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UNIVERSIDAD DEL VALLE

DOCTORADO EN FILOSOFÍA
SEMINARIO DE INVESTIGACIÓN: ETOLOGÍA Y FILOSOFÍA
Profesores: Luis Humberto Hernández y William González
Estudiante: Carlos Andrés Méndez Sandoval
Octubre 13 de 2017

Resumé

Le but de ce document est de clarifier la méthode historique de recherche de Michel Foucault. Les
questions qui guident cette réflexion sont: Comment l'anthropologie empirique et la critique historique
peuvent-elles être caractérisées? Peut-on construire un dispositif critique à partir de cette
caractérisation, afin qu'il puisse être appliqué à l'analyse d'un problème contemporain associé aux
technologies du gouvernement?
Pour aborder la première question, nous chercherons à établir la relation entre la critique historique
etla vérité. Foucault est un philosophe de la connaissance et un empiriste. Pour Foucault, il n’existe pas
d’universel transhistorique, ou de vérité définitive. Pour lui, il s'agit de décrire précisément les
formations discursives singulières. Cependant, une formation discursive est un ensemble d'énoncés liés
par des normes d'énonciation.
Comment comprendre les règles de formation d'une formation discursive? Pour cela, nous allons
commenter le livre L'archéologie du savoir (1969). En particulier, les chapitres I et II. Effectivement,
un discours est le mode de description singulier d'une époque. Cen'est pas un ensemble de signes pour
communiquer un sens. Par conséquent, il est nécessaire de définir les formations discursives, la
formation des objets et les modalités énonciatives, entre autres.
Si une formation discursive est la description singulière d'une époque, faire une recherche historique
impliquera la définition des modes de formation des objets et les modes légitimes d'énonciation.
Foucault est un philosophe du savoir qui voit la vérité comme un événement et une relation.

¿QUÉ ES UNA FORMACIÓN DISCURSIVA?

1. La cuestión del método arqueológico-genealógico


De acuerdo con Paul Veyne, Foucault fue un escéptico singular. Lejos de aquellos que se enredan en
la duda absoluta acerca de todo lo que existe, Foucault creía en una libertad humana capaz de responder
a las circunstancias particulares de la realidad histórica, social y política de su tiempo. Un empirista y
un filósofo del conocimiento, afirma Veyne, que se cuidaba muy bien de usar el pensamiento para
establecer justificaciones universales alrededor de sus diversas formas de activismo político. No hay

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que creer en las ideas generales y menos aún en los presupuestos fundacionales que instituyen verdades
universales.
En efecto, y siguiendo algunas de las indicaciones de Paul Veyne, -a quien se refiere Foucault en
algunos momentos de sus investigaciones históricas en que tiene la pretensión de sentar los principios
de su método de investigación1-, se trata de desconfiar de los conceptos universales que ciertos usos y
tradiciones discursivas han asentado como incuestionables en el imaginario social. Para Foucault, solo
hay hechos históricos, dispersiones, singularidades. Según Veyne, cuya perspectiva será central en este
apartado, “El foucaultismo es, en realidad, una antropología empírica que tiene su coherencia y cuya
originalidad reside en estar fundada en la crítica histórica” (Veyne, 2008: 14).
Ahora bien, ¿cómo se pueden caracterizar esta antropología empírica y el modo de proceder de la
crítica histórica esbozadas por Foucault? ¿A partir de qué presupuestos teóricos construir un dispositivo
crítico basado en dicha caracterización, de tal modo que se pueda aplicar al análisis de un problema
contemporáneo asociado con las tecnologías de gobierno? Como puede verse, pues, en el trasfondo de
esta intervención gravita un interrogante de orden metodológico. No está de más comenzar por esta
cuestión, toda vez que no existen como tal problemas filosóficos sino modos filosóficos de abordar los
problemas. Afinando una perspectiva metodológica de manera previa, quizá resulte más fácil
circunscribir una pregunta en torno al acontecer de las cuestiones humanas. Esa es, por lo menos, la
apuesta.

1.1. La crítica histórica: definición de la formación discursiva


¿Cuál es, en última instancia, el objetivo de la historia? Sin duda, la verdad. Pero no la verdad en el
sentido del descubrimiento de la forma y el contenido esencial del modo de ser del hombre. Tampoco la
verdad como el esclarecimiento de las diversas maneras de representación de la realidad que la
consciencia humana ha sabido crear a lo largo del tiempo. La historia es, antes bien, el conocimiento de
“(… ) las verdades generales en las que las mentes de la época en cuestión se hallaban encerradas sin
saberlo, como peces en una pecera” (Veyne, 2008: 15).
He aquí, entonces, el primer desplazamiento: no hay universales transhistóricos ni verdades
definitivas. Cada época es una pecera variopinta en cuyo medio particular las mentes de los individuos
que la habitan pueden coexistir. La labor de la historia crítica inicia con un gesto burlesco frente a los
fanáticos de los universales trascendentales. No existen ni el Estado ni la locura ni la sexualidad en sí
mismas. O si existen, entonces no podemos conocerlas2. Lo que Foucault halla es el discurso, es decir,

1 Véase la clase del 08 de marzo de 1978 del curso Seguridad, territorio, población en la que Foucault confiesa deber unas
cuántas cosas al autor de Le pain et le cirque, sobre todo desde un punto de vista metodológico. Foucault, Michel. (2006).
Seguridad, territorio, población, Buenos aires: FCE.
2 Hay que aclarar que Foucault no afirma que no haya locura o Estado o sexualidad. Lo que quiere problematizar más bien
es que la locura o el Estado o la sexualidad sean en sí mismos aquello que nosotros pensamos, decimos o practicamos en el
momento preciso de la historia en que existimos. En lo que se refiere al estado, Foucault afirma (Foucault, 2008, 20): “Y en
este caso traté de mostrarles que el Estado, lejos de ser una suerte de dato histórico natural (…) es el correlato de una
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“la descripción más precisa, más exacta de una formación histórica en su desnudez, es la puesta al día
de su última diferencia individual” (Veyne, 2008: 16).
Sea el caso del castigo y la penalidad que Foucault desarrolla en Vigilar y castigar. En esta obra, el
paso del suplicio al encierro penitenciario implica una ruptura radical. No es solo la constatación
empírica de los diversos modos de concebir y ejercer el derecho penal en las sociedades europeas.
Entre el enunciado se debe castigar el cuerpo, ensañarse con él y el enunciado hay que castigar-
corregir el alma, el historiador crítico despliega precisamente el acontecimiento de una formación
histórica singular, de una diferencia radical. Y es que la disciplina es un arte de las distribuciones
espaciales, el control de las actividades y la composición de las fuerzas. Nada novedoso, si se tiene en
cuenta que hacía ya parte de las prácticas cotidianas de los monasterios cristianos en la edad media.
Pero lo que le da su singularidad, sin duda, es el hecho de que la disciplina moderna ajusta unos
medios particulares y unos principios racionales de delimitación (normas) al fin general de crear un
individuo económicamente productivo y políticamente dócil. Neutraliza de este modo el riesgo de las
sediciones que aguijoneaba el alma de las masas que presenciaban el cruel espectáculo de los suplicios.
Las épocas-peceras se forman a partir de un conjunto dado de reglas anónimas, de prácticas
determinadas siempre por un espacio-tiempo en el que se definen para una época dada las condiciones
de posibilidad de la enunciación. El discurso sería entonces el modo de enunciación de una época, el
cual tiene la capacidad de sacar a luz su diferencia individual. Hay que partir del detalle de las
prácticas, de lo que se hacía y se decía, para reconstruir a partir allí el discurso.
El problema de Foucault es el problema de la posibilidad del conocimiento de la verdad. Por lo
expuesto previamente, resulta claro que la verdad no se da como adecuación del sujeto al objeto, sino
como un modo de producción históricamente determinado. Un historiador crítico no niega que de
hecho existan la locura o el sexo; lo que niega es que los modos de decirlos y practicarlos desentrañen
la esencia o la naturaleza propia de dichas prácticas. En otras palabras: la locura, la sexualidad y el
gobierno, entre otros, solo pueden ser apresados en su singularidad a través de los discursos que cada
época usa para referirse y ejecutar los mismos. Un buen historiador crítico sería, entonces, un
nominalista.
Ahora bien, de lo que se trata es de soslayar el mundo, el ser o Dios como fuentes primarias de la
reflexión filosófica. Entonces, ¿cuál es el punto de partida? Lo que los hombres hacen como si fuera
obvio y lo que dicen como si fuese verdadero. (Veyne, 2008: 23). Foucault es un positivista en el
sentido de que, en tanto historiador selecciona, simplifica, organiza, resume y relata los
acontecimientos, a partir de las versiones de los hechos que los protagonistas de la historia han
consignado en los documentos. La historia es conocimiento a través de los documentos, no de los

manera de gobernar”. El Estado es, pues, una realidad transaccional, es decir, es el resultado de la composición y los efectos
de los modos de gobierno. De esta manera, entonces, se trata de saber cómo se desarrolla esa manera de gobernar, cuál es su
historia, sus giros y sus transformaciones.
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hechos directos. Y estos acontecimientos son individualizados, como se anotó previamente, a partir del
corte espacio-temporal en que se inscriben (Veyne, 1984: 16).
Para explicar el concepto de discurso vale la pena recordar algunos aspectos consignados por
Foucault en La arqueología del saber, sobre todo aquellos aspectos relacionados con las formaciones
discursivas, los objetos, los conceptos y los enunciados. Nos equivocamos si equiparamos el discurso
con un conjunto de signos ordenados sintáctica y semánticamente con el fin de comunicar un
pensamiento o un sentimiento. Erramos también si pensamos el discurso como una composición de
signos con una pretensión de conocimiento sobre alguna parcela de la realidad.
Un discurso o una formación discursiva es un conjunto de relaciones entre enunciados a través de
los cuales una época dada permite decir sus verdades y hacer lo obvio (encerrar al loco, moralizar la
sexualidad, evaluar al estudiante). Ahora bien, al interior de una formación discursiva lo que hay es
discontinuidad, no homegeneidad. En efecto, una formación discursiva no se define por la referencia de
los enunciados a un solo y mismo objeto. Como se vio previamente, tanto la locura como la sexualidad
se configuran a partir de lo dicho. Además, el objeto locura o sexualidad se dice de muchos modos, ya
sea que la plataforma de enunciación sea la medicina, el derecho o el arte (Foucault, 2008ª: 47).
Por otro lado, al interior del discurso médico hay enunciados y funciones enunciativas diversas y
heterogéneas. El médico habla, en el siglo XIX, sobre el cuerpo, sus ritmos y fuerzas, pero también
sobre las conductas que no son convenientes y sobre los entornos sociales que rodean al individuo. Un
análisis arqueológico muestra, entonces, la dispersión de los enunciados antes que la homogeneidad de
los mismos. En este sentido, pues, una formación discursiva no se define por aglutinar un conjunto
congruente de enunciados.
Pero tampoco se define por la existencia de un conjunto regular y permanente de conceptos. En el
siglo XIX, por ejemplo, la medicina explica las perversiones sexuales a partir de la herencia y de la
degeneración racial. Pero el psicoanálisis, por la misma época, rompe con el sistema de la degeneración
apelando más bien al concepto de pulsión que al de fisiología (Foucault, 1991: 144). No habría,
entonces, convergencia conceptual en las formaciones discursivas.
Una formación discursiva halla su unidad en la discontinuidad. Los objetos que la pueblan se
dispersan y se desvían; las funciones enunciativas son diversas y heterogéneas; los conceptos se
diversifican y los temas, a su vez, hacen posible estrategias enunciativas novedosas. El arqueólogo
busca las reglas que hacen posible dicha dispersión, busca explicar un orden basado en la diferencia
radical. En este sentido, pues, habría que leer la historia de la sexualidad como la historia de un amplio
campo discursivo en el que series de enunciados, objetos y conceptos (a veces contradictorios y en
pugna) dicen una cierta verdad sobre el sexo, sobre su valor y sentido y sobre los individuos que tienen
a bien o a mal practicarlo de una u otra manera. Y esto se dice, claro está, a partir de los documentos y
prácticas en virtud de los cuales estos individuos han dicho y hecho algo acerca y sobre sí mismos. La
formación discursiva es, por consiguiente, esta dispersión que la crítica histórica debe narrar.

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Ahora bien, las formaciones discursivas delimitan objetos sobre los cuales se ejerce la función
enunciativa. Así como no todo o cualquier cosa puede ser dicha al interior de una formación histórica,
tampoco cualquier objeto de enunciación puede ser desvelado o descubierto al interior de la misma.
Cada época posee sus leyes implícitas de enunciación a la par que una serie de objetos alrededor de los
cuales gira de manera casi obsesiva, con variaciones a lo sumo desde el punto de vista de las
modalidades de enunciación (los enunciados sobre la locura o el crimen no son exactamente los
mismos si se analizan desde el punto de vista de la medicina o el derecho penal). Ahora bien, ¿cómo se
forman dichos objetos al interior de las formaciones discursivas en cuyo horizonte trabaja el
historiador?:
Comencemos por la formación de los objetos. Y, para analizarla más fácilmente, por el ejemplo
del discurso de la psicopatología, a partir del siglo XIX. Corte cronológico que se puede admitir
con facilidad en un primer acercamiento. Signos suficientes nos lo indican. Retengamos tan solo
dos: la aceptación a principios de siglo de un nuevo modo de exclusión y de inserción del loco
en el hospital psiquiátrico; y la posibilidad de recorrer en sentido inverso el camino de ciertas
nociones actuales hasta Esquirol, Heinroth o Pinel (de la paranoia se puede remontar hasta la
monomanía, del cociente intelectual a la noción primera de imbecilidad, de la parálisis general a
la encefalitis crónica, de la neurosis de carácter a la locura sin delirio); en tanto que si queremos
seguir más arriba aún el hilo del tiempo, perdemos al punto las pistas, los hilos se enredan (…)
(Foucault, 2008: 45).

Vale la pena resaltar que el historiador delimita en primera instancia la formación discursiva en la
que se reconoce en el presente: en el caso de la psicopatología, por ejemplo, tanto el encierro como las
nociones de paranoia, neurosis, imbecilidad y monomanía siguen funcionando como fuentes de
enunciados reconocibles y con sentido. Ahora bien, este primer reconocimiento sirve para capturar la
singularidad y la diferencia de otras formaciones discursivas: allí donde el discurso ya no legitima el
encierro y donde los enunciados no derivan de una cualidad o vicio psíquico del sujeto enfermo,
entonces seguramente nos encontramos ante la irrupción de una formación discursiva distinta. Se
enredan los hilos, es decir, aparecen enunciados extraños, inconmensurables. La psicopatología en el
siglo XIX trae consigo una serie de objetos nuevos tales como las agitaciones motrices, las
alucinaciones, los discursos desviantes y las aberraciones y trastornos sexuales, entre otros. Ahora bien,
¿cómo establecer la regla que rige la aparición de dichos objetos?
Pues bien, lo que hay que hacer en primer lugar es deslindar tres instancias particulares que hacen
posible la aparición de los objetos: la superficie de emergencia, las instancias de delimitación y las
rejillas de especificación. Esto es: el lugar donde aparecen los objetos para ser designados después. En
el caso de la psicopatología, los objetos aparecen en diversos espacios: en la familia, por ejemplo, las
aberraciones y trastornos sexuales se encarnan en las figuras del niño masturbador y de la mujer
histérica; pero también, y quizá de manera privilegiada, en el cuerpo del individuo que deviene sujeto
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de una cierta cualidad sexual cuyos rasgos son identificables en los modos como práctica el sexo, con
quiénes lo practica, dónde y cuándo. Otra superficie de emergencia es el arte: Olympia de Manet (1863)
y Las flores del mal de Baudelaire (1857), exponen en su obra la lubricidad y la voluptuosidad sexual,
desgarrada algunas veces por la impetuosidad del deseo y el vicio.
Pero, además de superficies de emergencia hay instancias desde las cuales los objetos son
designados y, a la vez, delimitados. La medicina designa la sexualidad a partir de los anclajes
biológicos y de las funciones reproductivas, mientras la autoridad religiosa la ve como lugar de
consumación del matrimonio y de la responsabilidad moral de los esposos ante Dios. Así como existen
diversas superficies de emergencia, hay también múltiples instancias de designación y delimitación.
Finalmente, hay rejillas de especificación de los enunciados y de las designaciones que delimitan el
objeto. Estas rejillas son sistemas en virtud de los cuales “se separa, se agrupa y se clasifican las
diferentes locuras como objetos del discurso psiquiátrico (esas rejillas de especificación han sido en el
siglo XIX: el alma, como grupo de facultades jerarquizadas, vecinas y más o menos interpenetrables;
el cuerpo, como volumen tridimensional de órganos que están unidos por esquemas de dependencia y
comunicación; la vida y la historia de los individuos como serie lineal de fases, entrecruzamiento de
rastros; los juegos de las correlaciones neuropsicológicas…)” (Foucault, 2008: 60).
Ahora bien, los objetos aparecen cuando un conjunto de relaciones pueden ser identificadas entre
instancias de emergencia, delimitación y especificación. Los trastornos sexuales aparecen cuando al
interior de la familia o del matrimonio (superficie de emergencia) se puede observar una conducta
anómala que es susceptible de ser designada (instancia de delimitación) a partir de un sistema que
permite explicar y racionalizar dicha conducta desde el sistema cuerpo o correlaciones
neuropsicológicas (instancia de especificación).
La medicina y la psicopatología en tanto formaciones discursivas hacen posible el recorte y la
delimitación de sus objetos respectivos, tal cual se anotó anteriormente. Pero, ¿cómo plantean sus
enunciados específicos acerca de la locura, la sexualidad y la morbilidad, entre otros? De múltiples
modos: a través de descripciones cualitativas, relatos biográficos, interpretación de signos, deducción,
estadísticas y verificaciones experimentales, entre otros tantos modos de enunciación. Y así como se
puede hallar la ley de formación de los objetos a través de las relaciones entre las tres instancias
explicitadas unas líneas más arriba, también resulta viable hallar las leyes de formación de los
enunciados y su lugar de procedencia desde un punto de vista arqueológico.
Para ello es fundamental identificar quién habla, quién tiene el derecho de emplear tal lenguaje y
cuál es el estatuto que posee quien pronuncia dicho discurso sobre la locura o el sexo. No se trata aquí
de una competencia subjetiva en torno al saber, de una autoridad que es producto de una inteligencia
particular o de una sabiduría. El estatuto del médico comporta saber y competencias que son del resorte
de la formación discursiva e histórica a la que pertenece, de las reglas, instituciones, normas y leyes
que le cobijan. Estas le diferencian de otros individuos y expertos, y configuran además su
funcionamiento en relación con el conjunto de la sociedad. La palabra médica no procede de
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cualquiera: su poder terapéutico procede de un personaje cuyo estatuto es claro y definido: conjura el
dolor, la muerte y la enfermedad. Por otro lado, a partir del siglo XVIII, cuando la salud de las
poblaciones se convierte en un referente de las normas económicas para las sociedades industriales, el
médico asume un estatuto nuevo.
Ahora bien, además de definir quién habla hay que identificar los ámbitos institucionales de dónde
el médico extrae su discurso y dónde halla sus objetos específicos y su aplicación. El hospital, la
consulta privada, el laboratorio y el campo documental propio de la medicina son aquellos espacios de
legitimación del saber y de la práctica médica, y las plataformas que permiten reafirmar o desvirtuar el
estatuto social del médico. No hay sujeto-médico por fuera de estos entornos, pues ser médico implica
poder designar y construir enunciados sobre los objetos en cuestión. Y estos solo son posibles en el
contexto de las instituciones anejas al saber.

Finalmente, para poder extraer las leyes que rigen un conjunto de enunciados al interior de una
formación discursiva es importante determinar las posiciones del sujeto de la enunciación. En el
chamanismo o en el psicoanálisis, por ejemplo, el sujeto es un iniciado: él mismo debe hacer la
experiencia, disponerse a descubrir la verdad oculta o el designio divino. En la consulta médica, en
cambio, se presentan por lo menos dos situaciones perceptivas: el paciente que hace las veces de
sujeto-oyente y el médico que hace las veces de sujeto-interrogante y observador. En este espacio, el
paciente no busca: encuentra la verdad ya servida en el discurso del médico. El sujeto puede ser un
emisor o un receptor como en el caso anterior, se puede tratar de una enseñanza teórica o un consejo
práctico referido de manera oral o escrita, lo cual demuestra que al interior de las formaciones
discursivas existen situaciones de información que delimitan las relaciones entre los sujetos.

En la consulta médica, el paciente escucha, asimila dócilmente la información y el diagnóstico


ininteligible de un sujeto cuya actividad posee todos los signos del prestigio y el conocimiento. El
paciente no busca: encuentra la verdad ya servida en el discurso del médico, verdad desde todo punto
inaccesible para él mismo. Por ello, hay también situaciones de información al interior de las
formaciones discursivas, las cuales dependen de las posiciones de los sujetos en la formación de que se
trate. El sujeto puede ser un emisor o un receptor como en el caso anterior, se puede tratar de una
enseñanza teórica o un consejo práctico referido de manera oral o escrita.

Así, pues, podría concluirse que el discurso o la formación discursiva es un conjunto de relaciones
heterogéneas entre enunciados, a través de los cuales una época dada permite decir sus verdades y
hacer lo obvio. Pero decir su propia verdad y hacer lo obvio depende de la configuración de un
conjunto de objetos delimitados que permitan ejercer la función enunciativa del discurso. Estos objetos
aparecen en virtud de una serie de relaciones identificables. Adicionalmente, los modos de aparecer los
enunciados no solo requieren objetos delimitados. Además es necesaria la existencia de modos diversos
de aparición de los enunciados. Estos modos de enunciación nacen por la relación de elementos
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diversos tales como el estatuto del sujeto de enunciación, el lugar institucional y técnico desde el cual
se enuncia y el modo como se posicionan los sujetos al interior de la formación discursiva en cuanto
tal. El objeto locura no es designado del mismo modo por el juez penal que por el médico.
El juez, como sujeto de enunciación, está cercado por una cierta institucionalidad, leyes, normas y
dispositivos de investigación específicos y heterogéneos. En efecto, no es lo mismo decir: Hay
atenuantes en el asesinato de Y, debido a que X llevó a cabo el asesinato en estado de demencia, a
decir: la esquizofrenia depende de una señal dudosa en los cromosomas 1,5 y 8. No obstante, hay una
vinculación implícita entre ambos enunciados toda vez que el discurso científico-médico ha empezado
a hacer parte de las consideraciones periciales en la justicia penal, al mismo tiempo que, tanto en la
determinación de la responsabilidad del crimen como en el descubrimiento de las causas de la
esquizofrenia, hay una clara intención de determinar el estatuto del sujeto enfermo. Esta
heterogeneidad vinculable solo puede salir a luz cuando se descubren las regularidades discursivas. En
este sentido, Foucault es un pensador relacional, un pensador del movimiento y esta es, quizá, una de
las mayores dificultades en la comprensión de su método de investigación: se trata en suma de
establecer relaciones de heterogeneidad y a la vez de convergencia, de reconstituir la unidad en la
multiplicidad, de sacar a la luz el conjunto de vinculaciones implícitas que nos permiten decir lo
decible y hacer lo posible.

Bibliografía
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