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Bulletin Hispanique

El romanticismo español, cien años después


Leonardo Romero Tobar

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Romero Tobar Leonardo. El romanticismo español, cien años después. In: Bulletin Hispanique, tome 106, n°1, 2004. pp. 375-
399;

doi : https://doi.org/10.3406/hispa.2004.5194

https://www.persee.fr/doc/hispa_0007-4640_2004_num_106_1_5194

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Résumé
On prend ici pour objet la critique du Romantisme telle quelle s'exprime dans les écrits espagnols des
années avant-gardistes. Cette étude objective entend s'appuyer sur une conception de l'Histoire
littéraire comme construction dynamique du passé, qu'opère le présent. Deux conclusions en
ressortent : 1 ° Les interprétations du Romantisme surgies au XIXe siècle demeurent bien enracinées
jusque dans les années de l'entre-deux-guerres ; 2° Les nouvelles lignes interprétatives ont été
dependentes de la pensée politico-sociale qui régnait alors, mais une exégèse minoritaire est
parvenue à établir des analogies de fond entre la poésie romantique visionnaire et l'apparition de
l'esthétique moderne.

Resumen
El artículo ofrece un recorrido sobre la crítica del Romanticismo español escrita por ensayistas
hispanos de los años de la vanguardia. Es, por tanto, un estudio descriptivo que sustenta la
concepción de la Historia literaria como una construcción dinámica del pasado que se fabrica en el
presente. Conclusiones parciales del trabajo: 1) mostrar el arraigo que las interpretaciones del
Romanticismo surgidas en el siglo XIX mantenían aún en los años de entreguerras. 2) señalar la
dependencia que las nuevas líneas de interpretación del Romanticismo tuvieron respecto al
pensamiento político-social vigente en aquel momento, aunque una exégesis minoritaria llegó a
establecer analogías de fondo entre la lírica romántica visionaria y la aparición de la modernidad
estética.

Abstract
This article explores Spanish criticism of Romanticism as expressed in the works of Spanish essayists
in the avant-garde period: this description corresponds with the idea of Literary History as a dynamic
construction of the past in the present. The main conclusions to this are: 1) the interpretations of l9th
century Romanticism remain well rooted till the period between both world wars; 2) new lines of
interprétation were dépendant on the political and social thoughts ofthe time, however a minority
analysis has established fundamental analogies between Romantic visionary poetry and the advent of
modem aesthetics.
El Romanticismo español, cien años después

Leonardo Romero Tobar


Universidad de Zaragoza

On prend ici pour objet la critique du Romantisme telle quelle s'exprime dans les
écrits espagnols des années avant-gardistes. Cette étude objective entend s'appuyer sur une
conception de l'Histoire littéraire comme construction dynamique du passé, qu'opère le
présent. Deux conclusions en ressortent : 1 ° Les interprétations du Romantisme surgies
au XIXe siècle demeurent bien enracinées jusque dans les années de l'entre-deux-guerres ;
2° Les nouvelles lignes interprétatives ont été dependentes de la pensée politico-sociale qui
régnait alors, mais une exégèse minoritaire est parvenue à établir des analogies de fond
entre la poésie romantique visionnaire et l'apparition de l'esthétique moderne.

El artículo ofrece un recorrido sobre la crítica del Romanticismo español escrita por
ensayistas hispanos de los años de la vanguardia. Es, por tanto, un estudio descriptivo
que sustenta la concepción de la Historia literaria como una construcción dinámica del
pasado que se fabrica en el presente. Conclusiones parciales del trabajo: 1) mostrar el
arraigo que las interpretaciones del Romanticismo surgidas en el siglo XIX mantenían
aún en los años de entreguerras. 2) señalar la dependencia que las nuevas líneas de
interpretación del Romanticismo tuvieron respecto al pensamiento político-social vigente en
aquel momento, aunque una exégesis minoritaria llegó a establecer analogías de fondo
entre la lírica romántica visionaria y la aparición de la modernidad estética.

This article explores Spanish criticism of Romanticism as expressed in the works of


Spanish essayists in the avant-garde period: this description corresponds with the idea of
Literary History as a dynamic construction of the past in the présent. The main
conclusions to this are: 1) the interprétations ofl9th century Romanticism remain well
rooted till the period between both world wars; 2) new Unes of interprétation were

B. Hi., n° 1 - juin 2004 - p. 375 à 399.

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dépendant on the political and social thoughts ofthe time, however a minority analysis
has established fundamental analogies between Romantic visionary poetry and the
advent of modem aesthetics.

Mots-clés : Histoire littéraire - critique - romantisme et avant-garde.

LA IMPRESCINDIBLE re-visión que el presente hace del pasado en todo


quehacer historiográfico cobra un énfasis singular en la Historia de la
literatura. Y de los múltiples ángulos de visión desde los que se puede
considerar esta dinámica autopsia interpretativa, creo que el romanticismo,
entre otros muchos matices de su compleja significación, es un inapreciable
laboratorio para indagar en los fundamentos epistemológicos que cimentan
el edificio de la Historia literaria. El hecho lingüístico de que el nombre
«romanticismo» sea el de la primera noción histórico-literaria acuñado en y
desde la actividad literaria ya le concede una marca de interés específico en el
campo de reflexión al que aquí hemos sido convocados. Solamente la
historia semántica de la palabra «romanticismo» ofrece un sabroso
panorama de tendencias literarias europeas desde mediados del siglo XVII y
además, como ha sostenido David Perkins (1993, 86), las premisas
fundamentales de la Historia literaria como disciplina intelectual nos han
llegado desde la actividad de los propios románticos. Para abreviar y no
repetir lo que es sobradamente conocido (Wellek, 1949 y 1963; Eichner,
1972), recordemos que, desde las iniciales manifestaciones del grupo de
Jena, el romanticismo fue y ha sido objeto de permanente discusión
exegética.
El proceso de identificación autocrítica que acompañó al romanticismo
en todas sus manifestaciones europeas y americanas también se produjo en
España desde los primeras apariciones publicitarias del nuevo sistema
literario. La «querella calderoniana» y las domésticas controversias entre
«clásicos y románticos» son otras tantas exhibiciones de un debate de largo
alcance que prosiguió en sus incidencias a lo largo del siglo XIX. Yo he
podido reconstruir una primera revisión retrospectiva del romanticismo
español en torno al año 1854 (Romero Tobar, 2002), una vez apagadas las
querellas ex officio entre «clásicos y románticos». Desde esa fecha, tanto los
que habían sido protagonistas o testigos de los acontecimientos —Alcalá
Galiano, Mesonero Romanos, Zorrilla...— como los críticos y estudiosos que
vinieron más tarde — Hubbard, Tubino, Menéndez Pelayo, Blanco García...—

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EL ROMANTICISMO ESPAÑOL, CIEN AÑOS DESPUÉS

fueron tejiendo una red interpretativa del romanticismo español (Romero


Tobar, 1994, 73-112) que sirvió un repertorio de estimaciones críticas a los
lectores del siglo XX. La idea, por ejemplo, de los dos romanticismos -el
liberal radical y el contrarrevolucionario - que venía rodando desde los
«años románticos», fue asumida por Juan Valera o Menéndez Pelayo en
libros que gozaron de gran acogida 1 y fue repetida como esquema básico de
interpretación por la crítica del siglo XX. Sirvan como muestras de la
aceptación de este modelo explicativo, dos ejemplos: el argumento
condenatorio del romanticismo liberal por una parte (Espronceda y Larra
estigmatizados frente a Zorrilla y Bécquer) que esgrime el ABC sevillano de
los primeros días de la guerra civil (Schwartz, 1 966) y la distinción entre un
«romanticisme» y un «romantisme» que formuló Robert Marrast para la
inserción de la lírica esproncediana en el marco de los conflictos ideológicos
de su tiempo.
En este trabajo me propongo destacar las líneas maestras de la
interpretación del romanticismo que tuvieron vigencia en la España de la tercera y
cuarta décadas del siglo XX, cien años después que el gran movimiento
cultural hubiera dado fe de vida. Pretendo con esta exposición aportar
elementos de juicio que permitan fundar la consideración de la Historia de
la literatura como un proceso de lectura y de re-escritura permanentemente
abierto y sujeto, por lo tanto, a los avatares que cada momento histórico
introduce en la percepción de los sucesivos lectores. Me centraré, por tanto,
en un repertorio de ensayos y trabajos periodísticos de los años veinte y
treinta. Se trata de una coyuntura histórica que reflejó su interpretación del
romanticismo en una doble perspectiva: a la luz de las ideas establecidas en
el siglo XIX y desde el hervor creativo de un momento en el que la literatura
buscaba de nuevo una ruptura radical con los modelos. El cómo se percibió
la vinculación de la ruptura romántica con la ruptura vanguardista me

1 . Valera había esbozado un completo panorama histórico del romanticismo español en el


capítulo XIII de su continuación de la Historia General de España (Barcelona, Montaner y
Simón, 1882) de Modesto Lafuente. Volvió sobre el mismo panorama Menéndez Pelayo en
sus «Adiciones» al libro de Otto von Leixner Nuestro siglo (Barcelona, Montaner y Simón,
1883). Ambos textos mantienen una línea paralela de exposición y de argumentación. Una
formulación sintética de la idea de los dos romanticismos puede advertirse en este texto del
escritor santanderino: «En su dominio breve y turbulento se dividió aquella escuela (si tal
puede llamarse) en dos bandos completamente distintos: el romanticismo histórico nacional,
del que fue cabeza el duque de Rivas, y el romanticismo subjetivo o byroniano, que muchos
llaman filosófico, cuyo corifeo fue Espronceda» {Horacio en España, Madrid, 1885, II, 202.
Ed. Nacional, Santander, 1951, VI, 418).

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BULLETIN HISPANIQUE

parece -lo he dicho más arriba- una contribución estimulante para pensar
qué sean la literatura y su historia.
En el repaso que voy a realizar no me detendré en las aportaciones de
textos y documentos aportados por la investigación positivista del primer
tercio del siglo XX, una línea de trabajo que, si bien, fue muy sólida en sus
contribuciones materiales, no llegó a gran hondura de penetración en el
orden de las explicaciones teóricas. Los investigadores del primer tercio del
siglo XX ampliaron el canon de los autores rescatados para la nómina del
romanticismo español -Blanco White recobrado por Méndez Bejarano en
1921, Cabanyes por Peers en 1923, Manuel de la Cuesta por Cossío en
1933... -y, lo que metodológicamente era más pertinente, la investigación
hemerográfica avanzó síntesis orientadoras sobre las publicaciones
periódicas de la época- el repertorio de Le Gentil publicado en 1909 que
beneficiaría posteriormente E. A. Peers-, pero el conjunto de las «ideas recibidas»
sobre el romanticismo español seguía manteniéndose incólume. El balance
de la crítica de este periodo repite las estimaciones de su predecesora del
XIX: el romanticismo español había sido desmedrado y tardío, el regreso de
los emigrados -es la hipótesis de Brandes -había sido el factor determinante
de su aclimatación, su impulso original había sido domesticado por un
«eclecticismo» mestizo y los ímpetus de radical modernización ideológica
habrían sido tergiversados por una reacción misoneísta y reaccionaria. La
gran monografía sintética de A. Allison Peers (1940) resumía y reasumía
estos esquemas de valoración.
Al citar al patriarca del hispanismo británico, implícitamente aludo al
inapreciable trabajo de los hispanistas del primer tercio del siglo XX, aquel
entusiasta equipo internacional que aplicó al estudio de los textos literarios
españoles los métodos de la filología positivista según el paradigma
científico dominante en aquella época. El siglo XIX fue para muchos de estos
apasionados de las cosas de España la auténtica «segunda edad de Oro» —la
denominación es del bibliógrafo del Centro de Estudios Históricos Homero
Serís 2-, de modo que las monografías académicas dedicadas a estudiar la
«vida y la obra» de abundantes escritores y las cuidadas ediciones interesadas
en la corrección textual de sus textos conforman un sólido continente en la
bibliografía del hispanismo del primer tercio del XX.
Numerosas tesis y estudios académicos de esta etapa tuvieron como objeto
a escritores románticos que, desde la perspectiva cronológica del primer tercio

2. Homero Serís, Guía de nuevos temas de Literatura Española, Madrid, Castalia, 1973,
100-105.

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EL ROMANTICISMO ESPAÑOL, CIEN AÑOS DESPUÉS

del siglo, pudieron parecer a sus autores actos de identificación personal con
escritores que sentían muy cercanos, incluso contemporáneos. Recordaré
algunos estudios que siguen siendo obras de referencia inexcusable. De 1909
es la monografía de Le Gentil sobre Bretón de los Herreros, de 1914 la de
Schneider sobre Bécquer, entre 1917 y 1920 aparecieron los tres volúmenes
de Alonso Cortés sobre Zorrilla, del año 20 data el trabajo de Churchman
sobre Espronceda y lord Byron, del 21 la obra de Sainz Rodríguez sobre
Gallardo, en 1926 Boussagol publicaba su libro sobre Rivas, en 1928 iniciaba
Tarr la publicación de sus estudios larrianos que proseguiría Rumeau desde
1935, de 1930 es el importante libro de Sarrailh sobre Martínez de la Rosa...
La publicación de estos trabajos encontraba su paralelo de divulgación en la
edición de textos románticos significativos en la colección «La Lectura»,
donde aparecieron los artículos de Larra (Lomba y Pedraja, 1923-1927), las
poesías de Espronceda (Moreno Villa, 1923) y Zorrilla (Alonso Cortés,
1925), el teatro de Martínez de la Rosa (Sarrailh, 1933). ..¡Todo un catálogo
de los mejores productos del hispanismo de signo positivista!
Y junto al abundante repertorio de monografías específicas, no deben
echarse en olvido los estudios de conjunto sobre el romanticismo en los que
se manifiesta de forma más evidente la pervivencia de las «ideas recibidas» a
que acabo de referirme anteriormente: el volumen de Enrique Piñeyro de
1904; el estudio de Pedro Bohigas premiado en 1917 por la Biblioteca
Nacional y que aún permanece inédito; la antología de textos traducidos al
francés por Américo Castro a la que precede un prólogo estimulante que
Russell Sebold ha aducido oportunamente para recordar que el maestro
definía el movimiento como «une métaphysique sentimentale, une
conception panthéistique»; y la obra de conjunto de Farinelli sobre el
Romanticismo en el mundo latino (1927) o la indagación sistemática de la huella de
Shakespeare en España que sacara a la luz Alfonso Par en 1935..., y tantos
artículos y trabajos de circunstancias -como la tesis doctoral de César
Vallejo de 1915 o la de Eduardo Ospina de 1927 3- que mantenían viva en
la memoria de los estudiosos y los lectores la presencia del romanticismo
(Romero Tobar, 1994, 30-35).

3. Siendo ambos trabajos sendas contribuciones para la obtención de un grado


académico, la de Vallejo responde a la vetusta práctica hispana que entendía la «tesis
doctoral» como un breve discurso cuajado de generalizaciones, mientras que la de Ospina,
como un trabajo académico de impronta germana, presenta una coherente trabazón interna,
ampliamente documentada. En cualquier caso, no encuentro en ninguno de los dos trabajos
concepciones teóricas nuevas y dignas de destacarse.

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BULLETIN HISPANIQUE

A la producción bibliográfica que me he referido debe añadirse el


esfuerzo traductor de los grandes escritores románticos europeos. La
colección Universal de la casa Calpe, de modo muy singular, acercó a los
lectores hispanos obras imprescindibles de Goethe y Schiller, Foseólo y
Pellico, Staël y Vigny, Nodier y Musset, Lamartine y Chamisso, que
ampliaron en español la biblioteca romántica iniciada en el XIX con las
versiones de Hugo, Hoffmann, Byron o Walter Scott. En el esfuerzo de la
casa Calpe se echa en falta la presencia de los grandes líricos ingleses y
alemanes y de los textos teóricos más relevantes del movimiento, aunque
dos traducciones de la segunda década del siglo XX aliviaron ligeramente
este llamativo vacío: la Lucinda de Friedrich Schlegel (vertida al español por
Moreno Villa en 1914, aunque la publicó el año 21) y las Páginas escogidas
de Heine en la versión de Díez-Canedo para Saturnino Calleja (c. 1918).
No es mi propósito reconstruir aquí y ahora lo que ha sido la recepción
lectora y crítica de los textos románticos españoles y europeos durante el
primer tercio del pasado siglo, un estudio que podría sumar centenares de
entradas bibliográficas y asentar precisiones histórico-literarias que serían
muy esclarecedoras. Con lo que he recordado sólo señalo hacia un horizonte
de publicaciones que acreditan el interés que la crítica española e
internacional mantenían respecto a un fenómeno que, a la altura del siglo XX, era ya
materia de teorización y polémica historiográficas, especialmente si tenemos
en cuenta que el proceso romántico no fue un acontecimiento que ocurriera
en un momento dado sino que su existencia se hizo visible a través de una
extensa cadena de textos y manifestaciones públicas, difundidas con ritmos
temporales diversos en las distintas literaturas occidentales. De la extensa
cadena formada por las variadas y sucesivas interpretaciones del
romanticismo, me interesa ahora fijarme en un corte sincrónico —el que se ajusta al
centenario de su conmemoración—, perspectiva que ayudará a entender
cómo se pensó en un momento histórico lo que hubiera sido en otro
momento histórico la literatura española.

¿Cuándo se cumple el centenario del romanticismo?

Ni la «polémica calderoniana» ni la enteca producción literaria de los


emigrados en Francia e Inglaterra eran suficientemente conocidas en el
primer tercio del siglo XX como para fijar en aquellos hechos literarios el
inicio del movimiento romántico en España. Los periodistas culturales de
los años veinte y treinta sólo percibían el relieve de los fastos románticos
franceses o, en una versión doméstica, las celebraciones más ruidosas de lo

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EL ROMANTICISMO ESPAÑOL, CIEN AÑOS DESPUÉS

que había ocurrido en España cien años antes. Por ejemplo, la


conmemoración de la muerte de Goya en 1928 sirvió para desplegar los grandes tópicos
que la crítica había ido depositando en la figura del gran pintor aragonés:
casticismo español, patriotismo anti-francés, melodramatismo de una
biografía anovelada. El artista visionario es un desconocido en las páginas
que se le dedicaron en torno a esa fecha; incluso el joven Buñuel quedó
prendido en esta red de estimaciones a la hora de trazar el guión de una
película que nunca llegó a realizar (Ricardo Centellas, 1995).
Desde 1 927 pueden leerse en las columnas culturales de los periódicos
referencias a la rememoración cronológica del romanticismo. Si Margarita
Nelken se preguntaba en ese año «¿Centenario del romanticismo? ¿El
prólogo de Cromwellb> para concluir que «para ambos, clasicismo (...) y
romanticismo (...), ese siglo nos viene corto», más ajustadas iban a ser las notas
de prensa relativas al centenario del estreno del Hernani, dos
manifestaciones hugolianas que no podían pasar desapercibidas en España. En 1925 los
hermanos Machado habían estrenado su traducción del famoso drama; Diez
Cañedo (1925), al reseñar el estreno, había escrito: «No puede ya, como en
1830, resucitar el Hernani entusiasmos tumultuosos, porque tampoco
despierta repulsas enconadas. El romanticismo, que con él consiguió su
pública consagración, no sólo ha triunfado, sino que ha pasado». Y en el año
1930 podemos leer artículos, como el de Ricardo Baeza (1930a), en que
tomando pretexto del centenario de la famosa batalla teatral, adelanta sus
tesis sobre las permanentes alternancias del clasicismo y el romanticismo.
Con todo, la fecha del Hernani sugería posibilidades conmemorativas: «Los
críticos literarios —escribía Fernando Vela (1924)— se desvelan demasiado
por el porvenir de la literatura y esperan para el año 1930 una generación de
escritores inquieta, nerviosa, probablemente romántica, muy semejante, en
fin, a la que engendraron las madres de la Revolución y del Imperio (...).
Mas no hay que esperar el tiempo del embarazo. El tipo del nuevo René
existe ya en la literatura actual».
De los acontecimientos genuinamente románticos ocurridos en la España
de los años románticos, los críticos no parece que tuvieran en cuenta ni los
estrenos de los grandes dramas representados en 1834 y 1835 —¡el Don
Alvaro sin ir más lejos!—, ni el apogeo de la prensa periódica a partir de la
muerte de Fernando VII, ni otros hechos de relieve acusadamente político o
institucional. Solamente la refundación del Ateneo de 1835 había atraído la
atención de Azaña -en un discurso de 1930- y, llegado el año jubilar, la de
Bernardo G. de Candamo en el Almanaque literario de 1935. Debe
repararse en cómo Azaña rompía una lanza —et per causam— a favor de la
generación romántica del Ateneo liberal. Frente a la percepción generalizada
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BULLETIN HISPANIQUE

que veía la acción pública de este grupo como una hipertrofia de retórica
emocional, Azaña afirmaba que «el Ateneo de los románticos nace liberal, y
liberal templado, con propósito de civilizar mediante la difusión de las
luces» (Azaña, 1966, 621).
Pero no pasó indiferente la fecha de 1835 a las instituciones públicas de la
segunda República. El Estado convocó ese año el premio Nacional de
Literatura para los trabajos que respondiesen a este asunto: «Las características
del romanticismo español, sus períodos, bibliografía, con notas biográficas».
El premio fue obtenido por Guillermo Díaz-Plaja. A la convocatoria habían
acudido poetas y estudiosos, como Ramón Sijé (1935); no me consta que la
ponderada monografía de José García Mercadal (1943) hubiera concurrido a
este concurso, y en su versión impresa que incorpora juicios de la obra que fue
premiada. Algunas revistas literarias, por su parte, dedicaron números o
secciones especiales a la fecha memorable; de estos monográficos tienen
interés especial el madrileño Almanaque literario y la gaditana Isla donde
Pedro Pérez Clotet planteaba una indagación entre treinta y seis escritores
jóvenes que la revista enunciaba bajo el título de «Primera encuesta de Isla. La
nueva literatura ante el centenario del romanticismo» 4. En este significativo
documento prevalece una entusiasta afirmación de la vigencia del
romanticismo decimonono entre las poetas y escritores interrogados, muchos de los
cuales evocan la figura de Gustavo Adolfo Bécquer.
El centenario del nacimiento del poeta sevillano encontraría en la prensa
del año 36 la resonancia publicitaria que su figura despertaba entre amplias
capas de lectores y lectoras. Pero la fecha conmemorativa sonaba en un
momento difícil para la lírica, como lo habían sido, poco antes, los
centenarios mortuorios de Garcilaso o Lope de Vega. La ruptura trágica de la guerra
civil posiblemente atenuó la que, desde años antes, venía anunciándose
como una lectura innovadora y creativa de las «Rimas», tal como
anunciaban el adelanto en Revista de Occidente de un capítulo de la biografía de
Benjamín Jarnés —«Un himno gigante» se titulaba— y los varios homenajes
líricos que algunas rimas habían suscitado y que se pueden compendiar en
los «Tres recuerdos del cielo» de Sobre los ángeles (1927-1928).
La nota pintoresca para marcar fecha del centenario la había dado mucho
tiempo antes Azorín, cuando en sus Lecturas españolas evocaba como texto
representativo de 1836 el folleto de Fermín Caballero Fisonomía natural y

4. Juan Cano Ballesta (1972, 255-258) dio una primera noticia sobre esta encuesta. No
atiende a este importante aspecto de la revista el libro de J. A. Hernández Guerrero, Cádiz y
las generaciones poéticas del 27 y del 36. La revista «Isla», Cádiz, Universidad, (1983).

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EL ROMANTICISMO ESPAÑOL, CIEN AÑOS DESPUÉS

política de los procuradores en las Cortes de 1834, 1835 y 1836 (Azorín,


1912), si bien el maestro había escrito y seguiría escribiendo perceptivas
páginas sobre románticos mayores y menores que perfilan apuntes muy
dignos de más amplia exploración 5 y que merecen una atención más
pormenorizada. A vía de ejemplo, en un artículo de 1926 defendía que el primer
texto romántico español era Las noches lúgubres de Cadalso, una
identificación de literatura ilustrada emocional y transgresora con romanticismo que
Azorín reiteró para otros textos —por ejemplo El sí de las niñas— y que, desde
otros supuestos epistemológicos, viene manteniendo Russell P. Sebold (de
sus abundantes trabajos, destaco aquí el de 1971) en su interpretación del
romanticismo hispano.
Otra conmemoración necrológica hubiera podido ser el momento
culminante para la celebración del centenario: el suicidio de Larra, cuyo eco
resonó singularmente en las publicaciones de la España republicana y de
Hispanoamérica. «A Larra, con unas violetas», el poema de Luis Cernuda
cifra el sentido entendimiento que aquel centenario pudo despertar y del
que nos quedan páginas vibrantes en la evocación de Rosa Chacel (1937,
214) publicada en Hora de España: «El romanticismo es una conclusión
paradójica de la historia; una conclusión que será ya por siempre nuestro
perenne principio, un amor imposible». El conocido cuadro de Esquivel, en
fin, que representa a los románticos en una lectura de Zorrilla apuntaría
también a una fecha memorativa del centenario. Pero, a pesar de los fervores
de emblema histórico que le prestaron Azorín o Díez-Canedo, este cuadro
—pintado en 1 846— difícilmente podría ser un símbolo gráfico del
nacimiento romántico español, muy al contrario, sólo podría serlo de su ocaso 6, ya
que la mitad del siglo había sido estimada desde 1854 (Romero Tobar,
2002) como la frontera divisoria entre el romanticismo y las nuevas
tendencias artísticas, ya se llamasen «realismo» o ya tuviesen otras denominaciones.
Adolfo Salazar resumía el entendimiento generalizado de lo que había sido
la secuencia cronológica del romanticismo europeo: «Como a mi entender
el origen dinámico del Romanticismo radica en la necesidad de hallar un

5. Además de los conocidos libros que Azorín dedicó al Romanticismo español (Castilla,
Rivas y Larra, Lecturas españolas, Clásicos y modernos...) deben ser releídos las selecciones de
artículos efectuadas por José García Mercadal, como ocurre con el volumen titulado Crítica
de años cercanos, 1967.
6. Otro lugar común que repite la crítica, desde Valera y Menéndez Pelayo, es la fijación
de una fecha de caducidad en el desarrollo del movimiento. Bermúdez de Castro (1935, 55)
afirma, por ejemplo, que puede «encerrarse entre 1834 y 1841 ó 42 el período brillante de
esta escuela».

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BULLETIN HISPANIQUE

nuevo equilibrio en el problema contenido-forma (...), no he dudado en


ampliar el ámbito de treinta años que generalmente se le asigna (entre 1827
y 1857, poco más o menos) para apreciar más claramente el proceso de
nacimiento y decadencia».

La teorización sobre el romanticismo

La visión del romanticismo en la España del primer tercio del XX, igual
que en el resto de los países europeos, no fue sólo el resultado de las
revisiones de los investigadores historicistas. Las ideas heredadas de la crítica del
XIX y los apriorismos que explicaban la Historia de las naciones modernas
sirvieron de bases ideológicas de interpretación que, desde luego, estaban
presentes incluso en los trabajos más asépticamente positivistas. Las
revisiones sobre la crítica del romanticismo de principios del XX (Remak, 1972,
476-477; Wellek, 1983, 180-181) han dejado muy patentes las
implicaciones políticas con que fue abordado el movimiento por parte de los
estudiosos alemanes y franceses. Del conjunto de estudios generales de esta
época creo que sí pueden señalarse en la crítica española remotas huellas de
la tesis de Fritz Strich 7, que hipertrofiaba el componente pangermánico del
romanticismo alemán, y de la más desconfiada crítica francesa —republicana
o reaccionaria, Lasserre (1907), Seillière (1908), Reynaud (1929)...— que
estimaba al romanticismo como una fractura sensible en la tradición
racionalista y republicana o como una peligrosa subversión de los sólidos valores
nacionales establecidos en el siglo de Luis XIV 8.
En esta dirección, la lectura estrictamente política del romanticismo
español tuvo su encarnación en la publicística política de signo autoritario
que, tomando pie en el viejo diagnóstico goetheano sobre el «enfermizo»
movimiento, llegaba a sostener que, en el pensamiento político de los años
treinta, «la moderna escuela contrarrevolucionaria abomina de todo lo que se
refiere al romanticismo, al que hace sinónimo de revolución» ya que sus

7. Fritz Strich, Deustcbe Klassik und Romantik : oder Vollendung und Unendlichkeit,
München, 1922.
8. Azorín en 1926 (1959, 1072) reducía esta compleja cuestión a un esquema de
tradiciones nacionales diversificadas: «En España el problema romántico no se ha dado con
tanta fuerza como en Francia ; existía menos necesidad aquí de romanticismo; no había aquí
las razones que en Francia para desear una liberación estética. Siempre en España ha existido,
en literatura, el impulso personal, la espontaneidad creadora, la libre determinación del
escritor» .

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EL ROMANTICISMO ESPAÑOL, CIEN AÑOS DESPUÉS

fautores proceden de «Lutero y el protestantismo y consideran a Rousseau


como su gran pontífice» (Vegas Latapié, 1938). Para este autor, la moderna
escuela contrarrevolucionaria estaba representada por contemporáneos como
Charles Maurras y Karl Schmitt, a los que añade a estudiosos del
romanticismo francés como Pierre Lasserre y Ernest Seillière. Salvador
Bermúdez de Castro no estaba tan actualizado en autores contemporáneos,
puesto que en su discurso de ingreso en la R. A. E., desconfiando del tenor
revolucionario del romanticismo, apuntaba «la posibilidad y, por supuesto, la
suma conveniencia de que la transformación inevitable en las instituciones
políticas y aun en las sociales legadas por el siglo décimo octavo se hubiese
realizado por evolución» (1935, 20-21) lo que explicaría las posiciones de
Balmes, Tocqueville, o Taine, a las que el académico parece adherirse. La
persecución de esta línea de pensamiento me llevaría a perspectivas de análisis
en las que no soy competente y que, muy verosímilmente, iluminaría
coincidencias entre el pensamiento político totalitario de la época y la
difusión en España de determinadas líneas de la crítica francesa relacionadas
con l'Action Française.
Sin perdernos en la selva de la polémica partisana que regurgita citas de
Charles Maurras o de Léon Daudet, la producción académica francesa a que
estoy aludiendo no era desconocida por los críticos españoles. Alfonso
Reyes, al comentar la edición esproncediana de «La Lectura» anota de
pasada cómo «Maurras ha extendido un acta de acusación contra la mujer
que desquició la sensibilidad amatoria de Musset» (Reyes, 1923, 121);
Adolfo Salazar (1936; 16, 23) en un ponderado prontuario sobre la música
romántica europea citaba con precisión los libros de Lasserre {Le
Romantisme français, 1907) y Seillière {Le Mal romantique. Essai sur l'impérialisme
irrationnel, 1908), y García Mercadal describía el auge de tales
interpretaciones en estos términos: «En Francia, país profundamente literario, el
Romanticismo es tema constantemente a la orden del día. En torno a él se
enzarzan un día y otro polémicas a las que, ordinariamente, no son
indiferentes las opiniones políticas. Carlos Maurras, el autor de El porvenir de la
inteligencia, hubo de pronunciarse en contra del Romanticismo, en nombre
de la tradición; otro escritor perteneciente asimismo al grupo de La Acción
Francesa, Pedro Lasserre, con su tesis sobre El Romanticismo francés
(Mercure de France, éd.) presentada en la Sorbona, provocó enzarzadas
polémicas en los cenáculos literarios y en las columnas de la prensa» (García
Mercadal, 1943, 14-15).
Regresando a lo que fue la estricta revisión del romanticismo en su
dimensión de movimiento cultural y literario, los textos críticos de la tercera
y cuarta década del XX que he podido leer corroboran la oposición deci-
385
BULLETIN HISPANIQUE

monónica entre romanticismo liberal y romanticismo conservador, si no


intensifican la imagen del país «salvaje y pintoresco» que habían construido
los viajeros extranjeros sobre la España del siglo XIX. Un número
monográfico que la Revue de Littérature Comparée dedicó el año 1936 a las letras
españolas incluía varios trabajos modélicos sobre relaciones literarias
hispano-francesas en el curso del siglo XIX, todos coincidentes en subrayar
el estímulo excitante que imponía la Península a sus visitantes de
ultrapuertos. En el último cuaderno del mismo año de la revista de Paul Hazard, un
fatigado Farinelli resumía su experiencia de comparatista con un artículo
titulado «Le romantisme et l'Espagne» que no era sino una respuesta
rotundamente afirmativa a la pregunta con la que se iniciaba el texto: «Nos
ancêtres les romantiques, qui ont vécu il y a un siècle précisément, dans une
époque non moins bouleversée que la nôtre, ne souffraient-ils pas de cette
maladie de l'esprit, du désir insatiable d'un pays de rêves et de chimères,
éloigné de leur patrie, qui hantaient leur imagination?» 9.
Todos los testimonios que, hasta ahora, he traído a cuento reiteran
esquemas de valoración ya establecidos desde el siglo XIX. Pero cabe
preguntar por las nuevas consideraciones que podían otearse en la
interpretación teórica del romanticismo a la altura de los años de las vanguardias
artísticas. La Historia literaria, al ser Historia, supone una constante
reelaboración del pasado desde el presente, y un pensamiento vivo no se sustrae a
tal exigencia. Situados en este punto de vista, paso a indagar las nuevas
líneas críticas que revisaron el romanticismo en la época que aquí me
interesa. El punto de partida de este camino, en mi opinión, debe constatar
la aceptación internacional de que gozó un modelo historiográfico que
contemplaba la diacronía literaria como la sucesiva alternancia de dos
«constantes» culturales —clasicismo y romanticismo—, contempladas ahora como una
dinámica dialéctica muy alejada de las especulaciones sobre el mismo asunto
de los hermanos Schlegel y los paleorrománticos más conspicuos. En esta
posición teórica gozó de gran predicamento —más allá del fuerte
componente nacionalista germano que lo caracterizaba- el libro de Fritz Strich que he
recordado más arriba. Este autor había hecho un eficaz traslado
metodológico de la construcción conceptual que unos años antes había ofrecido
Wôlfflin en sus Kuntsgeschichtliche Grundbegriffe (1915), pero desplazando
la caracterización formal de las formas renacentistas y barrocas que este
último había formulado hacia la determinación de alternancias clásicas y

9. El cuaderno final del año 1936 no lo he encontrado en bibliotecas españolas, se lo debo


al Prof. Lissorgues.

386
EL ROMANTICISMO ESPAÑOL, CIEN AÑOS DESPUÉS

románticas «a la búsqueda de permanencia o eternidad por parte del


hombre» (Wellek, 1983, 180).
No tengo evidencias de que el libro de Strich tuviera eco inmediato en
España, pero sí lo tuvo su modelo gracias a la estupenda traducción que de él
realizó Moreno Villa en 1 924 (no se olvide que éste también había traducido
la novela Lucinda 10 pocos años antes, ni su función de tutor estimulante en la
Residencia de Estudiantes). El modelo de las dos «constantes» se impuso
como paradigma dominante de la «Geistesgeschichtlich» en el ámbito
cultural español, posiblemente gracias al pedagógico y brillante empleo que
hizo de él Eugenio D'Ors en su esquema teórico de la Historia, si bien es
cierto que también fue aplicado a la explicación de otras historias del
romanticismo, el inglés a vía de ejemplo n.
Pero la repetición, como sostenía Wôlfflin en su tratado, embota la
sensibilidad. Ya Manuel Abril en un artículo madrugador de 1927 pretendía
salvar la oposición bipolar entre clasicismo y romanticismo: «Planteada así la
cuestión -el equilibrio y la norma están en lo clásico, el desorden y la
descomposición, en lo romántico- no puede satisfacer a nadie, por lo menos
mientras no se dé a lo romántico una significación más restringida» (Abril,
1927, 354). El crítico la busca, a la zaga del libro de Berdiaeff La Nueva
Edad Media, un volumen muy atendido en aquellos años por sus propuestas
de neomisticismo voluntarista. Pues bien, Manuel Abril encontraba en la
moderna arquitectura metálica una versión rigurosa y matemática del
romanticismo que él denomina «goticismo», y que, según su punto de vista
arquitectónico, resolvería el dilema como «una tercera clasificación, distinta
por igual de lo clásico y de lo romántico, y en condiciones de asumir cuanto
de excelente contiene el romanticismo histórico» (Abril, 1927, 355).
Muy lejos ya de las disquisiciones del grupo de Jena entre «clásicos» y
«románticos» y de las polémicas y parodias que las simplificaron en la prensa
española del XIX, muchos ensayos del primer tercio del XX, anclados en un
afán de abstracción universalizadora, repiten argumentos impresionistas que
reproducen el modelo historiográfico de las dos constantes, la del orden y la
del caos, es decir, la del clasicismo y la del romanticismo. En esta atmósfera
de discusión, tuvo cierta fortuna el folleto de Ricardo Baeza Clasicismo y
Romanticismo, «un tema básico —en su opinión—, de importancia cardinal, y no

10. Leonardo Romero Tobar, «Moreno Villa, editor de clásicos y románticos», en AA.
W., Moreno Villa en el contexto del 27, ed. de C. Cuevas , Málaga, 1989, 92-120.
11. H. J. C. Grierson, «Classical and Romantic», apud The Background of English
Literature, London, 1934, 256-290.

387
BULLETIN HISPANIQUE

ya sólo para la historia literaria o artística, sino también para la historia


espiritual del hombre en su más amplio compás». El fulcro conceptual de
Ricardo Baeza (1930b) reside en varios escritos de Gide sobre el asunto, si
bien postula contra el autor francés, la clasicidad del Quijote y de Dos-
toiewski, porque en la oposición de conceptos Baeza opta decididamente
por lo que él entiende como «clasicismo»: «Virtud de subordinación y de
jerarquía, en suma; subordinación interior y externa, la misma en el orden de
la forma que en el orden moral; subordinación de la parte al conjunto (...),
subordinación de la palabra en la frase, de la frase en el párrafo, del párrafo
en el libro, tal se nos aparece el secreto sustancial del clasicismo» (Baeza,
1930b, 28).
El empleo del modelo bipolar había rodado en periódicos y revistas de los
años veinte con tal recurrencia que se convirtió -según propone Rafael
Osuna (1993, 85-90)— en una fórmula definidora de la compleja estética de
una generación. Lo había avizorado Guillermo de Torre en 1925 al
sintetizar su postura en el debate de «Clasicismo y Romanticismo en la novísima
literatura»: «El espíritu moderno no oscila solamente entre esos dos polos:
roza otros paralelos y surca varios meridianos menos explorados del orbe
estético» (Torre, 2002, 20). Lo refrendaba desde esquemas profesorales
Giménez Caballero (1931): «Si hoy adviene un nuevo barroco, un nuevo
romanticismo a Europa, no será ese numérico del año 30, que aquí sólo
imitan los paletos. Sino algo hondamente incubado por pueblos más
bárbaros, más insatisfechos, más violentos, menos burgueses et romantiques
que el francés» 12. Y Ramón Gómez de la Serna compendiaba el éxito del
modelo con sus analogías entre las dos «constantes» y el sucederse de los
movimientos vanguardistas: «Se da el caso de que, después de ese
romanticismo de Marinetti, brota el clasicismo como reacción a él y nace el
cubismo, tergiversando esto tanto la aparición lógica de las cosas que
inmediatamente después tiene que aparecer el dadaísmo, otro romanticismo»
(1931,117).
En 1935, el joven profesor de la Universidad de Barcelona, Guillermo
Díaz-Plaja dedicaba una ceñida monografía —Introducción al romanticismo
español— a acotar datos precisos y análisis de contenidos sobre los textos de
los románticos españoles, lo que le permitía recordar que Donoso Cortés
había avanzado la tesis de las dos «constantes» y que el ideal artístico del
doctrinario extremeño «sería una fórmula que hiciera posible la fusión de

12. Debo esta referencia a mi colaboradora Marta Marina Bedia que prepara un
trabajo sobre el término «romántico» en las revistas de esta época.

388
EL ROMANTICISMO ESPAÑOL, CIEN AÑOS DESPUÉS

ambas ideologías», la del clasicismo y la del romanticismo (Díaz-Plaja,


1954, 27-28). En este libro, que obtuvo el premio oficial del concurso
Nacional, su autor no fue más lejos, pero en publicaciones posteriores —en
deuda evidente con la teoría histórica de Eugenio d'Ors (Díaz Plaja, 1975)-
avanzó los dos posibles entendimientos del fenómeno romántico, uno, el de
la constante y sus avatares anteriores y posteriores al siglo XIX, y otro, el
estrictamente histórico, cuyos límites cronológicos establece entre los finales
del XVTII y una liquidación final que cifra en el año 1914 (Díaz-Plaja,
1954, 32). Y la construcción bipolar siguió alimentando logomaquias
posteriores -Joaquín de Entrambasaguas, Pedro Caba...- que no añadieron
mayor claridad al modelo original. Bien es cierto que al tiempo que se
expandían las distinciones nominalistas, Paul Valéry ironizaba con agudeza
sobre estos juegos de palabras —«no es posible embriagarse [con ellas] como
no es posible calmar la sed con etiquetas de botella»— y Arthur Lovejoy o
George Boas, desde la criba de la crítica del lenguaje, depuraban de forma
implacable la confusión conceptual a que conducían tales construcciones
(Isaiah Berlin, 2000, 39-41).
En su aplicación práctica este modelo bipolar facilitaba la explicación de
cómo el romanticismo había asumido la tradición literaria del Siglo de Oro
y permitía, a su vez, cohonestar el fugaz periodo de vigencia que se le
adjudicaba con sus posibles manifestaciones posteriores: el krausismo, la llamada
«generación del 98», la rehumanización de la lírica a partir del surrealismo
(Cardwell, 1970). Valga como testimonio ilustrativo del modus operandiàç,
esta conceptualización histórica un aserto de la conclusión de Peers en su
magna obra sobre el movimiento romántico español: «Hoy nos figuramos la
época romántica como un breve período que produjo poco que cuente con
probabilidades de inmortalidad, pero que preparó el terreno para el período
de fecundidad mayor que comenzó hacia 1870» (Peers, 1967, II, 454-455).

La «joven literatura» ante el romanticismo

Siendo el romanticismo, a la altura de los años veinte, un inevitable


arrastre de la tradición reciente con el que los jóvenes escritores tenían que
topar, fue reacción natural suya la del desdén de un pasado de exasperante
oquedad retórica. «El romanticismo, considerado hoy con la frialdad
redomada de la lente de 1923 -capciosa, nihilista- nos parece cosa de
broma. Figurones, oratoria, escenografía barata» (Antonio Espina, 1923);
un año antes, Federico García Lorca al ponderar la magia lírica de los versos
del «cante jondo» escribía que «todos los poetas que actualmente nos
ocupamos, en más o menos escala, en la poda y cuidado del demasiado

389
BULLETIN HISPANIQUE

frondoso árbol lírico que nos dejaron los románticos y los postrománticos,
quedamos asombrados ante dichos versos» (García Lorca, 1967, 45).
Afirmaciones de este tenor podrían reunirse para un extenso centón que
probaría cómo la preocupación de la «joven literatura» española por el
romanticismo respondía a una necesidad de su propia afirmación. El
imperativo del orden sistemático y de la eficacia racional que exigían los tiempos
modernos no eran afines con la teatralización emocional del gesto cotidiano
que exhibían los románticos. Ortega y Gasset encarna, en su aversión y en
su interés por el romanticismo, la compleja actitud que observarían los más
jóvenes. Ortega, ya desde sus escritos juveniles, marcó las distancias con el
siglo recién concluido, aunque siempre queda en su conciencia la estima que
le merecía el vitalismo de los románticos; las «altas llamaradas de esfuerzo»
con que se refiere en «Vieja y nueva política» (1914) a las vidas de Riego y
de Narváez. «Vidas españolas del siglo XIX», precisamente, fue el título
inicial de la serie de biografías históricas que concibió en 1929 y en la que
los prosistas españoles del momento alcanzaron altas cotas de acierto en un
género literario -la biografía- muy poco frecuentado en las letras españolas.
En Revista de Occidente, sin olvidar las varias viñetas de cubiertas de 1 934
y 1935 dedicadas a motivos evocadores del romanticismo decimonono 13,
fueron frecuentes los artículos dedicados al comentario de ediciones de
textos o a la exégesis de cuestiones más abstrusas, como la batallona
dialéctica del «clasicismo y el romanticismo» a que me he referido. Jaime Torres
Bodet (1930, 285) en una presentación de las «Vidas» había señalado que
«la negación del romanticismo es una actitud demasiado cómoda, en
España, para no ser una actitud estéril» y, años antes, Antonio Espina (1923,
407) no se recataba en sostener que «si para Europa entera el romanticismo
significó algo así como una sacudida sísmica del pensamiento, para España
fue terremoto profundo». En la revista se publicaron adelantos de algunas
de las biografías de la colección: la de Teresa Mancha escrita por Rosa
Chacel, la jarnesiana de Bécquer, la que Antonio Espina dedicó a Julián
Romea... No es, pues, necesario acudir a las estimaciones del Unamuno
becqueriano de Teresa, a las nostalgias de Los últimos románticos de Baroja ni
a la devoción que los habituales de la tertulia de la Granja del Henar — Valle-
Inclán, Azaña, Rivas Cherif... - para encontrar en el curso de los años veinte
y primeros treinta un caluroso clima de atención al viejo romanticismo.
En las páginas anteriores he pergeñado el clima de interés, favorable o

13. Siluetas de Rousseau, Chateaubriand, Saint-Pierre, Vigny, Gautier, Balzac, Michelet o


Béranger realizadas por Fuente o Marjan Rawicz.

390
EL ROMANTICISMO ESPAÑOL, CIEN AÑOS DESPUÉS

crítico, con el que muchos jóvenes escritores de estos momentos


consideraban al romanticismo del XIX, tantas veces envuelto en la conceptualización
historiográfica de las «constantes» o las «acciones y reacciones». También he
puesto de manifiesto cómo encarnó su interpretación en posiciones
ideológico-políticas de signo reaccionario que establecen puentes entre el
gran movimiento del XIX, los totalitarismos emergentes y el porvenir de la
democracia. Ya he apuntado antes la asimilación del pensamiento político
organicista en el folleto de Vegas Latapié, y añado ahora sus resonancias
anteriores en Ramón Sijé, que en su trabajo La decadencia de la flauta y el
reinado de los fantasmas (texto escrito en 1935 y presentado al concurso
Nacional) abunda en la visión de un romanticismo enemigo de la
democracia moderna: «Romanticismo político (...) es la conciencia demoníaca de la
bondad natural y del poder del hombre hecha declaración de derecho, es la
estatificación de la voluptuosidad: de la creencia sensual en el hombre, en la
sombra, en la nada, en la selva» (Sijé, 1973, 271-272).
De esta inquietante lectura podemos pasar a la estrictamente
revolucionaria que, adelantando las tesis del imprescindible estudio de Roger Picard
dedicado a El romanticismo social (1944), proponía un modelo de
romanticismo combativo, puesto al «servicio de la clase eternamente vejada, de la
clase que trabaja y sufre» (son palabras de Pía y Beltrán en su respuesta a
Pérez Clotet en la encuesta de la revista Isla). La propuesta más
cuidadosamente articulada en este sentido fue la que hizo José Díaz Fernández en su
folleto de 1930 El nuevo romanticismo (Polémica de arte, política y literatura).
Díaz Fernández compartía la generalizada desconfianza contra la oquedad
del romanticismo decimonónico: «Yo no quiero hacer una defensa del
romanticismo, al que acuso de hinchazón retórica, de borrachera pasional, de
gesticulación excesiva y ociosa» 14, para añadir inmediatamente «pero no puedo
menos de apreciar en aquella generación arrebatada y triste el anhelo ideal que
les ha faltado a las posteriores» (Díaz Fernández, 1985, 42). El escritor
políticamente comprometido polemiza con la vanguardia deshumanizada
para proponer, contra ella, un correctivo en el «arte social» que encarnaría el
«nuevo romanticismo». Rehumanización, por tanto, en consonancia con las
tendencias de la creación de la Rusia soviética —Maiakovski por modo
excelente- o de los novelistas sociales de la Europa contemporánea -Bernard
Shaw, Romain Rolland, Henri Barbusse, Erich Maria Remarque...- y rechazo
de los experimentos meramente formalistas: «Lo que se llamó vanguardia

14. Acusaciones semejantes sirvieron para troquelar un excelente trabajo de


Antonio Marichalar (1936) sobre Espronceda.

391
BULLETIN HISPANIQUE

literaria en los años últimos, no era sino la postrera etapa de una sensibilidad
en liquidación. Los literatos neoclasicistas se han quedado en literatos a secas.
La verdadera vanguardia será aquella que ajuste sus formas nuevas de expresión
a las nuevas inquietudes del pensamiento. Saludemos al nuevo romanticismo
del hombre y la máquina, que harán un arte para la vida, no una vida para el
arte» (Díaz Fernández, 1985, 58) 15.
«Nuevo romanticismo» o «neorromantismo» pasaron a ser
denominaciones semánticamente complejas, puesto que tanto podían albergar significados
como el que defiende Díaz Fernández en este ensayo como servir de marbete
para situar el estilo de un pintor como Hipólito Hidalgo de Caviedes
(Manuel Abril, 1935) y, llegado el caso, sustituían eufemísticamente a la
palabra «surrealismo», tal como hace Dámaso Alonso al hablar de Vicente
Aleixandre en Poetas españoles contemporáneos. En cualquier caso, «nuevo
romanticismo» ha sido denominación que la crítica reciente de la poesía
vanguardista ha relacionado con la lírica impura del surrealismo, del compromiso
y la rehumanización inmediatas a la guerra civil (Cano Ballesta, 1972, y otros
muchos a su zaga). Los libros poéticos de Emeterio Gutiérrez Albelo
Romanticismo y cuenta nueva (1933), Júbilos ( 1 934) de Carmen Conde, La voz cálida
(1934) de Ildefonso-Manuel Gil, Abril (1935) de Luis Rosales, Sonetos
amorosos (1936) de Germán Bleiberg, Candente horror (1936) de Gil-Albert,
Destierro infinito (1936) de Arturo Serrano Plaja son otros tantos testimonios
de los nuevos caminos que iniciaba la lírica española más joven.

El romanticismo visto como el cambio de paradigma estético

No era previsible que en el horizonte intelectual de los años veinte y


treinta se situara el romanticismo como el epicentro del gran cambio
histórico que hoy conocemos con el nombre de «modernidad», pero ya
había adelantado mucho la crítica internacional para entenderlo como un

15. A(ntonio) E(spina) (1930, 376) en su reseña del libro resume que «la literatura de
avanzada significa, pues, no una simple escuela de estética deportiva, egoísta, y aparte, llena
de pequeños trucos, fácilmente asequibles a cuatro señoritos pueriles, ansiosos de convertir la
literatura en una especie de labor casera, encaje de bolillos o cosita análoga, sino un conjunto
de formas de expresión; todo lo diversas y exquisitas que se quieran, pero que tengan, como
fondo común, verismo en el pensamiento y autenticidad en la emoción. Calidades que
difícilmente se hallan en las zonas frivolas del mero deportismo literario. He aquí el camino
por el que de nuevo se sale al encuentro de lo específico romántico». López de Abiada (1985)
en sus anotaciones a la edición del librito propone identificaciones precisas a las alusiones sin
nombre de Díaz Fernández.

392
EL ROMANTICISMO ESPAÑOL, CIEN AÑOS DESPUÉS

momento histórico clave en el descubrimiento de un entendimiento


radicalmente nuevo de la obra artística. La formulación clara y distinta de lo que
era la idea de la «imaginación creadora» y de la ruptura del paradigma de la
Poética aristotélica tardó en abrirse camino, aunque intuitivamente los
creadores hubieran precedido a los teóricos en el descubrimiento. Max Aub,
muchos años más tarde, evocaba esta percepción en un texto conversacional:
«este irracionalismo, que ahora en nuestro tiempo salta a los ojos, el siglo
diecinueve no tuvo casi conciencia de él. Es el veinte el que cobra conciencia
de que en el diecinueve lo fundamental fue eso. El siglo diecinueve mismo
no lo vio porque el positivismo estaba un poco embobado en la idea de una
prolongación del racionalismo del dieciocho» (Aub, 1985, 263).
Ahora bien, si el enmarcamiento del romanticismo en la lírica rehumani-
zada no era un simple repetir el esquema del «romanticismo liberal y el
reaccionario», sino la recuperación de un sentimiento filantrópico y
justiciero que servía para ordenar el lenguaje poético de una nueva manera,
quedaba pendiente de descubrir la veta del romanticismo visionario que
había ahondado infatigablemente en los inagotables márgenes del misterio.
Para la función política y social ayudaron algunas revistas líricas como el
nerudiano Caballo verde para la poesía o el militante Diablo Mundo de
Corpus Barga, para el descubrimiento del camino misterioso de la lírica era
precisa la aparición de la revista de Bergamín Cruz y Raya.
En esta revista fueron imprescindibles las traducciones poéticas de textos
poéticos de los grandes líricos ingleses y alemanes. Pues si bien Moreno Villa
había sacado a colación citas de NovaUs en Garba o Diez Cañedo (1923)
había comentado en nota abreviada la poesía de Shelley, los lectores
españoles pudieron leer versiones aceptables de los grandes líricos europeos
del romanticismo en Cruz y Raya: poemas de Blake traducidos por Neruda,
de Keats trasladados por el matrimonio Souviron, de Holderlin vertido por
Hans Gebser y Luis Cernuda, de Novalis en lectura española de Gebser ...Y
también los lectores encontraron en las páginas de esta revista trabajos
fundamentales dedicados a temas románticos que firmaban Dámaso Alonso,
Joaquín Casalduero o Luis Cernuda. Ninguna revista española de la época
—en la corta duración de la editada por José Bergamín— había prestado un
interés tan sustantivo al romanticismo radical, desposeído aquí de sus
implicaciones sentimentales, ideológicas o costumbristas.
El rigor de planteamiento y la apertura de horizontes intelectuales que
esta visión comporta es paralela a la que en otros órdenes de la actividad
intelectual también ofrecía Cruz y Raya, como, por ejemplo, era la atención
que prestaba al pensamiento filosófico personalista encarnado por Mounier

393
BULLETIN HISPANIQUE

y su revista Esprit16. Posiblemente la figura del filósofo alemán Paul Louis


Lansdsberg -asiduo colaborador de la publicación- pudo ser la del
introductor en España de este grupo francés con el que también estaba vinculado
Albert Béguin, autor de la tesis L'âme romantique et le rêve (editada en 1939)
y editor del excelente número monográfico que la revista Cahiers du Sud
dedicó en 1937 al romanticismo alemán. Las fechas que ahora barajo son
posteriores al final de la revista de Bergamín (1936), pero el clima de
relaciones personales y de comunicación intelectual de los participantes en esta
empresa -de sernos conocido más en detalle- ofrecería posiblemente una
nueva perspectiva en la asimilación de las ideas que sobre el romanticismo
fraguaban en los círculos intelectuales europeos del momento.
Una percepción del romanticismo mucho más matizada, tanto en el orden
estético como en el poético, se percibe en las observaciones que críticos de
otras procedencias adelantaban al hilo de las conmemoraciones del
centenario de Bécquer. Así, en el periódico canario La Tarde, Agustín
Espinosa (1936) situaba en un romanticismo de «imaginación» a un Bécquer
«transido de Infinito, herido de misticismo, traspasado de Sehnsucht,
ebrio de Edad Media, huésped de la melancolía: antirrealista, irrealista,
contrarrealista. Pensemos en la necesidad de inventar un vocablo nuevo, que
represente fielmente el concepto de ausencia absoluta de realismo en la obra
del poeta de los ángeles oscuros, de los mágicos órganos y de las arpas
enmohecidas» 17.
La palabra que denominaba tales posibilidades estaba ya inventada
- «romanticismo» -, aunque en el curso de su historia semántica había
acumulado acepciones asociativas que ocultaban su significado original, el
que le había asignado el grupo de Jena. Ahora bien, en la aproximación
— ¿sólo intuitiva? — al territorio fundacional del movimiento, las
manifestaciones que más explícitamente se acercan al romanticismo visionario y de
ruptura poetológica creo que fueron los trabajos críticos que Cernuda
dedicó al Romanticismo en Andalucía y a Bécquer y el romanticismo
español en la revista de Bergamín.
Una nota que precede a las versiones de Hôlderlin y que firma Cernuda
(1935b) con sus iniciales es ya una declaración de entendimiento sintiente;
en ella habla Cernuda de la «recóndita eternidad de los mitos paganos» y de

16. A(ntonio) G(arrigues) firma una expresiva nota sobre «La revolución personalista» en
p. 126-132 y J(osé) M(aría) S(emprún) G(urrea) comenta el primer año de la revista francesa
(en Cruz y Raya ¿e 1933, p. 126-132; 150-153, en abril).
17. Agradezco a José-Carlos Mainer el texto de Espinosa.

394
EL ROMANTICISMO ESPAÑOL, CIEN AÑOS DESPUÉS

su mera presencia decorativa en la tradición lírica hispana. Captar la tercera


dimensión del misterio poético constituía el meollo del artículo dedicado a
Bécquer (1935a). Un trabajo que, como es sabido, es una identificación
proyectiva del autor de Donde habite el olvido (1934) con su antecesor
sevillano, pero también mucho más: una prueba de que el romanticismo ya
no es visto como un episodio más en la historia de la poesía sino que es
considerado como la construcción de un paradigma poético inédito. En este
artículo, Cernuda sostiene que la poesía moderna «nace en la época
romántica», que en paralelo a las «vidas colmadas de necesaria majestad» de los
poetas muy reconocidos «se extienden otras más ocultas, más breves,
impulsadas por un afán clarividente y misterioso» y que las «gentes demasiado
acostumbradas a lo preconcebidamente poético (...) no comprenden que la
poesía está en todo y el verdadero poeta la siente en todo fluir
misteriosamente» (Cernuda 1935a). Este es el momento de pasar a la lectura de los
poemas visionarios del propio Cernuda, de Alberti, de Neruda y de los
poetas más jóvenes que inundan de emoción humana sus libros poéticos,
una acción que queda diferida para otra ocasión.

Tales lecturas nos situarían en la historia de la lírica española que se


superpone a la escritura de los experimentos vanguardistas, una historia que
ha tenido muchos y elocuentes logógrafos. El objetivo de este trabajo,
centrado en la persecución de un fundamento epistemológico de la Historia
literaria, me permite cerrar el panorama descriptivo de la crítica aplicada al
romanticismo y trazar un balance general que reitera lo que ya se conoce
suficientemente para la lírica y tendrá que matizarse para la apropiación «bie-
dermeier» del romanticismo, bien en la narrativa (la Teresa de Rosa Chacel),
bien en el teatro {Doña Rosita la soltera de Lorca).
La investigación adivinadora, por el contrario, aún había avanzado poco.
En el campo de la investigación filológica, sólo encuentro un breve estudio
de H. Bêcher dedicado a la historia de la palabra «romántico» en lengua
española mientras que para el mismo asunto en las lenguas europeas ya
se habían sumado las aportaciones fundamentales de F. Pearsall Smith y
F. Baldensperger (Romero Tobar, 1993, 832-833). En el terreno de la crítica
y el ensayo —el aspecto que ha centrado este trabajo—, encontramos
afianzamiento de las ideas recibidas y reduplicación de la metodología y los debates
teóricos más divulgados en el ámbito internacional. Ortega y algunos cola-

395
BULLETIN HISPANIQUE

boradores de Revista de Occidente indican una dirección sugestiva al


proponer la superabundancia de vitalidad histórica como clave esencial para
la intelección de la vida romántica española —una dirección que habrían de
continuar historiadores posteriores como Vicens Vives—; ahora bien, y el
grupo de colaboradores de Cruz y Raya adivinó un ángulo singularmente
penetrante a la hora de entender la significación histórica del romanticismo:
su papel de nuevo paradigma estético en la Historia de la literatura. El
ahondamiento en esta veta exegética no pudo ser obra del análisis sosegado,
porque el ruido y la furia aventaron esta posibilidad.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 18

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