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Amor y Muerte en Chrétien de Troyes
Amor y Muerte en Chrétien de Troyes
Dicho esto la reina se va, y él se dispone a deshacerse de la ventana. Se agarra a los barrotes, los sacude
violentamente, tira de ellos tanto que consigue doblarlos y arrancarlos de raíz. Pero era tan cortante su
hierro que le hendió la primera falange del dedo meñique hasta los nervios, y le produjo un profundo
corte en el primer nudillo del dedo contiguo. No se da cuenta el héroe de la sangre que mana, gota a gota,
de sus heridas: está pensando en algo muy diferente. No es baja ni mucho menos la ventana, pero
Lanzarote la franquea con ligereza y soltura. En su lecho encuentra a Keu, dormido, y por fin llega al
lecho de la reina. Ante ella se postra, y la adora: en ningún cuerpo santo creyó tanto como en el cuerpo de
su amada. La reina le encuentra enseguida con sus brazos, le besa, le estrecha fuertemente contra su
corazón y le atrae a su lecho, junto a ella. Allí le dispensa la más hermosa de las acogidas, nunca hubo
otra igual, que Amor y su corazón la inspiran. De Amor procede tan cálido recibimiento. Si ella siente por
él un gran amor, él la ama cien mil veces más: Amor ha abandonado todos los demás corazones para
enriquecer el suyo. En su corazón ha recobrado Amor la vida, y de una forma tan pletórica que en los
demás se ha marchitado. Ahora ve cumplido Lanzarote cuanto deseaba, pues que a la reina le son gratas
su compañía y sus caricias, y la tiene entre sus brazos y ella a él entre los suyos. Tan tiernos y agradables
son sus juegos, tanto han besado y han sentido, que les sobreviene en verdad un prodigio de alegría: nadie
oyó hablar jamás de maravilla semejante. Pero nada diré al respecto: mi relato debe guardar silencio. De
entre las alegrías, quiere la historia mantener oculta y en secreto la más selecta y deleitable.
La mucha alegría y el placer ocuparon a Lanzarote toda la noche […]
CHRÉTIEN DE TROYES: El caballero de la carreta, ed. y trad. de L. A. de Cuenca y C. Alvar, Madrid,
Alianza Editorial, 2008, pp. 104-105.
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En los momentos de llanto exprésalo con estas palabras: Inglaterra, defendida por el escudo del rey
Ricardo, ahora indefensa, demuestra tu dolor con lamentos; que tus ojos derramen lágrimas; que la
palidez causada por el dolor desfigure tu rostro; que el tormento entrelace tus dedos; que el dolor
ensangriente lo más profundo de tu alma; y que el griterío golpee el cielo. Pereces del todo en su muerte:
su muerte no fue la suya, sino la tuya. La causa de la muerte no fue una sola sino muchas. ¡Oh
desdichado día de Venus! ¡Oh amarga estrella! Aquel día te hirió; pero el peor de los días fue ese otro,
el primero después del undécimo en que, como padrastro de tu vida, la destruyó. Uno y otro día con su
extraña tiranía fueron homicidas. El hombre encubierto rechaza al que está fuera; el que está protegido,
al que está descubierto; el prudente, al incauto; el soldado protegido, al desarmado y a su propio rey.
¿Por qué soldado, pérfido soldado, soldado de perfidia, vergüenza del mundo y única deshonra del
ejército, soldado factura de sus manos, por qué te has atrevido a esto contra él? ¿Por qué te has atrevido
a este crimen, a ese crimen? ¡Oh dolor! ¡Oh más profundo que el dolor! ¡Oh muerte! ¡Oh sangrienta
muerte! ¡Ojalá estuvieses muerta, muerte! ¿Por qué osaste recordar una impiedad tan grande? Te
agradó apartar el sol y condenar el día con las tinieblas: ¿sabes a quién nos arrebataste por la fuerza?
Fue lucero para nuestros ojos, dulzura para el oído y asombro para la mente. ¿Te das cuenta, impía, de
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a quién te has llevado? Fue el señor de las armas, la gloria de los reyes, las delicias del mundo. La
Naturaleza no supo añadir nada más: fue cuanto pudo la Naturaleza. Pero esta fue la razón por que te lo
llevaste: arrebatas las cosas valiosas y las viles las dejas como algo despreciable. De ti me quejo,
Naturaleza; ¿pues no estuviste acaso, mientras el mundo era todavía un niño, mientras yacías recién
nacida en la cuna, celosa de él? Y este cuidado celoso no te abandonó antes de la vejez. ¿Por qué un
esfuerzo tan grande trajo esta maravilla al mundo, si un momento tan breve lo arrebató? Te agradó
extender tu mano al mundo y apartarla; darle un don y quitárselo. ¿Por qué encolerizaste al universo?
Devuélvenoslo sepultado o a uno semejante en hermosura. Pero no tienes a tu alcance con qué; todo lo
que consigo había de admirable o precioso, se había consagrado a él; en este momento se han agotado
todos los tesoros de delicias. Te hiciste riquísima con su presencia; sientes que te vuelves la más pobre
con su pérdida; si antes fuiste feliz, ahora eres tanto más desgraciada en proporción a la felicidad que
tuviste antes. Si se me permite, acuso a Dios. Dios, la más excelsa de las realidades ¿por qué te desdices
aquí? ¿Por qué como enemigo sepultas a un amigo? Si recuerdas, obra a favor del rey tu ciudad de Jope,
que en solitario defendió haciendo frente a muchos soldados; y Acor, que te devolvió gracias a su valor;
y los enemigos de la cruz, a todos los que aterrorizó de tal manera en vida que todavía se le teme estando
muerto. Fue un hombre bajo cuyo poder todo estaba seguro. Oh Dios, si eres tal como conviene a tu
naturaleza, fiel y libre de malicia, justo y recto, ¿por qué acortaste entonces sus días? Hubiera podido
mostrar clemencia con el mundo: el mundo estaba necesitado de él. Pero prefieres que permanezca
contigo antes que con el mundo; prefieres ayudar antes al cielo que al mundo. Señor, si me es lícito
hablar, hablaré con tu permiso: podrías haberlo hecho de forma más agradable y haberlo apresurado
menos, al menos hasta que hubiera puesto freno a sus enemigos (y no habría habido ningún retraso: la
suerte estaba a las puertas): entonces hubiera podido marcharse de esta vida con más honor y
permanecer contigo. Pero con esta lección nos ha hecho conocer cuán breve es la risa del mundo y cuán
largas las lágrimas.
GODOFREDO DE VINSAUF (ca. 1210): Poetria nova, ed. y trad. de A. M. Calvo Revilla, Madrid,
Arco/Libros, 2008, pp. 150-154.
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Lecoy [1938], págs. 211, apunta el mismo proceso de apóstrofe de Geoffroy de Vinsauf, Poetria nova,
v. 387 (ed. Faral, Les arts poétiques, pág. 209): “Esses utinam mors mortua”, y en otras composiciones
sobre el mismo tema. [p. 642n]