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La otra orilla
Sur y Norte
José de Piérola
Sur y Norte

Grupo Editorial Norma


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© José de Piérola, 2008
© de esta edición Grupo Editorial Norma S.A.C., 2008
Canaval y Moreyra 345, San Isidro
Lima, Perú
Teléfono: 7103000

Ilustración de portada: Xxxxx


Diseño de cubierta: Christian Ayuni
Armada: Christian Ayuni

Dirección Editorial: Rubén Silva

C.C.
ISBN:
Registro de Proyecto Editorial:
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú:
Esta edición consta de xxxxxx ejemplares

Prohibida la reproducción total o parcial


por cualquier medio sin permiso escrito de la editorial.

Impreso por Metrocolor S.A.


Av. Los Gorriones 350, Lima 09

Impreso en Perú — Printed in Perú


Contenido

SUR
En el vientre de la noche 15
La viuda de Cayara 31
El futuro en la mirada 55
Desearé 93

SUR Y NORTE
Nieve 111

NORTE
Variaciones sobre un tema de Nabokov 135
Mañana lo buscamos 167
Extraño a Miles Davis 193
Hallazgo en la Calle 42 207
Para Sol Isabelle
¿Por qué no asumir que el Sur
está en el Norte y delirar?
Rubén Blades, «La rosa de los vientos»

The answer, my friend,


is blowin’ in the wind.
Bob Dylan, «Blowin’ in the Wind»
Sur
En el vientre de la noche

Los borceguíes de Ubilluz se hundieron en el fango


produciendo un zangoloteo sordo al que ninguno de los dos
prestó atención. En medio de aquella noche sin luna, lejos de
Lima, todas las sombras parecían bestias al acecho, y no hacía
falta tener la conciencia sucia, ni los huevos bien puestos, para
sentir esa mezcla confusa de miedo y determinación ciega. El
indio jijuna que caminaba frente a él era solo una respiración
pausada, una silueta sin rostro, un ser sin nombre; uno más.
Todo había ocurrido muy rápido, con demasiados gritos,
demasiada euforia para prestar atención. Todos eran medio
cholos, medio indios, pelo negro, labios gruesos, pómulos
salientes, uno que otro pelo ensortijado. Con la distancia de
los meses sería el mismo rostro de indio típico que Ubilluz
ya no reconocería aunque se le plantara al frente en carne y
hueso con su humanidad acezante y vengadora. Al indio no
parecía preocuparle su suerte, como si siempre hubiera esta-
do preparado para esa noche. Maldita tranquilidad, carajo,

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como si estuviéramos haciendo una ronda. Ubilluz se frotó
la nariz como un boxeador que entra en combate. Qué
rico eres, Papi, cuando te agarras la nariz, pareces un actor
de cine. Voy a quedarme en el cuartel esta noche, Negra,
tenemos comisión. ¿Quién me va a calentar, entonces, ah?
Mañana tempranito te caliento, Negrita, te caliento rico.
Mentiroso.
Tanteando con los pies, como si lo hiciera todas las
noches, el indio bajó la pendiente sin perder el equilibrio,
silencioso, el rostro indefinido en la oscuridad de la noche
oscura, la cara de indio, los pómulos salientes, el pelo negro
e hirsuto, carajo. Indio ilustrado, Ubilluz, ¿qué le parece?
Lo único que nos faltaba, mi capitán. Sí, Ubilluz, pero le
vamos a volar la iluminación de un solo cuete. Ubilluz odió
el barro que se le había metido en el borceguí. Cuando saltó
de la camioneta para entrar a la vivienda universitaria, había
dado un mal paso que le desconchó la punta del borceguí
contra un fierro que algún maldito había dejado incrustado
en el cemento de la vereda. Si movía el dedo gordo sentía
un zangoloteo barroso que se colaba por entre los dedos de
los pies.
Ubilluz se detuvo. El indio jijuna, como si hubiera
recibido una orden, también se detuvo, dio media vuelta y
miró a alguna parte, pero no a Ubilluz. En la oscuridad de
la noche todavía se puede distinguir el blanco de los ojos
cuando alguien nos mira de frente. Maldita oscuridad. Sin
perder de vista la silueta del indio, Ubilluz examinó con los
pies hasta que su borceguí chocó con una forma definitiva
y afilada clavada en el suelo barroso. Qué noche tan negra,

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carajo. Estaban a media hora de Lima; sin embargo, esa
cañada abandonada parecía estar en plena puna. Entonces,
¿vas a venir mañana temprano, Papi? Mañana tempranito,
Negrita, para tomar desayuno, para calentarte rico, voy a
traer tamalitos, ¿qué te parece? Mentiroso.
—¿Empiezo a tirar pala? —preguntó el indio con voz
tranquila y modulada que pareció venir de una radio. Carajo,
indio ilustrado y con voz de otro. Ubilluz hubiera dado cual-
quier cosa por tener una voz así, en lugar de la voz gangosa
que lo hacía quedar tan mal cuando quería palabrear a una
mamacita rica.
—Date vuelta —dijo Ubilluz. Despacio para que el
indio con voz de otro lo entendiera. Ay, Papi, cuando me
hablas bajito, me das cosquillitas en la oreja. ¿Y cómo se va
a llamar, Ubilluz? Depende, pues, mi capitán. Si es hombre
no le vaya a poner Ernesto. No, mi capitán, ¿cómo se le
ocurre? ¿Si es hombrecito le ponemos tu nombre, Papi? Sí,
Negrita.
El indio con voz de otro estiró las manos para que Ubi-
lluz le quitara las esposas. El maldito no temblaba, ni tenía
las manos frías, sino manos calientes y húmedas de indio.
Ubilluz jaló la llave de la cadena, soltó las esposas, metió
uno de los aros bajo la correa de su pantalón. El indio con
voz de otro estaba ahí, quieto, sin decir nada, respirando
con la mayor tranquilidad del mundo.
—No intentes nada, carajo, ya sabes —Ubilluz levantó
su akm. El guardamano estaba helado. El seguro sonó nítido
como el mecanismo de un reloj, pero el indio no se inmutó.
Se agachó, tomó la pala y la levantó en un solo movimiento.

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Ubilluz retrocedió un paso. El dedo le bailó sobre el gatillo,
presionó, sintió la resistencia del mecanismo.
—No te asustes —dijo el indio con voz de otro, como
si el gramputa no entendiera lo que le iba a pasar, como si
la historia fuera al revés—. Prefiero que sea instantáneo.
Se encorvó y empezó a cavar. La hoja de la pala se cla-
vaba en la tierra, chocaba con guijarros, desgarraba raíces,
producía escalofríos. Sí, mi capitán, macho como su padre,
carajo. ¿Entonces lo bautizamos? Lo que quieras, Negrita, lo
que quieras, ahora tú eres mi reina. La tierra caía a un costado
con un ruido húmedo y apagado, como si el indio con voz
de otro estuviera arrojándola a otro espacio, a otro tiempo,
a otra historia. Seguía trabajando en silencio. Cada golpe
de pala era más firme que el anterior, la descarga en el suelo
coincidía con un gemido apagado que dejaba adivinar su
esfuerzo. ¿Y si te salieras del ejército para que ya no te llamen
así, de improviso? ¿Qué tienes en la cabeza, Negra, cómo se
te ocurre? Pide tu baja, mi papá te da trabajo, cuántas veces
te ha ofrecido. Déjame pensarlo.
El indio con voz de otro se detuvo, clavó la pala en el
suelo, apoyó las manos sobre el mango. Los ojos de Ubilluz
se habían acostumbrado a la oscuridad. El pelo del indio
no era lacio sino ensortijado y por alguna razón maldita de
las coincidencias estaba completamente vestido, ni siquiera
se había quitado la camisa. Los indios duermen vestidos,
pues, Ubilluz, ¿no sabía? No, mi capitán. En unos minu-
tos, a pesar de ser una piltrafa, el indio había cavado por lo
menos veinte centímetros. Todavía faltaba un metro. Des-
pués, subir la cuesta hasta la carretera, despertar al capitán

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Basurto, volver al cuartel, llegar de madrugada, bañarse,
dormir, levantarse, afeitarse, tomarse un buen desayuno.
¿Cómo está mi engreído? Te ha extrañado, Papi, no hemos
podido dormir en toda la noche. No te preocupes, Negrita,
tengo dos días de franco, te llevo adonde quieras, tú eres
mi reina. Mentiroso.
—¿Tienes un cigarro? —preguntó el indio con voz de
otro.
Ubilluz se sorprendió. Carajo, ¿por qué mierda hablaba
con tanta naturalidad, como si fueran compadres, como si
estuvieran preparando una pachamanca? Solo faltaba que
le dijera que no había cariño en esa casa, que le pidiera un
trago, que le preguntara por la familia. Ubilluz, no me joda,
no quiero volver a verlo con esa chata. No, mi capitán, era
para el frío nomás. Es la última, ¿entendido? Entendido, mi
capitán. Ubilluz sacó una cajetilla del bolsillo de su camisa
y avanzó un paso, el akm en ristre, el dedo sobre el gatillo.
El indio con voz de otro estiró la mano, sacó un cigarro,
devolvió la cajetilla. Ubilluz también sacó un cigarro antes
de guardarla. Se buscó los pantalones, pero, en algún mo-
mento, tal vez cuando volvían a la camioneta, se le había
caído el encendedor. La mierda, un encendedor del ejército
en el jardín de la vivienda universitaria. ¿Se le cayó algo,
Ubilluz? No, mi capitán. El indio con voz de otro encen-
dió un fósforo. La luz amarilla le iluminó el rostro tostado
de pómulos salientes, labios delgados y pelo ensortijado.
Luego de prender su cigarro estiró los fósforos. Ubilluz los
recibió estirando el brazo como si los separara un abismo.
¿Lo vas a pensar, Papi? Lo voy a pensar, Negrita. ¿No sería

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lindo que no te mandaran a esas comisiones que me dan
tanto miedo? Sí, sería lindo, lindísimo, lindisisísimo. Ubilluz
encendió su cigarro. El humo dulce y pesado le calentó la
garganta. El indio con voz de otro fumaba muy despacio,
el maldito, como si estuviera esperando el microbús. La
brasa de su cigarro, roja como un carboncito minúsculo, se
volvía amarilla, le iluminaba los pómulos, luego se volvía
roja otra vez. Recién en ese momento Ubilluz, tal vez por
contraste, pudo oler la tierra húmeda penetrándole todo el
cuerpo. Ay, qué rico, huele a tierra mojada, Papi. Así es la
sierra, Negrita, aire puro, muy rico, riquísimo.
—¿Casado? —preguntó el indio con voz de otro.
Ubilluz no dijo nada. Jamás hable con un prisionero,
a menos que sea un interrogatorio, a menos que sea para
obtener información, a menos que le haya regalado un buen
patadón en los huevos, ¿entiende? Sí, mi capitán. Nunca
deje que esos jijunagramputas lo palabreen. Sí, mi capitán.
Entonces, ¿vas a pedir tu baja? Sí, Negrita, voy a pedir mi
baja, esta es la última. ¿Ubilluz? Sí, mi capitán. ¿Qué carajo
está haciendo? Nada, mi capitán. ¿Tiene una chata de ron
en el bolsillo? Es para el frío, mi capitán.
—Yo sí, soy casado —dijo el indio—. Pero no vivo con
mi mujer, ella vive con mis suegros, en Lince, con nuestra
hija.
El maldito hablaba como si nada, como si estuvieran
en la cola del pan, de pantuflas, legañoso, con una bata de
felpa amarrada en la cintura. No había miedo en su voz,
ni preocupación, ni nada, como si no supiera lo que le iba

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a pasar. ¿Qué hace, Ubilluz, por qué mierda habla con el
prisionero?
—Mejor cállate y sigue.
—¿Puedo acabar mi pucho?
—Acaba, pero chitón nomás —dijo Ubilluz apuntán-
dole.
El indio se encogió de hombros. Siguió fumando en
silencio. El carboncito del cigarro se hizo amarillo, rojo,
amarillo, rojo. Cada vez que chupaba el cigarro miraba a la
distancia, como si esperara refuerzos que no llegarían nun-
ca. Ubilluz tiró su pucho a medio fumar y lo aplastó con el
borceguí. La tierra húmeda era una mantequilla. El viento
frío volvió a cortarle la garganta.
—Toda mi vida la he pasado hablando —dijo el in-
dio—. Hablando, fumando, leyendo, fumando, escribiendo,
fumando… y de vez en cuando tomándome un trago, ¿por
qué no?
—¿Te vas a callar, carajo? —preguntó Ubilluz acari-
ciando el gatillo.
—¿Qué más te da? —el indio hizo una pausa—. El
último pucho, el último trago, la última conversación. ¿No
tengo derecho, acaso?
¿Qué mierda pasa, Ubilluz? Nada, mi capitán. Toda
la noche lo he visto como nerviosón, ¿tiene dudas? No,
mi capitán, todo está claro. Mentiroso. Nunca, nunca se
entabla conversación con el prisionero, ¿está claro? Sí, está
claro, clarísimo, clarisísimo, mi capitán, mi teniente, mi
coronel, mi general.
—Mejor sigue trabajando —dijo Ubilluz.

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El hombre tiró el pucho pero no lo aplastó. El carboncito
rojo quedó parpadeando sobre la tierra mojada. Ubilluz olió
la tierra caliente, el vaporcito minúsculo que se elevó con la
brasa del pucho. El hombre tomó la pala y empezó a traba-
jar otra vez. La pala volvió a clavarse en la tierra llevándose
de encuentro pedazos de metal que al chocar con la hoja
producían un sonido agudo y cortante que escarapelaba el
cuerpo. Carajo, ya debía estar acostumbrado, Ubilluz, esto
es cosa de hombres. Sí, mi capitán. Tenemos que tomarnos
una foto los tres, ¿no, Papi? Sí, Negrita, una foto los tres
juntitos, para que se acuerde cuando sea grande. Pero, sin
uniforme, ¿no? De civil, Negrita, de civil.
—Mi hija tiene cinco años —entre palada y palada,
el hombre hablaba en voz baja, muy controlada, como los
locutores de la radio—. Se llama Ariel. Se lo puso mi esposa,
a ella le encanta la literatura.
—Puta, que tú no entiendes, ¿no? —dijo Ubilluz con
la boca seca, la mano bailando en el gatillo del akm—. ¿Por
qué no te apuras? ¿No te das cuenta que es peor para ti?
—A mí también me gusta la literatura, pero ya no tengo
tiempo, ahora tengo que leer otras cosas —la pala seguía
hollando la tierra, tirando la tierra mojada junto al foso—.
Ustedes ya saben qué leo y qué escribo.
—Ni sé, ni me interesa.
—Cuando le dije que viniera conmigo a la vivienda
universitaria, ella se negó. No es porque no te quiera, me
dijo. Es por Ariel, tiene muchos amiguitos por aquí, además
mi mamá se queda con ella cuando voy a trabajar.

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Ubilluz sintió que la lengua se le pegaba al paladar. El
carboncito del pucho que tiró el hombre todavía seguía
allí, como si estuviera en un cenicero, parpadeando, toda-
vía oliendo a humo dulzón y tibio. Cada vez que fumaba,
Ubilluz sentía ganas de echarse un traguito: tabaco siempre
llama a ron. Se aguantó un rato, pero el frío que entraba
por el hueco del borceguí le secaba la garganta sin piedad.
Sacó la chata del bolsillo de su camisa, y sin alejar el dedo
del gatillo, empezó la difícil maniobra de destaparla sin
dejar de apuntar.
—Hace un mes que no la veo —dijo el hombre todavía
en voz baja, bien modulada, sin dejar de cavar—. Me que-
dé en la universidad. Pero, eso sí, la he llamado todos los
días. Mis suegros tienen teléfono. Estuvimos viviendo con
ellos por un tiempo. Son muy buena gente, no creen en la
política. Si supieran a qué me dedico, les daría un infarto:
pobres viejos.
Ubilluz logró destapar la chata. Un airecito helado enfrió
el barro que tenía en el borceguí. Tomó un trago largo, sin
alejar el dedo del gatillo, mirando de reojo al hombre que
seguía cavando. El calorcito picante del ron le llegó hasta
las tripas, lo calentó, se sintió mejor, como si ya hubiera
llegado a casa, como si ya se hubiera metido a la cama con
su mujer, como si ya le hubiera dado un beso al Mochito.
¿Ay, Papi, por qué me despiertas? Es que me gusta olerte
antes de dormir, Negrita, palabra, es solo eso. Mentiroso.
Ubilluz se limpió la boca con el puño de la camisa y estiró
la mano ofreciéndole la chata.
—Tómate un trago —dijo.

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El hombre clavó la pala en la tierra, hizo un gesto como
si se estuviera limpiando el sudor de la frente, estiró la mano
caliente, sudorosa y agarró la chata. El dedo de Ubilluz bailó
nervioso sobre el metal helado del gatillo. Oyó dos tragos
grandes que el hombre se puso entre pecho y espalda antes
de devolverle la chata. La recibió con cuidado, tomó otro
trago, de costado, sin perderlo de vista. Luego empezó la
difícil maniobra de taparla sin alejar el dedo del gatillo. La
silueta del hombre se inclinó y empezó a trabajar otra vez. La
tierra húmeda olía bien. ¿Vamos a venir siempre a Huanca-
yo? Siempre, Negrita, siempre. Ubilluz aspiró profundo sin
dejar de apuntar. El aire hasta parecía más puro esa noche.
¿Qué mierda hace, Ubilluz? Nada, mi capitán. ¿Qué se le ha
perdido? Nada, mi capitán. Entonces suba a la camioneta,
nos vamos. Sí, mi capitán. Mentiroso.
—Creo que Ariel va a ser pintora —dijo el hombre
como si le estuviera hablando a su hija—. Mi mujer dice
que el otro día, cuando volvió del trabajo, mi suegra estaba
enojadísima porque Ariel había hecho un dibujo en la pared
de la sala.
—Yo también soy casado —dijo Ubilluz como si fuera
otro, como si estuviera sentado en el bar de la capitanía del
puerto, en el bar de Bertoloto, o en cualquier bulín de la
Victoria. ¿Así que casado, no, Ubilluz? Sí, mi capitán. Antes
no me daba miedo, Papi, pero ahora que estoy encinta ya no
quiero que te manden a esas comisiones, te puede pasar algo.
¿Qué me va a pasar?, nuestro trabajo es de in-te-li-gen-cia,
¿ves esta frente? Ay, Papi, igual me da miedo. Inteligencia,
Negrita, inteligencia. Mentiroso.

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—Ariel había dibujado una paloma volando hacia una
luna en cuarto menguante, y estrellas, montones de estre-
llas. Mi mujer me dijo que Ariel las había señalado muy
orgullosa.
—Tenemos un hijo, se llama Ernesto.
—Alrededor de las estrellas había dibujado una bola
inmensa, llena de rayitas azules —el hombre siguió cavando,
la pala siguió enterrándose en la tierra, atravesando guijarros
y encontrándose con clavos, pero Ubilluz ya no tuvo escalo-
fríos—. Eso le había dado más cólera a mi suegra.
—Solo tiene ocho meses —Ubilluz movió la cabeza—.
En cualquier momento camina el bandido.
—Mi mujer le preguntó que qué era esa bola azul.
—Se llama Ernesto, pero para mí es mi Mochito. No le
digas así, me dice mi mujer, se va a acomplejar, va a pensar
que es por otra cosa.
Ubilluz no dejaba de vigilar al hombre. De vez en cuando
su índice se desprendía del gatillo y parecía perderse en el
aire. Entonces tenía que volver a acariciar el metal helado
y preciso, tenía que volver a sentir la presión ligera, la re-
sistencia del mecanismo para sentirse tranquilo. No jale el
gatillo, Ubilluz. No, mi capitán. Acarícielo como si fuera la
teta de su mujercita. Sí, mi capitán. Papi, tengo que decirte
algo. ¿Qué pasa, Negrita? Estoy encinta. El pucho que el
hombre había tirado al suelo todavía brillaba con una brasa
diminuta y roja. El hombre ya había cavado casi un metro.
Estaba dentro de la fosa hasta las rodillas, a punto de ser
tragado por la tierra, pero su voz todavía llegaba armoniosa,
viril, bien vocalizada: voz de locutor, carajo.

25
—Ariel le dijo que esa bola azul era el vientre de la
noche.
—Le digo Mochito porque así me decía mi viejo cuando
yo era chico.
—Antes de ayer le había comprado una caja de colores
para llevársela el domingo —el hombre lanzó un suspiro.
—Se murió mi viejo antes de verme con el uniforme
con el que tanto soñó. Es una vaina, carajo, la vida es una
vaina. Si no fuera por ustedes estaría en mi cama, calientito,
con mi mujer.
—Si no fuera por ustedes, Ariel habría tenido su caja
de colores.
Un viento helado se clavó en la garganta de Ubilluz. La
noche pareció más negra que nunca. No te preocupes, Papi,
le vamos a llevar flores. Sí, carajo, pero no me vio con el
uniforme, ¿no entiendes? ¿Y de qué nos sirve el uniforme?
Hubo un silencio transparente como una capa de hielo,
pero no duró mucho, unos pasos bajaban por la ladera de la
colina, resbalándose en el barro, hollando la tierra mojada,
acercándose más y más. Ubilluz no tuvo que voltear para
saber quién era. Empuñó bien su akm, apuntó a la silueta
del hombre que apenas se veía en medio de la oscuridad
de la fosa. Ya no hablaba, ya no le contaba sobre su hija
llamada Ariel, era una estatua de piedra negra en medio de
las tinieblas.
—¿Qué mierda pasa aquí, Ubilluz?
—Cumpliendo mis órdenes, mi capitán.
—¿Y esas voces?
—¿Cuáles voces, mi capitán?

26
El capitán Basurto se acercó. Olió la cara de Ubilluz
como huele un mastín su presa. Ubilluz no tuvo que mirarlo
para saber que sus ojos brillaban como los de un demonio
y que su boca se había fruncido y temblaba en un extremo.
Prométeme, Papi, que no pasa de este mes, que pides tu
baja, que le hablas a mi papá. Te lo prometo, Negrita, te lo
prometo. El carboncito rojo del pucho que el hombre había
fumado se apagó. El capitán Basurto chasqueó la lengua.
—¿Ha estado chupando, Ubilluz?
—No, mi capitán, digo… sí, mi capitán.
—¿Dónde está?
—En mi bolsillo derecho, mi capitán.
Ubilluz sintió las manos cuadradas y duras del capitán
Basurto sacando la chata de ron de su bolsillo. Oyó la tapa
girar sobre el vidrio, luego dos tragos largos perdiéndose en
la garganta angular del capitán seguidos por un chasquido
de lengua. El sonido de la tapa metálica volvió a enroscarse
en el pico de la botella.
—Se la secó, Ubilluz, usted es un jodido —el capitán
Basurto volvió a meterle la botella vacía en el bolsillo de la
camisa. Ubilluz seguía apuntando.
—Ya, de una vez, despáchelo —dijo el capitán Basur-
to. El dedo de Ubilluz se había quedado apoyado sobre el
gatillo pero no se movía. Dedo de mierda, no se movía un
milímetro, se había congelado con el frío de la noche. El
capitán insistió—: ¿Qué espera, Ubilluz?
Ubilluz apuntaba, pero el dedo, como si fuera de otra
mano, de otro cuerpo, no presionaba el gatillo. Estaba ahí,
inmóvil, congelado. Maldito dedo. La estatua de piedra

27
negra lo miraba. Aun en la oscuridad de la noche se puede
saber si alguien nos mira por el blanco de los ojos. ¿Me lo
prometes, Papi? Te lo prometo, Negrita, palabra de hombre.
Mentiroso.
—Apúrese, carajo, no tenemos toda la noche —dijo el
capitán Basurto. Hablaba con su voz firme de siempre, pero
no gritaba, más bien acercaba los labios a la oreja helada
de Ubilluz. Pero este, como si la estatua de piedra negra lo
hubiera hipnotizado, no pudo apretar el gatillo. El capitán
continuó: la mierda, esto es insubordinación, Ubilluz, ¿qué
cosa cree?
El capitán Basurto hizo un movimiento brusco. Ubilluz
adivinó que su brazo había bajado a la altura de su cintura,
que había hecho saltar la tapa de su cartuchera, que había
sacado su pistola. Te lo prometo, Negrita, después de esta
pido mi baja. Ubilluz había visto más de una vez cómo el
capitán apuntaba a la cabeza, quitaba el seguro y disparaba
un solo tiro en la frente. Respiró aliviado por no tener que
mover el dedo. Miró al hombre. El capitán Basurto lo des-
pacharía. Te lo prometo, Negrita.
En ese momento sintió una cosa helada y dura en la
sien.
—Dispare, carajo, o disparo yo —dijo el capitán Basur-
to. Ubilluz sintió la vibración del resorte en la sien cuando
el capitán, sin dejar de apoyar la pistola, quitó el seguro. ¿Va
a ser como las otras veces, Papi? No, Negrita, esta vez sí, es
la última. Hazlo por Ernestito. Sí, Negrita, por el Mochito.
El capitán continuó—: Esta es la última llamada, Ubilluz,
a la siguiente, disparo.

28
Ubilluz apuntó a la estatua de piedra negra que lo seguía
mirando. Tomó una bocanada de aire. Su dedo buscó el
gatillo y lo jaló a fondo.

29
La viuda de Cayara

Hasta entonces solo habíamos encontrado gallinas per-


didas, algún gallo desorientado, un burro ciego atado en una
esquina, pero aquel día las cosas cambiaron. Llegábamos al
segundo pueblo con presencia humana. No tres, sino unos
treinta indios que vimos reunidos en una esquina, pero tan
pronto el primer Jeep asomó en el terral desolado que debía
ser la plaza principal, se esparcieron como pájaros alcanzados
por una piedra: los más jóvenes en medio de un revoloteo de
ponchos, los más viejos sosteniendo viejos sombreros de fieltro
en la cabeza, las mujeres revoloteando las polleras mientras
huían con niños atados a la espalda. En menos de treinta se-
gundos no quedó nadie. Cuando la nube de polvo se asentó,
pudimos ver que habían estado reunidos frente a una puerta
abierta que por el sol parecía un rectángulo negro cortado en
la pared de adobe mal encalado.
El capitán, de pie en su Jeep como un César que entra a
territorio conquistado, levantó la mano para que el convoy, dos

31
Jeeps y un viejo camión Mercedes-Benz, se detuviera. Los
motores rezongaron, sacudiéndose, antes de dejar el pueblo
en silencio. Entonces, como una Polaroid, la puerta abierta
empezó a revelar, primero, dos hileras de cirios encendidos;
luego, una mesa donde yacía un cuerpo; finalmente, una
mujer arrodillada en el suelo. Como era de esperar, los ojos
de mis camaradas —el término me produce escalofríos— se
dirigieron hacia la mujer, que a la distancia parecía joven.
¿Qué diablos tenía esa mujer en la cabeza? Solo una ignoran-
cia supina la habría hecho tomar la decisión de quedarse en
el pueblo. Las indias jóvenes, sobre todo si eran bonitas, nos
temían, en parte gracias a la bestialidad de mis camaradas de
armas, pero también gracias a la fama —si ese es el término
correcto— que precedía al oficial que debía servirnos de
guía moral.
Saltamos del camión, llenando la plaza con el eco de
veinticuatro botas. En otras circunstancias, habría sido
muy fácil saber lo que estaba a punto de ocurrir, forzándo-
me una vez más a ser testigo involuntario de lo más bajo
de la conducta humana. Ese día, cuando las cosas podían
haber seguido su cauce abominable, alguien señaló la casa
comunal. Distraídos por la mujer, habíamos ignorado como
principiantes la regla elemental de asegurar el territorio. Unas
frescas letras rojas parecían gritar: diez años de guerra
popular. En el techo, como burlándose de nosotros, una
bandera roja flameaba contra un intenso cielo azul.
Todo el mundo paró en seco. Nuestro pelotón, com-
puesto de crueles hijos de puta, o de patéticos perdedores,
según le apeteciera a quien lo describía, todavía experimen-

32
taba esa contracción involuntaria del ano cuando sentía
la presencia inminente del enemigo. Todos, excepto el
capitán, por supuesto, a quien nada parecía impresionarlo,
ni el cadáver hinchado de un niño bajo una penca, ni uno
de esos amaneceres andinos que parecían dibujados por la
mano de Dios.
El capitán saltó del Jeep, aunque el verbo tal vez sea
excesivo para la media contorsión, seguida del torpe movi-
miento de pierna, antes de la caída que ni el más generoso
observador habría calificado como elegante —viéndolo mo-
verse con esa pierna tiesa, era inevitable pensar en el capitán
Ahab—. Caminó hacia el centro de la plaza, arrastrando
la pierna que según se decía había recibido fuego enemigo
hacía tres años. Con las manos en la cintura, las axilas hú-
medas, examinó los techos que nos rodeaban. Excepto por
la siniestra bandera roja, el pueblo entero parecía vacío: el
silencio era absoluto.
«¡Domínguez!», ordenó el capitán sin voltear.
Domínguez se apresuró a acercarse. «Sí, mi capitán».
«Bájala».
Domínguez miró la bandera con aprehensión. «Pero,
mi capitán…».
«¿Te has vuelto sordo, Domínguez?».
«No, mi capitán, es que...».
«Carajo, Domínguez, es una orden».
Apodado «el Contorsionista», porque venía de una fa-
milia dueña de un miserable circo provinciano, Domínguez
corrió hacia la casa comunal, el ak-47 balanceándose en su
espalda, la cantimplora sacudiéndose en su cadera. Desapa-

33
reció detrás de la esquina, y unos minutos después lo vimos
avanzando sobre el ápice del techo a dos aguas, balanceando
los brazos como un equilibrista. Se acercó a la bandera con
facilidad, y la arrancó de un tirón, provocando un festejo
de alivio entre nosotros. Pero cuando ya volteaba, su bota
resbaló, empujando una enorme teja que se arrastró sobre
el techo, aflojando otras a su paso, hasta caer a la plaza con
un estruendo escalofriante ampliado por el eco.
Domínguez tenía ahora problemas para mantenerse de
pie. Agitó los brazos, arqueando el cuerpo, pero la fuerza
de la gravedad pudo más. Siguiendo la ruta de la teja, cayó
sobre el techo, arrastrándose en contra de su voluntad, hasta
caer de cabeza en medio de una lluvia de tejas. Quedó en
el suelo, la cabeza cubierta con la bandera roja, el cuerpo
quebrado; sin embargo, todavía esperábamos que se pusiera
de pie con uno de esos movimientos elásticos que daban la
impresión de que estaba hecho de goma. Pero no se movió.
Mucho peor. La bandera ocultaba el origen de un ruido
como de burbujas.
El capitán se acercó, dejando un rastro en el polvo, luego
se medio arrodilló para arrancar la bandera que le cubría la
cara a Domínguez.
«¡La puta que lo parió!»
Corrimos a ver qué pasaba. El ruido lo producía sangre
fresca que reventaba en burbujas debajo del mentón de
Domínguez. De cerca, era fácil comprobar que una bala le
había atravesado el cuello, cortándole limpiamente la yugular
y condenándolo a una muerte segura. Comprendiendo en
retrospectiva que el ruido de la teja había sido en realidad

34
un disparo, nos tiramos al suelo. Todos, excepto el capitán,
por supuesto.
«¿Qué diablos creen que hacen, manga de inútiles? ¿No
saben que en el suelo son blanco seguro para un francoti-
rador? ¡Párense!»
Nos pusimos de pie, avergonzados, y peinamos los
techos con el arma al hombro, examinando cada tejado,
cada ventana, inclusive cada esquina, pero no encontramos
a nadie. El capitán no podía arrodillarse, pero flexionó la
pierna sana, hasta que su cara quedó cerca de la de Domín-
guez. Habló en voz baja, algo como una plegaria, aunque
parecía imposible que una oración hubiera cruzado jamás
la boca del capitán.
Se puso de pie, meditó unos instantes, quizá sobre el
hecho de no tener un enfermero en el pelotón, quizá el estar a
dieciocho horas de la posta más cercana, quizá sobre la orden
de esperar a la fuerza regular en ese pueblo. Quizá disfrutaba
la anticipación. Imposible saberlo. Lo vimos sacar su Beretta
92, rastrillarla en el mismo movimiento, luego apuntar a la
cabeza de Domínguez. Disparó un tiro que retumbó en la
plaza. El burbujeo cesó.
El capitán guardó su arma antes de hacer un saludo
militar.
«Se había roto el cuello», dijo como para sí. «¡Gal-
ván!».
«Sí, mi capitán».
«Te tengo tres tareas», dijo el capitán. «Primero, manda
algunos hombres para ver si el francotirador está allí, no

35
quiero que nos vuelva a joder. Segundo, quema ese trapo de
mierda. Tercero, dale cristiana sepultura a Domínguez».

***
Nuestro pelotón era una unidad de reconocimiento
en la región que el enemigo llamaba «territorio liberado».
Como otras unidades del mismo tipo, nosotros éramos el
proverbial conejo que se suelta frente a los perros: si había
algún ladrido, las fuerzas regulares sabrían qué hacer. No
era un trabajo fácil, pero tampoco era insoportable. Salvo
la remota posibilidad de caer abatido por una bala enemiga,
y la más probable de perder una pierna en alguna maldita
explosión, nuestro trabajo era casi rutinario. Los indios
mismos nos facilitaban las cosas: tan pronto oían nuestros
motores, quizá tomándonos por la fuerza regular, se iban
con tanto apremio que más de una vez encontramos una
de esas sopas de papas a medio comer, y, en sus cuartuchos
oscuros y mal ventilados, los pellejos de carnero de sus camas
todavía calientes.
Nos asegurábamos de que el pueblo estuviera «limpio»,
lo que quería decir que no sirviera de base de apoyo al ene-
migo, informábamos lo que habíamos encontrado, luego
enfilábamos al siguiente pueblito de la puna. Es cierto que
no íbamos bien armados. Nuestra razón más poderosa era
una vieja m2, que en sus tiempos de gloria había disparado
550 cartuchos por minuto, pero que ahora, si no se atoraba,
quizá podía llegar a disparar 100. Pero era suficiente para
protegernos. Vanguardia Roja, compuesta en su mayoría
por indios ignorantes a quienes les habían lavado la cabeza,

36
estaba en peores condiciones: solo los jefes llevaban ak-47
o Kalashnikovs, porque el arma oficial era el machete y, a
falta de este, un patético rifle de palo.
Esa mañana, cuando entramos al primer pueblo del día,
pensamos que la jornada sería como cualquier otra, pero tan
pronto llegamos a la plaza principal supimos que nuestra
rutina cambiaba. Tres indios, las manos atadas en la espalda,
los pies asegurados con soga de cabuya, esperaban sentados
bajo el ardiente Sol andino. El capitán sacó su Beretta 92 y
se les acercó arrastrando la pierna.
No nos dio ninguna orden, quizá por la sorpresa, pero
todos saltamos del camión, los rifles listos, chequeando cada
tejado, cada ventana, cada esquina. Ese era el procedimiento
correcto. Mis camaradas de armas nunca habían leído poesía,
menos aún poesía anglosajona, y lo más probable es que se
murieran sin que les importara un carajo, pero todos sabían
muy bien aquello de do not go gentle into the night.
Cuando tuvimos la seguridad de que el pueblo estaba
limpio, fuimos a ver al capitán, esperando que nos carajeara
de rigor antes de ordenarnos que buscáramos algo sabroso
para el desayuno, pero los indios ahora captaban toda su
atención. Los examinaba con curiosidad, como quizá un
comerciante de esclavos de la Costa de Marfil lo habría
hecho, pero le apuntaba al más joven, un chiquillo de unos
quince años, correoso, de brazos nervudos, cuyo pésimo
corte de pelo lo hacía verse más joven de lo que era. Miraba
al capitán con el desdeño adolescente con el que mira a
un adulto un integrante de una banda de rock pesado. El
capitán le preguntó:

37
«¿Cómo mierda te llamas?»
El muchacho no respondió, pero como si hubieran re-
cibido una orden, los tres empezaron a cantar, en coro. No
se entendía un carajo porque cantaban en quechua, pero
no había que ser un genio para comprender que era uno de
esos himnos de Vanguardia Roja, casi siempre en torno a
la ilusoria «victoria final». El capitán, aunque no era muy
amante de la música, pareció divertido al principio, inclusive
inclinó la cabeza, como quien evalúa un costoso equipo de
sonido. Siempre que sonreía era inevitable imaginar que una
cicatriz rosada le bajaba de la ceja hasta el mentón.
«¡Silencio, carajo!»
Los indios siguieron cantando. El más joven, todavía
mirando al capitán con ojos desafiantes, inclusive parecía
gozar la maldita canción. El sargento Galván, al que nunca
conocí gesto diplomático alguno, se acercó de dos trancos y,
sin más preámbulo, metió el cañón de su pistola en la boca
del muchacho, pero este, a pesar de la dificultad, siguió
cantando con las venas del cuello abultadas por el esfuerzo.
Sí, debía tener unos quince. Recuerdo aquella edad. La sen-
sación de libertad absoluta. El sargento Galván gritó:
«¡Silencio, hijo de la gran puta!».
«¿Qué mierda cree que hace, Galván».
«Tratando de ayudar, mi capitán».
«¿Le parece que necesito ayuda?».
«No, mi capitán».
«¿Le pedí ayuda?».
«No, mi capitán».

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El capitán levantó la Beretta 92 hasta que quedó a la
altura del sargento Galván. «Largo», dijo, «Asegúrese de que
en este pueblo de mierda no haya ningún terrorista».
«Sí, mi capitán». El sargento Galván hizo un medio
saludo militar antes de irse.
El chiquillo no había dejado de cantar. El capitán, sin
mirarlo, se apoyó en la pierna buena, dio una sorpresiva
media vuelta y estrelló la pierna tiesa contra el pecho del
chiquillo. Este se arrugó como un caracol al que se saca de
la concha.

***
El capitán llamó a la base de Castrovirreyna, quizá con
la esperanza de que nos ordenaran regresar, llevando a los
prisioneros, pero el comandante le ordenó custodiarlos
hasta que la fuerza regular nos diera el alcance en Cayara.
El capitán estrelló el micrófono contra el gancho de la radio,
luego, asintiendo en silencio, abrió el mapa de caminos para
estudiar la nueva ruta. Cayara estaba a cuatro horas, de modo
que ordenó que subiéramos a los prisioneros al camión, y
nos preparáramos para largarnos de ese maldito pueblo.
«Con todo respeto, mi capitán, no creo que sea buena
idea», dijo el sargento Galván. «Estos terroristas de mierda
nos van a dar un dolor de cabeza. ¿Por qué no los elimina-
mos, mi capitán?».
El capitán lo miró, como pensándolo, aunque era impo-
sible estar seguro qué pasaba por su cabeza. Sus ojos verdes
a veces tenían un brillo de inteligencia, hasta de dignidad,

39
pero la mayoría de las veces eran dos pedazos de piedra, mal
cortados e incrustados a la mala en sus órbitas.
«¿Qué mierda le pasa hoy, Galván?».
«Nada, mi capitán, solo que yo…».
«Solo que yo sé más que usted, mi capitán», lo imitó el
capitán. «No voy a repetir mis órdenes».
El sargento Galván asintió de mala gana. Una cosa era
ir de pueblo en pueblo quemando banderas rojas; otra muy
distinta era transportar prisioneros. El sargento Galván era
una bestia que no sabría diferenciar un libro de un ladrillo,
pero, sin contar los seis meses que pasó preso, era el que
tenía más experiencia en la guerra. Sabía que Vanguardia
Roja rara vez daba la cara, pero cuando se trataba de rescatar
a uno de los suyos, recurría a un ingenio sin límite. Podían
no tener muchas armas automáticas, pero eran diestros en
tirar dinamita con una honda de piel de carnero.
De modo que viajamos los cerca de cien kilómetros de
una carretera polvorienta, llena de baches, diseñada por un
ingeniero al que le gustaban los diseños churriguerescos.
Durante las cuatro horas esperamos la explosión de dinamita
que bloqueara el camino con una avalancha de piedras. No
había ocurrido. Habíamos llegado bien, y, por el momento,
solo había muerto uno de nosotros. No era para celebrar, por
supuesto, pero no estaba mal. Como habría dicho el poeta,
We were clinging to the light.

***
El sargento Galván cumplió las tres tareas que le había
dado el capitán. El francotirador no estaba por ninguna

40
parte. Excepto por la mujer arrodillada, en el pueblo no
había otro ser vivo. La bandera se había quemado como las
otras, echándole unas gotas de gasolina y prendiéndole fuego
con un encendedor marca Bic. Finalmente, a Domínguez lo
habían enterrado junto al río, entre pájaros y árboles, como
diría el poeta, pero no porque al sargento Galván le intere-
saran un carajo las connotaciones poéticas, sino porque allí
había encontrado una fosa recién cavada.
El capitán nos había ordenado que metiéramos a los
prisioneros en la casa comunal. Mientras los arrastrábamos
hasta la puerta, el muchacho seguía mirándolo, como si
quisiera aprenderse su cara de memoria. Tuvimos que darle
un culatazo en el pecho para que bajara la mirada. Los ence-
rramos con candado en el salón principal de la casa comunal.
El capitán ordenó entonces que Toni Rodríguez hiciera
la primera guardia junto a la puerta, y que Paco Saldaña
tomara el primer turno detrás de la m2 del Jeep artillado.
Recién entonces, quizá porque lo único que nos quedaba era
esperar a la fuerza regular, el capitán dirigió su atención a la
puerta abierta. La mujer, ignorando hambre y sed, seguía
allí, arrodillada, como si el tiempo no pudiera tocarla.
El sargento Galván, la mirada más grasosa que de cos-
tumbre, miró a la mujer, luego al capitán, con la impaciencia
de un perro de presa que lucha con el arnés que lo sujeta.
Pero en lugar del leve movimiento de cabeza con el que
aprobaba las bestialidades del sargento Galván, el capitán
se dirigió él mismo hacia la puerta. El sargento Galván, sin
perder la esperanza, lo siguió, inquieto como un perro que
ha olido una hembra en celo.

41
El capitán se apoyó en el marco de la puerta. Las velas
exhalaban un olor frío, casi húmedo, el mismo que uno
siente al entrar en una iglesia a medianoche. En la tosca
mesa de madera yacía el cuerpo de un hombre joven, quizá
de unos veinticuatro, vestido con pantalón de bayeta negra,
camisa abotonada hasta el cuello y zapatos recién remenda-
dos. Las velas eran cirios a medio consumir que, al parecer,
ardían desde la mañana. La cera derretida había ensanchado
las bases.
El único adorno de la habitación era una fotografía en
blanco y negro clavada en la pared de adobe: una pareja
vestida de domingo, sonriendo a uno de esos fotógrafos
itinerantes que habíamos visto en las plazas de armas de
los pueblos más grandes. La mujer, arrodillada en una es-
ponjosa piel de carnero, nos ignoró. De lejos solo se podía
intuir que era joven; de cerca se comprobaba que también
era hermosa. Unas trenzas negras, gruesas, colgaban en su
espalda atadas con una cinta roja. Las facciones limpias, los
pómulos salientes, los labios perfectos, parecían trazados por
una línea dorada que flotaba en la penumbra. Unos aretes
de plata parpadeaban sobre sus hombros. La blusa, sujeta
por un corpiño ajustado en la cintura, complementaba la
pollera negra, henchida por muchas enaguas. Sostenía un
rosario entre los dedos.
«Mi capitán…», empezó diciendo el sargento Galván,
sin poder aguantarse más.
«Ni lo piense, Galván».
«Pero, mi capitán, ya van casi dos semanas, ¿no le pa-
rece?».

42
«Por la puta que lo parió, Galván, ¿se ha propuesto
llevarme la contra?».
El sargento Galván miró a la mujer, luego al capitán,
las ventanillas de la nariz aleteándole. De mala gana dijo:
«Mis disculpas, mi capitán, no volverá a pasar, perdone la
impertinencia».
«Lo hago personalmente responsable», dijo el capitán.
«No quiero que nadie le ponga un dedo encima a esta mujer,
si no quiere que lo deje amarrado a un árbol, calato, como
regalo para Vanguardia Roja».

***
La única emoción que le conocíamos al capitán era la
furia, desde la subterránea, contenida, que parecía siempre
salirle por los poros, hasta las explosiones monumentales
cuando alguien lo desobedecía. Era la primera vez que se le
veía esa mezcla de compasión y respeto —quizá la secuela
de algunos años en un colegio de curas ingleses. Habíamos
visto otros cadáveres. Habíamos visto demasiados. La ma-
yoría tirados a un lado de la carretera, la barriga hinchada,
los labios morados, los ojos resecos, siempre cubiertos por
una nube de moscas azules. Era la primera vez que veíamos
un muerto vestido para enfrentar lo que el poeta llamaba
the long night.
La presencia de la mujer, en especial su capacidad para
permanecer inmóvil por tanto tiempo, tuvo el efecto pre-
decible en mis camaradas de armas. Sin duda aguijoneados
por las hormonas —la dudosa mejora de posibilidades de
apareamiento— todos comieron sus raciones como gente

43
civilizada. Nadie contó esos chistes que siempre incluían
órganos sexuales o excreciones humanas, tampoco se tiraron
pedos, ni se mentaron la madre con esas florituras que les
hacían tanta gracia. No se les pasaba por la cabeza que, si
la mujer no hablaba español, su buen comportamiento no
serviría para un carajo.
Cuando terminamos las raciones, el capitán nos exami-
nó, sin duda tratando de decidir quién haría la guardia de
noche. Se detuvo ante mí, sopesándome. Se sentía superior
a los demás porque había pasado por la escuela de oficiales,
inclusive se decía que había recibido entrenamiento especial
en Panamá, pero sabía que a diferencia de los otros yo sí
había tenido una verdadera educación, y que, si todo salía
bien, algún día estaría muy por encima de él. Sin embargo,
de momento, yo era un simple subalterno. De modo que me
ordenó tomar el turno de la noche. No le gustaba a nadie,
porque se dormía mal, y se corría el riesgo de despertar con
una patada en las costillas. Pero a mí no me importaba. La
noche siempre era buena para recordar.
Luego de dar sus últimas órdenes del día, el capitán trepó
al camión, convertido cada noche en su privado, donde no
faltaba una buena cama de campaña, almohada, inclusive
una silla plegable que hacía las veces de mesa de noche. El
sargento Galván fue a mirar a la mujer, contorsionando el
cuerpo como si no cupiera dentro de su piel, luego regresó
negando con la cabeza, mascullando algo que a nadie le
importaba entender, pero al final, por su propio bien, se
metió en su tienda a las nueve. Dos horas después, todo
el mundo dormía, excepto, por supuesto, la mujer y yo

44
—Condori, a quien le tocaba el turno de la noche detrás
del m2, roncaba envuelto en una frazada, el casco inclinado
hasta taparle los ojos.
La luz de la Luna iluminaba la plaza con un azul pálido,
casi plateado, perfilando sombras que parecían dibujadas
con un pincel de tinta china. Las curvas de los tejados en las
paredes de adobe, la lona del camión en el polvo de la plaza,
la silueta angular del m2 terminada en el ovillo humano que
ahora era Condori. En el aire frío, limpio, se podía oír el
ulular de una lechuza, quizá llamando una hembra, quizá,
como decían los indios, llamando a la muerte. Desde lejos
llegaba el ruido del río que empujaba con lenta determina-
ción pedrones que chocaban con un ruido de dentellada
bajo el agua.
El frío ya me había atravesado la chaqueta, inclusive
los pantalones, y ahora empezaba a alcanzarme los huesos;
sin embargo, desde que oscureció, mis ojos, mi atención,
habían vuelto siempre hacia la puerta abierta. Era imposible
no sentirse atraído por las velas titilantes. Inclusive el paisaje
nocturno más hermoso se puede volver aburrido cuando
no pasa nada: la atención, después de todo, se aferra a la
superficie del cambio.
Las velas ya se habían consumido casi hasta la base, pero
seguían siendo una luminosidad que dibujaba el perfil de
la viuda. Entonces, sin poder predecir el futuro, pensé que
un soldado con piernas entumecidas no serviría de mucho
ante un ataque real. De modo que caminé unos pasos, pa-
teando en el aire, viendo mi respiración condensarse frente
a mí, pero tan pronto volví a mi puesto, el frío me empezó

45
a agarrotar las piernas otra vez. No sería tan malo, pensé, si
me alejara un poco más de la casa comunal, o si me acercara
a la mujer, dependiendo de la perspectiva. De modo que
empecé a caminar cada vez más lejos, o más cerca, hasta
que llegué a la puerta.
Me detuvo el asombro. La mujer arrodillada, medio
cuerpo iluminado por las velas, se parecía a un cuadro de
La Tour. De hecho, era una asombrosa combinación de «El
descubrimiento del cuerpo de San Alexis» y el «Magdalena
penitente». Nadie, ni siquiera el capitán, menos aún el
sargento Galván, habría notado aquel parecido, tampoco
la atracción. No sé cuánto tiempo estuve allí, disfrutando
de aquella visión, pero cuando regresé a mi puesto, aquella
imagen había quedado grabada en mi mente. ¿Qué puede ser
más cautivante que la belleza? ¿Qué persiste con intensidad
de fuego en la memoria?
Me acerqué a las carpas. Había un concierto de ron-
quidos. Me acerqué al camión, y me quedé allí, inmóvil,
hasta que oí el ronquido vitriólico del capitán. Entonces,
caminando tan silenciosamente como pude, crucé la plaza
seguido por mi sombra de luz de Luna.

***
Experimentaba otra vez, después de mucho tiempo, la
anticipación que una vez había sido tan familiar: el aleteo
de la nariz, la respiración acelerada, el retumbar del corazón
contra las costillas. Me apoyé en el dintel de la puerta. Las
velas eran ahora aros de cera sobre los cuales temblaban lla-

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mas amarillas. Las flores blancas a los pies del cadáver todavía
exhalaban el aroma dulzón de los altares de las iglesias.
La mujer, que de lejos parecía tan quieta, de cerca era
todo movimiento: el pecho que se henchía con su respira-
ción, los senos que empujaban rítmicamente el corpiño,
los labios que pronunciaban una plegaria. Sin embargo,
el silencio era tal que se podía oír la caída de las pequeñas
esferas de piedra del rosario que ella pasaba con los pulgares.
Su perfil seguía dibujado por la línea dorada. Juro que era
una de las imágenes más conmovedoras que había visto en
mi vida. Extraje un cigarrillo del bolsillo de mi chaqueta. Las
llamas, sensibles al menor cambio de presión, parpadearon,
haciendo bailar las sombras que se proyectaban en la pared
de adobe. Inclusive el muerto pareció moverse. Me incliné
sobre una de las velas, haciendo pantalla con las manos.
«Es mala suerte».
La voz sonó tan clara que pensé que era producto de mi
imaginación. Una de esas voces que llega en la noche para
decir algo que uno no quiere oír. En las noches interminables
de los siguientes cuatro años, volvería de manera obsesiva a
aquel preciso instante —The road not taken— con la certeza
de que, si no hubiera volteado a mirarla, si hubiera regresado
a mi puesto, las cosas habrían sido muy diferentes.
Sus ojos, enormes, negros, brillaban con la luz de las
velas. Miraba como si supiera mi futuro. Mi padre pensaba
que la voluntad humana era capaz de subyugar cualquier
forma de deseo. Mi padre, mi pobre padre. Hablé por pri-
mera vez en el día.
«¿Qué dijiste?».

47
«Es vela de muerto», dijo ella, «solo debe arder para el
muerto».
Su voz era firme, pero suave, como si le estuviera hablan-
do a un hermano menor. Sus consonantes, especialmente
la erre, rodaban sobre su lengua con el acento de quien ha
aprendido castellano después de una infancia quechua. Los
aretes de plata temblaban sobre sus hombros. Me pregunté
a qué olería su cuello.
«¿Me lo quieres explicar?», dije, acuclillándome junto
a ella, sintiendo el olor a mujer que una vez había sido tan
familiar.
«No entenderías nunca».
Sus ojos eran tan luminosos que tuve que mirar a otro
lado. Entonces la vi. Apoyada detrás del ala de la puerta, una
vieja Winchester 70, cuya culata gastada contrastaba con los
colimadores recién pulidos, inclusive se podía oler el rastro
picante de pólvora quemada. ¿Qué hacía un rifle letal allí?
La verdad es que en ese momento no me importaba. Nada
me importaba. ¿Para qué ocupar la mente en problemas
pedestres cuando tenemos acceso a esa realidad elevada que
es la belleza?
Saqué la chata de ron que llevaba en el bolsillo. En rea-
lidad estaba llena de coñac. Con el cigarrillo en los labios,
la abrí antes de ofrecérsela, pero ella me ignoró. Mi mano
temblaba.
«¿No tienes sed?».
«No es agua».
«No me digas que también es mala suerte».

48
Bebí un trago largo, como no se debe tomar el coñac,
pero no había otra manera. El trago nunca fue un buen
substituto, pero ayudaba, distraía la mente por un rato.
El olor a flor de naranjo sobre una piel incandescente era
demasiado. No supe qué decir. Un tiempo tuve la facultad;
la mayoría de veces, prestándome palabras de otros; unas
pocas, con palabras que yo mismo había escrito creyendo
que Coleridge tenía razón.
«¿Cómo ocurrió?».
«No importa».
«¿Lo mataron?».
«Un machete lo mató».
«Pero una mano sostenía el machete, ¿no?».
«No importa», dijo ella, «fue justo, uno contra uno».
Hablaba con la seguridad de quien ha vivido mucho.
¿Qué podía haber vivido en ese pueblito miserable de la
puna? Mientras ella hablaba, mis ojos seguían la curva de su
cuello, hasta el encuentro de sus clavículas, esa concavidad
de piel suave que el poeta había llamado Bósforo, al que no
cruzaba puente alguno.
«Lo que quieres decir», dije sin saber realmente a qué
me refería, «es que no es justo cuando uno tiene un machete
mientras que el otro tiene una ametralladora, ¿no?».
«Una ametralladora mata cien machetes».
Estaba suficientemente cerca como para besarla, pero
me frené, fumando una pitada, tratando de mantener mi
distancia. Mi padre no sabía que una cosa es reprimir los
deseos; otra muy diferente es gobernarlos: ese era el verda-
dero ejercicio de la voluntad, y solo podía ocurrir cuando

49
uno dejaba aflorar hasta los deseos más profundos. Tiré el
cigarrillo. Consciente del riesgo que corría, pero seguro de
que valía la pena intentarlo, me incliné hacia ella, como si
fuera a besarla, pero con la intención de detenerme a unos
quince centímetros, a salvo del peligro. Ella no comprendió
la sutileza. Quizá pensando que iba a tocarla, me empujó
con tanta fuerza que me vi obligado a sostenerme con las
manos para evitar una caída vergonzosa.
Todavía podía haber regresado a mi puesto, todavía
podía haber esperado al día siguiente, agotando la noche en
el proceso de olvidarla. No habría sido una muestra de mi
fuerza de voluntad sino un triunfo del poder de represión.
De modo que me acuclillé junto a ella, seguro de que la
urgencia volvería a aflorar.
«¿Por qué lo mataron?».
«Fue pelea de hombres; ya está muerto».
«¿No tienes pena?»
«Pena, tengo, mucha pena, pero no por él, muerto ya
no padece; tengo pena por los que van a venir».
Confieso que todavía seguía el diálogo, aunque quizá
sin prestar atención a su español formal, como si lo leyera
de un libro, pero su respuesta me desconcertó.
«¿Pena por quién?».
«El ejército nos mata, nos matamos entre nosotros: solo
hay una esperanza».
«¿El cielo?».
«El cielo es para los muertos», dijo. «La tierra es para
los vivos».

50
Me acerqué a ella, imaginando cómo sería hundir mi cara
entre sus pechos, pero no la toqué. Ella no comprendió mi
intención, porque vi un machete aparecer debajo del paño-
lón, la hoja de acero parpadeando con la luz de las velas, el
filo buscándome la carne mortal, y quizá me habría atrave-
sado hasta la espalda, si no la hubiera esquivado, tomándola
de la muñeca. Luchamos casi de manera simbólica, pero el
tiempo suficiente para que se distrajera la mente, para que
perdiera cuenta de dónde se apoyaba. Cuando logré que
soltara el machete, ya era demasiado tarde. Fue como una
avalancha interior. ¡Qué triste convertirse en el espectador
de los propios actos!
«Podrás tocarme», dijo ella, «pero no tenerme».
No me importó a qué se refería. Mi mano izquierda ya
le cubría la boca, mientras mi mano derecha dejaba el rifle
en el suelo, soltándome después la correa. Con voracidad,
como si solo me restaran unos minutos de vida, le levanté
las polleras sin tomarme el trabajo de contarlas, hasta que
mis manos recorrieron sus piernas calientes, subiendo por
la curva vertiginosa hasta llegar a su sexo de mujer, el origen
del ser, la fuente de todo tiempo humano. Me mordió la
mano izquierda, con fuerza, pero en ese momento inclu-
sive el dolor era parte del placer. Ella quiso alejarse, pero
sus piernas adormecidas se lo impidieron, facilitándome la
tarea de empujarla de espaldas sobre la piel de oveja. Me
acomodé sobre ella para entrar en su carne. Quise besarla,
pero me escupió. No me importó. Nada me importaba en
ese momento.

51
Juro que me abrazaba. Juro que sus piernas me soste-
nían con fuerza. Juro que no oí la primera ráfaga porque
en ese preciso instante caía la dulce caída sobre la cual no
hay control. Pero cuando la segunda ráfaga del m2 remeció
las paredes de adobe, la escuché como si retumbara en mis
huesos.
Ella me empujo antes de ponerse de pie de un salto. Trató
de recoger el machete, pero lo pateé, alejándolo. El parpadeo
de las velas la iluminó, por un instante creí que desaparecería,
inclusive me pareció ver una sonrisa en sus labios. No tuve
tiempo de pensarlo. El momento era demasiado urgente. Ya
con el fusil en la mano, volví a la oscuridad de la noche.

***
Tan pronto salí, el parpadeo amarillo del cañón del m2
me buscó, dándome tiempo justo para tirarme al suelo.
Los huesos de los codos me crujieron, un dolor agudo me
recorrió los antebrazos, pero me quedé cuerpo en tierra,
protegiéndome la cara con el fusil. Entonces todo quedó en
silencio. El sargento Galván salió de la casa comunal con un
ak-47 en la mano.
«¡Se fueron!»
El capitán —ahora podía verlo con claridad— estaba
junto al camión, la Beretta 92 en alto, parpadeando bajo un
cielo súbitamente estrellado. Apoyándose en la pierna tiesa,
pateó contra el suelo con todas sus fuerzas.
«¡Mierda, mierda, mierda!»
El sargento Galván, como si hubiera recibido una orden,
empezó a caminar hacía mí, y, en contra del sentido común,

52
traté de levantarme, pero me disparó una ráfaga que me
obligó a tirarme al suelo otra vez. El capitán gritó.
«¿Qué carajos hace, Galván?».
«Matar esta basura, mi capitán».
El sargento Galván ya estaba junto a mí, el cañón de su
arma casi apoyado en mi cabeza, el olor a pólvora quemada
sobre el metal caliente entrándome por la nariz.
«No dispare, Galván».
«Disculpe, mi capitán, pero esta mierda merece morir
aquí mismo».
El sargento Galván apoyó el cañón en mi frente, oí su
dedo jalar el gatillo, y cuando el resorte liberó el martillo,
mi ano se contrajo dolorosamente, pero no hubo disparo,
tampoco contragolpe que cargara otro cartucho. El capitán
se acercó apuntándole al sargento Galván, pero este soltó el
cargador de su arma y buscó otro en su morral.
«Galván, imbécil de mierda, ¡deténgase!».
«No, mi capitán», dijo el sargento Galván. «Si queremos
ganar esta maldita guerra tenemos que empezar por limpiar
toda la basura de nuestras fuerzas», ya había montado el car-
gador nuevo, y ahora volteaba hacia el capitán. «Incluyendo
los que no saben dar órdenes».
El capitán disparó. El sargento Galván cayó de espaldas,
soltando una ráfaga al aire, pero apenas tocó el suelo soltó
su arma y se ovilló. Bajo la luz de la Luna se oyó su voz
adolorida.
«Cobarde de mierda, nunca ha disparado al enemigo,
la herida de la pierna se la hizo en una borrachera, que lo
sepan todos».

53
El capitán disparó al aire, y el sargento Galván se quedó
callado.
***
Las fuerzas regulares llegaron al día siguiente, alrededor
de las nueve de la mañana. El comandante, instalado en la
casa comunal, hizo llamar al capitán. Este salió una hora
después, pálido, se diría que temblando, la pierna más tiesa
que nunca. Le ordenó a Toni Rodríguez que nos entregara.
El sargento Galván iba con el hombro vendado, pero el brazo
de su camisa estaba manchado de sangre.
El teniente que nos hizo subir al camión parecía diver-
tido con la mala sangre del sargento Galván. «Concha su
madre», dijo el teniente, «se porta como un subversivo, el
jijuna». Subí, sosteniéndome con las manos esposadas, y me
senté junto a un Policía Militar. Mientras los demás inter-
cambiaban órdenes, hormigueando en la plaza de armas que
el día anterior había parecido tan vacía, mis ojos se dirigieron
a la puerta abierta.
Solo se veía un rectángulo negro. Quizá las velas se ha-
bían consumido por completo, pero no pude ver el cuerpo,
ni las flores, ni la viuda cuya carne había conocido cuando
la noche parecía infinita. Recordé el Winchester 70, pregun-
tándome qué diablos hacía allí, pero ya era muy tarde para
que una respuesta importara.
Cuando el camión empezó a moverse, se me ocurrió que
quizá me lo había imaginado todo, pero la marca rosada de
unos dientes en mi mano izquierda parecía confirmar lo
contrario. Entonces recordé aquella cita sobre el Paraíso que
se decía Coleridge había escrito en uno de sus diarios.

54
El futuro en la mirada

1.
Cuando escuchó las pantuflas arrastrándose en el primer
piso, Juan Delfín quiso correr, pero la mala noche se lo impi-
dió. Se detuvo en el rellano del segundo piso. Con la espalda
pegada a la pared, esperó que el dueño del edificio siguiera de
largo, hacia el patio trasero, donde criaba gallos de pelea en
jabas de tela metálica. Pero el siseo de las pantuflas se acercó
in crescendo hasta detenerse junto a la escalera. Imaginó los
ojos bolsudos de animal anfibio vueltos hacia arriba cuando
la voz impaciente del dueño preguntó:
—¿Hay alguien ahí?
Inmóvil, para que la bolsa de papel no crujiera, Juan Delfín
esperó. El olor era extraño: pan recién horneado mezclado
con dedos olorosos a trementina. El dueño, quizá rascándose
una barba de tres días, lanzó una maldición antes de alejarse
refunfuñando. El siseo de las pantuflas se apagó hasta dejar

55
todo en silencio. Juan Delfín respiró aliviado. Qué vida de
mierda, pensó, tener que escabullirse así, como un ladrón.
Subió la escalera de mármol que en el cuarto piso daba
a la escalera de caracol que a su vez subía al aire libre hasta
la azotea donde desde hacía tres años tenía su taller. Su ma-
niobra para esquivar al dueño había sido innecesaria. En la
puerta metálica, aligerada por un vidrio catedral, encontró
otra hoja arrancada de un cuaderno escolar. «Señor Delfín,
le suplico se acerque de inmediato a cancelar los tres meses
atrasados. Esta es la última advertencia».
El subrayado le hizo gracia. En cada nota había una
palabra clave. En la última había sido «desalojo». Pensar
que hacía tres años no tenía que correrse de un casero de
pantuflas, mal afeitado, cuyo pesado aliento había despe-
llejado las paredes del primer piso. Todo lo contrario, su
casera, madame Renard, oui, comme la femme dans le roman,
andaba siempre perfumada, le sonreía con alegría, arrugando
los ojitos, saludándolo siempre con los tres besos de rigor.
Mon Péruvien préféré. Era la viuda de un oficial francés que
le alquilaba un departamentito de dos habitaciones a tres
cuadras de la Gare de Lyon.
En aquellos días agotaba sus tardes parisinas del brazo
de Sophie, terminando siempre en el café de la rue Férou,
frente al departamento donde Hemingway vivió una vez.
En las noches tomaban un trago en el Old Navy, sentados
en las sillas de mimbre, mirando a los franceses pasar por el
Boulevard Saint Germain. Se veían todos los días, excepto
los viernes, cuando él se reunía con su grupo de amigos
latinoamericanos.

56
Fue allí, en una mesa junto a la ventana, viendo a los
apurados franceses caminar sin paraguas bajo la lluvia, que
les comunicó que tenía que regresar al Perú. No solo por-
que se le acababa la beca, sino porque lo llevaba un gran
proyecto: quería retratar la ciudad donde había crecido. No
lo entendieron. ¿Retratar? Esas son cosas del siglo pasado.
El arte de ahora ya no tiene ningún compromiso con la
representación. Los retratos han quedado para los dueños
de los bancos. La esclavitud al realismo ha terminado. Si de
verdad quieres retratar una ciudad tendrías que hacer un
documental. Los escuchó con paciencia, como un amigo
escucha los desacuerdos, hasta que ellos se dieron cuenta de
que hablaba en serio. Hubo un silencio que se llenó con el
francés apagado de otras mesas. Es una locura. ¿De verdad?
Ojalá no te arrepientas. Pero si algo sale mal, si no te acos-
tumbras, ya sabes dónde encontrarnos.
Sophie lo comprendió de inmediato, aunque se negó
a seguirlo, a pesar de los muchos argumentos que él esgri-
mió hasta el momento mismo en que entraron a Orly. «Mi
proyecto de vida está aquí, perdóname —había dicho ella,
dulce como si estuviera declarándole amor eterno con su
delicioso acento francés— pero siempre habrá una copa de
Courvoisier en los altos de la boulangerie». Le costó trabajo,
pero terminó besándola en la frente, magnánimo, como
había hecho tantas veces. El beso del adiós. «Suerte con el
resto de tu vida». Atrás quedaron los amigos del Old Navy,
atrás quedó París, atrás quedó Sophie.
En Lima se instaló en aquel estudio desde donde se
podían ver las copas de los árboles de la berma central de

57
la avenida Arequipa. No era el Barrio Latino, ni de allí se
podía llegar al Old Navy, pero era el lugar ideal para lanzar
su proyecto. Empezó de inmediato. Tomaba apuntes por la
mañana, pintaba en la tarde, salía en la noche a tomar una
copa en el Café del Ángel. De vez en cuando tenía suerte. Las
otras veces regresaba solo. Pero sus ahorros, convertidos de
francos a soles, le alcanzaron apenas para un año. Entonces
empezó la mala racha.
Cerró la puerta, dejó el pan junto a la hornilla de gas,
pero en lugar de prepararse un café, se sirvió una copa de
su última botella de Courvoisier. Se alejó del lavadero de la
cocina donde los platos sucios de hacía dos noches empe-
zaban a agriarse. En la botella quedaba un dedo de vino de
Burdeos. En una de las copas todavía tiritaba el carmín de
unos labios. ¿Amanda? ¿Beatriz? ¿Hanna? ¿Qué importaba?
Una semana después su nombre se borraría para siempre.
Ni siquiera la encantadora Sophie, con sus caminatas por
el Barrio Latino, sus conversaciones en el Pont Neuf, sus
visitas juguetonas a la sala 35 del Museo D’Orsay para ver
los cuadros de Van Gogh, ni siquiera ella duraría mucho.
Llegaría el día en que quizá volvería a verla sin poder recor-
dar su nombre.
Unos golpes en la puerta lo sobresaltaron. Miró por la
ventana antes de abrir. Era la modelo.
—Qué horror… Esa escalera se va a caer un día.
—¿Te vio el dueño?
—¿El dueño?
—Olvídalo —dijo él, haciéndose a un lado para dejarla
entrar—. No se caerá nunca.

58
—Ay, mi madre, tiembla con cada paso.
—¿Quieres tomar algo?
—Agua mineral, por favor, con hielo.
—No tengo hielo —dijo él, abriendo la pequeña alacena
para sacar un vaso descartable—. Tengo coñac.
—No, hijito, así nomás, ya sabes, cuando trabajo no
tomo.
La modelo se rio sin ganas. Era atractiva: piernas largas,
delgadas, ojos verdes, menudos, inquietos, el pelo castaño,
lacio, recogido en moño. Garrido la había traído hacía una
semana. Mientras ella curioseaba en el estudio, mirando los
cuadros de las otras dos tapadas limeñas ya terminados, el
Gordo lo había tomado del brazo para hablarle en voz baja.
«Con esta terminamos —dijo con un guiño—. Después, a
cobrar se ha dicho». Juan Delfín asintió de mala gana.
Le dio un vaso con agua mineral a la modelo, luego se
sentó frente al caballete cubierto con una tela blanca. Su-
mergió los pinceles en el pote de vidrio lleno de trementina.
Mientras los restregaba contra la rejilla del fondo, el olor re-
sinoso, mezcla de solvente con óleo, le despertó aquel nervio
que siempre parecía dormido. En esos momentos, cuando
el Courvoisier todavía no se mezclaba con el café, cuando
la consciencia todavía no se adormecía con la fricción del
pincel sobre el lienzo, cuando el tiempo todavía sonaba en
algún absurdo campanario, sentía la vertiginosa libertad de
quien acaba de descubrir que puede volar. Después, cuando
el lienzo ya estaba en marcha, era otra la euforia.
La noche anterior no había dormido. Después que la
modelo se fue, quiso tapar el lienzo, dejar que las ocho horas

59
siguientes fueran mejores consejeras, pero no pudo. Con ese
impulso que a veces era tan irresistible que suprimía otras
urgencias, se sentó frente al caballete otra vez, para añadir
pinceladas, raspar, mezclar, corregir, repintar, trabajando sin
parar en ese estado de concentración absoluta que los gringos
llamaban the zone, pero que se parecía más a la levitación:
la capacidad de abstraer la carne mortal del mundo que la
rodea. Entonces ardía con un fuego interior, desconectán-
dose del tiempo, de la odiosa línea que separa el pasado del
futuro. Cuando por fin empezó a clarear, había tapado el
lienzo, luego había salido a comprar pan. Recién ahora se
daba cuenta de que lo había terminado.
La modelo había cambiado sus zapatos de plataforma
por unos de chapín. Ahora se ponía la saya sin quitarse la
minifalda.
—No te cambies —le dijo. Ella se quedó con las manos
detrás de la cintura, en el acto de amarrarse la saya, mirándo-
lo con sorprendidos ojitos verdes—. Ya hemos terminado.
Dejó caer la paleta en el lavatorio lleno de agua. Las
burbujas ocultaron por unos instantes las manchas de óleo:
tres colores cálidos, tres fríos, los colores primarios que eran
su sello personal.
—Pero ayer me dijiste que viniera —dijo la modelo,
dejando caer la saya con un gesto de fastidio. La tela negra
le rodeó los tobillos como un aro de sombras—. ¿No es
cierto?
—Lo terminé cuando te fuiste, lo siento.
—Se supone que iba a posar cuatro horas, ¿no?

60
Sacó de la mesa auxiliar el sobre que había dejado
Garrido. Se lo entregó tratando de sonreír. La modelo,
olvidándose del disgusto, estiró unos dedos terminados en
uñas violeta.
—¿Me puedo ir?
Juan Delfín asintió.
—¿Puedo verlo antes?
—No.
—Por favor, es la primera vez que poso para un pin-
tor.
—No quiero desilusionarte.
La modelo recorrió con la mirada los otros cuadros, de-
teniéndose unos instantes en las dos tapadas que ocupaban
la pared lateral. Quizá le gustaban, quizá no estaba segura:
la pintura contemporánea tiene la virtud de confundir a los
no iniciados.
—Garrido dice que eres el mejor pintor del Perú.
—El Gordo siempre habla demasiado.
—Por favor.
Destapó el cuadro de un tirón. Se sorprendió al ver la
calidad de su propio trabajo. Era ella, sin duda, en todo su
misterio, en toda su distancia, en su fragilidad siempre tan
fuerte. La modelo entrecerró los ojos inclinando la cabeza
como cuando uno quiere descifrar un texto borroso. Con
las manos en la cintura, negó muy despacio, antes de voltear
con un gesto ofendido.
—¡Esa no soy yo!
—Te lo advertí.

61
—Mis ojos no son negros, mi nariz es más delgada, yo no
tengo esos lunares en el hombro, mi pelo… Dios mío, mira
ese pelo de zamba que me has puesto. ¿Qué te has creído?
No respondió. Estaba acostumbrado a los arranques de
ira de las mujeres. No de las modelos, era cierto, pero, ¿cuál
era la diferencia? Tantas habían pasado por ese taller, tantas
habían desayunado con él, tantas le habían traído ramos
de margaritas sin dejar jamás la huella de sus nombres, sin
poder borrar el eco de aquella voz, sin mirar jamás con la
luz interior de aquellos ojos que ahora lo miraban desde el
lienzo. Gioconda. Sabía que si se encontraran en veinte años,
en un café de alguna parte del mundo, todavía recordaría
su nombre.
Era ella, sin duda, con el pelo ensortijado, la voz frágil
pero serena, el misterioso pasado, el infalible futuro, los tres
lunares en el hombro izquierdo, el collar de cuero con una
filigrana de plata. La mujer que besaba con labios llenos de
preguntas, la mujer que hablaba con un hilo de nostalgia
en la voz, la mujer que miraba como si todo el mundo se
hubiera despertado esa mañana para poner el brillo de sus
millones de ojos en la intensidad de sus pupilas.
—No eres tan bueno como dice Garrido —dijo la
modelo.
Se cambió los zapatos, se colgó el bolso al hombro, se
guardó el sobre, luego se fue sin despedirse como si hubiera
sido víctima de un engaño. Sus pasos vibraron en la escalera
de caracol hasta desaparecer tragados por el edificio.
Se quedó a solas frente al caballete. No era la primera
vez que pintaba de memoria, pero era la primera vez que la

62
memoria lo obligaba a pintar a él. Gioconda, desde el lienzo,
parecía preguntarle por qué no había hecho el menor gesto
para detenerla cuando ella se despidió, por qué se había
contentado con besarla en la frente. ¿Qué podía responderle?
Las mujeres siempre terminan pidiendo más de lo que un
verdadero artista puede dar.

2.
Una noche, hacía casi un año, cuando la mala racha parecía
terminar, el Peruano-Británico había presentado «Próceres de la
Independencia», el primer contrato que Garrido consiguió nada
menos que con el Ministerio de la Presidencia. No pagaban mu-
cho pero era buena publicidad. Paseándose entre los señorones
de mirada distraída, gemelos de oro, inauditos zapatos de charol,
señorones que llevaban del brazo a unas señoras cubiertas de
perlas, olorosas a shalimares, chanels, guerlaines, señoras cuyos
dedos meñiques siempre apuntaban hacia afuera cuando sor-
bían su vino blanco, había creído ver a alguien examinando el
José de San Martín que él había pintado usando como modelo
a un mendigo que encontró en uno de los basurales del Rímac.
Navegando entre conversaciones acentuadas con sonrisas de
diez mil dólares, se disculpó con un empresario minero, para
cambiar de ángulo. Sí, no había duda, una muchacha miraba
el cuadro con una atención de la que nadie en la sala parecía
capaz. Caminó hacia ella con una copa de coñac en la mano,
pensando usar una de sus rutinas infalibles, llevarla al taller,
acostarse con ella, verla un par de veces más para no herirla antes
de despedirla como a las otras: un beso en la frente. Pero Ga-
rrido lo interceptó. Quería presentarle a uno de los accionistas

63
del Banco Weiss que buscaba, precisamente, un pintor para su
sede institucional. Juan Delfín, apretó manos, sonrió, asintió
comprensivo, sin perderla de vista. El banquero decía algo sobre
la pintura virreinal, pero Juan Delfín, atento a la muchacha, vio
cómo esta pasaba del José de San Martín al Simón Bolívar, un
vendedor ambulante del mercado del Callao que había aceptado
dejarse crecer las patillas del libertador.
Cuando el accionista del Banco Weiss por fin hizo una
pausa, Juan Delfín aprovechó para disculparse. Se acercó a
la única persona en toda la galería a la que le interesaban
los cuadros.
—¿Te gustan?
Ella, como si no lo hubiera escuchado, siguió exami-
nando el Simón Bolívar. Cobraba vida por la energía de
las pinceladas, también por el modelo, pero el uniforme de
charreteras doradas, que Garrido consideró imprescindible,
le aligeraba el carácter. Era un buen cuadro, pero mercenario,
rebajaba al artista. La muchacha parecía saberlo. Por primera
vez en la vida Juan Delfín vaciló. ¿Debía decirle que era el
pintor? ¿Posar como un asistente más? ¿Fingir ignorancia
total para sorprenderla luego? Ella no le dio tiempo.
—Me gusta el artista —dijo—. Pero no estos cuadros.
—¿Me estás tomando el pelo?
—No te conozco. No puedo tomarte el pelo.
—Eso tiene solución.
Ella no le respondió. Se alejó unos pasos hasta quedar
ante el Túpac Amaru, sentado en una piedra, contemplan-
do cejijunto el futuro que se le venía encima como una
avalancha. El jardinero de Garrido había aceptado posar

64
estoicamente por tres días junto a los rosales de la enorme
casa de San Isidro.
—Me gustaría ver los cuadros que pintas cuando no te
inspira una cuenta de banco.
Era la primera vez en la vida que alguien había sido
tan brutal. Siempre habían alabado su técnica realista, su
método revolucionario de pintar con colores primarios, sus
pinceladas enérgicas como las de Van Gogh, pero clásicas
como las de Rubens, sus composiciones frescas como las de
Sorolla, inclusive su «relectura de los rostros del imaginario
de la Historia del Perú», como había escrito algún canalla
en el folleto de la exposición, pero jamás había oído una
opinión de ese calibre. La mujer le ofreció la mano.
—Mi nombre es Gioconda.
—El mío Leonardo —dijo él, pensando haber encontra-
do una fisura para colarse en el corazón de esa mujer, pero
cuando ella no sonrió, se sintió estúpido.
—¿Me invitas una copa?
—Por supuesto —dijo él, todavía aturdido, pero cuando
levantó la mano para llamar a un mozo, ella lo detuvo.
—En tu taller.

3.
Olvidándose que Garrido le había pedido que se quedara
para hablar con el accionista del Banco Weiss, se escabulló
entre los perfumados señorones sin despedirse de nadie,
pero el Gordo lo alcanzó en las escaleras. Lo tomó del brazo.
«¿Qué pasa, compadre?». «Un asunto urgente». El Gordo
miró las escaleras vacías. «¿Más urgente que tu carrera?». Juan

65
Delfín se soltó. «Carajo —dijo Garrido en voz baja— ¿qué
le has visto a esa chiquilla?». No respondió. No podía res-
ponderle. Simplemente subió tras ella.
Si en la galería no había sabido cómo abordarla, en el
taller se sintió más torpe todavía, porque apenas llegaron,
como si estuviera en su casa, ella dejó su bolso en el sillón
de mimbre, lavó los platos, puso a hervir agua para el café,
buscó en los anaqueles hasta encontrar dos tazas limpias,
luego recorrió el estudio. Hizo preguntas certeras, exa-
minando los cuadros con autoridad, hasta que llegó a la
mesa de trabajo, detrás de la cual Juan Delfín ocultaba sus
verdaderos lienzos.
—Esos no —dijo, tomándola del brazo—. Son solo
bosquejos.
—¿Bosquejos? —preguntó ella, soltándose—. La vida
misma es un bosquejo, no hay tiempo para la obra definitiva.
Debió adivinarlo en ese momento. Ella se movía con
una determinación que no había visto jamás. Como si nada
de este mundo pudiera tocarla. Desempolvó los cuadros, los
alineó contra la pared bajo la ventana, los estudió por largo
rato mientras él terminó de preparar el café. Ya no quería
pensar en una estrategia para la seducción. Era la primera
vez, desde que llegó a Lima, que alguien se interesaba por su
proyecto, el rostro de la ciudad que para él estaba en el rostro
del violinista-mendigo sentado siempre en las gradas de la
Catedral, la prostituta de ojos callados que a veces se paraba
en la esquina de Esperanza con Larco, el mimo tiritante que
actúa en la Plaza San Martín, el tragasables famélico de la
avenida Javier Prado. Rostros que no eran felices ni tristes,

66
sino dueños de sí mismos, dueños de ese instante inasible
en el que una persona nos mira con los ojos de toda la hu-
manidad. Se diría que desde el filo del tiempo.
—¿Cómo se llama la serie? —preguntó Gioconda.
—Rostros de ciudad.
—No están firmados.
—Solo firmo un cuadro cuando voy a entregarlo.
La mirada inquieta de Gioconda recorrió el taller, el piso
de parquet, las vigas del techo, la cama de madera cubierta
con un poncho andino, la cocina cuyo mostrador estaba
lleno de botellas de coñac a medio terminar, el cartel negro
del Che con su firma en tinta roja.
—Me gusta.
—Tu casa, cuando quieras.
—Solo mi casa es mi casa.

4.
Salieron a las dos de la mañana. Quiso irse sola. Él
insistió en acompañarla por lo menos hasta la puerta. Ella
le dejó seguirla. Mientras esperaban el taxi en la esquina,
Juan Delfín experimentó por primera vez la desnudez que se
siente cuando se ha revelado un secreto muy querido. Quiso
protegerse con palabras.
—Gracias por lavar los platos.
—Lo hice porque tenían un olor odioso, nada más
—dijo ella—. Espero que la próxima vez lo hagas tú.
Cuando llegaron a la pensión de la avenida Comandante
Espinar donde ella vivía, intentó besarla, pero ella le puso

67
los dedos sobre la boca, mirándolo como si fuera un niño
que acaba de decir una tontería.

5.
Era la primera vez que había estado a solas con una
mujer, tomando Courvoisier, escuchando música, hablando
de pintura, sin haberla llevado a la cama. Para colmo, se le
había ocurrido aquel último lance absurdo, ese beso que ella
detuvo en el aire, dejándolo con esa sensación incompleta,
el gesto a medias que nunca se termina.
No era uno de esos idiotas que coleccionan conquistas
para luego exhibirlas como condecoraciones ante los amigos.
Para él, el acto de amor era un ritual sagrado, un arte mayor
que requería de todos los sentidos, un evento máximo que
debía ejecutarse paso a paso, sin prisa, disfrutando cada
placer inesperado, olvidando la mortalidad de la carne, ol-
vidando que un día no seremos más que cenizas. Se llegaba
a ese ritual con los ojos abiertos, sabiendo que su ejecución
consumiría su energía, después habría que dejarlo irreme-
diablemente atrás.
Esa noche sintió el fracaso que algunas veces le había
tanteado el corazón cuando el lienzo tomaba el camino
equivocado obligándolo a empezar de cero otra vez. Lo
estremeció la posibilidad de quizá nunca volvería a verla.

6.
Se equivocó. Gioconda empezó a visitarlo por las tardes,
a las cuatro, después de sus clases de abogacía en la San Mar-
cos. Llegaba siempre de pantalones vaqueros, una chompa

68
de hombre, suelta, abrigadora, el pelo amarrado detrás de
la nuca, trayendo un pan baguette de la Tiendecita Blanca.
Conversaban, tomaban café, luego ella se instalaba en la
silla de mimbre, junto a la ventana, para leer un grueso libro
forrado en cuero marrón.
Pasaron tres semanas sin que él lograra nada más que un
beso de despedida en la mejilla. Hasta que una tarde, terminó
el retrato del tragasables; ella examinó el cuadro por largo
rato, se diría que casi sin respirar, hasta que luego de largos
minutos, le tomó la cara con sus manos frías. Su primer beso
fue tibio, ligero como el aletear de una mariposa, pero fue un
camino sin regreso. No supo explicarse por qué el cuerpo de
Gioconda, que parecía tan fuerte con los pantalones puestos,
se veía tan frágil sobre las sábanas negras. Esa tarde, todavía
desnuda, ella desconectó el teléfono.
Juan Delfín experimentó por primera vez la ansiedad de
la espera. Cuando la iglesia de Miraflores tocaba las cuatro
campanadas, se quedaba con el pincel en el aire, sabiendo
que a partir de ese instante cada minuto era una ventana por
donde ella podía asomarse. Llegó a anticipar el eco lejano de
sus pasos en la escalera de mármol, el vibrar de sus pies ligeros
en la escalera de caracol, inclusive descubrió que el pulso
se le aceleraba cuando ella tocaba la puerta. Era una agonía
deliciosa. «Carajo —le habría dicho Garrido— pareces un
chiquillo». Quizá sus neuronas se habían refundido. Quizá
era la segunda adolescencia de la que hablaba Machado.
En esos días, gracias al dinero del primer contrato, vivió la
vida que había soñado. Por las mañanas, con su cuaderno de
apuntes bajo el brazo, recorría las calles, sentándose en una esqui-

69
na para conversar con un mimo que se embadurnaba la cara con
polvo de tiza mezclado con vaselina, para escuchar los sincopados
gritos de los chiquillos malabaristas del Paseo de la República, la
lenta conversación de un jubilado que cansado de hacer cola se ha
sentado en las gradas del banco para fumar un cigarrillo sin filtro
que lo obligaba a escupir un humo lleno de hebras de tabaco.
Tomaba fugaces apuntes que, por la tarde, cuando Gioconda ya
estaba instalada en el sillón de mimbre, trabajaba en el lienzo,
añadiendo un rostro más a esa serie que debía convertirse en un
rostro colectivo, el momento en que la ciudad entera mira con
ojos cargados de futuro. Poco después de las siete la invitaba a
comer en el chifa de la avenida Petit Thouars, donde ella siempre
pedía un gran vaso de agua para tomar sus vitaminas.
Una tarde ella no llegó. Juan Delfín se obligó a trabajar,
recordándose que para eso había venido al mundo, pero cuando
la iglesia dio seis campanadas sin que ella llegara, bajó al primer
piso, salió a la calle, miró los taxis que pasaban por la avenida
Arequipa, inclusive recorrió la berma central, examinando las
bancas que había entre los árboles. Entonces, cuando llegó frente
al Palacio Marsano, se dio cuenta de lo que había hecho.
Gioconda volvió al día siguiente, sonriente, como si
no hubiera ocurrido nada. Hicieron el amor pero en el
momento máximo del placer, ella lanzó un extraño quejido
que él no comprendió, demasiado contento de poder oler
el aceite de sándalo en su piel de mujer. Esa misma noche,
mientras ella tomaba sus vitaminas, él hizo algo que jamás
pensó hacer. Extrajo del bolsillo de su saco una copia de la
llave del estudio. La depositó junto a las pastillas de colo-
res. Gioconda, como si fuera lo más natural del mundo, se

70
desanudó el collar de cuero para colgar la llave junto a la
filigrana de plata.
—La usaré —dijo— cuando el ángel me expulse del
paraíso.
No la entendió. Creyó que citaba un poema. Le bastó
con saber que ese pedazo de metal, que ella llevaría siempre,
los unía de una manera inextricable, definitiva. Pero Gio-
conda no llegó al día siguiente. La llave, pensó, había sido
una forma de ansiedad. Quiero que estés conmigo, decía,
para siempre. Qué estupidez.
Pero al tercer día, después de los ruidos familiares en la
escalera, oyó sus nudillos en el vidrio catedral de la puerta.
Le abrió, con el pulso acelerado, unas ganas enormes de
abrazarla, pero simplemente la recibió con un beso en la
mejilla. No hizo pregunta alguna. Solo los idiotas piden
explicaciones a sus mujeres. El acto de amor es el encuentro
libre de dos personas adultas. El tiempo, con su ilusión de
pasado, su falsa promesa de futuro, no cuenta.
Pero si él pretendía no querer saber nada, Gioconda,
por el contrario, como si fuera lo más natural del mundo,
dejaba de leer de vez en cuando para preguntar. ¿Cómo era
Barranco cuando él era niño? ¿Por qué eligió Bellas Artes
en lugar de la Católica? ¿Cómo llegó a París? ¿Por qué dejó
a la francesa? ¿De verdad había conocido a Martín Adán?
Evitó responder algunas, se contradijo en otras, hasta que,
poco a poco, empezó a caer al pozo profundo de la verdad.
Entonces esa callosidad firme que había construido con los
años, esa protección que le añadía un grado de misterio ante
las otras, empezó a pelarse capa por capa hasta dejarlo en

71
carne viva frente a aquella mujer de palabras precisas como
bisturíes.
De vez en cuando, como si hablara para sí misma, ella
le contaba algo. Supo que el cura de la iglesia de Miraflores
era su mejor amigo, que tenía una familia lejana en algún
lugar del Perú, que estudiaba leyes porque quería ser útil, que
la profesora que más respetaba se llamaba Paula Luna, que
soñaba con viajar algún día. Eso era todo. Luego se quedaba
en silencio, quizá esperando que él preguntara, pero no lo
hizo. Solo una vez, cuando ella alineó sus vitaminas en la
mesa del chifa, se dejó llevar por el momento.
—¿Quién es tu médico?
—¿Mi médico?
Ella lo miró con ojos muy grandes, negros, se diría que
llenos de asombro, pero fue solo un instante. Su expresión
cambió de inmediato para mirarlo otra vez como a un niño
que ha hecho una pregunta equivocada. Incómodo, se vio
en la penosa necesidad de aclarar.
—El que te receta tantas vitaminas.
—Un buen amigo —dijo ella.
No insistió. Esos días eran demasiado perfectos para
teñirlos con la necesidad mundana de las explicaciones, las
seguridades, las promesas, los planes a futuro. Empezaba a
entender a qué se refería ella cuando decía que la vida era
un bosquejo.

7.
Una tarde, cuando Gioconda preparaba café, la escalera
de caracol vibró in crescendo, luego unos pasos retumba-

72
ron apurados acercándose a la puerta. Era Garrido. Entró
sudoroso, respirando pesadamente, con la cara roja por el
esfuerzo.
—¿Tienes el teléfono desconectado?
—Te presento a Gioconda —dijo Juan Delfín.
—Hola, Gioconda —dijo Garrido, saludándola con la
mano, pero sin mirarla, luego continuó—. Tenemos que
hablar.
Gioconda guardó su libro en el bolso antes de salir sin
despedirse. Juan Delfín, sin prestarle atención al Gordo, la
alcanzó en la escalera caracol. La tomó del brazo. Los dos,
suspendidos por el artificio de hierro, parecían temblar en
el aire.
—No tienes que irte.
—Cada uno debe enfrentar sus dragones a solas.
—El Gordo es así, un poco chuscón, pero es buena
gente.
Ella se despidió con un beso antes de bajar. Cuando las
últimas vibraciones de sus pasos se extinguieron, Juan Del-
fín volvió al taller. Garrido lo esperaba con el saco todavía
abotonado, los brazos en jarra, observando los cuadros de
«Rostros de ciudad» alineados contra la pared. Las arrugas
profundas del saco se tensaban en el botón central.
Lo había conocido en el Marcantonio de la avenida
Arequipa. Compartieron un par de coñacs, congeniaron,
siguieron pidiendo coñacs, hasta que tres horas después el
Gordo se había convertido en su representante exclusivo.
No distinguía un Rembrandt de un Picasso, un Tola de un
Camino Brent, pero era honesto al respecto. «Tú produces el

73
arte —dijo— yo me encargo de lo demás». Tenía contactos
que podían estar interesados en ponerle un poco de prestigio
a su dinero. Juan Delfín no era un pintor de moda, pero
era un ex parisino, había recorrido las estrechas calles del
Barrio Latino, había crecido en Barranco, había escuchado
las conversaciones sentenciosas de Martín Adán, seguido
de un montón de etcéteras que el Gordo acomodaba de
acuerdo al cliente.
Los primeros contratos fueron obras menores para un
estudio de abogados de San Isidro, una mansión de Las
Lomas de Chacarilla, algún caserón con espíritu de hacienda
en Chaclacayo: el retrato del esposo triunfador, el solemne
socio en traje de gala, la calle de la Lima con falsos balcones
moriscos. Cuadros que le permitieron sobrevivir hasta que
el Gordo consiguió el primer contrato de verdad: «Próceres
de la Independencia».
—¿Qué hay, Gordo?
—¿Es por esto que no quieres hablar conmigo?
—No me hables como si fueras mi marido.
—Esa chiquilla va a ser tu perdición —dijo Garrido—.
Esta vaina está durando más de la cuenta.
—Se llama Gioconda.
—Igualito es. Ni siquiera puedo hablar con la gente del
Banco Weiss.
—¿Banco Weiss?
—Quieren tres cuadros enormes, puedo conseguir hasta
cinco lucas verdes por cada uno.

74
Juan Delfín vaciló por una fracción de segundo. “Carajo
—pensó— lo que el dinero ha". Entonces respondió con
seguridad:
—Si quieres, puedes buscarte otro pintor.
—No me amenaces, hay un montón por ahí.
Juan Delfín abrió la puerta.
—¿Me estás botando? —Garrido habló con un extraño
temblor en la papada—. ¿Me botas por un culito?
No le respondió. Se quedó junto a la puerta abierta, con
las manos en los bolsillos, hasta que Garrido, chasqueando
la lengua, salió muy despacio, como si tuviera los pies llenos
de plomo. Ya junto a la escalera, volteó para decir:
—Cometes un error: eso de enchucharse es cosa de
chiquillos. Te doy un mes… La vas a botar como a las otras.
Después vas a venir a buscarme.
Entonces, por primera vez, lo dijo:
—No es como las otras.
—No te engañes, Juanito —dijo el Gordo—. Todas
las mujeres son iguales: solo se gozan en la cama o en la
cocina.

8.
No estaba furioso con el Gordo, él era así, elemental
como una ameba, pero al menos uno sabía a qué atenerse.
Tampoco estaba furioso con ella por haberse ido, cualquiera
habría reaccionado de esa manera. Estaba furioso consigo
mismo, porque las palabras del Gordo, aunque elementales,
lo habían tocado, dejándole una incomodidad en el cuerpo,
como si se hubiera asomado a un abismo.

75
Hasta entonces, había sido fácil levantarse resaqueado,
tomarse una ducha fría, un café negro, comer galletas con
queso, tomar un trago de Courvoisier, empezar el día, pin-
tar el cuadro de turno oyendo los monólogos del Gordo.
Luego, después de entregar la obra mercenaria, ir de caza
otra vez, otra mujer, otra noche, otra madrugada, hasta que
se terminara el dinero. Más de una vez, frente al lienzo en
blanco, había tenido que tomar una buena copa de Cour-
voisier para ahogar las dudas. El resto del día ya no tenía
que pensar, simplemente dejarse adormecer por la vibración
del pincel, simplemente pintar con la misma diligencia con
la que un policía llena formularios burocráticos, pintar con
el mismo método con el que vendedor de piedras preciosas
organiza su mercancía, pintar con la misma ética con la que
una prostituta cobra a un cliente rico, pintar con la misma
rabia con la que un minero se interna en una mina, pintar
con la misma distancia con la que un taxidermista llena de
aserrín su animal más querido, pintar con la misma frialdad
con la que un soldado ejecuta a un prisionero.
No había contado con que una mujer como Gioconda
se cruzara en su camino para decirle que la vida era un
bosquejo. Nadie tiene la oportunidad de ejecutar la obra
definitiva.

9.
El Gordo no volvió al taller. Las pocas veces que Juan
Delfín lo llamó, la secretaria, con amable neutralidad, le dijo
que el ingeniero no estaba, que había salido, que estaba en
una reunión. En el fondo todas esas disculpas decían otra

76
cosa. No le importó. Gioconda seguía visitándolo. Se au-
sentaba a veces uno, dos, inclusive cuatro días, pero siempre
volvía con un pan baguette, con su palidez extrema, con
sus ojos negros cada vez más grandes, cada vez más llenos
de futuro.
Juan Delfín nunca había aceptado críticas. Siempre se
había burlado de quienes no entendían la intención bajo la
superficie tersa de su realismo. Se había burlado, también,
de quienes le pedían que su realismo fuera más realista,
tomando por defectos las desviaciones intencionales. Con
Gioconda era diferente. Ella tenía la libertad de evaluar los
cuadros terminados. Los examinaba largamente, arropándo-
se con la gran chompa de hombre, como si un frío interior la
persiguiera siempre. El brillo creciente en su mirada bastaba
para saber si un cuadro valía la pena.
Nunca pasó la noche. No importaba cuán tarde fuera,
ella siempre insistía en irse, aceptando como máximo que
la acompañara en el taxi. En su estudio, a solas, Juan Delfín
contemplaba las luces de Miraflores, y se la imaginaba dor-
mida bajo un mullido edredón de plumas, se la imaginaba
tomando una ducha en la mañana, en una esquina espe-
rando el microbús para ir a la San Marcos, en la cafetería
universitaria almorzando, codiciada por algún compañero
imberbe, asediada por algún profesor de solapas lustrosas.
Pero a las cuatro de la tarde, cuando oía los pequeños
nudillos en el vidrio catedral, no tenía más remedio que
tragarse sus preguntas. Las explicaciones son siempre un
estorbo. Nunca logran borrar la duda que las conjura. Este

77
bosquejo, se repetía bebiendo un coñac con café, es todo
lo que tenemos.

10.
Gioconda usó la llave solo una vez. Una tarde, hacía tres
meses, cuando él regresó esquivando al dueño del edificio
por primera vez, la encontró sentada en el sillón de mimbre,
junto a la ventana. Leía un libro de Rilke. Era la primera vez
que la veía con una gran falda de colores oscuros, densos, noc-
turnos, una falda cuyo vuelo caía como agua detenida sobre
sus rodillas, pero que tomó la forma del movimiento cuando
ella se puso de pie. Llevaba en la cabeza un pañuelo que le
ocultaba el pelo, un gran pañuelo con los mismos colores que
la falda, pero encendidos por el sol de la tarde que entraba por
la ventana. Su cuello parecía más largo aquella tarde.
—Tengo que irme —dijo ella sin saludarlo.
—Está bien —dijo Juan Delfín, pero sin saber cómo, se
le escapó una pregunta—. ¿Nos vemos mañana?
Ella negó con la cabeza. Entonces, por primera vez,
Juan Delfín sintió miedo, un miedo sin palabras, como
si fuera a quedar desnudo, en una gran casa de paredes de
hielo negro.
—Sé que es repentino —dijo Gioconda—. Sé que debí
avisarte antes, pero así es la vida, vivimos siempre en forma
provisional, ensayando cada día, sin la oportunidad de re-
petir ningún acto fallido.
La falda, el pañuelo, quizá la contraluz, la hacían pa-
recer más delgada que nunca, pero sus mejillas tenían un
rubor igual al que le dejaba el amor. Quiso bromear, pero

78
no pudo, ni siquiera pudo decir su acostumbrado: «Suerte
con el resto de tu vida». Ella lo besó con labios calientes,
casi temblorosos, ligeros como el aletear de una mariposa.
Se quitó el collar de filigranas. Lo dejó en la cama junto al
libro de Rilke.
—No me gusta escribir cartas.
La tomó de los hombros, buscando una palabra, pero
solo atinó a besarla en la frente. El beso del adiós. La vio
alejarse. La falda siguió la curva de los pasos, el leve balanceo
de las caderas, el ángulo del primer escalón. Pensó que ella
se detendría a mirarlo por última vez. No lo hizo. El sol de
la tarde iluminó por un instante la nuca que ya no tenía
esos vellos suaves que tantas veces había besado durante el
ritual del amor. Los pasos ligeros no resonaron en la esca-
lera de caracol, ni en la escalera de mármol, ni en la aterida
superficie de su dolor.

11.
Un artista, se lo había repetido siempre, no puede depen-
der de otra persona. Un artista tiene que ser autosuficiente,
tener su propia moral, su propio código ético, sus propios
valores, su reino aparte. Un artista solo puede crear en so-
ledad, aunque la soledad, como aquella tarde, fuera de vez
en cuando un pozo amargo de donde uno quiere salir con
una furia que no cabe en el cuerpo.

12.
Los días adquirieron la densidad venenosa del azogue. Su
cuenta de banco pasó al rojo, el dueño del edificio empezó

79
a acosarlo, las botellas de Courvoisier se terminaron. Hasta
que una mañana, quizá dos meses después, despertó con la
obsesión de comer algo. Encontró dos galletas rancias, me-
dia cucharada de café instantáneo en una lata, un cubo de
queso parmesano. No le quitó el hambre ni lo preparó para
la primera hoja de cuaderno escolar que encontró pegada
en la puerta. «Señor Delfín, le ruego se acerque a pagar los
dos meses atrasados, de lo contrario me veré obligado a
tomar medidas».
Desde que ella se fue, había dejado en el caballete, a
medio terminar, el cuadro del niño que sostenía la bolsa de
papel en el preciso instante en que se prepara para escapar
por el túnel interior que el pegamento le abrirá en la ima-
ginación. Lo había empezado más de seis veces. Siempre
fallaba algo: el gesto en las manos, la expresión de los ojos, la
bolsa de papel ya cargada de sueños, el hambre en los labios
resecos por la intemperie, la imposibilidad de sugerir que
esas venas ya conocían la levedad química del pegamento.
Quitó el lienzo del caballete. Luego, metódicamente, apiló
los cuadros de «Rostros de ciudad» en una esquina. Limpió
el taller, metiendo los vasos descartables, las botellas vacías,
los trapos impregnados de óleo, en bolsas de papel que apiló
frente al mostrador de la cocina. Tomó una ducha fría, lenta,
tratando de no pensar en nada. Luego llamó a Garrido. La
secretaria le dijo que el ingeniero estaba ocupado, pero él le
dijo que solo quería dejar un mensaje: «Banco Weiss —dijo
Juan Delfín—. Solo dígale eso, nada más». El Gordo lo llamó
dos horas después. Se saludaron como viejos enemigos for-
zados a hablarse por algún asunto de mutua conveniencia.

80
—Si consigues el contrato con el banco —dijo Juan
Delfín— empiezo mañana mismo.
El Gordo se quedó en silencio, tragándose su rencor, su
resentimiento, su enojo, porque se tragaba cualquier cosa si
le tocaba el cuarenta por ciento.
—No sé —dijo sin rastro de rencor en la voz—. Quién
sabe, ya contrataron a otro.
—Llámame si hay algo.
—¿Estás bien?
—Cuando consigas la chamba estaré bien.

13.
Dos días después salían del Banco Weiss del centro de
Lima con un contrato bajo el brazo. Como Garrido había
predicho, quince mil dólares por tres cuadros, tres estampas
coloniales. «Dos meses —les dijo el funcionario de cuello
almidonado, corbata de seda, grandes gemelos de oro, que
los recibió en una oficina con paredes enchapadas en made-
ra— pero la fecha de entrega es dura, además, como hemos
quedado —miró a Garrido— el pago será contra entrega».
—Comprendemos perfectamente —dijo Garrido—.
Nuestro Juan Delfín terminará en siete semanas. ¿No es así?
Juan Delfín asintió.
Las cosas volvieron a su curso. Según las cuentas que le
hizo el Gordo, ese contrato no solo le permitiría ponerse al
día, también le daba la oportunidad de volver a París para
recorrer el Barrio Latino del brazo de Sophie, inclusive para
tomarse buenos tragos con sus amigotes del Old Navy. El
Gordo, entusiasmado, le dijo que ese era solo el principio.

81
«Ya sabes —agregó en el Vivaldi de San Isidro, adonde lo
invitó a almorzar— cuando sus socios vean los cuadros,
también van a querer los suyos».

14.
El banco no quería tres estampas coloniales de balcones
moriscos, calles angostas, faroles negros, como las de Teófilo
Castillo; quería tres tapadas limeñas en tamaño natural, eje-
cutadas con el mejor estilo realista posible: un trabajo perfecto
para Juan Delfín. Pero en lugar de elegir como fondo la Casa
de Osambela, el Puente de los Suspiros, la Plaza de Armas,
prefirió las rejas herrumbrosas de las antiguas casas del Rímac,
del Barranco de su niñez, del Pueblo Libre de su adolescencia,
lugares donde quizá había vivido una auténtica tapada. Si iba a
pintar cuadros mercenarios, quería, por lo menos, descubrir el
misterio de aquellas mujeres del siglo diecinueve que después
del segundo ángelus salían a conquistar el mundo, dueñas de
sí mismas, libres para seducir al vecino, al amante de la vecina,
al sacerdote hipocritón, al marido mismo si hacía falta, sin dar
nunca nada más que el breve tacto de sus manos perfuma-
das, sin dejarse atrapar jamás por los enamorados brazos que
intentaban asirlas. Se iban con la noche sin dejar su nombre,
enigma adorado que se desvanecía para siempre.
Pintó las dos primeras con la cabeza cubierta, la mano
sin joyas sosteniendo el manto bajo el mentón, dejando
ver solo un ojo seductor que brillaba con el misterio de lo
desconocido. Para la última quiso romper el esquema. Sería
un interior. Una tapada a punto de salir a la calle. El manto
todavía sobre los hombros, mostrando el rostro descubierto,

82
la identidad a punto de desaparecer. La mirada tendría que
ser desafiante, llena de misterio, pero capaz de tocarnos
desde el filo del tiempo.
La modelo de ojos verdes, con toda su belleza europea,
no le había facilitado las cosas. Pintando aquellos ojos verdes,
aquella nariz respingada, aquellos labios carnosos, no logró
expresar el misterio que le dijera al observador que de esa mujer
no se podría saber nunca nada. Hasta que la noche anterior
cuando se quedó solo, después de contemplar el cuadro por
largo rato con una copa de Courvoisier en la mano, se dejó
llevar por el instinto, raspando, corrigiendo, pintando, dejan-
do que la memoria de los dedos hablara con el lenguaje de
los pinceles hasta que, cuando el cielo gris de Lima empezó
a clarear, terminó el cuadro que ahora contemplaba absorto
sin saber si ese dolor en el pecho era realmente la satisfacción
de haber logrado lo imposible.

15.
Ella lo miraba con la misma atención con que miró
«Rostros de ciudad», con la misma atención con que miraba
ese monstruoso mural incomprensible que era la vida misma,
el esbozo que uno nunca lograba terminar. Era Gioconda,
sin duda, invocada con el único grito que él sabía articular,
el único ruego que se podía permitir, el único llanto que
podía llorar.

16.
Tomó una ducha, se afeitó, se puso una camisa, eligió el
saco parisino que todavía lucía. Bajó la escalera tratando de

83
no hacer ruido. En la esquina tomó un taxi hasta la pensión
de Comandante Espinar adonde la había acompañado tantas
veces pero sin bajar nunca del taxi. La dueña, una mujer de
pelo pintado, uñas artificiales, lo miró con ojos de perico
desde el otro lado de la reja de la ventanilla.
—¿Qué desea?
—Busco a Gioconda.
—¿Quién?
—Gioconda… —respondió Juan Delfín, incapaz de
decir su apellido. No lo sabía. La mujer le abrió la puerta.
—¿Es usted el pintor?
Juan Delfín asintió.
—¿Quiere pasar?
—Prefiero esperarla aquí.
La mujer batió los párpados antes de preguntar:
—¿No sabe que se fue a su tierra?
—¿Cuándo?
—Hará unos tres meses. ¿No se lo dijo?
Juan Delfín respiró azogue por largos segundos antes
de preguntar:
—¿Sabe su dirección?
La mujer negó con la cabeza. Juan Delfín insistió:
—Debe tenerla en alguna parte, un cuaderno de direc-
ciones, un talonario de recibos…
—Esta es una casa decente, discreta, ¿comprende? —dijo
la mujer—. Si ella no le dijo nada por algo ha de ser.
Mientras la mujer lo miraba, batiendo los párpados, Juan
Delfín corría por el laberinto interior de la memoria. No

84
era posible que Gioconda hubiera desaparecido del mundo.
Entonces recordó la iglesia de Miraflores.

17.
Lo atendió un cura joven que, sonriéndole con inmensos
dientes cuadrados, lo escuchó con atención antes de hacer
un ademán para que lo siguiera a un segundo piso por unas
escaleras de cerámica cuyas paredes blancas resplandecían
con la luz que bajaba de una ventana alta. El cura lo invitó
a pasar a una oficina donde un sacerdote, sentado detrás
de un escritorio de madera, copiaba un pasaje de una gran
Biblia abierta frente a él. Señalaba con el índice de la mano
izquierda mientras su mano derecha escribía con una cali-
grafía de grandes trazos.
—Hermano Daniel —dijo el cura joven—. Lo bus-
can.
El sacerdote levantó los ojos. Su pelo blanco contrastaba
con su piel tostada. Sus ojos negros, vivaces, casi adolescen-
tes, miraban atentos por sobre el marco de los anteojos. Juan
Delfín se presentó. El sacerdote jaló la cinta roja para marcar
la Biblia forrada en cuero marrón. Tapó su pluma fuente.
—He oído mucho de usted —dijo, señalando la silla
frente al escritorio—. Tome asiento.
—No quiero hacerle perder el tiempo —dijo Juan
Delfín, incómodo.
—Tiempo invertido en los hijos de Dios es tiempo bien
ganado.

85
Una vez Gioconda le preguntó si creía en algo. Él res-
pondió: «Tengo fe en mis manos». Ella dijo: «Esa no es fe,
esa es esperanza».
—Busco… a Gioconda, necesito verla.
Hubo un largo silencio. Una paloma cantó en algún
lugar, tal vez en el parque frente a la iglesia, tal vez en alguna
jaula colgada en el balcón. El sacerdote seguía mirándolo
por sobre los anteojos.
—Eso ya no es posible.
—Tiene que haberle dejado alguna dirección, un telé-
fono, un apartado postal, usted era su amigo.
—¿Cree en Dios?
—¿Qué quiere decir?
—Que estará siempre con usted.
—Usted no entiende, padre, quiero vivir con ella, quiero
tomar con ella el café de las mañanas, quiero hacer que el
esbozo sea siempre la obra definitiva, quiero… —sorpren-
dido por lo que decía, vaciló antes de continuar—. Solo
necesito su dirección.
—¿No vio las pastillas?
—¿Las vitaminas?
—¿Le dijo que eran vitaminas?
Juan Delfín asintió confundido.
—Sus padres querían que volviera —continuó el sacer-
dote—. Ella no quiso, prefirió quedarse con usted… Solo
aceptó volver cuando empezó la quimioterapia —el sacer-
dote se quitó los anteojos—. Entonces ya no podía comer,
el dolor la obligaba a usar inyecciones de morfina, como
aquella tarde en que fue a despedirse de usted.

86
Juan Delfín, apoyado en los brazos de la silla, no podía
comprenderlo. Tampoco podía hablar. Ni pensar. El sacer-
dote, agachándose para mirarlo a los ojos, le preguntó:
—¿No lo sabía?
Jamás lo habría adivinado. Jamás pensó verse envuelto en
una historia semejante. Bajó la mirada. Se preguntó cuántas
veces los dedos de Gioconda habían dejado sus huellas en
el barniz de aquel escritorio, cuántas capas de barniz nuevo
habrían cubierto las huellas anteriores, cuántas generaciones
de huellas estarían allí, atrapadas como mariposas, sin poder
volar jamás a ninguna parte. Sin pensarlo, apoyó la mano
en el escritorio.
—Lo siento —dijo el sacerdote—. Parecía inquebran-
table, pero, en realidad, era frágil, demasiado frágil, pero
aguantó hasta el final, muy valiente —hizo una larga pau-
sa—. Si quiere…

18.
Salió de la oficina sin despedirse, dejando al sacerdote
con la mano extendida, bajó por las escaleras de paredes
escalofriantes, el vientre blanco de una madre de piedra
que protege pero que no quiere. Cruzó el Parque Kennedy.
Era verano, había sol, pero un frío interior le había calado
hasta los huesos obligándolo a temblar. Le pareció absurda
la rotonda donde los artesanos montaban sus tableros. Le
pareció absurdo el ombú centenario. Le pareció absurdo
poder respirar.
Deambuló por las calles con pasos furiosos, sin rumbo fijo,
tropezando con la gente, alejando impaciente a los cambistas,

87
los vendedores ambulantes que le ofrecían cigarrillos, hasta
que en la esquina del cine el Pacífico tropezó con dos estu-
diantes universitarios. El más alto, de hombros anchos, pero
todavía afectado por el acné, levantó la mano. «Tenga cuidado
—dijo— hay mucha gente distraída por aquí». Juan Delfín le
apartó la mano de un manotazo. El estudiante, sorprendido,
retrocedió. «Disculpe». Pero Juan Delfín ya lo había agarrado
de la camisa. Sin pensarlo, porque en ese momento era inca-
paz de pensar, levantó el puño. Otra mano, quizá la del otro
estudiante, lo detuvo, agarrándolo de la muñeca, pero se soltó
de un tirón. Su puño logró alcanzar el mentón del estudiante.
Este se defendió con un manotazo que dejó zumbando los
oídos de Juan Delfín. Trastabilló, pero quizá porque ya se
sentía justificado, se abalanzó sobre el estudiante, ignorando
que este había retrocedido para esperarlo con los puños al
frente. Juan Delfín no pudo evitar el puñetazo que le reventó
en el pómulo izquierdo. Se le doblaron las rodillas. Cayó en la
vereda. La calle ondeó como un mar negro. El estudiante ya se
iba, pero Juan Delfín logró agarrarlo del pantalón, jalándolo
desde el suelo. El muchacho quiso soltarse, pero Juan Delfín
no abría el puño, hasta que un golpe, quizá una patada, le
produjo una explosión interior, amarilla, mientras su cuerpo
caía en una especie de pozo negro.
Sin saber cómo, llegó a la puerta del edifico. Subió
las escaleras sin cuidarse del dueño. Se lavó la cara. Unas
manchas de sangre afeaban su camisa. El labio hinchado le
palpitaba. La raspadura del pómulo izquierdo le ardía. Se
sirvió una copa grande de Courvoisier, luego, sentado frente
al caballete, tomó tragos largos, calientes, ardían en el labio

88
partido, pero se sentían bien en la garganta tensa. Gioconda
seguía allí, en el cuadro, la misma que se reclinaba en el
sillón de mimbre a leer, la misma que tomaba esas pastillas
de colores que él estúpidamente creyó eran vitaminas, la
misma que vino a despedirse con la densidad de la morfina
ya adormeciéndole las venas. Por primera vez se alegró de
haber desarrollado con tanto ahínco esa técnica realista que
le habían criticado tanto. Ríanse de mí, pensó, ninguno de
ustedes, abstractos, no figurativos, conceptuales, posmoder-
nistas, sería capaz de captar esa mirada. Ríanse de mí.

19.
El timbre de la puerta lo despertó. Recordó vagamente
haber comido un pedazo de pan con queso, haber abierto la
puerta al dueño del edificio que lo amenazó con la policía,
haber bebido hasta la última gota de la última botella de
Courvoisier. Recordó haber brindado toda la noche con
Gioconda.
Abrió la puerta cubriéndose los ojos con la mano para
protegerse de los navajazos de la luz del sol de la mañana.
Garrido, afeitado, de saco, corbata, con un papel en la mano,
dio un respingo al verlo.
—¿Qué te pasó, compadre?
—Nada, Gordo, una historia, pasa.
—Sabe Dios a dónde te habrás metido anoche —dijo
el Gordo—. Juanito, esta ciudad no es París, ¿ah?
Juan Delfín arrugó los ojos. Un dolor de cabeza súbito
empezó a martillarle en la frente dejándole un chisporroteo

89
amarillo en las retinas. Una costra dura le abultaba el labio.
Garrido le entregó el papel.
—Pasa, Gordo, ¿qué te trae tan temprano?
—¿No te acuerdas? Tenemos que entregar las tapadas.
En medio del dolor de cabeza monumental, trató de leer
el papel pero no pudo, las letras se veían borrosas.
—Todavía no termino.
—¿Qué cosa? —el Gordo se señaló el reloj—. Quedamos
que lo tendrías listo para ayer, ¿no?
Fue directamente al caballete. Examinó el cuadro con
las manos en la cintura. El cuello de su camisa almidonada
se perdía por debajo de su papada rosada.
—Con que es esto —dijo moviendo la cabeza—. Te dije
que esa chiquilla iba a ser tu perdición.
—No entiendes, Gordo.
—Está clarísimo, Juan —dijo Garrido después de
chasquear la lengua—. Ese culito te dejó hace tres meses,
pero sigues enchuchado… Parece mentira, hermano, a tus
años.
No quiso discutir. Leyó el papel. Era una notificación
de desalojo dándole un plazo de 48 horas para pagar los
tres meses de alquiler. Lo arrugó antes de tirarlo con furia
a un rincón.
—Dame un par de días.
—¿No te acuerdas lo que nos dijeron en el banco? Si no
entregamos las tapadas ahora, como figura en el contrato, nos
agarran de las bolas, luego nos pagan lo que les da la gana.
—Qué importa.

90
—¿Qué importa? —el Gordo negó con la cabeza—.
Piensa, hermano, apenas cobres puedes darte ese paseíto por
las Europas, hasta puedes reencontrarte con tu francesita, un
clavo saca otro clavo, así te vas a olvidar de una buena vez de
esta maldita chiquilla —se quedó en silencio, examinando
el cuadro, hasta que su expresión cambió—. La verdad, no
está mal —dijo—. No está tapada, pero a lo mejor atracan,
tiene el estilo de los otros. Fírmalo.
—No, Gordo, esta vez no ganas tú, ni gano yo.
—¿Qué cosa?
—Habla con el banco, que esperen.
—Mira, Juan, ya es tarde, no perdamos el tiempo, firma
el cuadro, ya vamos.
Juan Delfín abrió la puerta. El Gordo lo miró con la cara
súbitamente roja. Gesticuló con las manos, como buscando
qué decir, hasta que por fin habló.
—¿Me estás botando? ¿Estás loco? Son quince lucas
verdes.
No le respondió. Esperó, con las manos en los bolsillos,
hasta que el Gordo se fue, refunfuñando, amenazándolo. La
vibración de sus pasos se enroscó en la escalera de caracol
hasta apagarse por completo. Cuando todo quedó en silen-
cio, Juan Delfín cerró la puerta, luego volteó muy despacio.
Ella lo miraba desde el lienzo con el brillo de millones de
ojos en la intensidad de sus pupilas.

91
Desearé

En la esquina de Tacna con la Colmena, a las ocho de la


mañana de un día crema brujo, Claudio esperaba el micro-
bús que lo llevaría al instituto donde enseñaba inglés. No lo
preocupaba llegar tarde. La coordinadora lo miraría con cara
de sargento, pero bastaría con visitarla en el descanso para
alabar su ropa. Su Hermes de Polvos Azules, por ejemplo,
añadiendo unas disculpas bien pensadas. Lo atormentaba la
perspectiva de entrar a clase. No por el cuerpo cortado por la
mala noche, ni por llegar sin afeitar, ni por la boca amarga,
había dictado clase en peores condiciones, lo atormentaba
saber que ella estaría allí.
Más de una vez, parado en esa esquina, había luchado con
la mala noche, con los sudores helados, la pavorosa realidad
de haber perdido una quincena, repitiéndose a sí mismo que
la próxima le tocaría ganar, era cuestión de probabilidades,
nada más, pero esa mañana era diferente. Lo que había per-
dido no se podía pedir prestado, ni fiado en la tienda de la

93
esquina, ni se podía solucionar con un adelanto implorado a
la coordinadora. Hacía menos de una hora, mientras sorbía
café negro del jarro de fierro enlozado, contemplando cómo
doña Flor guardaba en el cajón de su mostrador mazos de
cartas, cubiletes de cuero, dados eternos, carretes de hilo,
ya había sentido la ausencia en el dedo meñique de la mano
izquierda. Desiré.
El primer día de clase ella lo había mirado con ojos de
madona virginal desde la última banca. No le prestó aten-
ción, ocupado en elegir sabiamente entre las que estaban
sentadas en primera fila. Pero una semana después, cuando
ninguna de ellas daba señales, empezó a aventurarse más
atrás, hasta que la descubrió, se diría que sin querer. «Us-
ted, señorita, ¿podría conjugar el verbo to be?» Ella sonrió,
se puso de pie, habló con una voz grave, segura, ambarina,
una voz que uno podía imaginar cantando jazz bajo las luces
amarillas de aquel club de San Francisco que siempre parecía
lleno de humo azul.
Claudio examinó la esquina por donde asomaban los
microbuses. La mala noche le recorrió el cuerpo con un
escalofrío de oleadas negras. Se miró el dedo meñique.
Qué tontería. Hacía tan pocas horas había besado aquellos
labios sonámbulos sintiéndose dueño del mundo. El sol de
la mañana ya curvaba las puntas de los periódicos colgados
en el alero del quiosco, pero todavía corría un viento helado,
hialino, que se colaba por las costuras del saco de lanilla. En
la esquina de enfrente, un hombre sentado en la acera con la
espalda apoyada en la pared, un hombre mitad mendigo, mi-
tad loco, estiraba la mano con el codo apoyado en la rodilla.

94
Sus ojos, perdidos en alguna visión febril, no se clavaban en
ese pedazo de ahora que persigue la lucidez absurda de los
cuerdos. Flotaban en la distancia perdidos en un laberinto
febril. Ojos de loco. De mendigo, homeless, sin casa, bum,
vago, beggar, mendigo, madman, loco. Madbeggar. Mendi-
loco. Siempre que lo veía se le ocurría el mismo juego de
palabras. El loco tenía fama de irascible, por lo que algunos
escolares, para provocarlo, le hacían gestos obscenos al pasar.
Cuando se ponía de pie para pegarles, estos se escapaban a la
carrera, dejándolo con el enorme puño crispado en el aire.
Los ojos de madona virginal le sonrieron aquella tarde, des-
pués de clase, cuando se cruzó calculadamente con ella en el
pasillo embaldosado del instituto. De la cabeza del mendigo
caían champas de pelo largo, grasiento, una materia negra,
oleaginosa como asfalto. «Mi nombre es Desiré», dijo la voz
de jazz. Le ofreció la mano, pero él la tomó del hombro para
besarla en la mejilla, una mejilla perfumada con el tenue olor
que dejan los jazmines en las yemas de los dedos.
Por entre los autos, a una cuadra de donde esperaba, apa-
reció un microbús, tan lleno de gente que el cobrador viajaba
en el estribo, prendido de las asas soldadas a ambos lados de
la puerta. Eran más de las ocho pero, cuando comprobó que
no era el que esperaba, Claudio lanzó un suspiro de alivio.
Los ojos del mendigo, del loco, madbeggar, mendiloco, se-
guían allí, mirando un reino que no era de este mundo con
una sonrisa absurda en los labios. ¿Se reía? Claudio sintió el
frío otra vez. Se miró el dedo meñique. «¿Eres o no eres?»,
había preguntado Santolaya agitando el cubilete, haciendo
sonar los dados con precisión de crótalo. «Solo he venido

95
a tomarme una chela», respondió Claudio. «¿Celebrando
otra?». Santolaya era demasiado primitivo para entenderlo.
Jamás había pasado de sus filosofadas de camionero ni de los
dos versos melosos con los que enamoraba a las dueñas de las
chinganas de las carreteras. Claudio lo conocía desde hacía
tres años, desde que llegó por primera vez a la chinganita
de doña Flor, desde que empezó a jugar para olvidar la gran
derrota, pero diciéndose a sí mismo que jugaba para juntar
el dinero que le permitiría intentarlo otra vez. Unas veces
perdía, otras ganaba, era cuestión de probabilidades, nada
más. «¿Puedo acompañarte a tu casa?», preguntó Claudio,
después de invitarle un café con pastel de manzana en la
cafetería del instituto. Habían hablado de una película con
Paul Newman, luego de las canciones de John Lennon, pero
habían evitado el pasado. No era santurrona, ni aburrida
como las otras, aunque no era tan liberada como las que
había conocido en San Francisco. «No sé —dijo ella— mi
tía es muy estricta». Tratando de no dar la impresión de que
insistía, Claudio dijo: «Solo hasta la puerta de tu casa. Me
siento culpable por haberte retenido hasta tan tarde». Ella
sonrió. Sus ojos marrones brillaban inmensos como ventanas
a un paraíso todavía prohibido pero conquistable. Enton-
ces Claudio supo que podía desempolvar los sonetos de
Shakespeare —Shall I compare thee to a Summer’s day?—, que
podía sacar a cabalgar las canciones de la nueva trova —¿Te
molesta mi amor?— y, que llegado el caso, podía invocar al
melancólico francés —Ne me quitte pas—. Logró hacerlo.
Pero no tuvo tiempo de desplegar el complicado tapiz que
debía distraerla mientras él se acercaba a la victoria.

96
El mendiloco se rascó el cuello. No como todo el mundo,
distraídamente, sino con todos los sentidos puestos en la
tarea, estirando los dedos a modo de rastrillo, agitando todo
el brazo para lograr el máximo de placer, ¿de dolor? «Vivo
en el tercer piso, con mi tía —dijo ella cuando llegaron a las
gradas de un conjunto habitacional de la avenida Canadá—.
Mi mami se fue a Estados Unidos el año pasado». Junto a
las escaleras de cemento sin pintar, moteada con lamparones
blancos de salitre, alguien había escrito un diez años con
apurados brochazos rojos. Ella se despidió con un beso en la
mejilla antes de subir sola. Claudio se quedó allí, oyendo los
tacos que se alejaban, todavía con el calor de esos labios en la
piel, sabiendo que solo era cuestión de paciencia: la semilla ya
estaba sembrada. «Ya, pues, andavete, no queremos rosquetes
ni mirones por acá», dijo Santolaya, agitando los dados en el
cubilete. Su enorme barriga, apoyada contra la mesa, vibró.
Un hilo de sudor le corría por la garganta hasta desaparecer
bajo un escapulario de Sarita Colonia. ¿Qué podía saber
Santolaya? Creía que las mujeres eran una diversión como
los gallos. Tiró los dados. «Pensé que venías a jugar como los
hombres». El mendiloco dejó de rascarse. Claudio sufrió un
sobresalto cuando otro microbús apareció en la esquina. No
era el suyo. Suspiró aliviado. El tiempo avanzaba en oleadas
frías, implacables, que le lamían los huesos con lenguas de
hielo. Ella ya estaría sentada en la última fila. Lo adivinaría
todo con solo una mirada. «Qué risa me das cuando hablas
en inglés», dijo Desiré dos semanas después, sentada en las
gradas de cemento bajo las letras rojas. Su voz era grave,
opalina, voz para cantar jazz en un club de San Francisco.

97
«¿Dónde aprendiste?». Entonces, sí, como un experimen-
tado mercader, desplegó el complicado, irremediable tapiz
lleno de diseños simétricos: la dolorosa pérdida en los días
de guerra, la necesidad de recorrer otras calles, el cruce de
la frontera corriendo entre cactos nocturnos, las primeras
noches de hambre en un hotel lleno de inmigrantes asus-
tados, las llegadas intempestivas de los policías de verde a
las fábricas que olían a sudor, miedo, inclusive esperanza
sintetizada de la nada: todo amalgamado de las historias que
otros le habían contado, pero organizado de tal manera que
ganaran la simpatía necesaria para arribar al primer beso.
Ya llevaba media hora de retraso, pero no se angustió,
prefería esperar. Tres escolares rezagados llegaron al paradero
empujándose los unos a los otros, jalándose las chompas,
carajeándose como adultos. Lo mejor sería faltar al instituto.
Iría a su casa, tomaría una sopa de sobre, dormiría la mala
noche, tendría tiempo para pensar en alguna explicación
razonable. La coordinadora gramputearía, las ausencias la
obligaban a exponer su inglés rudimentario, pero después
se le pasaría. Bastaría una buena explicación. ¿Qué sería
razonable? ¿Creíble? Cada vez que Desiré subía las gradas,
después de despedirse con un beso, Claudio se impacientaba.
Es cuestión de tiempo, se repetía, ten paciencia, en cualquier
momento llega la suerte. «Oiga, doña Florcita, otro pisquito,
por favor, como tengo que chupar solo, tendré que chupar
doble, pues», dijo Santolaya agitando el cubilete sobre los
billetes sudados. Detrás de él, en otras mesas, otros dados
cascabeleaban en otros cubiletes. Horas después, cuando el
Mudo, después de voltear las sillas en las mesas vacías, llegó

98
con su balde de aserrín, Santolaya lo llamó: «Mudo, ven a
tomarte un pisquito». «Déjalo tranquilo —dijo doña Flor—.
Ya bastante trabajo me dan ustedes con sus cochinadas».
El mendiloco dejó de rascarse, luego estiró la mano de
dedos largos, ennegrecidos por la suciedad, crispados como
una garra, dedos colosales que podían saludar, golpear, tri-
turar, sostener, llamar, hacer adiós, pero que, sin embargo,
se abrían implorantes, flores de asfalto sin fruto ni semilla.
«¿Vienes mañana? —preguntó Desiré—. Los jueves mi tía se
va a su reunión de espiritismo». Le pareció increíble. Había
tomado más de dos meses de paciencia, de besos medidos,
de caricias detenidas en el punto preciso, todo al amparo
de la escalera de cemento, bajo las letras rojas, hasta que
ella le anunciaba de esa manera sencilla que había llegado
el momento de subir al cielo. El mendiloco miraba con los
ojos perdidos en un laberinto, madmaze, laberinto loco, pero
tenía una sonrisa lúcida en los labios, la sonrisa sarcástica
de quien sabe un secreto. ¿Qué explicación sería razonable?
¿Perdonable?
Otro microbús apareció en la esquina, pero Claudio, sin
siquiera fijarse si era el suyo, llamó la atención del mendiloco
agitando el brazo. Cuando este clavó su mirada en la esquina
de Tacna con la Colmena, Claudio le hizo un gesto obsceno,
exagerado, cuyo significado no dejaba duda alguna. «¿Cómo
se llama la nueva conquista?», preguntó Santolaya. «¿A ti qué
te importa, Santolayita?». Los tres escolares, codeándose, se
rieron. Claudio volvió a hacer el gesto obsceno. El mendiloco
adquirió una lucidez de hombre iluminado, gurú anónimo,
apóstol descamisado, redentor maldito cuyos ojos se clavaron

99
en la tensa superficie del presente, desde donde Claudio lo
llamaba. Frunció las cejas mostrando unos dientes blancos
en medio de su cara sucia de mugre. La mirada, aguda como
un lanzazo, se clavó en Claudio. «¿Cuántos años viviste en
San Francisco?», preguntó Desiré, apoyando la cabeza en la
mano, mientras su pelo negro caía sobre la almohada. «Cinco
años», respondió él, pasando el reverso de la mano por esos
hombros dorados. En la pared, sobre la cama, ella había
pegado carteles de las ciudades que quería conocer. Sobre el
escritorio escolar, Los Ángeles nocturno al que Frank Sinatra
había llamado my lady alguna vez. Junto al pequeño estante
de libros, la calle parisina donde una pareja se besa a la salida
del metro. «Debe ser lindo», dijo ella, soñando despierta.
«No, no es lindo, es jodido, jodidísimo —dijo él—. Inclusive
se podría decir que es una mierda». Ella le tapó los labios con
la mano. El mendiloco empezó a ponerse de pie, apoyándose
en la vereda, luego en la pared manchada de grasa, como
si el mundo fuera la cubierta de un gran barco a la deriva.
«No, pues, no me vengas con mariconadas, aquí se apuesta
como los hombres, ¿no, doña Florcita?», dijo Santolaya,
tirando un billete de cincuenta soles en la mesa. «A mí no
me metas en tus cochinadas —respondió doña Flor—. Con
tal de que pagues tu consumo, puedes jugarte los calzoncillos
si quieres». Santolaya lanzó una risotada que hizo vibrar el
escapulario de Sarita Colonia. «Nadie me los aceptaría, pues,
doña Florcita, qué ocurrente que es usted».
El mendiloco, mirándolo con intensidad penetrante,
atravesando con el alfiler de su atención la esquina donde
Claudio esperaba el microbús, empezó a cruzar la calle. Los

100
escolares gritaron excitados. Claudio, sin poder moverse,
atrapado como una mariposa, bajó la mirada. Sus zapatos
sin lustrar todavía tenían algunas virutas de aserrín. Oyó
los frenazos de los autos, las bocinas, las carajeadas de los
choferes, los soberbios manazos en las puertas de los taxis. Se
miró el dedo meñique. Cuando ella lo invitó a subir, cuando
ya estaban en la pequeña salita con muebles forrados en
plástico transparente, lo sorprendió la imagen de una virgen,
en el rincón, iluminada con una vela votiva. Desiré cerró los
ojos. La besó largamente, ya dueño del breve espacio en que
ella estaba, antes de decirle con voz solemne: «Te llamaré
Desearé». «¿Por qué?». «Porque eres el encuentro del presente
con el futuro». Ella sonrió mirándolo con ojos de madona.
«Qué loco eres». Entonces, muy despacio, él empezó a bajar
las manos, deslizándolas por las caderas tibias, pero ella lo
detuvo. «¿Qué pasa?». No lo había esperado. Las señales
habían sido claras. «Es que yo…».
El mendiloco cruzaba la avenida Tacna con los ojos
fijos. La lucidez de rayo de su mirada perforaba a Claudio.
Unos curiosos se arremolinaron en la esquina de enfrente.
El mendiloco, sin prestar atención a los frenazos, ni a los
gritos de los choferes, ni a la excitación de los curiosos, sos-
teniéndose el pantalón con una mano, balanceando la otra,
avanzaba implacable, las pupilas negras bailando en medio
del blanco de sus ojos. «Es que tú, ¿qué?», preguntó Claudio,
abrazándola con ternura calculada, siguiendo la regla de no
forzar ningún paso, por más pequeño que fuera. «Es que yo
ya no soy…». Lo había olvidado. Las mujeres que conoció
en San Francisco ni siquiera pensaban en eso. La tomó de

101
los hombros suavemente como si fuera una mariposa cuyas
alas no quería dañar con la presión de los dedos. «A mí no
me importa —dijo con voz cálida—. Es mejor así, tampoco
es mi primera vez». Cuando ella levantó la mirada, Clau-
dio se sintió culpable, manipulador, asqueroso remedo de
caballero, vil muñeco arrastrado por el deseo, sin embargo,
como en aquella novela epistolar, ya todo estaba más allá
de su control.
Un taxi frenó en seco, las llantas humearon, el paracho-
ques se detuvo a medio metro del mendiloco. El taxista, un
hombre cuadrado, con lentes de sol, camisa medio abierta,
bajó gritando, gesticulando con las manos. El mendiloco,
sin siquiera mirarlo, lanzó un manotazo feroz que lo derri-
bó como a un monigote. El taxista cayó de espaldas en el
pavimento, pero se levantó, refunfuñando, amenazándolo
con el puño de impotencia. «Ya pues, ¿eres o no eres? —pre-
guntó Santolaya—, mira, para que veas que hay voluntad,
te juego dos a uno, ¿qué dices?, aquí está mi billetera, acabo
de entregar carga, gáname, déjame muca». Claudio apretó
dos billetes en el bolsillo del saco.
El mendiloco ya había cruzado a trompicones el divisor
central de la avenida. En la suciedad renegrida de su cara
aparecieron unas facciones. Sus labios se movían como si
hablara, como si bajo la lucidez repentina de sus ojos brotara
un insano manantial de palabras. Madstream of words, stream
of madwords. Los curiosos lo señalaban. Los escolares, em-
pujándose los unos a los otros, gritaban excitados: «¡Pégale,
pégale!» Claudio sabía que le bastaba con dar unos pasos,
con subir a cualquier microbús, con cruzar la calle. La mala

102
noche se le vino encima como una avalancha. «Te la hubiera
dado —dijo Desiré, aferrándose a él, temblando—. A ti más
que a nadie, pero eso ya pasó, yo era una chiquilla, fue un
error, no sabía nada de nada». La abrazó mirando la puerta
entreabierta por donde se veía la cama bajo el cartel donde
aparecían las Torres Gemelas de Nueva York. «No te pre-
ocupes —le susurró al oído, jugando su última carta—, lo
dejamos para otro día». El mendiloco hablaba. ¿Qué decía?
«Entonces, ¿eres o no eres?», preguntó Santolaya, después
de tres horas en que los billetes de Claudio habían aumen-
tado, luego habían disminuido, hasta dejarle uno solo en
el bolsillo. Santolaya lo animó: «Te doy tres a uno por lo
que tengas». Claudio aferró el billete como si este pudiera
escapársele del bolsillo.
Los labios del mendiloco, inexplicablemente, pronun-
ciaban unas palabras mudas en inglés. Claudio sintió un es-
tremecimiento profundo, el filo de una navaja recorriéndole
los huesos, pero no se pudo mover, ya todo estaba más allá
de su control. Se sintió acorralado, se le secó la boca, se le
contrajeron las nalgas con un relámpago de dolor. «Desiré,
siempre te Desearé, siempre te Desiré», dijo Claudio, ya en
la cama, ya en el centro del misterio, el paraíso que había
tardado dos meses en conquistar. Ella rio. «¡Qué loco eres!
¿Y qué hacías en San Francisco?». La abrazó, enterró la nariz
detrás de esa fragante oreja, aspiró por largo rato aquel olor
a mujer, luego la besó en los hombros desnudos, bajando
muy despacio por los brazos que olían a sol, hasta llegar
a las manos delgadas que habían tocado flores de jazmín.
Entonces vio el anillo por primera vez, un anillo de oro en

103
cuyo engaste de filigrana brillaba una piedra cuyo corte de
rosa holandesa le hizo creer que se trataba de un zafiro. «Qué
rico hueles, Desearé». Ella se mordió los labios. «¿Cómo es
la vida allá?». La besó en el cuello antes de susurrarle al oído:
«Es jodida, jodidísima».
Cuando el mendiloco alcanzó la vereda, los curiosos de
la esquina pifiaron alentándolo, pero, Claudio, en lugar de
dar el paso atrás que lo habría salvado, tanteó la ausencia en
el dedo meñique de su mano izquierda. «Oiga, profesor, ¿y
ese anillito de maricón?», preguntó Santolaya, la cara sudada,
los ojos enrojecidos, el tufo cargado con las tres botellas de
pisco que había tomado desde que empezaron a jugar. «No,
eso no —dijo Claudio—. Ya estoy pelado, me voy». Se puso
de pie. Santolaya lo miró entrecerrando los ojos. «¿Ya ve,
profesor? Yo sabía que nunca se debe jugar con rosquetes».
El loco decía aquellas dos palabras que los gringos pro-
nunciaban como una sola, esas palabras que se referían a la
madre de uno, esas palabras que Claudio había oído a sus
espaldas en los autobuses, en los supermercados, en las colas
de los cines, en las mesas de los restaurantes de comida rápida
donde trabajó en San Francisco, palabras que siempre iban
precedidas del hispanic obligatorio. Fueron las palabras que
le dijo su jefe cuando Claudio le rompió la jeta. Entonces
sí vio a los de verde. Lo llevaron en una camioneta, lo hicie-
ron firmar documentos, lo subieron a un avión. Sin saber
cómo se vio bajando las escalinatas en el aeropuerto de Lima
que todavía olía a patio de manicomio. Desiré se sentó en
la cama. «Quiero darte algo», dijo. En la penumbra de su
cuarto su voz acariciaba como una melodía de jazz en un

104
club lleno de humo, iluminado por luces ambarinas. «Es lo
más valioso que tengo en la vida». Sin embargo, las palabras
que pronunciaba el mendiloco, en Lima, en la esquina de la
Colmena con Tacna, eran absurdas. «¿Nos vemos mañana
en el instituto?», preguntó Desiré, en la puerta. «Nos vemos
siempre en todas partes», respondió Claudio. La olió detrás
de la oreja, la besó en la boca, bajó a la carrera las escaleras
de cemento, dueño al fin del paraíso. En la avenida Canadá
tomó el colectivo que lo llevó a la chinganita de doña Flor
del centro de Lima donde se encontró con Santolaya. El
mendiloco olía a amoniaco, letrina, asfalto, soledad. «Ya,
andavete —dijo Santolaya— te presto para tu pasaje si
quieres». Claudio no respondió. Por otro lado, Santolaya
había ganado toda la noche, la lógica del juego decía que
con cada tirada de dados la suerte se acumulaba. Era cues-
tión de probabilidades. Entonces, casi sin pensarlo, se tocó
el delicado anillo de oro que llevaba en el dedo meñique
de la mano izquierda. «¿Cuánto tienes?» Santolaya miró el
anillo, examinándolo con un ojo entrecerrado, como un
joyero que calcula un precio. «No vale nada —dijo—. En
Polvos Azules cuestan una luca». «Vale —dijo Claudio—.
Más de lo que jamás podrías imaginar. Es un diamante
azul, el más raro del mundo, un quilate». «Sal de acá», dijo
Santolaya, pero sus ojos no se desprendían del anillo, hasta
que, cuando Claudio hizo el ademán de irse, Santolaya lo
retuvo de la muñeca.
El loco, plantado frente a él, lo miraba pronunciando
esas palabras mudas con sus renegridos labios carnosos. Los
curiosos hicieron coro con los escolares: «¡Pégale, pégale!».

105
Claudio podía retroceder, podía dar un salto atrás, evitar
aquella furia demente, pero no se movió. ¿Qué mejor explica-
ción? «Te voy a dar lo más sagrado, lo más valioso que tengo,
pero quiero que lo cuides, que lo lleves siempre contigo
—dijo Desiré, sentándose en la cama—. Fue de mi abuela,
de mi abuela pasó a mi mami, ella me lo dio antes de irse a
Estados Unidos». Sus muslos dorados se recortaban sobre
las sábanas blancas. «No me lo des», dijo Claudio, hablando
con sinceridad por primera vez desde que la conoció, pero
de inmediato se sintió como un estúpido. «¿No me quieres?»
Claro que la quería, por supuesto que la quería, más que a
nada en el mundo, pero jamás creyó que fuera a ocurrir de
esa manera. Entonces, ya confrontado con aquel presente
inesperado, con ese presente que no dependía de probabilida-
des, sino de elecciones personales, no tuvo más remedio que
aceptar. «Dame tu mano —dijo Desiré. Claudio extendió la
mano izquierda ofreciéndole el dedo meñique—. Cuando
ya no me quieras —añadió ella— me lo devuelves».
El loco levantó la mano colosal, cerró los dedos, el puño
mugriento se recortó en el cielo azul grisáceo de Lima, pare-
ció detenerse, congelarse, olvidarse de la víctima, hasta que
se precipitó con furia implacable sobre el pómulo derecho
de Claudio. Todo quedó en tinieblas, hubo luces, muchas
luces amarillas. Claudio cayó al suelo. El anillo cayó sobre
los billetes arrugados. Los dados de Santolaya rodaron sobre
la mesa.

106
Sur y norte
Nieve

I lost a few goddesses while moving South to North.


Wisława Szymborska

Te cae en la palma de la mano en diminutos copos blan-


cos, helados, que podrías espantar de un soplo, pero que se
acumulan, adquiriendo un peso que sientes como un dolor
de cabeza en la yema de los dedos. Cuando caminas, tus pies
se hunden en el polvo blanco, liviano como harina, pero se
detienen en la nieve ya endurecida, crujiente, un hielo que al
principio ignoras, pero que va atravesando las suelas de goma
hasta llegarte a los huesos. Te sacudes de la cabeza los copos
ligeros sin poder evitar que se acumulen, que caigan por tus
orejas, que te congelen el cuello, que te mojen la espalda,
hasta que empiezas a maldecir al cielo que decidió nevar justo
aquella noche.

111
***
Todavía no había terminado de compactar la bola de
nieve entre mis manos arrugadas por el frío, cuando sentí
un golpe seco en el pecho. La nieve salpicó como harina
helada mientras el venezolano se reía a carcajadas con una
risa exuberante llena de dientes blancos. Lo madrugué, com-
pañero, dijo mientras sus manos daban forma a otra bola
que me tiraría en cualquier momento. Tuve que darme prisa,
compactando el doloroso puñado de nieve, pero no logré
terminarlo a tiempo. El venezolano me arrojó otro proyectil.
Logré esquivarlo, y respondí luego con la bola crujiente que
ya tenía, pero calculé mal. Mi proyectil ni siquiera lo tocó.
El venezolano, moviéndose con saltos de contorsionista,
seguía riéndose a pesar del frío de la madrugada. Se diría
que éramos felices como niños.

***
Cuando empezó a nevar se había alegrado porque en
su país no había nieve. En realidad, sí hay, compañero, al
Oeste, en la Cordillera de Mérida, la que cruzó Simón Bo-
lívar después de dejarnos el regalo de la libertad. Pero por
ahí no vive nadie, menos yo, compañero, tropical hasta las
últimas consecuencias, nacido en la playa misma de Tucu-
pido, crecido con pantalón corto y polera frente al Mar de
las Antillas, siempre con arena en los zapatos. En mi país
también nevaba en los picos más altos, adonde iban los
andinistas gringos con sus mochilas de nylon, sus bastones
de aluminio, sus guantes dobles con aislante térmico, sus
visores con protección ultravioleta, preparados siempre para

112
los climas más extremos. En la costa, de donde yo venía,
no ha nevado nunca. Tú lo sabías, Paula, porque de allí, de
una árida ciudad que se puede adivinar desde el Pacífico,
me había arrancado tu voz. No tardes.
El argentino, por el contrario, era un veterano de la
nieve. En Buenos Aires, che, caía todos los años, pero eso
sí, te abrigás, tenés ropa adecuada, ¿comprendés? Guantes,
botas de goma, gorras de lana, esas macanas que ahora no
teníamos ninguno de los tres. Nos reímos sin tomarlo en
serio. ¿Un poquito de nieve? Mientras nosotros correteá-
bamos, nos hablaba sobre su vida de dirigente político, sus
largos años en la cana, sus meses de desorientación cuando
lo dejaron libre, la llamada que a él lo había arrancado de las
calles de Boedo Antiguo donde todavía buscaba un tiempo
ya perdido para siempre.
Yo era el único que había soñado con la nieve. Desde
niño había imaginado que un día la vería en los Campos
Elíseos, en París, la ciudad que sería la puerta a esa otra vida
a la que me creía destinado. Mientras tanto, sin comprender
que el tiempo corre como un río subterráneo, había asistido
a los ciclos completos en los cineclubs de Lima, había fre-
cuentado las bancas de la Plaza Bolívar para escribir poemas
que nunca mostré a nadie, había llegado puntual cada sábado
a la casa donde cantábamos canciones de la Nueva Trova.
Hasta que una noche, sin poder esconderme del futuro,
noté que ya era diez años menos sabio. Salí, como sale un
suicida, buscando una razón para existir. Quiso la suerte que
mis pasos me llevaran al Trovadicción de Barranco, donde
tu mirada marrón, Paula, se cruzó con la mía.

113
No puedo mentirte. Resultó muy fácil cambiar un sueño
roto por aquellos días compartidos. La vida parecía redimir-
me. Me regalaba tu piel dorada, elástica, donde antes solo
hubo soledad. Me regalaba tu respiración tenue como un
murmullo de estrellas. Me regalaba tu olor de mujer en mi
almohada de soltero. ¿Quién necesita inventar por escrito
cuando se puede soñar estando despierto?, Paula. No me
dijiste entonces que también tú, de alguna manera, eras víc-
tima de un naufragio. Tampoco me dijiste que, en aquellos
días en que yo dejaba de soñar con París para vivir pendiente
de tu voz, ya trazabas un plan en el que generosamente me
incluías. No, Paula, ya no soñaba con la nieve: mis horas se
alargaban pendientes del teléfono, de tus cartas, de tu letra
diminuta que en papel de cebolla me contaba los pormenores
de tu nueva vida. Me esforzaba por leer entre líneas, Paula,
pero no hacía falta, porque al final siempre repetías aquellas
palabras. No tardes. No tuve más remedio que acudir.

***
Mientras jugábamos, esperando al mexicano, nos dimos
cuenta de que había empezado a nevar otra vez. Ya no eran
copos ligeros, sino unos más pesados, densos. Me estreme-
ció la posibilidad de que pudieran vencernos. Por primera
vez desde que salí del hotel empecé a temblar. No era frío.
Imaginaba un silencio eterno sin el calor de tus palabras.

***
El venezolano, ignorando la nieve, empezó a moverse
en semicírculo, tirándome repentinos puñados de nieve

114
para distraerme. Cuando uno de sus proyectiles me golpeó
la oreja, dejándome un pitido agudo, empecé a correr tras
esa sombra sin sombra que se reía con dientes blancos de
espaldas a los primeros resplandores del alba. Retrocedió
con soltura, sosteniendo sendos puñados de nieve, como
un torero que espera al toro que tienta con el cuerpo. Mi
respiración se condensaba frente a mis labios.
Hollando la nieve con torpeza, traté de alcanzarlo, pero
cuando ya estaba a unos pasos, el venezolano, gracias a su
cuerpo de atleta, logró esquivarme, corriendo de espaldas,
asentando los pies en dos tiempos: nieve, hielo; nieve, hielo.
Me dejé caer de rodillas, respirando pesadamente, sintiendo
un ardor caliente en los pulmones. El venezolano también
se detuvo, las manos apoyadas en los muslos, la respiración
fácil pero también condensada. Entonces nos dimos cuenta
de que el argentino había dejado de hablar.

***
El cuerpo hialino de una célula es casi ochenta por
ciento agua.

***
No sé por qué, Paula, cerré los ojos. El frío que había
tratado de ignorar se había convertido en dolor. Unas agujas
heladas se me clavaban en los pies. El pecho me ardía con
cada bocanada de aire. Se diría que sangraba por dentro. Un
sabor metálico me rondaba por la boca. Me consoló pensar,
Paula, que había sentido el mismo sabor aquella vez que me
propusiste correr. Lo mío son las letras, te dije, no sin cierta

115
presunción, pero terminé aceptando. No podía ser de otra
manera. Si me hubieras propuesto tirarnos en paracaídas
también habría aceptado. Lo importante era estar contigo,
recuperar el tiempo perdido, reconocer que el futuro es
engañoso si uno no está yendo a su encuentro.
Corrimos, quisiera decir, pero la verdad es que corriste
tú. El proyecto de escritor, el mal poeta, empezó a sentir
las palpitaciones, la sequedad en la garganta, la respiración
dolorosa, hasta que no tuvo más remedio que caer en el
pasto con los brazos en cruz. Regresaste corriendo, Paula,
y me preguntaste si me sentía bien. No tuve más remedio
que reírme de vergüenza, pero no te reíste de mí, Paula,
como yo esperaba, sino que te reíste conmigo. Sentada en
el pasto, la dorada piel intacta bajo el sol, me contaste que
habías sido corredora, que habías calificado para los Juegos
Panamericanos. Entonces hubo un silencio. Demasiado
atento al palpitar de mis sienes, no noté tu tristeza, Paula,
porque duró solo un segundo.

***
Había dejado de nevar otra vez. El cielo se despejaba.
El resplandor dibujaba líneas azules en los pocos relieves de
aquel desierto nevado que ahora parecía más inmenso que
nunca. En ese momento, Paula, pensé que no te volvería
a ver. ¿Nos había engañado el mexicano? El venezolano
se frotó las manos en las perneras del pantalón. No creo,
compañero, no se preocupe, esa gente parece una basura
pero es profesional. La expresión sonó rara. El mexicano nos
había dicho que lo esperáramos allí, sin alejarnos del lugar,

116
pero moviéndonos, cabrones, porque si nos quedábamos
dormidos nos podía llevar la chingada pelona.

***
No te lo dije nunca, Paula, pero aquella vez, cuando la
gente nos rodeaba, cuando los flashes parpadeaban, cuando
el parlante del aeropuerto decía algo indescifrable, yo me
aferré a ti con la desesperación de quien abraza por última
vez. Quería aprenderme de memoria el sonido de tu voz,
la textura de tus labios, el color de tus uñas sin pintar, el
sabor de tu lengua. ¿Temblabas? No tuve tiempo. La voz
en el parlante nos recordó que era la última llamada. Me
besaste otra vez, repitiéndome que nos veríamos pronto,
luego caminaste al control de migraciones. Desde allí, con
el pasaporte en la mano, me enviaste un beso volado que yo
atrapé con una mano.

***
Cuando sentimos los primeros copos de nieve, diminu-
tos, casi invisibles, el mexicano paró en seco. Rodeamos su
silueta pequeña, maciza, mientras él escrutaba la oscuridad
que nos rodeaba. Hasta ese momento habíamos seguido sus
pasos sin hablar. Pinche nevada, dijo, mejor nos volvemos.
¿Para eso le habíamos pagado? La nieve es cosa seria, cabro-
nes, nos volvemos. ¿Nos volvemos? Conocía el terreno, pero
no así, reteblanco de nieve, hasta nos podíamos perder.
No. Ya estábamos allí, habíamos caminado tres horas, no
queríamos volver al otro lado, a otra noche en vela, a otro día
de incertidumbre. Queríamos seguir. Ustedes no entienden,

117
cabrones, nos podemos perder. Extendimos las manos. Eran
solo unos copos diminutos que se podían espantar con un
soplo. ¿Quién le tiene miedo a un poquito de nieve?
Decís pavadas, dijo el argentino, no sabés lo que es la
nieve. Si sigue así, dentro de un rato te vas a arrepentir,
pero a mí me da igual, ya estoy desahuciado. ¿Se siente mal,
compañero? No, respondió el argentino, del cuerpo estoy
bien, voz no entendés, es otra cosa. ¿Cuánto falta? El mexi-
cano nos explicó que sin nieve, apenas una hora, pero si la
chingada nieve seguía cayendo, ya no sabía. ¿Nunca pasaste
con nieve? Nunca, cabrón, aquí nunca nieva.
Una vez, Paula, me habías preguntado si yo sabía cómo
era la nieve. Por dármelas de sabio, te recité la definición que
una vez había aprendido de una enciclopedia, pero como
me seguías mirando con tus grandes ojos marrones, no tuve
más remedio que decirte la verdad. Pero un día, añadí, la
sentiré aquí en mis manos. ¿Dónde? En París. Yo prefiero
el calor, dijiste con certeza, el calor de California. Estabas
ahora allí, Paula, tal vez todavía en la cama, desnuda, quizá
durmiendo ese sueño ligero que me gustaba interrumpir
con un beso en la espalda. Despertarías a la claridad de la
mañana, saldrías a correr esos cinco kilómetros que te salían
tan fáciles, volverías a tomarte un jugo de naranja. Entonces,
cuando los números rojos del reloj marcaran las nueve de la
mañana, esperarías mi llamada.
Da lo mismo, dijo el argentino, que decidan ellos. No
me daba lo mismo. Yo quería llegar. Quería buscar uno de
esos teléfonos azules que había visto en las películas. Quería
marcar el número que llevaba en mi libreta de pasta negra.

118
Quería oír tu voz, Paula. El venezolano puso en palabras mi
intuición. Es una hora, dijo, si caminamos ligero, no vamos
a sentir el frío.

***
Al congelarse los tejidos orgánicos se produce necrosis
de la parte externa expuesta a la temperatura ambiente.

***
No caminamos una hora sino tres, malamente abrigados
por nuestras casacas ligeras, sin poder encontrar nunca la
maldita camioneta que ya merito debía estar esperándonos.
Hijo de su chingada madre, dijo el mexicano cuando baja-
mos otra pequeña colina ya blanca por la nieve. Tal vez la
camioneta había decidido no llegar. Tal vez ya estábamos
perdidos. Ya no estábamos seguros de nada. Les dije, ca-
brones, con esta nieve no se reconoce nada, tenemos que
volvernos. ¿Por dónde?

***
La nieve había caído silenciosa, creando esa capa blanca
que me obligaba a avanzar con esos pasos que se hundían
en dos tiempos, siempre tratando de mantener el ritmo del
mexicano. Las botellas de agua, pequeñas botellas plásticas
que habíamos llevado para la caminata de tres horas, se
habían terminado. Habían transcurrido más de siete horas
desde que nos encontramos con el mexicano en aquella
esquina llena de sombras nocturnas.

119
***
La nieve nos llegaba hasta las canillas, por lo que tenía-
mos que avanzar tanteando con los pies, tratando de no pisar
algún cacto enano. El mexicano se detuvo en una pequeña
colina, tratando de reconocer el chingado paisaje, mientras
nosotros descansábamos, respirando agitadamente con las
manos apoyadas en las rodillas. De pronto el argentino
desapareció. Entonces nos dimos cuenta de que al sur de la
colina había una pequeña caída por la que había resbalado
hasta llegar al fondo, a unos quince metros por debajo de
nosotros, a una explanada donde ahora, ovillado, se sostenía
el tobillo gritando de dolor.
El mexicano se impacientó, cabrones, ya la regamos.
¿Sabe dónde estamos por lo menos? El mexicano no respon-
dió. Cuando lo encontramos, tomando filosas cervezas en
un bar lleno de humo de la avenida Revolución, nos invitó
a sentarnos, nos explicó las reglas en voz baja, nos repitió
la tarifa para que no quedara la menor duda, carnales, en
cash, por supuesto. Había trabajado en Chicago por tres
años antes que lo agarraran. Después había pasado la línea
tantísimas veces. Era un experto. Nos ayudaría. Pero con la
nieve rodeándolo por todas partes era diferente, carnales, no
podía ayudarse ni a sí mismo. ¿No entiendes, cabrón, que
aquí no nieva? Es un mero desierto todos los días del año.
¿Desde cuándo? Desde siempre, carnal.
Me bastaron dos días en Tijuana para comprender que
solo se podía cruzar de noche. Los que no tenían mucho
dinero compraban galletas, una lata de atún, llenaban de
agua una botella de plástico, y salían temprano, quizá a la

120
una de la madrugada, dispuestos a caminar las ocho horas
de desierto que los esperaba al norte, si tenían suerte. Para
nosotros resultaría más fácil. Una hora en una camioneta,
luego tres horas de caminata forzada en las tinieblas hasta
la camioneta que nos llevaría a San Diego, de allí otra a Los
Ángeles, hasta una callejuela cercana a Echo Park. Pensé,
Paula, que descolgaría el auricular de aquel teléfono azul
antes de las nueve de la mañana.

***
Recuerdo claramente cuando me contaste, Paula, que te
habías luxado el tobillo cuando entrenabas para los Juegos
Panamericanos. Eras la favorita, tenías la marca nacional, to-
dos pensaban que podías traer una medalla de oro. El tobillo
te obligó a usar una silla de ruedas por una semana, después
unas muletas por un mes, hasta que, cuando el médico te
autorizó a correr, el cronómetro, despiadado mecanismo es-
túpido, marcaba tres segundos más, borrando sin compasión
tus dos años de entrenamiento riguroso. Lo siento, Paula,
te dijo el entrenador, esta vaina es súper competitiva, mira
cuántos nombres tengo en la lista. Quizá en los próximos
Panamericanos. No, en cuatro años ya estaré vieja, dijiste,
antes de salir dando un portazo. Ese día decidiste que ba-
jabas por última vez las gradas del Estadio Nacional. Una
noche habías salido a ahogar tu frustración en un Tequila.
Tuve suerte de subir aquellas gradas, de recorrer el humo,
de sentarme en aquella mesa afortunada.

121
***
El argentino, tirado de espaldas como un muñeco
armado con dos pies izquierdos, aceptaba con los dientes
apretados que el venezolano le revisara el tobillo. El venezo-
lano tomó una rápida decisión. Tiene que agarrarlo de los
hombros, compañero, me dijo. Hablaba con tanta seguridad
que no vacilé en seguir sus instrucciones. La nieve se hundió
bajo mis rodillas. Sentí el frío en los huesos, pero el esfuer-
zo de sostener los hombros del argentino, me distrajo. Era
sorprendente que el argentino no se quejara. Con los ojos
cerrados, las mandíbulas apretadas, simplemente respiraba
muy despacio, como si ya otras veces, en otras ocasiones,
hubiera soportado un dolor físico repentino. El venezolano
parecía examinar el tobillo, pero, de pronto, tomando el pie
con ambas manos, lo tiró con fuerza. El argentino se sacudió
de dolor pero solo dejó escapar un quejido sordo que apenas
atravesó sus dientes. El pie había recuperado su forma. El
venezolano ya vendaba el tobillo con un gran pañuelo que
traía en su casaca.
El argentino, después de inhalar lentamente varias veces,
le agradeció. No es nada, compañero, estamos juntos en
esto. Entonces nos dijo lo inesperado. Déjenme aquí, che,
yo ya estoy desahuciado. No diga babosadas, compañero,
dijo el venezolano, usted no se queda solo. Me pidió que lo
ayudara. Entre los dos levantamos al argentino, que protestó
sin muchas ganas, apoyándose en nuestros hombros.
El mexicano estudiaba la ruta que había recorrido
tantísimas veces. El argentino pareció recuperar el humor.
Hay que seguir moviéndonos, che, porque con este frío se

122
nos van a congelar las pelotas. El mexicano nos llamó con
la cabeza para que lo siguiéramos. Con el argentino entre
nosotros, avanzamos, pero ya no tan rápido como antes.
Inclusive empecé a sentir aquel hormigueo doloroso en
los pies. Un dolor sordo, palpitante, cada vez que daba un
paso. Caminamos unos quince minutos, sosteniendo al
argentino, hasta que este lanzó un resuello. Déjenme, che,
dijo, conmigo no van a llegar nunca. En otras circunstancias,
Paula, quizá habría estado de acuerdo. ¿Con qué cara podría
habértelo contado?

***
Media hora después era claro que ya no llegaríamos a
ninguna parte. Estábamos agotados, con sed, hambre, sueño.
Había dejado de nevar por un rato. En la distancia se veían
los primeros resplandores de la madrugada. El argentino, que
hasta ese momento había avanzado en silencio, se dejó caer.
Qué mierda de vida, dijo, tener que terminar así. Levántese,
compañero, dijo el venezolano, ya nos falta poco. Nos falta
demasiado, dijo el mexicano acercándose. Nos explicó que
si seguíamos avanzando a ciegas podíamos terminar en el
mero desierto, entonces, sí, cuando saliera el chingado sol
nos tostaría a todos como a tortillas.
Hablando desde las ganas de volver a verte, Paula, dije
que teníamos que seguir. El mexicano se indignó conmigo.
No sabía de lo que estaba hablando, carnal, no me había
dado cuenta de que ya no se trataba de llegar sino de sobre-
vivir. ¿Entiendes, cabrón?

123
Me abalancé contra el mexicano, con ganas de romperle
la crisma, aunque yo nunca en la vida había peleado. Lo-
gré atinarle un golpe en el pecho, pero me recibió con un
empellón. Caí de rodillas en la nieve, pero me puse de pie,
dispuesto a seguir peleando. El venezolano trató de detener-
me. No sé por qué, Paula, sin pensarlo demasiado, volteé
ya con el puño en el aire, pero él me esquivó, recibiéndome
con un golpe en el estómago. Quedé sin aire.
Qué boludeces hacés, dijo el argentino, mirándome
desde el suelo. Es que yo tengo que llegar, dije, me está
esperando. El venezolano se acercó, todavía con una mano
en alto, dispuesto a defenderse. Ya no se trata de llegar,
compañero.

***
El mexicano dijo que no prometía nada, pero que tra-
taría de encontrar a los gabachos, o de hacer que ellos lo
encontraran a él. No entendí muy bien. Nos quedamos con
la recomendación de no movernos de aquel lugar, porque el
pequeño farallón sin nieve era lo único reconocible en ese
desierto blanco. El argentino nos pidió que lo apoyáramos
contra la pared natural. El venezolano se acercó con la mano
extendida, y no tuve más remedio, Paula, que estrechársela,
disculpándome. Pensé que ya no volvería a verte.
El venezolano, que en toda la noche no había perdido el
espíritu, empezó a hacer la primera bola de nieve. Me pareció
absurdo. Pensé, como a veces piensan los que no trabajan
con sus manos, que aquel era el momento más grave de mi
vida. En medio de un desierto helado. Esperando el menor

124
de los males. Con la extraña sensación de que no te vería
nunca más, Paula. Si hubiera estado solo, quizá habría em-
pezado a llorar, pero el primer puñado de nieve me obligó
a entrar en el juego.
Cuando dejó de nevar por segunda vez nos dimos cuenta
de que el argentino, que nos había estado contado su vida,
se había callado. Dejamos caer los puñados de nieve. Nos
acercamos al argentino. El venezolano lo sacudió del hom-
bro. ¡Compañero! El argentino no se movió. Su cuello estaba
helado como la carne que se saca del congelador. Tenía los
párpados cerrados. Las gruesas pestañas negras se habían
entrelazado con puntos blancos de nieve.
Nos había estado contando, sin que le prestáramos
atención, que apenas subieron los milicos un hermano suyo
había emigrado a San Francisco, pero que él, por una razón
que no quedó clara, no quiso acompañarlo. Entonces le
habían caído al pisito que tenía con su compañera. Nunca
más volvió a verla. Él había tenido suerte. Le arrancaron unas
cuantas uñas, le quemaron un testículo, lo violaron con un
palo de escoba, pero no lo habían matado.

***
Entonces recordé, Paula, que también tú me dijiste que
habíamos tenido suerte. Qué en el país que nos había toca-
do también era una suerte seguir con vida. Era por eso que
habías tomado la decisión por los dos. Habías perdido tres
segundos, yo había perdido diez años, pero quizá podríamos
empezar otra vez. Me lo dijiste una tarde que salíamos del
Cineclub del Museo de Arte. No comprendí a qué te referías

125
sino hasta unos meses después. Te espero allá, me dijiste, no
tardes. Yo te creí, Paula, aunque antes de ti pensé que yo ya
había perdido el tren al futuro, que todo lo que soñaba no
era más que un engaño para no tirarme de cabeza desde el
último piso del Centro Cívico. Me esperabas, Paula, mientras
yo maldecía la nieve en medio de un desierto blanco del que
quizá ya no saldría.

***
El venezolano examinó el cuello del argentino, luego le
tomó el pulso con la preocupación de un doctor ante una
emergencia. Con movimientos seguros, le bajó el cierre de la
casaca, le abrió la camisa con ambas manos haciendo volar los
botones y empezó a frotarlo vigorosamente. Pero el argentino
no reaccionaba. Frótele los brazos, compañero, me dijo el
venezolano, uno a la vez. Trabajé con la parte de atrás de la
mano, como había visto a mi madre amasar el pan. Primero
un brazo, después el otro, hasta que empezaron recuperar
la elasticidad de la carne viva. Traté de hacer lo mismo con
las piernas, pero estaban duras como bloques de cemento.
Me quedé mirándolas, cubiertas con el polvillo blanco, las
arrugas del pantalón endurecidas por el hielo.
Creo que ya no respira, compañero, dijo el venezolano,
está haciendo hipotermia. ¡Carajo!, grité, ¡está muerto! Gol-
peé la nieve con toda la furia de la que fui capaz. Todavía no,
dijo el venezolano, tranquilo, ayúdeme más bien, tenemos
que darle respiración boca a boca, no tenemos tiempo.
Seguí sus órdenes, Paula, pensando egoístamente que ya
no te vería. Te imaginé duchada, con un pañuelo blanco

126
amarrado en la cabeza, parada junto al teléfono, mirando
la ventana con una taza de café recién pasado en las manos.
Esperabas mi llamada, Paula, sin saber que yo trataba de
revivir a un muerto.
Siguiendo las indicaciones del venezolano, presioné el
pecho del argentino, una mano sobre la otra, con un golpe
seco que le hizo crujir las costillas. El venezolano, apretándole
la nariz con una mano, le soplaba en la boca con tanta energía
que el pecho del argentino se elevaba. Le dimos respiración
artificial unas cuatro veces hasta que tosió.
La puta que los parió, le oímos decir, con una voz tan
tenue que parecía una alucinación. Hable, compañero, hable
otra vez, dijo el venezolano. El argentino tosió. El venezolano
le cerró la camisa, le subió el cierre de la casaca y me hizo un
gesto para que lo ayudara a apoyarlo contra la pared natural.
Hay que mantenerlo caliente, dijo, y empezó a frotarle un
brazo. Yo le froté el otro. La tela sintética de la casaca me
ardió en las palmas de las manos.

***
Agua helada que se desprende de las nubes en cristales
sumamente pequeños que, agrupándose al caer, llegan al
suelo en copos livianos.

***
Ya había clareado, el cielo era ya azulino, inclusive se
podía ver a lo lejos los primeros rayos de sol dorando el hori-
zonte. Quizá corrías, Paula, haciendo planes para el día. Me
recogerías de aquella callejuela cercana a Echo Park, iríamos

127
a Broadway Avenue para comprarme ropa, en la tarde almor-
zaríamos en aquel restaurante de comida peruana que habías
descubierto en Brentwood. Me habías dicho que no sería
difícil, conocías a muchos que lo habían hecho, inclusive un
vecino tuyo había cruzado con un niño de once meses en los
brazos. Lo que no sabías, Paula, porque nadie podía saberlo,
es que ese día, ese mes, ese año, nevaría. En ese momento,
tuve la seguridad de que nunca volvería a verte.
No piense en eso, compañero, dijo el venezolano, to-
mándome del hombro. En ese momento me di cuenta por
qué su rostro me había parecido tan familiar. Lo había visto
en cientos de dibujos. Tenía la frente alta, el pelo rizado,
la piel tostada, los labios gruesos, pero la nariz delgada, el
aire patricio de Simón Bolívar antes de que lo españolizara
la historia. Lo que tenemos que hacer, dijo, es esperar que
aclare un poco, después se buscará una solución.
Recordé la ilustración de aquel libro infantil. Me lo
enseñaste en tu cuarto. El niño parado sobre la rosa de los
vientos mira de frente a un Sol sonriente que parece quemar
la letra «W» del Oeste. Detrás del niño, una Luna pálida,
sonriente, flota sobre la letra «E» del Este. La mano derecha
del niño está a punto de tocar la «S» del Sur, mientras que
la otra ya parece haber alcanzando la «N» del Norte. De
allá sale el sol, señalé, si no vuelve el mexicano tenemos que
avanzar hacia la izquierda, al Norte.

***
En ese libro habías aprendido tus primeras palabras en
inglés, Paula. Estábamos en tu casa, tus padres habían salido,

128
en el tocacassette sonaba una canción de Silvio Rodríguez
que yo te había regalado. Sentados sobre la cama en que
habías conocido la adolescencia, me enseñabas el libro, luego
señalaste el Norte antes de besarme. Yo no había comprendi-
do. Unos meses después, cuando estabas a punto de subir al
avión, me reproché la incapacidad de entender los mensajes
que desde el principio me habías enviado, Paula. Estos me
decían, de diferentes maneras, que la vida que queremos,
no era la que nuestro país tercermundista, afectado por una
inflación astronómica, un terrorismo ciego, podía ofrecernos
jamás. En medio de los apagones, las torres derrumbadas,
los disparos nocturnos, resultaba difícil soñar.

***
Hay que mantenerlo caliente, compañero, me recordó
el venezolano. ¿Quién me va a mantener caliente —pen-
sé— cuando se me hiele el corazón por no poder volver a
verla? Pero no lo dije. Demasiado cursi, demasiado egoísta
para darle voz frente al venezolano que ahora sí parecía un
Simón Bolívar del siglo veinte, escapando de su país por
razones que hasta ese momento no me había preocupado
en comprender.
Siga frotándolo, compañero, dijo el venezolano, siga
hablándole. Seguí hablando, dijo el argentino en voz muy
baja, porque nadie me quita que estoy desahuciado. En-
tonces abrió los ojos para mirarnos desde ese tiempo sin
tiempo al que había estado a punto de caer. No diga eso,
compañero, dijo el venezolano, apenas salga el sol vamos a
empezar a caminar. No, yo ya no voy a caminar. Sus ojos,

129
apenas abiertos, se humedecieron. No desperdicie líquido,
compañero, nos va a hacer falta, allá en el Norte hay un
desierto de verdad.

***
Nunca sabré, Paula, si el mexicano cumplió su promesa,
o si simplemente se regresó por su cuenta, dándonos por
muertos. ¿Qué se puede esperar cuando se pone la vida en
manos de alguien que ni siquiera da su verdadero nombre?
Solo sé que cuando ya había clareado, cuando el cielo ya se
veía azul, oímos un ruido de motores, pero tan lejano que
nos pareció producto de nuestra imaginación.
Esperamos atentos, hasta que vimos aparecer de detrás
de la pequeña colina, una camioneta blanca, con una gruesa
línea verde en los lados, las luces del techo todavía prendidas.
Las llantas, forradas con cadenas, se hundían en la nieve
pero avanzaban. Estuvo a punto de seguir de largo pero el
chofer nos vio. Detuvo la camioneta. Habló por radio algo
que no comprendimos.
Compañero, dijo el venezolano en un susurro, no se le ocu-
rra decir que es peruano, diga que es de algún lugar de México.
Miró al argentino. Usted, compañero, no abra la boca.
En ese momento aparecieron otras dos camionetas, que se
estacionaron junto a la primera. Los guardias fronterizos baja-
ron por la pequeña colina, rodeándonos con cautela, la nieve
en las canillas, la mano siempre cerca de la pistola. Entonces,
Paula, tuve la seguridad de que jamás volvería a verte.

130
Norte
Variaciones sobre un tema de
Nabokov

1.
Tuve la suerte de no despertarla cuando me levanté de la
cama. Dormida, los labios ligeramente fruncidos, la frente
todavía serena, cobraba el misterio elusivo del desnudo ya-
ciente perseguido desde Chardin a Manet. Bajo los inmensos
párpados, sus ojos curiosos parecían tiritar, persiguiendo sin
duda uno de esos fantasmas que la acosaban en sueños. Sabía
que dejaría atrás su nariz perfecta, su tersa piel sudamericana,
el excitante olor a hembra joven que desprendía durante el
acto del amor. Rosa, dulce Rosa, solo Dios sabía cuánto iba a
necesitar del cristal de tus palabras, de la vergüenza anticuada
de tu intimidad, de las navajas traslúcidas de tu pasión… Sin
embargo.
Moviéndome muy despacio para que el piso de madera no
crujiera, me puse los pantalones, la camisa y la chaqueta que
había separado la noche anterior. No lo había notado, ocupada

135
en aplicarse las últimas cremas nocturnas canturreando una
canción de Frank Sinatra en ese acento tan deliciosamente
sudamericano.
—Es muy viejo para ti —le dije en broma.
—Te equivocas —me respondió sin mirarme—. La
mayoría de norteamericanos son demasiado jóvenes para
mí. Inclusive los más viejos.
En el cajón de la mesa de noche, junto a una Biblia y
un cupón para el Denny’s más cercano, encontré papel con
un pretensioso membrete cuyas letras doradas decían North
Western Traveler. Se me pasó por la cabeza copiarle un pa-
saje bíblico, quizá del «Cantar de los cantares», o inclusive
el versículo cinco del capítulo cinco del «Evangelio según
San Mateo», pero preferí una despedida simple que evitara
malos entendidos.
Querida Rosa,
Gracias por estas tres semanas. Me disculpo profusamen-
te por no ser quien te mereces. Te deseo lo mejor.
Tuyo,
Ralph
Me pregunté si habría otra mujer capaz de hablarme
en posesivo con la misma soltura con la que Rosa lo había
hecho. «Querido mío, ¿me pasas esa caja de Klennex?».
«Querido mío, necesito estar a solas, ¿por qué no bajas a
leer el periódico en el lobby?». Inclusive la noche anterior,
cuando regresé del baño maloliente del lounge, ella había
usado aquella expresión.
—Querido mío —me había susurrado—. Ese tipo no
me quita los ojos de encima.

136
Parpadeó en dirección de un pobre diablo, mal afeitado,
embutido en un saco comprado al descuento en Sears, que
fingía leer el periódico en una de las mesas centrales. Sus
ojos furtivos miraban con una expresión de bestia malheri-
da implorando un tiro de gracia, cosa que en tiempos más
civilizados se habría hecho por piedad.
—Es tu imaginación —dije.
—No. Me mira, y de vez en cuando se toca algo debajo
de la mesa.
—El pobre diablo solo quiere asegurarse de que su ma-
letín sigue donde lo ha dejado.
Ella asintió, dándome la razón, pero sonriendo porque
sabía que mi explicación era parcial. Es cierto que el tipo
llevaba un maletín de cuero, con doble hebilla, de esos que
usan los correos. Eso no quitaba que también la estuviera
mirando furtivamente. Rosa me tomó la mano, y, con esa
soltura con la que lo hacía todo, me besó los nudillos. Me
sorprendió aquel gesto. Hasta entonces yo creía que ella
estaba por encima de esos rituales, los gestos que tratan de
afianzar las dudosas raíces del afecto.
Dulce Rosa. Los rayos de sol resplandecían en el vellón
suave que le cubría las largas piernas. Me sentí tentado de
acariciárselas, tentado de besar sus pezones color avellana,
tentado de despertarla para empezar juntos otro día… Sin
embargo. Nuestro tiempo había terminado. No era justo
para ella; tampoco era justo para mí: la vida no es un libro
contable con prolijas columnas de debe y haber. Es inútil
tratar de retener aquello que nos parece hermoso, dulce o

137
adorable. El intento mismo lo destruye. Doblé la hoja antes
de escribir su nombre con mi mejor cursiva.
—¿Qué escribes tanto en esa libreta negra? —me pre-
guntó un día, pero yo no le respondí, ignorándola en broma.
Ella tomó el camino fácil. Responder con acción lo que no
decían las palabras. Me arrancó la libreta de las manos para
revisarla, pasando las hojas con los pulgares, mientras sus
ojos trataban de descifrar mis notas en latín. Dejó la libreta
en la mesa. Se quedó pensativa, como si un recuerdo lejano
la hubiera asaltado. Dulce Rosa, no te lo dije entonces, pero
sabía cómo te sentías: el pasado tiene el hábito de mordernos
las entrañas con dientes de Cancerbero si uno se descuida.
Dejé la nota en mi almohada. Más que una despedida, se
trataba, dulce Rosa, de una liberación. Porque eso, después
de todo, es lo que querías. Ser libre. Lo sé. Es lo que todos
queremos, pero estamos muy ocupados, o nos da mucha ver-
güenza, o mucho miedo admitirlo. Hacer lo que realmente
queremos sin preocuparnos del futuro.
Recogí mi maleta y salí del cuarto dejando el cartel de do
not disturb en la manija. Desde allí pude ver al pobre diablo
que la noche anterior la había estado mirando. Se apresuraba
a bajar las escaleras. Su cuerpo pesado, con demasiadas ham-
burguesas encima, estuvo a punto de perder el equilibrio,
pero la mano regordeta logró asir el pasamanos. Infeliz. Era
capaz de romperse la cabeza antes de soltar el maletín. No se
daba cuenta de que ese cuidado excesivo era como un cartel.
Sus pasos de elefante sacudieron la escalera hasta que llegó
al primer piso, quizá camino al mal llamado lounge, donde
sin duda se embutiría con el buffet de la mañana.

138
Para sorpresa del mánager, dejé el voucher abierto, sin
límite. También había dejado suficiente efectivo en el estuche
de cosméticos. No sabía cuánto tiempo podía necesitar mi
dulce Rosa: una decisión se toma en un instante, pero el
tiempo necesario para ponderarla es siempre incierto. Una
posibilidad era regresar a su trabajo de cajera en el Thrifty
de San Francisco. La otra, por supuesto, era empezar de cero
otra vez. Ya lo habías hecho una vez, dulce Rosa, no me cabía
duda de que te iría mejor en esta ocasión.
El botones hispano me ayudó con la maleta hasta el auto.
También me abrió la puerta de manera obsequiosa. Cuando
me senté al volante, se quedó mirándome con unos enormes
ojos de niño expósito. Pensé, equivocadamente, que trataba
de conseguir una buena propina. Le entregué un billete de
diez dólares.
Salí del hotel, enfilando a la Autopista 5, rumbo al
Sur, creyendo que dejaba atrás a mi dulce Rosa. No podía
sospechar que dos días después, mientras desayunaba en
el Bonaventure de Los Ángeles, el periódico me recordaría
su nombre —Rosa Rugosa— escrito junto al nombre del
botones hispano.

2.
Odias la soledad. Cada vez que la empresa te envía en
estas comisiones que te obligan a pasar la noche en moteles
anónimos, a fumar lentos cigarrillos en los balcones, a con-
templar parejas que beben champán en los jacuzzis, o, peor
aún, que comparten una cena con velas para dos en el rincón
más romántico de un restaurante, sientes que la soledad es

139
una aguja de acero helado que te atraviesa el corazón. Con
el tiempo, habías aprendido un par de cosas para tenerla
a raya, para que no te hurgara con su hocico gris. No era
suficiente. De vez en cuando, todavía te ocurría que apenas
cerrabas la puerta de tu habitación, caías de rodillas junto a
la cama. Las lágrimas te bajaban en contra de tu voluntad.
Dios mío, cómo dolía aquello, en especial cuando habías
oído el gemido de una mujer en la habitación contigua.
Ayer había sido uno de esos días. Te registraste en el motel,
le pediste al botones hispano que llevara tu maleta a la habita-
ción, luego le preguntaste al mánager, un satisfecho padre de
familia, que te señalara dónde quedaba el comedor, el restau-
rante, la brasserie o como le llamaran. Te morías de hambre.
Sonriendo con dientes recién blanqueados, señaló con su lápiz
unas letras de neón en uno de los rincones del lobby.
—Cerramos a las doce —te dijo la acomodadora, como
si supiera de antemano que eras un cliente solitario, de
esos que se quedan bebiendo hasta que los hispanos llegan
a hacer la limpieza. Te acompañó hasta una mesa central.
Los reservados, imaginaste, estaban destinados a las parejas.
Como aquellos dos ancianos, bajo el televisor, que se miraban
como dos adolescentes en su primera cita. También había
otra pareja, un tipo con un blazer quizá comprado en París,
que le susurraba algo a una mujer de piernas largas. Parecían
dos estrellas de cine en un fin de semana.
Dejaste el maletín de los especímenes en el suelo, apoya-
do en la pata de la mesa, de tal manera que pudieras sentir
su presencia con el pie. De vez en cuando, si dejabas pasar
varias semanas sin cortarte las uñas, la leve presión necesaria

140
era dolorosa. Había veces en que el dedo meñique del pie,
quizá por el prolongado contacto, ya no sentía el cuero
duro reforzado con varas de acero. Entonces no tenías más
remedio que bajar la mano, casualmente, para comprobar
que el maletín seguía allí.
La mesera te sonrió con falsedad profesional. Pediste el
especial del día —salmón pescado a mar abierto con una
guarnición de espárragos— acompañado por tres martinis.
Uno antes, el otro durante y el tercero después de la cena. Le
pediste que usaran dos onzas de gin, media onza de vermut
seco y una onza de hielo, todo mezclado al momento mismo
de servirlo. La mesera tomó nota todavía sonriendo. Quizá
pensaba eras un tipo raro. No podía saber, por supuesto, que
el orden de los martinis era fundamental. Tomados en el
preciso instante, evitaban que la soledad te tocara el corazón
con su aguja de acero, convirtiéndola en un dócil animal
de piel gris que después de apoyar su hocico helado en tus
rodillas, se contentaba con sobarse contra tus piernas.
Bebiendo el primer martini, trataste de leer el periódi-
co, pero tus ojos, como por cuenta propia, volvieron a la
mujer de piernas largas. Tenía los labios carnosos, los senos
compactos y turgentes, las cejas negras sobre unos ojos que
resplandecían con la luz de las velas. Ya no querías saber
nada sobre huracanes, guerras, hambrunas al otro lado
del mundo. No. Querías saber cosas sobre aquella mujer.
¿Quién, por ejemplo, le había regalado los zafiros auténticos
engastados en los aretes de plata nueve-veinticinco? ¿Quién
le había dado el falso rubí pegado a la mala en el anillo de
oro genérico?

141
Cuando ya bebías el tercer martini, tus ojos empezaron
a decidir por ti, estudiándola más allá de lo que la más
elemental educación habría considerado apropiado. Dios.
¿Cómo sería apoyar la cabeza entre sus senos? ¿Cómo olería
su ombligo? ¿Cómo sonaría tu nombre en su voz? Cuando el
tipo de blazer se fue al baño, trataste de establecer contacto
visual, quizá con la vana esperanza de que una mirada le di-
jera que estabas dispuesto a todo con tal de sentir el contacto
de su piel. Ella ni siquiera se enojó por tu atrevimiento. Con
elegancia, bebió un sorbo de vino, sosteniendo la copa por
el tallo, como debe ser.
Cuando el tipo del blazer regresó, ella le habló al oído,
él le respondió en susurros, después, como si hubieran lle-
gado a un acuerdo, ella hizo lo impensable: le besó la mano.
El tipo del blazer, en lugar de devolverle el beso, cosa que
habría hecho un hombre decente, simplemente le dio una
palmadita en el brazo, como si ella fuera una costosa mascota
a la que se puede hacer feliz con esa miserable muestra de
afecto. Tuviste la seguridad de que él le había regalado el falso
rubí. Era agosto, quizá ella había cumplido años en julio,
y el tipo, después de enterarse, había entrado a la tienda de
souvenirs de un hotel para gastarse unos pocos dólares. Ese
había sido el tamaño de su afecto.
Se fueron luego de unos minutos. Ella ni siquiera te miró
al pasar. La soledad, que dormitaba a tus pies, se despertó.
Fue peor cuando comprobaste que los ancianos también se
habían ido. Te habías quedado solo. Inclusive alguien había
apagado el televisor. Las letras de neón parpadeaban sobre el
espejo del bar: Budwiser. No esperaste a que la acomodadora

142
viniera a humillarte. Dejaste un dólar de propina antes de
irte. Mientras subías la escalera, pensaste otra vez en la mujer
de piernas largas, preguntándote, oh, Dios, preguntándote
cómo sería el cuenco de su espalda, ese que se forma sobre
la cintura; cómo se sentirían sus tobillos en la palma de tus
manos; qué diría si tú, rompiendo tu código profesional, le
mostraras lo que llevabas en el maletín.
Para qué pensar en lo imposible, te dijiste, mientras
colgabas el cartel de do not disturb en la puerta. La soledad
te cayó encima como un rayo, atravesándote el pecho sin
piedad alguna. Estuviste a punto de caer de rodillas, de
llorar con todas tus fuerzas, pero te contuviste, apretando
los puños. Habías descubierto hacía mucho que cuando los
martinis no eran suficientes tenías dos alternativas. Una que
ya no querías ni siquiera considerar por lo peligrosa. La otra,
aunque iba en contra de las reglas de la empresa, era factible
si se hacía con cuidado.
Después de depositar el maletín en la alfombra, giraste
las ruedas numeradas, hasta que la combinación coincidió
en ambas cerraduras. Sacaste el estuche de titanio cuya clave
se cambiaba antes de cada viaje. Lo abriste. Desdoblaste las
hojas de badana negra, abriéndolas con sumo cuidado para
no alterar el contenido, hasta cubrir cinco pies cuadrados.
Te calzaste los guantes y el lente de joyero, disfrutando ya
de las sorpresas que te esperaban. Sin duda era un placer
único cuya novedad era capaz de ahuyentar la soledad. Ese
mes era excepcional. Llevabas el lote más valioso que se te
había confiado en diez años.

143
Siete diamantes de un quilate y medio, cada uno de
color grado h y i1 de claridad, cada un con un corte circular.
El perfecto balance entre el diámetro y la mesa, la perfecta
armonía entre la corona y el tallo, lograban que la luz entrara
por todas partes para salir concentrada desde el centro mismo
de cada diamante. Junto a ellos, dos diamantes de dos quila-
tes y medio cuyo corte marquesa acentuaba el tono ámbar,
quizá de color l, y de claridad vs2, destinados sin duda a
los aretes de una princesa. Dos brazaletes, cada uno con
veinte diamantes de medio quilate cada uno, cortados como
esmeraldas, cada uno de ellos de color e o g y de claridad
if. Pero los diamantes eran solo una excusa para la maestría
del artesano que había creado un brazalete de medias lunas
de oro amarillo y rosa. Entrenados en París, con pasantías
en el Tiffany’s de Nueva York, más que artesanos, aquellos
hombres que trabajaban en el taller de la empresa eran dioses
que refundían metales, otorgándoles la vida eterna de las ver-
daderas obras de arte. Era imposible creer que tanta belleza
fuera producto humano. Con mucho cuidado, regresaste el
brazalete a su lugar, tratando de dejarlo exactamente en la
misma posición, asegurándote de que ninguna pelusilla se le
hubiera adherido. Estabas a punto de coger un diamante de
dos quilates con un corte de pera, cuando oíste aquel ruido,
muy ligero al principio, pero cada vez más claro.
Todavía con los guantes y el lente de joyero, te acercaste
a la pared y apoyaste la oreja sobre la cabecera de la cama. El
ruido se definió, como temías, en un gemido de mujer. Ese
gemido de placer que te producía unas erecciones imposibles
de aplacar. Entonces se te pasó por la cabeza otra vez. Oh,

144
Dios, sí que se te pasó por la cabeza. Quizá cuatrocientos
o quinientos mil si lo vendías todo en el mercado negro de
Los Ángeles. Después un boleto solo de ida a Brasil, Río de
Janeiro o Copacabana, esos lugares que según los brochures
de la agencia de viajes de Union Square tenían playas de
arenas blancas, cielos azul turquesa, lugares habitados por las
mujeres más hermosas del mundo. Sí, el dinero se acabaría
un día, pero dos años de gloria valían mucho más que una
vida entera de rutina. Oh, Dios, ayúdame, pensaste.
Te forzaste a doblar las hojas de gamuza sin mirar
ningún otro espécimen. Cerraste el estuche de titanio. Lo
devolviste al maletín. Te metiste al baño ya bajándote los
pantalones. Mientras te alivias frente al espejo, te pareció
que los gemidos de la mujer crecían, acercándose a ti, hasta
que por fin llegó la descarga definitiva. Caíste sentado jun-
to a la ducha. Exhausto. Jadeante. El cuerpo ya no quería
nada más, pero la mente, ya desbocada, seguía pensando.
Tuviste que tomarte una Valium para dormir. Ya metido en
la cama esperaste, esperaste, esperaste, hasta que te despertó
el timbre del teléfono.
—North Western Traveler le da los buenos días —dijo
la grabadora.
Te sentiste un poco aturdido, pero ya bien, con todas
tus facultades. Te duchaste sintiendo el buen ánimo que
da el apetito de la mañana. El mal momento había pasado.
Saliste de tu habitación llevando el maletín contigo. Diste
apenas dos pasos antes de recordar que los gemidos de mujer
habían venido de la habitación cuya persiana estaba ahora
entreabierta. Sin siquiera pensarlo, te agachaste para echar

145
una mirada. La mujer de piernas largas dormía desnuda so-
bre la cama, mientras el tipo de blazer escribía algo sentado
en el filo.
Sabías que espiar a los demás era malo, sabías que el tipo
podía darse cuenta, sabías que debías irte para evitar que
las malas ideas volvieran. Pero tus ojos, oh, Dios, tus ojos
no querían desprenderse de ese cuerpo cuya piel iridiscente
parecía tener luz propia.

3.
Bienvenido a North Western Traveler. Usted ha tomado
la decisión correcta. Establecido en 1959, y remodelado
en dos ocasiones para su comodidad, este es el motel que
las guías de turismo llaman el «hotel económico de lujo».
Nuestros servicios son ideales para familias de vacaciones,
viajeros de negocios o parejas que desean disfrutar de un
cómodo fin de semana dentro de un presupuesto razonable.
Cada habitación cuenta con baño privado, agua caliente,
televisión con cien canales y alfombras nuevas. El jacuzzi
está abierto las veinticuatro horas del día para su comodidad.
Nuestro restaurante, calificado con dos estrellas y media por
la revista Zagat, está a cargo de un chef graduado en Cor-
don Bleu. Nuestros platos se preparan con pescado de mar
abierto, carne de animales criados al aire libre y vegetales
de huertos orgánicos locales. Nuestro personal étnicamente
diverso siempre se halla dispuesto a hacer su estadía más
placentera.
Estamos orgullos de haber recibido políticos impor-
tantes, estrellas de Hollywood, ejecutivos de las empresas

146
Fortune 500, deportistas de fama internacional y poetas
galardonados, entre otros huéspedes que, además de disfrutar
de nuestra hospitalidad, han enriquecido nuestro local con
su presencia. También tenemos el orgullo de ser ya un lugar
histórico. North Western Traveler fue testigo del «Día de los
diamantes» como se le llama ahora en libros de referencia. Si
usted desconoce dicho evento, le sugerimos lea los recortes
de periódico colgados en el lobby, o, mejor aún, solicite una
de nuestras visitas guiadas.
«El día de los diamantes» es solo parte de la rica tradición
del motel que le da la bienvenida. Si hay algo que necesite
para hacer su estadía más placentera, por favor, no dude en
solicitarlo. Será un placer satisfacer sus deseos. Esperamos
que disfrute del único hotel económico de lujo que existe
entre San Francisco y Los Ángeles.

4.
Rosa no quiso abrir los ojos. Los rayos de sol que
entraban por la persiana entreabierta eran una bendición
aquel día. Se terminaban las prisas. Durante tres años había
tenido que apagar un despertador a las seis de la mañana,
todos los días, excepto los domingos. Después, cuando ya
no era imperativo llegar al Thrifty de Diamond Heights
Boulevard, había seguido yendo por inercia. La pregunta
que la acosó durante las primeras semanas, había vuelto con
fuerza, como una vieja herida que después de años recrudece.
Entonces había tenido la oportunidad de responder con la
acción. Durante tres semanas había recorrido interminables
autopistas, conociendo mucho de aquel país al que había

147
llegado escapando de una guerra. Esa mañana terminaba
la aventura.
Él se había levantado muy temprano, como era su
costumbre, pero en lugar de tomar una ducha, cantando
con su voz de falso tenor los primeros compases de un aria
afortunada, se había movido como un ladrón. Sin siquiera
lavarse los dientes, se había vestido, había acercado su maleta
a la puerta, luego se había sentado en la cama, como si no
se decidiera a despedirse como era debido. Después de un
momento de duda, había empezado a escribir una nota. No
había que ser adivina para saber de qué se trataba.
Rosa no se movió. En su país, su madre le decía que
dormía con «sueño de santo», refiriéndose a su capacidad
de ignorar las explosiones, las ráfagas de ametralladora, las
sirenas que de vez en cuando herían el relativo silencio de
la noche. Era posible acostumbrarse a un país en guerra. Lo
difícil, quizá lo imposible, era acostumbrarse a la distancia.
En San Francisco, por primera vez en la vida, había apren-
dido el significado de la palabra insomnio. Uno despertaba
en medio de la noche, sin razón aparente, pero bastaba un
instante para notar que la mente, como por cuenta propia,
volvía a las calles familiares, al café donde uno podía leer sin
ser interrumpido, a los abrazos amigos que uno aceptaba sin
preguntarse sin un día ya no los tendría.
Durante tres años, cada vez que la despertaba el in-
somnio, había bastado con recordarse por qué estaba allí.
Hasta que un día no la había despertado el insomnio sino el
teléfono. Las tres de la mañana. No era la hora en que llama-
ban para vender cursos de inglés. No había duda cuál era su

148
responsabilidad. Su hermana le dijo que no, no tenía por qué
volver, ya nada podía cambiar lo que había ocurrido aquella
noche. Me gustaría verla por última vez, quiso decir, pero su
hermana se adelantó: «Ni siquiera yo puedo verla».
Sentada en la cama, la frente apoyada en las rodillas,
Rosa sintió las lágrimas correrle por las piernas, hasta que el
cielo de San Francisco se fue aclarando. Esa mañana la gente
que pasaba por la caja registradora parecía borrosa, fuera de
foco, voces que le hablaban de la lluvia que habían anunciado
para el viernes, el juego de los 49ers, un accidente automo-
vilístico en una autopista. Quizá una mujer le preguntó si
se sentía bien. No lo sabía. Siguió trabajando. Cada noche
hablaba con su hermana. Llamadas interminables que quizá
le costarían una fortuna. Trataba de convencerla. Estarían
juntas. Pero su hermanita menor ya tenía sus propios planes.
Qué extraño le pareció que todo cambiara tan pronto. Había
llegado a San Francisco con una misión muy clara. Ya no
hacía falta. Cuando se le terminaron las lágrimas, supo que
tenía que tomar una decisión, ya no necesitaba trabajar en
aquel lugar.
Una mañana, en que se reponía malamente de otro in-
somnio, una pregunta la había tomado por sorpresa. Creyó
que la había imaginado, por lo absurda, pero el tipo se la
repitió:
—¿Te gustaría dar un paseo hasta Los Ángeles?
En San Francisco le habían hecho propuestas de todo
calibre, la mayoría en forma del coqueteo gentil que apren-
dían de sus abuelos los norteamericanos de origen latino.
Las propuestas en serio venían de los patanes de todo

149
origen a los que no les interesaba la mujer sino el cuerpo.
Esta pregunta, sin embargo, no caía en ninguna de las dos
categorías. Más aún, el tipo parecía respetable, quizá un
profesor universitario en vacaciones. No era que estuviera
bien vestido, ni que hablara con un inglés educado, con un
ligero acento británico, sino por la forma en que la miraba.
En cualquier otra circunstancia, inclusive a ese mismo tipo,
le habría respondido con un «no, gracias», quizá acompa-
ñado de una sonrisa. Pero aquel día, por primera vez en su
vida, Rosa dijo:
—¿Por qué haría tal cosa?
Sin pensarlo demasiado, guiada por su instinto, tres días
después iba sentada en el asiento de cuero de aquel auto que
todavía olía a nuevo. El tipo no era profesor universitario,
pero sí tenía la educación con la que Rosa había soñado algu-
na vez. De vez en cuando la avergonzaba en público porque
insistía en besarle la mano. De vez en cuando la complacía
besándole los hombros en un ascensor. Hablaban muy poco
el uno del otro. Las conversaciones giraban en torno a sus
respectivos países, como si la geografía lejana pudiera com-
pensar, o quizá cubrir, la desnudez del alma presente.
Lo que ambos sabían, sin tener que discutirlo, era que
aquellas vacaciones que se tomaban, terminarían en algún
momento. Era una aventura que les permitía a ambos pos-
poner una decisión inevitable, una decisión que tenía que
ver no con las condiciones concretas del presente, sino con el
rastro profundo que había dejado el pasado. Los dos también
sabían que no importa con cuánto detalle recordaran, ni
con cuánta perseverancia hubieran reconstruido aquello que

150
no querían olvidar, ambos estaban destinados a no volver,
porque no se puede volver al pasado.
De modo que cuando lo oyó salir, cerrando la puerta de
la habitación con mucho cuidado, Rosa supo que ahora sería
inevitable enfrentarse al problema. Por un lado, no podía
regresar a su país. Por otro lado, tampoco podía volver a su
trabajo de cajera en el Thrifty del 5260 de Diamond Heights
Boulevard. Estaba en uno de esos momentos vertiginosos en
que el sendero se bifurca ofreciendo muchos futuros posibles
pero excluyentes.

5.
Trabajar, dormir, apagar el despertador, levantarse, to-
mar café aguado, esperar el autobús, pagar un dólar setenta
y cinco, pedir el boleto del transfer, sentarse, esperar, bajar
por la puerta delantera, esperar en la esquina, contemplar
en la plataforma de la autopista los autos que van al sur, a
Los Ángeles, subir al autobús, esperar la llegada, motel en
decadencia, alfombra que huele a moho, marcar tarjeta,
ponerse el uniforme de botones, cordones dorados en el
hombro, saludar al mánager de ojos bolsudos, verlo sonreír
solo por costumbre, acudir cuando un hombre gordo llama,
llevar su maleta a su cuarto, ver el maletín de cuero que él
no suelta, subir por la escalera, abrir la puerta, recordar el
día anterior, dos maletines a la habitación contigua, haber
mirado las piernas de la mujer que subió con el hombre
de barba, sospechar que era sudamericana, bajar, guardar
el dólar junto con los demás, los que al final del día no
llegaban a veinte, trabajar para escapar de los vecinos que

151
preguntan en qué parte de México queda el Perú, trabajar
para no pensar, trabajar para olvidar la orquesta de Maito
Alvarado que está tocando en ese mismo instante en un club
de Los Ángeles, olvidar el contrabajo, olvidar las canciones
aprendidas, ensayadas, cantadas muchas veces cuando Maito
Alvarado todavía no tenía orquesta, antes de que se fuera,
antes que enviara una postal desde Los Ángeles, trabajar
para no pelear con Carmela, para dejar el cheque sobre la
mesa, para que Carmela no llore con las cuentas en la mano,
para que el dueño del edificio no amenace con botarlos a
la calle, trabajar, pan, mantequilla, seis cervezas Heineken,
una docena de piernas de pollo, una bolsa de papas, muchas
cuentas, algunas comidas, esperar en el lobby, ver a un gringo
jubilado con su mujer, pelo blanco, pensamientos blancos,
cielo blanco, maleta negra, pesada, jodida maleta llena de
piedras, aceptar la propina, cerrarles la puerta, bajar, piscina
turbia como ayer, como el primer día, esperar en el mostra-
dor, ver al mánager llenar un crucigrama, verlo abandonar
para mondarse las uñas con su cortaplumas Swiss Army, reloj
de oro, anillo de rubí, esperar, ver al hombre gordo que no
deja su maletín, sentado en las sillas de cuerina verde detrás
de los bambúes artificiales mirando a la mujer de piernas
largas, tacos altos, la que habla con acento, la que podría
ser peruana, la que no camina como gringa, la que besa la
mano del hombre de barba que no la besa, esa mano que el
hombre de barba ha usado para mear en uno de los inodoros
cuarteados del baño del lounge, esa mano que ha sacudido su
miembro antes de cerrar la bragueta, esa mano que recorrerá
esas piernas largas esa noche, trabajar, esperar, terminar el

152
día, dejar la chaqueta de los botones dorados, pensar que la
banda de Maito Alvarado estará tocando en aquel club de
nombre azteca en el corazón mismo de Los Ángeles, pensar
en las canciones ensayadas, pensar que estar varado en ese
pueblo de mala muerte es una agonía, que no tener un puto
dólar en el banco es la misma muerte, que vivir con Carmela
es el infierno, saber que el odio es recíproco, saber que ella es
otro náufrago en ese mar extranjero, saber que solo los une
la necesidad de no ahogarse, marcar tarjeta, despedirse del
mánager, atisbar su crucigrama incompleto, garrapateado,
oculto, su reloj de oro, el rubí en su dedo meñique guiñando
un ojo que no tiene, salir, tomar el autobús, otro transfer,
otra espera bajo los autos que pasan como estrellas fugaces
por la autopista rumbo al sur, llegar a casa, comer el mismo
pan, el mismo pollo, las mismas papas fritas, oír lo que diga
Carmela, dormir, oírla roncar, odiarla, quedarse dormido,
despertarse cuando Carmela está sobre uno, a horcajadas,
todo el peso encima, cumplir, quedarse dormido, levan-
tarse, lavarse la boca, afeitarse, salir, llegar al motel, otro
día, esperar junto a la puerta, ayudar al hombre de barba
que se va solo, pensar en la mujer de piernas largas, la que
habla inglés con acento peruano, suponer que se queda
sola, pensar que está en su cuarto, recibir diez dólares del
hombre de barba, guardarlos, pensar que Maito Alvarado
estará durmiendo en Los Ángeles con una mujer de piernas
largas que habla castellano, ver el Nissan verde olivo del
hombre de barba tomar la entrada a la Autopista 5 al sur,
sospechar que abandona a la mujer, sospechar que ella querrá
ir a algún lugar, tal vez Los Ángeles, tal vez para conocer a

153
Maito Alvarado, trabajar, ver al hombre gordo bajar con su
maleta, su maletín inseparable, para sentarse en la mesa de
la esquina en el lounge desde donde se puede ver la puerta,
la escalera y el ascensor, verlo pedir desayuno, verlo hojear
el periódico, inquieto, mirando siempre hacia el ascensor,
hacia las escaleras, verlo tocar con el pie el maletín de cuero,
ver a los jubilados tomar jugo de naranja mientras ven la
televisión montada sobre el bar, trabajar, sentirse como un
payaso con los cordones dorados colgando del hombro,
ver a la mujer bajar las escaleras, ver los ojos aceitosos del
hombre gordo abrirse como faros, ver los ojos inmensos de
la mujer, saludarla en castellano, dejarla preguntar cosas,
oler su perfume, decirle que Maito Alvarado tiene una or-
questa en Los Ángeles, verla caminar al lounge evitando los
ojos aceitosos del hombre gordo, ver que el hombre gordo,
maletín en mano, se pone de pie para acercarse a la mesa de
la peruana, ver que le pregunta algo, ser interrumpido por
una pareja que llega al hotel, recibir sus maletas, seguirlos
al primer piso frente a la piscina turbia, señalar el jacuzzi,
recibir dos dólares, hacer una genuflexión, correr al lobby,
comprobar que el hombre gordo y la peruana ya no están,
preguntarle al barman, no obtener respuesta, oír los chistes
estúpidos del barman sobre las latinoamericanas calientes,
trabajar, ir a buscar las maletas de la pareja de jubilados, usar
el ascensor, esquinas corroídas, lunas sucias, olor a tumba,
avanzar por el tercer piso, ver la piscina, ver al hombre
gordo junto al jacuzzi, verlo dejar el maletín en el reborde
de azulejos, ver a la peruana bajar las escaleras, adelantarse,
esperarla, hablarle sobre Los Ángeles, suponer que el maletín

154
del hombre está lleno de dólares, suponer que el hombre
no tiene familia porque no ha llamado a nadie desde que
llegó, suponer que ella quiere conocer a Maito Alvarado,
suponer que ella quiere oír el contrabajo, los trombones, la
voz que le falta a la orquesta de Maito Alvarado, saber que
ella está de acuerdo, saber que esperará la señal, saber que este
motel, sus maderas viejas, sus lounges de bambú artificial,
sus alfombras que huelen a moho, su ascensor que huele a
tumba, sus vidrios empañados de grasa, quedarán atrás, saber
que Maito Alvarado se alegrará, abrirá los brazos, saber que
sentirá envidia al verlos llegar.

6.
Por supuesto, será un placer responder sus preguntas,
siempre que no sean de carácter personal o confidencial.
Usted sabe a qué me refiero. Sí, ha pasado mucha agua bajo
el puente, como dicen, pero todavía recuerdo perfectamente
«El día de los diamantes». Es uno de esos eventos que uno
no puede olvidar aunque quiera. Durante mis veinte años
en esta industria, he trabajado en muchos hoteles, inclusive
dos grandes en Los Ángeles, pero jamás había presenciado
nada semejante.
Sí, desde este mostrador, como que estoy hablando con
usted, vi entrar a cada uno de los protagonistas. Empezando
con el botones hispano, que había estado trabajando aquí
por dos años completos, sin dar nunca la menor sospecha.
Muy callado, eficiente, siempre listo a cumplir órdenes. Lo
único que se notaba era una suerte de impaciencia en su
mirada, cosa saludable en un joven, si quiere saber mi opi-

155
nión. Por supuesto, de vez en cuando tenía que recordarle
que a mí me había tomado diez años llegar a este puesto,
sí, diez años. Pero creo que el muchacho aspiraba a otra
cosa. Un día entré de improviso a la oficina. ¿Me podrá
creer que lo encontré cantando, haciendo como si tuviera
una guitarra, pero vertical y más grande? Supongo que es
porque ellos, quiero decir, los hispanos, miran todas esas
películas. Después creen que apenas lleguen a este país van
a tener un final de Hollywood. Por eso, a mister Hoggins
no le gusta contratarlos. Pero, ¿qué se puede hacer? Si uno
pone un anuncio en el periódico, al día siguiente, antes de las
seis de la mañana, uno encuentra cien haciendo cola frente
al motel. Da vergüenza, pero de los cien, es un milagro si
uno es caucásico, si sabe a lo que me refiero. No queda más
remedio que darles trabajo, aunque su inglés deje mucho
que desear, pero, en calidad de mánager, tengo que decir que
son buenos trabajadores, rara vez uno tiene que despedirlos.
Supongo que, y esto es entre usted y yo, por puesto, el hecho
de que estén con un pie aquí y otro allá, si sabe a lo que me
refiero, los hace trabajar más duro.
De cualquier modo, yo estaba aquí, resolviendo el
crucigrama del día, cuando vi a ese tipo tan educado, tan
británico, entrar del brazo con la mujer. De inmediato se
sabía que no eran marido y mujer, ni siquiera recién casados.
Eran demasiado diferentes. No, no digo que la mujer tuviera
mal aspecto, para nada. También ella se veía muy distingui-
da. Me hizo pensar en la actriz hispana que ahora aparece
en las películas. Era otra cosa. Quizá ese hábito de caminar
como una princesa, o la forma en que miraba, como si uno

156
le perteneciera, o algo así. El hombre, por el contrario, muy
democrático, si sabe a lo que me refiero. Siempre pidiendo
las cosas con ese acento europeo. Hasta parecía uno de esos
nobles que todavía quedan.
No quiero hablar mal de nadie, pero, la verdad, resulta
muy difícil de creer que las cosas ocurrieron, como quien
dice, de improviso, espontáneamente. ¿No le parece? Eso
no quiere decir que tenga el corazón de piedra. Entiendo
que todos los seres humanos tenemos, como dicen, nuestras
debilidades. De modo que, después de todos estos años, si
los atrapan, yo estoy dispuesto a testificar a favor del botones
hispano. Sí, señor juez, es posible que haya hecho lo que
dicen que hizo, pero lo que quiero que se sepa en esta corte
es que era un buen empleado, que en tres años de trabajo
no llegó tarde ni un solo día, ni se enfermó, ni dejó de
hacer lo que se le ordenaba. Cualquiera puede cometer un
error, señor juez, y creo que todos merecemos una segunda
oportunidad. ¿No cree?
De cualquier modo, esa mañana, cuando el tipo dis-
tinguido dejó el voucher abierto, todo avalado con una
American Express Gold, tuve la obligación de preguntarle:
«¿Está usted seguro?». «Por completo», me dijo, «cualquier
cosa durante cuatro semanas, sin límite». Quise advertirle
sobre el costo de las llamadas de larga distancia, el servicio
a la habitación, la películas de cable, todos esos gastos que
se pueden acumular, pero él me miró, con una expresión de
lord inglés, como diciendo: «Sí, ya lo sé, pero está bien». El
botones hispano lo ayudó con la maleta. Después todo pasó
tan rápido que es imposible creer que fue espontáneo.

157
Sí, también vi al otro tipo. ¿Quiere que le diga una cosa?
Su comportamiento era bastante conspicuo. El maletín. Era
obvio que tenía algo de valor. Dinero, contratos, quizá un
mapa, no sé, pero nadie podría haber imaginado que llevaba
diamantes, menos en la cantidad que dijo el periódico. Un
millón de dólares en diamantes no seriados: es una suma
respetable, muy respetable. Dicen que con la tecnología
actual, esa nano-no-sé-qué, los diamantes tienen número de
serie, como los automóviles. Lo que sé es que esos diamantes
todavía no tenían el certificado oficial, o como se llame el
papel, de modo que podían desaparecer sin dejar rastro. ¿Se
imagina? Un millón de dólares en una mañana. ¿El arma? Un
extinguidor de incendios, expirado para colmo. El botones
lo sacó de la vitrina sin romper el vidrio.
No hubo ningún ruido, ni gritos, nada. Como el botones
se demoraba, toqué el timbre, pero no vino. Cuando fui a
la parte de atrás a buscarlo, encontré al pobre tipo flotando
boca abajo en el jacuzzi, rodeado de burbujas rojas. Llamé
a la policía de inmediato. En menos de seis horas el motel
parecía una de esas películas. Los agentes del fbi entrevista-
ban a los empleados, recogían muestras, tomaban fotos. Un
agente de la empresa llegó al día siguiente. Pagó los gastos del
entierro en el cementerio local. También yo tuve que cumplir
con mi deber moral. Le pedí a mi esposa que se pusiera un
traje negro, también a mi hijo, y los tres fuimos al entierro.
Éramos los únicos. Muy triste, oiga usted, que lo entierren
a uno así, a solas, en una ciudad desconocida.
De cualquier manera, mister Hoggins estuvo muy
preocupado, pensó que un evento de esa naturaleza podría

158
arruinar el negocio familiar. Inclusive estudió la posibilidad
de vender el motel a una de esas grandes cadenas. Pero cuan-
do los agentes del fbi se fueron, cuando el último periodista
salió por esa puerta, yo se lo dije. «No hay mal que por
bien no venga». «¿Cómo así?». Entonces le expliqué que los
días en que habíamos aparecido en los periódicos contaban
como publicidad gratuita. Imagínese, mister Hoggins, le
dije la cantidad de gente que va a querer venir al motel, por
curiosidad, la sana curiosidad que tenemos los seres huma-
nos. Lo único que tenemos que hacer es poner un letrero
que diga: «Este es el lugar de “El día de los diamantes”».
También hay que colgar los recortes en el lobby, allí, ¿ve?
Inclusive le sugerí la vitrina donde hasta ahora tenemos la
chaqueta del botones hispano, así como ese restaurante de
Los Ángeles que tiene la chaqueta de Michael Jackson, ¿no le
parece genial? Eso fue lo que dijo mister Hoggins. Inclusive
me aumentó el sueldo.
Han transcurrido diez años, déjeme decirle, y mucha
gente como usted sigue llegando a preguntar sobre «El día
de los diamantes». Yo siempre estoy dispuesto a darles un
tour gratuito, señalando la mesa en que cenó la pareja, la
mesa en que cenó el hombre, también las habitaciones del
segundo piso. Inclusive les muestro el extinguidor de incen-
dios, ya actualizado, por supuesto, pero en el mismo lugar, a
diez metros del jacuzzi. Después, los dejo recorrer el motel,
porque sé que cada uno debe llevarse su propia impresión,
¿no cree? Este trabajo es el mejor que he tenido, y seguiré
aquí hasta jubilarme, si Dios quiere.

159
7.
El Volvo 142 de color verde estacionado frente al depar-
tamento de un piso se veía perfecto desde la entrada, pero
a medida que me acercaba, empecé a notar la corrosión en
el parachoques, las llantas casi desinfladas, las telarañas que
tiritaban debajo de los tapabarros. En los años sesenta había
sido un auto de lujo. Cuarenta años después, era otro auto
antiguo, abandonado frente a uno de los departamentos para
jubilados de aquel condominio adonde había llegado con
la vana esperanza de encontrar la parte del rompecabezas
que me faltaba.
La dirección me la había conseguido mi ex novia en los
archivos de la Universidad de California de Santa Bárbara.
«Te obsesiona tanto», me había dicho, «que no vas a parar
hasta darte cuenta de que buscas un fantasma». Yo la besé
agradecido, sin saber que aquel era un regalo de despedida,
porque dos días después desperté de un mal sueño para ver
su maleta, junto a las cajas de cartón donde ya había puesto
sus libros. Después de tres semanas de darme de cabezazos
contra las paredes del departamento vacío, decidí llenar mis
horas yendo adonde me llevaran las pistas. La última me
había conducido a aquella dirección.
En el departamento de enfrente, la puerta abierta dejaba
ver un televisor encendido, que mostraba una película en
blanco y negro, quizá de los años cincuenta, pero con el
volumen apagado. Había una silueta, aunque era imposible
saber si daba la espalda a la puerta, o si me observaba. Toqué
el timbre. Sonó lejano, como un moscardón en una caja de
fósforos, pero nadie abrió. Probé otra vez sin mayor éxito.

160
Esperé un rato, tratando de decidir qué hacer. Entonces una
voz de fumador llegó desde la puerta abierta del departa-
mento de enfrente.
—Pierde su tiempo —dijo en un inglés antiguo—.
Nunca abre a nadie.
Traté de no darme por aludido, por el simple hecho de
que quería seguir aferrado a la posibilidad, la última expli-
cación que lo aclarara todo. Por lo menos así podría pasar
mis noches de soledad escribiendo. Toqué el timbre una vez
más, insistente como un testigo de Jehová, pero era claro
que no había nadie, o que no me querían abrir. Entonces,
cuando ya estaba dando media vuelta para irme, oí el siseo
de unos pasos al otro lado de la puerta.
—¿Quién es? —Preguntó una voz de mujer, un tanto
impaciente, aunque tal vez asustada. Le dije mi nombre,
dándome cuenta muy tarde de que no le diría nada—.
¿Quién?
—Estoy interesado en «El día de los diamantes» —dije,
sin mucha convicción, esperando que los pasos se alejaran
sin dignarse ni siquiera a contestarme, pero, luego de una
vacilación, la cerradura se abrió. Tuve ganas de voltear para
decirle a la sombra de enfrente: «Sí abre». De haberlo hecho,
le habría dado la espalda a los ojitos pequeños, azules, rodea-
dos de arrugas pero todavía vigorosos, que me examinaron
de pies a cabeza.
—¿Es historiador?
—No, señora, soy escritor —dije, como si revelara una
imperfección—. Me gustaría hablar con Konrad Shade.

161
—¿Konnie? —Preguntó ella bajando la mirada—. Hace
cinco años que se fue.
Me sentí como un idiota insensible. No supe qué decir.
Había llegado al final del hilo de aquella historia. No me
quedaba más que tomar la Autopista 5 para regresar a la
soledad de mi departamento de soltero en Los Ángeles.
—Lo siento —atiné a decir finalmente—. Disculpe la
molestia.
—No fue culpa suya —dijo—. Se lo llevó el cáncer —me
examinó otra vez antes de preguntar—: ¿Quiere pasar?
El rellano era oscuro, pero la pequeña sala comedor
recibía mucha luz de un jardín interior. El sillón de madera
con cojines floreados, las pinturas al óleo, el televisor con
antena de conejo, la mesita de centro de delgadas patas y
tablero de fórmica, me recordaron las series de los años se-
tenta que yo veía en mi país. En la pared lateral, tres estantes
organizaban unos libros cuyos lomos desvaídos resultaban
difíciles de leer. En la pared contigua, dos marcos mostra-
ban orgullosos las tapas de unos libros, ambos de Konrad
Shade. Reconocí The Brinks Robbery, que había leído unos
días antes en la Biblioteca Pública de Pasadena. El libro era
una extraña mezcla de crónica policial con ensayo filosófico
sobre la idea de la propiedad.
La mujer, quizá de más de ochenta años, llevaba el pelo
recién peinado y un traje que, de lejos, habría parecido
uno de esos diseños Chanel que Jacqueline Kennedy hizo
populares durante su breve estancia en la Casa Blanca. Sin
consultarme, pasó a la cocina, separada de la sala comedor
por un mostrador de fórmica. Sacó dos tazas de loza de

162
la alacena, y puso a hervir una tetera diminuta de fierro
enlosado.
—También esos señores de traje negro querían saber
—dijo, mirando la foto en blanco y negro de la mesita de
centro—. Todavía vivíamos en Santa Bárbara.
—¿El fbi?
—Llegaron a los pocos días. Konnie los atendió —negó
con la cabeza—. Yo no había visto nada.
—Pero su esposo quizá le contó algo, después, ¿me
equivoco?
Ella volvió con una taza de té en cada mano. Tuve el
impulso de ayudarla, pero me pareció que era una de esas
mujeres a las que no les gustan las atenciones excesivas. Nos
sentamos bajo las pinturas al óleo. Ella, con la espalda muy
derecha, sorbió un poco antes de responderme.
—Ha pasado mucho tiempo. Dios ha querido que no
me afecte el Alzheimer, pero da igual, la memoria ya no
recuerda lo que uno quiere —me miró con interés—. ¿Por
qué quiere saber? ¿Eran familia suya?
Mi aspecto, sumado a mi acento, por entonces todavía
más pedregoso, no se podía ignorar.
—También eran peruanos —dije— pero no eran pa-
rientes míos. Lo que pasa es que estoy escribiendo…
—Konnie decía que la historia solo se puede escribir
cuando se tiene suficiente evidencia —hizo una pausa— de
otro modo uno corre el riesgo de escribir ficción.
—Tenía razón —le dije—. Hace unas semanas leí The
Brinks Robbery.

163
Ella sorbió su té, sonriendo como para sí misma, los ojos
ya en ese lugar interior donde el tiempo no existe.
—Estábamos en Cuba —dijo—. De luna de miel, pero
Konnie escuchó la noticia por radio. Se convirtió en su ob-
sesión. Durante cuatro años no hizo otra cosa que escribir
aquel libro —me miró con una expresión que la hacía verse
veinte años más joven—. Le dieron el puesto en la univer-
sidad por ese libro.
—¿Nunca escribió sobre «El día de los diamantes»?
—Llegaron periodistas, inclusive ofertas para que escri-
biera, pero el no quiso.
—¿Por qué?
Ella volvió a sorber su té, muy despacio, como si hicie-
ra tiempo. En algún lugar empezó a sonar el tictac de un
reloj.
—Lo enfadaba todo lo que se inventaba sobre aquel día.
—¿Como qué?
—El courier, por ejemplo, no lo mataron.
—Pero todas las noticias que he leído dicen…
—Mentiras —dijo—. Konnie leyó el reporte forense. El
courier se resbaló en el piso mojado, y se golpeó la cabeza
al caer.
—Pensé que había sido el botones.
—Nadie lo sabe —me dijo, mirándome con sus ojitos
azules, ahora juguetones—. Quizá todo estaba planeado de
antemano, aquellos dos compatriotas suyos con el courier,
pero algo salió mal. Dos millones de dólares en diamantes
sin marcar —dijo, sorprendiéndome con la seguridad con
la que hablaba.

164
—¿Cómo lograron escapar? Los periódicos no pueden
explicarlo. Tampoco el mánager del motel.
—El Volvo —dijo ella—. ¿Lo vio?
—¿Se lo robaron?
Dejó su taza en la mesa de centro. No sé por qué me
seguía dando la impresión de que se parecía a Jacqueline
Kennedy. No era solo la ropa, el peinado y los modales.
Había algo más.
—Desapareció del estacionamiento del motel —dijo—.
Tuvimos que alquilar un auto para regresar a Santa Barbara.
Pero tres días después apareció en la puerta de la casa, y un
sobre manila en el buzón de correo.
—¿La llave?
Ella asintió. Yo había llevado muchos días pensando en
aquel día, demasiados días leyendo las noticias que apare-
cieron, o los libros escritos sobre casos semejantes. De modo
que el detalle me pareció raro.
—¿Un sobre tan grande para una llave?
Ella me miró por largo rato. En ese momento, quizá por
la pausa, recién comprendí lo que me parecía tan raro. Los
cuadros al óleo de la pared eran un tríptico, pero no uno
cualquiera, sino uno firmado por Picasso. ¿Qué hacían esos
cuadros tan caros en el departamento de una jubilada que
quizá vivía de la pensión de su esposo? Sus ojitos vivaces
siguieron mi mirada. Estuve tentado a preguntarle por los
cuadros, pero mi pregunta me parecía fuera de lugar, quizá
impertinente.
Sintiéndome derrotado, seguí bebiendo el té, un té un
poco aguado, mientras ella me hablaba sobre su esposo, los

165
años que había vivido en aquella hermosa casa frente al mar,
los viajes, las conferencias, los libros, hasta que el historiador
había empezado a apagarse como un volcán que se da por
vencido. No sé cuánto tiempo había pasado. Quizá también
ella se daba cuenta de que había estado hablando toda la
tarde porque se quedó en silencio.
—Le ofrecería más té —me dijo, después de una pau-
sa—. Pero a mi edad una se fatiga pronto.
—Muchas gracias por el té —dije, poniéndome de
pie—. También por la paciencia.
Me acompañó hacia la puerta, pero antes de salir di una
última mirada al tríptico, muy parecido a uno que había
visto en el Museo Norton Simon de Pasadena.
—Konnie —me dijo ella, quizá para no dejarme con la
duda—. Siempre le gustó el arte. Me lo regaló poco después
de nuestro treinta aniversario.

166
Mañana lo buscamos

Cuando me asomé por la ventana de la cocina, me sor-


prendió verlo en el balcón, examinando las hojas velludas de
la enredadera. El pelo cano, los gruesos anteojos de carey y el
maletín de cuerina bajo el brazo, le daban aspecto de notario.
Esperaba a un enviado del Ejército Peruano desde hacía una
semana, cuando una eficiente secretaria llamó por teléfono
para confirmar mi dirección. En teoría, podía haberme negado,
ateniéndome a las leyes gringas que me protegían. Pero no me
costó trabajo deducir que la mano del capitán Urteaga movía
los hilos burocráticos. Entonces decidí darme una última
satisfacción a costa del Ejército Peruano. Jamás imaginé que
enviarían Martinelli. Cuando le abrí la puerta, me miró por
sobre los anteojos, como si nueve años me hubieran cambiado
algún rastro esencial, pero terminó por abrir los brazos.
—¡Rapacito, mira cómo me has hecho andar para en-
contrarte!

167
Había soltado la misma exclamación la lejana noche
en que, después de buscarme por tres horas, me había en-
contrado desangrándome, temblando de fiebre, la pierna
hirviendo de hormigas gigantes. En medio de la selva sus
palabras habían sonado como un himno a la alegría.
—Pasa, Indio.
Me abrazó con fuerza, pero sin hacerme crujir las cos-
tillas, ni dejarme el ardor de sus legendarias palmadas en la
espalda. Me parecía increíble que el sargento capaz de doblar
a pulso un fierro de construcción se hubiera convertido en
ese señor de pelo cano, anteojos y barriga cervecera.
—Tu casa, Indio, cuando quieras —le dije antes de
cerrar la puerta. No me quedaba más remedio que ofrecerle
un buen café, recordar juntos el calor de Tabalosos, el paiche
sudado de la Pacora, las muchachas que una vez nos habían
hecho soñar en la plaza de armas de Tarapoto, para después
decirle que había viajado en vano.
El día en que me encontró, yo había salido del cam-
pamento de Tabalosos, porque una columna de huairuros
había sido avistada a diez kilómetros del pueblo. El capitán
Urteaga, siempre tan ahorrativo, en lugar de mandar un
pelotón, me dio la orden de verificar si era cierto. Me pareció
arriesgado. «No se me ponga así, Pastrana —me dijo—. Por
algo lleva el galón de explorador, ¿no?».
Esa mañana salí del campamento con lo mínimo in-
dispensable, pensando regresar antes de las tres de la tarde.
Siempre alerta al enemigo, esquivando pájaros impredeci-
bles, mosquitos agresivos, y las eventuales serpientes de árbol,
recorrí casi siete kilómetros de selva espesa, guiándome por

168
un mapa antiguo del ejército. El dato había sido correcto.
Después de bajar por una zanja natural, que guiaba el agua
de la lluvia hacía el lecho del río, escuché entre los ruidos de
la selva voces humanas. Hasta se diría que era una algarabía
de adolescentes.
Primero en cuclillas, después arrastrándome por el
barro limoso, subí hasta una pequeña elevación trenzada
de raíces. Mis binoculares estaban empañados, pero no
me impidieron ver cuesta abajo a unos jóvenes, quizá unos
doce adolescentes, vestidos de verde olivo, pañuelos rojos y
negros en el cuello, que practicaban movimientos de asalto
a bayoneta calada. Corrían, paraban en seco frente a un
árbol y lo atacaban con las hojas que se clavaban en rápida
sucesión. En el parante principal de su tienda de campaña
flameaba una bandera peruana con una ametralladora y una
macana cruzadas bajo un Túpac Amaru mal dibujado. Eran
los huairuros.
Martinelli, todavía de pie, examinaba con ojos curiosos
el departamento que mis limitados ingresos me permitían
pagar en el barrio oriental de Los Ángeles. Recorrió con la
mirada el estante con las artesanías peruanas, el equipo de
sonido, el anaquel de libros y el paisaje amazónico. Enton-
ces, como por cuenta propia, sus ojos buscaron mi pierna
izquierda. La palmeé como a una mascota querida. El polí-
mero sonó como un músculo tenso.
—Tecnología gringa de primera —le dije.
Me tomó del hombro, como si quisiera consolarme,
pero quizá cambió de opinión.

169
—No te imaginas qué gusto me da verte, Rapacito —me
dijo—. Tenemos mucho de qué hablar.
Después de señalar el lugar en el mapa, usando el sistema
de triangulación que me había enseñado el sargento Galland,
me dispuse a regresar al campamento. Sería la primera vez
que capturáramos una columna completa de huairuros. Me
molestaba que figurara después en la foja de servicios del
capitán Urteaga —eso complicaría las cosas, inclusive podía
justificarlo— pero no tenía más remedio que cumplir con
mi deber de soldado. Cuando ya me guardaba los binocu-
lares, oí un disparo, casi simultáneo con la sensación de un
manotazo en el hombro. Empecé a correr, atollándome en
el barro, soñando con llegar al puente antes que me dieran
el alcance.
Escuchaba sus gritos a lo lejos, confundidos con los
chillidos excitados de algunos monos, pero no me detuve.
No había avanzado ni siquiera veinte metros cuando oí la
explosión. Una fuerza descomunal me empujó contra un
árbol. Rodé por el suelo fangoso, tragando limo, hasta de-
tenerme junto a un árbol rodeado de musgo alcanforado.
Sus voces se acercaban, avanzando entre los graznidos de la
selva, dándome tiempo apenas para dejarme caer por una
pendiente. Rodé otra vez, arañándome contra las raíces que
sobresalían del barro, hasta llegar a unas inmensas hojas
velludas que me ocultaron. Me quedé inmóvil. Sus voces
pasaron cerca, por encima, pero luego de una búsqueda
inútil, se alejaron.
Entonces sentí el dolor. Un dolor interior, profundo,
como un calambre no resuelto, rodeado de un ardor de

170
querosene en herida abierta. Mi pierna izquierda sangraba,
a goterones esporádicos, y apenas me toqué la herida, el
relámpago de dolor me obligó a contraerme, mordiendo el
puño de mi camisa para no gritar. Una esquirla de unos diez
centímetros de largo se había incrustado bajo los músculos,
quizá alcanzando la femoral. El esfuerzo me produjo un
dolor de cabeza, concentrado, simétrico, pero abrí los ojos,
aspirando con fuerza. Un desmayo podía ser fatal. Solté la
cantimplora, el estuche de cargadores, luego me quité la
correa. La metí debajo de mi pierna, tan cerca de la ingle
como me fue posible, ajustándola, al principio con cuidado,
pero después con toda la fuerza de la que fui capaz. Durante
toda la operación, había apretado los dientes hasta que me
dolieron las encías. Cuando abrí los ojos otra vez, pude com-
probar con satisfacción que el goteo de sangre había cesado.
Traté de ponerme de pie pero fue imposible. Solo, lejos del
campamento, me pregunté si pronto vendría la debilidad,
el sueño, el silencio infinito.
—¿No te perdiste?
—Esta ciudad es una inmensidad, Rapacito —dijo,
sacudiendo la cabeza—. Lo bueno es que hay taxis, como
en Lima, y que me pagan los viáticos.
—¿Quieres un café o algo más fuerte?
—Café nomás, Rapacito, estoy de comisión —me dirigí
a la cocina, separada de la sala por un mostrador, y mientras
yo ponía el agua a hervir, Martinelli agregó—: Pero bien
cargado, ¿ah?, después del agua sucia que sirven en el avión,
me hace falta un café de verdad.

171
—No te preocupes, Indio, te voy a hacer un café como
en la casa de la Pacora. Te va a subir hasta la tutuma.
—Todavía te acuerdas, Rapacito —Se agachó para dejar
el maletín junto a la mesita de centro. Quizá por la falta de
sueño, el esfuerzo le congestionó la cara, hinchándole las
venas de la frente. El pelo, que había sido una cerda indoma-
ble, se había enrarecido—. ¿También te acuerdas del Flaco?
Sigue hablando de ti, de lo buena gente que eras…
Como las hormigas no me dejaban ver la herida,
arranqué unas hojas para espantarlas, pero al final tuve que
arrancarlas con las uñas de la sangre coagulada en goterones
bermejos. La herida me hormigueaba en oleadas sordas,
tibias, que corrían debajo de la piel hasta la ingle. El suelo
emanaba un vapor a descomposición orgánica. El cuerpo
alargado, escamoso, frío de una serpiente se arrastró junto a
la pierna herida antes de desaparece bajo los matorrales. Con
los dientes apretados, terminé de rasgar la pernera abierta,
hasta revelar la esquirla, suerte de garra de acero que abul-
taba la piel amoratada. Limpié la herida con un pañuelo,
espolvoreé el sobre de sulfamida que traía en el morral, y
me tiré de espaldas a descansar.
—El Flaco —dije, recordando la última conversación
que tuve con Gorriti, pero me quedé callado—. ¿Lo volviste
a ver?
Martinelli me miró por sobre los anteojos, asintiendo,
pero como si no quisiera revelar más. Mientras yo preparaba
el café había convertido la mesita de centro en un escritorio
de leguleyo, distribuyendo legajos, sobres manila, hojas
sueltas, organizándolo todo como si fuera a dar consulta a

172
muchas personas. Cuando me vio avanzar con las dos tazas,
se puso de pie.
—No, déjalo, Indio —le dije sin perder de vista el filo
de las tazas—. Son nueve años de práctica. Con decirte que
hasta juego de arquero con un equipo de Montebello.
Dejé las tazas en la esquina libre del escritorio im-
provisado. Me senté frente a él. Los documentos llevaban
membretes del Pelotón de Servicios Especiales Número 38
y del Ejército Peruano. También había papeles amarillentos,
llenos de anotaciones con bolígrafos de diferentes colores.
Martinelli, después de sorber un trago largo, chasqueó la
lengua. Sabía que yo estaba enterado de la razón de su visita.
También me conocía lo suficiente para saber que, aunque él
hubiera volado ocho horas para venir a verme, mi respuesta
sería negativa. Regresaría a Lima con la misión no cumplida.
Quizá le tocaría una reprimenda. Dejó la taza en la mesa.
—Mejor que el de la Pacora, Rapacito.
—Has lo que tengas que hacer, Indio. Soy todo oídos.
—Sé lo que piensas, Rapacito, pero cuando te explique
ya vas a ver…
Me despertó un escalofrío. Por entre las copas descomu-
nales de los árboles, el día agonizaba con un cielo violeta,
y mientras el calor menguaba, los ruidos de la selva se tras-
formaban. Grillos, zancudos, escarabajos, ranas cantoras,
un coro infinito de animales diminutos que en el día se
escondían de sus predadores, salían en la noche a cubrir la
selva con una alfombra sonora. Traté de ponerme de pie,
pero una descarga de dolor me clavó contra el suelo. Carajo,
pensé, terminar así, comido por las hormigas.

173
Me pregunté si el Flaco Gorriti buscaría el mapa entre
mis cosas. Me pregunté si recordaría que también hacía
falta la libreta de campo. Me pregunté si, en mi memoria,
enviaría los documentos al fiscal. Imposible saberlo. El Flaco
necesitaba siempre un empujón. En ese momento un pesado
zangoloteo en el fango agitó los matorrales. Me apoyé en
el codo, apretando los dientes, recogí mi fusil y apunté. La
presencia seguía allí, como esperando, preparándose a saltar.
Quizá era la fiebre.
—¡Rapacito, mira cómo me has hecho andar para en-
contrarte!
—¿No quieres otro café?
—Venga, Rapacito —dijo Martinelli, entregándome su
taza—. Total, tengo todo el día para la diligencia.
—¿Cómo que todo el día? Te quedarás por lo menos
hasta el sábado, ¿no?
—Ya quisiera, Rapacito, pero estoy de comisión, mi
pasaje de regreso está para la noche.
Martinelli era de la costa, pero en el campamento del
Alto Tarapoto todos lo llamaban el Indio, por su perfil
de bronce, sus labios gruesos y su pelo duro como crin
de caballo. Trabajando con el herrero de su pueblo, había
desarrollado unos hombros monumentales que una vez le
permitieron levantar un Volkswagen. Lo vio el empresario
de un circo de provincias. Le prometió llevarlo a recorrer el
mundo, pero nunca salieron del circuito que iba de Barran-
ca a Chimbote. Cansado, Martinelli viajó a Lima a probar
suerte. Trabajó de jardinero en la casa de un abogado hasta
que este salió del país. Entonces fue a parar a las barracas

174
de Chorrillos donde nos conocimos. Yo me había enrolado
después de tres años de postular a la universidad sin lograr
nunca el puntaje mínimo. Al Flaco Gorriti, el menor de los
tres, lo había enrolado su padre para que se hiciera hombre.
La verdad es que ni Gorriti ni yo sabíamos para qué carajo
estábamos en el ejército. Martinelli, por el contrario, lo tenía
muy claro: quería ser oficial letrado en el Tribunal Militar.
Cuando descubrí mi facilidad para los mapas, empecé a
leer libros sobre cartografía, después el sargento Galland me
explicó un par de cosas, hasta que me vi llevando el galón de
explorador en el uniforme. Gorriti, por su parte, aunque no
era muy fuerte, ni bueno para los números, se adaptó a la
vida del ejército, que en buena cuenta no era más que una
extensión de la disciplina de su padre.
En esa época había una guerra no declarada en dos
frentes: al sur contra los vanguardistas, al norte contra los
huairuros. Si hubiera sido por nosotros, nos habríamos
quedado contentos limpiando letrinas en Chorrillos, pero
al final del entrenamiento nos asignaron al pelotón del
capitán Urteaga, destinado al Alto Tarapoto. En nuestra
primera acción entramos en Sisa con órdenes de tomar preso
a todo aquel que tuviera edad para portar armas. Estábamos
autorizados a usar la fuerza si alguien se resistía; también a
disparar, si alguien hacía algún movimiento sospechoso. No
supimos aquella vez si alguno de los muchachos era o tenía
el potencial de ser huairuro. Capturamos quince, se nos
murieron dos, malheridos, y entregamos trece. Pensamos
que nos darían una reprimenda, pero el capitán Urteaga nos
felicitó, era eso lo que se esperaba de nosotros.

175
Cada vez que se avistaba una columna de huairuros reci-
bíamos la orden de acudir a uno de esos caseríos miserables
donde apenas había un puñado de casas alrededor de una
polvorienta plaza de armas. Encontrábamos pintas en las
paredes, una bandera de Túpac Amaru en el mástil, de vez en
cuando capturábamos a algún muchacho, las más de las veces
lo matábamos cuando trababa de escapar. En tres meses, no
tuvimos ningún encuentro cara a cara con el enemigo.
Lo que me jodía no eran las incursiones. Con la adre-
nalina al tope, era fácil golpear, disparar, inclusive rematar
a algún moribundo que boqueaba con los ojos vidriosos.
Lo que me revolvía los intestinos era lo que pasaba en el
campamento cuando llevábamos algún prisionero. Una
vez, por ejemplo, cuando un campesino descalzo se negó a
hablar, al capitán Urteaga se le ocurrió hacerlo sentar en una
de las hornillas Primus de la cocina. El olor a carne quemada
llegó al depósito que nos servía de dormitorio de campaña.
Gorriti, pálido, saltó de su catre como si fuera a vomitar y
salió corriendo hacia las letrinas. Los gritos del campesino
continuaron hasta que alguien lo hizo callar de un tiro.
Cuando Gorriti volvió, tenía los ojos enrojecidos.
—Ese conchasumadre —dijo— me obligó a dispararle
en la cabeza.
Esa misma semana, el capitán me hizo llamar después
del rancho. Lo encontré en el cuarto trasero que le servía de
oficina mirando con desprecio al muchacho que habíamos
capturado esa tarde. Sentando en una silla que había sido de
barbero, el prisionero tenía las muñecas atadas a los brazos y

176
el torso sujeto por una soga al respaldar. El capitán Urteaga
blandía un martillo.
—Pastrana —dijo—. ¿Tengo palabra?
—Por supuesto, mi capitán —me apresuré a responder,
sin entender muy bien para qué diablos me había llamado.
El capitán me entregó el martillo.
—Le prometí a este hijo de puta que si en cinco minutos
no hablaba le íbamos a reventar los dedos de la mano, uno
por uno —señaló al prisionero con los ojos—. Ya se cumplió
el plazo: haga los honores, Pastrana.
—Pero, mi capitán.
—Es una orden, Pastrana.
Quizá debí invocar los acuerdos de Ginebra, quizá la
Corte Interamericana, pero ¿qué posibilidades habría tenido
la palabra de un simple soldado? De cualquier manera, lo
decente habría sido negarse, pero tomé el martillo y, después
de vacilar, descargué el golpe más fuerte que pude sobre los
nudillos del detenido. Los gritos del muchacho inundaron
todo el campamento. Cuando regresaba al almacén donde
dormíamos, todavía sentía en la mano la vibración del mar-
tillo al chocar contra aquellos huesos humanos.
—Terminaste siendo leguleyo, ¿no? —le dije, cuando
Martinelli dejó su taza vacía en la mesita de centro—.
¿Quieres más?
—No, Rapacito, ahí nomás, gracias —se quedó pensa-
tivo—. Estudié en la Escuela Técnica del Ejército pero no
ejerzo. Cuando me recibí, me ascendieron a técnico, pero
ahí estoy varado, ya sabes el asunto de mi foja de servicios

177
—negó con la cabeza—. Trabajo en el Ministerio del Interior,
en la División de Trámite Documentario.
Martinelli me extrajo la esquila de mortero, limpió la
herida, llenó el boquete con gasas y lo selló todo con espa-
radrapo. Tomó la correa con la que me había hecho el tor-
niquete, pero yo le detuve la mano, negando con la cabeza.
Martinelli se terció los fusiles al pecho para poder llevarme,
en hombros, resollando como un caballo. Sus pesados bor-
ceguíes se hundían en el fango dejando un monótono vacío
sonoro. De vez en cuando tropezaba con una raíz, pero se
mantenía en pie, como si nada pudiera derribarlo. «Te vas
a poner bien, Rapacito —repetía— aguanta». Quizá por el
cansancio, quizá por la sangre perdida, me quedé dormido
en esa extraña postura, hasta que me despertó un grito.
—¡No disparen, soy Martinelli, traigo a Pastrana!
Dos soldados se acercaron apuntándonos. El capitán
Urteaga había ordenado arrestar a Martinelli por insubordi-
nación apenas apareciera. Mientras Peña lo esposaba, Gorriti
hizo traer una camilla para mí. En la enfermería, mientras
el médico me cosía la pierna, el Flaco me contó que a eso
de las seis de la tarde, cuando veían que yo no regresaba,
Martinelli había pedido permiso para salir a buscarme des-
pués del rancho.
—Salió hace nueve horas —había dicho el capitán Ur-
teaga—. De aquí para allá hay solo dos horas. Una de dos:
ha desertado, o ya lo mataron los huairuros. En cualquier
caso, mañana lo buscamos.
Martinelli había salido sin autorización. Esa noche,
afiebrado, con la pierna hormigueándome, me evacuaron en

178
helicóptero a Tarapoto. Un médico bromista me dijo que mi
pierna, si había sido buena, ya estaba en el cielo. Después de
la amputación me trasladaron al Hospital Militar de Lima.
Una semana después el Flaco se apareció en mi cuarto con
unos bizcochuelos que había horneado su mujer. Se había
casado en Tarapoto hacía dos meses.
Los dejó en la mesa de noche, junto a unas revistas
viejas que una enfermera me había regalado, y se sentó en
el filo de la cama. Jugueteó con la sonda de suero sin decir
una palabra.
—¿Qué pasa, Flaco?
—En una semana —dijo sin mirarme— empieza el
juicio. Le van a dar de baja.
—¿De baja? ¿Por salvarme la vida?
—Ese no es el tema, Rapacito. Insubordinación, poner
en riesgo personal del ejército, atentar en contra de la imagen
de las Fuerzas Armadas.
Sin saber por qué, quise sentarme, pero un dolor, como
una punzada interminable, se me clavó en la rodilla que ya
no tenía. Sudando, apreté el puño con tanta fuerza, que la
aguja del suero se abultó bajo mi piel.
—Carajo —dije—. El capitán Urteaga no sabe que lo
tenemos de las bolas.
Gorriti se puso de pie, fue hasta la puerta, sacó la cabeza
para mirar en ambas direcciones, luego cerró muy despacio.
Se sentó en el filo de la cama otra vez, pero más cerca, porque
quería hablar en voz baja.
—Lo he pensado bien, Rapacito, es mejor que nos
olvidemos de la vaina…

179
—¿Olvidarse? ¿Estás loco? No, Flaco, ahora más que
nunca tenemos que hablar, ¿no te jode lo que le está pasando
al Indio?
—Tienes que entenderme, Rapacito, no es por mí, es
por mi mujer, está en estado.
—¿Desde cuándo?
—Ayer le hicieron la prueba —lanzó un suspiro—. ¿Qué
voy a hacer si algo sale mal?
—¿Qué va a salir mal? Todo está bien claro.
—Perdóname, Rapacito, pero no puedo hablar.
—Está bien, Flaco, hagamos de cuenta de que tú no
sabes nada, pero yo, mírame —señalé el vacío que había
dejado mi pierna ausente—. Yo ya estoy jodido, yo ya no
sirvo para el ejército, ya no sirvo para nada, carajo.
—¿Qué haces en trámite documentario? —Le pregunté
a Martinelli.
—Cojudeces, Rapacito, me tienen de papeluchero.
Entonces ya no pude posponerlo más. Dejé mi taza junto
a los papeles. De lejos llegó el ruido de un camión. Quizá
uno de esos de reparto de paquetes.
—Indio —dije, después de carraspear—. Sabemos para
qué has venido, también sabemos mi respuesta, ¿qué tengo
que firmar para que el capitán Urteaga sepa que me importa
un carajo el pase al retiro?
—Ya es coronel —dijo Martinelli—. No lo vas a creer,
pero ahora me busca cuando tiene alguna cochinada que
limpiar, pero yo lo he dejado que piense nomás, que se
confíe, que crea que le sigo teniendo miedo —me alcanzó
un legajo—. Pero esta comisión, Rapacito, la solicité yo. Yo

180
ya sabía tu respuesta. Eso no habría sido bueno para ti, ni
para mí, ni para nadie.
—Flaco, quiero que me hagas un favor —le dije a Go-
rriti—. Quiero que llames al Canal 3.
Gorriti se quedó mirando las gotas de suero que caían
del frasco boca abajo. Negó con la cabeza muy despacio
antes de ponerse el quepí, como disponiéndose a salir, pero
no se movió.
—No puedo, Rapacito, perdóname.
—Flaco, hermano, acuérdate que hemos limpiado letri-
nas juntos en Chorrillos. No lo hagas por mí, hazlo por el
Indio, no se merece esta vaina, ¿no crees? —Gorriti se tapó
los ojos con una mano, pero yo continué—. Te prometo,
Flaco, que tú quedarás limpio de polvo y paja.
—Tú sabes cómo es la vaina —dijo—. Hasta te pueden
matar, Rapacito, mejor olvídate de todo.
—¿Olvidarme de todo? ¿Qué pasa, Flaco? Tú estuviste
allí, conmigo, nadie te puso un puñal al pecho para que me
acompañaras.
—Ya sé, Rapacito, pero todo eso fue antes, ahora ya
no puedo.
—¿Porque tu mujer está en estado?
—Haz de cuenta que yo no sé nada, yo no he visto nada,
yo no he oído nada.
Me miró con ojos rojos, los labios fruncidos, pero no
se despidió. Simplemente salió del cuarto dejando la puerta
abierta.
—¿No es bueno para nadie? —Le pregunté a Martinelli,
mientras examinaba el legajo—. ¿Por qué?

181
—La cuestión es que, legalmente, sigues siendo un deser-
tor. Si firmas esta declaración —me entregó una hoja escrita
a máquina— suspenden la orden de captura. El coronel
Urteaga mismo va a autorizar tu pase al retiro. Después vas
a ser un ciudadano como cualquier otro, puedes volver al
Perú, si quieres, o te pueden mandar tu pensión aquí mismo,
en Gringolandia, incluyendo devengados.
—¡Carajo! Estás hecho todo un leguleyo.
Se acomodó en el sillón para darme tiempo a que yo revi-
sara el expediente. No había mucho que leer. La declaración
explicaba los supuestos motivos de mi abandono de destino.
En la segunda página de mi foja de servicios encontré los
detalles. Según mi foja, durante el mes de septiembre, yo
había estado en Lima recibiendo entrenamiento. Un acci-
dente automovilístico me había destrozado una pierna. La
medicina me había producido un trastorno temporal. Todos
los sellos, timbres, inclusive recibos, así lo probaban.
Una tarde, mientras fumábamos un cigarrillo en el calor
húmedo del campamento, Martinelli, Gorriti y yo decidimos
vigilar al capitán Urteaga, esperando que cometiera un error.
En dos meses no tuvimos suerte. La mayoría de víctimas
eran campesinos que no tenían nombre, ni domicilio; ni
sabíamos a dónde iban a parar sus cuerpos cuando los aban-
donábamos en medio de la selva. Nuestra suerte cambió el
segundo domingo de septiembre.
Siguiendo el rastro de una columna de huairuros, nos
habíamos adentrado en el monte, a unos diez kilómetros de
Tabalosos, cuando nos topamos con un campamento. Eran
cuatro hombres, tres de unos veinte años y uno de alrededor

182
de cuarenta. No estaban armados, ni vestían de verde olivo,
ni tenían pañuelos rojos y negros en el cuello. El mayor de
ellos se acercó al capitán.
—¿Cuál es el problema, capitán?
—Gorriti —dijo el capitán sin responderle—. Revisa
sus cosas.
—Capitán, somos entomólogos, tenemos permisos.
Gorriti regresó con un libro de pasta roja. El capitán
Urteaga apenas le dio una mirada antes de ordenarnos que
los tomáramos prisioneros. En el campamento, el capitán
dirigió los interrogatorios, pero después de ocho horas no
llegó a saber más de lo que nos habían dicho al principio.
El mayor era profesor, los más jóvenes estudiantes de ento-
mología, y habían ido a recolectar muestras de una mariposa
de la familia de las Morpho Helena. Lo correcto habría sido
pedirles disculpas, llevarlos a Tarapoto para que le curaran la
mandíbula quebrada a uno de los estudiantes, los tres dedos
rotos del profesor y las quemaduras de segundo grado en
el brazo del tercer estudiante, pero como tenían nombres,
direcciones, familiares en Lima, el capitán Urteaga decidió
otra cosa.
Esa noche, apenas oímos que se abría la puerta trasera
que hacía de calabozo, le dije a Gorriti que teníamos que
seguirlos, porque era obvio lo que iba a pasar. Metí el mapa,
los binoculares y mi libreta de campo en el morral. Gorriti,
pálido, dudó un rato antes de aceptar. Era una noche de luna
llena, de modo que no nos costó trabajo seguirlos.
—¿Hay teléfono público aquí? —Le pregunté a la en-
fermera que vino a cambiarme la chata.

183
—En el primer piso —dijo—. ¿Quiere llamar a su familia?
—Mi viejita —dije—. No sabe que estoy en Lima. ¿No
me podrías llevar?
—Si se entera el médico me mata.
—Solo un ratito —dije—. Una llamada, pobre viejita,
hace seis meses que no sabe nada de mí.
La enfermera, ayudada por un técnico, me llevó en silla
de ruedas al primer piso. Me dejó junto al teléfono público.
Felizmente había una guía telefónica a la mano. Cuando la
enfermera regresó a los cinco minutos, le dije que mi viejita
no estaba, y que necesitaría llamarla más tarde.
Tres horas después, dos reporteros del Canal 3 lograron
entrar a mi cuarto disfrazados en enfermeros. Les dije que
tenía un notición. Les di algunos datos generales —la selva,
los huairuros, los derechos humanos— pero les dije que no
debían perderme de vista porque mi vida corría peligro. Tan
pronto me dieran de alta les daría la exclusiva. Cuando se
fueron, llamé a la enfermera otra vez, para pedirle el favor.
Me gasté casi todas mis monedas, pero logré comunicarme
con el capitán Urteaga, quien respondió irritado.
—¿Qué le pasa, Pastrana?, ¿no lo están tratando bien?
—Lo llamo por Martinelli, mi capitán, creo que…
—Dígame, Pastrana, ¿usted entró al ejército para creer?
¿Quién mierda le ha pedido su opinión en este caso?
—Quería pedirle que reconsiderara, mi capitán: Mar-
tinelli desobedeció para salvarme la vida.
—Martinelli desobedeció sus órdenes, puso en peligro
personal del Ejército Peruano, atentó contra la imagen de
las Fuerzas Armadas…

184
—Yo sé lo que pasó con los cuatro prisioneros aquella
noche, mi capitán.
—¿De qué mierda habla?
—Cuando se los llevaron del campamento de Tabalosos,
yo los seguí, mi capitán —pensé decirle que lo tenía todo
escrito en mi libreta de campo, marcado en el mapa con el
sistema de triangulación del Ejército Francés, pero preferí no
dar mucha información—. Sé quién le disparó a quién, sé
que no les desataron las manos, sé con qué ángulo entraron
las balas en la base craneal —hice una pausa—. También sé
dónde están enterrados.
Era suficiente. El capitán Urteaga nunca se quedaba
callado, pero ahora sí, lo tenía, él sabía que lo tenía. Pasaron
unos veinte segundos en los que quizá revisaba opciones. Una
de ellas, la más consustancial con su carácter, era librarse de
mí, pero me adelanté.
—También quiero que sepa, mi capitán, que el Canal 3
ya estuvo aquí. Me están haciendo la guardia.
Quizá fue la interferencia, pero me pareció oír un chi-
rriar de dientes al otro lado de la línea. No necesitaba estar
frente a él para saber que tenía la cara roja, que tal vez el
mentón bien afeitado temblaba, que una sonrisa mercurial
no lograba cuajar en sus labios. Sin embargo, cuando habló,
su voz sonó extrañamente fría.
—¿Quién más sabe de esto, Pastrana?
—Nadie, mi capitán, esa noche estaba yo solo.
—¿No se lo habrá contado a Gorriti?
—¿Para qué, mi capitán? Usted sabe como es el Flaco.
—¿Y Martinelli?

185
—Esa noche estaba de imaginaria, mi capitán.
—Usted tiene palabra de honor, ¿no es así, Pastrana?
—Sí, mi capitán.
—Yo también —dijo—. Su amigo Martinelli solo va a
recibir una reprimenda, le doy mi palabra, pero tiene que
darme su palabra de que se callará la boca.
Era imposible negarse. Para su crédito, el capitán Urteaga
cumplió su palabra, pero quizá para asegurarse, desde ese
día tuve un PM en la puerta, con órdenes de no dejarme
hablar con nadie, ni desprenderse de mí. Una semana des-
pués apareció una nota de prensa mencionando abusos a los
derechos humanos en Tabalosos. Entonces la gente estaba
demasiado ocupada en lo que el gobierno llamaba «lucha
contra el terrorismo» como para notar un pequeño desliz
que no revelaba información precisa. Quien lo notó, y quizá
sin mucho placer, fue el capitán Urteaga. La noche que me
dieron de alta, cuando yo bajaba del taxi para alojarme en la
casa de mi hermana en Pueblo Libre, un sicario me disparó
desde una moto. Me hirió, pero ninguna de sus tres balas
me tanteó el corazón.
—Todo esto es mentira —le dije a Martinelli, devolvién-
dole mi legajo—. Han cambiado mi foja de servicios.
—Lo sé, Rapacito, yo mismo lo hice —dijo Martine-
lli—. Es la única forma de que no sigas prófugo.
—Exiliado.
—Lo que sea —me entregó un documento escrito en
papel sellado—. Tu solicitud de pase al retiro, Rapacito.
—No sabía que te iban a mandar a ti, aunque, cono-
ciendo al capitán Urteaga, debí imaginármelo. Me da pena

186
que hayas venido hasta tan lejos por gusto, Indio. Me quedo
en Gringolandia, aunque me muera de ganas de comerme
un cebiche en Chorrillos, o de ver a mis viejitos en Trujillo,
o de buscar a aquella chiquilla que ahora debe estar hecha
toda una mujer…
Martinelli pareció no haberme escuchado.
—¿Sabes lo que he estado pensando todos estos años
mientras me tenían de papeluchero en el ministerio? —se
puso de pie—. He estado pensando siempre en mi primer
caso, un caso que quiero ganar con todo, un caso que me
permita matar dos pájaros de un tiro.
—¿Tu primer caso? ¿Pero si no puedes ejercer?
Se puso serio.
—Eso es lo de menos, Rapacito. El coronel Urteaga
quiere llegar a Presidente del Comando Conjunto. En todo
este tiempo he estado buscando pruebas contra él, pero
he reunido poca cosa, coimas, tráfico de influencias, esas
vainas —hizo un ademán con la mano—. Pensar que todo
este tiempo ustedes lo tenían de las bolas, ¿por qué no me
dijiste, Rapacito?
La revelación me produjo una descarga de satisfacción,
uno de esos relámpagos interiores magnificados por la
sorpresa, que de vez en cuando nos regala la vida cuando
parece tener sentido.
—¿Te contó el Flaco?
Esa tarde, cuando se negó a hacer la llamada, Gorriti
había dejado de existir para mí: había roto ese pacto invisible,
elástico, maleable y, sin embargo, frágil que es la amistad.
Después que el sicario me hirió la pierna buena y me aguje-

187
reó el omóplato, las cosas ocurrieron muy rápido. La ayuda
de la ong, el viaje a Los Ángeles, las solicitudes, las entre-
vistas con los burócratas gringos que me miraban siempre
con desconfianza, las pruebas: hasta que me autorizaron a
quedarme en Gringolandia como exilado, con el supuesto
de que «no podía volver a mi país». Sin embargo, después
de nueve años, tuve que aceptar que me había equivocado.
Gorriti no había olvidado.
—Estabas de imaginaria —respondí, recordando la no-
che de luna en la que salimos del campamento de Tabalosos,
siguiendo la columna de cuatro hombres esposados, condu-
cidos a empujones por Gamonal, Núñez y el capitán—. No
hubo tiempo de contarte las cosas como era debido —hice
una pausa—. Lo que no entiendo es por qué el Flaco se
animó a hablarte después de tanto tiempo.
—De vez en cuando me buscaba para tomarnos unas
cervezas. Siempre terminaba hablando de ti, de tu pierna,
de Tabalosos. Pobre Flaco, yo sabía que algo le remordía la
conciencia, pero nunca me dijo nada, tampoco yo lo quise
presionar. Hasta que un día, cuando se le pasaron los tragos,
me lo contó. Me buscó al día siguiente para preguntarme
si había hablado de más —Martinelli sonrió con pena—.
Ya no tuvo el valor de decirme que me olvidara del asunto.
Solo quería que su familia estuviera protegida.
—Todavía no entiendo, Indio. Si yo firmo esta declara-
ción, estoy aceptando que nunca estuve en Tabalosos, y lo
que yo diga no sirve de un carajo… —Martinelli me inte-
rrumpió para entregarme unas fotocopias. Era la declaración

188
de Gorriti—. Hubieras empezado por allí, Indio, pero, ¿su
mujer? ¿Su hijo?
—Fue hija, ahora tiene dos —dijo Martinelli, poniéndo-
se de pie como un abogado a punto de exponer su caso—.
Se irá de vacaciones a la Argentina para que yo destape todo,
luego, cuando el coronel Urteaga ya esté detenido, porque lo
tienen que detener, volverá para declarar —sus ojos brillaban
con entusiasmo—. El problema es que no hemos podido ubi-
car el lugar. Inclusive fuimos con el Flaco a Tabalosos, pero
nada. Ni el mismo coronel Urteaga se acuerda. Pretextando
erradicar sembríos de coca, ha mandado remover hectáreas
completas de maleza, pero estoy seguro de que los restos del
profesor y los estudiantes siguen en el mismo sitio.
Hizo una larga pausa para darme tiempo a que yo asi-
milara todo. El entusiasmo lo había rejuvenecido. Por unos
instantes me pareció ver al mismo Indio Martinelli que en
Tabalosos, haciendo honor a su fama de forzudo, había
desfangado a pulso un Jeep del ejército.
—¿Cómo diablos convenciste al coronel Urteaga?
—¿De qué?
—De mandarte a buscarme con los gastos pagos.
—Ya te dije, Rapacito, quiere llegar alto, por eso,
apenas el Flaco me lo contó todo, supe que tenías que re-
gresar. Como quien no quiere la cosa, le propuse al coronel
Urteaga el asunto de tu pase al retiro. Se hizo el difícil al
principio, pero al final, como eres su piedra en el zapato,
aceptó mandarme. Cree que con tu pase al retiro termina
de atar cabos.

189
—Una vez lo intentó, pero su sicario tenía mala pun-
tería.
—El campamento de Tabalosos ya no existe, Rapacito,
ya nadie se acuerda de los huairuros por allí, pero nosotros
tenemos un mapa…
—¿Tenemos?
En todos esos años, en todas mis mudanzas, había
llevado conmigo el sobre manila con el mapa, la libreta de
campo y el borrador de la denuncia que íbamos a hacer llegar
al fiscal. De vez en cuando, revisaba las hojas amarillentas,
estudiando cada detalle, hasta aprenderme de memoria in-
clusive los dobleces. Esos papeles me llevaban a la noche en
que vi el resplandor amarillo de los disparos, los cuerpos caer
en el fango, el capitán Urteaga fumando mientras Gamonal
y Núñez cavaban las fosas. En determinado momento, el
capitán Urteaga había levantado la mirada, como si presin-
tiera que alguien lo observaba, pero después, simplemente
tiró el cigarrillo en el barro. La brasa chisporroteó antes de
apagarse. Se alejaron los tres de aquel claro del bosque que
yo marqué con el sistema de triangulación que me enseño
el buen sargento Galland.
Una tarde, hacía ya más de un año, me había topado
con los papeles otra vez. Quizá porque quería librarme de
aquellos recuerdos, bajé al estacionamiento con un tacho de
aluminio, una caja de fósforos y el sobre manila bajo el bra-
zo. Me pareció increíble que los papeles que había cuidado
por tanto tiempo ardieran tan fácilmente. Lo peor fue que
cuando tiré las cenizas no sentí alivio alguno.

190
—Lo siento, Indio —dije—. Del mapa no quedan ni
cenizas.
—Lo había imaginado —dijo Martinelli—. Te he traí-
do uno igual, del mismo año, para que empieces a hacer
memoria.

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Extraño a Miles Davis

No me pidas que te olvide


no tan pronto
que me olvido del olvido
y no respondo
Erika Belevan

Sus manos callosas doblaban el boleto de tren, recorriendo


con las yemas de los dedos el relieve de la impresión, pero sin
llegar a percibirla, aunque sabía que estaba allí. Su mirada
seguía los rieles paralelos que se curvaban, acercándose enga-
ñosamente en la distancia. Sus pasos nerviosos chirriaban en
las baldosas del andén. Llevaba al hombro un bolsón de lona.
Ropa para una semana, un mes, o toda la vida, según las cos-
tumbres. Tú me conoces. Cuando me hablas desde aquí, dijo
ella, tocándole el pecho, te conozco. Pero ahora no escuchas.
Te escucho, siempre, aun cuando te quedas callado, mirando
por la ventana, oyendo a Miles Davis, rumiando no sé qué

193
malos recuerdos. El hombre hizo un ademán con la mano. El
boleto, gastado por la manipulación incesante, vibraba con
el aire que llegaba paralelo a los rieles desde la fría soledad
de los mares del norte. No me pidas que te olvide.
Un ejecutivo que hablaba en inglés por teléfono móvil,
examinó su reloj, miró los rieles solitarios y lanzó una impre-
cación. La voz metálica de los parlantes pidió disculpas por
el retraso del expreso San Diego-Los Ángeles. Tres minutos.
Crucial para un ejecutivo. En cualquier otro momento de
su vida, habría sido insustancial para el hombre, acostum-
brado a viajes lentos que se medían en semanas. Pero aquel
día, aunque no llevara traje, ni zapatos italianos, ni reloj de
oro, sino un viejo chaquetón marinero de botones gastados,
deseó que el tren llegara antes de que lo asaltaran las dudas.
Se miró las manos. Se las había lavado concienzudamente
antes de salir, pero todavía le quedaba una línea negra en
el reborde de las uñas. Es parte del oficio, le había dicho
Raúl limpiándose con un trapo renegrido, en quince años
no he tenido nunca las manos limpias: uno se acostumbra.
El hombre apretó el boleto.
Cuando te quedas callado, mirando por la ventana, eres
tú quien no escucha. ¿Sabía ella en qué pensaba? Lo adivino
en tus ojos, en el movimiento de tus manos, en la forma de
quitarte las zapatillas cuando llegas del trabajo. No lo sabes,
pero da igual, es como la nostalgia, vieja nostalgia que te
vas a contagiar de tanto dormir conmigo. El piso del andén
vibró. En la esquina del boleto decía one way. Solo de ida.
La nostalgia ya la traía dentro. Entonces te contagiaré la
soledad. Los vidrios del letrero con los horarios empezó a

194
sacudirse, inclusive los rieles parecieron tiritar, cuando se
oyó el bramido creciente de un motor, parecido a los que el
hombre había escuchado bajo cubierta por tantos años, pero
con la diferencia de que este se acercaba por tierra. Sintió
a través de la delgada suela de las zapatillas un cosquilleo
en las plantas de los pies. Se frotó la cara para quitarse el
sueño. No había dormido. Sentado junto a la ventana, había
sopesado aquella decisión toda la noche, sin más compañía
que el silencioso fantasma del viejo Kal, mientras Miles
Davis tocaba la trompeta con la misma naturalidad con la
que otros respiran.
El día anterior, después de cambiar el aceite del último
auto en el taller, había salido como antes, sin prisa, sin esperar
nada. Si abrió el buzón, fue por costumbre, pero, en lugar
de la propaganda de siempre, encontró un sobre blanco con
la letra redonda, clara, casi musical que pensó no volvería a
ver jamás. Sus manos todavía manchadas de grasa dejaron
la impresión de una huella digital junto al nombre que
parecía tiritar en el extremo superior izquierdo. No entró a
su departamento. Regresó al taller. Raúl, tan pronto vio el
sobre, se alegró. ¿Qué dice? No lo sé, dijo el hombre, no lo
he abierto todavía. El tren expreso pitó antes de detenerse,
lento, inmenso, solemne como un buque tocando puerto.
El viejo Kal le dijo una vez que uno se cruza con ese
tipo de mujer una sola vez en la vida. El hombre objetó que
ya estaba muy viejo para creer en esas cosas. Treinta años
antes, cuando se embarcó por primera vez en el puerto del
Callao, tal vez. Ya verás, amigo, dijo el viejo Kal, tarda pero
llega. No lo creo. Sin embargo, desafiándolo, la mano de

195
Dios, el destino, o lo que fuera, la plantó una tarde frente
a la banca de aquel parque de San Diego desde donde se
ve el mar. ¿Puedo sentarme? El hombre, enfundado en el
chaquetón azul que lavaba a mano una vez al mes, respondió
sin mirarla: las bancas son libres, puedes hacer lo que quieras
en ella. Ella se sentó. No parecía una vagabunda. Tampoco
tenía el maquillaje barato de las putas. Parecía universitaria.
Zapatillas, pantalón vaquero descosido en las rodillas, camisa
de franela, tres aretes en la oreja derecha bajo un pelo negro
que apenas le tocaba los hombros. Debía tener cerca de
veinticinco, quizá veintiséis, pero no más. Sacó un cigarrillo
del bolso. ¿Tienes fuego? Él, todavía con las manos en los
bolsillos del chaquetón marinero, respondió sin mirarla.
Esa frase es tan vieja que ya no la usan ni en las películas.
No seas gruñón: dame fuego. Era estudiante de música,
terminaba una maestría en tres meses, miraba con los ojos
claros, resueltos, aunque el hombre creyó ver el brillo de
quien quiere librarse de un fantasma. Siempre nos persigue
algún fantasma. Uno huye como puede: por aire, por tierra,
inclusive en el líquido indeleble que corre por las venas. El
hombre había huido por mar. Esa tarde, en aquella banca,
el olor a mujer joven lo incomodó.
El parlante del andén anunció en inglés que el tren ex-
preso, servicio ejecutivo San Diego-Los Ángeles, partiría en
breves instantes. Los ejecutivos que esperaban con un café
en vasos descartables en la mano, o hablando por teléfono
móvil, se arremolinaron frente a la puerta. El hombre sacó
las manos del chaquetón marinero haciendo un esfuerzo
para que el encendedor no temblara en sus dedos renegri-

196
dos. Encendió el cigarrillo de la fugitiva. Ella agradeció con
la mirada. Sus ojos decían más que sus palabras. Quizá el
hombre lo imaginaba. Se alegró de haberse afeitado aquella
mañana. También de llevar el chaquetón recién lavado.
Hacía muchos años, cuando navegaba en el Atlántico, había
tenido encuentros semejantes, casi siempre con putas, pero
también, algunas veces, con muchachas que se acostaban
con él a sabiendas de que el amor eterno que él ofrecía solo
duraría una noche. Le alababan la piel curtida por la sal del
mar, los hombros recios, los ojos negros. No se engañaba.
Sabía que bizqueaba del ojo izquierdo, que su nariz era
ganchuda, que una soberbia cicatriz mal ganada en un bar
de Panamá le afeaba el labio superior. Cuando la conoció,
su pelo ya no era negro, sus hombros empezaban a redon-
dearse, su piel bronceada empezaba a acusar demasiados
navajazos de tiempo.
Los ejecutivos subían al expreso. No habría oportunidad
de repetir aquel momento. El hombre apretó el boleto. El
bolsón de lona pesó en su hombro. Hacía demasiado tiempo
que no viajaba para siempre, llevándolo todo, sin olvidar el
disco de Miles Davis. Cuídate mucho, Los Ángeles es una
ciudad grande, peligrosa, llena de trampas: quizá esto te
ayude un poco. No quiero dinero, dijo ella, mirándolo con
ojos enrojecidos, tú sabes lo que quiero. El sobre quedó en
la mesita plegable donde habían desayunado los tres últimos
meses. Pensé ayudarla, le dijo a Raúl, ya sabes. Raúl lo miró
pensativo antes de decir algo inesperado: mi padre decía que
el tren nos llega una sola vez en la vida. Como si hubiera
oído al viejo Kal. Raúl le palmeó la espalda, te voy a extrañar.

197
No has entendido, dijo el hombre, yo me quedo, ella encon-
trará un muchacho de su edad, con su misma educación,
además, no creo en trenes, ya sabes que solo confío en el
mar. Cuando decía mar, decía viejo Kal, fugitivo viejo Kal.
Después de la tormenta el calor había calentado las bodegas.
El olor llegó hasta el comedor. El capitán llamó al hombre
para decirle que había tomado una decisión. El hombre no
tuvo más remedio que aceptar. El cuerpo de su viejo amigo
cayó al agua, envuelto en una bolsa de lona, un casete en el
bolsillo de la camisa.
Esperó que subieran los ejecutivos. La voz en inglés
anunció la partida del expreso San Diego-Los Ángeles. Re-
cién en ese momento saltó a la escalinata. Se agarró de una
barra helada mientras la estación de San Diego, sus bancas
de piedra, sus baldosas, sus arcos metálicos como inmensas
cuadernas de pantoque, se alejaban en el aire salado del mar.
Soy muy viejo para ti. No es eso, dijo ella, sabes que no es
eso. El estuche del violín al hombro, el pantalón vaquero
deshilachado en las rodillas, las zapatillas blancas: nunca la
había visto tan hermosa. No se había peinado. Su pelo ne-
gro, suelto, le daba un aspecto distinguido, como si posara
para la pintura de un museo. La soledad es un mal hábito
difícil de romper. La tomó de los hombros. No era ninguna
trampa de hombre duro. Se te pasará pronto: en un año
ni te acordarás de mi nombre. La abrazó aguantándose las
ganas de besarla. Ella lo miró con esos ojos que lo sabían
todo. La llovizna de la mañana le mojaba la cara. El agua
le resbaló hasta el mentón donde tiritó por unos instantes
antes de desprenderse con el viento cuando el tren se puso

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en marcha. El hombre se quedó en el andén, las manos en
los bolsillos del chaquetón marinero, inmóvil, mirándola
mientras el tren se alejaba. Regresó al taller. La dejé en la
estación, le dijo a Raúl. Has cometido un error. ¿Qué sabía
él? Siempre se quejaba de su mujer, de sus dos hijos, de sus
problemas domésticos, pero ese día le invitó una cerveza que
tomaron en silencio. En la tarde, el hombre se sentó junto a la
ventana para mirar el mar oyendo los maravillosos glisandos
de trompeta que le salían tan naturales a Miles Davis. Pero
aquella tarde no hubo mar, la neblina era densa. Cuando
empezó a oscurecer puso un disco de valses peruanos pero
solo aguantó uno. No, pensó, no tan pronto.
Los ejecutivos se habían distribuido en los asientos del
vagón del expreso. Unos hablaban por teléfono móvil, otros
abrían una computadora portátil, unos pocos desplegaban
un ejemplar de Los Angeles Times. El hombre avanzó entre
ellos. Después de la primera semana, cuando el silencio
de la tarde ya no se llenó con esos deliciosos ejercicios de
violín, el hombre empezó a frecuentar el buzón de correo,
inclusive los domingos. Nada, Raúl, nada, te lo dije. Raúl no
respondió. Cuando ella se lo propuso, el hombre tampoco
había respondido. Entonces ella le dijo que le faltaba cora-
je. Él se miró las uñas. En treinta años, modas van, modas
vienen, ningún hombre ni mujer había dudado nunca de su
coraje, ni de su entereza, ni de su integridad. Los tenía de
sobra. Es cierto, vaciló por dos segundos, pero se tiró al mar
embravecido para salvar a Kal, el viejo marinero negro que
era como su padre. Había nadado con furia, tragándose la
espuma, esquivando las crestas, buscándolo por instinto más

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que por lógica. Hasta que lo encontró. El viejo Kal, aturdido
por el golpe que lo había derribado sobre cubierta, quizá
desorientado por un brandy de más, se agarró del cuello del
hombre. Pobre viejo Kal, en contra de su instinto marinero,
solo atinaba a aferrarse a la vida. En esa época el hombre no
tenía las uñas negras. Todavía vestía el uniforme caqui de la
marina mercante, todavía no había pedido su baja, todavía
no se había jubilado en San Diego, porque desde allí, a salvo
de cualquier recuerdo, todavía podía mirar desde la ventana
los barcos que se alejan en el mar.
El tren se movía con ritmo regular. Los rieles vibraban
bajo las ruedas metálicas. Las junturas sonaban con un
claqueteo monótono. Dejó el bolsón de lona en el piso.
Se sentó en una hilera frente a una mujer de pelo corto,
anteojos, vestida con traje sastre, que hablaba en inglés por
teléfono móvil. Una vez, el hombre le había pagado dos mil
dólares a una mujer para que se casara con él. La vio en el
City Hall de Key Biscaine, dos años después en la corte de
Miami, pero ahora ya no se acordaba de su nombre. Todavía
tenía el boleto en la mano. Ella, ya con el violín al hombro,
había rechazado el sobre. No era mucho, apenas diez mil
dólares que él había ahorrado trabajando de mecánico: era
todo lo que tenía. ¿Qué futuro nos espera? No pensó hacer
esa pregunta jamás. Era como admitir que entre él —viejo,
ex marino, curtido por demasiados viajes, unos pocos amores
en los que desperdició su fe— y ella —joven, veinticinco
años menor, un prodigioso talento musical en las yemas de
los dedos— no podría haber algo duradero. Solo los unía
un amor común por la música de Miles Davis, la pasión por

200
el café de Sumatra pasado a mano, las puestas de sol frente
al Océano Pacífico. Eso le había quedado muy claro desde
que ella sacó aquel disco del bolso. El hombre no parpadeó,
aunque lo conocía tan bien, que podía prefigurar cada in-
flexión de la trompeta de ese negro de oro. Esto es oro. El
viejo Kal hablaba despacio para que el hombre lo entendiera.
This is gold, my friend. Estaban en un bar de Miami oyendo
a Miles Davis. Fue la primera vez, también, que el viejo Kal
le contó su vida. Lo sabes todo, dijo en su inglés sincopado.
You know all about me. Era diez años mayor, pero podía ser
su padre.
Ella, igual que el viejo Kal, también pensaba que el arte
de Miles Davis era el único oro al que un ser humano debía
aspirar. Sentados en aquella banca, hablaron toda la tarde,
compartiendo unos pocos cigarrillos. Se quedaron en silencio
solo para ver el destello verde del sol naranja al sumergirse en
el mar. Cuando ya oscurecía, el hombre aventuró una idea
que sería rechazada. Tendré por lo menos el buen recuerdo
de esta tarde, se había dicho, para darse ánimo. Tuvo la tarde,
la noche de aquel día, los días de los tres meses siguientes,
porque ella se mudó con él. Los primeros días vivió de
la maleta azul. Después se instaló definitivamente con su
violín, sus libros, sus discos, sus macetas de arcilla cocida
pintadas de azul, amarillo y rojo. Raúl no resistió la tentación
de preguntarle: ¿Qué te has desayunado hoy? Nada. Estás
hecho un chiquillo. Era inútil callar. Pues me alegro, dijo
Raúl palmeándole la espalda, qué bien por ti. Celebraron
con dos cervezas. Cuando llegó a San Diego, el hombre
había vivido miserablemente por seis meses. Nadie quiso

201
emplearlo. Estaba muy viejo para trabajar de vigilante en los
clubes nocturnos, ningún barco lo aceptó ni para limpiar la
cubierta, los restaurantes preferían muchachos universita-
rios. La plata de la pensión apenas alcanzaba para pagar el
departamentito cerca al aeropuerto desde donde se podía ver
el mar. Una tarde fue a un taller que había puesto un aviso
económico en el SD Weekly. Buscaban un mecánico con
experiencia, pero fue igual, buscar trabajo era lo único que
le espantaba el mal hábito de la soledad. Raúl no lo contrató
pero se hicieron amigos. Después de un tiempo, cuando el
nuevo mecánico se fue a San Francisco, el hombre empezó
a trabajar en el taller. A Raúl le gustaba oír sus historias de
marinero, y al hombre le gustaba contarlas. Trabajaban ya
tres años juntos. Pensó que era una vida buena. Hasta que
ella se sentó en la banca de aquel parque.
Tres meses después, ella recibió aquel sobre de la Orques-
ta Sinfónica de Los Ángeles. Era un contrato. El sueño de su
vida. El hombre lo sabía. La había acompañado a la estación
cuando fue a las audiciones. Se preparó para la despedida.
Pero ella, mientras pasaba café de Sumatra con la toalla en
la cabeza, el rostro terso iluminado por el resplandor de
la mañana, no habló de despedidas. Todo lo contrario. Le
propuso algo que el hombre no había esperado. Solo atinó
a decir que lo pensaría. Salió de prisa, con las manos en los
bolsillos del chaquetón. Una noche, cuando ella se presentó
en el auditorio de la universidad, el hombre se había sentado
en la última fila, asombrado de que esa mujer prodigiosa
cuyo violín llegaba a los huesos lo dejara besarla en las
noches. Pero cuando terminó la función, salió de prisa, sin

202
mirar a nadie, a esperarla en el paradero del autobús. Con el
tiempo se acostumbró. Se quedó para que ella le presentara
a sus compañeros que siempre le preguntaban qué hacía.
Vivo y dejo vivir, quería responder, pero se limitaba a sonreír
como si no entendiera nada. No pudo dejar de pensar en la
propuesta. Inclusive desperdició un cuarto de aceite en el
taller. ¿Estás bien? Sí, Raúl, no es nada. Llegó a la conclusión
de que sería una locura. Tenía que dejar que ella volara en
su propio cielo.
El tren seguía avanzando. El movimiento le produjo
ansiedad. Quiso llegar ya. La mujer ejecutiva le sonrió como
sonríen los gringos a un desconocido. El hombre le devolvió
la sonrisa. La mujer abrió su computadora portátil sobre la
mesita del tren. El hombre miró por la ventana. El lomo
infinito del mar era apenas un tenue resplandor en el hori-
zonte. Llegarían a la estación de Fullerton en unos minutos
dijo la voz metálica por el parlante. Los edificios, las calles,
se sucedían, raleando a veces, volviendo a aparecer después.
América es un país sembrado de edificios repetidos, decía
el viejo Kal. En cualquier pueblo siempre se encuentra lo
mismo. Supermercados, farmacias, grifos, todo cambia de
nombre, pero se repite igual. It’s all the same, my man. En-
tonces, se ponía triste. Lo único que cambia es la gente. But
people do change, yes they do, my man. Una vez había tenido
una mujer, había vuelto a ella cada seis meses, año tras año,
hasta que un día no la encontró. Una vecina le dijo adónde
podía llevarle flores. Tres muchachos blancos, borrachos,
habían perdido el control. Malditos. El viejo Kal miraba el
fondo de su vaso. Malditos. Solo le quedó Miles Davis. El

203
hombre, con la espuma quemándole los pulmones, sujetó al
viejo Kal. Nadó con furia, ignorando el ardor en el brazo, el
calambre en la pierna, el latido en la frente, hasta que pudo
ver muy cerca la línea de flotación, subiendo y bajando.
Dos marineros halaron el cuerpo. Todavía respiraba. Cinco
días después tuvieron que tirarlo al Atlántico. Allí se quedó
para siempre, solo, llevándose en el bolsillo el casete de
Miles Davis. Cuando llegó a San Diego, el hombre compró
la misma grabación para oírla mirando al Pacífico, mar in-
menso, sabio, mar paciente que comprende el lenguaje de
la soledad. Pude haberlo salvado, dudé, me demoré. Fue un
accidente. Además, lo sabes, el viejo Kal era un gran tipo,
pero bebía demasiado.
Pasó tres horas en la misma banca, mirando el mar,
pensando en el sobre de la Orquesta Sinfónica de Los Án-
geles. Ya le ardía el estómago cuando lo supo. Dejaría que
ella se fuera. Pero no imaginó que sería tan difícil. No es a
ese coraje al que me refiero, dijo ella, mirándolo con ojos
enrojecidos pero secos, me refiero al único que cuenta: el
coraje de vivir. Ya estaba aburrida de los intelectuales de la
universidad, de los jóvenes ejecutivos en busca de romance,
de los artistas que no comprenden por qué el mundo no se
rinde a sus pies. También se podía aburrir de él. No, contigo
es diferente, dijo ella, pero sin el menor asomo de cálculo en
la voz. Con el violín al hombro, en medio de esa estación,
parecía una de esas esculturas que había antes en las plazas
de los países comunistas. El hombre las había visto el año
en que conoció al viejo Kal, en uno de los bares de Tánger.
Después de recorrer el mundo terminó en San Diego, a pe-

204
sar de haber nacido en Trujillo, aquella ciudad peruana que
ahora era solo un recuerdo. ¿Para qué volver? Todos habían
muerto. Eso lo hermanaba con el viejo Kal. ¿Podía haberlo
salvado? Nadie nos puede salvar de los recuerdos.
El controlador entró al vagón, recibió el boleto del hom-
bre, lo revisó levantando los ojos, luego se lo devolvió con
una sonrisa cómplice. Recién en ese momento, el hombre se
dio cuenta de que en el extremo inferior derecho, en su letra
redonda, ella había escrito: extraño a miles davis. Nunca se
es demasiado viejo, dijo ella, pero ya era hora de subir al tren.
Intentó besarlo pero él la tomó de los hombros. Cuídate, Los
Ángeles es una ciudad peligrosa, llena de trampas.
Un mes después llegó el sobre. Solo había un boleto.
Nada más. Un boleto expreso con una fecha específica.
Se pasó el resto de día pensando, el estómago ardiéndole,
mil ideas bailándole en la cabeza, hasta que al final tomó
la decisión. Vaya, hombre, por fin, dijo Raúl sonriendo, te
voy a extrañar. Lo abrazó por primera vez en tres años. El
hombre empacó todo lo que tenía en el bolsón de lona, pero
no pudo dormir, pasó la noche en vela oyendo el disco de
Miles Davis. Se afeitó de madrugada, se recortó las uñas, se
lavó las manos. Cerró para siempre la puerta del departa-
mento desde cuya ventana se veía el mar. Eran las seis de la
mañana cuando se dirigió, a pie, a la estación de San Diego.
Él también extrañaba a Miles Davis.

205
Hallazgo en la Calle 42

1.
Mientras conducía las investigaciones para dar con el pa-
radero de una banda de sudamericanos que vendían cocaína
al menudeo en el Echo Park, cerca del Centro de Los Ángeles,
el agente Ernest Martínez llegó a la última casa de la Calle
42, una vivienda de principios de siglo, de paredes de madera
repintadas de amarillo, ventanales de vidrios opacos, ático con
claraboya y techo a dos aguas con tejas de pizarra. El jardín,
a juzgar por las latas, cajas de leche y diarios amarilleados por
el sol, debía llevar abandonado varios meses. Tocó la puerta
tres veces pero nadie abrió. No se extrañó. Para aquel barrio el
policía era un sabueso que solo se aparecía a olfatear cuando
buscaba presa. Después de esa reflexión, giró sobre sus talones
dispuesto a volver a su auto patrulla, ya que no le quedaba más
que volver al Precinto para escribir el informe del día, pero no
pudo. Un poderoso olor llamó su atención.

207
En sus ocho años de servicio, había participado muchas
veces en allanamientos, capturas, batidas, rastreos, cateos,
persecuciones y arrestos en todos los barrios, en todas las
calles, bajo todos los puentes y en todas las esquinas del
Centro y del Este de Los Ángeles, pero jamás había olido
nada semejante. Era un olor rancio, dulzón, tan intenso,
que tuvo que apoyarse en uno de los pilares para conjurar
unas arcadas. Logró controlarse, pero cuando ya cruzaba el
jardín, pensando que dejaba atrás el olor más desagradable
que había experimentado en su vida, una pena enorme lo
sobrecogió.
No hacía mucho, el Precinto había recibido la visita de
un oficial de la dea que los había entrenado para identificar
opio, morfina, hachís, marihuana, cocaína, cristal, crack,
ice, éxtasis, speed, deep purple, four dee, metal blast, así como
los diversos químicos usados para su elaboración. El agente
había desplegado muestras de los envases usados por el sub-
mundo: desde el convencional paquetito de papel aluminio,
hasta las sofisticadas cápsulas de gelatina cuya liberación re-
tardada resultaba conveniente en muchos casos. Pero dentro
de las 96 muestras que el oficial de la dea había llevado al
Precinto, el agente Martínez no recordaba nada parecido a
aquel olor denso que le buscaba las esquinas más recónditas
de la tristeza. Es más, quien no lo conociera bien habría
pensado que el agente Martínez estaba a punto de llorar,
cosa improbable, menos aún cumpliendo funciones.
Temiendo estar ante un laboratorio clandestino de al-
guna droga desconocida, se comunicó con su Precinto que,
luego de precisar la naturaleza de su emergencia, decidió

208
enviarle refuerzos. Esperó en el auto patrulla, la puerta
abierta, la pistola desenfundada, sin perder de vista la puer-
ta principal de la casa. Quince minutos después, seis autos
patrulla, una unidad swat con catorce comandos, más una
unidad de la Compañía de Bomberos 26 del Centro de Los
Ángeles, llegaron a la Calle 42. Los agentes del Precinto es-
tacionaron los autos patrulla en semicírculo frente a la casa.
Una tras otra, abrieron las puertas para parapetarse detrás de
ellas, apuntando con fusiles automáticos. Mientras tanto, los
catorce comandos swat descargaron sus visores, fusiles de
mira telescópica, bombas lacrimógenas, bazucas, ganchos,
sogas de nylon, escaleras plegables, arneses y poleas auto-
máticas, apilándolo todo detrás de la unidad blindada en la
que habían llegado. Tal despliegue ocurría en una calle ahora
completamente desierta. Cuando los primeros autos patrulla
empezaron a llegar, tres adolescentes de pantalones sueltos
practicaban con sus patinetes en la pendiente de una casa,
una señora joven paseaba un perrito faldero y un hombre
gordo con gorra de lana comía una manzana apoyado en el
buzón de correo, pero tan pronto vieron las luces, entraron
a sus casas, cerraron puertas y ventanas, y se quedaron en
silencio como el resto del vecindario. El agente Martínez lo
había visto más de una vez. Era normal.
Ya desplegado el personal, pasaron todavía algunos
tensos minutos de espera, hasta que el capitán Michael
Baine, jefe del agente Martínez, llegó trayendo una orden
especial de allanamiento expedida por el juez del condado,
gracias a que la lucha contra las drogas era prioritaria en el
plan de trabajo del gobernador de California. Dispuesto a

209
hacer cumplir la ley, el capitán Baine bajó del auto patrulla
blandiendo la orden en una mano y un megáfono japonés
en la otra. Giró la perilla del volumen, y, después del pitido
de confirmación, exhortó a quienes estuvieran en la casa a
que salieran con las manos en alto porque estaban rodeados,
toda resistencia sería inútil. Nadie respondió. Insistió dos
veces más con el mismo resultado. Era claro que quienes
estuvieran dentro de la casa, o eran completamente sordos,
o no estaban dispuestos a entregarse. El capitán Baine pidió
tres voluntarios entre los comandos swat. Los tres primeros,
dos hombres y una mujer, tomaron sus fusiles automáticos
para ponerse a sus órdenes. Mientras tanto, el oficial Mars-
hal Kent, jefe de la unidad swat, dio instrucciones en clave
para desplegar a los demás comandos, apostándolos como
francotiradores en los muros colindantes, en el techo de la
unidad y en un añoso roble cuyo tronco exhalaba gruesas
gotas de resina ámbar. Había elegido aquellos lugares porque
desde allí se tenía una visión privilegiada de las ventanas,
las puertas, el jardín y la claraboya del ático. Para un caso
de emergencia, un último comando swat quedó junto a su
unidad con una bazuca al hombro.
Los tres comandos, a quienes el oficial Kent exigió
portar chaleco antibalas, casco con visor de mica blindada,
guantes, hombreras y, en el caso de los hombres, protector de
titanio para el escroto, recibieron sus instrucciones. El plan,
concebido por capitán Baine, aprobado al instante por el
oficial Kent, consistía en tomar posesión del living room que,
según la copia de los planos que el jefe de bomberos había
traído, debía facilitar acceso a la habitación principal, las

210
escaleras del segundo piso, la cocina y el sótano. Asegurado
el living room, sería fácil que los otros comandos entraran por
las ventanas, creando un efecto envolvente que había sido
efectivo en muchas ocasiones, según había leído el agente
Martínez en el tablón de noticias del Precinto.
El capitán Baine subió el volumen del megáfono al tope
para hacer una última llamada, pero, aunque la vieja casa
respondió con el más absoluto silencio, tuvo la prudencia
de esperar tres minutos antes de autorizar el allanamiento.
Los tres comandos avanzaron rodando por el suelo, incor-
porándose, plantando rodilla en tierra, apuntando, siempre
con un movimiento coordinado que dejaba a uno de ellos
con el fusil automático en alto mientras los otros ejecuta-
ban las maniobras de avance. Después de rodar sobre los
tres escalones de piedra de la entrada principal, el primer
comando quedó frente a la puerta. Esperó que los otros
dos terminaran de rodar, plantar rodilla en tierra y apuntar,
antes de descargar media cacerina de su fusil automático.
La cerradura voló en pedazos pero la puerta no se abrió. El
comando descargó el resto de su cacerina. Donde antes había
estado la cerradura, había ahora un gran boquete, pero la
puerta seguía tan cerrada como antes. El capitán Baine pidió
ayuda a James Bonfire, jefe de bomberos, quien, armado de
una hacha número uno se dispuso a flanquear el acceso. Las
botas de goma chirriaron en las escaleras de piedra. Inclusive
se pudo oír el crujir del uniforme amarillo cuando se prepa-
ró, jalando el hacha sobre el hombro, como un jugador de
béisbol que se dispone a enterrar la pelota en el diamante. Le
bastaron tres soberbios hachazos para desmigajar la madera

211
carcomida. Terminó su trabajo desprendiendo las últimas
astillas adheridas al marco con dos golpes del reverso del
hacha. Cuando ya se disponía a regresar, el silencio se cribó
de chillidos microscópicos, una suerte de explosión sonora
que salía de la casa al ras del suelo.
Un ejército de ratones de ojos desorbitados que se atro-
pellaban los unos a los otros, luchando por pasar entre los
borceguíes de los asombrados comandos, y escurriéndose
entre las botas de goma, formaron un río gris que avanzó
esquivando obstáculos como si le urgiera llegar a algún mar.
Cuando el hirviente río plagado de colas desnudas se perdió
por fin por debajo los arbustos, el capitán Baine volvió a
exhortar a los criminales a que se entregaran, pero no obtuvo
respuesta. Entonces autorizó la siguiente etapa. Los tres co-
mandos penetraron en la casa con sus movimientos alternos,
rodando, hincando rodilla en tierra, apuntando, hasta que
desaparecieron por la puerta desguazada mientras la brisa
de la tarde mecía los geranios resecos del jardín.
Transcurrieron dos largos minutos. El agente Martínez,
a pesar de ser un veterano en asaltos a guaridas semejantes,
sintió un sudor helado en las manos, pero lo consoló ver
el cuello del capitán Baine también teñido con un reborde
de humedad. En ese momento uno de los comandos salió
corriendo de la casa. Se levantó el visor de mica blindada,
se apoyó en uno de los pilares de la terraza y vomitó copio-
samente sobre los geranios resecos del jardín. Los otros dos,
el hombre y la mujer, salieron a continuación con el fusil al
hombro, las narices fruncidas y enseñando los dientes blan-
cos en un gesto que de lejos podía interpretarse como asco,

212
dolor o pena. Luego de la conmoción inicial, uno de ellos
se cuadró ante el capitán Baine para informarle que nadie
había resistido y que el único ocupante de la casa estaba
muerto. Ante la sorpresa del agente Martínez, que no había
oído disparo alguno, el comando aclaró que el hombre ya
había estado muerto, bien muerto, además, porque el olor
denso provenía del cadáver en un estado de descomposición
que estimaba en no menos de dos semanas.
El capitán Baine agradeció al oficial Marshal Kent por
su colaboración, estrechándole la mano, prometiéndole, ade-
más, un reporte favorable ante el gobernador de California.
El oficial Kent sonrió con grandes dientes blancos antes de
ordenar a todo su personal que subiera a la unidad. Cuando
se fueron, el capitán Baine le ordenó al agente Martínez que
se hiciera cargo del caso. Quería un informe en su escrito-
rio antes del fin de semana para poder leerlo en la playa de
Rosarito adonde iría por tres días el viernes por la noche.
Ya a cargo, el agente Martínez le pidió al jefe de bomberos
que trasladara el cadáver al Hospital del Condado de Los
Ángeles para las pericias forenses del caso.
De allí en adelante, según su experiencia, todo sería
rutina. Determinar la causa de muerte, quizá infarto, quizá
una pelvis rota, un aneurisma cerebral, luego ubicar a los
familiares, hacerles firmar los papeles, en fin, la rutina que
había seguido ya muchas veces. Pero aquel día, el olor, aquel
poderoso olor que había hecho que su alma se arrodillara de
pena, le hizo presentir un desenlace diferente.

213
2.
No se equivocó. Dentro de la casa se encontró el cadáver
de Adam Mandeville, de 81 años, muerto de inanición tres
semanas antes del hallazgo según el informe forense. El retiro
del cadáver fue lo más sencillo de la operación, a pesar de
que de la cocina, lugar donde fue hallado, hasta la puerta
principal, por donde salieron los bomberos, solo había un
delgado laberinto que discurría entre miles de periódicos
apilados a modo de ladrillos.
Lo más difícil vino después. Un equipo de bomberos
de la Compañía 26, dirigidos por el experimentado James
Bonfire, retiró de las habitaciones de la casa lo siguiente:
catorce bicicletas marca Speed, dos trineos con un capullo de
rosa grabado en la plataforma, las partes de un Ford modelo
T (apilado en la sala de té), un carromato de la época de
la conquista del Oeste, veintinueve lámparas de kerosene
(todas con las mechas intactas), once paraguas negros, diez
relojes de pared, cuarenta y dos relojes de pulsera (uno de
los cuales todavía andaba, aunque tenía la hora de Londres),
catorce pianos de cola, un órgano, un trombón de vara con
las clavijas oxidadas, una corneta, una trompeta con sordina,
cinco violines (dos de ellos con estuches de cuero firmados
Nostromo Guarneri, 1678), 17348 tratados sobre todas las
guerras habidas, 2420 libros sobre medicina, 4200 novelas
(250 en francés, diecinueve en español, las demás en inglés),
una colección completa de Los Angeles Times desde 1945
hasta la fecha, cuatro podadoras de césped, una señal de
stop que los especialistas dataron como del año 1946, 98
pares de zapatos de hombre (la mayoría con el sello de la

214
casa inglesa Oxford-London), catorce cuadros al óleo de
pintores desconocidos, un dibujo original de Pablo Picasso
(los especialistas del Museo Paul Getty determinaron que
era un estudio preliminar para el Guernica), un tubo con
dos diplomas de bachiller (uno de Adam Mandeville y el
otro de Zanni Mandeville), 128 velas de iglesia, seis Biblias
empastadas en cuero (versión King James), un misal alemán
impreso en Nuremberg en 1946, doce ventiladores de metal
alineados junto a las celosías del segundo piso, ocho colga-
dores de ropa con sellos imperiales ingleses, dos estolas, un
abrigo de visón, doce trajes grises, 98 camisas blancas sin
cuello, un baúl con estampas impresas en Génova, Roma y
Madrid, veintiocho crucifijos de diversos tamaños (inclu-
yendo uno de madera negra y otro de ébano y marfil), nueve
radios de transistores, 201 osos de peluche descoloridos y
carcomidos por las ratas, 501 discos de carbón (cien de ellos
en su empaque original, nueve de la misma grabación hecha
en 1911 en que Caruso canta «Una furtiva lágrima»), cuatro
gramófonos de cuerda (uno de ellos en estado operativo), dos
cepillos de dientes nuevos, 42 dentaduras postizas (dieciocho
de las cuales hacían juego entre sí), un manual para buscar
oro en las montañas Rocallosas, un cartel del siglo xix en el
que se ofrece recompensa por un dentista fugitivo, catorce
herrumbrosos rifles de repetición marca Winchester, cua-
renta y siete cajas de municiones inservibles, trece cuchillos
de buceo submarino del Cuerpo de Hombres Rana de la
División Aerotransportada del Ejército Norteamericano que
participó en el desembarco de Normandía, catorce bastones
de madera negra, nueve sombreros de copa, once bombines,

215
dos microscopios (uno de ellos todavía operativo), 192 tubos
de ensayo, un alambique de bronce, dieciocho encendedores
cuyas mechas habían sido reemplazadas por minúsculas flo-
res de vidrio, doce manuscritos de novelas (ocho firmados
por Adam Mandeville, tres por Zanni Mandeville, el último
fue autenticado por el profesor Max F. Brodie de la Univer-
sidad de California de Los Ángeles como la copia al carbón
del borrador final de la novela The Last Tycoon de F. Scott
Fitzgerald), nueve rollos de cinta de máquina de escribir,
catorce cajas de papel con sello de agua de la casa inglesa
gkc papers, un televisor marca rca del año 1946, doce cajas
selladas con una mezcla especial de tabaco manufacturado
por la casa Benson Hedges de Inglaterra y dos pipas con
boquilla de marfil. En total se retiraron 120 toneladas.
Después de la primera limpieza, en el sótano de la casa,
donde habían estado apilados los pianos de cola, se encon-
traron los restos del segundo hermano, Zanni Mandeville,
que había sido parcialmente comido por las ratas antes de su
momificación. Los especialistas del Hospital del Condado
tardaron nueve horas en doblegar el cuerpo a su posición de
reposo eterno sin sacrificar su digna integridad.
En la segunda jornada de limpieza se encontró en el
ático un alambique que los hermanos Mandeville usaban
para preparar un licor a base de flores de geranio que des-
pués del análisis respectivo en los laboratorios del Precinto
arrojó un contenido de 42% de alcohol. Junto al alambique
se hallaron veintiocho maceteros provistos de una armazón
de alambre que sostenía plantas de alubias resecas que, según
los especialistas de la Administración de Drogas y Comidas,

216
habían dado fruto hasta el pasado mes de enero. En una
mesa pequeña, junto a la claraboya del ático, se encontró un
tablero donde, bajo numerosos instrumentos de dibujo car-
comidos por la herrumbre, se encontró un plano detallado de
un artefacto que nadie logró identificar. No era una lavadora
doméstica, ni una silla de peluquero, ni una motocicleta con
motor de combustión interna, aunque parecía una mezcla
de todo aquello. El agente Martínez se comunicó con su
jefe, quien, después de inspeccionarlo en persona, informó
del hallazgo al Departamento de Estado. Ese mismo día,
dos agentes especiales volaron desde Washington. Sin dar
ninguna explicación, desprendieron el plano del tablero,
luego registraron el ático hasta reunir otros veintitrés planos
que parecían detallar los componentes de una máquina cuyo
propósito no quedaba del todo claro. Ordenaron al equipo
de fotógrafos del Precinto que documentara las paredes cuyo
empapelado estaba cubierto de inscripciones en un lenguaje
que nadie logró descifrar. Las anotaciones eran, al parecer,
el diario íntimo que uno de los hermanos había escrito
hasta enero de 1980, un mes antes del hallazgo. El papel
de la habitación bajo el ático también estaba cubierto con
inscripciones. En una letra diferente, quizá del otro herma-
no, alguien había copiado canciones de moda, proverbios,
fórmulas matemáticas y pequeños diagramas similares a los
del plano. El equipo de fotógrafos del Precinto entregó los
rollos a los agentes del Departamento de Estado, quienes
también arrancaron el empapelado del ático antes de irse
dejando una nota membretada como recibo. El agente
Martínez la incluyó en el informe que presentó al capitán

217
Baine el viernes de la misma semana. Pero el capitán Baine
no lo leyó porque había salido rumbo a Rosarito antes de las
cinco de la tarde para evitar el tráfico del fin de semana. El
lunes siguiente, después de leerlo, felicitó al agente Martínez
por lo detallado y exacto. También le prometió un día libre,
pero le pidió que antes se hiciera cargo del entierro de los
hermanos Mandeville.
No resultó fácil. El Servicio de Recaudación Interna,
después de determinar que los hermanos Mandeville no ha-
bían hecho su declaración de impuestos desde 1946, emitió
una orden de embargo contra los bienes, dejando los restos
mortales en situación de insolvencia. De modo que el agente
Martínez tuvo que recurrir a una ex novia que trabajaba
como concejal para que el Municipio de Los Ángeles aceptara
pagar el entierro a título de obra caritativa. Las exequias se
llevaron a cabo el miércoles de la semana siguiente con la
asistencia del agente Martínez, su ex novia y dos empleados
del Cementerio Público del Este de Los Ángeles. Como no
hubo ceremonia, ni oraciones, ni llantos, el único ruido que
los acompañó fue el crepitar de las llantas de los autos que
pasaban por la autopista cercana. El viento, sin embargo,
olía al perfume de la ex novia, una extraña combinación de
jazmín con gin tonic.

3.
Cuando el agente Martínez volvió a la oficina, el capitán
Baine lo felicitó otra vez, recordándole que le debía un día
libre. El agente Martínez dijo que todavía no podía tomarlo.
Necesitaba tiempo para atar cabos. Un sonriente capitán

218
Baine, elogiando su profesionalismo, lo autorizó a trabajar
dos semanas más en el caso de los hermanos Mandeville,
con la condición de que le entregara un segundo informe
con sus improbables hallazgos.
El agente Martínez usó su tiempo diligentemente. Hizo
llamadas telefónicas, pidió favores, cobró otros, visitó archivos,
desempolvó guías telefónicas, interrogó vecinos, visitó la Bi-
blioteca del Condado, indagó en los Registros Públicos, revisó
cientos de registros de correspondencia en la Oficina de Co-
rreos de la Ciudad de Los Ángeles, hasta que logró determinar
que los hermanos Mandeville tenían una cuenta abierta en el
Banco Wells Fargo. El gerente de la agencia del Centro de Los
Ángeles le informó que los hermanos Mandeville todavía eran
titulares de la cuenta 03762 que abrieron cuando la oficina
principal del banco operaba en la Avenida Broadway. La cuen-
ta, que no registraba movimiento alguno desde 1946, había
acumulado intereses, que ascendían a la fecha a $14.10. Como
no había podido ubicar a ningún familiar, el agente Martínez
pidió autorización a su jefe para solicitar una orden del juez
que le permitiera retirar los fondos del banco. El juez denegó
la autorización ya que la cuenta de banco también estaba
sujeta al embargo del Servicio de Recaudación Interna, pero,
conociendo las intenciones del agente Martínez, contribuyó
con cinco dólares de su bolsillo. El capitán Baine donó otros
cinco dólares que, con cinco que puso el agente Martínez,
fueron suficientes para que este comprara dos ramos de flores
en un 7-Eleven. Cuando depositó los ramos sobre las tumbas
de los hermanos Mandeville le extrañó que las flores, a pesar
de verse tan frescas, no exhalaran olor alguno.

219
4.
Cumplidas las dos semanas extras, el capitán Baine le
pidió al agente Martínez que volviera al caso de la banda de
sudamericanos que vendían cocaína al menudeo en Echo
Park. Tuvo que obedecer, pero, en el fondo, se sentía mal
por dejar aquel caso sin resolver. En las noches, mientras
cenaba pizza de microondas en su apartamento, pensaba
en los dos hermanos. Lo atormentaba que hubieran pasado
por el mundo sin dejar rastro alguno. Sin querer, empezó a
dedicarles todas sus horas libres, hasta que el caso se convirtió
en una obsesión. Todos los días, después de cenar, se sentaba
junto a la ventana de su apartamento, para tomar el fresco
examinando los datos que tenía anotados en un bloc de papel
amarillo. Otras tardes, intrigado por el caso, pasaba largas
horas en la Biblioteca del Condado leyendo cuidadosamente
novelas de detectives, anotando también en su bloc algunas
estrategias de investigación que todavía no había probado.
Sus indagaciones terminaban siempre en nada pero no se
rindió. Quería, por lo menos, encontrar a algún familiar para
entregarle los diplomas, únicas posesiones que no habían
sido embargadas por el Servicio de Recaudación Interna,
ni tenían valor alguno para el Departamento de Estado, y
que él había conservado en sus archivos con la anuencia de
su jefe. De vez en cuando, si tenía alguna pista, usaba su
media hora de descanso para hacer llamadas telefónicas de
larga distancia desde la cocina del Precinto, que siempre olía
a desinfectante de linóleo. Pendiente del caso, supo que el
Servicio de Recaudación de Impuestos había subastado los
bienes de los hermanos Mandeville. Casi todos los artículos

220
se habían vendido a precio de segunda mano, excepto uno,
que elevó las pujas más allá de lo previsto. Se trataba de la
copia al carbón del manuscrito de F. Scott Fitzgerald que
fue adjudicado por $75000. En la pequeña nota aparecida
en The Los Angeles Times, un representante del Servicio de
Recaudación de Impuestos señaló que aunque dicha suma
era considerable, no cubría lo adeudado por los hermanos
Mandeville.

5.
Ocho meses después, gracias a su paciente labor, logró
contactar en su oficina de la Quinta Avenida a Margaret
Mandeville, nieta de Adam, exitosa abogada de bienes raíces,
que, una vez informada de los hechos, voló desde Nueva York
para visitar la casa del abuelo que ella creía muerto hacía
más de treinta años. Feliz de haber encontrado un pariente
tan cercano, el agente Martínez llevó consigo los diplomas
cuando fue a recogerla al Aeropuerto Internacional de Los
Ángeles. Nunca había departido con una abogada de Nueva
York, menos de la Quinta Avenida. Quizá por eso, cuando la
vio salir de la manga del avión, impecablemente vestida con
traje sastre, tacos altos, pelo corto estilo paje, anteojos sin
marco y labios muy rojos, le temblaron las piernas. Sin em-
bargo, logró mantener su profesionalismo cuando se acercó
para identificarse. Ella, tratándolo con la misma cordialidad
que había mostrado por teléfono, le estrechó la mano con
amistosa firmeza. Él le agradeció que hubiera cancelado
compromisos importantes para acudir a su llamado, pero
ella le dijo que era lo menos que podía hacer, ya que hacía

221
mucho que había perdido contacto con su familia. Hubo
unos instantes en que él no supo qué decir, pero ella, mirando
su reloj pulsera con ojos de abogada, le pidió que la llevara a
la Calle 42. El agente Martínez, embriagado por un perfume
que supuso francés, la llevó en el auto patrulla.
Cuando llegaron no supo cómo disculparse por su falta
de previsión. En la misma esquina, donde antes había esta-
do la casa de los hermanos Mandeville, habían construido
un McDonnal’s. Margaret Mandeville lanzó un suspiro. El
agente Martínez, todavía avergonzado, solo atinó a ofrecerle
los diplomas de los hermanos Mandeville. Ella los recibió
con una sonrisa, luego, mirándolo con unos ojos inexpli-
cablemente azules, lo invitó a comer una hamburguesa.
Ya sentados a la mesa de fibra de vidrio, mientras comían
papas fritas, ella le explicó que el McDonnal’s, junto con la
remodelación de algunas casas del barrio, elevaría el valor
inmobiliario del centro de Los Ángeles, pero el agente Mar-
tínez no le prestaba atención. Su imaginación se extraviaba
en el perfume que ahora suponía italiano. Se preguntó si
sería muy complicado que lo trasladaran a algún precinto
de Nueva York.

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