la autora con Andreas
Jung y Adrian Baumann.
356 «No puedo continuar»: para las cartas de Jung poco después de
la muerte de Emma, ver Jung, Letters of C.G. Jung, Vol. 2, pp.
279,282, 284 y 316.
356 «Fuimos a verle»: entrevista de Frieda Fordham con G.F Nameche.
356 «Estuvo muy triste»: entrevista de Ruth Bailey con G.F. Nameche.
357 «Sé que cuando ella murió»: entrevista de la autora con
Adrian Baumann.
357 «La muerte de mamá»: Jung, Letters of C.G. Jung, Vol.2, p. 316.
337 «Que todo hombre»: Oración fúnebre del reverendo Hans Schaer,
cortesía de la Biblioteca Kristine Mann del Club Psicológico
de Nueva York.
359 «La vi en sueños»: MDR, p. 276.

[390]
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AR £riatly, Wibimesse, IL;Chison Press;
Créditos

A menos que se indique otra cosa, las imágenes pertenecen al


archivo de la familia Jung. Son de dos categorías: aquellas que ya
se han publicado en otro lugar, y las inéditas. Por estas últimas
agradezco a Andreas Jung su generosa ayuda. Incluyen: Emma
a los dieciséis años; Emma en el colegio; Emma con vestido
del Cantón de Schaffhausen; compromiso de Emma y Carl;
Emma el día de su boda; Carl con Aggie y Gretli; Emma con
Gretli; Emma con Aggie y Gretli afuera del Burghólzli; retrato
de estudio de Emma; Emma y Toni en el Club Psicológico;
Emma y Carl en Eranos en los años treinta.

PRIMER GRUPO DE FOTOS

Página 120 (abajo): Viena, c. 1907, Stadtsarchiv de Vienna.


Página 121: Emma y Marguerite; agradezco a Beatrice Homberger.
Página 122 (arriba): La Casa del Jardín de Rosas, Stadtsarchiv
de Schaffhausen.
Página 122 (al medio): cataratas del Rin, Stadtsarchiv Schaffhausen/
Fotosammlung Neuhausen am Rheinfall.
Página 124 (arriba, izquierda): Jean Rauschenbach; agradezco a Bea-
trice Homberger.
Página 126 (arriba): el asilo Burghólzli; agradezco a Jorg Zemp, del
archivo del Burghólzli.
Página 126 (abajo): guardias en el Burghólli; agradezco a Jorg Zemp,
del archivo del Burghólli.
SEGUNDO GRUPO DE FOTOS

Página 276 (abajo): Zúrich c. 1905, Schweizerische Nationalbibliothek/


Eidgenossisches Denkmalpflege.
Página 281 (arriba): Toni Wolff, colección de Jane y Joseph Wheelwright
Página 281 (abajo, izquierda): Carl y Toni Wolff en Inglaterra, 1922,
cortesía de la Biblioteca Kristine Mann, Nueva York.

IMÁGENES INTEGRADAS AL TEXTO

Página 143: el galvanómetro, Aniela Jafté, C.G. Jung: Word and Image
Página 291: Harold McCormick con sus dos hijas, Wisconsin Historical
Society, WHS-114385.
Página 300: Bertga Rauschenbach; agradezco a Beatrice Homberger.
Página 344: Mary y Paul Mellon, Eranos Foundation.

La autora y los editores se han comprometido a respetar la


propiedad intelectual y han hecho todos los esfuerzos razonables
para encontrar a los propietarios de los derechos de las imágenes
aquí reproducidas para ofrecer los adecuados reconocimientos.
Si después de la publicación de este libro se presenta algún
propietario de derechos que no haya sido encontrado, la autora
y los editores usarán de todos los recursos razonables para
rectificar el punto.

[400]
Agradecimientos

Cuando pensé por primera vez en Emma Jung como tema para
mi próximo libro llamé por teléfono a mi prima suiza, Gaby, a
Zúrich. Mi madre es suiza. Gaby y yo pasamos todos los veranos
de nuestra infancia juntas en la casa familiar de St. Gallen, una
hora al este de Zúrich. La llamé desde Londres: ¿podría ponerme
en contacto con el Instituto Jung y quizás arreglar una visita a
la casa Jung de Kusnacht sobre el lago de Zúrich? Sabía que
no sería fácil, porque la familia Jung es gente muy reservada.
Pero Gaby, con sus modos sosegados, fue convincente. En mi
siguiente viaje a Zúrich pudimos visitar la casa Jung, que nos
mostró Andreas Jung, nieto de Emma y Carl que vive ahí con
Vreni, su mujer.
Agradezco a Andreas y a Vreni Jung por su ayuda invalo-
rable y su amistad. Agradezco igualmente a los demás nietos
sobrevivientes de Jung, que me confiaron la notable historia
de su abuela y me pasaron de primo en primo. Compartían
una misma cosa: amaban y admiraban a su abuela y sentían
que la historia de los Jung, contada tantas veces, siempre la
dejaba de lado, siendo como había sido la clave de todo. O la
malinterpretaban, lo que era peor. Sin los vivos recuerdos de los
nietos no podría haber escrito este libro basado en una familia.
Agradezco especialmente a una prima de los primos, a Beatrice
Homberger, que me facilitó algunas maravillosas fotografías
familiares y con la cual tuvimos varias charlas apasionantes
en Schaffhausen junto con Brigitte Merk, otra nieta de Jung.
Y mi gratitud para Adrian Baumann, otro nieto, que me habló
muchas horas sobre su queridísima abuela. Y para Thomas
Fischer, director de la Fundación de las Obras de C.G. Jung,
por la adecuada aclaración de los términos del archivo Jung.
Nicola Behrens, del Stadtarchiv de Zúrich, me ayudó a
localizar periódicos, revistas y mapas de Zúrich de comienzos del
siglo veinte. Y fue toda una maravilla para descubrir qué clima
había en cualesquiera de aquellos días: nieve, lluvia, niebla, cálido
sol de verano. En el Stadtarchiv de Schaffhausen, Frau Zim-
mermannn y su equipo también me cooperaron amistosamente.
Angela Graf-Nold, una jungiana que ha trabajado extensamente
en los archivos del asilo Burghoólzli en Zúrich, resultó una exce-
lente colaboradora. Rolf Mósli es la persona que comenzó este
archivo, y me señaló algunas fuentes muy útiles y entre ellas su
propio libro, excelente, sobre Eugen Bleuler. Murray Stein, un
jungiano estadounidense que vive en Zúrich, me propuso algunas
interesantes interpretaciones. En Viena recibí la ayuda de un
agudo investigador joven, Valentin Freyler. Agradezco a Ingrid
_von Rosenberg que nos haya puesto en contacto y por darme
algunas buenas pistas sobre la vida de las mujeres en Alemania y
Suiza en esos tiempos. En Norteamérica debo agradecer a Jack
Ebert de la Biblioteca Countway de la escuela de Medicina de
la Universidad de Harvard, en Boston. Mi gratitud también a
la Biblioteca Kristine Mann de Nueva York por las historias
de amigos y pacientes norteamericanos de los Jung. Y a David
Williams por su investigación de la fascinante historia de los
McCormick/Rockefeller en la Wisconsin Historical Society.
En Inglaterra, Sonu Schamdasani, el más importante aca-
démico jungiano, me colaboró con numerosas ideas de la mayor
utilidad, quizás la más importante: que la relación entre Carl y

[402]
Emma Jung fue fundamentalmente la de una «carrera conjunta».
Richard Cohen y James Astor me aportaron sugerencias exce-
lentes. El personal de la biblioteca de Londres fue tan eficaz
como siempre para localizar libros largo tiempo agotados y
revistas eruditas.
Arabella Pike, de William Collins, ha sido la clase de editor
que todo autor aprecia, comentando con energía y soltura,
apoyada felizmente por Stephen Guise, principal editor de
proyectos, y por Kate Johnson, la correctora de pruebas. Jo
Walker diseñó una sobrecubierta inteligente y bella. Pero mi
libro no se podría haber escrito si no hubiera sido por Anthony
Sheil, mi permanente agente literario. «Di lo que quieres decir
y carga de significado lo que dices», es su mantra y ahora el
mío. Si la gratitud a John, mi marido, viene al final, es asunto
típico del matrimonio, como Emma Jung podría haber dicho.
Pero eso no quita que haya sido central en este libro, ayudán-
dome en la investigación, leyendo cada capítulo, proponiendo
diplomáticamente sus críticas.
Todo el tiempo mientras escribía yo este libro, Gaby estaba
sufriendo de cáncer. Murió el año pasado. El libro ya estaba
casi terminado entonces y ella fue parte de él todos los días,
comprendiendo exactamente por qué quería escribirlo, porque
era justamente la clase de cosa de que habíamos hablado siempre
durante esas largas vacaciones familiares de verano, vidas de
mujeres, felicidad e infelicidad, ambición, lealtad, amor, risas. El
libro está dedicado a ella, con mi más profundo agradecimiento.

[403]
A A E

ica gemglanianmidirpdoe edi


Índice onomástico*

Abbazia 14, 26, 50, 138 Alexandra, Reina viuda 254


Aberdeen 253 Allgemeine Zeitschrift fúr Psychiatrie
Abraham, Karl 61
correspondencia con Freud 19, 253 Ammerwald 183
se une al personal del Burghólzli 103
Ámsterdam 139
regresa a Alemania 135
comentario sobre la sexualidad infan- Andreas-Salomé, Lou 205
til 139 Aptekmann, Fráulein 197
asiste al Congreso Internacional de Arbenz, fábrica de automóviles 112
Psicoanálisis en Weimar 207
Argel 310
conferencia sobre «Los fundamentos
psicosexuales de los estados de Arona 199
depresión y exaltación» 207 Arp, Hans 255

Adler, Alfred 24 Aschaffenburg, Gustav 92, 94, 96,


128
Adler, Gerhard 341
Asociación Psicoanalítica Interna-
África del Norte, 310, 310-13 cional 201, 253
África oriental 321, 322-4

Babette, S. 162-3 Basilea 13, 38, 46, 183, 259


Baden 142, 345 Universidad 38, 6, 48, 49, 54
Catedral 41, 346
Bailey Island, Maine 342
Gymnasium 41, 42, 69
Bailey, Ruth 322-5, 347, 350, 355,
Baumann, Adrian 350-351, 357
356-7
Baumann, Anna Margaretha,
Ball, Hugo 256-7
«Gretli» Jung 12
Baltimore 230 nacimiento de 100, 133
Barcelona 78 niñez y educación 106, 268

* Las entradas secundarias están ordenadas de acuerdo al orden de aparición en el texto.


juega con los hijos de Hedwig Bleuler Berna 258
165 Bertine, Eleanor 327, 342
reacción ante el nacimiento de su
Binswanger, Ludwig
hermano Franz 172
asistente en el asilo de lunáticos 11
no ve nada inusual en la conducta de
asiste a cena con Freud y Jung 18
su padre 251-2
visita el teatro y la ópera 21
fotografiada en Vaud 262
impresionado por los análisis y la
correspondencia con su padre 263-4
conversación de Freud 24-5
comentario sobre que su padre le tiraba
asombrado por las conferencias de
del edredón de su cama en la noche
Jung 105
295
asiste a Jung en test de asociación de
personalidad 307
palabras 142-4, 145-8
relación con su padre 307
conoce y se casa con Fritz Baumann
«Sobre los fenómenos psicogalvánicos
en los experimentos de asociación»
SS
143-4
tiene cinco hijos 313
sus recuerdos infantiles de Carl Y asiste al a Congreso Internacional de
Emma 350-1 Psicoanálisis en Weimar 206
se muda a una casa en Kusnacht 350 Bircher-Benner, doctor Maximilian
comentario sobre Toni Wolff 353
nal
e. lecho a
echo de muerte d An
de su madre Lea
Bleuler, Eugen

director del Burghólzli 11,54, 61, 71


Baumann, Dieter 351, 352-3 acuña la expresión «esquizofrenia» 18
Baumann, Fritz 313 insiste en los informes diarios 55
Baumann, Klaus 352, 353 antecedentes 63
preparación 64
Baynes, Anne Leay 336, 338-9,346
métodos de avanzada 65-8, 90, 245
Baynes, Hilda 322 «escuchar con empatía» 65, 67
Baynes, Peter 317 designa a Jung como su segundo 80
conoce a Carl en Cornualles 317 cede a Jung su propio laboratorio 88,
acompaña-a Carl a África oriental 92
322=3 conferencias de estilo académico 103-4
suicidio de su esposa 322, 336 reconocido en los escritos de Jung 128
conoce a Anne Leay y se casa con ella destituye de su puesto a Carl 164-5
336 incluye lo oculto como campo válido
conoce a Cary Fink y se casa con ella de investigación 164
336 asiste al Congreso Internacional de
se analiza con Emma 336
Psicoanálisis en Weimar 206
invita a quedarse a Emma y sus hijos
conferencia «Sobre la teoría del
339
autismo» 207
Emma y Carl se quedan donde 346
Bleuler, Hedwig 90
Beckwith, George 322-3, 324, 325
personalidad y descripción 91
Bellevue Sanatorium, Kreuzlingen 143 matrimonio con Eugen 91
Berlín 59,111:202,256/839 intereses especiales 91

[406]
comentario sobre que las mujeres British Medical Association 253
siempre se sacrifican 106
Brupbacher, Fritz 221
amistad con Emma 110, 165-6
Budapest 14, 25-6
Bleuler, Manfred 165
Burgholzli, asilo de lunáticos
Bleuler, Pauline 63, 91
Jung, médico en el 11, 19, 31, 34, 50,
Bodensee 202 53-5, 61, 66-8, 80-1, 86-8, 103,
Boeddinghaus, Martha 196, 205, 136-7, 327
240, 242, 271 cantidad de pacientes 54
Boehler, professor 356 descripción del 62-3
personal del 63, 66
Bollingen Press 343
imposición de abstinencia en 64-5
Boston Evening Transcript 188 énfasis en la limpieza 65
Bowditch, Fanny 292-3 impulso a los ejercicios físicos 65
Braun (cochero) 55, 75, 85, 298 autosuficiente 65, 80
rutina diaria 66, 71
Bremen 183
todo se ejecuta en dialecto suizo 68
Breuer, Joseph, Estudios sobre la histeria Jung y Emma se mudan a un apar-
(con Freud) 22 tamento en 89
Brill, doctor Abraham 135-6, 185, conocido en todo el mundo 112
188 visitado por Freud 160-4
asiste al Congreso Internacional de Jung, destituido del 164-5
Psicoanálisis en Weimar 207 Busoni, Ferruccio 256

Carlos, archiduque de Austria Chrétien de Troyes 314


Casa del jardín de rosas (Shaffhausen) Clark University, Worcester (Mas-
28,30, 31, 154 sachusetts) 188, 190
Cassirer, Paul 356 Coney Island 186
Cataratas del Niágara 186 Conferencia de Eranos, Ascona 341,
342, 345
Cataratas del Rin 28, 32, 38,55,75,
Congreso de Weimar (1911) 205-8,
298
334
Ceda (caballo) 30
Congresos internacionales de Psi-
Cerne Abbas, Dorset 346 coanálisis, 199, 200,205, 242, 245
Charcot, doctor Jean-Martin 64 Cooper Medical College, San Fran-
Cháteau d'Oex, Vaud 263, 319 cisco 208
Cheltenham Ladies College 272 Cornualles 217
Chicago 200, 230, 284 Cruz Roja 260, 348
Chicago Tribune 166, 189, 284 Cuerpo Médico del Ejército 260, 317

[407]
Dadaístas 256-7 Darmstadt 153
Der Bund 111
Dahinden-Pfyl, Ros 56
«Dora» (Ida Bauer) (paciente de
Daily Telegraph 111 Freud) 60

Eder, doctor David 317 El camino al altar 100


Eder, Edith 317 El arte de ser feliz con un hombre
(Dahinden-Pfyl) 56
Ehrlich, Paul 59
Empresa Gauger 217
Einstein, Albert 303, 308
Engels, Friedrich 257
Eissler, Kurt 25 Esquizofrenia 18
Eitingon, Max 140, 207, 238, 240 Eugene, príncipe de Saboya 20

Familia Homberger 298 Fierz, Heinrich 316


Familia Keller 271 Fiesta cantonal de Gimnasia, Win-
Familia Maeder 271 terthur 203
Fink, Cary 327
Familia Pfister 271
Fink, Ximena 327
Familia Preiswerk 70
Fiume 14
Familia Rauschenbach 13, 83
Fliess, Wilhelm 101
Familia Riklin 271
Fordham, Frieda 356
Familia Sigg 271
Fordham, Michael 356
Familia Trúb 271
Forel, Auguste 64, 92
Familia Wolff 243 La cuestión sexual 112
Federn, Paul 24, 207 le desagrada el culto a Freud 136
Ferenczi, Sandor 24, 182 Forrer, Ludwig 22-3
asiste al Congreso Internacional de Francisco José, Emperador 20, 21,
Psicoanálisis en Weimar 207 222
conferencia «Sobre la homosexua-
Frank, Leonhard 256
lidad» 207
aventuras con una madre y su hija 240 Frank, Ludwig 136
correspondencia con Freud 288 Franz, Marie-Louise von 316
Fiechter, Ernst 152, 153, 156 Freud, Emmanuel 160

[408]
Freud, Martha 16-7, 24, 101, 204, desea que Jung continúe y complete
241 su trabajo 158-9, 180
Freud, Martin visita a los Jung en Suiza 160-4, 204
no le gusta Jung 17-8 rechaza el estudio de Jung sobre lo
asombrado por la reacción de Jung al oculto 164
ver a Francisco José 21 correspondencia con Sabina Spielrein
Freud, Mathilde 25 177,178, 181, 182
invitado a dar conferencias en Nor-
Freud, Sigmund
teamérica 179, 185, 186-7, 187-8
invita a los Jung a visitarle en Viena
cree que Jung trabaja bajo un com-
11, 14-22, 137, 158, 163-4
plejo de padre 180
reconocido maestro del psicoanálisis
12, 19,50 asiste a congresos psicoanalíticos 201,
204
personalidad y descripción 14-5, 16
correspondencia y relación con Jung conferencia «Postscript al análisis de
14, 15,23, 33,51, 88, 132-5, 138-9, Schreiber» 207
140, 142, 144-5, 158-9, 162, 171-2, ruptura con Jung 217, 224, 225-9,
175,180, 183, 194-6, 200-01, 206, 238, 246, 248, 194, 331
239, 241 comentario sobre el estado mental
molestia con el teléfono 16 de Jung 234
matrimonio con Martha 16-7 correspondencia con Ernest Jones
Estudios sobre la histeria (con Breuer) 234, 248, 310, 331
22 correspondencia con James Putnam
La interpretación de los sueños 23, 57, 240-1
88 reacción ante la renuncia de Jung
conversaciones y pensamientos sobre
a la International Psychoanalytic
el sexo 23, 101, 135, 138, 230 240-1
Association 253
investiga los efectos psicológicos de
la sífilis 60 ideas discutidas en el Burghólzli 271
pasa tiempo en la Salpétriére 64 acerca del financiamiento norteame-
introduce el término «represión» 94 ricano de la ética suiza 288
método de «asociación libre» 95 correspondencia con Ferenczi 288
análisis de sueños 107, 133-5 huye de Viena a Londres 345
reconocido en los escritos de Jung 128 Freusberg, Adolf 128
correspondencia y relación con Emma
137, 160-1, 200, 201, 203-4, 209- Froebe-Kapteyn, Olga 341
216, 233-4 Furst, Emma 103

Galton, Francis 92, 93 George Washington (buque) 183


Gebriúder Sulzer de Winterthur 169 Ginebra 259
Génova 78 Glastonbury 317, 346

[409]
Grand Hotel Bellevue, Buvento 142 Gross, Otto 128, 174-5, 239, 240
Greulich, Hermann 257 Guías Baedeker 21, 82
Grimm, Robert 258

Hall, G. Stanley 186, 187 nacimiento 252


Hanna, Martk, 189 niñez 308, 309
Hanna, Ruth 189 relación con sus padres 308-9
recuerdos de Carl, de su hijo 337
Hannah, Barbara 228, 294, 334-5,
340, 342 estancia en Londres con los Baynes
338-9
Hannah, John Julius, Deán de Chi-
chester 334 Hoffmann, Erich 59
Harding, Esther 317, 327, 342, 343 Homberger, Ernst
Harvard University, Cambridge novio de Marguerite 85
(Massachusetts) 342 se hace cargo de los negocios de los
Hauptmann, Gerhart, Versunkene Rauschenbach 102
Glocke 303 envía una suma anual a Carl 103
Emma pasa fines de semana con 110
Heinrich, príncipe 254
viajero 220
Heller Sanatorium, Interlaken 108, no le gusta Jung 298
113
se traslada a la casa de Ólberg 337
| Hemmings, Emmy 256, 257
Homberger, Marguerite Rauschenbach
Henderson, Joseph 339 nacimiento 28
Henne, Gertrud 29 personalidad y descripción 29-30
Hesse, Hermann 308 adolescente en Olberg 31
Hinkle, Walter 208 asiste a la boda de su hermana 75, 77
Hinkle-Eastwick, Beatrice 317, 334, paseos de compras en Zúrich 84
342 Emma pasa fines de semana con 110
asiste al Congreso Internacional de visita a su madre y a su hermana 161
Psiquiatría en Weimar 205, 208 complicado matrimonio con Ernst
antecedentes 208 162
«Enuresis en los niños» 208 se reúne con su hermana en Zúrich
conoce a Emma 208 para ir de compras 219-220
Hislop, Francis Daniel 323-4 viajera 220
Hitschmann, Edward 24 se muda a la casa de su madre en
Olberg 337
Hoerni, Hans 352
Honegger, doctor 200, 201,202, 228
Hoerni, Jost 352, 357
Hoerni-Jung, Helene, «Lil» 262
Hotel Bellevue Neuhausen 75
,

289, 333 Hotel Schiff 75

[410]
Iglesia Protestante Reformada de International Harvester Company
Suiza 13 189
DVlustrated London News 111 International Society for Analysts
344
India 345
International Watch Company 28,
Instituto Jung 353 284

Jacobi, Jolande 331, 348 Joyce, Lucia 308


Jafté, Aniela 37, 38 Jung, Agathe Regina, ver Niehus,
Jabrbuch fúr psychoanalystische und Agathe Regina Jung
psychopathologische Forschungen Jung, Andreas 352, 355
141, 161, 248
Jung, Anna Margaretha, «Gretli»,
Janet, Pierre 72, 128 ver Baumann, Anna Margaretha
Jawlensky, Alexei 256 «Gretli» Jung

Jones, Ernest Jung, Carl Gustav


visita a Jung en el Burghólzli 140 personalidad y descripción 11-2, 15,
observaciones astutas acerca de Jung 17-8, 19, 36, 38-9, 86, 106, 179,
159 184, 265,6, 289, 331
ferviente seguidor de Freud 159 relación con Emma 12-3, 56-7, 62,
aventura con la esposa de Otto Gross 65,106, 185, 190-2, 194-5, 198-9,
179 261, 316-7, 346, 348
problemas maritales 195
conoce y contrae matrimonio con
asiste al Congreso Internacional de
Emma 13-4, 27, 31-5,71,75-8
Psicoanálisis en Weimar 204, 207
antecedentes familiares 13, 28-31
correspondencia con Freud 234, 248,
correspondencia y relación con Freud
310, 331
14, 15, 23, 33, 51, 88, 132-5, 139,
correspondencia con Ferenczi 235
140-1, 142, 144-5, 158-9,166,171-
chantajeado por su amante 240
2,173-5,175, 180, 183, 194-6,200,
considera que Jung padece de un
desorden mental 248 206 239, 241
vacaciones y viajes con Emma 14,
difunde el rumor de que Carl simpa-
tiza con los nazis 345 153, 195, 202, 341-2
invitado a visitar a Freud en Viena
Jorge V 222, 254
14-25, 138, 158, 163
Journal fur Psychologie und Neurologie practica el psicoanálisis 18, 104-5,
87, 93 107, 115-6, 117-8, 141, 162-3,
Joyce, James 256, 308 166-7, 174-5, 219

[411]
vive y trabaja en el Burghólzli 19, 31, visita París y Londres 72-3, 137,
34,50, 53-5,60-1,66-9, 80-1, 86-9, 305-6
92, 103-5, 136-7, 141, 327 enorme ambición 89
entusiasmo al ver al emperador Fran- popular conferencista 103-4, 105
cisco José 21 hombre rico 103, 106
discute de sexo con Freud 22-3, 24 trabaja en dementia praecox 104, 163
ejecuta test de asociación de palabras pasa vacaciones con la madre de
23, 88, 92-8, 107, 113, 142-8 Emma 111, 140, 248, 297-301
investiga el inconsciente 23 relación con Sabina Spielrein 113-4,
asociaciones de palabras 23, 88, 92-8, 116-8, 142, 149, 175, 175-9, 180,
107, 113, 142-8 181-2, 196-8
niega ser antisemita 25 acepta que Binswanger dirija test de
sueños/visiones y sus interpretaciones asociación de palabras 142-8
25, 39-40, 127-135, 183-4, 184, construye la casa de Seestrasse en
195-6,235-6,248-9, 249-251, 252, Kusnacht 149-158
254, 346-7, 359 Freud desea que sea su heredero 158-
flirteos con mujeres 26, 57, 105-6, 9,160, 180
106-110, 166, 188, 189, 292-3, 294 visitado por Freud 160-4, 203-4
personalidad escindida 35-7, 39, 43, visita Italia con amigos 164
45,61, 150, 198-9, 223-4, 229-233, destituido del Burghólzli 164-5
236-8,249,263-4,265, 289, 295-7, se muda a su casa nueva en Kusnacht
316-7, 321, 326 166
obsesión con las piedras 36-7, 40,225, le gusta navegar 183, 354
347,354 visitas a Norteamérica 182-192, 230-
niño extraño, niñez extraña 37-49 3,309, 321-2, 342-5
educación 41, 45-6, 49-50 ruptura con Freud 183-4, 217, 224,
salud de 42-3, 45, 140, 141, 349-350 225-9, 238, 246, 248, 294
complejo de padre 43, 47-9, 146, 162, no consigue una cátedra en la Uni-
175, 176, 180, 181, 182, 184, 211, versidad de Zúrich 188
229,354 sufre de mareos 193
interés en Dios y en la Iglesia 43-4, diario secreto 197-8, 248
47,77, 85, 144-5, 146, 180, 213, asiste a la Conferencia de Weimar
239-40, 294 205-8
vida imaginaria 45 comentario sobre el incesto 224
muerte de su padre 48, 49 construye y juega como un niño 236
asiste a sesiones de espiritismo 50 naturaleza polígama 239-40, 261-2
sufre abuso sexual en la infancia 50-1, relación con Maria Moltzer 240, 241-
138, 144 2,247,254, 303-4
intento de compra de anillos de boda relación con Toni Wolff 242, 245-6,
y 250, 261, 263-4, 268, 270, 294-5,
interés en lo oculto 69-70, 164 340-1, 348, 352, 353
completa su servicio militar en el renuncia y se retira de varias organi-
ejército de Suiza 72, 114 zaciones 253

[412]
servicio durante la Primera Guerra Estudios de asociación diagnóstica 132
Mundial 260, 262, 262-3 «Sobre trastornos de reproducción en
amistad con los McCormick 283, experimentos de asociación» 155
284-8 «El análisis de los sueños» 156
miembro del Club Psicológico «Asociación, sueño y síntomas his-
287-293 téricos» 156
memorias de infancia 306-9 «Nuevas investigaciones en los fenó-
viajes por Europa en la postguerra 309 menos galvánicos y la respiración
visita África del Norte 310-3 en individuos normales e insanos»
construye la Torre de Bollingen 156
317-321 «El contenido de la psicosis» 156
visita Cornwall 317 «La significación del padre en el
visita Glastonbury 317, 346 destino del individuo» 162, 176
muerte de su madre 320-1 Transformaciones y símbolos de la libido
visita África oriental 321, 322-5 209, 211,213, 224,227-8,230,233,
recuerdos de sus nietos 336-8 234, 264
rumor de que simpatiza con los nazis Recuerdos, sueños, pensamientos 230,
344-5 326
visita India 345, 349 El Libro rojo (Liber Novus) 249-50
interés en la alquimia 347 «Tipos psicológicos» 261
reclutado como médico y psiquiatra Liber Novus 264, 270, 296
en la Segunda Guerra Mundial 348 Siete sermones a los muertos 296
relación con sus nietos 350 «El matrimonio como una relación
muerte de Emma 355-59 psicológica» 329-30
Respuesta a Job 354
CONFERENCIAS
Jung, Emilie Preiswerk
«La teoría del psicoanálisis» 230 asiste a la misma escuela que Bertha
«Sobre el entendimiento psicológico» Schenk 32
230 dificultades matrimoniales 37-8
«La importancia del inconsciente en consciente de la depresión de su hijo
psicopatología» 253 45
«Contribuciones al simbolismo» 257 personalidad y descripción 47-8, 68,
«Factores que determinan la conducta 268-9
humana» 342 lo oculto como parte de su vida 47-8
«Psicología y religión» 342 personalidad escindida 48
se muda con la familia Preiswerk 49
OBRAS
«Sobre la psicología y la patología de asiste a la boda de su hijo 75, 76
cuida a los hijos de Emma 111, 158
los fenómenos llamados ocultos»
nada en el lago 299
50,57
pasa vacaciones con su familia 300
Estudios sobre asociación de palabras
muerte de 320-1
(con Riklin) 92-98
Úber die Psychologie der Dementia Jung, Helene «Lil», ver Hoeerni-Jung,
Praecox 128-133, 142 Helene «Lil»

[413]
Jung, Emma Rauschenbach soporta un ménage 4 trois con Toni
personalidad y descripción 11, 16, 58, Wolff 252, 261-2, 263-4, 267-8,
86, 89-90, 165, 267, 324-5, 331, 270-1, 294-5, 316, 338, 347-9,
BI IDAS 353-4
considera divorciarse de Carl 12, 142, vida diaria en Kusnacht 266-7
149, 242 intenta hallar su propio camino en
conoce y contrae matrimonio con la vida 261
Cad. 12.13,413
140 201003) 172 analizada por Hans Trúb 261
EE creciente confianza 271
relación con Carl 12-3, 61-2,65, 106, empieza a hacerse cargo de su propia
185, 190-2, 194-5, 198-9, 251,261, vida 273
338 H presidenta del Club Psicológico 289,
antecedentes familiares 13, 58-9 292-3, 316, 326, 334
vacaciones y viajes con Carl 14, 153, conferencias dictadas 293-4, 327-9
195, 202, 341-2 como figura del ánima 294-5, 329
visita a Freud en Viena, 14-22,25, 158 recuerdos infantiles 306-9
celosa y humillada por Carl 26, 142, se prepara y practica como analista
239-40 316, 334-5,336, 337
comprometida con un acaudalado visita Glastonbury 317, 346
hombre de negocios 26-7 se hace un retrato 325
niñez y educación 27-8, 30-1 ya es abuela 333
interés de toda la vida por la leyenda muerte de su madre 336
del Grial 27, 55, 314-6, 317 huésped de honor del Club de Psi-
se prepara para ser una buena esposa cología Analítica de Londres 338
55-6 asiste a las conferencias anuales Era-
vida hogareña en Zúrich 80-1, 82-5 nos 341
vive y ayuda en el Burghólzli 90-1, acompaña a Carl a Norteamérica
110-11, 165 342-5
embarazos y nacimiento de sus hijos recuerdos de los nietos de 351-3
99-101, 160, 171-2, 198,252 enfermedad y muerte 355-9
muerte de su padre 101-103
OBRAS
pasa vacaciones con su madre 111,
La leyenda del Grial 314-5
140, 161, 248, 252-3, 297-8, 325
«Animus» 338
relación y correspondencia con Freud
137, 160, 200, 201-2, 203-4, 208- Jung, Ernst 31, 42
216, 233-4 Jung, Franz Karl 34
participa en planes para casa en Kus- nacimiento 171,172, 173, 175
nacht 150-8 comentario sobre el negativo com-
pasa tiempo con sus amigos 165-6, plejo de padre de su padre 184
271, 294, 316, 325, 326-7 comentario sobre que su padre cons-
reacción ante Sabina Spielrein 174, truye y juega como un niño 236
177,179, 182 no ve nada insólito en la conducta de
comprometida activamente en el su padre 251-2
trabajo de su marido 200, 201-2 fotografiado en Vaud 262
asiste a la Conferencia de Weimar comentario sobre la relación de sus
203-8 padres 267

[414]
niñez y educación 268, 397-8 no ve nada insólito en la conducta de
comentario sobre la ruptura de su su padre 252
padre con Freud 294 fotografiada en Vaud 262
pesadilla del pescador 296 su padre le trae una muñeca desde
vacaciones con su familia en Ólberg India 305
297-8 habilidades musicales 306
relación con su padre 307-8 ayuda a su padre como secretaria 306
estudia arquitectura 313, 333 muerte de su madre 355
presencia escena de celos entre su Jung, Paul Achilles
madre y Toni Wolff 324 pastor en la iglesia de Laufen 32
estancia en Londres con los Baynes dificultades matrimoniales 37-8
339 capellán en un asilo de lunáticos 40
Emma se queda con 345 distante de su hijo 47
matrimonio con Lilly 349 asediado por dudas religiosas 47
Jung, Karl Gustav 46 muerte 48-9, 59, 60, 76, 241
Jung, Lilly 349 Jung, Trudi 12, 49, 100, 111, 269,
Jung, Marianne «Nannerl» 299, 300
nacimiento 198, 199 Jung, Vreni 352

Kahane, Max 24 Kraepelin, Emil 128


Kaiser Wilhelm der Grosse (buque) Krafft-Ebing, Richard von 54
193
Kretschmer, Ernst 344
Keller, Adolf
asiste al Congreso Internacional de Krupskaya, Nadezhda, «Nadya» 258
Psicoanálisis en Weimar 207 Kuhn, Hans 317-8, 319, 320
pastor de la iglesia de San Pedro,
Zúrich 270 Kusnacht 180, 182, 205, 299, 301,
antecedentes familiares 272 313, 333, 342, 349
miembro de las tardes de estudio de casa de Seestrasse 149-156, 164, 165,
Bleuler 271
167-170,223, 244,252, 260, 267-9,
Keller, August 157-8
270, 283, 298, 300, 303, 308, 313,
Keller, Tina 246, 271-3, 289,294, 316
319, 324, 339, 348, 349
Casa parroquial de Klein-Húningen
36, 38, 40, 42 Hotel Sonne 310

Lago Constanza 202 Lago Zúrich 149, 154, 223, 252,255,


Lago Lucerna 43 317,332, 348

Lago Maggiore 142, 154, 199, 341 La Haya 160

[415]
Las Palmas 78 Psycho-Medical Society 253
Royal Society of Medicine 305
Laufen 32
Sociedad para la Investigación Psí-
Le Monde 111 quica 305
Leay, Anne, ver Baynes, Anne Leay Escuela de Medicina para Mujeres
Leyenda del Santo Grial 27, 48, 55, 317
83,90, 314. 314-6, 327-8, 346 Club de Psicología Analítica 338
Institute of Medical Psychology,
Lehrbuch der Psychiatrie 54
Tavistock Clinic 339
Lenin, Vladimir Ilyich 257, 258 Hospital St Bartholomew 342
«El imperialismo, etapa superior del
Long, Constance 317
capitalismo» 258
Lori (caballo) 30
L'lustration 111
Londres 73,78, 137, 160, 202, 266
Luggi (prima de Jung) 57
Museo Británico 160 Lunacy Commission de Nueva York
Galería Nacional 160 162

McCormick, Cyrus Hall 189 impresionado por Emma Jung 314,


McCormick, Edith Rockefeller 189 326
amenaza con casarse con Anne Sti-
personalidad y descripción 283-4,
llman 321-2
284, 287
acompaña a Jung en Norteamérica y
antecedentes familiares 283-4
Nuevo México 322
muerte de sus hijos 284
pasea con Emma y Carl 342
presentada a Jung 284
acompaña a Carl a India 345
recibe una cura «de aire fresco» en las
comentario sobre el ménage 4 trois
montañas Catskill 284
348
paciente de Jung 285-6
se traslada a Zúrich con los tres hijos McCormick, Harold Fowler 189
que le quedan 285 antecedentes familiares 283-4
personalidad y descripción 284, 290
se une al círculo de amigos personales
presentado a Jung 284
de los Jung 286
visita Suiza con su mujer 285, 286
funda y financia el Club Psicológico
se analiza con Jung 286
de Zúrich 287-8, 290
se une al círculo de amigos personales
se divorcia de Harold 321
de los Jung 286-7
muerte 337
mantiene al día a su familia sobre los
McCormick, Fowler progresos de Edith 286
acompaña a su madre a Zúrich 285 camina con Jung por los Alpes suizos
comentario sobre Emma fumando 287
286 miembro muy sociable del Club
propone un viaje a África oriental 304 Psicológico 290-1

[416]
se divorcia de Edith 321 Medill, Ruth 284
muerte de Edith, su ex mujer 337
Medtner, Emilii 270, 271
McCormick, Joseph Medill, ver
Meier, Carl 244, 264, 316, 338, 340
Medill, Joseph McCormick
Meier, Johanna 316, 317, 338
McCormick, Matilda 285, 286
Mellon, Mary 343, 345, 348
McCormick, Muriel 285, 286
Mellon, Paul 343, 345
Madeira 78
Mertens, Evariste 28, 31, 153
Maeder, Alphonse
Milán 78
asiste al Congreso Internacional de
Psicoanálisis en Weimar 207 Molino Bottminger, Basilea 50, 57,
rechaza presidencia del nuevo Club 61, 70, 77,90
Psicológico 288-9 Moltzer, Maria
trata mal a Toni Wolff en el Club 293 relación con Carl 196, 241-2, 247,
comentario sobre el complejo de 254
Jung contra la Iglesia 294 fotografía de 205
predice un quiebre entre Jung y ayuda a Carl en su trabajo 240
Hans Trúb 327 celosa de Fráulein Boeddinghaus
240
Maffei, Auilio 221
libertad para moverse 261
Maier, Hans 103, 141 relación con Emma 261
Manchester 160 miembro del círculo de amigos de
Mann, Kristine 327, 342 Jung 271
analista 292
María Feodorovna, zarina viuda 254
se ocupa de Fanny Bowditch 293
Marie (cuidadora de Jean y Bertha ruptura con Carl 303-4
Rauschenbach) 298 Mount Elgon (frontera Kenia/
Marsella 310, 324 Uganda) 307
Marx, Karl 257 Múller, Herr (jardinero) 301, 308,
Medill, Joseph McCormick 166-7, 334
189-90, 200, 231, 284 Muralt, Ludwig von 54, 61
Medill, Joseph (editor) 189 Mussolini, Benito 203

Nazis 344-5 Neumann, Erich 356


Nebelspalter 111, 299 New Stanley Hotel, Nairobi 323
Neisser, Clemens 128 Nueva York 185, 230-1, 343
Neue Zúrcher Zeitug 111,217, 219, Central Park 185
256, 272, 303 Metropolitan Museum 186

[417]
Psychiatric Institute, Ward Island fotografiada en Vaud 262
186, 230 presencia los enojos dei padre 265
Academy of Medicine 230 comentario sobre la relación de sus
Bellevue Hospital 230 padres 267
Plaza Hotel 343 personalidad 268
Bolsa de Nueva York 112 ve una figura blanca en el cuarto 295
cuida de sus hermanas menores 306-7
New York Times 231-2 conoce a Kurt Niehus y se casa con
Nicolás II, Zar 112 él 306
Nicoll, Maurice 267, 317 tiene tres hijos 313
Emma se queda con 345
Niehus, Agathe Regina Jung
junto al lecho de muerte de su madre
nacimiento 99-100
395
niñez y educación 106, 268, 306, 309
pasa felices fines de semana con Niehus, Brigitte 351
parientes 110-111 Niehus, Kurt 306, 309, 313
juega con los hijos de Hedwig 165 Niehus, Walter 308
reacción ante el nacimiento de su
Nietzsche, Friedrich 49
hermano Franz 172-3
no ve nada insólito en la conducta de ¡No, No Nanette! (musical) 332
su padre 251-2 Núremberg 200

Oczeret, Irma 289 sobre intento de Jung por comprar


anillos de compromiso 57
Oeri, Albert
recuerdos del pastor Jung durante su
comentario sobre Jung como mons- última enfermedad 59
truo asocial 38-9 Ólberg, el Monte de los Olivos 31,
amigo de Jung en el colegio 42 35,53, 55, 62, 65, 49, 17789,.140,
comentario sobre el interés de Jung 161, 297-301
en lo oculto 49, 50 Oxford 73

París 2/233,73374377<8n137. Pfister, Oscar


Hospital La Salpétriére 64, 72 asiste al Congreso Internacional de
Escuela Berlitz 72 Psicoanálisis en Weimar 207
Bois de Boulogne 72 tiene una amante 240
Jardines de Luxemburgo 72 Preiswerk, Helly 57
Les Halles 72 dirige sesiones de espiritismo en el
Louvre 72 molino 50, 327
Grand Hotel Terminus 200 una probable histérica 70

[418]
trabaja como modista 73 Carl trata con rudeza y sarcasmo a
se enamora de Carl 101 los miembros 335
Preiswerk, Samuel 47 a Emma se la reconoce como la auto-
ridad oficiosa 335
Preiswerk, Vally 73
Toni Wolff encabeza el comité de
Primera Guerra Mundial 253-4,255, conferencias 341, 345, 353
259-61, 262, 271, 286, 301-3 sus miembros recuerdan a Emma 351
Club Psicológico, Zúrich, Punch, revista 111
fundado y financiado por Edith Putnam, James Jackson
McCormick 287-94, 337 invita a Jung a quedarse con él 190-1
Emma, su primera presidenta 289, asiste al Congreso internacional de
293, 316, 326, 335 Psicoanálisis en Weimar 204, 207
Maria Moltzer renuncia al 304 correspondencia con Freud 240-1
baile de disfraces en 325 conferencia «Sobre la significación
seminarios y conferencias de Carl de la filosofía para el desarrollo del
en 327, 342 psicoanálisis» 207

Rank, Otto 24, 207 celebra su cumpleaños cincuenta y


«Rat Man» (Ernst Lanzer) paciente siete 248
propone que Franz estudie arquitec-
de Freud 60
tura 313
Rauschenbach, Bertha Schenk
muerte 336
ayuda en la casa a su madre 29
adorada por sus hijos 30 Rauschenbach, abuela Bárbara 29
personalidad y descripción 32 Rauschenbach, Jean
mejora de estatus social con su matri- se ocupa de la dirección de las fábricas
monio 32 de su padre 28, 29
alienta a Emma a que se case con Carl daba grandes recepciones 30
34-5, 60, 161 decide convertir a Ólberg en el hogar
lleva al niño Carl a pasear a lo largo de la familia 31
del Rin 34, 37 contrae sífilis 58-9, 72
organiza veladas musicales 62 muerte 101
envía abrigo de invierno a Jung 73 obituario obsequioso 102-3
asiste a la boda de su hija 75, 76, 77
Rauschenbach, Johannes 28, 29
se ocupa de los negocios de los Raus-
chenbach 102 Ravena 252, 253
la familia de Jung pasa sus vacaciones Reeper (mozo de cuadra) 30
con 110, 140, 161, 248, 297-301, Reichenau 63, 65
325
se interesa mucho en la nueva casa Reitler, Rudolf 24
de Jung 154 Richter, Richard 101

[419]
Riklin, Franz 88, 92 Río Sena 73-4
Estudios sobre asociación de palabras Rockefeller, Edith, ver McCormick,
(con Jung) 93-8 Edith Rockefeller
acuña el término «complejo» 94 Rockefeller, John D. 283
Jung le reconoce en sus escritos 128 Roosevelt, Theodore 189, 231
asiste al Congreso Internacional de Real Instituto Prusiano de Terapia
Psicoanálisis en Weimar 207 Experimental, Fráncfort 59

Sachseln 47 Sergeant, Elizabeth Shepley 112


Sadger, Isidor Sífilis 58-60
asiste al Congreso Internacional de Sigg, Hermann 289, 310
Psicoanálisis en Weimar 207
Sigg, Martha 316
Sajaroft, Alexander 256
Sociedad Alemana de Psiquiatría,
Salisbury 346 202
Schaer, rev. Hans 357-8 Sommer 128
Schaffhausen 13, 28, 35,53,55, 73, Sousse 310-12
78,84,85, 110, 114, 160, 208, 248
Spielrein, Sabina
253, 264-5, 299, 325
admitida en el Burghólzli 108, 109,
Schaffhausen Tagesblatt 102 245
Schaudinn, Fritz 59 antecedentes familiares y educación
Schickele, Rene 256 108-9
examen médico de 109
Schlieren, fábrica de automóviles 217
golpeada por sus padres 110
Schmerikon 319, 320 piedad de 110
Schmid, Hans 253, 289 diagnosticada con histeria 113
Schmid, Maria 289 ayuda a Jung a ordenar sus test de
asociación de palabras 113
Schopenhauer, Arthur 49
obsesionada con Jung 113, 114, 116-
Schratt, Katharine 21 8, 142, 149, 174, 175-80, 181-2,
Schweizer, Emile 227 196-8
Schweizer Illustrierte 111 ataques y escenas 114-5
atormenta a enfermeras y ayudantes
Secreto de la Flor de Oro, El 347
114
Segunda Guerra Mundial 345, 346, excitación sexual de 115-6, 117
349 dada de alta del asilo, regresa a sesio-
Seif, doctor Leonard 195, 207 nes privadas con Jung 116-8

[420]
cartas y diarios hallados en una maleta asiste al Congreso Internacional de
176 Psicoanálisis en Weimar 207
correspondencia con Freud 176, 177,
181, 182
St Gallen 208
visita la casa de los Jung 182, 190, Stillman, Anne 321-2
196, 198 Stockmayer, Wolf 199
no asiste al Congreso Internacional
de Psicoanálisis en Weimar 206 Stonehenge 346
Stahli, Hermann 150 Stopes, Marie 101
Stein, Philip 26 Stuttgart 202, 345
Stekel, Wilhelm 24 St Wolfgang Kapelle 31

Tauber, Sadi 354 Trúb, Hans 245, 269, 316, 326, 345
Tavel, Rudolf von 55 Trúb, Susi Wolff
Tenerife 78 Infancia 243
Terremoto de San Francisco (1906) Personalidad 244, 269
112 comentario sobre su hermana Toni
Test de asociación de palabras 23, 92, 263-4, 295
93-98, 107, 114,128, 138, 142-4, amistad con Emma 316, 345
145-8
comentario sobre personalidad de
Teuscher, Fráulein 290 Carl 327
Thomas Cook éx Son 82 destaca cercanía entre Emma y Carl
Ticino 345 347
Tierras altas de Berna 205, 349 Tschisch, Woldemar von 128
Torre de Bollingen, Lago de Zúrich,
Túnez 310
318-320, 337, 352, 257
Tozeur 312 Turbo, provincia del Valle del Rift
Transformaciones y símbolos de la libido (Kenia) 323-4
(Jung) 41 Tzara, Tristan 257

Uhwiesen 32 Universidad de Zúrich 54,70, 174,


Universidad de Góttingen 46 188, 253, 303
Universidad de Viena 15 Unterwasser 195

[421]
Viena 14, 20-2, 137, 143, 222, 241 Burgtheater 21
Grand Hotel 11, 12, 14, 22, 158 Hotel Regina 163
pastelería Demel 21 Kulturbund 331
tienda Schiffmann 21 Vischer, Andreas 86, 87

Washington 230 e reacción ante la muerte de su padre


243
Wedekind, Frank 256
forma parte del ménage á trois de
Weimar 205, 242-3, 245 Jung 252, 261, 264, 267-8, 295,
Hotel Erbprinz 205 316, 339-41, 348, 354
Welti, Albert, Noche con luz de luna no agrada a los hijos de Jung 252, 264
(pintura) 130 “visitante frecuente de Cháteau d'Oex
Werefkin, baronesa Marianne von 263-4
256 comentario sobre el lujo del Club
Psicológico 290
Werfel, Franz 256
atacada por Alphonse Maeder 293
Wheelwright,
Jane 335, 339, 347 solo visitó la Torre cuando estuvo
Wilhelm II, Káiser 121-3, 254 terminada 320
- Wilhelm, Richard 327 escena de celos con Emma 324
consejo a una paciente 340-1
Wille, general C. Ulrich 256
cabeza del comité de conferencias en
Wille, professor Ludwig 54, 87 el Club Psicológico 341, 343
Winterthur 42 invitada a dictar conferencias en el
Winterthur Tageblatt 257 Instituto Jung 353
muerte 354
Wissen und Leben 55, 303
Wolff (director del asilo de Basilea)
Wolff, Anna Elizabeth Sutz 243, 244
87
Wolff, Antonia, «Toni» 261
Wolff, Erna 243
asiste al Congreso Internacional de
Psicoanálisis en Weimar 205, 206 Wolff, Susi, ver Trúb, Susi Wolff
personalidad y descripción 242-6, Worcester, Massachusetts 187, 284
339, 348, 353
relación con Jung 242, 245-6, 250,
263, 264, 267-8, 270, 294-5, 340,
348, 352
infancia y educación 243-4
paciente de Jung 243, 244-5

[422]
Zentralblatt 344
Ziehen, Theodor 128
Zimmerwald 258
Zúrich 12,16,35,37,53,61, 79-85,
111-2, 160, 183, 202, 204, 217-
23,254, 255-7, 259-60, 301-3
Estación Central 55, 222, 254, 259,
260-1
Biblioteca Central 83, 100, 245, 258
Panoptikum 85
Tonhalle 85, 221, 303
Círculo de lectura Lesezirkel Hot-
tingen 111
Café Odeón 255-7, 258, 302
Kronenhalle 256, 258, 302
Cabaret Voltaire, Niederdorf Strasse
257,258
Sussihof 258
tienda Jelmoli 259
Hotel Baur-au-Lac 285, 286
Seidenhof 287
Instituto Federal de Tecnología
(ETH) 306, 342
Zweig, Stephan 256

[423]
YA > E pon NS AA van

Viena 14,202, 117, 144, 182,341


Curado 11, 12,154, 10, 198
pastalerir Déies11
ÍNDICE

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2 DOS JON RIA SITO NA io 27
3. UN COMPpromisOse eat paid td ció 53
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COLOFÓN
Este libro se imprimió en los talleres de
Cofás Artes Gráficas
y fue encuadernado en los talleres de
Encuadernadora Méndez
en febrero de 2018.
[Óscar Luis Molina S.]
Óscar Luis Molina siguió estudios de Filología Románica en
la Universidad de Barcelona y cursó el doctorado con José
Manuel Blecua, Martín de Riquery José María Valverde. Fue
este último quien lo introdujo en la traducción literaria,
labor en la que ha publicado decenas de títulos y que ha
desarrollado en forma paratela a actividades académicas
y editoriales. Entre otros libros ha traducido Transgresoras
y filósofos y El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; Retrato
de un matrimonio, de Nigel Nicholson; La Libertad, de
Orlando Patterson; La pasión de Michel Foucault y Vidas
sujetas a escrutinio, de James Miller; La fotografía y el
cuerpo, de John Pultz; La cultura del dolor, de David
Morris; El niño perdido y otros relatos, de Thomas Wolfe;
Viaje al fondo de la nación, de Jean Daniel; Año 1000,
año 2000, de Georges Duby; Memoria a dos voces, de
Francois Mitterrand y Elie Wiesel; Memorias interrumpidas,
de Francois Mitterrand; Mujeres en la ciudad, de Michelle
Perrot; Impromptus, de André Comte-Sponville; Jean-Paul
Sartre, de Annie Cohen-Solal; y No digas a Dios lo que debe
hacer, de Francois de Closets.

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or lo general estoy plenamente de acuerdo con mi destino y advierto muy
( pa la suerte que tengo», escribe Emma Jung a Sigmund Freud en 1911,
«pero de vez en cuando me atormenta el conflicto sobre cómo sostenerme ante
Carl. Noto que no tengo amigos, que toda la gente solo quiere ver a Carl [...]. Carl
dice que debo dejar de concentrarme exclusivamente en él y en las niñas, pero
¿qué puedo hacer?».

Emma era inteligente, atractiva y rica, una de las herederas más ricas de Suiza,
cuando a los diecisiete años conoció a Carl Jung, un médico brillante sin un
centavo pero con una ambición y capacidad de trabajo sin límites animada
por un complejo de inferioridad social que nunca pudo resolver. Decidida a
compartir su intensa vida y a continuar sus propios estudios —en particular su
investigación sobre el Santo Grial—, era demasiado joven para comprender la
compleja y atribulada personalidad de Carl, que estaba preñada de secretos y
coqueteaba permanentemente con la locura. No lograba concebir las dificultades
que podrían sucederle en el futuro y menos las permanentes infidelidades de
Carl, entre las que se cuenta una relación de.casi treinta años con su expaciente
Toni Wolff.

Laberintos recrea la historia del nada convencional matrimonio de Emma y Carl,


de la amistad y violenta ruptura con Freud, y de su contribución al desarrollo
del psicoanálisis. Laberíntico, tal como fue el matrimonio Jung, este libro es un
retrato brillante de la vida de Carl y Emma, pero también un retrato fascinante
del surgimiento del psicoanálisis y la aversión que produjo, de las expectativas
de Freud de que con Jung se evitaría que el psicoanálisis «sucumbiera por el
antisemitismo», y es también un documento as sobre el carisma y la
escindida personalidad de Jung.

a . : . «Impresionante...
Un retrato fascinante».
: The New Yorker

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eo destacable abordada con talento».
o NS Daily Telegraph
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bien escrito».
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